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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Jonathan se les había esfumado de las pantallas, desaparecido y se creía que muerto por el fuego amigo. Todos sus planes, sus escuchas, su vigilancia, todo su supuesto dominio de la jugada había caído en la cuneta como una limusina averiada. Estaban sordos y ciegos, su situación era ridícula. La asfixiante oficina de Miami era un castillo encantado, y Burr vagaba por sus lúgubres pasillos como un hombre perseguido por fantasmas.

El yate, los aviones, las casas, los helicópteros y los coches de Roper estaban sometidos a constante vigilancia, así como la elegante mansión colonial del centro de Nassau donde tenía su prestigioso cuartel general la Compañía Ironbrand de Tierras, Minerales y Metales Preciosos. Lo mismo que el teléfono y las líneas de fax pertenecientes a los contactos de Roper por todo el mundo: desde lord Langbourne en Tórtola a los banqueros suizos de Zurich y a los colaboradores semianónimos de Varsovia; desde el misterioso «Rafi» de Río de Janeiro hasta un tal «Misha» de Praga, una firma de notarios en Curaçao y un funcionario del gobierno de Panamá aún por identificar, el cual, incluso cuando hablaba desde su despacho en el palacio presidencial, fingía llamarse Charlie y chapurreaba en un murmullo de drogado.

Pero de Jonathan Pine, alias Lamont, al que las últimas noticias situaban en cuidados intensivos en el Doctors Hospital de Nassau, ni una sola palabra por parte de ninguno de ellos.

–Ha desertado –le dijo Burr a Strelski por entre los dedos extendidos de sus manos–. Primero se vuelve loco y luego se fuga del hospital. Dentro de una semana podremos leer su historia en el periódico del domingo.

Y sin embargo todo estaba tan bien planeado... Ningún cabo suelto desde la partida del Pasha rumbo a Nassau hasta la noche del falso secuestro en Mama Low’s. Desde su llegada, todos los invitados al crucero con sus hijos respectivos –las inglesitas de doce años y buena cuna, con sus caras indolentes, comiendo patatas fritas y hablando afectadamente de sus gincanas; los confiados hijos varones de cuerpo marcado por el látigo y con esa mueca de mandar a todo y a todos «a la mierda»; la familia Langbourne compuesta por la taciturna esposa y la institutriz superguapa– habían sido secretamente registrados, seguidos, alojados y odiados por los observadores de Amato, siendo finalmente despedidos a bordo del Pasha sin dejar ningún cabo suelto.

–¿Sabes una cosa? Estos niñatos tenían el Rolls aparcado junto a Joe’s Easy, ¡para poder comprarse un poco de hierba! –le protestó el orgulloso Amato, flamante padre, a Strelski por el microteléfono. La anécdota entraría a su debido tiempo en la leyenda de la operación.

Otro tanto ocurrió con la historia de las conchas marinas. La víspera de la partida del Pasha, uno de los jóvenes leones de Ironbrand –MacArthur, quien había hecho su debut en el Meister con un papel sin diálogo–, telefoneó a un sospechoso enlace bancario del otro extremo de la ciudad:

–Por el amor de Dios, Jeremy, ayúdame, ¿dónde diablos venden conchas marinas hoy día? Necesito un millar de cosas de ésas para ayer. Va en serio, Jeremy.

Los responsables de la escucha telefónica se volvieron locuaces de repente. ¿Conchas marinas? ¿Literalmente? ¿Conchas por no decir misiles? ¿Proyectiles mar-aire, quizá?1 No había ningún antecedente de referencia a conchas marinas en el léxico armamentístico de Roper y los suyos. Sus desdichas terminaron ese mismo día cuando MacArthur le explicó su problema al gerente de la tienda de artículos de lujo:

–Las mellizas de lord Langbourne cumplen años el segundo día del crucero... el jefe quiere organizar una cacería de conchas en una de las islas deshabitadas y ofrece excelentes premios a quien consiga las más bonitas... pero el año pasado nadie encontró una sola concha, conque esta vez el jefe no quiere correr riesgos. Su intención es que la noche anterior el personal de seguridad entierre en la arena un millar de esas cosas. Así pues, Mr. Manzini, ¿dónde puedo conseguir conchas a granel?

El asunto tenía a todo el equipo partiéndose de risa. ¿Frisky y Tabby metidos a una incursión nocturna en una playa desierta, armados de talegos repletos de conchas marinas? Eso sí que tenía gracia.

En cuanto al secuestro, cada paso había sido cuidadosamente elaborado. Primero Flynn y Amato se habían disfrazado de ricos navegantes y hecho un reconocimiento in situ de Hunter’s Island. De regreso en Florida reconstruyeron el terreno sobre una duna puesta especialmente a su disposición en el recinto de adiestramiento de Fort Lauderdale. Se pusieron mesas. Se marcaron los caminos con cintas de colores. Se erigió una choza que hiciera las veces de cocina. Se reunió un plantel de comensales. Gerry y Mike, los malos, eran duros profesionales de Nueva York con órdenes de hacer lo que se les dijera, y cerrar la boca. Mike, el secuestrador, parecía un oso. Gerry era un sujeto fúnebre pero ágil. Hollywood no lo habría hecho mejor.

–Caballeros, ¿están ustedes totalmente al corriente de sus instrucciones? –inquirió el irlandés Pat Flynn al ver los anillos de latón que llevaba Gerry en cada dedo–. Queremos más bien un par de cachetes amistosos, Gerry. Una especie de alteración cosmética del aspecto externo. Y luego les pedimos que se retiren honrosamente. ¿Me he explicado con claridad, Gerry?

–Perfectamente, Pat.

Luego les llegó el turno a las retiradas, a los «y si». Todo estaba previsto. ¿Y si en el último momento el Pasha no llegaba a hacer escala en Hunter’s, atracaba, pero después los pasajeros decidían cenar a bordo? ¿Y si los adultos bajaban a cenar a tierra y los niños –tal vez como castigo por alguna travesura– eran obligados a permanecer a bordo?

–Recemos –dijo Burr.

–Eso, recemos –coincidió Strelski.

Pero lo cierto es que no confiaban en la Providencia. Sabían que el Pasha nunca había pasado por Hunter’s Island sin hacer escala, aunque sabían que alguna podía ser la primera vez y por qué no ésta. Sabían también que el boatyard de Low atracado en Deep-Bay tenía provisiones de primera clase para el Pasha y sabían que el capitán siempre se quedaba una parte de la factura y de la cuenta de la cena en Low’s. Depositaban toda su confianza en el influjo que Daniel ejercía sobre su padre. En las últimas semanas Daniel había transmitido varias dolorosas llamadas telefónicas a Roper acerca de lo infernal que resultaba adaptarse a unos padres separados, y había designado la escala en Hunter’s Island como el punto álgido de su próxima visita.

–Este año, papá, vas a ver cómo saco los cangrejos del cesto –le había dicho a su padre desde Inglaterra sólo diez días atrás–. Ya no me dan pesadillas. Mamá está muy satisfecha conmigo.

Tanto Burr como Strelski habían mantenido en su momento conversaciones similares con sus respectivos hijos, y suponían que Roper, si bien no era el tipo de inglés que pone a sus hijos por encima de todo, sería capaz de cualquier cosa antes que defraudar a su Daniel.

Y tenían razón, toda la razón. Y cuando el mayor Corkoran llamó vía satélite a Miss Amelia para reservar la mesa de la terraza, Burr y Strelski podrían haberse dado unos achuchones, cosa que según el resto del equipo era lo que venían haciendo últimamente.
No empezaron a dar las primeras muestras de inquietud hasta cerca de las once y media de la noche del día en cuestión. La operación estaba programada para las 23.03, tan pronto hubieran comenzado las carreras de cangrejos. El atraco, la subida a la cocina, la bajada a Goose Neck, no habían durado más de doce minutos en los ensayos. ¿Por qué demonios Mike y Gerry no habían hecho la señal de «misión cumplida»?

Entonces se encendió la luz roja de alarma. De brazos cruzados en medio de la sala de comunicaciones, Burr y Strelski escucharon el playback de la voz de Corkoran hablando precipitadamente con el capitán del barco, al piloto del helicóptero de a bordo, el Doctors Hospital de Nassau, y por último con el doctor Rudolf Marti en su casa de Windermere Cay. La voz de Corkoran era un aviso en sí misma, fría y serena en plena emergencia:

–El jefe comprende que no se ocupe usted de primeros auxilios, doctor Marti, pero el cráneo y un lado de la cara han sufrido graves fracturas y el jefe cree que habrá que recomponerlo. Además, en el hospital necesitan un médico a quien poder remitir el paciente. El jefe quisiera que esté usted esperando allí cuando él llegue, y desea compensarle generosamente por las molestias. ¿Puedo decirle que cuento con usted?

¿El cráneo y un lado de la cara fracturados? ¿Recomponer? ¿En qué lío se habían metido Mike y Gerry? Las relaciones entre Strelski y Burr eran ya más que tirantes cuando una llamada del hospital Jackson Memorial de Miami les hizo salir pitando y a toque de sirena, con Flynn viajando al lado del conductor. Al llegar, Mike seguía en la sala de operaciones. Gerry, ciego de rabia, fumaba un cigarrillo tras otro en la sala de espera vestido con su chaleco salvavidas de la armada.

–Ese bestia ha crucificado a Mike en la puerta –dijo Gerry.

–¿Y a ti qué te hizo? –preguntó Flynn.

–A mí nada.

–¿Qué le hiciste tú?

–Le di un beso en la boca, coño. Pero ¿qué te crees, gilipollas?

Y entonces Flynn arrancó a Gerry de la silla como si fuera un niño maleducado, le cruzó la cara de un bofetón y luego volvió a sentarlo en la misma postura indolente anterior.

–¿Le zurraste, Gerry? –preguntó amablemente Flynn.

–El cabrón se volvió loco. Iba en serio. Le puso a Mike un maldito cuchillo en la garganta y le aplastó el brazo en la puerta de los cojones como quien parte leña.

Llegaron al centro de operaciones a tiempo de escuchar a Daniel hablando con su madre en Inglaterra por vía satélite desde el Pasha.

–Soy yo, mami. Estoy bien. De veras.

Un largo silencio mientras ella se despierta.

–Estoy a bordo del Pasha, mami.

–Oh, vaya, Daniel. ¿Sabes qué hora es? ¿Dónde está tu padre?

–Mami, no conseguí sacar los cangrejos del cesto. Soy un gallina. Es que me dan náuseas. Pero estoy bien, mami, en serio.

–Danny...

–¿Sí?


–¿Qué estás intentando decirme?

–Estábamos en Hunter’s Island, sabes, mami. Había un hombre que olía a ajo y que me cogió prisionero, y luego otro que le robó el collar a Jed. Pero vino el cocinero y me salvó y me dejaron ir.

–Danny, ¿está ahí tu padre?

–Paula. Hola. Lo lamento. Se le ha metido en la cabeza decirte que estaba bien. Nos han atracado a punta de pistola en Mama Low’s. Dos matones. A Dans le han hecho rehén durante diez minutos, pero está totalmente ileso.

–Espera –dijo Paula. Como ames su hijo, Roper esperó a que ella se recobrara de la noticia–. Daniel ha sido secuestrado y liberado. Pero se encuentra bien. Sigue.

–Le hicieron subir por el camino hasta la cocina. ¿Te acuerdas de la cocina y el caminito que sube por la colina?

–Estás seguro de que todo esto ha ocurrido, ¿no? Ya sabemos cómo las gasta Daniel...

–Claro que estoy seguro. Lo vi todo.

–¿A punta de pistola? ¿Le hicieron subir al monte a punta de pistola? ¿A un niño de ocho años?

–Iban a buscar el dinero que hay en la cocina. Pero allí les esperaba el cocinero, un tipo blanco, y les dio su merecido. A uno lo hirió, pero el otro volvió y entre los dos le dieron una paliza mientras Daniel escapaba. Sabe Dios lo que habría pasado si llegan a llevarse a Dani. Pero ahora todo ha terminado. Incluso hemos recuperado el botín. Gracias a Dios que hay cocineros... Vamos, Dani, cuéntale que vamos a concederte la Cruz Victoria al valor. Te lo paso otra vez.


Eran las cinco de la mañana. Burr estaba sentado a su escritorio de la oficina central, inmóvil como un Buda. Rooke fumaba en su pipa y se peleaba con el crucigrama del Miami Herald. Burr dejó sonar varias veces el teléfono antes de reunir ánimos para descolgar.

–¿Leonard?

–Qué hay, Rex.

–¿Algo ha ido mal? Creí que ibas a telefonearme. Parece que hayas tenido un sobresalto. ¿Se han tragado el anzuelo? Oye, ¿Leonard?

–Oh, sí, se lo han tragado.

–Entonces, ¿qué ha salido mal? No parece que te alegres. Se diría que vienes de un funeral. ¿Qué ha pasado?

–Sólo estoy intentando averiguar si aún tenemos la caña en las manos.

«Mr. Lamont está en cuidados intensivos –dijeron del hospital–. Su estado es estacionario.»

No por mucho tiempo. Veinticuatro horas después Mr. Lamont se había esfumado.
¿Se había dado de alta por su cuenta? Eso afirma el hospital. ¿Le habrá llevado a su clínica el doctor Marti? Aparentemente sí, pero sólo por poco tiempo, y la clínica no da información sobre el paradero de los pacientes dados de alta. Y cuando telefonea Amato haciéndose pasar por el redactor de un periódico, el doctor Marti en persona contesta que Mr. Lamont se ha ido sin dejar dirección alguna. De repente empiezan a correr por el centro de operaciones las teorías más peregrinas. ¡Jonathan lo ha confesado todo! ¡Roper le ha descubierto y lo ha arrojado al mar! Por órdenes de Strelski, ha sido suspendida la vigilancia del aeropuerto de Nassau. Teme que el grupo de Amato se deje ver demasiado.

–Estamos tratando con la naturaleza humana, Leonard –dice Strelski, en un intento de liberar a Burr del peso que le abruma–. No siempre ha de salir bien.

–Gracias.
Anochece. Burr y Strelski han ido a un restaurante-barbacoa y están comiendo costillas y arroz cajun con sus respectivos teléfonos celulares sobre el regazo, mientras miran el ir y venir de la América bien alimentada. Una llamada de los monitores telefónicos les hace volver corriendo a la oficina central con la boca llena.

De Corkoran a un importante redactor del periódico con más tirada de Bahamas:

–¡Hola, monada! Soy yo, Corky. ¿Qué? ¿Cómo estamos? ¿Y las bailarinas?

Intercambio de intimidades soeces. Luego al grano:

–Escucha bien, cielo, el jefe quiere neutralizar una noticia... razones de peso para que el héroe del momento no necesite la luz de los focos... el pequeño Daniel, un chico hiperactivo... hablo de gratitud en serio, Art, una supermejora para tu plan de jubilación. ¿Qué te parece «broma pesada termina sin consecuencias»? ¿Podrás hacerlo, corazón?

El sensacional robo de Hunter’s Island descansa en paz en el cementerio de las historias permanentemente rechazadas por las Altas Instancias.

De Corkoran al despacho de un importante funcionario de la policía de Nassau conocido por su tolerancia ante los pecadillos de los ricos:

–¡Hola, encanto!, ¿cómo estamos? Escucha, referente al hermano Lamont, visto por última vez en el Doctors Hospital por uno de tus patosos hermanos en Cristo... ¿te importaría eliminar eso de la orden del día? Verás, al jefe le gustaría mucho que te hicieras el loco, creo que es mejor para la salud de Daniel... no quisiera tener que formular cargos, incluso si encuentras a los malhechores, detesta todo este lío... bendito seas... oh, y a propósito, no creas una sola palabra de eso que dicen que las acciones de Ironbrand están por los suelos... el jefe está pensando en un bonito dividendo para Navidad, así todos podremos comprarnos un poco de esto o de aquello, lo que más nos guste...

El fuerte brazo de la ley accede a retirar sus garras. Y Burr se pregunta si no estará escuchando la necrológica de Jonathan.

Y ni una sola noticia del resto del mundo.


¿Debería Burr volverse a Londres? ¿Debería hacerlo Rooke? En buena lógica, no había diferencia en estar pendiente de un hilo en Miami o en Londres. En mala lógica, Burr necesitaba estar cerca del lugar donde su agente había sido visto por última vez. Al final, mandó a Rooke a Londres, y el mismo día abandonó su hotel de acero y cristal para mudarse a un establecimiento más humilde de la zona sórdida de la ciudad.

–Leonard se ha puesto el cilicio mientras espera a que se arregle la cosa –le dijo Strelski a Flynn.

–Mala pata –dijo Flynn, tratando aún de hacerse a la idea de que su agente hubiera sido inmolado por la ovejita de Burr.

La nueva celda de Burr era como un cofre art déco de colores pastel, con una lámpara de cabecera que era un Atlas cromado sosteniendo el globo terráqueo, ventanas de marcos metálicos que vibraban con cada coche que pasaba y un guardia de seguridad cubano, drogado, con gafas de sol y un rifle de cazar elefantes rondando por el vestíbulo. Allí dormía ligeramente Burr con el teléfono celular sobre la almohada sobrante.

Una noche, ya de madrugada, no podía dormir y se fue a pasear el teléfono por una gran avenida. Por el lado del mar brumoso asomaba, amenazador, un regimiento de cocainómanos. Pero al ir hacia ellos se encontró metido en un solar lleno de pájaros de colores que chillaban desde unos andamies, y varios hispanos durmiendo junto a las excavadoras como muertos de una guerra.
Jonathan no era el único que había desaparecido. También Roper había penetrado en un agujero negro. Ex profeso o no, había dado esquinazo a los observadores de Amato. El teléfono intervenido de Ironbrand sirvió sólo para informar de que el jefe se había ido a vender granjas, lo cual en la jerga de Roper quería decir no te metas en lo que no te llaman.

Consultado con urgencia por Flynn, el supersoplón Apostoll no les sirvió de mucho consuelo. Tenía la vaga noticia de que sus clientes pensaban celebrar una reunión de negocios en la isla de Aruba, pero no había sido invitado. No, no tenía la menor idea de dónde estaba Mr. Roper. Él tenía un bufete de abogado, no una agencia de viajes. Era un soldado de María.


Strelski y Flynn decidieron una noche sacar a Burr de su ensimismamiento. Le recogieron en su hotel y, teléfono en mano, le hicieron pasear por entre la muchedumbre del paseo marítimo, le sentaron en la terraza de una cafetería y le atiborraron de margaritas, obligándole a prestar atención a la gente que iba y venía. Pero en vano. Vieron a negros musculosos de camisa multicolor y anillo de oro, con los andares majestuosos de la alta sociedad al menos mientras durase la sociedad y hubiera una que fuese alta, sus tías de minifalda ajustadísima y botas altas contoneándose entre ellos, sus guardaespaldas de cabeza rapada luciendo sus túnicas color gris fundamentalista islámico para disimular sus armas automáticas. Una pandilla de niñatos pasó en monopatín a toda velocidad, y las señoras con dos dedos de frente aferraron el bolso para más seguridad. Dos viejas lesbianas con sombrero de paño se negaron a amilanarse y lanzaron a sus caniches contra ellos, haciéndoles virar bruscamente. Detrás de los chicos del monopatín apareció un montón de modelos de moda en patines de ruedas, cada una más fascinante que la anterior. Aficionado a las mujeres, Burr pareció revivir momentáneamente al verlas... pero cayó otra vez en sus melancólicas abstracciones.

–Oye, Leonard –dijo Strelski, haciendo un postrer y valeroso esfuerzo–. Vamos a ver dónde hace sus compras de fin de semana el Roper.

En un gran hotel, en una sala de conferencias protegida por hombres con los hombros acolchados, Burr y Strelski se mezclaron con compradores de todos los países y escucharon los persuasivos argumentos comerciales de unos jóvenes saludables que lucían en sus solapas tarjetas de identificación. Detrás estaban las chicas con las libretas de pedidos. Y detrás de las chicas, en santuarios acordonados con cuerdas color sangre, estaban sus mercancías, todas ellas bruñidas como posesiones muy queridas y todas ellas garantizando a quien las poseyera hacerle un hombre: desde la más amortizable bomba de dispersión pasando por la pistola automática Glock a prueba de detectores, toda ella de plástico, hasta el último grito en lanzacohetes de mano, morteros y minas antipersonal. Y para el amante de la lectura, obras autorizadas sobre cómo construirse un arma propulsada por cohete en el patio de atrás o hacerse un silenciador de un tiempo con un envase cilíndrico de pelotas de tenis.

–Pues lo único que falta es una chica en bikini enchufándose en el coñito un cañón de artillería pesada –dijo Strelski mientras volvían en coche al centro de operaciones.

El chiste no hizo gracia a nadie.
Una tormenta tropical se abate sobre la ciudad, oscureciendo el cielo, cercenando las cabezas de los rascacielos. Caen rayos que disparan las alarmas antirrobo de los coches aparcados. El hotel cruje y se estremece, la última luz diurna se extingue como si hubiera fallado el interruptor general. Chorros de lluvia vomitan por las ventanas del dormitorio de Burr, oscuros objetos cabalgan sobre la blanca niebla que se escabulle al trote. El viento expolia a oleadas las palmeras, arrancando de los balcones sillas y plantas. Y luego desaparece, dejando el campo de batalla a merced de los derrotados.

Pero el teléfono celular de Burr, que suena ahora en su oreja, ha sobrevivido milagrosamente al ataque.

–Leonard –dice Strelski con tono de excitación contenida–, mueve el culo y baja enseguida. Tenemos un par de rumores saliendo de los escombros.

Renacen las luces de la ciudad, brillando alegremente tras la ducha gratis.


De Corkoran a sir Anthony Joyston Bradshaw, presidente últimamente derrochador de un grupo de ruinosas empresas británicas y proveedor ocasional de desmentidos cargamentos de armas para los ministros de Su Majestad la reina.

Corkoran está llamando desde el apartamento que uno de los jóvenes leones de Ironbrand tiene en Nassau, en la errónea suposición de que la línea es segura.

–¿Sir Tony? Corkoran. El recadero de Dicky Roper.

–¿Qué coño quieres? –La voz suena medio ebria y coagulada. Resuena como si estuviera en el cuarto de baño.

–Un asunto urgente, sir Tony, me temo. El jefe necesita de sus buenos oficios. ¿Tiene un lápiz?

Mientras Burr y Strelski escuchan perplejos, Corkoran se esfuerza por conseguir la máxima precisión:

–No, sir Tony, Pine. Pine como cine pero con pe. P de perro, I de imbécil, N de narices, E de escoba. Exacto. Nombre de pila Jonathan. Como Jonathan. –Añade un par de detalles inofensivos tales como la fecha de nacimiento y el número del pasaporte británico–. El jefe quiere que se verifiquen los antecedentes de cabo a rabo, sir Tony, para ayer si es posible. Y en secreto. Punto en boca.

–¿Quién es ese Joyston Bradshaw? –pregunta Strelski, después de escuchar toda la conversación.

Como si despertara de un profundo sueño, Burr se permite una cauta sonrisa.

–Sir Anthony Joyston Bradshaw, Joe, es un mierda. Por más señas, inglés y muy bien situado. Su desconcierto financiero es una de las principales alegrías de la presente recesión. –Su sonrisa se ensancha–. No debe sorprenderte que se trate de un antiguo colega de delincuencia de Mr. Richard Onslow Roper. –Burr se va animando–. El hecho es que si tú y yo, Joe, estuviéramos reuniendo la selección inglesa de mierdas, este sir Anthony Joyston Bradshaw sería uno de los primeros de la lista de figuras. Disfruta también de la protección de otros mierdas ingleses muy bien situados, algunos de los cuales trabajan no muy lejos del río Támesis. –Burr relajó las tensas facciones de su cara al echarse a reír–. ¡Está vivo, Joe! ¡Nadie verifica un cadáver y menos para ayer! Antecedentes de cabo a rabo, dice. Bueno, eso ya lo tenemos preparado, ¡y nadie más adecuado para proporcionárselo que el maldito Tony Joyston Bradshaw! Van por él, Joe. ¡Ha metido la nariz en su tienda! ¿Tú sabes lo que dicen los beduinos? Nunca dejes que un camello meta la nariz en tu tienda porque, si lo haces, tendrás todo el camello dentro.

Pero mientras Burr se alegraba, la mente de Strelski forjaba ya el plan a seguir.

–¿Enviamos primero a Pat? –dijo–. ¿Los chicos de Pat pueden ir a esconder su cajita mágica?

Burr se serenó de golpe:

–Si a ti y a Pat os parece bien, a mí también –dijo.

Quedaron en que sería la noche siguiente.
Incapaces de dormir, Burr y Strelski fueron a una hamburguesería llamada Murgatroyd que abría toda la noche y tenía un rótulo en el que se leía «ni zapatos ni servicios». Al otro lado de las ventanas de cristales ahumados había unos pelícanos descalzos sentados a la luz de la luna, cada cual en su poste del espigón de madera, como emplumados bombarderos que jamás volverían a lanzar una bomba. En la playa gris plata, unas garcetas blancas miraban acongojadas su propio reflejo.

A las cuatro de la mañana sonó el teléfono celular de Strelski. Se lo puso a la oreja, dijo «sí» y escuchó. Luego dijo: «Pues a dormir un poco.» La conversación había durado veinte segundos.

–Hecho –anunció a Burr, y bebió un trago de Coca-Cola.

Burr necesitó un momento para dar crédito a sus oídos.

–¿Quieres decir que todo ha ido bien? ¿Que ya está? ¿La han escondido?

–Llegaron a la playa, encontraron el cobertizo, enterraron la cajita, todo con mucho sigilo, muy profesional, y se largaron pitando. Ahora tu chico no tiene más que hablar.


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