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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Los primeros en verlo fueron los hermanos Hosken. Estaban en Layon Head halando sus langosteras. Pete lo vio y Pete no dijo ni una maldita palabra. Nunca hablaba en el mar. Tampoco es que dijera gran cosa cuando estaba en tierra, la verdad. Aquel día habían tenido suerte con las langostas. Cuatro hermosuras habían cogido, pesaban diez libras en total, pobres criaturas.

Pete y su hermano Redfers fueron hasta Newlyn en su vieja camioneta de correos y obtuvieron dinero a cambio, pues ellos sólo hacían tratos si había dinero contante y sonante. Y de vuelta a Porthgwarra, Pete se volvió hacia Redfers y le dijo:

–¿Te has fijado en la luz que había esta mañana en la casita del Lanyon?

Y resultó que Redfers también la había visto pero sin darle ninguna importancia. Había supuesto que se trataba de algún hippy o moderno como los llamen, uno de esos maricones que están acampados cerca de St. Just.

–A lo mejor ha ido un yuppy de tierra adentro y ha comprado la casa –sugirió Redfers a modo de ocurrencia tardía–. Ya hace mucho que está vacía. Casi un año. Maldita sea, aquí no hay un solo tío capaz de reunir semejante cantidad de dinero.

Eso era algo que Pete no pensaba tolerar. La sugerencia de Redfers le chirriaba en los oídos.

–¿Cómo vas a comprar una casa si no puedes dar con el cabrón de propietario? –le preguntó abruptamente a su hermano–. Esa casa es de Jack Linden. Nadie puede comprar la casa a menos que primero encuentre a Jack Linden.

–Entonces, puede que sea Jack el que ha vuelto –dijo Redfers. Otro tanto había pensado Pete, pero sin decirlo, de modo que se burló y le dijo a Redfers que era un tonto.

Pasaron unos días y ninguno de los dos encontró nada más que decir sobre el particular, ya fuera a su hermano o a cualquier otra persona. Con la temporada de buen tiempo que disfrutaban y la caballa subiendo, y hasta besugos si uno sabía dónde buscarlos, ¿a santo de qué iban a preocuparse porque hubiera luz en la ventana del cuarto de arriba de la casita de Jack Linden?

Hubo de transcurrir una semana, una tarde en que estaban echando el último vistazo a unos bajíos muy queridos por Pete a un par de millas al sudoeste del Lanyon y notaron el olor a leña quemada en la brisa terral, hasta que ambos llegaron por separado a la misma y no manifiesta decisión de dejarse caer por allí y averiguar así quién diantre estaba viviendo en la casa; lo más probable es que fuera ese gitano de Slow-and-Lucky y su maldito perro mestizo. Si era él, no pintaba nada en esa casa. Lucky no, desde luego. No estaría bien.

Mucho antes de llegar a la puerta de la casa supieron que no se trataba de Lucky o de alguien parecido. Cuando Lucky ocupaba una casa no le daba por cortar enseguida la hierba del caminito de entrada ni por sacarle brillo al tirador de la puerta para las visitas, no señor. Y tampoco metía en el corral una yegua zaina. «¡Joder, chico, era tan bonita que casi sonreía y todo!» Lucky tampoco tendía prendas de mujer en la cuerda de la ropa, aunque un poco pervertido sí que era. Ni se quedaba inmóvil como un condenado buitre en la ventana del salón, más fantasma que hombre, un fantasma conocido, eso sí, pese a todos los kilos que había perdido, desafiándote a subir por el caminito para poder romperte las piernas igual que casi le hizo a Pete Pengelly aquella vez que intentaban cazarle sus conejos.

Antes de poner tierra por medio y volverse a toda prisa por el sendero, los Hosken repararon en que se había dejado barba: larga y sucia como las que se llevan en Cornualles, más parecida a un disfraz que a un montón de pelo. ¡Dios nos asista! ¡Jack Linden con barba de Jesucristo!

Pero cuando Redfers, que por entonces cortejaba a Marilyn, hizo de tripas corazón y le comunicó a Mrs. Trethewey, su futura suegra, que Jack Linden había vuelto al Lanyon, no su espectro sino en carne y hueso, ella se exasperó sin necesidad:

–Si ése es Jack Linden, yo también lo soy –contestó–. O sea que no me vengas con tonterías, Redfers Hosken. Son un caballero irlandés y su señora, que han venido a criar caballos y a pintar cuadros. Se han comprado la casa y han pagado sus deudas, porque quieren empezar una nueva vida. Y ya va siendo hora de que tú hagas lo mismo.

–A mí me pareció que era Jack –dijo Redfers, con más brío del que pensaba.

Mrs. Trethewey permaneció un momento callada, reflexionando hasta dónde podía hablar sin peligro a un muchacho de tan cortas entendederas.



–Escúchame bien, Redfers –le dijo–. Ese Jack Linden que vino hace tiempo por aquí vive más allá de las montañas. La persona que está ahora en el Lanyon... sí, de acuerdo, puede que sea un pariente de Jack, es posible, y existe cierto parecido para quienes no llegaron a conocerle a fondo. La policía ha estado aquí, sabes, Redfers. Un persuasivo caballero de Yorkshire, encantador a más no poder, vino directamente de Londres y habló con ciertas personas. Y ese que a algunos de aquí les recuerda a Jack Linden es un inocente desconocido para los que están al cabo de la calle. Conque me harás el favor de no hablar nunca más cuando no debes, porque si lo haces perjudicarás a dos personas muy preciadas.

Agradecimientos


Mi reconocimiento por la ayuda prestada a Jeff Leen, de The Miami Herald; y a Rudy Maxa, Robbyn Swan y Jim Webster de Webster Associates; a Edward Nowell de Nowell Antiques; a Billy Coy de Enron; a Abby Redhead de ABS; a Roger y Anne Harris de Harris’s Restaurant, en Penzance; a Billy Chapple de St. Buryan; y a los espíritus amigos de la Drug Enforcement Agency norteamericana y del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, a quienes por razones obvias no puedo mencionar aquí. Como no sería apropiado nombrar a los tratantes de armas que me abrieron sus puertas, contrariamente a aquellos que echaron a correr en cuanto supieron de mi interés, ni a un ex soldado británico destinado en Irlanda que me permitió saquear su memoria. La dirección de cierto gran hotel de Zurich, fiel a su tradición, demostró una caballerosa indulgencia para con las flaquezas de un viejo huésped. Scott Griffin me llevó a Canadá; Peter Dormán y sus colegas de Chicago House en Luxor me demostraron una cortesía extraordinaria y me abrieron los ojos a los esplendores del antiguo Egipto; Frank Wisner me descubrió un El Cairo que jamás olvidaré; los Mnushin me prestaron su trocito de paraíso; Keven Buckley me llevó por el buen camino; Dick Koster me ofreció las llaves de Fabergé; Gerasimos Kanelopulos me lo consintió todo en su librería; Luis Martínez me dio una preciosa muestra de la magia de Panamá; Jorge Ritter me enseñó Colón y mucho más; Barbara Deshotels fue mi guía particular en Curaçao. Si no he logrado estar a la altura de su hospitalidad y de sus sabias palabras, es sólo culpa mía, no de ellos. De todas las personas que en algún momento me ofrecieron su aliento y su colaboración, John Calley y Sandy Lean están tan próximos que es casi exagerado darles las gracias, pero sin ellos el Iron Pasha tal vez nunca se hubiera hecho a la mar.

1 Sir Douglas Haig, mariscal de campo de las fuerzas británicas en Francia durante la Gran Guerra. (N. del T.)

1 El Embaucador. (N. del T.)

2 Langley. Localidad en el estado de Virginia donde la CIA tiene su cuartel general. (N. del T.)

1 Recuerde el lector que la acción transcurre en Inglaterra. (N. del T.)

1 Juego de palabras: shell, «concha», significa también «proyectil». (N. del T.)

1 En alusión a Darker, «más oscuro». (N. del T.)

1 Irlandeses. Es un término más bien ofensivo. (N. del T. )

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