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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Monada –empezó Corkoran, encendiendo su primer cigarrillo nauseabundo del día y balanceando en su regazo un tintero de porcelana a modo de cenicero–. ¿Qué te parece si separamos las cagadas de mosca de la pimienta?

–No quiero verle por aquí –dijo Jonathan, que tenía el discurso preparado–. No hay nada que explicar ni nada de que disculparse. Déjeme en paz de una vez.

Corkoran se apoltronó con gratitud en la butaca. Se encontraban en el dormitorio, a solas. Frisky había vuelto a recibir órdenes de perderse de vista.

–Tu nombre es Jonathan Pine, antiguamente en el Meister, el Queen Nefertiti y demás emporios. Pero actualmente viajas como Thomas Lamont, con un pasaporte canadiense auténtico. Sólo que en realidad no eres Thomas Lamont. ¿Alguna impugnación? No, ninguna.

–Yo rescaté al chico y vosotros me habéis arreglado la fachada. Dadme el pasaporte y dejadme marchar.

–Y entre el J. Pine del Meister y el T. Lamont de Canadá, por no hablar del J. Beauregard, fuiste un tal Jack Linden de la remota Cornualles. En calidad de tal te cargas a un socio tuyo, a saber, un tal Alfred, alias Jumbo, Harlow, australiano despreciable con diversas condenas por pasar droga allá en las antípodas. Y a consecuencia de ello te largas antes de que la justicia pueda echarte el guante.

–Me busca la policía de Plymouth para interrogarme. La cosa no llegó a más.

–Y Harlow era tu socio en el negocio –dijo Corkoran mientras escribía.

–Si usted lo dice.

–¿Qué clase de negocio? ¿Tráfico de drogas? –preguntó Corkoran alzando la cabeza.

–Pura aventura comercial, nada más.

–No dicen lo mismo los recortes de prensa. Ni tampoco nuestros pajaritos. Jack Linden, alias J. Pine, alias tú, pasó él sólito un cargamento de droga para Harlow desde las Islas del Canal hasta Falmouth, según los taxistas fue una travesía increíble. Y nuestro socio, el hermano Harlow, llevó la droga a Londres, la despachó y nos dejó sin la parte acordada, ¿verdad? Lo cual nos mosqueó. Es comprensible. De modo que hiciste lo que haría cualquiera de nosotros si se mosqueara con el socio: liquidarlo. No fue una bonita muestra de cirugía, como podía haber sido dada tu probada habilidad en este campo, porque Harlow se empeñó en oponer resistencia. Conque hubo pelea. Pero ganaste tú. Y después de haber ganado, te lo cargaste. Bravo, hombre.

«Táctica del cerrojo –había aconsejado Burr–. Tú no estabas, fueron otros dos sujetos, él te pegó primero y con su consentimiento. Después, ríndete sin elegancia y hazles pensar que ya te tienen.»

–No tienen pruebas –contestó Jonathan–. Encontraron un poco de sangre, pero el cadáver no. Y ahora, lárguese de una vez.

Corkoran parecía haberse olvidado del asunto. Sonreía evocadoramente al techo, abandonadas sus malas intenciones.

–¿Sabes ése del tío que va a pedir trabajo al Ministerio de Asuntos Exteriores? Mira, Carruthers, le dicen, nos gusta tu cara, sabes, pero no podemos pasar por alto que has estado en chirona por maricón, pirómano y violador... ¿En seno no lo sabes?

Jonathan gruñó.

–La explicación es bien sencilla, les dice Carruthers. Yo quería a una chica que no se dejaba follar, así que le di un porrazo en la cabeza, la violé, me beneficié a su padre y prendí fuego la casa... Seguro que lo conoces, hombre.

Jonathan tenía los ojos cerrados.

–Muy bien, Carruthers, le dicen los del ministerio. Sabíamos que habría una explicación razonable. El trato es éste. Aléjate de las mecanógrafas, no juegues con fuego, danos un beso, y el puesto es tuyo.

Corkoran se reía de verdad. Los rollizos pliegues de su cuello se volvieron rosas y empezaron a agitarse. Lágrimas de alborozo le corrían por las mejillas.

–Me da rabia que hayas de estar en cama –explicó–. Y para colmo, siendo el héroe del momento. Qué fácil sería si te tuviera bajo un reflector, haciendo yo de James Cagney mientras te zurraba con un consolador. –Adoptó ahora el tono ampuloso de un policía de juzgado de guardia–. ¡Se cree, milord, que el interfecto tiene una reveladora cicatriz en su mano derecha! ¡A ver! –ordenó Corkoran con tono totalmente alterado.

Jonathan abrió los ojos. Corkoran volvía a estar al lado de la cama, el cigarrillo a un lado apuntando hacia arriba como una desagradable y amarilla varita mágica, y sostenía en su húmeda mano la muñeca derecha de Jonathan, examinando la gran cicatriz que se enroscaba hacia la parte posterior de la misma.

–¡Dios santo! –exclamó Corkoran–. Eso no te lo has hecho afeitándote, seguro. Así me gusta.

Jonathan había recuperado su mano.

–Me atacó con un cuchillo –dijo–. Yo no sabía que llevaba uno pegado a la pantorrilla. Le estaba preguntando qué había en el barco. Yo ya lo sabía. Lo había adivinado. Él era muy corpulento. No podía derribarle, así que me lancé a su cuello.

–El viejo truco de la nuez de Adán, ¿eh? Menudo camorrista estás hecho. Es bueno pensar que Irlanda ha sido útil al menos para alguien. ¿Seguro que el cuchillo no era tuyo, monada? Por lo que sabemos, tienes cierta predilección por los cuchillos.

–El cuchillo era suyo. Ya lo he dicho antes.

–¿Tienes idea de a quién le vendió Harlow la droga?

–Ya se lo he dicho. Yo sólo hacía de marinero. Oiga, váyase ya a molestar a otro.

–El camello. Es el término que utilizamos nosotros. Camello.

Pero Jonathan siguió atacando:

–¿Conque es eso, eh? ¿Usted y Roper son traficantes de droga? Perfecto. Hogar, maldito hogar.

Se dejó caer sobre las almohadas, aguardando la respuesta de Corkoran. Esta llegó con un vigor que le pilló desprevenido. Con extraordinaria agilidad, Corkoran había saltado hacia la cabecera y le había cogido a Jonathan un buen puñado de cabellos de los que en ese momento tiraba con fuerza considerable.

Cielo –murmuró Corkoran en tono de reproche–, monada. El caso es que en tu posición harías bien en cuidar tu jodido lenguaje. Nosotros somos la Compañía Ironbrand de Gas, Electricidad y Carbón, de Nassau, Bananas, candidatos al premio Nobel de la Respetabilidad. La cuestión es ¿quién cojones eres ?

La mano renunció a los cabellos de Jonathan, quien permaneció quieto con el corazón latiéndole fuertemente.

–Según Harlow se trataba de una recuperación –dijo secamente–. Alguien a quien le había vendido un barco en Australia y que no pagaba sus deudas. Jumbo dijo que unos amigos le habían seguido la pista al barco hasta las Islas del Canal. Si yo conseguía llevarlo a Plymouth podíamos vendérselo a alguien y salir del aprieto. En ese momento no me pareció una historia increíble. Fui un imbécil al confiar en él.

–¿Y qué hicimos con el cadáver, cariño? –preguntó Corkoran, en plan sociable, otra vez en la silla–. ¿Arrojarlo a la mina proverbial? ¿Seguir la gran tradición?

«Cambia de ritmo. Deja que espere. Pon voz gris de desesperación.»

–¿Por qué no llama a la policía para obtener mi extradición, y así se cobra la recompensa? –sugirió Jonathan.

Corkoran apartó de su regazo el cenicero y lo sustituyó por una carpeta tipo militar de antes que no parecía contener otra cosa que faxes.

–¿Y el hermano Meister? –inquirió–. ¿Cuál fue su pecado?

–Me robó.

–¡Oh, pobre ovejita! Una verdadera víctima de la vida. Y ¿cómo?

–El resto del personal recibía una parte del dinero obtenido por el servicio. Existía un baremo, tanto por la categoría como por el tiempo que uno llevaba empleado en el hotel. Era bastante dinero cada mes, incluso para los nuevos. Meister me dijo que él no estaba obligado a pagar a los extranjeros, pero descubrí que a los demás extranjeros sí les pagaba.

–O sea que tú mismo te lo cobraste de la caja fuerte. Pues tuvo suerte de que no te lo cargaras también a él. O que te diera por rajarle de arriba abajo con tu navaja.

–Yo hacía horas extra. Trabajo de día. En mi día libre le hacía el inventario de la bodega. Nada. Ni siquiera me daba algo cuando me llevaba a los huéspedes de excursión en barco por el lago. A ellos les cobraba una fortuna, y a mí no me pagaba un céntimo.

–De El Cairo también te fuiste con prisas, al parecer. Nadie parece saber la razón. Ojo, no hay indicios de juego sucio. Ni una mancha en tu historial, según el Queen Nefertiti. O quizá simplemente es que ella no quiso descubrirte.

Jonathan tenía preparada la historia. Había trabajado en ello con Burr.

–Tuve un lío con una chica. Estaba casada.

–¿Se llama de alguna manera?

«Pelea desde tu rincón», había dicho Burr.

–No que a usted le importe.

–¿Fifí? ¿Lulú? ¿Mrs. Tutankamon? ¿No? Bueno, siempre puede utilizar uno de los tuyos, ¿eh? –Corkoran hojeaba perezosamente sus faxes–. ¿Qué me dices del buen doctor? Él sí tenía un nombre, ¿verdad?

–Marti.

–Ese doctor no, tonto.



–¿Cuál, entonces? ¿Qué doctor? ¿Qué pasa, Corkoran? ¿Me están juzgando por salvar a Daniel? ¿Adónde quiere ir a parar?

Esta vez, Corkoran aguardó pacientemente a que pasara la tormenta:

–El doctor que nos cosió la mano en Truro Casualty –aclaró.

–No sé cómo se llamaba. Era un médico residente.

–¿Blanco?

–Moreno. Indio o paquistaní.

–¿Y cómo llegaste allí, al hospital, con esa muñeca sangrando?

–Me la envolví con un par de paños de cocina y cogí el jeep de Harlow.

–¿Conduciendo con la izquierda?

–Exacto.


–El mismo coche que usamos para llevar el cadáver a otro sitio, ¿me equivoco? La justicia encontró rastros de sangre en el coche, en efecto. Pero debía de ser una especie de cóctel, porque no sólo había sangre tuya sino también de Jumbo.

Esperando una respuesta, Corkoran se afanaba en escribir unas notas para sí mismo.

–Sólo quiero ir a Nassau –dijo Jonathan–. Yo no he hecho nada malo. No les pido nada. Ni siquiera me habrían conocido si no llego a hacer el tonto allá en casa de Low. No necesito nada, no estoy solicitando nada, no quiero dinero, ni agradecimiento ni aprobación. Déjenme ir y basta.

Corkoran jugueteó reflexivamente con el cigarrillo mientras pasaba las páginas que tenía sobre el regazo:

–¿Qué tal un repaso a Irlanda para variar? –propuso, como si Irlanda fuera una partida para una tarde lluviosa–. Dos soldados veteranos de cháchara sobre tiempos mejores. ¿Qué puede haber de más agradable?

«Cuando llegues a las partes reales, no te relajes –había dicho Burr–. Es mejor que pierdas el hilo, que te corrijas, que olvides alguna cosa. Hazles pensar que por ahí han de buscar las mentiras.»


–Pero ¿qué fue lo que le hiciste a ese sujeto? –le estaba preguntando Frisky, con curiosidad de profesional.

Era noche cerrada. Frisky se hallaba tumbado en un futón al otro lado de la puerta, con una lamparita de leer y un montón de revistas pornográficas junto a la cabeza.

–¿Qué sujeto?

–El que se llevó prestado a Daniel durante un rato. Chillaba como los cerdos cuando los matan; seguro que le oyeron hasta en Miami.

–Creo que le rompí el brazo.

–¿Romper, dices? A mí me parece que se lo atornillaste en dirección contraria a la rosca y muy lentamente. ¿No serás uno de esos aficionados a las artes marciales japonesas, uno de esos fulanos del hari-suchi?

–Sólo lo cogí y tiré –dijo Jonathan.

–Y se te hizo pedazos entre las manos –repuso comprensivamente Frisky–. Eso pasa hasta en las mejores familias.

«El momento más peligroso será cuando necesites un amigo», había dicho Burr.
Y después de Irlanda exploraron lo que Corkoran denominó «nuestros días de lacayo en movimiento ascendente», lo cual significaba la época que Jonathan pasó en la escuela de abastecedores, su época de sous-chef, luego la de chef, y por último sus progresos dentro de la vertiente administrativa del negocio hotelero.

Después de lo cual, Corkoran quiso saber cosas sobre sus proezas en el Château Babette, que Jonathan relató con escrupulosa consideración al anonimato de Yvonne, descubriendo al final que Corkoran también conocía esa parte de la historia.

–¿Y puede saberse, monada, cómo es que vas a parar precisamente al restaurante de Mama Low? –preguntó Corkoran, encendiendo otro cigarrillo–. El jefe tiene allí su abrevadero preferido desde el año de maricastaña.

–Me pareció un sitio como cualquier otro para pasar unas semanas.

–Para esconder la cabeza, querrás decir.

–Había estado trabajando en un yate, en Mame.

–¿Jefe de cocina y criada para todo?

–No; mayordomo.

Pausa mientras Corkoran rebusca entre sus faxes.

–¿Y?


–Pillé un virus y tuvieron que dejarme en tierra. Me quedé en un hotel de Boston y luego llamé a Newport, a Billy Bourne. Billy me consigue el trabajo. ¿Por qué no te vas unos meses a Mama Low’s, sólo has de cocinar cenas, y así descansas una temporada?, me dijo.

Corkoran se lamió un dedo, pescó lo que estaba buscando y lo puso a la luz.

–¡Por Dios! –musitó Jonathan, como rezando para dormir.

–Veamos, monada, háblame del barco. Tuvo que ser el Lolita, née Persephone, construido en Holanda, propiedad de Nikos Asserkalian, famoso personaje del mundo del espectáculo, martillo de Dios y estafador, dos metros y pico de jodido mal gusto. Nikos, no, él es un enano.

–No le conozco. Nos alquilaron.

–¿Ah, sí? ¿Quién?

–Cuatro dentistas californianos y sus esposas.

Jonathan facilitó un par de nombres que Corkoran anotó rápidamente en su cochambrosa libretita, tras haberla alisado primero sobre su ancho muslo.

–Una gente muy divertida, ¿no? ¿Tengo que reír?

–No me hicieron ningún daño.

–¿Tú sí les hiciste algo? –sugirió amablemente Corkoran–. Reventarles la caja fuerte, rajarle el cuello, o lo que fuera, a alguno de ellos...

–¿Sabe lo que le digo? Vayase al cuerno –dijo Jonathan.

Corkoran consideró la invitación y, al cabo, pareció decidir que era buena idea. Recogió sus papeles y vació el cenicero en la papelera, dejándolo todo hecho una pena. Luego se miró al espejo, esbozó una mueca e intentó arreglarse el pelo con los dedos, pero sin éxito.

–Es demasiado buena, querido –afirmó.

–¿El qué?

–Tu historia. No sé por qué. No sé de qué manera. No sé dónde. Eres tú, me parece. Haces que me sienta... inadaptado. –Otro desastroso tirón a sus cabellos–. Pero resulta que yo soy un inadaptado. Soy como una maricona indómita en un mundo de adultos. Mientras que tú, tú sólo tratas de parecer inadaptado. –Fue hasta el cuarto de baño y orinó–. Por cierto, Tabby te ha traído ropa –dijo desde el baño con la puerta abierta–. Nada del otro jueves, pero servirá para cubrir tus desnudeces hasta que lleguen los Armanis. –Tiró de la cadena y volvió al dormitorio–. La verdad es que si fuera por mí, te dejaría en ridículo –dijo, subiéndose la cremallera–. Te haría encerrar, encapuchar y colgar de los malditos tobillos hasta que se te cayera la verdad por la ley de Newton. Claro que no se puede tener todo en la vida, ¿verdad? Ciao.


Había transcurrido un día. Daniel estaba empeñado en entretener a Jonathan.

–¿En qué lugar tienen las mujeres el pelo más rizado?

–En África. En Australia.

–En el pubis... ¿Qué le pasa a la tortuga por la cabeza cuando la atropella un Mercedes?

–¿Música?

–Su caparazón. Corky está hablando con Roper en el estudio. Dice que ha hecho cuanto ha podido. Que o eres Ariel blancura o el mayor fraude de la Cristiandad.

–¿Cuándo han vuelto?

–Al amanecer. Roper siempre vuela al despuntar el día. Están hablando de tu interrogante.

–¿Con Jed?

–Jed ha ido a montar a Sarah. Siempre lo hace cuando vuelve de fuera. Sarah la oye llegar y se pone hecha una fiera si ella no va. Roper dice que son un par de tortis. ¿Qué es una torti?

–Una mujer a la que le van las mujeres.

–Roper discutió tu asunto con Sandy Langbourne mientras estaba en Curaçao. Prohibido hablar de ti por teléfono. Hasta nuevo aviso, Radio Silencio para Thomas. Órdenes del jefe.

–Acabarás agotado de tanto escuchar a escondidas lo que dicen los demás.

Daniel arqueó la espalda, alzó la cabeza y aulló:

–¡Yo no escucho a escondidas! ¡Eso no es justo! ¡Ni siquiera lo intentaba! ¡No puedo evitar oírles! ¡Corky dice que eres un peligroso enigma y nada más! ¡Pero no! ¡Yo sé que no es así! ¡Me gustas! ¡Roper te va a coger por su cuenta para decidir por sí mismo!
Momentos antes del alba.

–¿Sabes, Tommy, cuál es la mejor manera de hacer que un tío hable? –preguntó Tabby desde el futón, brindándole una información valiosa–. Es infalible. Al ciento por ciento. Nunca falla. Se llama el tratamiento del refresco con gas. Le taponas la boca para que no pueda respirar más que por la nariz. Coges un embudo, si lo hay a mano, agitas la botella y le endilgas el gas por la nariz. Te pega justo en la centralita, es como si el cerebro se te pusiera a hervir. Realmente diabólico.


Las diez de la mañana.

Caminando al lado de Corkoran con paso incierto por la amplia curva de grava de Crystal, Jonathan recordó con precisión haber cruzado el patio principal de Buckingham Palace del brazo de su tía alemana Monika el día que ésta le llevó a recoger la medalla de su difunto padre. ¿Qué sentido tienen los premios si uno está muerto?, se había preguntado. ¿Y el colegio, si uno está vivo?

Un fornido criado negro les abrió la puerta. Llevaba chaleco verde y pantalón negro. A recibirles acudió un venerable mayordomo negro con chaleco de algodón a rayas.

–Por favor, Isaac, es para ver al jefe –digo Corkoran–. El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Nos esperan.

El amplio vestíbulo resonó como una iglesia al son de sus pisadas. Una escalera curvilínea de mármol con pasamanos dorado ascendía hasta la cúpula, haciendo tres rellanos camino de un cielo pintado de azul. El mármol por el que caminaban era rosa y el sol arrancaba de él un ruboroso rocío. Dos guerreros egipcios de tamaño natural custodiaban un arco de entrada en piedra tallada. Tras pasar bajo la arcada, penetraron en una galería dominada por la cabeza de oro del dios sol, Ra. Torsos griegos, bustos de mármol, manos, urnas y paneles de piedra con jeroglíficos estaban esparcidos sin orden ni concierto. Armaritos de cristal ribeteados de latón se alineaban junto a las paredes, llenos de figuritas. Letreros impresos a mano enunciaban su procedencia: del África Occidental, peruanas, precolombinas, camboyanas, minoicas, rusas, romanas y en un caso sencillamente «Nilo».

«Se dedica al pillaje», había dicho Burr. «A Freddie le gusta venderle artefactos robados», había dicho Sophie. «Roper te va a coger por su cuenta, ya verás», había dicho Daniel.

Entraron en la biblioteca. Libros encuadernados en piel hasta el techo. Las estanterías, envejecidas prematuramente, se habían transformado en tiras de algodón debido a la resina desecada. Había una escalera de caracol que al parecer nadie utilizaba.

Entraron en el pasadizo de una cárcel con mazmorras arqueadas a ambos lados. En sus celdas resplandecían al repentino crepúsculo unas armas antiguas: espadas, picas y mazas, armaduras colocadas sobre caballos de madera, mosquetes, alabardas, balas de cañón y cañones verdecidos que conservaban aún las adherencias del mar.

Atravesaron una sala de billar y llegaron al segundo núcleo de la casa. Había un techo de vagón sostenido por columnas de mármol. Una piscina con azulejos azules les reflejó, delimitada por una explanada de mármol. De las paredes colgaban cuadros impresionistas de frutas, granjas y mujeres desnudas. (¿Es posible que fuese un Gauguin?) Sobre una chaise de mármol había dos hombres jóvenes en mangas de camisa y pantalones estilo años veinte, hablando de negocios sobre sus respectivos portafolios abiertos.

–Hola, Corky, ¿cómo te van los cambalaches? –dijo uno arrastrando las palabras.

–Hola, queridos –dijo Corkoran.

Se acercaron a una puerta alta de bronce bruñido. Frente a ellos se encontraba Frisky, sentado en una silla de portero. Apareció una matrona llevando en la mano una libreta de taquigrafía. Frisky puso el pie al pasar ella, haciendo como que la zancadilleaba.

–Estáte quieto, tonto –dijo alegremente la matrona.

La puerta volvió a cerrarse.

–Caramba, si es el mayor –exclamó jocosamente Frisky, fingiendo no haber reparado en ellos hasta el último momento–. ¿Cómo estamos, señor? Eh, hola, Tommy. Así se hace.

–¡Payaso! –dijo Corkoran.

Frisky descolgó un teléfono interior que había en la pared y marcó un número. La puerta se abrió dejando ver una sala tan grande e intrincada de mobiliario, tan bañada de sol y oscurecida por las sombras, que Jonathan tuvo la sensación no de llegar sino de ir ascendiendo. Tras una pared de ventanas ahumadas había una terraza con mesas blancas de formas extrañas, cada una con su correspondiente parasol. Al fondo había una laguna color esmeralda delimitada por un angosto banco de arena y unos arrecifes negros. Más allá de éstos, el mar abierto formaba lagos de azules recortados.

El esplendor de la sala fue todo cuanto Jonathan pudo percibir a primera vista. Sus ocupantes, si es que los había, estaban perdidos entre el fulgor y la negrura. Y cuando Corkoran le instó a avanzar, se percató de un revuelto escritorio de carey y latón, detrás del cual había un trono con volutas cubierto con un exquisito tapizado que los años habían ido deshilachando. Y junto al escritorio, en una tumbona de bambú provista de brazos anchos y reposapiés, estaba recostado el peor hombre del mundo, con unos pantalones de marinero, alpargatas y una camisa azul marino de manga corta con un monograma en el bolsillo. Tenía las piernas cruzadas y lucía sus gafas de media luna, y estaba leyendo algo tras una carpeta de lomo de piel con el mismo monograma de la camisa, y se sonreía al leer, porque él sonreía mucho. Detrás de él había una secretaria, de pie, que bien podía haber sido la hermana gemela de la primera.

–No quiero alboroto, Frisky –ordenó una voz alarmantemente familiar, cerrando de golpe la carpeta de piel y entregándosela a la secretaria–. Ni a nadie en la terraza. ¿Quién es el imbécil que va por mi bahía en un fueraborda?

–Es Talbot, jefe, que lo está arreglando –dijo Isaac desde detrás.

–Pues dile que lo desarregle. Corks, champú. Vaya, vaya, Pine. Acérquese. Así se hace. Sí señor, así se hace.

Estaba poniéndose de pie, colocadas sus gafas cómicamente sobre la punta de la nariz. Agarró la mano de Jonathan y lo atrajo hacia delante hasta que, tal como en el Meister, ambos penetraron en el espacio privado del otro. Y le miró de arriba abajo, frunciendo el entrecejo a través de sus gafas, mientras levantaba las palmas de las manos hacia las mejillas de Jonathan como si quisiera atraparlas en un doble bofetón. Y allí las dejó, tan cerca que Jonathan pudo sentir su calor mientras Roper ladeaba la cabeza en distintos ángulos, mirándole fijamente a unos centímetros de distancia hasta darse por satisfecho.

–Maravilloso, maldita sea –pronunció por fin–. Muy bien Pine, muy bien Marti, muy bien dinero. Para eso sirve. Siento no haber estado cuando le trajeron. Tenía un par de granjas que despachar. ¿Qué fue lo peor de todo? –De modo desconcertante, se había vuelto hacia Corkoran, que avanzaba por el suelo de mármol trayendo una bandeja con tres copas de plata escarchadas de Dom Pérignon–. Menos mal. Creía que estábamos en dique seco. ¿Y bien?

–Supongo que después de la operación –dijo Jonathan–. Despertar. Fue como el dentista multiplicado por diez.

–Un momento. Ahora viene lo mejor.

Confuso por el fuego graneado del modo de hablar de Roper, Jonathan no había reparado en la música. Pero cuando la mano del jefe se levantó para ordenar silencio, reconoció enseguida los agonizantes esfuerzos de Pavarotti cantando La Donna è mobile. Los tres se quedaron quietos hasta que la música terminó. Entonces Roper alzó su copa y bebió.

Dios, es una maravilla. Lo pongo todos los domingos. No falla nunca, ¿eh, Corks? Suerte a tope. Gracias.

–Suerte –dijo Jonathan, bebiendo también. Mientras lo hacía, el sonido del fueraborda en la lejanía desapareció, seguido de un silencio profundo. La mirada de Roper se posó en la muñeca derecha de Jonathan.

–¿Cuántos somos para comer, Corks?

–Dieciocho, quizá veinte, jefe.

–¿Vienen los Vincetti? Todavía no he oído esa cosa checa de dos motores que tienen como avión.

–Llegarán en el momento menos pensado.

–Dile a Jed que quiero tarjetas con los nombres. Y servilletas decentes. Nada de papel de váter. Y comprueba enseguida si vienen o no los Vincetti. ¿Pauli ha conseguido algo con esos 130?

–Seguimos esperando, jefe.

–Pues que se dé prisa o no hay trato. Venga, Pine, siéntese. No, ahí no. Aquí, donde pueda verle. Y el Sancerre, díselo a Isaac. Frío, por favor. ¿Apo ha mandado ya por fax el cheque rectificado?

–Sí, jefe.

–Magnífico, muchacho –comentó Roper mientras Corkoran se iba.

–No me cabe duda –concedió educadamente Jonathan.

–Le encanta ser servicial –dijo Roper, con esa mirada propia de los heterosexuales.
Roper estaba bebiendo su champán a grandes sorbos, sonriendo a la vez que miraba cómo el líquido se agitaba en la copa.

–¿Le importa decirme qué es lo que busca? –preguntó.

–Bueno, me gustaría volver con Mama Low si pudiera. Tan pronto como sea oportuno. Bastaría con un vuelo hasta Nassau. Desde allí me las arreglaré yo.

–No me refería a eso. Se trata de algo mucho más importante. En la vida. ¿Qué es lo que busca? ¿Qué planes tiene?

–Ninguno. De momento, no. Voy un poco a la deriva.

–Bobadas. No le creo. Yo diría que usted no se ha relajado jamás en la vida. Creo que yo tampoco. Lo intento. Juego un poco al golf, voy en barco, cosas sueltas, nadar, follar. Pero siempre tengo el motor en marcha. Y veo que usted también. Es lo que me gusta de usted. Nada de puntos muertos.

Roper seguía sonriendo. Lo mismo que Jonathan, aunque éste se preguntaba en qué se basaba Roper para tener de él esa opinión.

–Si usted lo dice...

–Cocinar. Escalar. Ir en barco. Pintar. Hacer de soldado. Casarse. Idiomas. Divorcio. Una chica en El Cairo, una en Cornualles, otra en Canadá. Un traficante australiano muerto. Jamás me fío de un individuo que me dice que no busca nada. ¿Por qué lo hace?

–¿El qué?

El encanto de Roper era algo que Jonathan no se había permitido recordar. De hombre a hombre, Roper te daba a entender que podías contárselo todo y que seguiría sonriendo cuando terminaras.

–Arriesgar el cuello por Daniel. Partirle el pescuezo a un tío un día y al siguiente salvar a mi chico. Si robó a Meister, ¿por qué no me roba a mí? ¿Por qué no me pide dinero? –Parecía como si estuviera casi perdido–. Yo le pagaría. No me importa lo que haya hecho, salvó a mi chico. Por lo que respecta al chaval, no hay límite a mi recompensa.

–No lo hice por dinero. Usted me ha hecho remendar. Ha cuidado de mí. Se ha portado bien conmigo. Me voy y listo.

–¿Y qué idiomas habla? –preguntó Roper alcanzando una hoja de papel, mirándola por encima y dejándola a un lado.

–Francés, alemán, español.

–Los lingüistas son unos imbéciles. Como no tienen nada que decir en una lengua se aprenden otra para seguir no teniendo nada que decir. ¿Árabe?

–No.

–¿Por qué? Estuvo allí el tiempo suficiente.



–Bueno, cuatro palabras. Lo elemental.

–Si hubiera tenido una mujer árabe... Quizá la tuvo. ¿Conoció a Freddie Hamid, un buen amigo mío, mientras estuvo en Egipto? Un tipo impetuoso. Seguro que le conoció. La familia es propietaria del pub en que usted trabajaba. Tienen caballos.

–Era de la junta directiva del hotel.

–Según Freddie, es usted un perfecto monje. Se lo pregunté. Un modelo de discreción y conducta. ¿Por qué se marchó a El Cairo?

–Por casualidad. El día en que me gradué en la escuela de hostelería vi ese anuncio en el tablón. Siempre había deseado visitar Oriente Medio y solicité el empleo.

–Freddie tenía una amiguita. Una mujer mayor. Inteligente. Demasiado buena para él, la verdad. Un gran corazón. Solía acompañarle a las carreras y en el yate. Sophie, se llamaba. ¿La conoció?

–La mataron –dijo Jonathan.

–Así es. Justo antes de que usted se fuera. ¿La conoció?

–Tenía un apartamento en la planta superior del hotel. Todo el mundo la conocía. Era la acompañante de Hamid.

–¿Se acostó con ella?

Los ojos claros y despiertos no amenazaban. Sólo evaluaban, ofreciendo a la vez comprensión y compañerismo.

–Claro que no.

–¿Por qué tan claro?

–Habría sido una locura. Aunque ella hubiera querido.

–¿Por qué no iba a querer? Árabe, muy fogosa, cerca de los cuarenta, le gustaba darse un revolcón. Usted, joven y atractivo. Dios sabe que Freddie no es un Adonis. ¿Quién la mató?

–Seguían investigando cuando yo me fui. No llegué a saber si habían hecho alguna detención. Se hablaba de un intruso. Ella le sorprendió y él la mató con un cuchillo.

–¿No sería usted, por casualidad? –Los ojos claros y despiertos invitándole a reírse de la broma. Sonrisa de delfín.

–No.


–¿Seguro?

–Se rumoreaba que había sido Freddie.

–No me diga, ¿sí? ¿Por qué iba a hacer él una cosa así?

–O que lo había ordenado él. Se dijo que ella le había engañado de alguna manera.

Eso divirtió a Roper.

–Con usted no, supongo.

–Me temo que no.

La sonrisa, imperturbable. También la de Jonathan.

–Corky no acaba de entenderle. Es un poco suspicaz, Corks. Le da usted malas vibraciones, Pine. Una cosa es el expediente y otra el hombre de carne y hueso, dice él. ¿A qué otra cosa se ha dedicado? ¿Guarda más esqueletos en el armario? ¿Algún truco que nosotros o la policía no conozcamos aún? ¿Algún otro tipo liquidado por ahí?

–Yo no hago trucos. Me pasan cosas y reacciono. Siempre he sido así.

–Coño, y tanto que reacciona. Me han dicho que tuvo que identificar el cadáver de Sophie y vérselas con los polizontes. ¿Es eso cierto?

–Sí.


–Menudo trabajito, ¿eh?

–Alguien tenía que hacerlo.

–Freddie estaba muy agradecido. Me dijo que si le veía alguna vez le diera las gracias. Extraoficialmente, por supuesto. Estaba un poco preocupado por tener que ir él en persona. Habría sido un lío.

¿Tenía por fin Jonathan el odio al alcance de la mano? Nada había alterado el rostro de Roper ni su media sonrisa. En otro plano, Corkoran entró de puntillas en la habitación y se dejó caer en un sofá. El estilo de Roper varió de un modo indefinible, ahora estaba actuando para un público.

–Ese barco en el que vino de Canadá... –prosiguió confiado–. Tendría nombre, ¿no?

–El Star of Bethel.

–¿Matriculado en...?

–South Shields.

–¿Cómo consiguió el puesto? No es fácil. ¿Gorreó un camarote en un pequeño cascarón?

–Cocinaba.

Sentado en las orejas del sofá, Corkoran no pudo contenerse.

–¿Con una sola mano? –preguntó.

–Llevaba guantes de goma.

–¿Cómo consiguió el puesto? –repitió Roper.

–Soborné al cocinero de a bordo y el capitán me cogió como supernumerario.

–¿Nombre?

–Greville.

–El tipo ese de la agencia, Billy Bourne. Se encarga de formar tripulaciones en Newport, en Rhode Island –continuó Roper–. ¿Cómo dio con Bourne?

–Le conoce todo el mundo. Pregunte a cualquiera de nosotros.

–¿Nosotros?

–La tripulación. Personal de abastecimiento.

–¿Tienes aquí el fax de Billy, Corks? Le cae bien, ¿verdad? Le daba mucho jabón, si mal no recuerdo.

–Oh, Billy Bourne lo adora, jefe –confirmó Corkoran amargamente–. Lamont no se equivoca nunca. Sabe cocinar, es amable, no roba los cubiertos ni a los invitados, está cuando lo necesitas, se esfuma cuando no, ha nacido con una flor en el culo.

–Pero ¿no habíamos comprobado otras referencias? No todas eran tan buenas, ¿verdad?

–Un caprichoso, jefe –concedió Corkoran–. Disparates, en el fondo.

–¿Las falsificó, Pine?

–Sí.

–El tipo al que le aplastó el brazo, ¿lo había visto antes de esa noche?



–No.

–¿No había ido a comer al Mama Low alguna otra noche?

–No.

–¿No le llevó nunca en barco? ¿Nunca cocinó para él? ¿Nunca le pasó droga?



Estas preguntas no parecían contener amenaza alguna ni apresuramiento de ideas. La amistosa sonrisa de Roper permanecía serena, por más que Corkoran estaba ceñudo y se tiraba de una oreja.

–No –dijo Jonathan.

–¿No mataba o robaba para él?

–No.


–¿Y para su compinche?

–Tampoco.

–Se nos ocurrió que tal vez había empezado siendo su topo y que luego decidió cambiar de bando y dejarlos en la estacada. Nos preguntábamos si era por eso que se había ensañado tanto con él. Para demostrar que es más santo que el papa, ¿me entiende?

–Qué idiotez –repuso Jonathan al punto. Sacó fuerzas de flaqueza–. En realidad, me parece insultante. –Y con tono más literario–: Creo que debería retirar eso. ¿Por qué tengo que aguantarlo?

«Hazte el valiente –había dicho Burr–. No te arrastres. Eso le pone enfermo.»

Pero Roper no pareció oír las protestas de Jonathan.

–Con un tipo como el suyo, huido de la justicia y un nombre curioso, no creo que le conviniera tener más roces con la policía. Era mejor ganarse el favor del rico británico en lugar de secuestrar a su hijo. ¿Lo comprende ahora?

–Yo no tenía nada que ver con ninguno de los dos. Ya se lo he dicho. Nunca les había visto, ni había oído hablar de ellos anteriormente. Le he devuelto al chico, ¿no es cierto? No quiero ninguna recompensa. Quiero irme. Así de simple. Déjeme marchar.

–¿Cómo sabía que iban a ir a la cocina? Podían haber ido a cualquier otra dirección...

–Conocían la distribución de la casa. Sabían dónde estaba la caja y dónde se guardaba el dinero. Es evidente que habían hecho un reconocimiento previo. Basta, por el amor de Dios.

–Y usted les echó un cable.

–¡No!


–Pudo haberse escondido. ¿Por qué no lo hizo? Y fuera problemas. Eso es lo que habría hecho cualquier fugado, ¿no cree? Bueno, yo nunca he sido un fugitivo.

Jonathan dejó que transcurriera un largo silencio y pareció resignarse a la locura de sus anfitriones.

–Empiezo a pensar que habría sido lo mejor –dijo, y aflojó el cuerpo en señal de frustración.

–Corks, ¿qué pasa con esa botella? No te la habrás bebido, ¿eh?

–Aquí la tengo, jefe. Y de nuevo a Jonathan:

–Quiero que se quede por aquí, que se divierta, que se sienta útil, que nade y que recobre las fuerzas, ya veremos qué hago con usted. A lo mejor le conseguimos un empleo, algo realmente especial. Depende... –La sonrisa se ensanchó–. Preparar unos pasteles de zanahoria, por ejemplo. ¿Qué problema hay?

–Me temo que no lo voy a hacer –dijo Jonathan–. No es lo que deseo.

–Bobadas. Claro que sí.

–¿Adónde puede ir si no? –preguntó Corkoran–. ¿Al Carlyle de Nueva York, al Ritz Carlton de Boston?

–Voy a seguir mi camino. Es todo –dijo Jonathan con educación pero resueltamente, y entonces se puso en pie.

Ya había tenido bastante. Actuar y ser se habían vuelto la misma cosa. Ya no sabía distinguir lo uno de lo otro. «Necesito mi propio espacio, necesito una agenda propia –se decía–. Estoy harto de ser juguete de los demás.» Se levantaba ya, dispuesto a marcharse.

–¿De qué diantre está hablando? –se lamentó Roper, totalmente perplejo–. Yo le pagaré. Y nada mal. Una buena tajada de pastel. Una casita preciosa al otro lado de la isla. Corky, que se quede con lo de Woody. Caballos. Natación. Alquilar un barco, y todo a pie de calle. En fin, ¿qué pasaporte piensa utilizar?

–El mío –dijo Jonathan–. Lamont. Thomas Lamont. –Se dirigió a Corkoran–. Estaba entre mis pertenencias.

Una nube oscureció el sol, y en la habitación se hizo insólitamente de noche por unos momentos.

–Corky, cántale las malas noticias –ordenó Roper con un brazo estirado, como si Pavarotti hubiera empezado a cantar otra vez.

Corkoran se encogió de hombros y esbozó una mueca de disculpa, como queriendo decir «la culpa no es mía».

–Bueno, sí, es acerca de ese pasaporte canadiense, monada –dijo–. Me temo que ha pasado a mejor vida. Lo tiré a la trituradora. En ese momento me pareció lo mejor.

–¿De qué está hablando?

Corkoran se hurgaba la palma de una mano con el pulgar de la otra como si acabara de descubrir un indeseable bulto.

–No te conviene cabrearte, cielo. Te hicimos un favor. Tu pantalla ha saltado por los aires. Desde hace unos días, T. Lamont está en todas las listas del aparato represor de Occidente: Interpol, Ejército de Salvación, lo que prefieras. Te enseñaré las pruebas si lo deseas. Acciones seguras. Lo siento. De veras.

–¡Pero ese pasaporte era mío!

Era la ira que se había apoderado de él en la cocina de Mama Low, genuina, desenfrenada, ciega... o casi. «¡Era mi nombre, mi mujer, mi engaño, mi sombra! ¡Por ese pasaporte mentí! ¡Lo conseguí con trampas! ¡Cociné, hice de chacha, comí mierda por él, dejé cadáveres calientes a mi paso por él!»

–Te estamos haciendo uno nuevo, cosa fina –le dijo Roper–. Es lo menos que podemos hacer. Corky, trae tu Polaroid, sácale una foto. Ahora la piden en color. No lo sabe nadie más, ¿me comprendes? Polis, jardineros, sirvientas, camareros, nadie. –Una pausa deliberada–. Jed tampoco. Ella es ajena a todo esto. –No dijo a qué–. ¿Qué hizo con esa moto que tenía, la de Cornualles?

–Me deshice de ella cerca de Bristol –contestó Jonathan.

–¿Y por qué no la vendiste? –preguntó Corkoran, vengativamente–. Podías habértela llevado a Francia. Habrías podido, ¿o no?

–Era mortal de necesidad. Todos sabían que yo iba en moto.

–Otra cosa. –Roper estaba de espaldas a la terraza y apuntaba con el dedo al cráneo de Jonathan como si fuera una pistola–. Tengo mi propia organización. Robamos un poquito, pero jugamos limpio unos con otros. Usted salvó a mi chico. Pero si se sale de la fila, deseará no haber nacido.

Al oír pasos en la terraza, Roper giró en redondo, dispuesto a enfadarse con quien hubiera desoído sus órdenes, pero era Jed, que estaba colocando tarjetas de identificación en sendos soportes de plata en las mesas distribuidas por la terraza. Su pelo castaño le caía sobre los hombros. Su cuerpo estaba recatadamente oculto por una bata.

–¡Jeds! ¡Ven un momento! Tengo buenas noticias para ti. Es Thomas. Va a quedarse un tiempo en la familia. Mejor que se lo digas a Daniel, le va a encantar.

Jed dejó pasar un instante. Alzó la cabeza, la volvió y dedicó a las cámaras la mejor de sus sonrisas.

–Caramba. Thomas. Súper. –Cejas levantadas. Registra un velado placer–. Qué noticia más estupenda. Roper, ¿no tendríamos que celebrarlo o algo así?
Eran poco más de las siete de la mañana siguiente, pero en la oficina central de Miami podía haber sido medianoche. Los mismos tubos de neón iluminaban las mismas paredes de ladrillo pintadas de verde. Harto de su hotel art déco, Burr había convertido el edificio en su solitario hogar.

–Sí, soy yo –contestó quedamente por el auricular rojo–. Y tú eres tú, al parecer. ¿Cómo te ha ido?

Mientras hablaba, levantó lentamente la mano libre a la altura de la cabeza hasta extender todo el brazo hacia el clausurado cielo. Todo había sido perdonado. Dios estaba en los cielos. Jonathan llamaba a su controlador por la cajita mágica.
–No me la van a pegar –le dijo Palfrey a Goodhew con satisfacción, mientras iban por Battersea en un taxi. Goodhew le había recogido en el Festival Hall. «Habrá que actuar deprisa», había dicho Palfrey.

–¿Quiénes?

–El nuevo comité de Darker. Han inventado un nuevo nombre en clave: Capitana. Si no estás en la lista, no entras en la Capitana.

–¿Y quién está en la lista?

–No se sabe. Tienen un código de colores.

–¿Que significa...?

–Se identifican mediante una cinta electrónica impresa en sus pases internos. Hay una sala de lectura para la Capitana. Cuando van, meten sus pases en una máquina y la puerta se abre. Entran, y la puerta se cierra. Se sientan, leen lo que haya que leer, se reúnen. Luego, se abre la puerta y salen.

–¿Y qué leen?

–La táctica de juego.

–¿Dónde está esa sala?

–Fuera del edificio. Lejos de las miradas depredadoras. Es de alquiler. Pagan en efectivo. Sin recibos. Debe de ser en el piso de arriba de un banco. A Darker le encantan los bancos. –Palfrey siguió hablando, tenía ganas de descargar y largarse–. Si entras en la Capitana eres un Marinero. Hay todo un lenguaje secreto inspirado en la terminología marinera. Si algo está demasiado mojado para ser divulgado, significa que hay que clasificarlo Capitana. O que es demasiado náutico para los no Marineros. O que uno es de los que juegan en tierra y no en el mar. Tienen como un bastión exterior de palabras en clave para proteger la muralla interior.

–¿Todos los Marineros son miembros de la Casa del Río?

–Puristas, banqueros, funcionarios del Estado, un par de parlamentarios y un par de industriales.

–¿Industriales?

–Sí, hombre. Fabricantes de armas. ¡Por el amor de Dios, Rex!

–¿Fabricantes británicos?

–Caliente, caliente.

–¿Americanos? ¿Hay Marineros americanos, Harry? ¿Hay una Capitana americana? ¿Existe allí un equivalente?

–Paso.

–¿Puedes darme por lo menos un nombre, Harry? ¿Algo por donde empezar?



Pero Palfrey tenía demasiadas cosas que hacer, demasiadas presiones, demasiada prisa. Saltó a la acera y volvió a meter la cabeza en el taxi para recuperar su paraguas.

–Pregúntaselo a tu jefe –susurró. Pero tan quedo que Goodhew, con su sordera, no podía asegurarlo.


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