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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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–A Fabergé –dijo Roper cuando Jonathan le preguntó adonde iban.

–A Fabergé –masculló Langbourne sin abrir apenas la boca.

–A Fabergé, Thomas –dijo Frisky con una sonrisa no demasiado amable mientras se abrochaban los cinturones–. Habrás oído hablar de Fabergé, el famosísimo joyero, ¿verdad? Pues bien, a Fabergé vamos, que ya nos merecemos un poco de distracción y relajo.

De modo que Jonathan se había retraído en sus cosas. Sabía, desde hacía tiempo, que era una de esas personas condenadas a pensarlo todo a la vez en lugar de sucesivamente. Por ejemplo, estaba comparando los verdes de la selva con los verdes de Irlanda y cavilando que la jungla le daba una gran paliza a Irlanda. Estaba recordando cómo en los helicópteros del ejército se decía que había que sentarse encima del casco de acero por si a los de abajo les daba por volarte los cojones. Y que esta vez no llevaba casco sino sólo téjanos, zapatillas de deporte y unos cojones muy desprotegidos. Y cómo no más entrar en aquel helicóptero del ejército había sentido la comezón del combate mientras le enviaba el último adiós a Isabelle y se pegaba su rifle a la mejilla. Ahora sentía la misma comezón. Y recordaba también que los helicópteros, que le daban miedo, habían sido siempre lugares para la reflexión filosófica más cursi, por ejemplo: éste es el viaje de mi propia vida, estoy en el útero pero me dirijo a la tumba. Por ejemplo: Dios, si me sacas de esto con vida, soy todo tuyo para, bueno, para toda la vida. Y: la paz es atadura, la guerra es libertad, una idea que le avergonzaba cada vez que le venía a la cabeza y siempre le hacía buscar alguien a quien cargarle el mochuelo: por ejemplo, a su tentador, Dicky Roper. Y estaba pensando que fuera lo que fuese lo que había venido a buscar, se estaba acercando, y que no se ganaría a Jed, o no valdría la pena ganársela, ni Sophie sería aplacada, hasta que no lo hubiera encontrado, puesto que su búsqueda, como decimos los viejos infrascritos, era para y en nombre de ellos dos.

Miró a Langbourne a hurtadillas. Iba sentado detrás de Roper, leyendo de cabo a rabo un extenso contrato, y Jonathan se quedó impresionado, tal como le había sucedido en Curaçao, por cómo revivía Langbourne tan pronto percibía la menor vaharada de explosivo. No podía decir que Langbourne le cayera mejor por ello, pero le resultaba gratificante descubrir que existía algo en la Tierra, aparte de las mujeres, capaz de sacarle de su estado de desidia supina, ni que fueran las técnicas modernas de la carnicería humana.

«Una cosa, Thomas, no deje usted que Mr. Roper vaya con malas compañías –le había advertido Meg desde su avión al despedirse, mientras los hombres cargaban el equipaje en el helicóptero–. ¿Sabe lo que se dice de Panamá? Que es como Casablanca pero sin héroes, ¿me equivoco, Mr. Roper? O sea que no se me hagan los héroes. Nadie se lo agradecería. Que pase un buen día, lord Langbourne. Thomas, ha sido un placer tenerle a bordo. Mr. Roper, este abrazo no ha sido nada decoroso.»

Estaban subiendo. Y mientras subían, la sierra fue subiendo a la par que ellos hasta que penetraron en un bache de nubes. Al helicóptero no le gustaban las nubes ni tampoco la altitud; su motor bramaba y resollaba como un percherón malhumorado. Jonathan se puso las orejeras de plástico y obtuvo la desagradable recompensa del aullido de una barrena de dentista. El aire dentro de la cabina había pasado de gélido a insufrible. El helicóptero siguió dando tumbos sobre crestas nevadas y empezó a bajar a sacudidas como una semilla de sicómoro hasta que sobrevolaron unas islas pequeñas, cada cual con su media docena de chozas y sus caminos de tierra. Y luego otra vez el mar. Después otra isla, aproximándose a tal velocidad y a tan escasa altura que Jonathan estuvo seguro de que los mástiles de los barcos de pesca congregados abajo iban a pulverizar el helicóptero o a mandarlo a dar volteretas por la playa.

Ahora parece que están partiendo la tierra en dos, el mar a un lado y la jungla al otro. Encima de la jungla, las colinas azules. Sobre las colinas, señales de humo del fuego artillero. Y debajo de ellos las ordenadas filas de lentas olas blancas, avanzando en columna frente a lenguas de deslumbrante tierra verde. El helicóptero se ladea como para esquivar el fuego enemigo. Bosquecillos de bananos que parecen campos de arroz se funden con los empapados páramos de Armagh. El piloto está siguiendo una pista de tierra amarillenta que lleva a la decrépita finca donde el observador minucioso les voló la cabeza a dos hombres, lo que le valió el reconocimiento de todo su regimiento. Penetran en un valle selvático, enormes muros verdes les envuelven al tiempo que Jonathan no puede vencer unas irresistibles ganas de dormir. Van subiendo por la ladera, terraza a terraza, dejando abajo granjas, caballos, aldeas, seres vivos. Volvamos, es demasiado alto. Pero no vuelven. Continúan hasta que el cero está justo encima y la vida ya no puede distinguirse allá abajo. De tener aquí un accidente, incluso en un avión grande, la jungla te engulle antes de tocar tierra.

«Parece que prefieren el lado del Pacífico –había explicado Roper en Curaçao hacía ocho horas y una vida entera, hablando por el teléfono de la habitación 22–. El lado del Caribe es fácil de rastrear mediante un radar. Pero en cuanto te metes en la jungla ya no importa, porque dejas de existir. El instructor en jefe se hace llamar Emmanuel.»

«Ni siquiera aparece una letra en el mapa –había dicho Rooke–. El sitio se llama Cerro Fábrega, pero Roper prefiere llamarlo Fabergé.»

Roper acababa de sacarse su mascarilla de dormir y estaba mirándose el reloj como si comprobara la puntualidad del aparato. Estaban en caída libre sobre cero. Los postes rojo y blanco de un helipuerto se los estaban tragando hacia un pozo de bosque negro. Hombres armados en traje de campaña miraban al cielo.

«Si te llevan consigo es porque no quieren perderte de vista ni un momento», había dicho proféticamente Rooke.

Y así se lo había explicado, efectivamente, Roper, antes de subir a bordo del Lombardy. «Éste no me dejaría a solas ni en un gallinero vacío, al menos hasta que mi mano de firmar haya firmado mi propio despido.»

El piloto apagó los motores y las aves lo llenaron todo con sus gritos. Un hombre achaparrado de rasgos hispanos y uniforme de camuflaje se acercó trotando a recibirles. Al fondo, Jonathan pudo ver seis búnquers muy bien camuflados, cada cual con su guardia de dos hombres que evidentemente habían recibido órdenes de no salir de la sombra de los árboles.

–Hola, Manny –gritó Roper saltando alegremente al asfalto de la pista–. Me muero de hambre. ¿Te acuerdas de Sandy? ¿Qué hay para comer?
El grupo avanzó en cauta procesión por el sendero de la jungla, con Roper en cabeza y el chaparro coronel hablándole, dirigiendo hacia él todo su compacto cuerpo y levantando las manos para replicarle cada vez que emitía un juicio. Detrás de ellos iba Langbourne, quien había adoptado una marcha selvática de rodillas bajas, y detrás el personal instructor. Jonathan reconoció a los dos ingleses de elásticos miembros que habían aparecido en el Meister haciéndose llamar Forbes y Lubbock, y que para Roper eran los chicos de Bruselas. Luego venían dos norteamericanos de pelo rojizo que parecían gemelos, metidos en animada conversación con un tipo rubísimo llamado Olaf. Detrás de ellos iban Frisky y dos franceses a quienes Frisky evidentemente conocía de antes. Y siguiendo a Frisky iba Jonathan, Tabby y un muchacho llamado Fernández que tenía cicatrices en la cara y sólo dos dedos en una mano. «Si estuviéramos en Irlanda –pensó Jonathan–, supondría que eras artificiero.» El griterío de los pájaros era ensordecedor. El calor les escaldaba cada vez que salían a la luz.

–Nos encontramos en la región más escarpada de Panamá, por favor –dijo Fernández quedamente pero con entusiasmo–. Es imposible llegar aquí a pie. Tenemos tres mil metros de altura, montes muy empinados, jungla por todas partes, sin caminos ni carreteras. Los campesinos de Tarabeño vienen a quemar árboles y a cultivar plátanos y se van. –Y añadió–: No hay tierra.

–Estupendo –dijo educadamente Jonathan, entendiendo «terror» en lugar de tierra debido al acento del entusiasta panameño.

Se produjo un momento de confusión, que Tabby por una vez fue más rápido que Jonathan en resolver:

–Suelo, Ferdie –le corrigió con amabilidad–. No terror, tierra, suelo. El suelo es demasiado pobre.

–Campesinos de Tarabeño gente muy triste, Mr. Thomas. Antiguamente peleaban contra todos. Ahora han de casarse con tribus que no les gustan.

Jonathan emitió unos ruiditos compasivos.

–Nosotros decimos que somos prospectores, señor Mr. Thomas. Decimos que exploramos en busca de petróleo. Decimos que exploramos en busca de oro. Decimos que buscamos huaca, ranas doradas, águilas doradas, tigres dorados. Somos gente pacífica, sabe, Mr. Thomas. –Grandes carcajadas en las que Jonathan, muy servicial, tomó parte.

Más allá del muro verde de la jungla Jonathan oyó una ráfaga de ametralladora seguida del chasquido seco de una granada. Luego, un instante de silencio antes de que se reanudara la Babel de la jungla. Así solía ser en Irlanda, recordó Jonathan: después de una detonación, los ruidos de siempre contenían la respiración hasta que volvía a ser seguro expresarse otra vez. La vegetación se cerró alrededor de ellos, y se encontró de nuevo en el túnel de Crystal. Flores blancas en forma de trompeta, libélulas y mariposas amarillas le rozaban sin cesar. Recordó la mañana en que Jed llevaba una blusa amarilla y le tocó con sus ojos.

Regresó al presente merced a un destacamento de tropas que bajaban marchando colina abajo a paso de infantería ligera, sudorosos bajo el peso de los lanzacohetes que llevaban al hombro, más los proyectiles y más los machetes. Su jefe era un muchacho de ojos de un azul desvaído que llevaba un sombrero de leñador australiano. Pero las miradas de su tropa indoespañola estaban fijas de rabioso dolor en el camino que tenían delante, de modo que mientras pasaban a todo correr Jonathan no pudo saber otra cosa de ellos que el implorante agotamiento de sus rostros camuflados y las cruces que llevaban al cuello y el olor a sudor y a uniforme empapado de barro.

Entraban en una zona de frío alpino. Jonathan se sintió transportado a los bosques de Mürren, hacia el pie del Lobhorn en un día de escalada. Se sintió inmensamente feliz. La jungla es un nuevo regreso al hogar. El camino pasaba junto a rápidos humeantes, el cielo estaba cubierto. Al atravesar el cauce de un río seco, el veterano de tantas marchas de asalto divisó cuerdas, trinquetes, redes y cascos de granada, y en los troncos de los árboles pampas renegridas y marcas de explosivos. Gatearon por una cuesta entre hierba y roca, llegaron a una cresta y miraron: a primera vista, el campamento que había allá abajo parecía desierto. De la chimenea de la cocina salía humo al compás de los lastimeros cánticos hispanos. «Todos los hombres capaces están aquí en la jungla. Los únicos que tienen permiso para quedarse son los cocineros, los jefes y los rebajados.»

–Con Noriega, muchos paramilitares venían a entrenarse aquí –estaba explicando Fernández en su estilo metódico, cuando Jonathan volvió a sintonizar con él–. De Panamá, Nicaragua, Guatemala, americanos, de Colombia. Españoles, indios, todos se entrenaban aquí muy bien. Para pelear contra Ortega, contra Castro, contra toda la gente mala.

No fue hasta bajar la cuesta y entrar en el campamento cuando Jonathan se dio cuenta de que Fabergé era un manicomio.
El campamento estaba dominado por una tribuna de saludo detrás de la cual había un muro triangular blanco atiborrado de eslóganes. Más abajo había un círculo de casas construidas con ladrillo de cenizas, y en cada una de las puertas obscenas figuras representaban gráficamente su función: la cocina, con una cocinera en topless, el baño con las bañistas desnudas, la enfermería con sus cuerpos ensangrentados, la escuela para enseñanza técnica e instrucción política, la casa del tigre, la casa de las serpientes, la de los monos, el aviario y, ligeramente elevada, la iglesia, en cuyas paredes aparecían luminosos la Virgen y el Niño observados por combatientes de la jungla con sus Kalashnikov. Entre los edificios había efigies pintadas de cintura para arriba, mirando con ojos truculentos entre los caminos asfaltados con hormigón: un comerciante barrigudo con un sombrero de tres picos, frac azul y gorguera; una hermosa y pintarrajeada dama de Madrid con su mantilla; una campesina india con los pechos desnudos, vuelta la cabeza con expresión de temor, ojos y boca muy abiertos, mientras le daba furiosamente al manubrio de un místico pozo. Y sobresaliendo de las ventanas y falsas chimeneas de las casas, brazos y pies de escayola de rosadas carnes, rostros enajenados, todos ellos con manchas de sangre como los miembros cercenados de víctimas cogidas en el intento de escapar.

Pero lo más demencial de Fabergé no eran sus paredes embadurnadas ni las estatuas de vudú, ni tampoco las palabras mágicas en dialecto indio esparcidas entre los eslóganes en español, o el Crazy Horse Saloon con su techo de junco y sus taburetes de bar, su máquina de discos y sus chicas desnudas retozando en las paredes, sino el zoo viviente. Era el enajenado puma junto a un gran pedazo de carne putrefacta metido en una jaula donde apenas cabía. Eran los periquitos, las águilas, las grullas, los milanos y los buitres en el repugnante aviario, batiendo sus alas recortadas y rabiando al extinguirse la luz. Eran los desesperados monos mudos en sus jaulas y las hileras de cajas de munición de color verde cubiertas de tela metálica, cada cual con una especie distinta de serpiente dentro, para que los combatientes de la jungla pudieran aprender qué diferencia hay entre amigo y enemigo.

–El coronel Emmanuel quiere mucho a los animales –explicó Fernández mientras les mostraba sus habitaciones a los huéspedes–. Debemos ser hijos de la jungla para combatir, señor.

Las ventanas de la choza tenían barrotes.


Noche de rancho en Fabergé.

El huésped de honor del regimiento es Mr. Richard Onslow Roper, el patrón, el comandante en jefe, el camarada y compañero de armas, y como siempre todas las cabezas están vueltas hacia él y hacia el joven y ya no tan lánguido lord sentado a su vera.

Son una treintena, están comiendo pollo con arroz y bebiendo coca-cola. Velas en unas jarras, nada de candelabros Paul de Lamarie, iluminan sus rostros de una punta a otra de la mesa. Es como si el siglo xx hubiera descargado su volquete de guerreros sobrantes y causas obsoletas sobre un campamento llamado Fabergé: veteranos norteamericanos enfermos primero de la guerra y luego de la paz; spetsnaz rusos adiestrados para proteger un país que se evaporó mientras se daban la vuelta; franceses que seguían odiando a De Gaulle por haber entregado el norte de África; el muchacho israelí que no había conocido otra cosa que la guerra, y el suizo que no conocía más que la paz; ingleses en pos de la hidalguía militar dado que su generación parecía haberse perdido lo mejor de la jugada («¡Ah, si pudiéramos tener una guerra de Vietnam!»), la piña de introvertidos alemanes desgarrados por los sentimientos encontrados de culpa y fascinación por la guerra. Y el coronel Emmanuel, quien, a decir de Tabby, había estado en todas las guerras sucias desde Cuba a El Salvador pasando por Guatemala, Nicaragua y otros lugares a fin de tener contento al odiado yanqui: ¡ahora sí que Emmanuel podría equilibrar un poco el tanteador!

Y el propio Roper –que había convocado al festín a esta legión fantasmagórica– presidiéndolo todo a modo de genio flotante, ahora empresario, ahora comandante, ahora escéptico, ahora padrino ficticio.

–¿Los muja?repite Roper entre risas, al socaire de algo que Langbourne ha dicho acerca del éxito de los misiles Stinger en Afganistán–. ¿Los mujahidines? Valientes como leones, eso sí, ¡pero locos como cabras! –Cuando Roper habla de la guerra, su voz alcanza el máximo sosiego e incluso reaparecen los pronombres–: Ellos asomaban la cabeza del suelo delante de los tanques soviéticos y disparaban a discreción con sus Armelite de la pasada década y veían cómo sus balas rebotaban como bolas de granizo. Pistolones contra rayos láser, a ellos les daba igual. Pero vinieron los americanos, echaron un vistazo y dijeron: los muja necesitan Stinger. Y Washington les consigue unos Stinger. Y los muja se vuelven locos: eliminan los tanques soviéticos, abaten sus helicópteros de combate. ¿Y ahora, qué? ¡Ya os diré yo el qué! Los soviéticos han tirado la toalla, adiós sovis, y los muja tienen sus Stinger y están impacientes por entrar en combate. Y como los muja tienen Stinger, todo el mundo quiere tener Stinger. Cuando sólo teníamos arcos y flechas, éramos monos con arcos y flechas; ahora somos monos igual pero con cabezas nucleares. ¿Sabéis por qué Bush declaró la guerra a Saddam?

La pregunta va dirigida a su amigo Manny, pero la responde un veterano de Vietnam.

–Hombre, por el petróleo.

Roper no está satisfecho. Prueba ahora un francés:

–¡Por la pasta! ¡Por la soberanía del oro kuwaití!

–Por la experiencia –dice Roper–. Bush necesitaba experimentar. –Señaló a los rusos con el dedo–. En Afganistán vosotros teníais ochenta mil oficiales curtidos en la batalla combatiendo en una guerra moderna. Pilotos que habían bombardeado objetivos reales, tropas que sabían lo que era el fuego real. ¿Qué tenía Bush? Generales vejestorios de Vietnam y héroes adolescentes de la triunfante campaña contra Granada, población tres hombres y una cabra. Y Bush le declaró la guerra. Se ensució las rodillas, probó a sus muchachos contra los juguetes que le había despachado a Saddam en la época en que los malos eran los iraníes. Grandes ovaciones del electorado. ¿No es así, Sandy?

–Así es, jefe.

–¿Los gobiernos? Peores que nosotros. Ellos hacen los tratos pero somos nosotros los que vamos a chirona. Siempre igual. –Roper hace una pausa y piensa que tal vez ya ha hablado suficiente. Pero es el único que lo piensa.

–¡Cuéntales lo de Uganda, jefe! En Uganda eras el mandamás. Nadie podía tocarte. Idi Amin comía de tu mano. –Es Frisky hablando desde el otro extremo de la mesa, donde está sentado entre viejos amigos.

Como un músico que duda si interpretar un bis, Roper vacila y por último decide condescender.

–Pues bien, no hay duda de que Idi Amin era un bestia. Pero le gustaba contar con alguien que mantuviera firme el timón. Cualquier otro habría conseguido despistar a Amin y le habría despachado todo lo que le hacía ilusión y más. Pero yo no. Lo mío es hacer que el zapato encaje en el pie. De haber podido, Idi habría empleado bombas atómicas para matar a sus faisanes. Tú también estabas, McPherson.

–Idi era un ejemplar único, jefe –dice un escocés casi mudo que está al otro lado de Frisky–. Sin ti estaríamos todos muertos y enterrados.

–Curioso sitio Uganda, ¿verdad, Sandy?

–El único país donde he visto a un sujeto comiéndose un bocadillo debajo de un ahorcado –contesta lord Langbourne para regocijo general.

Roper pone voz de África Negra:

–«Venga, Dicky, vamos a ver cómo se portan esas armas tuyas.» Ni hablar. Me negué. «Yo no, señor presidente, gracias. Haga usted conmigo lo que le plazca. La gente buena como yo se asusta.» De haber sido uno de los suyos me habría liquidado allí mismo. El tipo pone unos ojos como platos y me chilla: «¡Tu deber es venir conmigo!» «Ni hablar», le digo yo. «Si le estuviera vendiendo cigarrillos en vez de juguetes, no me llevaría a un hospital para que viera cómo se muere la gente de cáncer de pulmón, ¿no?» Idi se rió como una tubería atascada. Pero yo desconfiaba de sus carcajadas. La risa es una desviación de la verdad, una mentira en gran parte. Nunca me fío de los tipos que hacen muchos chistes. Me río, pero no me fío de ellos. Mickey solía contar chistes. ¿Te acuerdas de Mickey, Sandy?

–Y tanto que me acuerdo, gracias –dijo Langbourne marcando las palabras, y una vez más se gana el alborozo de la reunión: menudos son los lores ingleses, ¡hay que reconocer que saben lo que se hacen!

Roper espera hasta que las risas se extinguen:

–¿Te acuerdas de los chistes que contaba Mickey sobre la guerra? ¿Aquel del mercenario que llevaba ristras de orejas del enemigo colgando del cuello y de otros sitios? Todo el mundo se partía el culo de risa...

–Pero no le sirvió de gran cosa, ¿verdad? –dice el lord, deleitando aún más a sus admiradores.

Roper se vuelve hacia el coronel.

–Entonces le dije a Mickey: «Mickey, estás tentando la suerte.» La última vez que le vi fue en Damasco. Los sirios lo llevaban en bandeja. Le habían tomado por su hechicero, siempre les conseguía todos sus caprichos. Si los sirios querían reventar la luna, él les traía los trastos necesarios. Le habían puesto un apartamento de lujo en el centro de la capital, todo lleno de cortinas de terciopelo para que no entrara la luz del día, ¿te acuerdas, Sandy?

–Sí, parecía un salón para maricones marroquíes –dice Langbourne, para hilaridad general. Y Roper aguarda otra vez a que se haga el silencio.

–Cuando entrabas de la calle en ese despacho te quedabas ciego. Había siete u ocho gorilas muy serios en la sala de espera. –Hace un amplio gesto abarcando la mesa–. De peor aspecto que algunos de los presentes, aunque no te lo creas.

Emmanuel ríe con ganas. Langbourne, haciéndose el pisaverde, enarca una ceja. Roper prosigue:

–Y Mickey con tres teléfonos en su despacho dictándole a una secretaria imbécil. «Quítate la venda de los ojos, Mickey», le advertía yo. «Hoy eres un huésped de honor, pero si les fallas serás un huésped de honor muerto.» En aquellos tiempos la regla de oro era: jamás tengas un despacho. En cuanto tienes despacho te conviertes en un blanco. Te pinchan el teléfono, te leen las cartas, te registran de arriba abajo, y en caso de que dejes de caerles bien ya saben dónde encontrarte. En todo el tiempo que estuvo trabajándose los mercados, nunca tuvo un despacho. Vivía en hoteles cochambrosos, ¿te acuerdas, Sandy? Praga, Beirut, Trípoli, La Habana, Saigón, Taipeh, el maldito Mogadiscio... ¿Te acuerdas, Wally?

–Claro que sí, jefe –dice una voz.

–La única vez que he soportado leer un libro fue estando alojado en uno de esos agujeros. No aguanto la pasividad como norma. A los diez minutos de lectura he de levantarme y marchar. Pero para pasar el rato en esas ciudades podridas, esperando cerrar un negocio, lo único que se puede hacer es cultura. El otro día alguien me preguntaba cómo gané mi primer millón. Tú estabas, Sands. Ya sabes a quién me refiero. «Calentando el asiento en Villadenadie», le dije yo. «No te pagan por hacer negocios. Te pagan para que pierdas el tiempo.»

–¿Y qué le pasó a Mickey? –pregunta Jonathan.

Roper levanta los ojos al techo como diciendo: «Allí está el pobre.»

Es Langbourne el encargado de dar la solución a los reunidos:

–Joder, yo nunca había visto un cuerpo en ese estado –dice con una suerte de inocente perplejidad–. Debieron de estarse días con él. Claro que él había estado jugando muy fuerte. Se había encaprichado más de la cuenta de una señorita de Tel Aviv. Algunos podrían decir que se lo merecía. Aun así, yo creo que los sirios se pasaron un poco.

Roper se levanta, se estira y dice:

–Es como ir a cazar ciervos –proclama satisfecho–. Caminas un montón, te agotas. Las cosas te debilitan, te ponen la zancadilla y tú sigues y sigues. Y un día encuentras aquello que estás buscando, y si tienes suerte das en el blanco. El sitio adecuado. La mujer adecuada. La compañía adecuada. Hay quien miente, estafa, vacila, falsifica los gastos, se arrastra. Nosotros actuamos, ¡y a la mierda lo demás! Pandilla, buenas noches. Gracias, cocinero. ¿Dónde se ha metido el cocinero? Se ha ido a dormir. Chico listo.


–¿Te cuento una cosa la mar de divertida, Tommy? –preguntó Tabby mientras se acomodaban para pasar la noche–. Te va a gustar de verdad.

–Adelante –dijo educadamente Jonathan.

–Bueno, ya sabrás que los yanquis tienen unos AWACs en la base aérea Howard, a las afueras de Panamá, para cazar a los traficas... Pues lo que hacen es subir muy alto, muy alto, y observar a todos los avioncitos que pululan por las plantaciones de coca allá en Colombia. Y lo que hacen los colombianos, que son muy mañosos, es tener siempre a un tipo menudo bebiendo café en un bar al otro lado del campo de aviación. Y cada vez que se eleva un AWAC yanqui, el tipo va y se lo sopla por teléfono a los chicos de Colombia. Ésta sí que es buena.
Estaban en la jungla pero en otra zona. Tras aterrizar, la tripulación de tierra camufló el helicóptero entre los árboles, donde había un par de viejos aviones de transporte estacionados bajo una tela metálica. La pista de aterrizaje había sido abierta junto a una extensión de río, y era tan estrecha que hasta el último momento Jonathan dio por sentado que iban a caer de panza a los rápidos, pero aquella pista de grava era lo bastante larga para albergar un reactor. Les recogió un vehículo del ejército para transporte de personal. Pasaron un puesto de control y un letrero que rezaba «Voladura de explosivos» en inglés, aunque era un misterio quién iba a leerlo y comprender su significado. La primera luz del día convertía cada hoja en una joya. Cruzaron un puente de zapadores y pasaron entre cantos rodados de casi veinte metros de altura hasta que llegaron a un anfiteatro natural donde no se oía otra cosa que los ecos de la jungla y el ruido de un salto de agua. La curva de la ladera formaba una tribuna desde la cual podía verse una cuenca de pasto rota por trechos de bosque y un río serpenteante, y adornada en la parte central por un escenario formado por casas de adoquín y coches aparentemente recién salidos de fábrica aparcados junto al bordillo: un Alfa Romeo amarillo, un Mercedes verde y un Cadillac blanco. En los tejados planos ondeaban unas banderas y, gracias a la brisa que se había levantado, Jonathan vio que eran banderas de países formalmente comprometidos en la represión de la industria de la cocaína: las barras y estrellas americanas, la Unión Jack británica, la negra, roja y amarilla de Alemania y, aunque suene pintoresco, la cruz blanca de Suiza. Para la ocasión se habían improvisado otras banderas: en una ponía DELTA, en otra DEA, y en lo alto de una torrecilla para ella sola, Cuartel General del Ejército USA.

A unos seiscientos metros del centro de esta ciudad fantasma, situada entre cortaderas y cerca del curso del río, había una imitación de campo de aviación militar con su tosca pista de aterrizaje, su manga veleta amarilla y una torre de control verde sucio hecha de contrachapado. Jonathan reconoció los DC3, los F85 y los F94. Y junto a la ribera estaba el sistema de protección del campo: tanques anticuados y viejos vehículos blindados para transporte de personal, pintados de verde aceituna pardusco y adornados con la estrella blanca norteamericana.

Protegiéndose los ojos del sol, Jonathan miró el risco que dominaba el lado norte de la herradura. El equipo de control estaba ya congregándose. Siluetas con brazalete blanco y casco de acero hablaban por microteléfonos o miraban por prismáticos o examinaban mapas. Entre ellos, Jonathan descubrió a Langbourne con su eterna coleta, vestido con un chaleco antibalas y pantalón vaquero.

Sobre la loma apareció un avión ligero disponiéndose a tomar tierra. Sin distintivos. Empezaba a llegar lo bueno.


«Es el día de la entrega –pensó Jonathan–. Es la ceremonia del examen final de la tropa antes de que Roper pase la factura.»

«Es un tiro al plato, Tommy», había dicho Frisky con ese tono más que familiar adoptado últimamente por él.

«Es una demostración de potencia de fuego –había dicho Tabby–, para que los colombianos sepan qué es lo que compran a cambio de lo que ya sabes.»

Incluso los apretones de manos tuvieron una calidad finita. Jonathan disponía de una buena vista de los rituales desde el extremo de la tribuna en que se encontraba. Habían dispuesto una mesa con refrescos y hielo dentro de unos envases de campaña, y a medida que iban llegando los personajes el propio Roper los acompañaba a la mesa. Luego, entre Emmanuel y Roper presentaron sus invitados de honor a los instructores de mayor graduación y, tras más apretones de manos, les condujeron a una hilera de sillas plegables color caqui dispuestas a la sombra, donde anfitriones e invitados se acomodaron formando un semicírculo, hablando tímidamente entre ellos como suelen hacer los estadistas cuando intercambian ocurrencias con ocasión de una sesión fotográfica.

Pero quienes despertaban la curiosidad del observador minucioso eran los otros, los hombres que estaban sentados a la sombra en un segundo plano. Su jefe parecía ser un tipo gordo que tenía las rodillas separadas y manos de campesino retorcidas sobre sus rollizos muslos. Al lado suyo estaba sentado un viejo y nervudo torero, tan flaco como gordo era su compañero, con un lado de la cara pura cicatriz blanca, como si se la hubieran acuchillado. Y en la segunda fila estaban los hambrientos intentando aparentar calma, el pelo engominado, botas de cuero mojadas, cazadoras Gucci, camisas de seda, demasiado oro, demasiado bulto debajo de la cazadora y demasiada muerte en sus mofletudas caras medio indias.

Pero a Jonathan no le queda tiempo para seguir estudiándolos: un avión bimotor de transporte ha aparecido sobrevolando la loma septentrional. Lleva distintivos, una cruz negra, y Jonathan sabe al momento que hoy las cruces negras son los buenos y las estrellas blancas los malos. Se abre su puerta lateral, brota un puñado de paracaidistas recortándose contra el cielo pálido. Jonathan se ve girando y dando vueltas como ellos cuando en su mente surge un desfile de recuerdos militares desde su infancia hasta hoy. Se encuentra en el campo de paracaidismo de Abindong, realizando su primer salto en globo y pensando que morir y divorciarse de Isabelle no tienen por qué ser la misma cosa. Se encuentra en su primera patrulla de campaña, atravesando Armagh a campo abierto, ciñéndose el arma al uniforme de faena y convencido de que al fin es hijo de su padre.

Nuestros paracaidistas aterrizan sin novedad. Les siguen una segunda tanda y una tercera. Uno de los grupos corre precipitadamente de paracaídas en paracaídas, recogiendo el equipo y los pertrechos mientras el otro le da fuego de protección. Pues hay resistencia. Uno de los tanques situados en un extremo del campo de aviación está disparando ya contra los hombres, o lo que es lo mismo, su cañón está escupiendo fuego, y en torno a los paracaidistas estallan minas ocultas cuando corren hacia las cortaderas para cubrirse.

Y de pronto el tanque deja de disparar y ya no disparará más. Los paracaidistas acaban de tomarlo. La tórrela está torcida, de su interior rezuma un humo negro, una de las orugas se ha partido como una correa de reloj. Los restantes carros blindados siguen la misma suerte en rápida sucesión. Y después de los tanques, son los aviones estacionados los que patinan y se tambalean por la pista de despegue hasta que, doblando las rodillas y casi muertos, no pueden moverse más.

«Armas ligeras antitanque –piensa Jonathan–; doscientos a trescientos metros de alcance efectivo; el arma favorita de las patrullas asesinas.»

El valle se resquebraja de nuevo con el fuego defensivo de ametralladoras que sale de los edificios a modo de tardío contragolpe. Simultáneamente el Alfa amarillo cobra vida y, guiado por control remoto, pasa a toda velocidad por la carretera en un intento de darse a la fuga.

¡Cobarde! ¡Gallina! ¡Maricón! ¿Por qué no te quedas y peleas? Pero las cruces negras tienen lista su respuesta. Desde las cortaderas, disparando un fondo musical de diez o veinte ráfagas, las ametralladoras Vulcan mandan chorros de balas trazadoras a las posiciones enemigas, traspasando los bloques de concreto y haciéndoles tantos agujeros que parecen ralladores de queso gigantes. Al mismo tiempo los Quad, en ráfagas de cincuenta, levantan en vilo al Alfa Romeo y lo mandan a un soto de árboles secos donde explota finalmente prendiendo fuego también a los árboles.

¡Pero no bien ha pasado este peligro cuando uno nuevo amenaza a nuestros héroes! Primero estalla la tierra y luego se vuelve loco el cielo. ¡Tranquilos, nuestros hombres siempre están a punto! Los malvados –blancos aéreos– son aviones teledirigidos. Los seis cañones de los Vulcan pueden alcanzar una elevación de hasta ochenta grados. La alcanzan ahora. El Vulcan lleva incorporado el telémetro de radar, su carga de munición es de dos mil proyectiles, y dispara en ráfagas de cien cada vez, con tal ruido que Jonathan ha esbozado una mueca de dolor mientras se tapa los oídos con las manos.

Escupiendo humo, los aviones sin piloto se desintegran y dan sosegados tumbos hacia el corazón de la jungla como otros tantos pedacitos de papel en llamas. En la tribuna es el momento para el caviar Beluga servido de unas latas puestas en hielo, el zumo de coco on the rocks, el ron panameño de reserva y el whisky de malta con hielo. Pero nada de champú... todavía no. El jefe sabe esperar.
Se acabó la tregua. Y también el almuerzo. La ciudad ya puede ser tomada. Un valiente pelotón avanza desde las cortaderas directamente hacia los edificios de los odiados colonialistas, disparando y provocando los disparos del enemigo. Pero en otros puntos se están llevando a cabo asaltos menos conspicuos que el que sirve de diversión. Tropas fluviales avanzan río abajo con las caras ennegrecidas en botes inflables que apenas son visibles entre los juncos. Otros, en traje especial de combate, están escalando a hurtadillas el exterior del cuartel general del ejército USA. De repente, a una señal secreta, ambos grupos atacan a un tiempo lanzando granadas por las ventanas, saltando hacia las llamas, vaciando sus automáticas. Segundos más tarde, todos los coches que aún quedaban aparcados son inmovilizados o puestos en la lista de bienes requisados. Las odiadas banderas del opresor son arriadas de sus mástiles y sustituidas por la cruz negra. ¡El triunfo ha sido total, la victoria es nuestra, nuestras tropas son superhombres!

¡Un momento! ¿Qué es esto? La batalla aún no está ganada.

El gruñido de un avión hace que Jonathan mire de nuevo hacia la loma en donde el equipo de control permanece tenso sobre sus mapas y equipos de radio. Un reactor blanco –civil, flamante, sin distintivos, bimotor, con dos hombres claramente visibles en la cabina– pasa rozando la cresta de la colina, desciende en picado y sobrevuela la ciudad a muy baja altura. ¿Qué hace aquí este avión? ¿Acaso forma parte del espectáculo? ¿O se trata de un avión de la auténtica DEA que ha venido a ver la gresca? Jonathan busca alguien a quien preguntar, pero todas las miradas, al igual que la suya, están puestas en el avión, y todo el mundo parece tan desconcertado como él.

El reactor desaparece, la ciudad sigue en silencio, pero sobre la loma los controladores siguen aguardando. Jonathan divisa a cinco hombres tras las cortaderas, tensamente agazapados y prestos a disparar, y reconoce entre ellos a los dos instructores americanos que se parecen tanto.

Vuelve el reactor blanco, pasa sobre la loma, pero esta vez se olvida de la ciudad e inicia un ligero ascenso. Y entonces llega de las cortaderas un furioso y prolongado silbido... y el reactor se esfuma.

No es que se rompa o que se le caiga un ala o que se precipite vertiginosamente a la jungla. Hay un silbido, hay una explosión y hay la bola de fuego que se extingue con tal rapidez que Jonathan ha de preguntarse si ha llegado alguna vez a verla. Y después, las diminutas ascuas del aparato echando chispas como doradas gotas de lluvia que desaparecen en su caída. El Stinger ha cumplido su misión.

Jonathan, en un momento de angustia, llega a creer que el espectáculo se ha cerrado con un sacrificio humano. En la tribuna, Roper y los distinguidos invitados se abrazan y se felicitan mutuamente. Roper agarra una botella de Dom y la descorcha en presencia del coronel Emmanuel. Jonathan se vuelve hacia la loma y ve entonces a los satisfechos miembros del equipo de control dándose también la enhorabuena, estrechándose vehementemente la mano, alborotándose el pelo unos a. otros y palmeándose la espalda, Langbourne entre ellos. Sólo al mirar hacia arriba llega a ver dos nubecillas blancas, dos paracaídas, a unos seiscientos metros de la estela dejada por el reactor.

–¿Qué? ¿Te ha gustado? –le preguntó Roper al oído.

Roper se había mezclado con los espectadores, recogiendo opiniones y felicitaciones.

–¿Quién diantre eran ésos? –quiso saber Jonathan, reacio aún a apaciguarse–. Los pilotos chalados... ¿Y el avión? ¡Ese aparato valía millones de dólares!

–Un par de rusos listos. Muy temerarios. Se dejan caer por el aeropuerto de Cartagena, mangan un jet, le ponen el piloto automático la segunda vez que aparecen y luego saltan. Confío en que el pobre propietario no espere recuperarlo.

–¡Qué extravagancia! –declaró Jonathan cuando la indignación dio paso a la carcajada–. ¡Es lo más fantástico e ignominioso que he oído nunca!

Continuaba riendo cuando se vio en mitad del fuego cruzado de los dos instructores americanos que le miraban recién llegados del valle en un jeep. Su parecido era pavoroso: la misma sonrisa pecosa, el mismo pelo rojizo y la misma manera de posar las manos en las caderas mientras procedían a examinarle.

–¿Es usted británico? –preguntó uno de los dos.

–No especialmente –dijo Jonathan en plan simpático.

–Usted es Thomas, ¿no es así, señor? –dijo el otro–. ¿Thomas Algo Más o Algo Más Thomas, señor?

–Algo parecido –concedió Jonathan, más simpático si cabe, pero Tabby, que estaba detrás, captó la resaca que había en su voz y le puso discretamente en el brazo una mano de comedimiento. Lo cual no decía mucho acerca de la inteligencia de Tabby, porque con ello permitió que el observador minucioso le birlase un fajo de dólares americanos que llevaba en el bolsillo lateral de su sahariana.

Pero incluso en este gratificante momento, Jonathan lanzó una mirada inquieta a los dos americanos de la escolta de Roper. ¿Veteranos desencantados devolviéndole la pelota al Tío Sam? «Pues a ver si os buscáis una cara más desencantada –les dijo–, porque ahora parece que viajáis en primera y encima le cobráis vuestro tiempo a la compañía.»


Interceptado fax para el reactor de Roper, escrito a mano, con el membrete Máxima Urgencia, de sir Anthony Bradshaw, Londres (Inglaterra) a Dicky Roper a cargo del Iron Pasha, Antigua, recibido 9.20 horas por el capitán del Iron Pasha, con una nota explicatoria disculpándose caso de no haber obrado adecuadamente. Bulbosa e inculta la caligrafía de sir Anthony, faltas de ortografía, subrayados y alguna que otra fioritura rococó. El estilo, telegráfico.

«Querido Dicky:

«Respecto a nuestra conversación de hace dos días, he tratado asunto hace una hora con Autoridad competente en Támesis y hemos aberiguado que obra en tu mano información documental ultrajante e irrefutable. Asimismo me inclino a creer que el difunto Dr. Justicia fue utilizado por elementos enemigos afín de exprimir al anterior firmante en beneficio del actual titular. Támesis ha tomado medidas cautelares, sugiero que tú hagas lo mismo.

»En vista de tan crucial circunstancia confío mandarás otro ex gratia inmediatamente al banco habitual, para cubrir futuros gastos de tu másimo interés.

»Saludos. Tony.»

El fax interceptado, que no había llegado a manos de Ejecución, fue obtenido subrepticiamente por Flynn de una fuente en Inteligencia Pura que simpatizaba con su causa. Sumido en el disgusto subsiguiente a la muerte de Apostoll, a Flynn le resultaba difícil superar su innata desconfianza hacia los ingleses. Pero después de media botella de Bushmills de malta de diez años se sintió lo bastante fuerte como para meterse el documento en el bolsillo y, tras ir en coche al centro de operaciones casi por instinto, entregárselo formalmente a Burr.


Hacía meses que Jed no volaba en un avión comercial, y al principio la experiencia le pareció liberadora, algo así como ir en el piso de arriba de un autobús londinense después de esos espantosos viajes en taxi. «He vuelto a la vida –se dijo–; me he bajado de la carroza de cristal.» Pero cuando bromeó con Corkoran acerca de ello, sentados el uno junto al otro camino de Miami, éste desdeñó sus aires de superioridad. Cosa que a Jed le sorprendió y le dolió a la vez, porque Corkoran nunca había sido grosero con ella.

Y una vez en el aeropuerto de Miami volvió a mostrar su antipatía cuando insistió en guardarse el pasaporte de ella mientras iba por un carrito de equipaje, y luego al darle la espalda cuando se dirigió a dos hombres de pelo pajizo que rondaban cerca de la salida del vuelo hacia Antigua.

–Corky, ¿quién demonios son ésos? –preguntó Jed al regresar él.

Corkoran se encogió de hombros como diciendo que eso no era asunto de ella.

–Amigos de unos amigos, querida. Se reunirán con nosotros a bordo del Pasha.

–¿Amigos de unos amigos de quién?

–Del jefe, naturalmente.

–¡Eso es imposible, Corky! ¡Pero si son matones!

–Protección adicional, por si quieres saberlo. El jefe ha decidido aumentar el cuerpo de seguridad a cinco miembros.

–Pero, ¿por qué, Corky? Antes siempre se había dado por satisfecho con tres.

Entonces ella le vio los ojos y se asustó, porque la suya era una mirada vindicativa y triunfante. Y se dio cuenta de que ése era un Corkoran que no conocía: un cortesano desairado que busca recuperar sus privilegios y que tiene motivos de queja acumulados esperando ser solventados.

Y en el avión, Corkoran no bebió. Los nuevos gorilas viajaban en la cola, pero Jed y Corkoran iban en primera, así que él podía haberse quedado frito de empinar el codo, que es lo que ella esperaba. Pero en lugar de eso, Corkoran pidió agua mineral con hielo y una rodajita de limón que fue chupando después mientras contemplaba su propio reflejo en la ventanilla.


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