Ana səhifə

El infiltrado (The Night Manager, 1993)


Yüklə 1.23 Mb.
səhifə28/31
tarix25.06.2016
ölçüsü1.23 Mb.
1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   31

28


Ed Prescott, el ayudante del procurador general, era un hombre cabal, como suelen serlo los de su generación que estudiaron en Yale, y cuando Joe Strelski entró en su gran despacho blanco del centro de Miami tras haber tenido que esperar en la antesala más de media hora, Ed le dio la noticia como habría hecho un hombre con otro, quitando la paja, sin rodeos, como les gusta a los hombres, ya sean descendientes directos de los peregrinos del Mayflower, como Ed, o simples montañeses de Kentucky como Strelski.

–Francamente, Joe, estos tíos me han jodido bien: primero me sacan a la fuerza de Washington para que les solucione esta papeleta, me hacen abandonar un trabajo muy interesante en un momento en que todo el mundo, y he dicho todo el mundo, hasta los de más arriba, necesita trabajo... Debo decírtelo, Joe, esta gente no ha sido justa con nosotros. Y quiero que tengas en cuenta que estamos juntos en este asunto, ha sido un año entero de tu vida, pero cuando yo consiga poner mi casa en orden habrá pasado también un año de la mía. Y a mi edad, Joe, qué coño, ¿cuántos años me quedan?

–Lo siento por ti, Ed –dijo Strelski.

Y si Ed Prescott captó el sonsonete, prefirió no hacer caso y seguir pensando que eran dos hombres resolviendo juntos sus problemas.

–Oye, Joe, ¿qué fue exactamente lo que te contaron los ingleses sobre ese agente secreto que tenían, ese tal Pine, el de los muchos nombres?

Strelski no dejó de reparar en el pretérito.

–Pues no mucho –dijo.

–¿Cuánto? –dijo Prescott, siempre de hombre a hombre.

–No era un profesional. Era una especie de voluntario.

–Ya. La gente que se cuela nunca me ha parecido de fiar. En la época de la guerra fría que parece hace un siglo, cuando la Agencia me hacía el cumplido de consultarme de vez en cuando, yo siempre les aconsejaba prudencia con los desertores seudosoviéticos que proclamaban a los cuatro vientos habernos regalado su mercancía. ¿Qué más te contaron de él, Joe, o es que le tenían envuelto en un halo de misterio?

Strelski permanecía deliberadamente impasible. Con hombres como Prescott no cabía otra cosa: hacer un quite hasta averiguar qué era lo que querían hacerte decir, y luego decirlo, acogerse a la quinta enmienda, o mandarle al cuerno.

–Me dijeron que le habían proporcionado cierta estructura –contestó–. Para hacerle más atractivo al blanco le inventaron unos antecedentes de propina.

–¿Quién te lo dijo, Joe?

–Burr.


–¿Te habló Burr en algún momento de la naturaleza de esos antecedentes?

–No.


–¿Te indicó Burr qué cantidad de antecedentes existía ya y cuánto era producto del maquillaje?

–No.


–La memoria juega malas pasadas. Piensa, Joe. ¿Te dijo que a ese hombre se le suponía autor de un homicidio y quizá de más de uno?

–No.


–¿Que había pasado droga de contrabando? En El Cairo y en Gran Bretaña, y puede que en Suiza también, lo estamos comprobando.

–No concretó. Me dijo que habían provisto al tipo de un historial y que ahora que tenía estos antecedentes ya podíamos hacer que Apostoll echara pestes de uno de los lugartenientes de Roper, y calcular que Roper contrataría al chico como su nuevo firmante. Roper utiliza firmantes. Y se le proporcionó un firmante. A Roper le gustan los excéntricos. Y se le proporcionó un excéntrico.

–De modo que los ingleses sabían lo de Apostoll. Vaya, esto es nuevo.

–Pues claro. Tuvimos una entrevista con él. Burr, el agente Flynn y yo.

–¿Crees que fue buena idea, Joe?

–Colaboración –dijo Strelski, tensando la voz–. Había que colaborar, ¿recuerdas? La cosa ha empezado a hacer un poco de aguas, pero en aquel momento organizábamos las cosas juntos.

El tiempo se detuvo para que Ed Prescott diera una vuelta por su espacioso despacho. Las oscurecidas ventanas eran de cristal blindado de dos centímetros y medio, y el sol de la mañana parecía el de primera hora de la tarde. La puerta doble, cerrada a prueba de intrusos, era de acero reforzado. Miami soportaba una temporada de asaltos domiciliarios, recordaba ahora Strelski. Grupos de hombres enmascarados retenían a la gente en sus propias casas y se llevaban lo que les daba la gana. Strelski se preguntó si iría al funeral de Apostoll aquella misma tarde. El día todavía era joven. Después pensó si volver a casa con su esposa. A veces, estar lejos de ella era como salir en libertad bajo palabra. No era la libertad, y uno se preguntaba a veces seriamente si esa alternativa merecía la pena. Pensó en Pat Flynn y deseó tener la compostura de Pat, quien se había adaptado perfectamente a ser un paria igual que otros se adaptan a la fama y el dinero. Cuando le dijeron a Pat que no se molestara en ir a la oficina hasta que todo esto se hubiera aclarado, Pat les dio las gracias y la mano a todos, se dio un baño y se bebió una botella de Bushmill’s. Esa mañana, todavía borracho, había telefoneado a Strelski para advertirle de una nueva forma de sida que estaba propagándose por todo Miami. Era el sida de oreja, dijo Pat, y se cogía de tanto escuchar a los gilipollas de Washington. Cuando Strelski le preguntó si por casualidad tenía alguna noticia del Lombardy –por ejemplo, si alguien lo había apresado o hundido–, Flynn le había obsequiado con la mejor parodia de maricón de universidad de la Costa Este que Strelski podía recordar: «Ay, Joe, mira que eres malo, no se te ocurre nada mejor que preguntarle a un hombre un secreto como ése, con lo abierto que eres tú.» ¿De dónde demonios sacaba Pat tantas voces?, se preguntó. A lo mejor si se bebía una botella de whisky irlandés al día, también él podría hacerlo. El ayudante del procurador general Ed Prescott seguía intentando meterle más palabras en la boca, y eso le hizo pensar que era mejor prestar atención.

–Evidentemente Burr no fue tan comunicativo respecto a su Pine como tú respecto al doctor Apostoll, Joe –estaba diciendo, y en su voz había suficiente reproche para que pinchara como un aguijón.

–Pine y Apostoll eran dos informadores de características distintas. No podían compararse –replicó Strelski, contento de oírse a sí mismo con mayor desparpajo. Debía de ser cosa de Flynn y su chiste sobre el sida de oreja.

–Explícate, Joe.

–Apostoll era un crápula decadente. Pine era... era un muchacho honrado que arriesgaba el cuello por algo que valía la pena. Burr insistió mucho en eso. Pine era un operario, un colega, alguien de la familia. De Apo nunca se dijo que fuera de la familia. Ni siquiera su hija.

–¿Ese Pine era el mismo que por poco descoyunta a tu agente?

–La tensión era enorme. Se trataba de un gran montaje teatral. Es posible que sobreactuara un poco, que se tomara las instrucciones demasiado al pie de la letra.

–¿Es lo que Burr te explicó?

–Es lo que habíamos planeado, más o menos.

–Muy generoso de tu parte, Joe. Contratas a un agente que recibe una paliza por la suma de veinte mil dólares en medicamentos más tres meses de permiso de convalecencia y un juicio pendiente, y me dices que su agresor tal vez sobreactuó un poco. Esos ingleses que han estudiado en Oxford pueden llegar a ser muy convincentes. ¿En algún momento te pareció que Burr era un falso?

«Todo en pretérito –pensó Strelski–. Yo incluido.»

–No entiendo lo que quieres decir –mintió.

–¿Dirías que le faltaba franqueza, que no era sincero, que era moralmente fraudulento en cierto modo?

–No.


–¿Y ya está?

–Burr es un buen agente y un buen hombre.

Prescott se dio otra vuelta por su despacho. Como buen hombre que era él también, parecía tener problemas a la hora de tratar con los hechos más crudos de la vida.

–Joe, tenemos un par de problemas con los ingleses ahora mismo. Hablo a nivel de Ejecución. Ese Burr y sus cómplices nos prometieron un inmaculado testigo en la figura de Mr. Pine, prometieron que sería una operación sofisticada y ofrecernos en bandeja unas cuantas cabezas de peces gordos. Por ahí pasamos. Debo decirte que a nivel de Ejecución los ingleses no han cumplido lo prometido. En sus tratos con nosotros, han mostrado un doble juego que algunos no esperábamos ni de lejos. Otros, en cambio, con más buena memoria, sí lo esperaban.

Strelski se figuró que debía sumarse a Prescott en una condena genérica de los británicos, pero no se sintió inclinado a hacerlo. Le gustaba Burr. Era el tipo de persona con que uno puede ir a robar caballos. Hasta Rooke le había llegado a caer bien, aunque era un quisquilloso. Resultaban dos tíos simpáticos, y habían llevado bien la operación.

–Este gran artista tuyo (perdona, de Mr. Burr), el honorable Mr. Pine, tiene claros antecedentes criminales. Barbara Vandon, en Londres, y amigos suyos de Langley han descubierto material muy inquietante sobre ese Pine. Al parecer es un psicópata de salón. Desgraciadamente, los británicos se han desvivido por complacer sus apetitos. Hubo un sucio asesinato en Irlanda, algo con una semiautomática. Aún no hemos llegado al fondo del asunto porque ellos le han echado tierra. –Prescott suspiró. Los senderos del hombre eran realmente tortuosos–. Mr. Pine es un asesino, Joe. Ha matado, robado, traficado con drogas... Para mí sigue siendo un misterio que no le clavara a tu agente ese cuchillo con que le amenazó. Por si fuera poco, Mr. Pine es cocinero, experto en combate cuerpo a cuerpo, y pintor. El clásico ejemplo de psicópata fantasioso. Mr. Pine no me gusta. Yo no le confiaría a mi hija. Mr. Pine tuvo una relación psicopática con la furcia de un drogadicto de El Cairo, y la cosa terminó en que él la mató de una paliza. Yo no me fiaría de tenerle por testigo, y abrigo las mayores reservas, y he dicho las mayores, acerca de las informaciones que nos ha proporcionado hasta ahora. Sí, Joe, lo he visto todo. Lo he estudiado en los muchos puntos donde su testimonio queda por confirmar, aun siendo indispensable para la credibilidad del caso que nos ocupa. Hombres como Mr. Pine son los mentirosos encubiertos de la sociedad. Son capaces de vender a su propia madre y creerse Jesucristo de paso. Puede que tu amigo Burr sea un hombre eficiente, pero también es un ambicioso que estaba partiéndose el culo por poner a su cuadrilla en movimiento y hacerla competir con los grandes. Hombres así suelen ser presa fácil para los embaucadores. Yo no creo que Mr. Burr y Mr. Pine hicieran una buena pareja. No digo que conspiraran conscientemente, pero dos hombres en cónclave secreto pueden llegar a excitarse psíquicamente el uno al otro hasta el punto de ser desdeñosos con la verdad. Si Apostoll estuviera aún con vida..., bueno, él era abogado, y aunque estuviera un poquito loco estoy convencido de que habría quedado bien en el estrado. Un jurado siempre tiene consideración por alguien que ha vuelto a Dios. Pero bueno, eso no podrá ser. El doctor Apostoll ya no nos sirve como testigo.

Strelski procuraba ayudar a Prescott a salir del atolladero.

–Imaginemos que nada de esto ha pasado, ¿de acuerdo, Ed? ¿Y si acordásemos que el asunto ha sido una tremenda chorrada de principio a fin? No hay droga, no hay armas; Onslow Roper nunca se ha sentado a la mesa con los carteles, ha sido una confusión, lo que quieras...

Prescott esbozó una desconsolada sonrisa sugiriendo que él no pensaba ir tan lejos.

–Estamos hablando de lo que se puede demostrar, Joe. Es trabajo para un abogado. El ciudadano de a pie tiene el lujo de creer en la verdad. Todo abogado debe contentarse con lo demostrable. Así son las cosas.

–Desde luego. –Strelski sonreía también–. ¿Puedo decir una cosa, Ed? –Strelski se inclinó hacia adelante en la silla de cuero y abrió las manos en un gesto de magnanimidad.

–Adelante, Joe.

–Relájate, Ed, te lo pido por favor. No te canses. La Operación Lapa ha muerto. Langley acabó con ella. Tú sólo te encargas de las pompas fúnebres. Eso lo entiendo. La Operación Capitana está viva, pero yo no estoy en la lista. Tú sí, creo. ¿Quieres joderme, Ed? Mira, ya me han jodido otras veces, no hace falta que me invites a cenar primero. Me han jodido tantísimas veces y de tantas maneras que me considero un veterano. Esta vez son Langley y unos desgraciados ingleses. Por no hablar de los colombianos. La última vez fue Langley con la ayuda de ciertos malvados, brasileños quizá, no, mierda, eran cubanos y nos habían hecho varios favores en los años oscuros. Anteriormente fue Langley con la ayuda de unos venezolanos más que millonarios, pero creo que también hubo algún que otro israelí de por medio, ya lo he olvidado, la verdad, y el hecho es que el expediente se perdió. Y creo que hubo una Operación Éxito Seguro pero, claro, yo no constaba en esa lista. –Estaba furioso pero maravillosamente a gusto.

Aquel mullido sillón de piel era un sueño, Strelski podría haberse quedado en él toda la vida, aspirando el lujo de un bonito despacho sin lo desagradable de tropezarse a cada momento con un montón de gente, o de encontrarse a un soplón desnudo arrodillado sobre la cama con la lengua colgándole sobre el pecho.

–La otra cosa que querías decirme es que puedo dar un beso pero sin contárselo a nadie –prosiguió Strelski–. Porque si lo cuento, alguien puede ponerme de patitas en la calle y dejarme sin jubilación. O que si llego a contarlo, alguien puede sentirse obligado con desgana a volarme la tapa de los sesos. Esas cosas las comprendo, Ed. Me sé las reglas. ¿Quieres hacerme un favor, Ed?

Prescott no estaba habituado a escuchar sin interrumpir, y nunca le hacía un favor a nadie a menos que contara con recibir otro a cambio. Pero sabía cuándo alguien estaba enfadado y que el enfado se pasa con el tiempo, se trate de personas o de animales, de modo que adoptó un papel de espera y siguió sonriendo y respondió de manera razonable, como habría hecho de estar en presencia de un loco de atar. También sabía que era imprescindible no mostrar alarma. Siempre podía recurrir al botón rojo que había en el escritorio.

–Por ti, Joe, cualquier cosa –contestó con elegancia.

–No cambies, Ed. América te necesita tal como eres. No renuncies a ninguna de tus importantes amistades, ni a tus relaciones con la Agencia, ni a tus lucrativos cargos directivos en ciertas compañías a prudente distancia de tu mujer. Sigue solucionándonos la papeleta a todos. El ciudadano honrado sabe ya demasiadas cosas, Ed. Saber más pondría seriamente en peligro su salud. Piensa en la televisión. Con cinco segundos de cualquier cosa basta. A la gente hay que normalizarla, Ed, no desestabilizarla. Y tú eres el hombre adecuado para este trabajo.


Strelski volvió a su casa en coche conduciendo con cuidado a la luz de un sol invernal. La ira prestaba su propia intensidad a las cosas. Bonitas casas blancas en el paseo marítimo. Blancos barcos de vela al fondo de céspedes color esmeralda. El cartero en su ronda del mediodía. Había un Ford Mustang rojo aparcado en el camino de su casa. Supo que era el de Amato. Le encontró sentado en el porche luciendo una fúnebre corbata negra y bebiendo una coca-cola. Estirado junto a Amato en el sofá de rattan de Strelski y vestido con un traje negro, chaleco y sombrero hongo, estaba un comatoso Pat Flynn, sosteniendo contra su pecho una botella vacía de Bushmills de malta reserva de diez años.

–Pat ha estado alternando otra vez con su antiguo jefe –aclaró Amato, echando una ojeada a su yacente camarada–. Digamos que han desayunado temprano. El soplón de Leonard va a bordo del Iron Pasha. Dos tipos le ayudaron a bajar del avión de Roper en Antigua, y otros dos le ayudaron a subir al hidroavión. El amigo de Pat habla según informes reunidos por elementos muy puros de Inteligencia que tienen el honor de estar en la lista de Capitana. Dice Pat que a lo mejor te gustaría proporcionarle esta información a tu amigo Lenny Burr. Pat dice que le des recuerdos a Lenny de su parte. Su experiencia con Mr. Burr fue muy agradable pese a las dificultades subsiguientes, dile eso también.

Strelski consultó su reloj y entró rápidamente en la casa. Hablar por ese teléfono no era seguro. Burr contestó enseguida, como si hubiera estado esperando que sonara el teléfono.

–Tu chico se ha hecho a la mar con sus amigos ricos –dijo Strelski.


Burr dio gracias de que lloviera a cántaros. Un par de veces había aparcado en el arcén de hierba y esperado en el coche a que pasara el torrente que repicaba sobre el techo del vehículo. El diluvio concedió un perdón provisional y devolvió al tejedor de Yorkshire a su buhardilla.

«Cuida de él», había dicho Burr por decir algo mientras dejaba al abyecto Palfrey al cuidado de Rooke. «Cuida de Palfrey –quizá estaba pensando. O tal vez–: Dios que estás en los cielos, cuida de Jonathan.» «Está a bordo del Pasha –siguió pensando mientras conducía–. Está vivo, aunque no debería estarlo.» Eso fue todo lo que el cerebro de Burr pudo hacer por él durante un rato: «Jonathan vive, Jonathan está siendo torturado, tal vez ahora mismo.» Tan sólo después de los consabidos momentos de angustia, o eso le pareció a Burr, fue capaz de hacer uso de sus considerables facultades de razonamiento y, poco a poco, ir contando las migajas de consuelo que iba encontrando.

«Está vivo, o sea que Roper lo quiere así, de lo contrario habría hecho matar a Jonathan después de firmar el último documento: ¿a quién le importa un cadáver más en una cuneta panameña...? Está vivo, un criminal de la calaña de Roper no se lleva a nadie de crucero sólo para matarle. Si lo lleva consigo es porque quiere preguntarle cosas, y si luego todavía quiere matarle, lo hará a prudente distancia del barco, respetando la higiene del lugar y evitando herir la sensibilidad de sus invitados... ¿Y qué querrá preguntarle Roper que no sepa ya? Quizá: ¿Cuántos detalles de la operación les ha escamoteado Jonathan? O quizá: ¿Qué peligro corre exactamente Roper en estos momentos?, ¿que le procesen, que echen por tierra sus grandes planes, que le descubran, que se arme un gran escándalo? O quizá: ¿Hasta qué punto estoy protegido todavía por quienes me protegen? ¿O se largarán de puntillas por la puerta de servicio en cuanto suene la alarma? O quizá: ¿Quién te has creído que eres para colarte en mi palacio y robarme a mi mujer cuando la tengo debajo...?»

Los árboles formaron un arco por encima del coche y Burr recordó por un momento la casita del Lanyon el día en que le comunicaron a Jonathan cuál era su misión. Él sostiene la carta de Goodhew a la luz de la lámpara de aceite: «Estoy convencido, Leonard. Yo, Jonathan. Y lo estaré mañana por la mañana. ¿Cómo he de firmar?»

«Firmaste más de la cuenta, maldita sea –le dijo mentalmente Burr con aspereza–. Y fui yo quien te animó a hacerlo.»

«Confiesa –le rogó a Jonathan–. Traicióname, a mí y a todos. Nosotros te hemos traicionado, ¿no es así? Pues haz tú lo mismo y ponte a salvo. El enemigo no está fuera, sino aquí entre nosotros. Traiciónanos.»

Se acordaba del hombre que había sido una vez: un ávido y joven espiócrata capaz de labrarse una carrera a cualquier precio. Se encontraba a quince kilómetros de Newbury y a más de sesenta kilómetros de Londres, pero estaba en lo más recóndito de la Inglaterra rural. Subió una loma y penetró en una avenida de hayas sin hojas. A ambos lados los campos estaban recién arados. Notó el olor a silo y se acordó de los tés invernales frente al cubo del carbón en la casa que su madre tenía en Yorkshire. «Somos gente honrada –se dijo al acordarse de Goodhew–. Honrados ingleses con sentido de la decencia y capaces de ser irónicos con nosotros mismos, gente de buen corazón y alma ciudadana. ¿Qué demonios nos ha pasado?»

Un destartalado refugio de autobús le trajo a la memoria el cobertizo de Luisiana donde había conocido a Apostoll; engañado por Harry Palfrey, a Darker; y por Darker, a los Primos; y por los Primos, a vete tú a saber. «Strelski debió de traer una pistola –pensó–. Flynn habría ido delante contoneándose pesadamente con su Howitzer en brazos. Habríamos sido pistoleros y nuestras armas nos habrían dado seguridad. Pero la respuesta no está en las pistolas –pensó–, porque las pistolas son una baladronada. Un bluff. Yo soy un bluff. No tengo licencia ni estoy cargado, soy una amenaza huera. Pero lo único de que dispongo para asustar a sir Anthony Joyston Bradshaw de los Cojones soy yo mismo.»

Pensó en Rooke y en Palfrey sentados en silencio en el despacho del primero, con el teléfono entre ambos. Por primera vez casi llegó a sonreír.

Divisó un letrero, torció a la izquierda por un camino sin asfaltar y le asaltó la falsa convicción de que ya había estado antes en ese sitio. El consciente encontrándose con el inconsciente, había leído en una revista elegante: entre ambos le daban a uno la sensación de deja vu. Él no creía estas chorradas. Su lenguaje le incitaba a la casi violencia, y ahora se sentía casi violento sólo de pensar en ello.

Detuvo el coche.

Se sentía absolutamente agresivo, y aguardó a que se le pasara un poco. «¡Cómo me estoy volviendo, Dios Todopoderoso! Un poco más y estrangulo a Palfrey.» Bajó la ventanilla, asomó la cabeza y aspiró el aire del campo a bocanadas. Luego cerró los ojos y se convirtió en Jonathan. Un Jonathan agonizante, con la cabeza echada hacia atrás, incapaz de decir palabra. Jonathan crucificado, muerto casi, y amado por la mujer de Roper.

Frente a él aparecieron dos postes de piedra, pero ninguna señal que dijese Lanyon Rose. Burr paró el coche, cogió el teléfono, marcó la línea directa de Geoffrey Darker en la Casa del Río y oyó la voz de Rooke que contestaba: «¿Diga?»

–Haciendo pruebas –dijo Burr, y marcó el número de la casa de Darker en Chelsea. Oyó de nuevo a Rooke, gruñó algo y colgó.

Marcó el número de la casa de campo de Darker con idéntico resultado. La autorización para intervenir los teléfonos estaba funcionando.

Burr pasó entre los postes de piedra y penetró en unos jardines que se habían vuelto silvestres. Por encima de la barandilla rota le miraban estúpidamente unos ciervos. El camino estaba lleno de maleza. En un letrero mugriento se leía joyston bradshaw associates, birmingham, con el birmingham tachado. Debajo habían pintarrajeado la palabra información y una flecha. Burr pasó junto a un pequeño lago. Al fondo del mismo apareció el contorno de una gran mansión recortándose contra el cielo encapotado. Invernaderos rotos y establos descuidados se arracimaban detrás en la oscuridad. Varios de esos establos habían sido antiguamente oficinas. Había escaleras exteriores de hierro así como plataformas que conducían a una hilera de puertas cerradas con candado. De la casa principal, sólo estaban iluminados el porche y dos ventanas de la planta baja. Burr apagó el motor y cogió el maletín de Goodhew que descansaba en el asiento del acompañante. Cerró la puerta de golpe y subió las escaleras. De la mampostería sobresalía un puño de hierro. Tiró de él, empujó; nada, no se movía. Aporreó la puerta con la aldaba. Los ecos se perdieron en un tumulto de perros ladradores y una voz grave de hombre que les gritaba agriamente:

–¡Cállate, Whisper! ¡Bájate, maldita sea! Está bien, Verónica, ya voy yo. ¿Es usted, Burr?

–Sí.


–¿Viene solo?

–Sí.


El chacoloteo de una cadena al ser descorrida de su pasador. El girar de una pesada cerradura.

–Quédese ahí. Deje que le huelan –ordenó la voz.

Se abrió la puerta y salieron dos grandes mastines a olisquear los zapatos de Burr, a babearle las perneras del pantalón y a lamerle las manos. Entró en un extenso recibidor a oscuras que apestaba a humedad y cenizas de leña. Unos rectángulos pálidos enseñaban el lugar donde antaño colgaban cuadros. En el candelabro quemaba una solitaria bombilla. Su luz permitió a Burr reconocer las facciones disolutas de sir Anthony Joyston Bradshaw, quien vestía una chaqueta de esmoquin deshilachada sobre una camisa de vestir, sin cuello.

La mujer, Verónica, permaneció aparte bajo el vano abovedado de una puerta, canosa y de edad indeterminable. ¿Esposa, ama de llaves, querida, madre? Burr no lo sabía. A su lado había una niña. Tendría alrededor de nueve años y llevaba un salto de cama azul marino con encajes dorados en el cuello. Sus zapatillas de dormir lucían conejitos dorados en la puntera. Con su largo cabello rubio cepillado hacia atrás, parecía una niña de la aristocracia francesa camino del cadalso.

–Hola –le dijo Burr–. Me llamo Leonard.

–A la cama, Ginny –dijo Bradshaw–. Verónica, acuéstala tú. Tengo asuntos importantes de que hablar, cariño, nadie debe molestarme. Cosas de dinero, ya sabes. Vamos. Dame un beso.



¿Cariño, lo decía por Verónica o por la niña? Ginny y su padre se dieron un beso mientras Verónica aguardaba en el vano de la puerta. Burr siguió a Bradshaw por un largo pasillo mal iluminado hasta una salita. Había olvidado la lentitud propia de las casas grandes. El viaje hasta la salita duró tanto como atravesar una calle. Frente al hogar había dos butacas. Manchas de humedad corrían pared abajo. Sobre las tablas del piso unos cuencos victorianos para budín recibían el agua que caía del techo gota a gota. Los mastines se acomodaron cautelosamente frente al hogar. Como Burr, no le sacaban el ojo de encima a Bradshaw.

–¿Whisky? –ofreció Bradshaw.

–Geoffrey Darker ha sido detenido –dijo Burr.
Bradshaw encajó el golpe como un viejo boxeador. Lo amortiguó sin apenas sobresaltarse. Se quedó quieto, los ojos hinchados y semicerrados, mientras evaluaba los daños. Luego miró a Burr como si esperara una nueva embestida, y al no producirse ésta dio medio paso al frente y lanzó una serie de envolventes y sucios contragolpes.

–Y una mierda. Chorradas. ¿Quién ha detenido a Darker? ¿Usted? Usted no detiene ni a una puta borracha. ¿A Geoffrey? ¡No tiene narices para detenerle! Le conozco. Y conozco las leyes. Usted es un mandado. Ni siquiera es policía. No es capaz de arrestar a Geoffrey como tampoco arrestaría a... –se perdió buscando una metáfora– a una mosca –terminó flojamente, e intentó reír–. Un truco muy estúpido –dijo, volviéndose de espaldas para dirigirse a una bandeja con bebidas–. Joder. –Y meneó la cabeza a modo de confirmación mientras se servía whisky escocés de una soberbia jarra que debía de haber olvidado vender.

Burr seguía de pie. Había dejado el maletín junto a él en el suelo.

–Aún no han dado con Palfrey, pero le cogerán de un momento a otro –dijo con absoluta compostura–. Darker y Marjoram están bajo arresto, pendientes de acusación. Lo más probable es que se produzca una notificación mañana por la mañana, o quizá por la tarde si podemos contener a la prensa. Exactamente dentro de una hora, a menos que yo dé la contraorden, aparecerán en esta casa varios coches de policía, muy grandes, relucientes y ruidosos, y a la vista de su hija y de quien sea esa mujer, varios agentes de uniforme se lo llevarán esposado a la comisaría de Newbury para proceder a su detención. Se le procesará separadamente. Hemos añadido fraude para ponerle un poco de salsa al asunto. Doble contabilidad, deliberada y sistemática evasión del reglamento sobre impuestos de consumo y aduanas, por no hablar de connivencia con funcionarios corruptos del gobierno y otras acusaciones varias en las que iremos pensando mientras usted languidece en una celda, preparando su alma para siete años de restricción tras la reducción de la pena y tratando de culpar a Dicky Roper, a Corkoran, a Sandy Langbourne, a Darker, a Palfrey y a quien sea que pueda usted delatar. Pero no necesitamos ese tipo de colaboración, sabe usted. Roper también está en el bote. No hay un solo puerto en el hemisferio occidental donde no esté un tipo corpulento esperando en el muelle con los papeles de la extradición a punto, y la única duda ahora es si los americanos requisan el Iron Pasha mientras está en alta mar o les dejan a todos pasar las vacaciones en paz dado que lo más seguro es que sean las últimas que disfrutan. –Burr sonrió. Vindicativamente. Deportivamente–. Me temo, sir Anthony, que por una vez han vencido las fuerzas de la luz. Por si le interesa, somos yo y Rex Goodhew y varios americanos listos. Langley ha embaucado al pobre Darker. Le ha hecho caer en la trampa, como si dijéramos. Me figuro que no conoce a Goodhew. Bien, estoy seguro de que podrá conocerle a fondo en el estrado de los testigos. Rex ha resultado un actor innato. Podría hacerse rico en el teatro.

Burr estaba mirando cómo Bradshaw marcaba un número de teléfono. Primero le había visto rebuscar en un enorme escritorio de marquetería, apartando facturas y cartas mientras lo revolvía todo. Luego le había visto poniendo un gastadísimo filofax a la luz de una lámpara corriente, al tiempo que se lamía el pulgar y pasaba las páginas hasta llegar a la D.

Luego vio cómo se erguía y se hinchaba con airado engreimiento al ladrar por el teléfono:

–Póngame con Mr. Darker, por favor. Mr. Geoffrey Darker. Sir Anthony Joyston Bradshaw desea hablar con él de un asunto urgente. Conque dese prisa, por favor.

Burr vio cómo ese engreimiento se agrietaba y los labios empezaban a separársele.

–¿Cómo, quien? ¿El inspector qué? Pero bueno, ¿qué ocurre? Póngame con Darker. Es muy urgente. ¿Qué?

Y entonces, mientras Burr oía la confiada y ligeramente regional voz de Rooke al otro extremo de la línea, se imaginó mentalmente la escena: Rooke, en su despacho, de pie junto al aparato, que era como le gustaba hablar por él, con el brazo izquierdo pegado al costado y la barbilla bien metida, la posición reglamentaria para hablar por teléfono.

Y el pequeño Harry Palfrey, lívido el rostro y exageradamente servicial, esperando su turno.

Bradshaw colgó, fingiendo teatralmente estar tranquilo.

–Ha habido un robo en su vivienda –declaró–. La policía ha ocupado el edificio. Es lo normal. Mr. Darker ha estado trabajando hasta muy tarde en su despacho. Ya se han puesto en contacto con él. Todo está bajo control, según me han dicho.

Burr sonrió.

–Es lo que dicen siempre, sir Anthony. No pensará que van a decirle que haga las maletas y se largue, ¿verdad?

Bradshaw le miró a los ojos.

–Tonterías –masculló, regresando a la lámpara y a su agenda–. Bobadas. Todo esto es una solemne sandez.

Esta vez marcó el número de la oficina de Darker, y Burr volvió a imaginarse la escena: Palfrey cogiendo el teléfono para su sublime actuación como leal agente de Rooke; éste de pie a su lado escuchando por el supletorio, la manaza de Rooke en el brazo de Palfrey y la mirada limpia y sin complicaciones de aquél animando a Palfrey a recitar su papel.

–Ponme con Darker, Harry –dijo Bradshaw–. Necesito hablar enseguida con él. Es absolutamente vital. ¿Dónde está? ¿Cómo? ¿Qué significa que no lo sabes? Maldita sea, Harry, pero ¿qué te pasa? Ha habido un robo en su casa, la policía está allí, han dado con él, han hablado con él, ¿dónde demonios está? No me vengas con esa mierda ahora. Yo que soy operacional. Esto es operacional. ¡Búscale!

Largo silencio para Burr. Bradshaw mantiene el auricular pegado a la oreja. Ha palidecido, está asustado. Palfrey le está recitando su magnífico monólogo, susurrándoselo, tal como Burr y Rooke lo han ensayado antes con él. De todo corazón, pues para Palfrey todo ello es cierto:

–¡Por el amor de Dios, Tony, cuelga ya! –le insta Palfrey poniendo su voz furtiva y frotándose la nariz con los nudillos de la mano libre–. Ha empezado la función. Geoffrey y Neal tienen la soga al cuello. Burr y compañía van a aplicarnos todo el peso de la ley. Las paredes oyen, Tony. No vuelvas a llamar. No llames a nadie. Hay policías en los pasillos.

Y luego, lo mejor de todo, Palfrey cuelga... o Rooke lo hace por él, dejando a Bradshaw paralizado en su puesto y el teléfono mudo en su oído, y su boca abierta por aquello de oír mejor.

–He traído los papeles, por si quiere echar un vistazo –dijo tranquilamente Burr mientras Bradshaw se volvía a mirarle–. Se supone que no debería ser así, lo admito, pero me causan cierto placer. Al decir siete años he sido optimista. Imagino que es por mi sangre de Yorkshire que no me gusta exagerar. Creo que, más bien, le caerán diez.

Su voz había ganado en volumen pero no en velocidad. Mientras hablaba había ido abriendo el maletín con parsimonia, como un prestidigitador, sacando de una en una las arrugadas carpetas. De vez en cuando abría una carpeta y se detenía a examinar una carta en concreto antes de guardarla. De vez en cuando sonreía y sacudía la cabeza como diciendo: «¿Será posible?»

–Es curioso cómo en una sola tarde pueden torcerse tanto las cosas –musitó mientras seguía rebuscando–. Mis muchachos y yo llevamos en este caso mucho tiempo, pero siempre nos hemos topado con un muro impenetrable. Hemos tenido contra Darker argumentos irrebatibles desde... –se permitió una pausa para sonreír–, bueno, hasta donde alcanza mi memoria. Y en cuanto a sir Anthony, oh, le teníamos en la lista desde que yo era un muchacho imberbe en el instituto, me parece a mí. Como ve, le detesto de verdad. Hay cantidad de personas a las que me gustaría poner entre rejas y nunca podré, es cierto. Pero usted siempre ha pertenecido a una categoría distinta, propia. Bueno, eso ya lo sabía usted, ¿no es cierto? –Le saltó otra carpeta a la vista y se permitió unos instantes para hojear su contenido–. Y de repente suena el teléfono (a la hora de comer, como siempre, pero menos mal que estoy a régimen) y es alguien de la oficina del fiscal general a quien apenas conozco: «Oye, Leonard, ¿por qué no te pasas por Scotland Yard, coges un par de policías hambrientos y vas a detener a ese Geoffrey Darker? Ya va siendo hora de que limpiemos Whitehall, Lenny, a ver si nos libramos de tanto funcionario corrupto y de sus sospechosos contactos en el exterior (gente como sir Anthony Joyston Bradshaw, por ejemplo), y les damos un ejemplo a todos. Si los americanos lo están haciendo, no vamos a ser menos nosotros. Ya va siendo hora de demostrar que hablamos en serio cuando decimos que no estamos armando al enemigo del futuro, en fin, todo eso.» –Sacó una carpeta más, que llevaba el membrete alto secreto, guardia, absolutamente confidencial y le dio unos golpecitos cariñosos en un lado–. En estos momentos Darker se encuentra bajo lo que denominamos arresto domiciliario voluntario. Es el momento de confesar, en realidad, sólo que lo llamamos de otra manera. Siempre que tratamos con miembros del tráfico nos gusta alargar el habeas corpus. De vez en cuando hay que saltarse las leyes, de lo contrario está uno perdido, no va a ninguna parte.
No hay dos faroles iguales, pero todos ellos necesitan de un mismo componente, a saber, la complicidad entre el engañado y el farolero, ese místico entrelazamiento de las necesidades contrapuestas. Para el hombre que vive al margen de la ley, puede ser la necesidad inconsciente de reincorporarse a ella. Para el criminal solitario, el secreto anhelo de formar parte de un grupo, sea cual sea, siempre que pueda sentirse miembro del mismo. Y para aquel playboy cansado, aquel sinvergüenza de Bradshaw –o eso al menos deseaba fervientemente el tejedor de buhardilla viendo a su contrincante leer, volverse de cara, de espaldas, coger otra carpeta y leer de nuevo– era la acostumbrada búsqueda del trato exclusivo a cualquier precio, del golpe definitivo, de la venganza contra quienes habían triunfado más que él, lo que le convertía en voluntaria víctima de los engaños de Burr.

–Por el amor de Dios –masculló por fin Bradshaw, devolviendo las carpetas como si le dieran náuseas–, creo que no hace falta pasarse de la raya. Tiene que haber una solución de compromiso. Yo siempre he sido una persona razonable...

Burr se mostró menos afable:

–Oh, pues yo no lo llamaría para nada solución de compromiso –dijo con un rebrote de su cólera previa mientras recogía las carpetas y las metía en el maletín–. Yo lo llamaría un partido aplazado hasta la próxima vuelta. Lo que va a hacer es telefonear al Iron Pasha para que tengamos unas palabras con nuestro común amigo.

–¿Qué clase de palabras?

–Las siguientes: dígale que la mierda ha llegado al techo; dígale lo que acabo de contarle, lo que acaba de ver, lo que acaba de oír. –Burr miró más allá de la ventana sin cortinas–. ¿Se ve la calle desde aquí?

–No.

–Lástima, porque ya deben estar ahí. Yo pensaba que podríamos ver la lucecita azul guiñándonos el ojo desde el otro lado del lago. ¿Desde la escalera tampoco?



–Tampoco.

–Pues bien, dígale que hemos descubierto el pastel, que ha sido usted muy negligente y que hemos seguido hasta las últimas consecuencias la pista de sus sospechosos usuarios finales, y que estamos siguiendo la ruta del Lombardy y del Horacio Enriques con gran interés. A menos que... Dígale que los americanos le tienen preparada la celda en Marión. Ellos tienen sus propios cargos contra Roper. A menos que... Dígale que los importantes amigos que tenía en la corte han dejado de ser amigos. –Le pasó el teléfono a Bradshaw–. Dígale que está usted temblando de miedo. Llore, si es que aún puede. Dígale que no soporta la cárcel. Déjele que le odie por ser tan débil. Dígale que casi estrangulo a Palfrey con mis propias manos, pero sólo porque por un momento creí que era Roper.

Bradshaw se lamió los labios, expectante. Burr cruzó la habitación y se situó al abrigo de la oscuridad de una ventana del fondo.

–¿A menos que...? –preguntó Bradshaw con nerviosismo.

–Y luego, dígale usted esto –prosiguió Burr, hablando muy a regañadientes–: Retiraré todos los cargos, tanto contra usted como contra Roper. Por esta vez. Sus barcos tienen vía libre. Darker, Marjoram y Palfrey vuelven a sus respectivas casas. Pero él no, usted tampoco, y menos los cargamentos. –Elevó el tono de voz–. Y dígale que le seguiré hasta el fin del mundo, a él y a su funesta generación, antes de renunciar a cogerle. Que mi último aliento será de aire limpio. –Por un momento perdió el hilo pero se recobró enseguida–. En el barco va un hombre llamado Pine. Estoy seguro de que le suena. Corkoran le habló de él desde Nassau. Las ratas del río han husmeado en su pasado por cuenta de usted. Si Roper deja libre a Pine dentro de una hora a partir de que usted cuelgue el teléfono –volvió a desfallecer–, cerraré el caso. Le doy mi palabra.

Bradshaw le miraba con una mezcla de asombro y alivio.

–Santo Dios, Burr. ¡Ese Pine debe de ser todo un elemento! –Una idea feliz le asaltó de repente–. Oiga, muchacho... ¿no tendrá usted parte en el botín, por casualidad? –Pero entonces captó la mirada de Burr, y sus esperanzas se desvanecieron.

–Dígale que también quiero a la chica –agregó Burr, casi como si se le acabara de ocurrir.

–¿Qué chica?

–No se meta donde no le llaman. Pine y la chica, ¿está claro? Vivos e ilesos.

Burr, odiándose por dentro, empezó a dictar el número para comunicar vía satélite con el Pasha.
Más tarde, la misma noche, Palfrey echó a andar, ajeno a la lluvia. Rooke le había metido en un taxi, pero Palfrey lo había despachado. Se hallaba ahora cerca de Baker Street, y Londres se había convertido en una ciudad árabe. Hombres de ojos oscuros remoloneaban en grupitos a la luz de los neones de pequeños hoteles, jugueteando con sus cuentas y gesticulando entre ellos mientras los niños jugaban con sus trenecitos nuevos y mujeres con el velo puesto hablaban entre sí. Intercaladas entre los hoteles estaban las clínicas privadas, y al llegar a la escalinata de una de ellas Palfrey se detuvo delante de la entrada iluminada preguntándose quizá si debía ingresar o no, y al decidir esto último siguió andando.

No llevaba abrigo ni sombrero, tampoco paraguas. Un taxi aminoró la marcha al pasar junto a él, pero la cara de perturbación de Palfrey no era el mejor reclamo: parecía un hombre que hubiera extraviado algo crucial para sus propósitos, tal vez su coche –¿en qué calle lo había dejado?–, su esposa, su amante –¿dónde habían quedado en encontrarse?–. Se palpó una vez los bolsillos de la empapada americana en busca de llaves, cigarrillos o dinero. Luego entró en un pub que estaba a punto de cerrar, dejó un billete de cinco libras sobre la barra, bebió un whisky doble sin agua y se fue, olvidándose del cambio y murmurando en voz alta la palabra «Apostoll», aunque el único que después pudo testificar tal cosa fue un estudiante de teología que pensó que estaba declarándose apóstata. La calle le engulló de nuevo. Palfrey prosiguió su búsqueda, mirándolo todo pero en cierto modo rechazándolo todo –no, ése no es el sitio, aquí no, aquí no–. Una prostituta vieja de pelo rubio teñido le llamó alegremente desde un portal, pero él meneó la cabeza: no, tú tampoco. Otro pub más, justo cuando el barman estaba a punto de servir las últimas copas.

–Un tipo llamado Pine –le dijo Palfrey a un hombre levantando su vaso en un loco brindis–. Muy enamorado él. –El hombre bebió con él en silencio porque le pareció que Palfrey estaba un poco angustiado. «Alguien le ha birlado a su novia –pensó–. Un mequetrefe como él, seguro.»

Palfrey escogió la isla, un triángulo de calzada elevada con una barandilla alrededor de la que no se sabía muy bien si su función era dejar a la gente dentro o fuera. La isla, de todos modos, no era aún lo que andaba buscando, sino más bien un lugar privilegiado de observación, o un lugar muy conocido para él.

Y no llegó a traspasar la defensa de la barandilla. Hizo lo que los niños hacen en el parque, dijo otro testigo: puso los talones sobre el bordillo exterior y pasó los brazos hacia atrás sobre la barandilla, de modo que durante un instante de reflexión pareció estar sujeto al exterior de una glorieta móvil que no se movía, mientras contemplaba los autobuses nocturnos de dos pisos que pasaban vacíos a toda velocidad con ganas de llegar pronto a casa.

Por último, como quien acaba al fin de orientarse, se enderezó, echó atrás los hombros más bien flacos hasta parecer un viejo soldado conmemorando el día del Armisticio, eligió un autobús especialmente veloz que venía hacia él y se lanzó bajo las ruedas. Y la verdad es que en ese trecho de calle, a esas horas, y con la calzada como una pista de patinaje debido a la lluvia que no dejaba de caer, el pobre conductor no pudo hacer absolutamente nada. Y Palfrey habría sido el último en echarle la culpa.

En uno de sus bolsillos fue encontrado un testamento escrito a mano pero redactado según los requisitos legales, si bien un tanto estropeado. Perdonaba todas las deudas y nombraba albacea a Goodhew.

1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   31


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət