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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Es el día de la Madre cuando Jonathan llega andando a Espérance. Su tercer camión de cemento en seiscientos kilómetros le ha dejado en el cruce que hay en lo alto de la Avenue des Artisans. Mientras pasea acera abajo balanceando su bolsa tercermundista, los rótulos rezan «Merci Maman», «Bienvenue a toutes les mamans» y «Vaste Buffet Chinois des Mères». Ese sol del norte es para él como un elixir. Cuando respira, es como si inspirara luz además de aire. «Estoy en casa. Soy yo.»

Después de ocho meses de nieve esta pequeña ciudad de la provincia de Quebec, donde el oro ha hecho la vida más fácil, salta y brinca al sol de la tarde, motivo por el que esta localidad es famosa entre sus hermanas diseminadas por la mayor faja mineral de nefrita del globo. Por el oeste, en el aburrido Ontario, se eleva más que Timmins, por el este más que Val d’Or o incluso Amos, un kilómetro y medio más arriba que las espantosas colonias de oficinistas e ingenieros hidroeléctricos allá en el norte. Los narcisos y los tulipanes farolean como soldados en el jardín de la iglesia blanca con su tejado plomizo y la estrecha aguja: unos dientes de león grandes como pelotas de golf cubren el talud frente a la comisaría. Tras la espera invernal debajo de la nieve, las flores son tan exuberantes como la propia ciudad. Las tiendas para nuevos ricos o simplemente candidatos a serlo –la Boutique Bebé con sus jirafas rosas, las pizzerías que deben su nombre a mineros con suerte, la Pharmacie des Croyants que ofrece al público hipnoterapia y masajes, los bares cuyos neones proclaman sus nombres en honor de Venus y Apolo, los majestuosos prostíbulos bautizados por sus madamas venidas a menos, la sauna japonesa con su pagoda y su jardín zen con piedras de plástico, los bancos de todos los colores y persuasiones, las joyerías donde algunos solían fundir la mena que robaban a los mineros (hay quien todavía lo hace), los comercios donde comprar lo necesario para una boda con sus virginales novias de cera, las charcuterías polacas anunciando «films super-é-rotiques XXX» como si se tratara de un acontecimiento culinario, los restaurantes abiertos a todas horas para los que trabajan por turnos, hasta las notarías con sus ventanas opacas– relucen en el esplendor glorioso de principios del verano, y mera Maman por todo ello: on va a avoir du diversion!

En tanto Jonathan mira los escaparates o levanta agradecido los ojos a los azules cielos y deja que el sol caliente su cara macilenta, pasan motoristas barbudos con gafas oscuras rugiendo en sus motos arriba y abajo y agitando sus espaldas de cuero a la vista de las chicas que sentadas en las terrazas de los bares toman una coca-cola. En Espérance las chicas destacan como periquitos. Puede que las matronas del aburrido Ontario vecino se vistan como sofás en el funeral, pero aquí en Espérance las fogosas quebequianas hacen de cada día un carnaval de resplandeciente algodón y pulseras de oro que te sonríen desde el otro lado de la calle.

En Espérance no hay árboles. Rodeados de bosques por todas partes, los ciudadanos consideran que la perfección es el espacio abierto. En Espérance no hay tampoco indios, o al menos no se notan, a no ser que como Jonathan veas a uno con su esposa y demás familia cargando una furgoneta con víveres comprados en el supermarché por valor de mil dólares. Uno de los indios permanece junto a la camioneta para vigilar mientras el resto aguarda cerca.

Tampoco hay en la ciudad símbolos vulgares de riqueza, salvo los yates a motor de setenta y cinco mil dólares que hay aparcados junto a la cocina del Château Babette o los rebaños de motocicletas Harley Davidson arracimadas en torno al Bonnie and Clyde Saloon. A los canadienses –franceses o de cualquier otra clase– no les gusta la ostentación, sea de dinero o de sentimientos. Siguen haciendo fortuna, claro está, aquellos que dan en el clavo de la suerte. Y la suerte es la auténtica religión de la ciudad. Todo el mundo sueña con tener una mina de oro en el jardín, y hay más de uno que ha tenido esa suerte. Esos hombres de gorra de béisbol, zapato deportivo y cazadora de aviador que van hablando por teléfonos portátiles: en otras ciudades habrían sido camellos, chaperos o tal vez proxenetas, pero aquí en Espérance son tranquilos millonarios de treinta años cumplidos. En cuanto a los más mayores, se comen el almuerzo en una escudilla a más de mil metros bajo tierra.

Jonathan todo lo devora en los primeros minutos de su llegada. En su estado de agotamiento visual, capta todas las cosas de una vez en tanto su corazón estalla de gratitud como el viajero que acaba de poner pie en la tierra prometida. «Es bella. Me la he ganado. Es mía.»


Al despuntar el día había dejado el Lanyon sin mirar atrás camino de Bristol y de la prometida semana de ocultación. Había aparcado la moto en un paraje ruinoso del extrarradio, allí donde Rooke le había asegurado que se la robarían, luego había tomado un autobús hasta Avonmouth, donde encontró un hostal de marineros regentado por dos viejos homosexuales irlandeses que, según Rooke, eran conocidos por no colaborar con la policía. Llovía día y noche, y al tercer día, mientras Jonathan estaba desayunando, oyó su nombre y descripción por la radio local: visto por última vez en el área de Cornualles, mano derecha herida, llamen a este número. Mientras escuchaba vio que los dos irlandeses también estaban escuchando y se miraban el uno al otro. Pagó la cuenta y tomó el autobús de vuelta a Bristol.

Unas nubes abyectas se deslizaban sobre el derrengado paisaje industrial. Con la mano en el bolsillo –había reducido el vendaje a un simple esparadrapo– anduvo por las húmedas calles. Desde la silla de una barbería vio su fotografía en la última página de un periódico, la misma que la gente de Burr le había sacado en Londres; un parecido deliberadamente improbable, pero parecido al fin. Se convirtió en un fantasma que acechaba una ciudad fantasma. En las cafeterías y los billares resultaba demasiado blanco y distinto, en las calles elegantes demasiado harapiento. Las iglesias, cuando intentó entrar en ellas, estaban cerradas. Su cara al mirarse en los espejos le asustó con su intensidad hostil. La falsa muerte de Jumbo era para él como un acicate. En los momentos más extraños se le mofaban las visiones de su supuesta víctima, ni asesinada ni perseguida, en plena y plácida jarana en un fondeadero secreto. Con todo, su otra identidad asumía resueltamente la culpabilidad de su crimen imaginario. Compró unos guantes de piel y se deshizo del vendaje. Para comprar el billete de avión pasó toda una mañana inspeccionando varias agencias de viajes antes de decidirse por la más anónima y ajetreada. Pagó en efectivo e hizo la reserva para dos días después a nombre de Fine. Luego cogió el autobús hasta el aeropuerto y cambió la reserva para ese mismo día al anochecer. Quedaba una plaza libre. En la puerta de salida una chica de uniforme morado le pidió su pasaporte. Jonathan se sacó un guante y se lo entregó con la mano buena.

–A ver, ¿se llama Pine o Fine? –preguntó la chica.

–Lo que usted prefiera –la tranquilizó él con un destello de su vieja sonrisa hotelera, y ella le hizo pasar de mala gana... ¿O es que Rooke la había sobornado?

Cuando llegó a París no se atrevió a cruzar la barrera de Orly y pasó toda la noche sentado en el área de tránsito. Por la mañana tomó un vuelo a Lisboa, esta vez a nombre de Diñe, pues por consejo de Rooke estaba intentando llevarle un poco de ventaja al ordenador. Una vez en Lisboa se dirigió de nuevo al muelle y se ocultó otra vez.

–Se llama Star of Bethel y es una mierda de barco –había dicho Rooke–. Pero el patrón es sobornable, que es lo que más te interesa.

Vio a un hombre medio barbudo arrastrándose de una oficina de embarque a otra bajo la lluvia, y ese hombre era él. Vio al mismo hombre pagando a una chica para tener alojamiento durante una noche y durmiendo en el suelo mientras ella lloriqueaba en su cama porque tenía miedo. ¿La asustaría menos si se acostase con ella? No se quedó lo suficiente para averiguarlo sino que, marchándose antes del alba, anduvo otra vez por los muelles y dio con el Star o f Bethel atracado en el puerto exterior, un buque carbonero de doce mil toneladas, repugnante y rechoncho, con destino Pugwash, en Nueva Escocia. Pero cuando se informó en la agencia de embarque, le dijeron que la dotación ya estaba completa y que zarpaba con la marea esa misma noche. Jonathan utilizó el soborno para subir a bordo. ¿Le esperaba el capitán? A Jonathan le pareció que sí.

–¿Qué sabes hacer, hijo? –preguntó el capitán. Era un escocés cuarentón, grande y de hablar suave. Detrás de él había una filipina de diecisiete años, descalza.

–Cocinar –dijo Jonathan, y el capitán se le rió en la cara, pero lo aceptó como supernumerario a condición de que se ganara el pasaje y que el capitán se embolsara su paga.

Como ahora era un galeote, le tocaba dormir en la peor litera y recibir los insultos de la tripulación. El cocinero oficial era un demacrado lascar a quien la heroína tenía medio muerto, y no pasó mucho tiempo antes de que Jonathan hiciera el trabajo de los dos. En las pocas horas de que disponía para dormir tenían los acostumbrados sueños lujuriosos de los prisioneros, y la que jugaba el papel principal era Jed sin la bata del Meister. Y luego, una soleada mañana, la tripulación empezó a darle palmaditas en la espalda y a decir que nunca habían comido mejor en alta mar. Pero Jonathan no bajaba a tierra con ellos. Se había mantenido aparte y provisto de raciones suficientes. El observador minucioso había preferido hacerse un escondite en la bodega y seguir oculto un par de noches más para luego escabullirse de la policía del puerto. A solas en un inmenso y desconocido continente, Jonathan sufrió un tipo distinto de privación. Su determinación pareció de pronto absorbida por la brillante transparencia del paisaje. «Roper es una abstracción, igual que Jed y que yo. Estoy muerto y esto es la vida futura.» Caminando por el arcén de la autopista, durmiendo en graneros y en dormitorios para conductores, teniendo que gorronear la paga de un día a cambio de dos días de trabajo, Jonathan rezó para que le fuese devuelto el sentido de la vocación.

–Lo mejor es que vayas al Château Babette –le había dicho Rooke–. Es grande y está hecho un asco. Lo lleva una vieja bruja que no tiene ni servidumbre.

–Es el sitio ideal para que empieces a buscar tu sombra –había dicho Burr.

Sombra en el sentido de identidad. Sombra en el sentido de sustancia en un mundo donde Jonathan se había convertido en fantasma.
El Château Babette era como una vieja gallina clueca en medio del alboroto de la Avenue des Artisans. Era el Meister de la ciudad. Jonathan distinguió el hotel enseguida gracias a la descripción de Rooke, y mientras se aproximaba lo hizo por la acera de enfrente para poder verlo mejor. Era alto y enmaderado y decrépito y, tratándose de un antiguo burdel, severo. En cada esquina de su horripilante porche había una urna de piedra. Unas vírgenes desnudas y descamadas retozaban encima con un fondo selvático. Su santísimo nombre resplandecía como un fuego vertical sobre un tablón de madera carcomida, y al cruzar Jonathan la calle el fuerte viento del este lo hizo traquetear como un ferrocarril, llenándole los ojos de arena y la nariz de olor a frites y a laca de pelo.

Tras subir de dos zancadas la escalinata, empujó confiado la vetusta puerta giratoria y penetró en la oscuridad de una tumba. De muy lejos, como al principio le pareció, pudo oír unas risas de hombre y se percató del hedor de la cena de anoche. Poco a poco distinguió un buzón de cobre repujado, un reloj de péndulo con unas flores delante que le recordaron el Lanyon y luego una recepción atiborrada de correspondencia y tazas de café, iluminada por el dosel de lucecitas de colores. Le rodeaban formas de hombres, que eran los que se reían a carcajadas. Su llegada había coincidido evidentemente con un puñado de acalorados supervivientes de Quebec que buscaban un poco de acción antes de partir a la mañana siguiente hacia alguna mina del norte. Sus maletas y bolsas estaban apiladas al pie de una amplia escalera interior. Dos chicos de aspecto eslavo con pendientes y delantal verde rebuscaban de mal humor entre las etiquetas.

Et vous, Monsieur, vous êtes qui? –chilló una voz de mujer por encima del griterío.

Jonathan descubrió la majestuosa forma de la propietaria, madame Latulipe, detrás del mostrador con un turbante malva y maquillada como un payaso. Había echado la cabeza ligeramente hacia atrás para interrogarle, y estaba actuando para su público ciento por ciento masculino.

–Jacques Beauregard –contestó él.

Comment, chéri?

Jonathan hubo de repetirlo en mitad del alboroto:

Beauregard –exclamó, no habituado a elevar el tono de su voz. Pero el nombre le salió con más facilidad que el de Linden.

Pas d’baggages?

Pas d’baggages.

Alors, bon soir et amusez-vous bien, m’sieu –le chilló a su vez madame Latulipe tendiéndole la llave. Jonathan pensó que le había tomado equivocadamente por un miembro del grupo de agrimensores, pero no vio necesidad de informarla de lo contrario.

Allez-vous manger avec nous à’soir, m’sieu Beauregard? –dijo ella, dándose cuenta de que era guapo cuando empezaba a subir la escalera.

Jonathan pensó: «No, gracias, madame...» Le tocaba dormir un poco.

–¡Pero no se puede dormir con el estómago vacío, m’sieu Beauregard! –protestó coquetamente madame Latulipe, en honor una vez más de sus bulliciosos invitados–. ¡Todo hombre necesita energía cuando se va a acostar! N’est-ce pas, mes gars?

Parándose en el rellano, Jonathan se sumó valientemente a las risas pero insistió pese a todo en que debía dormir.

Bien, tant pis, d’abord! –gritó madame Latulipe.

Ni su inesperada llegada ni su desaseado aspecto parecieron turbar a la mujer. Desaseado, en Espérance, significa dar confianza y, para madame Latulipe, arbitro autoelegido de la cultura de la ciudad, señal de espiritualidad. Era un poco farouche, pero según ella farouche significaba noble, y había detectado Arte en su rostro. Era un sauvage distingué, su tipo de hombre favorito. Por su acento le había adjudicado nacionalidad francesa. O puede que belga, no era una experta, ella pasaba sus vacaciones en Florida. Sólo supo que cuando él habló en francés le pudo entender, pero que al responder ella, él se mostró inseguro como todo francés cuando oye lo que madame Latulipe considera la auténtica, la impoluta versión de su idioma.

No obstante, al basarse en estas impulsivas observaciones, madame Latulipe cometió un error perdonable. Situó a Jonathan, no en una de las plantas adecuadas para recibir damas, sino en su grenier, una de las cuatro bonitas buhardillas que a ella le gustaba reservar para sus bohemios. Y no se paró a pensar –¿y para qué, vamos a ver?– que su hija Yvonne había instalado su refugio provisional dos puertas más allá.

Por espacio de cuatro días Jonathan se quedó en el hotel sin despertar más que una parte proporcional del devorador interés de madame Latulipe por sus huéspedes varones.

–¡Conque ha desertado! –le gritó falsamente alarmada a la mañana siguiente, cuando él bajó a desayunar tarde y solo–. ¿Ya no es agrimensor? Vaya, ¿es que ha decidido hacerse poeta? En Espérance se escriben muchos poemas.

Al verle regresar por la tarde, ella le preguntó si había compuesto alguna elegía o pintado alguna obra maestra. Luego le propuso que cenara pero él volvió a rehusar.

–¿Ha ido a comer a otra parte, m’sieu? –exigió saber ella, acusándole en broma.

Él sonrió y meneó la cabeza.

Tant pis d’abord –dijo ella, su respuesta acostumbrada a casi todo.

Por lo demás, ningún problema: para madame Latulipe él era la habitación número 306. Fue el jueves, al pedirle él un empleo, cuando ella le sometió a un examen más minucioso.

–¿Qué clase de empleo, mon gars?preguntó la madame–. ¿Es que va a cantarnos algo en la disco? ¿Toca usted el violín, quizá?

Pero ella ya estaba sobre aviso. Captó la mirada de Jonathan y renovó su impresión de que era un hombre singular. Tal vez demasiado singular. Le inspeccionó la camisa y se dijo que era la misma que llevaba el día que llegó al hotel. Otro buscador que se había jugado el último dólar que le quedaba, pensó. Al menos no había habido que pagarle la comida.

–Cualquiera vale –contestó él.

–Pero si Espérance está lleno de ofertas de empleo, Jacques... –objetó madame Latulipe.

–Ya lo he probado todo –dijo Jonathan, rememorando tres días enteros de encogimientos de hombros (y cosas peores) a la francesa–. He probado en restaurantes, hoteles, barcos, hasta en las marinas del lago. He probado en cuatro minas, en dos empresas forestales, en las fábricas de cemento, en dos gasolineras y en la fábrica de papel. Allí tampoco me han querido.

–¿Pero por qué? Usted es guapo, sensible, agradable. ¿Por qué no le quieren, Jacques?

–Necesitan papeles. Mi número de seguridad social. Pruebas de ciudadanía canadiense. Pruebas de que soy un inmigrante con propiedades.

–¿Y no tiene nada de lo que le piden? ¿Tan estético es usted?

–Mi pasaporte está en Ottawa. Los de Inmigración lo están procesando. No querían creerme. Soy suizo –añadió, como si ello explicara la incredulidad de las autoridades.

Pero madame Latulipe ya había apretado el botón para que viniera su marido.

André Latulipe no nació Latulipe sino Kviatkovski. No fue hasta que su esposa heredó el hotel de su padre cuando André accedió a cambiarse el nombre completo por aquello de perpetuar una rama de la nobleza esperancina. Era un inmigrante de primera generación con cara de querubín, una frente amplia, rotunda y una mata de cabellos prematuramente blancos. Era menudo y fornido, y tan nervioso como suelen volverse los hombres a los cincuenta cuando casi se han matado a trabajar y empiezan a preguntarse para qué. De niño, Andrzej Kviatkovski se había ocultado en bodegas y contrabandeado en nevados pasos de montaña a las tantas de la noche. Le habían detenido, interrogado y puesto en libertad. Sabía bien lo que era estar frente a unos uniformes y rezar por dentro. Cuando miró la factura de la habitación de Jonathan le chocó, como le había pasado a su esposa, que no hubiera el más mínimo gasto extra. Un timador cualquiera habría utilizado el teléfono, firmado cuentas en el bar o el restaurante; y se habría largado a medianoche. Los Latulipe habían tenido algún que otro timador en su momento, y es lo que solían hacer.

Con la cuenta aún en sus manos, Latulipe miró lentamente a Jonathan de pies a cabeza, tal como había hecho antes su mujer, pero con más perspicacia: sus botas marrones de vagabundo, estropeadas pero misteriosamente limpias, sus manos pequeñas, de trabajador, puestas respetuosamente a los costados, su figura aseada, sus atormentadas facciones y esa chispa de desesperación en la mirada. Y monsieur Latulipe se sintió emparentado con ese hombre que parecía luchar por hacerse un hueco en un mundo mejor.

–¿Qué sabe hacer? –preguntó.

–Cocinar –dijo Jonathan.

Acababa de entrar a formar parte de la familia. Y de Yvonne.


Ella le conoció al momento. Era como si por mediación de su espantosa madre ciertas señales que habrían tardado meses en intercambiar hubieran sido transmitidas, y recibidas, en cuestión de segundos.

–Éste es Jacques, nuestro ultimo misterio –dijo madame Latulipe, sin molestarse en llamar y abriendo en cambio la puerta de una buhardilla situada a menos de diez metros de la de él en el mismo pasillo.

«Y tú eres Yvonne», pensó él, irradiando un enigmático pudor.

En mitad del suelo había un escritorio. Una lamparita de madera iluminaba un lado de su cara. Yvonne estaba tecleando, y al saber que era su madre siguió escribiendo hasta el final, de modo que Jonathan hubo de soportar la tensión de mirar unas greñas rubias hasta que ella decidió levantar la cabeza. Junto a la pared había una cama individual. Cestos atiborrados de ropa de cama ocupaban el resto del espacio. Había orden, sí, pero nada de recuerdos ni fotografías, únicamente una esponjera junto al lavabo y, sobre la cama, un león con una cremallera hasta la barriguita para guardar el camisón. Durante un instante de náusea Jonathan se acordó del pequinés asesinado de Sophie. «Al perro también lo maté», pensó.

–Yvonne es el genio de la familia, n’est-ce pas, ma chère? Ha estudiado arte, ha estudiado filosofía, ha leído cuantos libros se han publicado en el mundo. N’est-ce pas, ma chère? Ella aspira a ser nuestra ama de llaves, vive como una monja y dentro de dos meses se casará con Thomas.

–Y sabe teclear –dijo Jonathan, sabe Dios por qué.

La impresora fue vomitando poco a poco una carta. Yvonne le estaba mirando y él pudo ver el lado izquierdo de su cara con todo detalle: el ojo directo e indómito, la frente eslava de su padre, su misma quijada inflexible, el finísimo vello del pómulo y el flanco de su robusto cuello al descender hacia la camisa. Yvonne llevaba el manojo de llaves a modo de gargantilla y cuando se enderezó las llaves se acomodaron entre sus pechos con un tintineo breve.

Ella se puso de pie, alta y a primera vista hombruna. Ella le tendió la mano. Él no sintió vacilación alguna –¿a santo de qué?–: ¿Beauregard, nuevo en Espérance, nuevo en la vida? Ella tenía una palma firme, seca. Llevaba téjanos y fue una vez más su lado izquierdo lo que él pudo ver a la luz de la lamparita: las prietas arrugas de la tela azul que se extendían desde la entrepierna sobre el muslo izquierdo. Luego vino la formal precisión de su contacto.

«Eres una fiera solitaria –resumió él, cuando ella le devolvió tranquilamente la mirada–. Has tenido amantes tempranos. Has montado en el asiento de atrás de una Harley Davidson, colocada de hierba o algo peor. Y ahora a los veintipico has llegado a un equilibrio, lo que otros llaman un compromiso. Eres demasiado provinciana para la ciudad. Estás prometida con un individuo aburrido a quien te esfuerzas en volver más aburrido aún. Eres Jed pero cuesta abajo. Eres Jed con la dignidad de Sophie.»

Fue ella, con su madre mirando, quien le vistió.


Los uniformes del personal estaban colgados en un armario con cabida para varias personas situado en el semirrellano que había un piso más abajo. Yvonne iba en cabeza, y para cuando llegaron al armario y abrió la puerta él ya sabía que, pese a sus modales de puertas afuera, Yvonne tenían andares de mujer, no el contoneo de un marimacho ni el cimbreo de una adolescente, sino la autoridad de una mujer madura y sensual de caderas rectas.

–Para la cocina, que Jacques lleve sólo uniforme blanco, y cada día limpio, Yvonne. Nunca la misma ropa de un día para otro, Jacques, es norma de la casa, como todo el mundo sabe. En el Babette uno tiene una apasionada conciencia de la higiene. Tant pis d’abord.

Mientras su madre parloteaba, Yvonne le enseñó la chaquetilla blanca y los pantalones blancos con la parte de arriba elástica. Luego le ordenó que fuera a probárselos a la habitación treinta y cuatro. La brusquedad de Yvonne, tal vez en honor de su madre, tenía algo de sarcasmo. Al volver Jonathan, la madre insistió en que las mangas le quedaban largas, lo cual no era cierto, pero Yvonne se encogió de hombros y se las subió con unos alfileres, rozando indiferente las manos de Jonathan con las suyas y mezclando el calor de su cuerpo con el de él.

–¿Se encuentra a gusto? –le preguntó como si le importara un comino.

–Jacques siempre está a gusto. Es un hombre de recursos espirituales, n’est-ce pas, Jacques?

Madame Latulipe deseaba conocer sus preferencias de carácter privado. ¿Le gustaba bailar? Jonathan contestó que estaba dispuesto a cualquier cosa pero que a eso todavía no. ¿Cantaba, tocaba algún instrumento, actuaba, pintaba? Todos estos pasatiempos y aun otros eran factibles en Espérance, le aseguró madame Latulipe. ¿O quizá le gustaría conocer a alguna chica? Sería muy normal, dijo madame Latulipe: a muchas chicas canadienses les gustaría saber cosas de Suiza. Buscando una cortés evasiva, Jonathan se oyó decir una cosa descabellada debido a la excitación del momento:

–No podría ir muy lejos vestido así, ¿no creen? –exclamó tan fuerte que casi se echó a reír, mientras seguía tendiéndole la manga a Yvonne–. La policía me cogería en el primer cruce con esta pinta, ¿no?

Madame Latulipe soltó esa estruendosa risotada que distingue a la gente sin sentido del humor. Pero Yvonne estaba mirando detenidamente a Jonathan con atrevida curiosidad, de hito en hito. «¿Fue pura táctica o bien mi infernal prudencia? –pensó Jonathan después–. ¿O fue una indiscreción suicida que ya en los primeros momentos de nuestro encuentro le dijera que estaba huyendo de algo?»


El éxito de su nuevo empleado contentó rápidamente al matrimonio Latulipe. Empezaron a cobrarle simpatía a medida que iba demostrando sus habilidades. A cambio, el más que buen soldado les brindó todas sus horas de vigilia. Hubo una época en que Jonathan habría vendido su alma para huir de la cocina en pos de la elegancia de una chaqueta de director. Pero ya no. El desayuno empezaba a las seis para los que venían del turno de noche. Jonathan ya les esperaba. No era nada extraordinario que le pidieran un bistec de trescientos cincuenta gramos, un par de huevos y frites. Desdeñando las bolsas de patatas congeladas y el apestoso aceite que tanto gustaba a su patrona, Jonathan utilizaba patatas frescas que pelaba y sancochaba personalmente, para freirías después en una mezcla de aceite de girasol y cacahuete de la mejor calidad. Tenía siempre a punto una olla de caldo, su cajón para las hierbas y preparaba potajes, guisos de carne y pastelitos de fruta. Encontró un juego de cuchillos de acero y los afiló a la perfección. No debía tocarlos nadie más. Resucitó la vieja cocina económica que madame Latulipe había decretado era insalubre, peligrosa, fea o demasiado valiosa para hacerla servir. Cuando añadía sal, lo hacía al estilo del verdadero chef, la mano por encima de la cabeza, esparciéndola como una lluvia desde lo alto. Su biblia era un gastadísimo ejemplar de su estimado Le Répertoire de la Cuisine, que para contento suyo había encontrado casualmente en una librería de viejo de la ciudad.

Todo esto lo observó al principio madame Latulipe con una admiración ferviente, por no decir obsesiva. Le hizo hacer uniformes y sombreros nuevos, y por una nadería también chalecos color canario, botas barnizadas y jarreteras. Le compró costosas ollas y marmitas dobles, que él utilizaba empleándose a fondo. Y cuando ella descubrió que hacía servir un simple soplete de obrero para glasear el azúcar de su crème brulée, quedó tan impresionada por esa unión de lo artístico con lo mundano que insistió en hacer entrar a sus amigas bohemias en la cocina para una demostración.

–Es tan refinado, nuestro Jacques, tu ne crois pas, Mimi, ma chère? Es discreto, es guapo, es hábil, y cuando quiere extraordinariamente dominante. ¡Toma! Las señoras de edad podemos decir estas cosas, porque cuando vemos a un hombre como es debido, no hemos de sonrojarnos como chiquillas. Tant pis d’abord, Hélène?

Pero la misma reticencia que tanto admiraba en Jonathan también la estaba volviendo loca. Si no lo poseía ella, ¿quién, entonces? Al principio se dijo que debía estar escribiendo una novela, pero un reconocimiento de los papeles que había en su escritorio no aportó más que borradores de cartas quejándose a la embajada suiza en Ottawa, cartas que el observador minucioso, anticipándose a su curiosidad, había redactado para que ella las descubriera.

–¿Está enamorado, Jacques?

–Que yo sepa no, madame.

–¿Es desdichado? ¿Se siente solo?

–Estoy radiante de contento.

–¡Pero eso no es suficiente! Debe usted entregarse a fondo, arriesgarse cada día al máximo, alcanzar el éxtasis.

Jonathan dijo que su éxtasis era el trabajo.

Terminadas las comidas Jonathan podía tomarse la tarde libre, pero lo normal era que bajase al sótano para ayudar a llenar cajas de cascos vacíos en el patio mientras monsieur Latulipe verificaba la recaudación del día: que dios cogiera confesado al camarero o camarera que entrara de contrabando una botella propia y pretendiera venderla a precio de discoteca.

Tres tardes a la semana Jonathan hacía la cena para la familia. Comían temprano en torno a la mesa de la cocina, y madame Latulipe se encargaba de entretenerles con una conversación intelectual.

–¿Es usted de Basilea, Jacques?

–Cerca de Basilea, madame.

–¿De Ginebra?

–Sí, muy cerca de Ginebra.

–Ginebra es la capital de Suiza, Yvonne.

Yvonne no levantó la cabeza.

–¿Estás bien hoy, Yvonne? ¿Has hablado con Thomas? Has de hablar con él todos los días. Es lo normal cuando una está prometida.

Y a eso de las once, cuando la discoteca empezaba a animarse, Jonathan iba a echar una mano. Antes de las once los números eran una discreta exhibición de desnudez, pero después de las once el espectáculo cobraba interés y las chicas dejaban de ponerse ropa entre una actuación y otra, salvo un delantal de lentejuelas para las monedas y quizá una bata que no se molestaban en abrochar. Cuando te ofrecían sus piernas abiertas por cinco dólares extra –servicio personal en propia mesa sobre un taburete proporcionado por la casa a tal efecto–, te encontrabas con una peluda madriguera perteneciente a algún animal nocturno iluminado con luz artificial.

–¿Le gusta nuestro espectáculo, Jacques? ¿Lo encuentra cultural? ¿Le estimula aunque sea un poquito?

–Me parece muy eficaz, madame.

–Me alegro. No debemos negar nuestros sentimientos.

Las peleas eran raras y poseían esa esporádica cualidad de las escaramuzas entre cachorros. Sólo las peores terminaban con la expulsión de alguien. Chirriaba una silla, una chica se apartaba, se oía el chasquido de un puño o el tenso silencio de un forcejeo entre dos hombres. Y como salido de la nada aparecía André Latulipe cual pequeño Atlas para separarlos, tras de lo cual la clientela ocupaba de nuevo sus asientos. La primera vez, Jonathan dejó que él arreglara sus asuntos a su manera. Pero cuando aconteció que un corpulento borracho empezó a zarandear a Latulipe, Jonathan le inmovilizó el brazo detrás de la espalda y lo sacó a tomar el fresco.

–¿Dónde ha aprendido esa llave? –preguntó Latulipe mientras recogían las botellas rotas.

–En el ejército.

–¿Los suizos tienen ejército?

–El servicio es obligatorio.

Un domingo por la noche vino el sacerdote católico, luciendo un collar romano sobre un hábito remendado. Las chicas dejaron de bailar e Yvonne comió con el sacerdote un pastel de limón que él insistió en pagar sacando el dinero de un zurrón de cazador de pieles atado con una correa. Jonathan los observó desde las sombras.

En otra ocasión apareció una montaña de hombre con el cabello blanco y corto y una chaqueta de pana con coderas de piel. A su lado se contoneaba su agradable esposa enfundada en un abrigo de pieles. Los camareros ucranianos le dieron una mesa junto a la pista, él pidió champán y dos platos de salmón ahumado y se puso a mirar el show con paternal indulgencia. Pero cuando Latulipe miró a ver si encontraba a Jonathan para decirle que al inspector no le gustaba esperar la cuenta, Jonathan había desaparecido.

–¿Tiene algo contra la policía?

–Sí, hasta que me devuelvan el pasaporte.

–¿Cómo ha sabido que era un policía?

Jonathan sonrió cautivadoramente, pero sin ofrecer una respuesta que Latulipe pudiera recordar después.


–Tendríamos que decírselo –repitió madame Latulipe por decimoquinta vez consecutiva, tumbada en la cama sin poder dormir–. Le está provocando a propósito. Ya vuelve con sus trucos de siempre.

–Pero si no hablan nunca... Ni siquiera se miran –protestó su marido, apartando el libro.

–¿Y no sabes por qué? ¿Dos criminales como ellos?

–Ella está prometida con Thomas y se casará con Thomas –dijo él–. ¿Desde cuándo un crimen no es un crimen? –añadió en broma.

–Ya estás hablando como un bárbaro. Los bárbaros no tienen intuición. ¿Le has dicho a él que no duerma con las chicas de la discoteca?

–Parece que no muestra inclinación a hacerlo.

–¡Lo ves! Pues sería mejor que lo hiciera, sabes.

–Jacques es un atleta, por el amor de Dios –le espetó Latulipe, vencido por su genio eslavo–. Tiene otras salidas... Se va a correr. Da caminatas por el monte. Navega. Va en moto. Cocina. Trabaja. Duerme. No todos son maníacos sexuales.

–Entonces es un tapette –proclamó madame Latulipe–. En cuanto le vi lo adiviné. Yvonne está perdiendo el tiempo. Le servirá de lección a esa chiquilla.

–¡No es ningún tapette! ¡Pregúntaselo a los ucranianos! ¡Es absolutamente normal!

–¿Has visto ya su pasaporte?

–¡Su pasaporte no tiene nada que ver con que sea o no tapette! Está en la embajada suiza otra vez. Primero han de renovarlo, y luego lo mandan a sellar a Ottawa. Lo están zarandeando al pobre, con tanta burocracia...

–¡Que lo están zarandeando con tanta burocracia...! ¡Siempre con lo mismo! ¿Pero quién se ha creído que es? ¿Víctor Hugo? ¡Los suizos no hablan así!

–Yo no sé cómo hablan los suizos.

–¡Pues pregúntale a Cici! Ella dice que los suizos son muy bastos. Estuvo casada con uno. Sabe de qué va. Beauregard es francés, estoy segura. Cocina como un francés, habla como un francés, es arrogante como un francés, artero como un francés. ¡Pues claro que es francés! ¡Francés y mentiroso!

Respirando pesadamente, madame Latulipe miró el techo salpicado de estrellitas de papel que relucían en la oscuridad.

–Su madre era alemana –dijo Latulipe, intentando calmar los ánimos.

–¿Qué? ¡Tonterías! Los alemanes son rubios. ¿Quién te lo ha dicho?

–Él. Anoche había unos ingenieros alemanes en la disco. Beauregard habló en alemán con ellos; parecía un nazi. Se lo pregunté. También habla inglés.

–Debes decírselo a las autoridades. Que normalice su situación o que se vaya. ¿De quién es el hotel, mío o suyo? Estoy convencida de que es un ilegal. Llama demasiado la atención, ese Jacques. C’est bien sûr!

Dándole la espalda a su marido, madame Latulipe encendió su radio y se puso a contemplar con furia las estrellitas de papel.
Jonathan fue con su Harley Davidson alquilada a recoger a Yvonne al Mange-Quick de la carretera norte, diez días después de que Yvonne le vistiera de blanco cocinero. Se habían encontrado en el pasillo de arriba aparentemente de casualidad, oyendo cada cual al otro primero. Él dijo que tenía libre al día siguiente, y ella le preguntó que qué iba a hacer. Pensaba alquilar una moto, dijo él, a lo mejor me iré a ver unos lagos.

–Mi padre tiene una barca en su chalet –dijo Yvonne, como si su madre no existiera. Al día siguiente le esperaba tal como habían acordado, pálida pero resuelta.

El paisaje era aburrido y majestuoso con el bosque azul y el cielo despejado. Pero a medida que corrían hacia el norte el día se fue volviendo gris y el viento del este les trajo la llovizna. Llovía sin reservas para cuando llegaron al chalet. Se desnudaron el uno al otro y Jonathan creyó que transcurría una vida entera durante la cual apenas hubo alivio ni apaciguamiento mientras compensaba meses y meses de abstinencia. Ella se debatía sin quitarle los ojos de encima salvo para brindarle una actitud distinta, la de otra mujer.

–Espera –susurró ella.

Su cuerpo suspiró y volvió a caer para levantarse, estirada la cara, fea incluso, pero sin llegar a reventar. Se le escapó un grito de rendición, pero tan distante que podía haber venido de los anegados bosques circundantes o de lo más hondo del lago gris. Ella montó sobre él y empezaron a trepar de nuevo, cima tras cima, hasta fundirse en uno.

Jonathan se acostó a su lado, mirando atentamente cómo respiraba, tomándose a mal que descansara. Intentó descifrar a quién estaba engañando: ¿a Sophie o, como de costumbre, a él mismo? Estaban engañando a Thomas. Ella se volvió de lado, dándole la espalda. Su belleza aumentaba la soledad de él; Jonathan empezó a acariciarla.


–Es un buen hombre –dijo Yvonne–. Metido en antropología; los indios y sus derechos... Su padre es abogado, trabaja con la tribu de los cree. Thomas quiere seguir los pasos de su padre.

Había encontrado una botella de vino y la había traído a la cama. Su cabeza reposaba en el pecho de él.

–Estoy seguro de que me caería muy bien –dijo cortésmente Jonathan, imaginándose a un sesudo soñador con un jersey Fair Isle componiendo cartas de amor en papel reciclado.

–Tú eres mentira –dijo ella, besándole distraídamente–. Eres una especie de mentira. Eres todo de verdad pero eres mentira. No te comprendo.

–Soy un fugado –dijo él–. Tuve un problema en Inglaterra.

Ella se encaramó a su cuerpo y puso la cabeza junto a la de él.

–¿Quieres hablar de ello?

–He de conseguir un pasaporte –dijo él–. Lo de ser suizo es una tontería. En realidad soy británico.

–¿Que eres qué?

Yvonne estaba alterada. Cogió el vaso de él y bebió un poco, mirándole por encima del borde.

–A lo mejor podríamos robar uno y cambiar la foto –dijo–. Un amigo mío lo hizo.

–A lo mejor sí –concedió él.

Ella le estaba acariciando. Tenía los ojos ardiendo.

–He probado todo lo que se me ocurría –dijo él–. He registrado las habitaciones de los huéspedes, mirado en los aparcamientos: no hay nadie que lleve pasaporte. He ido a la oficina de correos, he cogido los papeles, he estudiado las formalidades. Fui al cementerio en busca de algún muerto de mi edad, pensando que podría recurrir en nombre de otra persona. Pero en estos tiempos uno nunca sabe qué es seguro: puede que los muertos estén ya todos en un ordenador.

–¿Cuál es tu verdadero nombre? –susurró ella con los labios tirantes–. ¿Quién eres? ¿Quién eres?

Una maravillosa paz momentánea descendió sobre él al hacerle el último obsequio:

–Pine. Jonathan Pine.
Vivían todo el día desnudos, y cuando despejaba la lluvia iban en barca a una isla en el centro del lago y nadaban desnudos desde la playa de guijarros.

–Dentro de cinco semanas entrega su tesis –dijo ella.

–¿Y luego?

–Boda con Yvonne.

–¿Y luego?

–Trabajar con los indios en el monte. –Le dijo dónde. Nadaron un poco más.

–¿Los dos? –preguntó él.

–Claro.


–¿Por cuánto tiempo?

–Un par de años. Para ver cómo va. Tendremos niños. Seis, más o menos.

–¿Le serás fiel?

–Pues claro. A veces.

–¿Allí quién vive?

–Sobre todo, indios cree. Le gustan mucho los cree. Habla muy bien su lengua.

–¿Y la luna de miel? –preguntó Jonathan.

–¿Luna de miel, Thomas? Para él la luna de miel es ir a un McDonald y jugar a hockey en el estadio.

–¿Suele viajar?

–A los territorios del noroeste. Keewatin. Yellowknife. Great Slave Lake. Normal Wells. No para.

–Al extranjero, quiero decir. Ella sacudió la cabeza:

–Thomas no. Él dice que en Canadá está todo.

–¿El qué?

–Todo lo que se necesita. Aquí hay de todo. ¿Para qué ir más lejos? Dice que la gente viaja demasiado. Y tiene razón.

–Entonces no necesita pasaporte –dijo Jonathan.

–Vete al infierno –dijo ella–. Volvamos a la playa.

Pero después de hacer la cena y otra vez el amor, ella ya le estaba escuchando.
Hacían el amor cada día o cada noche. En las primeras horas de la madrugada, cuando él volvía de la discoteca, Yvonne esperaba despierta en la cama su discreta señal en la puerta. Él se acercaba de puntillas y ella le atraía a lo más profundo de su cuerpo, su último trago antes del desierto. Su manera de hacer el amor era casi estática. La buhardilla era como un tambor, cualquier ruido retumbaba por todo el edificio. Cuando ella empezaba a gritar de placer, él le ponía la mano sobre la boca y ella se la mordía, dejándole en el pulgar la marca de sus dientes.

–Si tu madre nos descubre, me va a echar –le dijo él.

–Y qué –susurró ella, arrimándose más–. Me iré contigo. –Parecía haber olvidado todo cuanto le había dicho acerca de sus planes.

–Necesito un poco más de tiempo –insistió él.

–¿Para el pasaporte?

–Para ti –replicó él, sonriendo en la oscuridad.

Ella no quería que se fuera, pero no se atrevía a retenerle. Madame Latulipe tenía la manía de presentarse en su cuarto a las horas más intempestivas. «¿Duermes, mi cocotte? ¿Eres feliz? Sólo faltan cuatro semanas para la boda, mon p’tit choux. La novia ha de descansar.»

Una vez, cuando apareció su madre, Jonathan estaba acostado junto a Yvonne a oscuras, pero por fortuna madame Latulipe no encendió la luz.

Fueron en el Pontiac azul claro de Yvonne a un motel que había en Tolérance, y gracias a Dios que él le dijo que saliera primero de la habitación, porque cuando se dirigía al coche oliendo todavía a él vio a Mimi Leduc sonriéndole a medias desde el coche contiguo.

Tu fais visite au show? –chilló Mimi, bajando su ventanilla.

–Ajá.

C’est super, n’est-ce pas? ¿Tú as vu le vestidito negro? ¿El très estrecho, très sexy?



–Ajá.

–¡Me lo he comprado! Toi aussi faut l’achêter! Pour ton a-ju-aaar!

Hicieron el amor en una habitación desocupada mientras su madre estaba en el supermercado, y también en el armario de los uniformes. Ella había adquirido la temeridad del obseso sexual. El riesgo era como una droga para ella. Se pasaba el día entero preparando el momento de estar a solas con él.

–¿Cuándo irás a ver al cura?

–Cuando esté preparada –contestó ella con algo de la singular dignidad de Sophie.

Yvonne decidió estarlo al día siguiente.


El viejo cura Savigny nunca había defraudado a Yvonne. Desde pequeña ella le había confiado sus apuros, victorias y confesiones. Cuando su padre la emprendía a golpes con ella, era el viejo Savigny quien le curaba el ojo amoratado y la convencía. Cuando su madre la volvía loca, el viejo Savigny se reía con ganas y le decía: «A veces es un poco tonta.» Cuando Yvonne empezó a acostarse con chicos, él nunca le dijo que se lo tomara con calma. Y cuando perdió la fe él se entristeció, pero Yvonne continuó visitándole cada domingo después de esa misa a la que ya nunca acudía, provista de lo primero que pillaba en el hotel: una botella de vino o, como aquella noche, de whisky escocés.

–¡Bon, Yvonne! Siéntate. Dios mío, estás como una manzana en su punto. Pero, santo cielo, ¿qué me traes? ¡Soy yo el que debe hacer regalos a la novia!

Bebió a su salud, retrepado en su silla y mirando al infinito con sus acuosos ojos de viejo.

–En Espérance estamos obligados a amarnos los unos a los otros –afirmó Savigny en plena homilía para futuros matrimonios.

–Lo sé.

–No hace mucho, éramos todos unos desconocidos, todos echábamos de menos la familia, nuestro país, todos teníamos miedo del monte y de los indios.



–Lo sé.

–Así que nos unimos. Y nos amamos los unos a los otros. Fue algo natural. Necesario. Y consagramos nuestra comunidad a Dios. Y nuestro amor a Dios. Nos convertimos en Sus hijos de la tierra salvaje.

–Lo sé –dijo otra vez Yvonne, deseando no haber venido.

–Y hoy en día somos buenos ciudadanos. Espérance ha crecido. Es un lugar bonito, agradable, cristiano. Pero aburrido. ¿Cómo es Thomas?

–Maravilloso –dijo ella, cogiendo su bolso.

–Pero ¿cuándo me lo vas a presentar? Si es por tu madre que no le dejas venir a Espérance, es hora de someterle a la prueba de fuego. –Se rieron los dos. A veces el viejo Savigny podía ser así de perspicaz, e Yvonne le quería por ello–. Ha de ser un chico interesante para pescar a una chica como tú. ¿Está muy ansioso? ¿Te ama con locura? ¿Te escribe tres veces al día?

–Thomas es más bien olvidadizo.

Rieron de nuevo mientras el viejo cura repetía «olvidadizo» y meneaba la cabeza. Ella abrió su bolso y extrajo dos fotografías envueltas en celofán y le entregó una a él. Luego le tendió las viejas gafas de montura metálica que él tenía sobre la mesa. Y esperó a que enfocara la fotografía.

¿Este es Thomas? ¡Santo Dios, pero si es muy guapo! ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Olvidadizo? ¿Éste? ¡Tu madre se pondría de rodillas a los pies de un hombre así!

Mirando todavía la foto de Jonathan con el brazo estirado, la puso de lado para captar la luz que entraba por la ventana.

–Voy a llevármelo de luna de miel sorpresa –dijo Yvonne–. Él no tiene pasaporte. Le pondré uno en la mano cuando estemos en la capilla.

El anciano estaba ya buscando un bolígrafo en su chaqueta. Ella le tendió uno que tenía preparado. Dio la vuelta a las fotografías y miró cómo el cura las firmaba una detrás de otra a velocidad de crío, en su calidad de ministro de la Iglesia a quien las leyes de Quebec autorizaban a formalizar matrimonios. Yvonne sacó del bolso el impreso azul para solicitar pasaportes: «Formule A pour les personnes de 16 ans et plus», y le señaló dónde debía firmar otra vez como testigo por ser conocido personal del solicitante.

–¿Y cuánto hace que le conozco? ¡Si yo nunca he visto a este tunante!

–Ponga que de toda la vida –dijo Yvonne, y vio que escribía «La vie entière».

«Tom –le telegrafió ella triunfante aquella noche–: La Iglesia necesita tu partida de nacimiento. Mándamela urgente a Babette. Quiéreme mucho. Yvonne.»

Cuando Jonathan rozó la puerta de su cuarto, ella fingió que dormía y no se movió. Pero cuando él estuvo al lado de su cama, ella se irguió y le abrazó con más furia que nunca.

–Lo he hecho –le susurró una y otra vez–. ¡Lo conseguí! ¡Verás cómo funciona!
Fue poco después de este episodio y prácticamente a la misma hora del anochecer cuando madame Latulipe efectuó su visita previamente concertada al obeso inspector de policía en su magnífico despacho. Ella llevaba un vestido malva, quizá en señal de medio luto.

–Angélique –dijo el inspector, arrastrando una silla–. Siempre a tu disposición, querida.

Al igual que el cura, el inspector era un viejo rastreador. Fotografías con firma colgadas de las paredes le retrataban en la flor de su juventud, ya vestido de pieles llevando un trineo, ya como héroe solitario montado a caballo en plena persecución. Pero estos recordatorios le hacían un flaco servicio al inspector. Una rala barba blanca ocultaba ahora el en tiempos varonil perfil. Una brillante panza a modo de pelota marrón ocupaba la parte superior del cinturón de su uniforme.

–¿Alguna de tus chicas se ha metido otra vez en problemas? –preguntó el inspector con una sonrisita cómplice.

–Gracias por el interés, Louis, que yo sepa no.

–¿Alguien ha metido la pezuña en la caja?

–No, Louis, nuestras cuentas están en orden, gracias. El inspector, al reconocer ese tono de voz, erigió sus defensas.

–Me alegro, Angélique. Últimamente se habla mucho de robos. Esto ya no es lo que era. Une p’tite copa?

–Gracias, Louis, pero no vengo en visita de cortesía. Deseo que investigues a un joven que ha contratado André.

–¿Qué es lo que ha hecho?

–Di más bien qué ha hecho André. Porque ha contratado a un hombre sin documentación. Creo que se ha comportado como un naïf.

–André es muy bondadoso. De lo mejorcito que conozco.

–Demasiado bueno, quizá. Ese hombre lleva con nosotros diez semanas y sus papeles no han llegado todavía. Nos ha puesto en una situación de ilegalidad.

–Bueno, Angélique, esto no es Ottawa, ya lo sabes.

–Dice que es suizo.

–Quizá sea verdad. Suiza es un buen país.

–Primero le dice a André que los de Inmigración le han retenido el pasaporte, luego le dice que está en la embajada suiza porque se lo han de renovar, y ahora que lo tiene no sé qué otra autoridad. ¿Dónde?

–Bueno, yo no lo tengo, Angélique. Ya conoces Ottawa. Esos mariquitas se tiran tres meses para limpiarse el culo –dijo el inspector, sonriendo imprudentemente su afortunada frase.

Madame Latulipe se sonrojó. No fue un rubor decoroso, sino una cetrina y desigual furia que puso nervioso al inspector.

Ése no es suizo –dijo ella.

–¿Y cómo lo sabes tú, Angélique?

–Porque he llamado a la embajada. Dije que era su madre.

–¿Y?

–Dije que estaba furiosa por la tardanza, que mi hijo no podía trabajar, que tenía deudas, que estaba deprimido, y que si no pueden mandarle el pasaporte que le envíen al menos una carta confirmando que todo está en regla.



–Creo que hiciste bien, Angélique. Eres una gran actriz. Todos lo sabemos.

–No tienen ninguna pista de él. No hay ningún Jacques Beauregard que sea suizo y que viva en Canadá, se lo ha inventado todo. Ese hombre es un seductor.

–¿Un qué?

–Ha seducido a mi hija Yvonne. Ella está loca por él. Es un impostor de cuidado y tiene pensado robarme a mi hija, robar el hotel, robarnos la tranquilidad, la alegría, la...

Madame Latulipe tenía una larga lista de cosas que Jonathan les estaba robando. La había confeccionado en sus noches de insomnio, añadiendo cosas a medida que su hija iba mostrando nuevos indicios de obsesión por el ladrón. El único delito que había omitido era el robo de su propio corazón.

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