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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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El Iron Pasha, mil quinientas toneladas, siete metros y medio de eslora, construido con revestimiento de acero por Feadship de Holanda en 1987 según las directrices de su actual propietario, decorado por Lavinci de Roma, impulsado por dos motores diesel NWM de dos mil caballos y equipado con amortiguadores Vosper, radar Inmarisat para telecomunicaciones vía satélite incluyendo un dispositivo antichoque y un radar watch –sin mencionar el fax, el télex, una docena de cajas de Dom Pérignon y un árbol de Navidad en previsión de las fiestas que se avecinan– partió del muelle de Nelson, English Harbour, Antigua, en las Antillas, aprovechando la marea matutina, rumbo a su crucero de invierno por las islas de Barlovento y Granada, y por último, vía las islas Blanquilla, Orchila y Bonaire, a Curaçao.

Una muestra de la crème del elegante St. James’ Club de Antigua se había congregado en el muelle para despedir el barco, y se produjo un alboroto de sirenas y silbatos de barco mientras el muy popular empresario internacional Mr. Dicky Onslow Roper y sus distinguidamente ataviados huéspedes permanecían a popa del yate, agitando el brazo a modo de despedida a los gritos de «Buen viaje» y «Que lo pases estupendamente, Dicky, te lo mereces» desde tierra. En el palo mayor ondeaba el gallardete personal de Mr. Roper representando un cristal resplandeciente. Y asimismo, desafiando arraigadas costumbres marineras, también ondeaba la enseña roja británica.

Los interesados en la alta sociedad se vieron recompensados al observar a ciertos favoritos de la jet set como lord (Sandy para los íntimos) Langbourne del brazo de su esposa Caroline, desmintiendo así los rumores de una separación, y la exquisita Miss Jemima (Jed para sus amigos) Marshall, compañera inseparable de Mr. Roper desde hace más de un año y célebre anfitriona del Roper Xanadú en las Exumas.

Los otros dieciséis invitados comprendían un grupo cuidadosamente seleccionado de gente de alto coturno, con pesos pesados de la alta sociedad como Petros (Patty) Kaloumenos, quien recientemente había intentado comprarle al gobierno griego la isla de Spetsai; Bunny Saltlake, la heredera de la sopa norteamericana; Gerry Sandown, el piloto de coches inglés y su esposa francesa; y el productor cinematográfico americano Marcel Heist, cuyo yate Marceline estaba siendo actualmente construido en Bremerhaven. No había niños en el grupo. Aquellos que no habían navegado aún a bordo del Pasha iban a pasar probablemente los primeros días de crucero extasiados ante su lujoso mobiliario: los ocho camarotes, todos ellos equipados con camas extragrandes, equipo de alta fidelidad, teléfono, televisor en color, grabados de Redonté y artesonados históricos; el suavemente iluminado salón eduardiano de felpa roja con la mesa de juego de anticuario y los bustos de bronce del siglo xviii, cada uno en su nicho abovedado de nogal macizo; el comedor en madera de arce con cuadros rústicos al estilo de Watteau; la piscina, el jacuzzi y el solárium, la cubierta italiana de popa para cenas informales.

Pero de Mr. Derek Thomas, neozelandés, los cronistas de sociedad no escribieron nada de nada. No figuraba en ningún folleto de relaciones públicas de Ironbrand. No se encontraba en cubierta saludando a las amistades reunidas en tierra. No estaba presente en la cena, deleitando a sus compañeros con su delicada conversación. Se hallaba en la parte del Pasha más parecida a la bodega de vinos de herr Meister, encadenado y amordazado, a oscuras y en infame soledad sólo mitigada por las visitas del mayor Corkoran y sus ayudantes.
Los efectivos del Pasha, sumada la tripulación y el resto de la dotación, ascendían a veinte personas, incluidos capitán, primer oficial, maquinista, ayudante del maquinista, un chef para los invitados y otro para la tripulación, una camarera jefe y ama de llaves, cuatro marineros de cubierta y un contador de navío. La dotación incluía igualmente un piloto para el helicóptero y otro para el hidroavión. La brigada de seguridad había crecido gracias a dos germanoargentinos que habían llegado en avión de Miami con Jed y Corkoran, y que, como el barco que debían proteger, iban profusamente pertrechados. La tradición de piratería en esa zona no está en modo alguno extinguida, de modo que el arsenal del barco era capaz de sostener en alta mar un prolongado intercambio de disparos, refrenar aviones intrusos, o hundir navíos hostiles que se acercaran demasiado. Todo ello estaba almacenado en la cala delantera, allí donde la brigada de segundad tenía asimismo su cuartel general, tras una puerta hermética de acero protegida a su vez por una reja. ¿Era allí donde tenían a Jonathan? Después de tres días de navegación, eso pensaba Jed con gran inquietud. Pero cuando se lo preguntaba a Roper, éste parecía no escuchar, y si le preguntaba a Corkoran, levantaba el mentón y fruncía severamente el ceño.

–Aguas turbulentas, preciosa –dijo Corkoran entre dientes–. Éste es mi consejo: déjate ver y ten la boca cerrada. Comida, alojamiento y pasar inadvertido. Es más seguro para todos. Y yo no te he dicho nada.

Esa transformación que Jed había empezado a observar en Corkoran había alcanzado su culminación. Su antigua pereza había sido reemplazada por una intensidad ratonil. Apenas sonreía y se pasaba el día dictando bruscas órdenes a los miembros varones de la tripulación, fueran guapos o feos. Llevaba en su mohoso esmoquin una hilera de condecoraciones, y siempre que no estaba Roper para decirle que se callara la boca se entregaba a grandiosos soliloquios acerca de los problemas del mundo.
El peor día en la vida de Jed fue cuando llegó a Antigua. Hasta entonces había vivido muchos otros días peores (su católico sentimiento de culpa se los había proporcionado a manos llenas); por ejemplo, el día que la madre superiora había entrado en el dormitorio para decirle que ya podía hacer la maleta porque tenía un taxi esperando a la puerta. Fue el mismo día en que su padre le ordenó que se fuera a su cuarto mientras él tomaba sacerdotales consejos sobre cómo habérselas con una virgen quinceañera a la que habían pillado completamente desnuda en el cuarto de las conservas con un muchacho del pueblo que estaba haciendo todo lo posible por desflorarla sin conseguirlo. Por ejemplo, el día en que dos chicos de Hammersmith con quienes se había negado a irse a la cama se habían emborrachado y, decididos a hacer causa común, hicieron turnos para sujetarla mientras el otro la violaba. Y luego aquellos días de locura en París antes de que tropezara con los cuerpos dormidos para caer en brazos de Dicky Roper. Pero el día en que subió a bordo del Pasha en English Harbour, Antigua, había ganado a los otros por puntos.

En el avión, Jed había conseguido olvidar los velados insultos de Corkoran escondiéndose en la lectura de sus revistas. Llegados al aeropuerto de Antigua el mayor le había puesto oficiosamente la mano bajo el brazo, y al tratar ella de zafarse él la había agarrado de un modo salvaje mientras dos chicos rubios iban pisándole los talones. En la limusina, Corkoran viajó delante y los dos rubios se sentaron uno a cada lado de ella. Y cuando subió la pasarela del Pasha, los tres hombres formaron una especie de falange a su alrededor, para demostrarle sin duda a Roper –si acaso estaba mirando– que obedecían órdenes. Llevada como un prisionero, con las manos atrás, hasta la puerta de los aposentos de gala, fue obligada a esperar en tanto Corkoran llamaba con los nudillos.

–¿Quién hay? –preguntó Roper desde dentro.

–Una tal Miss Marshall, jefe. Medianamente sana, pero salva.

–Hazla pasar, Corks.

–¿Con equipaje, jefe, o habías dicho sin?

–Con.

Ella entró y vio a Roper sentado ante su mesa de espaldas a ella. Y allí permaneció, sin darse la vuelta, mientras un camarero dejaba sus maletas en el dormitorio y se retiraba. Roper estaba leyendo y comprobaba algunas cosas con su pluma mientras leía. Un contrato, o algo así. Jed esperó a que terminara o lo dejara estar y se diera la vuelta. O que se pusiera de pie. Pero no lo hizo. Llegó al final de la página, garabateó alguna cosa –sus iniciales, pensó ella–, pasó página y continuó leyendo. Era un documento voluminoso, escrito a máquina y con un margen a rayas rojas. Quedaban aún bastantes páginas. Está escribiendo su testamento, se dijo ella. «Y a Jed, mi ex amante, le dejo absolutamente todo...»



Llevaba su batín azul marino de seda hecho a medida con cuello vuelto y ribetes carmesíes, y cuando se lo ponía solía querer decir que iban a hacer el amor o que acababan de hacerlo. Mientras leía movía de vez en cuando los hombros dentro del batín, como si presintiera que ella estaba admirando sus espaldas. Jed seguía de pie. Estaba a menos de dos metros de él. Llevaba téjanos y un jersey sin mangas, y varios collares de oro. A él le gustaba que llevara cosas de oro. La moqueta era castañorrojiza y nueva de trinca. Muy cara, muy mullida. La habían escogido entre los dos de un muestrario, sentados frente a la chimenea, en Crystal. Jonathan había aportado sus consejos. Era la primera vez que ella veía la moqueta colocada.

–¿Te molesto? –preguntó, al ver que Roper ni siquiera volvía la cabeza.

–En absoluto –contestó él, inclinado aún sobre sus papeles.

Ella se sentó en el borde de una silla, dejando sobre la falda su bolso decorado con tapicería. Había tal exceso de control en el cuerpo de él, y era tal la tensión contenida de su voz, que ella imaginó que de un momento a otro Roper iba a levantarse y a pegarle, seguramente las dos cosas a la vez: un brinco y un arrollador manotazo que la mandaría al quinto infierno. Una vez un novio italiano le había hecho eso como castigo por ser demasiado chistosa. El golpe la había mandado a la otra punta de la habitación. Ella debería haberse caído allí mismo, pero estaba acostumbrada a mantener el equilibrio sobre el caballo, y no bien hubo cogido sus cosas del dormitorio, dejó que la bofetada la sacara de la casa.

–Les he dicho langosta –dijo Roper, mientras volvía a estampar sus iniciales en el documento que tenía delante–. Creo que se te debía una después del numerito de Corky en Enzo’s. ¿Te parece bien langosta?

Ella no respondió.

–Los muchachos me han dicho que te has dado unos revolcones con el hermano Thomas. ¿Qué? ¿Te gustó? Por cierto, de hecho se llama Pine. Jonathan, para ti.

–¿Dónde está Jonathan?

–Sabía que lo preguntarías. –Pasar página. Levantar un brazo. Jugar con las gafas de media luna–. ¿Hace mucho que duran los polvos locos en la glorieta, las bajadas de bragas en el bosque? Admito que lo habéis hecho de coña. Con tanta gente por ahí... No me considero un imbécil. No me había dado ni cuenta.

–Si te han dicho que me acosté con Jonathan, no es verdad.

–Nadie ha hablado de cama, de momento.

–No somos amantes.

Otro tanto le había dicho a la madre superiora, pero no había servido casi de nada. Roper interrumpió su lectura pero siguió sin volver la cabeza.

–Entonces, ¿qué sois? –preguntó–. Si no sois amantes, ya me dirás tú.

Sí, somos amantes, concedió estúpidamente. No había un ápice de diferencia entre ser amantes físicos o de otra clase. Su amor por Jonathan y su traición a Roper eran hechos consumados. Lo demás, como en el cuarto de las conservas, eran aspectos puramente técnicos.

–¿Dónde está Jonathan? –quiso saber ella.

Demasiado ocupado leyendo. Un movimiento de hombros mientras corregimos una cosa con nuestra Mont Blanc super larguísima.

–¿Está en el barco?

Una quietud escultural, el preocupado silencio de su padre. Pero su padre temía que el mundo se fuera al infierno y, pobrecito, no tenía la menor idea de cómo evitarlo. En tanto que Roper ponía su granito de arena para allanarle el camino.

–Dice que todo fue cosa suya –comentó Roper–. ¿Es verdad? Que Jed no hizo nada de nada. Pine es el malo, Pine tiene la culpa de todo. Jed es pura y blanca como la nieve. Una nieve demasiado turbia y espesa para saber qué se trae entre manos. Fin de la nota de prensa. Todo ha sido cosa suya.

–¿Todo?

Roper apartó la pluma y se puso en pie, ingeniándoselas para seguir sin mirarla. Fue hasta la pared artesonada y pulsó un botón. La puerta electrónica del armarito de las bebidas se descorrió. Roper abrió la nevera, extrajo una botella del Dom, la descorchó y se sirvió una copa. Luego, a modo de compromiso entre mirarla y no, habló con la figura de ella reflejada en el espejo del interior del armarito, o con lo que podía ver de ella en medio de una hilera de botellas de vino, vermut y Campari.



–¿Quieres? –preguntó él, casi con ternura, levantando la botella de Dom Pérignon y ofreciéndola a su reflejo.

–¿Todo, el qué? ¿Qué se supone que ha hecho?

–No lo dice. Se lo he preguntado, pero no habla. Qué ha hecho, para quién, con quién, por qué, desde cuándo. Quién le está pagando... nada. Y se ahorraría un montón de problemas si hablara. Es un tío valiente. Fue una buena elección por tu parte.

Enhorabuena.

–¿Y por qué tiene que haber hecho nada? ¿Qué le estáis haciendo? Suéltalo.

Roper se dio la vuelta y caminó hacia ella, mirándola al fin directamente a los ojos con su mirada pálida y desvaída, y esta vez ella tuvo la certeza de que iba a pegarle, porque su sonrisa era una sonrisa artificialmente sosegada y sus modales de tan estudiada soltura que por fuerza tenía que llevar dentro de él una versión diferente de sí mismo. Llevaba aún las gafas de leer, de modo que hubo de bajar la cabeza para mirarla por encima. Su sonrisa deportiva estaba ahora muy cerca de ella.

–Un verdadero santo, ¿verdad? tu novio. Genuinamente casto, ¿no? La blanca ovejita... Sí, los cojones, querida. La única razón de que esté a bordo es porque un pistolero a sueldo le puso a mi hijo un revólver en la sien. No me vengas con que él no tenía que ver en el golpe. Sandeces, querida mía. Tú búscame un beato, que yo ya pongo el cirio. Hasta entonces, me guardaré el dinero en el bolsillo. –La silla que Jed había escogido era peligrosamente baja. Las rodillas de él al inclinarse estaban a la altura de su mandíbula–. He estado pensando en ti, sabes, Jeds, me preguntaba si eras tan boba como yo creía; si tú y Pine no estaríais conchabados. Quién escogió a quién en la venta de caballos, ¿eh? ¡¿Eh?! –Le estaba pellizcando la oreja, como si fuera una broma maliciosa–. Qué listas sois las mujeres, maldita sea. Listas, pero que muy listas, sí señor. Incluso cuando fingís no tener nada en la sesera. Nos hacéis creer que somos nosotros quienes escogemos, pero de hecho es al revés. ¿Acaso eres un vegetal, Jeds? No pareces un vegetal. Pareces una mujer muy guapa. Sandy opina que eres un vegetal. Le gustaría darse un revolcón contigo. A Corks no le sorprendería nada que fueras un vegetal... –puso una sonrisa afeminada– y que tu novio no dijera ni mú. –Le estaba pellizcando la oreja al ritmo de cada palabra enfatizada. Pellizcos no dolorosos. Juguetones–. Bájate del burro, querida, por favor. Ríete del chiste. Hay que saber perder. Eres un vegetal, ¿verdad, cielo? Un vegetal con un culo precioso.

Movió la mano hacia el mentón de ella, lo tomó entre el pulgar y el índice y le levantó la cabeza para mirarla. Ella vio en su mirada el regocijo que equivocadamente había tomado a menudo por bondad, y se figuró que una vez más el hombre a quien había estado queriendo era alguien que ella misma había armado a partir de los trocitos en que ella quería creer, haciendo caso omiso de los trocitos que no encajaban.

–No sé de qué me hablas –dijo ella–. Dejé que me compraras. Tenía miedo. Fuiste como un ángel. Jamás me has hecho nada malo. Hasta ahora. Y yo hice cuanto pude. Eso lo sabes bien. ¿Dónde está? –dijo, mirándole de hito en hito.

Él le soltó el mentón y se alejó hacia el fondo del cuarto con la copa de champán vacía.

–Buena idea, amiga mía –dijo en señal de aprobación–. Bien hecho. Vamos, suelta a tu novio. Consigue sacarle de chirona. Métele una lima en la barra del pan. Pásasela entre los barrotes el día de visita. Qué lástima que no te hayas traído a Sarah. Podríais haber escapado los dos al atardecer montados en tu yegua árabe. –El mismo tono, sin alteraciones–. Oye, ¿por casualidad no conocerás a un sujeto llamado Burr, eh, Jeds? Leonard, de nombre. Un patán del norte. Sobacos hediondos. Especializado en evangelios. ¿No le has visto por ahí? ¿Te has dado algún revolcón con él, a lo mejor? Probablemente se hacía llamar Smith. Qué pena, pensaba que sí.

–No conozco a nadie semejante.

–Es curioso. Pine tampoco.

Se vistieron para la cena, dándose la espalda y escogiendo con esmero su respectiva ropa. La locura explícita de sus días y noches a bordo del Pasha acababa de empezar.


Los menús. Hablarlo con el mozo y los cocineros. Mrs. Sandown es francesa, de ahí que su opinión sobre cualquier cosa sea considerada palabra de Dios por el personal de la cocina, da igual que ella sólo coma ensaladas pero jure saberlo todo sobre alimentación.

Lavandería. Cuando los invitados no están comiendo, están cambiándose, bañándose, copulando, lo que supone diariamente sábanas limpias, toallas limpias y mantelería limpia. Un yate lleva a bordo su propia comida y su propia ropa limpia. Toda una sección de la cubierta de servicios está equipada con filas de lavadoras, secadoras y planchas de vapor que dos mozas cuidan desde el amanecer hasta que oscurece.

Cabello. El aire marino tiene consecuencias terribles para el cabello de la gente. Cada tarde, alrededor de las cinco la cubierta de invitados ronronea al son de los secadores de pelo, y suele ocurrir que éstos fallan cuando los invitados están a media toilette. Por consiguiente, a las seis menos diez Jed puede tener por seguro que aparezca por la pasarela una dama belicosa a medio vestir, con el pelo como una escobilla de limpiar retretes, blandiendo un secador estropeado y diciendo: «Jed, cariño, me harás el favor de...», porque el ama de llaves está supervisando justamente ahora los últimos toques en la mesa del comedor.

Flores. Diariamente, el hidroavión visita las islas más cercanas en busca de flores, pescado fresco, marisco, huevos y periódicos, y correspondencia. Pero lo que más preocupa a Roper son las flores, el Pasha es famoso por sus flores, y la vista de unas flores secas o dispuestas de modo inadecuado puede dar origen a los mayores estremecimientos bajo la cubierta.

Esparcimiento. ¿Dónde hacemos escala, nadamos o buceamos? ¿A quién vamos a visitar? ¿Cenamos fuera para variar, mandamos el helicóptero o el hidroavión a buscar a los Fulano, vamos a tierra con los Zutano? Pues los invitados del Pasha no forman una población estática; cambian de una isla a otra según lo prolongada que sea su estancia acordada de antemano, trayendo nueva sangre y nuevas trivialidades a medida que se acerca la Navidad: «No sabes lo terriblemente atrasados que estamos con los preparativos, querida, ni siquiera he podido pensar en mis asuntos urgentes. ¿No va siendo hora de que tú y Dicky os caséis, con lo acaramelados que estáis los dos?»

Y en medio de esta locura Jed consiente en la loca rutina, esperando encontrar un resquicio. La referencia de Roper sobre meter una lima en la barra del pan no es en absoluto descabellada. Ella sería capaz de follarse a los cinco vigilantes, a Langbourne e incluso a Corkoran, si él estuviera dispuesto, a fin de estar con Jonathan.


Entretanto, mientras espera, los rituales de su severa infancia y el internado de las monjas –las reglas del aprieta los dientes y sonríe– la tienen presa en un humillante abrazo. Mientras obedece a esos rituales, nada es real, pero todo está atado y bien atado. Ella agradece ambas cosas como si fueran una bendición, y la posibilidad de un resquicio subsiste. Cuando Caroline Langbourne le suelta un discurso sobre los placeres de su matrimonio con Sandy, ahora que esa pequeña furcia de institutriz está felizmente de vuelta en Londres, Jed sonríe distraídamente y dice: «Oh, Caro, encanto, no sabes cuánto me alegro por los dos. Y por los niños, claro está.» Cuando Caroline añade que posiblemente dijo ciertas tonterías acerca de los negocios a que se dedicaban Dicky y Sandy, pero que lo había hablado con Sandy y debía reconocer que las cosas le habían parecido mucho más negras de lo que eran –y además, francamente, ¿cómo pueden ganarse hoy en día unos dólares sin ensuciarse los dedos ni que sea un poquitín?–, Jed se alegra también de eso y le asegura a Caro que no se acuerda absolutamente de nada de lo que le dijo porque ya sabe Caro que para eso de los negocios Jed es una nulidad, por un oído le entran y por el otro le salen, gracias a Dios...

Y por la noche, esperando el resquicio, duerme con Roper.

En la cama de él.

Tras haberse vestido y desvestido en su presencia, lucido sus joyas y encandilado a sus invitados.

El encuentro suele tener lugar de madrugada, cuando la voluntad de Jed, como la de los moribundos, está en su momento más débil. Él la reclama, y Jed, con cierta horrible impaciencia, acude a él enseguida diciéndose que al hacerlo está sacándole los dientes al opresor de Jonathan, le está amansando, sobornando, apaciguando para salvar a Jonathan. Y esperando ese resquicio.

Porque es eso lo que ella trata de conseguir de Roper todo el rato, en este loco silencio que comparten ahora tras el primer intercambio de disparos: una oportunidad de saltarse la guardia. Pueden reírse juntos de algo tan esencial como una aceituna mala. Pero ni siquiera en su frenesí sexual mencionan ya el único asunto que les une todavía: Jonathan.

¿Acaso Roper también espera algo? Así lo cree Jed, mientras espera, ella también. ¿Por qué, si no, llama Corkoran a la puerta de sus aposentos a horas intempestivas, asoma la cabeza, la menea y se va? En las pesadillas de Jed, Corkoran hace las veces de verdugo de Jonathan.
Ahora ya sabe dónde está. Roper no se lo ha dicho, pero para él ha sido un juego muy entretenido ver cómo Jed descubre las pistas y hace encajar las piezas del rompecabezas. Pero ahora lo sabe.

Primero le choca la inusual aglomeración en la parte delantera del barco, en la cubierta inferior, más allá de los camarotes de los invitados: un atasco de personas, como si hubiera un accidente. No podría poner la mano en el fuego, y por otro lado esa parte del barco siempre le ha resultado muy difusa. En sus días de inocencia, había oído referirse a ella como la «zona de seguridad». En otro momento como el «hospital». Es la única parte del barco que no pertenece ni a los invitados ni a la tripulación. Y puesto que Jonathan no es ni una cosa ni otra, Jed considera que el hospital es el lugar más adecuado para él. Rondando intencionadamente por la cocina, Jed observa varias bandejas de comida para enfermos que ella no ha ordenado. Cuando van hacia proa están llenas, vacías cuando regresan.

–¿Hay algún enfermo? –le pregunta a Frisky, obstruyéndole el paso.

Los modales de Frisky han dejado de ser deferentes, si acaso lo fueron alguna vez.

–¿Por qué lo dices? –responde con impertinencia. La bandeja en una mano, en alto.

–¿Quién come esta bazofia, pues? ¿Para quién es el yogur y el caldo de gallina...?

Frisky finge darse cuenta por primera vez de lo que lleva en la bandeja:

–Oh, es para Tabby, señorita. –Jamás la ha llamado señorita–. Al pobre Tabby le duelen un poco las muelas. En Antigua le salió la muela del juicio. Sangraba mucho. Está tomando calmantes. Eso.

Jed ha empezado a fijarse en quién le visita y en qué momento. Una ventaja de esos rituales que la dominan es que sea asunto suyo todo movimiento irregular que se produzca en el barco, por pequeño que sea; por instinto sabe si la bonita camarera filipina se ha acostado con el capitán, con el contramaestre, o bien –como sucedió brevemente una tarde mientras Caroline tomaba el sol en la cubierta de popa– con Sandy Langbourne. Ha observado que son las tres personas de confianza de Roper –Frisky, Tabby y Gus– quienes duermen en el camarote situado encima de la escalera privada que va a lo que considera ya con certeza la celda de Jonathan. Y que los germanoargentinos del otro lado de la crujía pueden tener sospechas, pero no conocen el secreto. Y que Corkoran –el nuevo, entrometido y vanidoso Corkoran– hace el trayecto al menos dos veces al día, con aire de circunstancias a la ida, y de muy mal humor a la vuelta.

–Corky –le suplica ella, apelando a su antigua amistad–, Corks, querido, por el amor de Dios, dime cómo está, por favor. ¿Está enfermo? ¿Sabe que yo estoy aquí?

Pero el rostro de Corkoran acusa la oscuridad del lugar de donde acaba de venir.

–Ya te avisé, Jed. Te di más de una oportunidad –replica él con rudeza–. Pero no me hiciste caso. Eras muy obstinada. –Y se va como un alguacil ultrajado.

Sandy Langbourne es otro de los visitantes ocasionales. Su hora es después de cenar, durante su ronda nocturna por las cubiertas en busca de compañía más entretenida que su esposa.

–Eres un hijoputa, Sandy –le dice ella en voz baja cuando él pasa tranquilamente por su lado–. Un cerdo, un mierda y un cabrón.

Langbourne permanece impasible ante la diatriba. Se aburre demasiado y es demasiado guapo como para que le importe.

Y Jed sabe que la otra persona que visita a Jonathan es Roper, porque Roper siempre vuelve de la zona frontal del barco inusualmente pensativo. Aunque no le haya visto dirigirse allí, lo sabe por su semblante cuando regresa. Al igual que Langbourne, prefiere la noche. Primero, paseo por la cubierta, charla con el capitán o llamada a unos de sus muchos operadores de bolsa o banqueros de todo el mundo: ¿qué tal si compramos unos marcos, Bill?, ¿unos francos suizos, Jack?, ¿la libra, el yen, el escudo, el caucho malayo, los diamantes rusos, el oro canadiense? Luego, poco a poco, tras otras etapas similares, se siente atraído como un imán hacia la parte frontal del barco. Y luego desaparece. Cuando vuelve, trae el semblante anublado.

Pero Jed sabe que no debe implorar o llorar o gritar o hacer una escena. Si hay algo que convierte a Roper en un hombre peligroso, es una escena: la injustificada invasión de su amor propio; las malditas mujeres lloriqueando a sus pies.

Y ella sabe, o cree saber, que Jonathan intenta hacer lo que hizo en Irlanda. Se está matando por hacerse el valiente.


Era mejor que la bodega de herr Meister, pero también era peor, mucho peor. Ahí no había que dar vueltas y vueltas a las negras paredes. Pero sólo porque estaba encadenado a ellas. No es que no le hicieran caso, su presencia era conocida por una sucesión de personas atentas. Pero las mismas personas le habían rellenado la boca de gamuza y precintado con un esparadrapo, y aunque se daba por entendido que iban a librarle de tales incomodidades tan pronto diera muestra de que deseaba hablar, ya le habían dejado claro que, si lo hacía porque sí, habría consecuencias. A partir de entonces, Jonathan había desarrollado una firme política de no decir nada, ni siquiera «buenos días» u «hola», porque temía que –dada su ocasional tendencia a confiar, aunque solamente en su personalidad hotelera– dicha inclinación pudiera ser su ruina, y el «hola» se convirtiera en «le mandé a Rooke los números de los contenedores y el nombre del barco»... o en cualquier otra confesión que le viniera a la mente por la angustia del momento.

Pero ¿qué confesión esperaban de él? ¿Qué más necesitaban saber que no supiesen ya? Sabían que era un espía, y que casi todo lo que se decía de él era pura invención. Si no sabían hasta qué punto les había traicionado, sí sabían lo suficiente para cambiar o abortar sus planes antes de que fuera demasiado tarde. Así pues, ¿para qué tanta prisa? ¿Para qué tanta frustración? Luego, a medida que las sesiones fueron cobrando ferocidad, Jonathan empezó a darse cuenta de que ellos consideraban tener derecho a su confesión. Tenían derecho a ello porque le habían desenmascarado. Su orgullo herido exigía el arrepentimiento del ahorcado.

Pero no contaban con Sophie. Ignoraban su secreto compartido. Sophie, que había sido la primera, que le sonreía ahora tomando su café, egipcio, por favor. Que le perdonaba. Que le divertía: seduciéndole un poco, instándole a vivir a la luz del día. Cuando le pegaban en la cara –larga y escrupulosa pero arrolladoramente–, él comparaba su cara con la de ella irónicamente, y como pasatiempo le contaba lo del chico irlandés y el Heckler. Pero sin sensiblería; ella estaba totalmente en contra, jamás se dejaron llevar por la autocompasión o perdieron su sentido del humor. «¿Mató usted a la mujer?», le decía ella en broma, levantando las oscuras cejas depiladas y riendo con varoniles carcajadas. No, él 770 la había matado. Hace tiempo que habían puesto de lado esta cuestión. Ella había escuchado el relato de sus relaciones con Ogilvey, le había escuchado hasta el final ya sonriendo, ya frunciendo el ceño con desagrado. «Creo que cumplió con su deber, Mr. Pine –afirmó Sophie cuando él hubo terminado–. Por desgracia, existen muchos tipos de lealtad, y no podemos servirlos a todos a la vez.» Cuando Frisky y Tabby la tomaban con su cuerpo –sobre todo encadenándole en posturas que le producían un dolor prolongado y exasperante–, Sophie le recordaba cómo la habían maltratado a ella también, en su caso apaleándola hasta la aniquilación. Y cuando estaba hundido y medio adormilado y se preguntaba de qué manera iba a reconquistar lo más alto de la grieta del glaciar, él la deleitaba contándole sus ascensiones a las difíciles paredes del Oberland –una cara norte de la Jungfrau que le había causado graves problemas haciendo vivaque en medio de un viento de ciento cincuenta kilómetros por hora–. Y Sophie, si acaso se aburría, nunca lo dejó entrever. Escuchaba con sus grandes ojos castaños constantemente fijos en él, amándole y animándole: «Estoy segura de que nunca volverá a traicionarse a tan bajo precio, Mr. Pine –le había dicho Sophie–. A veces los buenos modales pueden enmascarar nuestra valentía. ¿Tiene algo para leer en el avión a El Cairo? Me parece que yo leeré. Eso me ayudará a recordar que soy yo misma.» Y luego, para su sorpresa, se hallaba de nuevo en Luxor, en su pequeño apartamento, viendo cómo ella metía sus cosas en su bolsa de noche, un objeto tras otro y cuidadosamente, como si estuviera seleccionando compañeros para una travesía mucho más larga que el viaje a El Cairo.

Y, naturalmente, había sido Sophie quien le animó a guardar silencio. ¿Acaso no había muerto ella sin traicionarle a él?

Cuando le quitaron el esparadrapo y el bitoque de gamuza, fue por consejo de Sophie que él pidió hablar personalmente con Roper:

–Así me gusta, Tommy –dijo Tabby jadeante, debido a los esfuerzos–. Tú charla con el jefe, y luego todos nos tomamos unas cervezas como en los viejos tiempos.

Y Roper, en el momento oportuno, se dio un paseo para venir enfundado en sus ropas de crucero –incluidos esos zapatos de ante blanco con suela de crepé que Jonathan le había visto en el vestidor de Crystal– y se sentó en la silla al fondo de la habitación. Y se le ocurrió a Jonathan que era la segunda vez que Roper le veía con la cara hecha una pena y que la expresión de Roper había sido idéntica en ambas ocasiones: el mismo arrugamiento de nariz, la misma valoración crítica de los desperfectos y las probabilidades que le quedaban a Jonathan de sobrevivir. Se preguntó qué cara habría puesto Roper de haber estado presente cuando molieron a palos a Sophie.

–¿Todo bien, Pine? –preguntó con simpatía–. ¿Tienes alguna queja? ¿Te están tratando bien?

–Las camas no son muy cómodas.

Roper rió de buena gana.

–No se puede tener todo, supongo. Jed te echa de menos.

–Hazla venir, entonces.

–Me temo que esto no es para ella. Le gusta la vida regalada.

Y Jonathan le explicó a Roper que durante sus primeras conversaciones con Langbourne, Corkoran y los demás, se había aireado repetidamente la teoría de que Jed estaba en cierto modo envuelta en las actividades de Jonathan. Y deseaba dejar claro que fueran cuales fuesen esas actividades, él las había realizado en solitario, sin que Jed le ayudara en ningún momento. Y que se había exagerado mucho por las dos visitas de carácter social a Woody’s House que habían tenido lugar cuando Jed no sabía cómo sacarse de encima a la pesada de Caroline Langbourne y Jonathan se sentía solo. A renglón seguido, lamentó no poder responder a más preguntas. Roper, tan rápido normalmente en dar su opinión, pareció por un momento privado del habla.

–Tu gente secuestra a mi chico –dijo al fin–. Te metes en mi casa a base de embustes, me robas a mi mujer. Intentas estropearme un negocio. ¿Qué más me da si hablas o no? Eres hombre muerto.

De modo que castigo, además de confesión, se dijo Jonathan, mientras volvían a amordazarle. Y su sentido de afinidad con Sophie se hizo más fuerte, si cabe. «No he traicionado a Jed –le dijo él–. Y prometo no hacerlo. Seguiré en mis trece como herr Kaspar con su peluca.»

«¿Herr Kaspar llevaba peluca

«¿No se lo había dicho? ¡Santo Dios! ¡Herr Kaspar es un héroe en Suiza! ¡Renunció a veinte mil francos suizos anuales y libres de impuestos sólo por ser fiel a sí mismo!»

«Tiene usted razón, Mr. Pine –concedió Sophie con seriedad cuando hubo escuchado atentamente todo cuanto él tenía que decirle–. No debe traicionar a Jed. Debe ser fuerte como herr Kaspar, y tampoco debe traicionarse a sí mismo. Y ahora, si me hace el favor de poner la cabeza en mi hombro, tal como hace con Jed, dormiremos un poco.»
Y a partir de entonces, mientras se sucedían las preguntas sin el beneficio de la respuesta, ya de una en una, ya como una lluvia, Jonathan veía de vez en cuando a Roper en la misma silla de antes, aunque ya no llevaba los zapatos de ante blanco. Y Sophie estaba siempre detrás, no con aires de venganza sino sólo para recordarle a Jonathan que estaban en presencia del peor hombre del mundo.

–Te matarán, Pine –le advirtió Roper un par de veces–. Cualquier día de éstos, Corky se pasará y adiós. Estos maricas no saben contenerse. Hazme caso, abandona antes de que sea tarde. –Después, Roper se apoyaba otra vez en el respaldo con esa cara de frustración personal que uno pone cuando se ve incapaz de ayudar a un amigo.

Entonces reaparecía Corkoran e, impacientemente inclinado hacia delante en esa misma silla, disparaba sus preguntas como si fueran órdenes y contaba hasta tres mientras esperaba ser obedecido. Y al tres, Frisky y Tabby volvían al trabajo hasta que Corkoran se hartaba o se apaciguaba:

–Bien, monada, si me disculpas, voy a ponerme el sari de lentejuelas, un rubí en el ombligo y a zamparme un par de lenguas de faisán –dijo mientras iba hacia la puerta sonriendo afectadamente–. Lástima que no puedas divertirte también tú. Pero si no te ganas la cena cantando, ¿quién lo va a hacer?

Transcurrido un rato, nadie, ni siquiera Corkoran, se quedaba mucho tiempo. Cuando un hombre se niega a hablar y se aterra a su negativa, el espectáculo empieza a aburrir un poco. El único que sacaba de ello cierto provecho, vagando con Sophie por su mundo interior, era Jonathan. No poseía nada que no quisiera tener, su vida estaba en paz, era libre. Se felicitó interiormente por haberse dispensado de sus compromisos institucionales. Su padre, su madre, sus orfanatos y su tía Anny, su país, su pasado, Burr... todas sus deudas estaban saldadas y en efectivo. En cuanto a sus varios acreedores femeninos, sus acusaciones ya no podían afectarle.

¿Y Jed? Bueno, en cierto modo era maravilloso pagar anticipadamente por unos pecados que no había cometido aún. La había engañado, claro está –lo de Mama Low’s, colarse a hurtadillas en el castillo, brindarle una defectuosa versión de sí mismo–, pero tenía la impresión, eso sí, de haberla rescatado, y Sophie opinaba exactamente igual.

–¿No está pensando con demasiada frivolidad? –le preguntó a Sophie con el tono con que los jóvenes amantes consultan a las mujeres inteligentes.

Ella fingió enfadarse con Jonathan:

–Mr. Pine, creo que está usted coqueteando un poco. Usted es un amante, no un arqueólogo. Jed es hermosa y, por tanto, está habituada a que la adulen y la veneren, y a que la maltraten, de vez en cuando. Es normal.

–Yo no la he maltratado –replicó Jonathan.

–Pero tampoco la ha adulado. Ella no le tiene confianza. Si acude a usted es porque necesita su aprobación. Pero usted se la niega. ¿Por qué?

–Pero, madame Sophie, ¿qué cree que me hace ella a ?

–Ambos están unidos por una fricción que ambos se toman a mal. Eso también es lógico. Es la parte oscura de la atracción. Los dos tienen lo que querían. Ahora toca averiguar qué se puede hacer con ello.

–Es que no me siento inclinado hacia ella. Es una persona banal.

–Ella no es banal, Mr. Pine. Y estoy segura de que nunca se sentirá inclinado hacia nadie. Sin embargo está enamorado, y eso es lo que cuenta. Y ahora durmamos un poco. Tiene cosas que hacer y vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas si queremos completar el viaje. ¿Eso del refresco con gas ha sido tan terrible como le prometió Frisky?

–Peor.
Casi se volvió a morir y cuando despertó, Roper estaba allí con su interesada sonrisa. Pero como Roper no era montañero, no comprendía la terca determinación de Jonathan: ¿por qué escalo montañas, le explicaba a Sophie, si no es para alcanzar la cima? Por otro lado, el hotelero que había en él estaba totalmente del lado de un hombre que era ajeno a todo sentimiento. Jonathan tenía verdaderas ganas de alargar el brazo para atraer a Roper hacia el abismo en un gesto de amistad, sólo para que el jefe se hiciera una idea de cómo era esto: «Tú que tanto te enorgulleces de no creer en nada, y yo aquí abajo con mi fe tan intacta como al principio.»

Luego se quedó un rato dormido, y al despertar se encontró en el Lanyon caminando con Jed por los acantilados, sin preguntarse ya quién estaría esperándole a la vuelta de la esquina y, en cambio, satisfecho de sí mismo y de la persona que estaba a su lado.

Pero seguía negándose a hablar con Roper.

Su negativa empezaba a ser más que un voto. Era una ventaja, un recurso.

El acto mismo de la negativa servía para reafirmarle.

Cada palabra no pronunciada, cada puño, pie o codo que le devolvían a golpes al mundo de los sueños, cada nuevo y diferenciado dolor, eran para él como nuevas inyecciones de energía que iba acumulando para el día de mañana.

Cuando el dolor se hacía insoportable, tenía visiones de sí mismo elevándose para recibirlo y atesorar así sus poderes vivificantes.

Y funcionó. Bajo la tapadera de su agonía, el observador minucioso hizo acopio de toda su inteligencia operativa y preparó un plan para el despliegue de sus energías secretas.

«Nadie lleva armas –pensó–. Siguen la ley de toda buena prisión: los carceleros no llevan armas.»


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