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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Cae una discreta lluvia otoñal sobre las calles de Whitehall mientras Rex Goodhew va a la guerra. Discretamente. En el otoño de su carrera. Con la madurada certidumbre que le da su causa. Sin dramas ni trompetas ni grandes declaraciones. Un tranquilo paseo del Goodhew soldado. Una guerra personal pero también altruista contra lo que inevitablemente ha dado en llamar las Fuerzas del Oscuro1.

«Una guerra a muerte –como le dice sin mayor alarma a su esposa–. Mi cabeza o la suya. Una pelea a cuchillo en Whitehall, para ser más exactos.» «Bueno, si tú lo ves claro, cariño...» «Así es.» Todos sus movimientos cuidadosamente planeados. Nada de apresuramientos, nada de disimulos. Está mandando señales clarísimas a sus encubiertos enemigos de Inteligencia Pura. «Que me oigan, que me vean bien –dice–. Que se echen a temblar. Goodhew juega con las cartas boca arriba.» Más o menos.

No es sólo la desdichada propuesta de Neal Marjoram lo que ha espoleado a Goodhew. Una semana atrás, por poco le atropellan cuando iba en bicicleta a su oficina. Mientras escogía su itinerario predilecto –primero hacia el oeste por Hamstead Heath, respetando los caminos permitidos a las bicicletas, y de allí a Whitehall pasando por Saint John’s Wood y Regent’s Park–, Goodhew se vio encajado entre dos camionetas altas, una de un blanco sucio con un rótulo tan descascarillado que Goodhew no pudo ni leerlo, y la otra verde y sin más adornos. Si frenaba, ellos también frenaban. Y si pedaleaba más fuerte, ellos aceleraban. Su perplejidad se convirtió en cólera. ¿Por qué los camioneros le miraban con tanta frialdad por los retrovisores exteriores, y luego se miraban el uno al otro para acercarse aún más y encajonarle? ¿Qué hacía detrás de él esa tercera camioneta, cortarle la retaguardia?

Goodhew gritó «¡Cuidado! ¡Apártense!», pero ellos hicieron caso omiso. La camioneta de atrás circulaba pegada a los parachoques traseros de las otras dos. Llevaba el parabrisas muy sucio, lo que impedía ver con claridad la cara del conductor. Las camionetas de los lados se habían aproximado de tal manera que si hubiera girado el manillar éste habría chocado contra la una o la otra.

Levantándose del sillín, Goodhew dirigió su puño enguantado contra el panel de la camioneta que tenía a su izquierda y luego empujó para recuperar el equilibrio. Los ojos inanimados del retrovisor exterior le examinaron con curiosidad. Al atacar a la camioneta de la derecha por el mismo procedimiento, su respuesta fue acercarse unos centímetros.

Sólo un semáforo en rojo le salvó de ser aplastado. Las camionetas se detuvieron, pero Goodhew, por primera vez en su vida, cruzó en rojo, salvándose por los pelos de una muerte segura al pasar rozando el morro brillante de un Mercedes.


Esa misma tarde Goodhew redacta un nuevo testamento. Al día siguiente, valiéndose de astucias de perro viejo, circunnavega los complicados mecanismos del ministerio en que trabaja –además del despacho privado de su jefe– y secuestra parte de la planta superior, consistente en una serie de buhardillas irregulares, convertidas ya en pieza de museo, repletas de material electrónico instalado en previsión del día, ya mismo, en que Gran Bretaña sea aplastada por el bolchevismo. Esa probabilidad es ahora agua pasada, pero los lúgubres miembros de la sección administrativa de Goodhew no han sido advertidos aún del hecho y, cuando Goodhew solicita la planta para sus secretos propósitos, sus hombres no pueden ser más serviciales. De la noche a la mañana, un montón de material obsoleto por valor de millones de libras es enviado a pudrirse en un aparcamiento de camiones en Aldershot.

Al día siguiente el reducido equipo de Burr pasa a ser el inquilino de doce mohosas buhardillas, dos retretes defectuosos del tamaño de un campo de tenis, dos denudadas salas de transmisiones, una escalera particular con balaustrada de mármol y agujeros en sus peldaños de linóleo, y una puerta de acero marca Chubb provista de una mirilla de carcelero. El día después, Goodhew hace barrer electrónicamente los locales y retira todas las líneas telefónicas susceptibles de manipulación por parte de la Casa del Río.

Cuando se trata de conseguir dinero público de su ministerio, no son en vano los veinticinco años que Goodhew ha estado al pie del cañón burocrático; se convierte en un Robin Hood del Parlamento y utiliza las cuentas del gobierno para tender así una trampa a sus descarriados servidores.

¿Que Burr necesita tres personas más y sabe dónde conseguirlas? «Contrátalas, Leonard, no hay problema.»

¿Que un informador tiene algo que contar pero quiere un par de miles por adelantado? «Págale, Leonard, dale cuanto necesite.»

¿Que Rob Rooke quisiera llevarse consigo a un par de observadores a Curaçao? «¿Será suficiente con dos, Rob? ¿No sería más seguro cuatro?»

Las meticulosas objeciones, los subterfugios, las aciagas digresiones de Goodhew han desaparecido como si no hubieran existido jamás. No tiene más que cruzar la puerta de acero que da al nuevo refugio en las alturas de Leonard Burr para que se le caiga ese manto de finas burlas que siempre le cubre. Cada tarde a última hora, terminada la representación oficial del día, se presenta en lo que él llama modestamente su trabajo nocturno, y Burr se afana por ponerse a la altura de la gran energía que Goodhew despliega en este otro quehacer. A insistencia de Goodhew, se le ha reservado el cuarto más cochambroso. Está situado al fondo de un pasillo desierto. Su ventana da a un parapeto colonizado por las palomas. Sus arrullos y caricias habrían vuelto loco a un hombre de menos enjundia pero Goodhew apenas si las oye. Resuello a no traspasar el territorio operativo de Burr, hace únicamente acto de presencia para llevarse otro puñado de informes o para prepararse una infusión de escaramujo e intercambiar bromas con el personal de noche. De vuelta en su despacho, revisa los últimos planes del enemigo.

–Mi intención es hundirles la Operación Capitana con toda la tripulación a bordo –le dice a Burr con una sacudida de cabeza que éste nunca le había visto–. Cuando acabe con él, a Darker no le va a quedar un solo Marinero. Y tu maldito Dicky Roper estará seguro entre rejas, fíjate en lo que te digo.

Burr se fija, sí, pero la promesa le parece incierta. No es que dude de su solidez. Tampoco le causa problemas creer que la gente de Darker ha empezado las hostilidades con el propósito de espantar e incluso hospitalizar al adversario. Hace meses que el propio Burr mantiene una cuidadosa vigilancia de cada paso que da. Cuando le ha sido posible ha llevado a los niños al colegio por la mañana, haciendo que fueran a buscarlos por la tarde. Lo que preocupa a Burr es que Goodhew no sea consciente, ni siquiera ahora, del tamaño del monstruo. Sólo en la última semana, a Burr se le ha negado el acceso a documentos que le consta están en circulación. Tres veces ha protestado en vano. La última de ellas lo hizo personándose en la guarida misma del archivero mayor del Foreign Office.

–Me temo que no le han informado bien, Mr. Burr –le dijo el archivero, que llevaba corbata negra de enterrador y protectores negros en las mangas de su americana negra–. La carpeta en cuestión fue retirada para su destrucción hace ya meses.

–Querrá decir que fue clasificada Capitana. ¿Por qué no lo dice así?

–Que fue ¿qué? Me parece que no le entiendo, señor. ¿Le importaría explicarse con más claridad?

–El caso Lapa es mío, Mr. Atkins. Yo mismo abrí ese informe que ahora le estoy solicitando. Es una de las seis carpetas relacionadas con Lapa que fueron abiertas y cumplimentadas por mi departamento: dos para el asunto, dos para organización y dos de personal. Ninguna de ellas ha estado en circulación más de un año y medio. ¿Cuándo se ha visto que un archivero autorice la destrucción de unos ficheros un año y medio después de haber sido abiertos?

–Lo lamento, Mr. Burr. Puede que efectivamente Lapa sea su caso. No tengo motivos para no creerle, señor. Pero como decimos en el Registro, que uno tenga un caso no significa que tenga los archivos.


Pese a todo, la información va llegando a un ritmo impresionante. Tanto Burr como Strelski tienen sus propias fuentes:

El trato se va afianzando... la conexión panameña ha aceptado... dos cargueros portacontenedores con matrícula panameña fletados por Ironbrand de Nassau van camino de Curaçao por el Atlántico Sur, fecha aproximada de llegada: cuatro u ocho días a partir de hoy. Entre los dos transportan cerca de quinientos contenedores rumbo al Canal de Panamá... La descripción de sus respectivos cargamentos alterna piezas de tractor con maquinaria agrícola, equipo de minas y diversos artículos de lujo...

Instructores militares cuidadosamente seleccionados (incluyendo cuatro paracaidistas franceses, dos ex coroneles israelíes de las fuerzas especiales y seis spetsnazs ex soviéticos) se reúnen la semana anterior en Amsterdam para celebrar un espléndido reijstafel de despedida en el mejor restaurante indonesio de la ciudad. Después fueron enviados por vía aérea a Panamá...

Rumores de grandes pedidos de material a cargo de los candidatos de Roper han circulado por los bazares de armamento por espacio de meses, pero se ha producido una apostilla de última hora, esto es, se han confirmado las vagas predicciones de Palfrey acerca de un cambio en la lista de la compra de Roper. La fuente de Strelski, el hermano Michael, alias Apostoll, ha estado hablando con un colega llamado Moranti, abogado a sueldo del cartel. El tal Moranti opera en Caracas y se le tiene por el principal soporte de la tambaleante alianza entre los carteles:

–Tu Roper se ha vuelto patriótico –le anuncia Strelski a Burr por el teléfono de seguridad–. Compra productos americanos...

A Burr se le cae el alma a los pies pero finge despreocupación:

–¡Eso no es patriotismo, Joe! Un inglés debería comprar británico.

–Les está vendiendo a los monopolios un nuevo mensaje –dice Strelski sin desanimarse–. Si su enemigo común es el Tío Sam, lo mejor que pueden hacer entonces es utilizar los juguetes del Tío Sam. De ese modo tienen acceso directo a los repuestos, disponen de armas enemigas cuyo funcionamiento pueden asimilar, se familiarizan con las técnicas del enemigo. En el lote van incluidos misiles Starstreak británicos, granadas de fragmentación británicas y tecnología británica. Pero los juguetes principales han de ser la imagen misma del enemigo común, parte británico y el resto americano.

–¿Y qué han dicho los carteles, Joe? –pregunta Burr.

–Les encanta la idea. Están enamorados de la tecnología americana. Y de la inglesa. Roper les encanta. Sólo quieren lo mejor.

–¿Y hay alguien que explique tan súbito cambio de opinión?

Burr detecta bajo la superficie de la voz de Strelski una preocupación comparable a la suya.

–No, Leonard. Nadie explica una puñetera mierda. Al menos a nosotros. Al menos en Miami. Se acabaron las explicaciones.

La historia fue confirmada un día después por un traficante conocido de Burr. Sir Anthony Joyston Bradshaw, bien conocido como signatario de Roper en los más dudosos mercados, modificó un pedido piloto de Kalashnikov checos valorados en tres millones de dólares por otro similar de Armalites americanos, teóricamente destinados a Túnez. Las armas debían extraviarse en tránsito y ser desviadas como maquinaria agrícola a Gdansk, donde quedarían almacenadas para su futuro transporte en un carguero portacontenedores con destino en Panamá, apalabrado de antemano. Joyston Bradshaw había expresado también su interés por los cohetes tierra-aire de fabricación británica, pero se suponía que había exigido una excesiva comisión adicional para su bolsillo.

Pero así como Burr tomaba nota de todo esto con cara de pocos amigos, Goodhew no parecía capaz de comprender el alcance de la noticia:

–Me da igual que compren rifles americanos o pistolones chinos, Leonard. Me da igual que estén dejando en cueros a los fabricantes británicos. Se mire como se mire son armas por drogas, y no hay tribunal en la Tierra que pueda condonar nada parecido.

Burr reparó en que Goodhew se había sonrojado al decir esto, y que parecía tener dificultades para dominarse.
Sigue llegando información:

Hasta el momento no ha sido acordado el lugar del intercambio. Únicamente los jefes de ambas partes conocerán los últimos detalles por adelantado.

Los carteles han reservado el puerto de Buenaventura, en la costa occidental de Colombia, como punto de partida de su cargamento, y la experiencia de años anteriores da a entender que ese mismo puerto será el punto de recepción del material entrante...

Unidades bien pertrechadas aunque incompetentes del ejército colombiano, a sueldo de los carteles, han sido enviadas a la zona de Buenaventura para dar cobertura armada a la transacción...

Un centenar de camiones del ejército vacíos han sido reunidos en los depósitos del dique. Pero cuando Strelski solicita ver las fotografías del satélite que podrían confirmar o negar esta información, tal como le cuenta a Burr, choca contra un muro. Los espiócratas de Langley han decretado que Strelski no posee la autorización necesaria.

–Oye, Leonard, dime una cosa, ¿qué diablos es Capitana en todo este asunto?

Burr siente vértigo. A su entender la clave Capitana está doblemente restringida en Whitehall. No sólo se limita a quienes constan en la lista de Capitana, sino que está clasificada Guarda: americanos no. ¿Qué demonios significa entonces que a Strelski, un americano, se le niegue acceso a la clave Capitana y que sean justamente los barones de Inteligencia Pura de Langley, Virginia, quienes lo hagan?

–Capitana no es más que un cercado para que nosotros no metamos las narices –le dice Burr, irritado, a Goodhew minutos después–. Si Langley puede estar al corriente, ¿por qué no nosotros? Porque Capitana es como decir Darker y sus amiguitos del otro lado del charco.

Goodhew parece hacer oídos sordos a la indignación del otro. Se vuelca sobre mapas de navegación, traza él mismo rutas con lápices de colores, lee todo cuanto encuentra sobre marcación magnética, duración de escalas y formalidades portuarias. Se entierra bajo obras de la legislación marítima y se sube a las barbas de una gran autoridad legal con la que había estudiado de joven:

–Oye, Brian –le oye decir Burr por lo bajo en el pasillo desierto–, ¿sabes si hay alguna cosa sobre interdicciones en el mar? ¡Pues claro que no pienso pagar tus ridículos honorarios! Te invito a una comida malísima en el club y a robarte dos horas de tu rimbombante tiempo profesional en interés de tu patria. ¿Cómo soporta tu mujer eso de que te hayan hecho lord? Bueno, pues comunícale mi compasión, nos vemos el jueves a la una, y sé puntual.

«Vas muy lanzado, Rex –piensa Burr–. Echa el freno. Nos queda mucho para llegar a casa.»
Nombres, había dicho Rooke: nombres y números. Jonathan se los proporciona a manos llenas. Para los no iniciados puede que a primera vista sus aportaciones parezcan triviales: apodos entresacados de las tarjetas de los invitados a la mesa de Roper, conversaciones escuchadas a medias, una carta apenas entrevista en el escritorio del jefe, las propias anotaciones de Roper sobre el quién, el cuánto, el cómo y el cuándo. Tomados aisladamente, tales retazos de información son como migajas al lado de las suculentas fotografías que Pat Flynn ha sacado de los spetsnazs, ahora mercenarios, llegados al aeropuerto de Bogotá, o de los escalofriantes relatos de Amato acerca de los tumultos organizados por Corkoran en los antros de Nassau, o de las letras bancarias interceptadas de entidades financieras respetables, donde constan decenas de millones de dólares dirigidos a empresas extranjeras de Curaçao emparentadas con Roper.

Pero, debidamente ensamblados, los informes de Jonathan proporcionaban revelaciones tan sensacionales como cualquier golpe de efecto. Tras una noche en ello, Burr proclamó que le daban ganas de vomitar. Al cabo de otras dos, Goodhew comentó que no le sorprendería enterarse de que el director de su propio banco se presentaba en Crystal con una maleta llena de efectivo perteneciente a sus clientes.

No se trataba tanto de los tentáculos del monstruo cuanto de su habilidad para penetrar en los más recónditos santuarios lo que los tenía a todos estupefactos. Era el hecho de que estuvieran complicadas instituciones que hasta ahora incluso Burr consideraba inviolables, nombres que estaban por encima de toda sospecha.

Para Goodhew, era como si el mismísimo boato de Inglaterra estuviera viniéndose abajo delante de sus narices. Mientras se encaminaba penosamente a su casa a primera hora de la madrugada, se paraba a mirar febrilmente un coche de policía aparcado y se preguntaba si todo lo que diariamente se contaba acerca de la violencia y corrupción de la policía no sería pura invención de periodistas y descontentos.

Al entrar en su club, veía a un eminente banquero o a un operador de bolsa conocidos suyos y –en lugar de saludarles alegremente con la mano como habría hecho tres meses atrás– los examinaba con expresión ceñuda desde la otra punta del comedor, preguntándoles mentalmente: «¿Eres otro de ellos? ¿Y ? ¿Y

–Pienso tomar medidas diplomáticas –anunció en uno de sus tercetos nocturnos–. Lo tengo decidido. Convocaré al Comité Directivo. De entrada voy a movilizar al Foreign Office, ellos siempre tienen ganas de plantar cara a los darkistas. Estoy seguro de que Merridew estará de nuestra parte.

–¿Por qué habría de estarlo? –preguntó Burr.

–¿Y por qué no?

–Si no recuerdo mal, Rex, el hermano de Merridew, es un pez gordo de Jason Warhole –objetó Burr–. Jason ha solicitado quinientos bonos al portador en la empresa de Curaçao por valor de cinco millones la semana pasada.
–Lo lamento muchísimo, muchacho –susurró Palfrey desde las sombras que parecían rodearle siempre.

–¿El qué, Harry? –dijo afablemente Goodhew.

Los inquietos ojos de Palfrey miraron nerviosos hacia la puerta. Se hallaban en un pub del norte de Londres escogido por él mismo, no muy lejos de la casa de Goodhew en Kentish Town.

–Haber tenido miedo. Haber llamado a tu oficina. Bengalas de socorro. ¿Cómo has hecho para llegar tan deprisa?

–En bici, naturalmente. ¿Qué te pasa, Harry? Parece como si hubieras visto un fantasma. No te habrán amenazado de muerte a ti también, ¿verdad?

–En bici –repitió Palfrey, bebiendo un trago de whisky y secándose inmediatamente la boca con un pañuelo como para eliminar las huellas de culpabilidad–. Lo mejor que podríamos hacer todos, ir en bici. Los que van por la acera se tropiezan unos con otros, y los que van en coche no paran de dar vueltas a la manzana. ¿Te importa que vayamos al bar de al lado? Hay más ruido.

Se sentaron en la sala de juegos, en la que había una máquina de discos ideal para engullir sus palabras. Dos chicos musculosos de pelo cortado al rape jugaban al billar. Palfrey y Goodhew se sentaron en un banco de madera, el uno junto al otro.

Palfrey encendió una cerilla y tuvo dificultad para acercar la llama al cigarrillo.

–Las cosas se están poniendo al rojo –murmuró–. Burr tiene la mosca detrás de la oreja. Yo les he avisado, pero no me hacen caso. Ahora es cuando empiezan los puñetazos.

–¿Que les has avisado dices? –preguntó Goodhew, más perplejo que nunca por la complejidad de que Palfrey era capaz de hacer gala para traicionar a alguien–. ¿Avisar a quién? ¿No será a Darker? No me digas que le has avisado a él, ¿eh, Harry?

–Muchacho, hay que jugar en los dos lados de la pista –dijo Palfrey, arrugando la nariz y echando otro nervioso vistazo al bar–. Es el único modo de sobrevivir. Uno ha de conservar la credibilidad. En ambos bandos. –Sonrisa a la desesperada–. Tengo el teléfono pinchado –explicó señalándose la oreja.

–¿Quién te lo ha pinchado?

–Geoffrey. La gente de Geoffrey. Marineros. Gente de Capitana.

–¿Cómo lo sabes?

–Oh, eso no se sabe. Imposible. Nadie puede saberlo en los tiempos que corren. A menos que te hayan hecho una chapuza tercermundista. O que meta las manazas la policía. –Palfrey bebió, meneando la cabeza–. Esto está a punto de estallar. La pelota se ha hecho muy grande. –Volvió a beber, a rápidos sorbos. Musitó «salud», olvidando que ya había dicho «salud»–. Me han dado el soplo. Las secretarias. Viejos compañeros del departamento legal. No es que lo digan, entiendes. No hace falta. No van y te dicen: Perdona, Harry, mi jefe te ha pinchado el teléfono. Son indicios. –Dos hombres con chaqueta de motorista habían empezado a jugar en una tragaperras–. Oye, ¿te importa si vamos a otro sitio?

En la acera opuesta al cine había una trattoria desierta. Eran las seis y media. El camarero italiano les miró con desdén.

–Los muchachos han estado también en mi piso –dijo Palfrey, riéndose con disimulo como si estuviera contando un chiste obsceno–. No han mangado nada. Me lo dijo el casero. Dos colegas míos. Le expliqué que yo les había dejado la llave.

–¿Era verdad?

–No.

–¿Le has dado la llave a alguien?



–Hombre, ya sabes. Chicas y eso. Casi todas me la devuelven.

–Entonces, te han amenazado, tenía razón yo. –Goodhew pidió dos de espagueti y una botella de Chianti. El camarero puso mala cara y chilló el pedido por la puerta de la cocina. El miedo tenía atenazado a Palfrey. Era como si una brisa le tironeara de las rodillas y le dejara sin aliento antes de abrir la boca para hablar.

–De hecho, Rex, es un poquito difícil liberarse –explicó Palfrey a modo de disculpa–. Costumbres de toda una vida, supongo. Una vez que te has sentado encima es muy difícil meter la pasta de dientes otra vez en el tubo. –Arrimó la boca al borde del vaso antes de que el vino se derramara–. Necesito que me echen una mano, como si dijéramos. Lo siento.

Y como le pasaba a menudo con Palfrey, Goodhew tuvo la sensación de estar escuchando una emisión radiofónica defectuosa cuyo significado no le llegaba más que en ráfagas fragmentadas.

–No puedo prometerte nada, Harry. Ya lo sabes. No estoy nadando en oro. No tengo inmunidad. La vida no ofrece dispensas gratuitas. Todo te lo tienes que ganar. Estoy convencido de eso. Y creo que tú también.

–Sí, pero tú tienes cojones –objetó Palfrey.

–Y tú el conocimiento –dijo Goodhew.

Palfrey abrió los ojos como platos de puro asombro:

–¡Eso es lo que me dijo Darker! ¡Bingo! Mucho conocimiento. Demasiado. Un verdadero peligro. ¡Qué mala suerte la mía! Eres increíble, Rex. Qué clarividencia...

–De modo que has estado hablando con Geoffrey Darker. ¿Sobre qué?

–En realidad era él quien hablaba conmigo. Yo sólo escuchaba.

–¿Cuándo?

–Ayer. No, el viernes. Vino a verme a mi despacho. Era la una menos diez. Estaba poniéndome el abrigo. ¿Tienes planes para comer?, me preguntó. Yo creí que iba a invitarme. Bah, una cita con un ligue en mi club, le dije. Nada que no pueda cancelar. Y él me dijo: Bueno, pues cancélalo. Y eso hice. Hablamos. Mientras todos estaban almorzando. En mi oficina. No había nadie. Ni siquiera un vaso de Perrier ni una galleta. Eso sí, buen sentido comercial. Geoffrey siempre tuvo buen sentido comercial.

Se rió de nuevo entre dientes.

–¿Y qué dijo? –le urgió Goodhew.

–Dijo que... –Palfrey aspiró una buena bocanada de aire como quien está a punto de cruzar una piscina por debajo del agua–, dijo que ya era hora de que la gente valiosa acudiera en ayuda del partido. Dijo que los Primos querían paso libre en el asunto Lapa. Que si ellos podían ocuparse de los de Ejecución Americana, contaban con que nosotros nos ocupásemos de los nuestros. Quería asegurarse de que yo estaba a bordo.

–¿Qué le dijiste tú?

–Que sí. Al cien por cien. Y es cierto, ¿no? –Tiró de las bridas–. Oye, no estarás sugiriendo que tenía que haberle mandado al cuerno, ¿verdad? ¡Joder!

–Pues claro que no, Harry. Tú has de hacer lo que más te convenga. Eso lo comprendo. Total, que le dijiste que sí. ¿Cómo reaccionó él?

Palfrey se sumió en una agresiva taciturnidad:

–Dijo que quería una lectura legal del pacto de demarcación de la Casa del Río con la agencia de Burr, para el miércoles a las cinco. El pacto que yo te redacté. Me comprometí a conseguírselo.

–¿Y qué más?

–Eso es todo. Mi plazo vence el miércoles a las cinco. Capitana se reunirá a la mañana siguiente. Darker necesitará un poco de tiempo para examinar mi informe. Yo le dije: De acuerdo, no hay problema.

La brusca parada en una nota aguda, acompañada de un levantamiento de cejas, hizo vacilar a Goodhew. Cuando su hijo Alastair hacía ese mismo gesto, quería decir que estaba ocultando algo. Goodhew sospechaba alguna cosa parecida de Palfrey.

–¿Ya está?

–Sí, ¿por qué lo dices?

–¿Darker se quedó satisfecho?

–Pues ya que lo preguntas, mucho.

–¿Por qué? Tú sólo habías accedido a cumplir sus órdenes. ¿Por qué había de estar tan satisfecho? ¿Acaso accediste a hacerle algún otro favor?

Goodhew tuvo la extraña sensación de que Palfrey le estaba forzando a que le apretara las tuercas.

–¿Es que le dijiste alguna cosa? –sugirió, sonriendo a fin de que la confesión fuera más atractiva. Palfrey esbozó una angustiosa sonrisa.

–Pero Harry, ¿qué pudiste decirle a Darker que él no supiera ya?

Palfrey hacía cuanto estaba en su mano. Era como si intentara saltar la misma valla varias veces, decidido a superarla tarde o temprano.

–¿Le hablaste de mí? –sugirió Goodhew–. No es posible. Habría sido un suicidio. Contesta.

Palfrey meneaba la cabeza.

–Jamás –susurró–. Palabra de honor, Rex. Ni se me había pasado por la cabeza.

–Entonces, ¿qué?

–Una teoría, Rex, nada más. Una presunción. Una hipótesis. La ley de las probabilidades. Ningún secreto, nada malo. Teorías. Vanas teorías. Puro palique. Sólo para pasar el rato. El tío estaba allí de pie. Era la hora de comer. Me miraba fijamente. Tenía que decirle algo.

–¿Teorías basadas en qué?

–En la propuesta que yo preparé para ti. Sobre el tipo de proceso criminal a seguir contra Roper que pudiese colar en la legislación inglesa. Recuerda que trabajé en ello en tu oficina.

–Claro que me acuerdo. ¿Y cuál era tu teoría?

–Todo empezó con aquel anexo americano secreto que prepararon los de Ejecución en Miami. El sumario de los testimonios hasta la fecha. El tío se llamaba Strelski, ¿no? El primer discurso de Roper a los carteles, los elementos del trato, todo ello muy disimulado, muy alto secreto. Sólo podíais verlo tú y Burr.

–Y naturalmente tú también, Harry –sugirió Goodhew, apartándose de él como si presintiera la repugnancia que iba a sentir.

–Yo hice la jugada que no puedes evitar hacer cuando lees un informe como aquél. Bueno, verás, es lo que hacemos todos, ¿no? No se puede evitar. Curiosidad innata. No puedes evitar que tu cerebro se ponga en marcha... y cazar al soplón. Todos esos pasajes con sólo tres tíos en la habitación. A veces dos. Dondequiera que estuvieran, siempre había una fuente fidedigna que les traicionaba. Sí, ya sé que la tecnología moderna es fabulosa, pero aquello era ridículo.

–Conque cazaste al soplón...

Palfrey parecía realmente ufano, como quien ha conseguido reunir por fin el ánimo suficiente y cumplir su deber.

–Y le dijiste a Darker a quién habías cazado –sugirió Goodhew.

–Ese griego. Uña y carne con los carteles, pero delatándolos luego a Ejecución en cuanto le daban la espalda. Apostoll. Abogado, igual que yo.


Enterado por Goodhew esa misma noche de las indiscreciones de Palfrey, Burr se enfrentó al dilema que todo instructor de agentes teme como a la peste.

Como era de esperar en él, su primera reacción fue de buena fe. Redactó un aviso urgente para Strelski, que estaba en Miami, diciendo que tenía razones para creer que «ciertos puristas hostiles tienen conocimiento de la identidad de tu hermano Michael». Cambió «tienen conocimiento» por «son sabedores» en consideración al vocabulario espiócrata americano, y la envió. Se abstuvo de sugerir que la filtración era de procedencia británica: el propio Strelski lo adivinaría por sí solo.

Cumplida su obligación para con Strelski, el descendiente de los tejedores de Yorkshire se quedó estoicamente sentado en su buhardilla, mirando el anaranjado cielo de Whitehall por el tragaluz. Burr había dejado de sufrir amargamente esperando una señal, la que fuera, de su agente. Ahora su deber era decidir si había de aparcar a su agente o aceptar los riesgos y seguir adelante. Sopesando la cuestión, deambuló a todo lo largo del pasillo hasta situarse con las manos en los bolsillos sobre el radiador que había en el despacho de Goodhew mientras las palomas arremetían unas contra otras en el parapeto en plena discusión.

Goodhew estaba en su elemento.

–¿Echamos mano del último cartucho? –propuso.

–El último cartucho es que cogen a Apo y le hacen cantar que tiene ofertas nuestras para desacreditar a Corkoran como firmante –dijo Burr–. Y después ellos toman como objetivo convertir a mi hombre en el nuevo firmante.

–¿Y ellos quiénes son en esta película?

Burr se encogió de hombros y dijo:

–Los clientes de Apo. O los puristas.

–Pero por el amor de Dios, Leonard, Inteligencia Pura está de nuestra parte. Hemos tenido nuestras diferencias, pero ellos no pondrían en peligro a nuestro informador sólo por una guerra de territorios entre...

–Pues claro que lo harían, Rex –dijo afablemente Burr–. Ellos son así, entiendes. Su estilo es ése.
Burr se hallaba una vez más en su cuarto, reflexionando a solas sobre sus diversas opciones. Una lámpara de escritorio verde para jugadores. Un tragaluz de tejedor para ver las estrellas.

«Roper. Dos semanas más y ya te tengo. Sabré cuál es el barco, sabré los nombres, los números y los lugares. Te pondré un pleito del que no te va a librar todo tu dinero, ni tus privilegios, ni tus listos amigos, ni toda la sofistería legal del negocio.

»Jonathan. El mejor pupilo que he tenido nunca, el único cuyo código no he descifrado jamás. Primero te conocí como rostro impenetrable. Ahora te conozco como voz inescrutable: “Sí, bien, gracias, Leonard. Bueno, Corkoran sospecha de mí, en efecto, pero el pobre no sabe de qué sospecha... ¿Jed? Bien, ella no ha caído aún en desgracia, por lo que yo sé, pero ella y Roper son dos grandes conductistas, es dificilísimo saber qué es lo que pasa en el fondo...”

»Conductista –pensó lúgubremente Burr–. Santo Dios, si tu no lo eres, ¿quién lo va a ser? ¿Qué me dices, por ejemplo, de tu arranque de genio en casa de Mama Low?

»Los Primos no harán nada –se dijo al fin en un arrebato de optimismo–. Un agente identificado es un agente ganado. Aunque consiguieran identificar a Jonathan, se sentarían tranquilamente a esperar a ver lo que saca.

»Los Primos no se estarán quietos, seguro –pensó cuando el péndulo osciló hacia el lado contrario–. Apostoll es su bien fungible. Si los Primos quieren ganarse el favor de los carteles, les darán a Apostoll como regalo. Si piensan que nos estamos acercando demasiado, reventarán a Apostoll y nos dejarán sin informador...»

La barbilla apoyada en la mano, Burr alzó la vista hacia el tragaluz para contemplar el amanecer otoñal que asomaba entre jirones de nubes arracimadas.

«Abortar –decidió–. Alentarle a que se ponga a salvo, cambiarle la fisonomía, darle otro nombre más, levantar tienda y a casa.»

¿Y pasarse la vida preguntándose cuál de los seis barcos fletados por Ironbrand transporta el cargamento de armas de tu vida?

¿Y dónde tuvo lugar el intercambio de mercancías?

¿Y cuántos títulos al portador por valor de cientos si no miles de millones de libras se esfumaron sin dejar rastro en los bien cortados bolsillos de sus portadores anónimos?

¿Y cuántas toneladas de cocaína refinada de primera calidad a precios de risa se extraviaron convenientemente entre la costa occidental de Colombia y en la Zona Libre de Colón para resurgir, en cantidades razonablemente controladas –no demasiado cada vez–, en las lúgubres calles de Europa Central?

¿Y Joe Strelski y Pat Flynn y Amato y sus hombres? ¿Las horas pasadas al pie del cañón? ¿Para nada? ¿Para dárselo en bandeja a Inteligencia Pura? ¿O ni siquiera a Inteligencia Pura sino a cierta hermandad siniestra dentro de ella?

Sonó el teléfono de seguridad. Burr cogió el auricular. Era Rooke informando desde Curaçao por su microteléfono de campaña.

–El reactor privado ha tomado tierra hace una hora –anunció con su inamovible renuencia a mencionar nombres–. Nuestro hombre iba entre el grupo.

–¿Qué aspecto tenía? –preguntó ansiosamente Burr.

–Bueno. Ninguna cicatriz, que yo sepa. Un buen traje. Zapatos elegantes. Llevaba un par de mafiosos a cada lado, pero eso no parecía molestarle. Radiante de salud, diría yo. Me dijiste que te llamara, Leonard.

Burr echó un vistazo a los mapas y cartas de derrota que le rodeaban; a las fotografías aéreas de trechos de jungla marcados con un círculo rojo; a las pilas de carpetas esparcidas sobre la mesa en que habían trabajado tantos meses. Un esfuerzo que ahora colgaba de un hilo.

–Seguimos adelante con la operación –dijo.

Al día siguiente volaba a Miami.


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