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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Jonathan volvía a estar en su cama de hierro de la academia militar después de que le extirparan las amígdalas, sólo que la cama era enorme y blanca, tenía blandas almohadas de plumón con los bordes recamados como solía haber en el Meister, y un pequeño cojín con hierbas aromáticas.

Se encontraba en la habitación del motel que quedaba a un trecho en camión desde Espérance, curándose la maltratada mandíbula con las cortinas corridas y sudando la gota gorda por la fiebre tras haber telefoneado a una voz sin nombre para decir que había encontrado su sombra, sólo que tenía la cabeza vendada, llevaba un pijama de algodón muy fresco, y cosida al bolsillo había una cosa que hacía rato intentaba leer por Braille. No era una M de Meister o una P de Pine o una B de Beauregard o una L de Linden y Lamont. Más bien una estrella de David con demasiadas puntas.

Se encontraba en la buhardilla de Yvonne escuchando las pisadas de madame Latulipe a la media luz. Yvonne no estaba, pero sí la buhardilla... sólo que este cuarto era mayor que el de Yvonne y mayor que el de Camden Town, donde Isabelle había pintado sus cuadros. Y tenía unas flores rosas en un jarrón de porcelana de Delft y un tapiz con damas y caballeros practicando la cetrería. De una viga colgaba un ventilador que giraba con regularidad.

Se encontraba tumbado junto a Sophie en el apartamento del Chicago House en Luxor mientras ella hablaba de valentía... sólo que el olor que le cosquilleaba la nariz era de pebete, no de vainilla. «Dijo que eso me serviría de lección –estaba diciendo ella–. Pero no soy yo la que necesita una lección, sino Freddie Hamid y su desagradable Dicky Roper.»

Se percató de las persianas cerradas que dejaban colar la luz en finas hojuelas de sol, y de la cortina de delicada muselina blanca. Volvió la cabeza hacia el otro lado y vio una bandeja de plata del Meister como las que usaban para el servicio de habitaciones, con una jarra de zumo de naranja y una copa de cristal tallado y un paño de encaje cubriendo la bandeja. Al fondo de un suelo generosamente alfombrado, distinguió entre la neblina de su mermada vista el vano de una puerta que daba a un gran cuarto de baño con toallas de tamaños ascendentes dobladas sobre un toallero.

Pero para entonces le temblaban los ojos y todo él daba saltos como le pasaba a los diez años siempre que veía sus dedos en la puerta del coche de alguien, y entonces cayó en la cuenta de que estaba tumbado sobre su vendaje, y que tenía ese vendaje en el lado de la cabeza que le habían aplastado y el doctor Marti le había recompuesto. De manera que giró la cabeza hacia donde estaba antes de iniciar su observación minuciosa y se quedó mirando cómo daba vueltas el ventilador hasta que se disiparon las punzadas de dolor y el giroscopio del soldado clandestino que llevaba dentro empezó a estabilizarse.

«Eso es lo que pasará cuando pases la maroma», había dicho Burr.

«Tendrán que dejar alguna señal –había dicho Rooke–. No puedes salir con el chico en brazos para que todos te aplaudan.»

«Fractura de cráneo y pómulo», había dicho Marti. Conclusión, ocho en la escala de Richter, diez años de soledad en un cuarto a oscuras.

Tres costillas rotas, podían haber sido treinta.

Graves magulladuras en los testículos a consecuencia de la tentativa de castración mediante la puntera de una robusta bota de instrucción.

Pues, al parecer, una vez que Jonathan hubo pasado por los culatazos, fue su ingle la que sufrió el ataque de los dos hombres que, entre otras huellas, dejaron la perfecta marca de una bota talla cuarenta y ocho en la cara interna del muslo, para gran jolgorio de las enfermeras.

Una silueta en blanco y negro apareció fugazmente en su campo visual. En conjunto blanca. Cara negra. Piernas negras, medias blancas. Zapatos blancos con suela de goma y cierre de velero. De entrada le había parecido que era una sola persona; ahora sabía que eran varias. Le visitaban como aparecidos, dedicándose a sacar el polvo sin decir palabra, a cambiarle las flores y el agua de beber. Una se llamaba Phoebe y tenía aires de enfermera.

–Hola, Mr. Thomas. ¿Cómo estamos hoy? Me llamo Phoebe. Miranda, ve ahora mismo por esa escoba y haz el favor de barrer debajo de la cama de Mr. Thomas. Sí, señora.

Conque soy Thomas, pensó. No Pine. Thomas. O quizá Thomas Pine.

Se quedó otra vez medio dormido y al despertar vio el fantasma de Sophie con sus pantalones blancos, echando píldoras en un vaso de papel. Entonces se le ocurrió que debía tratarse de una enfermera nueva. Entonces vio el cinturón ancho con la hebilla de plata y la exasperante línea de sus caderas y los revueltos cabellos castaños. Y pudo oír esa voz de Reina de la Cacería, que no respetaba a nada ni a nadie.

–Pero Thomas –protestaba Hed–. Seguro que hay alguien que le quiere mucho. ¿Madre, novia, padre, amigos? ¿No tiene a nadie?

–A nadie –insistió él.

–¿Quién es Yvonne, entonces? –preguntó ella, poniendo la cabeza a unos centímetros de la de él, con una mano abierta en su espalda y la otra en el pecho para incorporarle–. ¿Es tan absolutamente encantadora?

–Simplemente una amiga –dijo él, oliéndole el pelo recién lavado.

–Bien, y ¿no deberíamos decírselo a Yvonne?

–No, no –contestó él con excesiva brusquedad.

Jed le dio las píldoras y un vaso de agua.

–Bueno, el doctor Marti dice que ha de dormir muchísimo, así que no piense en otra cosa salvo en ponerse bien pero, eso sí, muy poquito a poco. Hablando de entretenimientos, ¿qué prefiere?, ¿libros, una radio? Todavía no, claro, dentro de un día o dos. No sabemos nada de usted, salvo que Roper dice que se llama Thomas, así que diga sólo lo que necesita. En la casa grande tenemos una librería enorme, con montones de cosas cultísimas, ya le dirá Corky de qué se trata, y podemos pedirle todo lo que quiera, que nos lo mandan de Nassau en avión. No tiene más que chillar. –Sus pálidos ojos, lo bastante grandes como para ahogarse dentro.

–Gracias. Chillaré.

Ella posó su mano en la cara de él para ver si tenía fiebre.

Nunca podremos agradecérselo bastante –dijo, dejando allí la mano–. Roper se lo explicará mucho mejor que yo cuando vuelva, pero en cualquier caso, es usted todo un héroe. Qué valentía –dijo ella desde la puerta–. Mierda –agregó la alumna de las monjas, viendo que se había enganchado el bolsillo de los pantalones en el tirador.
Entonces se dio cuenta de que no era la primera vez que se veían desde que se encontraba aquí, sino la tercera, y que las dos primeras tampoco habían sido sueños.

«En nuestro primer encuentro me sonreíste, y eso estuvo bien: te quedaste callada y yo pude pensar, y algo ocurrió entre los dos. Te habías puesto el pelo detrás de las orejas, vestías pantalones de montar y una camisa tejana. Yo te pregunté: “¿Dónde estamos?”, y tú contestaste: “Esto es la isla de Roper. Crystal. Mi casa.”

»La segunda vez yo tenía una sensación de vaguedad y pensé que eras mi ex mujer Isabelle esperando a que la llevase a cenar, porque te habías puesto un traje pantalón absolutamente ridículo con charreteras en las solapas. “Si necesita algo, tiene un timbre justo al lado de la jarra de agua”, dijiste. Y yo: “Ya le llamaré.” Pero en realidad, estaba pensando: ¿por qué diantre has de disfrazarte de Arlequín?»

«Su padre se arruinó para no ser menos que el país –dijo Burr con mala uva–. Servía clarete del mejor y no podía pagar la factura de la luz. No quería mandar a su hija a una academia de secretarias porque decía que eso era rebajarse mucho.»


Sobre el lado bueno y mirando al tapiz, Jonathan divisó una señora con sombrero de ala ancha a quien reconoció sin sorprenderse: era tía Annie Ball, la cantante.

Annie era una mujer valerosa y cantaba buenas canciones, pero su marido el campesino se emborrachaba y detestaba a todo el mundo. Así que un día Annie se puso el sombrero e hizo sentar a Jonathan a su lado en la camioneta con la maleta en la trasera, y le dijo que se iban de vacaciones. Recorrieron muchos kilómetros y cantaron canciones hasta llegar a una casa con una puerta en la que se leía esta dura inscripción: chicos. Entonces Annie Ball se echó a llorar y le dio a Jonathan el sombrero como promesa de que ella volvería enseguida a buscarlo, y Jonathan subió a un dormitorio donde había muchos otros chicos y colgó el sombrero de una esquina de la cama para que Annie supiera cuál de los chicos era él cuando volviese. Pero Annie no volvió, y cuando Jonathan despertó por la mañana los demás chicos del dormitorio estaban poniéndose su sombrero por turnos. Y Jonathan peleó por él, ganando a todos los contendientes, y envolvió el sombrero en papel de periódico y lo mandó por correo, sin dirección alguna, echándolo en un buzón rojo. Habría preferido quemarlo, pero no tenía cerillas.

«Aquí también llegué de noche –pensó–. En un Beechcraft blanco de dos cilindros, azul por dentro. Frisky y Tabby, y no el vigilante del orfanato, registraron mi equipaje en busca de golosinas prohibidas.»
«Le hice daño por Daniel –concluyó.

»Le hice daño para pasar la maroma.

»Le hice daño porque estaba harto de esperas y simulaciones.»
Jed estaba de nuevo en la habitación. Para el observador minucioso no había ninguna duda. No era su perfume porque no se ponía, ni su sonido porque no hacía ninguno. Y durante un buen rato no pudo verla, así que no era por eso. Debió de ser el sexto sentido del observador profesional, cuando sabes que el enemigo está presente pero todavía no sabes cómo lo has sabido.

–¿Thomas?

Fingiendo dormir, Jonathan escuchó cómo se acercaba de puntillas. Intuyó la ropa de colores claros, el cuerpo de bailarina, el cabello suelto. Luego oyó un cambio de posición al echarse ella los cabellos hacia atrás y acercar el oído a la boca de él para oírle respirar. Pudo sentir la calidez de su pómulo. Ella se irguió de nuevo, y se oyeron unos pies desapareciendo por el pasillo y luego esos mismos pies atravesando la caballeriza.

«Dicen que cuando estuvo en Londres se asustó –dijo Burr–. Se metió en un grupito de pijos y se los tiró a todos. Se largó a París para una cura de descanso. Conoció a Roper.»

Más allá de las persianas pudo oír los prolongados ecos de las gaviotas chillando como en Cornualles. Percibió el pardo olor a sal de las algas y supo que era la marea baja. Por un momento se permitió creer que Jed le había llevado de vuelta al Lanyon y que se hallaba de pie sobre las tablas, descalza, frente al espejo, haciendo lo que hacen las mujeres antes de acostarse. Entonces oyó el sonido de una pelota de tenis al golpear en la raqueta y voces de ingleses odiosos llamándose a gritos, y una de ellas era la de Jed. Oyó un cortacésped y los chillidos de groseros niños ingleses peleándose, y supuso que era la prole de los Langbourne. Oyó el zumbido de un motor eléctrico y dedujo que estaban limpiando la superficie de una piscina. Se volvió a dormir y olió a carbón de leña y supo que estaba anocheciendo por el rosado resplandor en el techo, y cuando se atrevió a levantar la cabeza vio la silueta de Jed frente a la ventana con la persiana bajada mientras ella atisbaba los últimos momentos del día que se desvanecía fuera, y la luz del crepúsculo le permitió ver su cuerpo a través de las prendas de tenis.

–Bueno, Thomas, ¿qué le parecería poner un poco de comida en su vida? –propuso ella con voz de ama de llaves. Debía de haberle oído mover la cabeza–. Esmeralda le ha preparado un poco de caldo de carne y pan con mantequilla. El doctor Marti dijo que tostado, pero con esta humedad se pone hecho una goma. También hay pechuga de pollo y pastel de manzana. De hecho, Thomas, puede pedir lo que quiera, tenemos de todo –añadió en ese tono de alarma al que él empezaba ya a acostumbrarse–. Sólo tiene que silbar.

–Gracias, lo haré.

–Thomas, eso de que no tenga a nadie en el mundo que se preocupe de usted es realmente raro, sabe. La verdad es que me hace sentir terriblemente culpable, y no sé por qué. ¿Es que no tiene ni un hermano? Todo el mundo tiene algún hermano.

–Me temo que yo no.

–Verá, yo tengo un hermano absolutamente encantador y otro que es un cerdo. Lo uno va por lo otro, supongo. Sólo que yo prefiero tener hermanos antes que no tener. Incluso al que es un cerdo.

Ella se iba acercando a la cama. «No deja de sonreír –pensó él alarmado–. Sonríe como un anuncio de televisión. Teme que apaguemos el aparato si deja de sonreír. Es una actriz en busca de director. Pequeña cicatriz en la barbilla. Ninguna otra marca significativa, por lo demás. Puede que la hayan zurrado. Un caballo, quizá.» Jonathan contuvo la respiración. Ella había llegado a la cama. Ahora se inclinaba sobre él y le apretaba la frente con lo que parecía un trozo de esparadrapo frío.

–Hay que esperar un poco –dijo, sonriendo más ampliamente. Y entonces se sentó en la cama con la falda de tenis abierta, las piernas desnudas descuidadamente cruzadas, los músculos de una pantorrilla tensos contra la espinilla de debajo. Y toda su piel suave y parejamente bronceada.

–Lo llaman test térmico –explicó con tono teatral, de camarera de lujo–. Por algún misterioso motivo no hay en toda la casa un termómetro decente. Es usted un enigma, Thomas. ¿Eran éstas todas sus cosas? ¿Sólo una bolsa pequeña?

–Sí.


–¿Y nada más?

–Eso me temo. «¡Sal de mi cama! ¡Métete dentro! ¡Cúbrete! Pero ¿por quién me tomas?»

–¡Tiene usted suerte! le decía ella, esta vez con acento de princesa– ¿Por qué no podemos ser así nosotros? Cogemos el Beechcraft a Miami para pasar el fin de semana y nuestras cosas apenas si caben en la sentina.

«Pobrecitos –pensó él–. Dice su papel –computó Jonathan en su desdicha–. No palabras. Su papel aprendido. Habla según lo que a ella le gustaría ser.»

–Quizá deberían utilizar ese enorme yate que tienen –propuso él jocosamente.

Pero comprobó enfurecido que de ella, como posiblemente de ninguna mujer guapa, no se reía nadie:

–¿El Pasha? Oh, tardaríamos demasiado –explicó en plan condescendiente, y alargando el brazo para tocarle la frente le arrancó la tira de plástico y se la llevó a la persiana para leerla–. Roper se ha ido a vender granjas, creo. Ha decidido poner un poco el freno, cosa que a mí me parece una idea fantástica.

–¿A qué se dedica él?

–Oh, negocios... Dirige una empresa, en realidad. ¿Y quién no, en los tiempos que corren? Bueno, al menos la empresa es suya –agregó, como si estuviera excusando a su amante por estar metido en la profesión–. De hecho la fundó él. Pero, por encima de todo, es un hombre afectuoso y sencillamente encantador. –Estaba mirando la tira de lado, frunciendo el entrecejo–. También posee montones de granjas, eso ya es más entretenido, aunque yo no he visto ninguna. Están en Panamá, en Venezuela y otros lugares donde para ir de merienda al campo hay que llevar guardaespaldas. No es lo que yo entiendo por tener una granja, pero aun así tiene que ver con tierras. –El ceño más fruncido–. Bien, aquí dice normal, y dice lávese con alcohol cuando esté sucia. Se lo encargaremos a Corky. No hay que preocuparse. –Se rió como una tonta, y él pudo ver esa nueva faceta: la chica del guateque que es la primera en quitarse los zapatos de un patadón y ponerse a bailar cuando la fiesta se anima.

–Pronto voy a tener que largarme –dijo él–. Ha sido usted muy amable conmigo. Gracias.

«Procura hacerte el duro –le había aconsejado Burr–. De lo contrario se cansarán de ti al cabo de una semana.»

–¿Irse? –exclamó ella, exhibiendo los dientes al pronunciar la «i» y dejándolos así un instante–. Pero ¿de qué está hablando? No puede irse a ninguna parte hasta que vuelva Roper, y el doctor Marti ha dicho bien claro que necesita usted semanas de convalecencia. Lo menos que podemos hacer es dejarle que recupere las fuerzas. Además, todos nos morimos de ganas de saber cómo es que luchó a brazo partido en el restaurante de Mama cuando en el Meister se comportaba de un modo totalmente distinto.

–Yo creo que soy el mismo. Simplemente me pareció que había que cambiar de aires. Ya tenía ganas de dejar mis pantalones a rayas y conocer mundo.

–Pues lo único que puedo decir es que me alegro de que escogiera la parte del mundo donde estábamos nosotros –dijo la amazona con una voz tan profunda que bien podía haber estado apretando la cincha de su caballo mientras hablaba.

–¿Y usted? –preguntó él.

–Oh, yo vivo aquí.

–¿Todo el año?

–Cuando no estamos en el barco. O de viaje. Sí. Aquí es donde vivo.

Pero su propia respuesta pareció desconcertarla. Ella le recostó otra vez, evitando mirarle a los ojos.

–Roper quiere que me vaya un par de días a Miami –dijo cuando se iba–. Pero Corky ha vuelto, y todos se mueren de ganas de mimarle de mala manera. Ah, y el teléfono rojo con el doctor Marti está siempre abierto, así que será difícil que se nos esfume...

–Bueno, esta vez acuérdese de no ir muy cargada –dijo él.

–Oh, es lo que hago siempre. Roper insiste en ir de compras, y siempre volvemos hasta los topes.

Jed se fue. Jonathan respiró aliviado. Se daba cuenta de que lo que le había hartado no era su propia actuación sino la de Jed.
Se despertó con el sonido de una página al volverse y divisó a Daniel envuelto en una toalla y agachado en el suelo con el trasero al aire, leyendo un libro grueso a la cómoda luz de un rayo de sol, y supo que era por la mañana, razón por la cual había brioches y croissants y pastel al madeira y mermelada casera y una tetera de plata al lado de la cama.

–Hay calamares gigantes de hasta dieciocho metros de largo –dijo Daniel–. ¿Qué deben de comer?

–Probablemente calamares.

–Yo podría leerte un poco si quieres. –Daniel volvió otra página–. ¿A ti te gusta Jed?

–Por supuesto.

–A mí no. Realmente no.

–¿Y por qué no?

–Pues porque no. Es una empalagosa. Están todos impresionadísimos de que me salvaras la vida. Sandy Langbourne habla de organizar una colecta.

–¿Quién es ésa?

–Ese, dirás. En realidad es lord. Pero parece que tienes un interrogante encima. Conque ha pensado que es mejor aplazarlo hasta que esto se resuelva de un modo u otro. Por eso Miss Molloy dice que no he de estar mucho rato contigo.

–¿Quién es Miss Molloy?

–La que me da clase.

–¿En el colegio?

–Yo no voy al colegio.

–¿Por qué?

–Porque hiere mis sentimientos. Roper me trae a otros chicos pero yo los odio. Se ha comprado un Rolls Royce nuevo para ir por Nassau, pero a Jed le gusta más el Volvo.

–¿A ti te gusta el Rolls Royce?

–¡Bah!


–¿Qué te gusta entonces?

–Los dragones.

–¿Cuándo volverán?

–¿Los dragones?

–Jed y Roper.

–Se supone que has de llamarle jefe.

–Está bien. Jed y el jefe.

–Oye, y ¿cómo te llamas?

–Thomas.

–¿De nombre o de apellido?

–Como prefieras.

–Según Roper, no es ni lo uno ni lo otro. Es inventado.

–¿Te lo ha dicho él?

–Lo oí por casualidad. El jueves, creo. Depende de si se quedan a la juerga de Apo.

–¿Quién es Apo?

–Un puerco. Tiene un puticlub en Coconut Grove, que es donde organiza la jodienda. En Miami.

Y Daniel le leyó cosas sobre los calamares, y luego le leyó cosas sobre los pterodáctilos, y cuando Jonathan empezó a quedarse dormido, Daniel le tocó en el hombro para preguntarle si podía comer un trozo de pastel al madeira y si Jonathan también quería un poco. Así que, para complacer a Daniel, Jonathan comió un pequeño trozo de pastel al madeira, y cuando Daniel le sirvió tembloroso una taza de té bebió también un poco de té tibio.

–¿Qué, Tommy? ¿Vamos mejorando? Te hicieron un buen trabajo, yo diría. Muy profesional, sí señor.

Era Frisky, sentado en una silla junto a la puerta, dentro de la habitación, vestido con camiseta estampada y pantalones de dril, leyendo el Financial Times y sin la Beretta.
Mientras el paciente descansaba, el observador minucioso aguzaba sus sentidos.

Crystal. La isla de Mr. Roper en las Exumas, a una hora de vuelo desde Nassau según el reloj de diestro de Frisky, al que Jonathan había conseguido echar el ojo mientras le subían y le bajaban del avión. Desplomado en el asiento trasero con la mente animada por su secreto quehacer, había visto a la luz de la luna cómo volaban sobre unos arrecifes como lenguas de tierra en un rompecabezas. De pronto apareció una isla solitaria con un montículo de forma cónica en el centro. Jonathan divisó en plena cresta del monte una limpia pista de aterrizaje iluminada por reflectores y provista de un helipuerto a un lado, un hangar bajo de color verde y un mástil de comunicaciones color naranja. En su peculiar estado de vigilancia, Jonathan buscó el grupo de viviendas de esclavos que según Rooke señalaba el lugar en mitad del bosque, pero no las vio. Aterrizaron y enseguida acudió a recibirles un jeep Toyota con capota de lona conducido por un negro corpulento que llevaba guantes con los nudillos desnudos para pegar a la gente.

–¿Está bien para ir sentado o me lo cargo a la espalda?

–Basta con que lo trates con cariño –había dicho Frisky.

Avanzaban por un camino sinuoso en pésimo estado. Los árboles cambiaron sus azuladas hojas de pino por otras de un verde exuberante en forma de corazón y del tamaño de un plato llano. El camino se fue enderezando, y los faros delanteros del jeep permitieron a Jonathan ver un cartel roto que rezaba píndaro – fábrica de carey, y detrás del rótulo un tugurio de ladrillo en el que seguramente se explotaba a los trabajadores, con el tejado arrancado y las ventanas rotas. Y a un lado del camino jirones de algodón colgando de los arbustos como vendajes antiguos. Y Jonathan lo memorizó todo por orden, para que si alguna vez conseguía salir de allí escapándose, pudiese contarlo todo en orden inverso: campo de ananás, platanar, campo de tomates, fábrica. La cálida luz de la luna le permitió ver unos campos con tocones de madera como si fueran cruces inacabadas, luego una capilla del Calvario, y después una iglesia del Dios de la Carretera, hecha con tablas de chilla. «Girar a la izquierda llegando a la iglesia», pensó mientras torcían a la derecha. Todo era información, todo era un clavo ardiendo al que agarrarse mientras luchaba por mantenerse a flote.

En la carretera, bebiendo de unas botellas marrones, había un grupo de nativos sentados en círculo. El conductor maniobró respetuosamente para esquivarlos, alzada su mano enguantada en un saludo tranquilo. El Toyota botó por un puente de tablas, y Jonathan vio la luna a su derecha y, justo encima, la estrella polar. Vio hibiscos y flamboyanes y, con la lucidez que le asistía, recordó haber leído que el colibrí no liba del centro del hibisco, sino del envés. Pero lo que no recordaba era si eso hacía más extraordinario al pájaro o a la planta.

Pasaron entre los dos pilares de un portalón que le trajo a la memoria las villas italianas del lago de Como. Pasados los pilares había un bungalow blanco con barrotes en las ventanas y luces de seguridad; Jonathan dedujo que era una especie de caseta de portero, porque el jeep redujo la marcha al aparecer el portalón, y dos guardias negros realizaron una pausada inspección de sus ocupantes.

–¿Este es el que dijo el mayor que venía?

–¿Qué va a ser si no? –preguntó Frisky–. ¿Un semental árabe?

–Sólo preguntaba, tío. No hay que ponerse así. ¿Qué le han hecho en la cara, tío?

–Un corte a la última moda –dijo Frisky.

De la entrada a la casa principal había otros cuatro minutos por el reloj de Frisky a unos quince kilómetros por hora debido a los baches. El Toyota describió lo que parecía un arco a mano izquierda, con un agua de olor dulzón más a la izquierda, de modo que Jonathan memorizó un camino de entrada de un kilómetro y medio aproximado de longitud bordeando un lago o una laguna artificial. Siguió viendo luces en la lejanía por entre los árboles y supuso que se trataba de una cerca con lámparas halógenas, como en Irlanda. En un momento dado oyó un vibrar de cascos de caballo retozando paralelamente a ellos en la oscuridad.

El Toyota dobló otro recodo y entonces pudo ver la fachada iluminada de un palacio estilo Palladio, con una cúpula central y un frontón triangular aguantado por cuatro pilares altos. La cúpula tenía unas buhardillas que parecían lumbreras de barco iluminadas por dentro, y una pequeña torre que brillaba como un templo blanco a la luz de la luna. En lo alto de la torre había una veleta provista de dos perros de caza persiguiendo una flecha de oro iluminada por un proyector. Burr había dicho que la casa le costaba más de doce millones de libras. El contenido asegurado por otros siete, sólo contra incendios. Roper no piensa que puedan robarle.

El palacio se erguía sobre un montículo cubierto de hierba que parecía pensado al efecto. Había una extensión curvilínea de grava con un estanque de lirios y una fuente de mármol, y una escalera de mármol enarcada con una balaustrada levantándose desde la curva de grava hasta una gran entrada provista de farolas de hierro. Las farolas estaban iluminadas y las fuentes funcionaban, y la doble puerta era de cristal. Más allá de esa puerta Jonathan divisó a un criado con túnica blanca, de pie bajo la araña del vestíbulo. El jeep siguió recto por la grava, atravesó una cuadra adoquinada que olía a caballo en celo, pasó junto a un soto de eucaliptos y a una piscina iluminada con un extremo para los pequeños y un trampolín, junto a dos pistas de tenis iluminadas de tierra batida, un campo de croquet y un minigolf, y por último entre los pilares de un segundo portalón, menos imponentes pero más bonitos que los primeros, hasta detenerse frente a una puerta de secoya.

Y allí Jonathan hubo de cerrar los ojos porque le estallaba la cabeza y el dolor de la ingle le estaba volviendo loco. Además, le tocaba hacerse el muerto otra vez.

Crystal, repitió para sus adentros mientras le subían por la escalera de teca. Crystal. Un Crystal grande como el Ritz.


Y en esta reclusión de lujo la parte no dormida de Jonathan trabajaba aún, anotando y registrándolo todo para la posteridad. Escuchaba el constante fluir de voces negras más allá de la persiana, y pronto pudo distinguir a Gums, el que reparaba el espigón de madera, de Earl, el que moldeaba rocas para el jardín y era un forofo del equipo de fútbol del St. Kitts, y de Talbot, el contramaestre que cantaba calypsos. Oía vehículos terrestres, pero por el sonido de los motores adivinó que eran buggys eléctricos. Oía el Beechcraft surcando el aire sin seguir una ruta, y cada vez que lo oía pasar se imaginaba a Roper con sus gafas de media luna y el catálogo de Sotheby’s de vuelta a su isla con Jed a su lado leyendo revistas. Oía lejanos relinchos de caballos y ruido de cascos en la caballeriza. Oía de vez en cuando el gruñido de un perro guardián y los ladridos de perros mucho más pequeños, tal vez una carnada de sabuesos. Y descubrió por etapas que el emblema bordado en su pijama era un cristal, cosa que pensó debía haber adivinado desde un principio.

Comprendió que su cuarto, aunque elegante, no estaba eximido de la batalla contra la podredumbre tropical. Cuando pudo empezar a ir al baño notó que en el toallero, si bien las criadas lo limpiaban a diario, salían manchas de salitre de la noche a la mañana. Y que las cartelas que sostenían los estantes de vidrio se oxidaban, al igual que los remaches que aseguraban las cartelas a los azulejos de la pared. Había momentos en que el aire era tan denso que desafiaba al ventilador del techo y se le pegaba como una camisa empapada, dejándole sin fuerza de voluntad.

Y sabía también que seguía teniendo encima suyo un interrogante.
Una noche el doctor Marti llegó de visita a la isla en aerotaxi. Le preguntó a Jonathan si hablaba francés, y Jonathan respondió que sí. Y mientras Marti le examinaba la cabeza y la ingle, le golpeaba rodillas y brazos con un pequeño martillo de caucho y le miraba los ojos con un oftalmoscopio, Jonathan respondió a una sarta de preguntas no demasiado fortuitas sobre sí mismo, en francés, y supo que lo que estaban examinando no era su estado de salud.

–¡Caramba, monsieur Lamont, habla usted francés como un europeo!

–Así nos enseñaron en el colegio.

–¿En Europa?

–En Toronto.

–¿Y qué colegio era ése? Santo Dios, ¡seguro que eran genios!

Y cosas por el estilo.

El doctor Marti le recetó descanso. Descansar y esperar. «Esperar, ¿a qué? ¿A que me cojáis en falta?»

–¿Qué? ¿Ya nos vamos sintiendo mejor, Thomas? –preguntó solícito Tabby, desde su silla junto a la puerta.

–Un poquito.

–Bueno, paso a paso... –dijo Tabby.

Cuanto más se recuperaba Jonathan, más le vigilaban sus guardianes.


Pero de la casa donde le tenían confinado Jonathan no sabía nada, por más que exigiera el máximo de sus sentidos: ni timbres, ni teléfonos, ni aparatos de fax, ni olores de cocina; ningún fragmento de conversación. Se olía a laca de muebles con fragancia de miel, a insecticida, a flores frescas, a pebete y, cuando la brisa venía de esa dirección, a caballos. Se olía a franchipán y a cloro de la piscina.

No obstante, hubo algo que enseguida le recordó al huérfano, soldado y hotelero su pasado de casa en casa sin un hogar: ese ritmo de institución cuya eficiencia no menguaba aunque el alto mando no estuviera presente para imponerla. Los jardineros empezaban a trabajar a las siete y media y a Jonathan eso le servía de reloj. El solitario toque de una campana de alarma marcaba la pausa de las once en punto, y durante veinte minutos no se movía nada, ni cortacésped ni machete, mientras dormitaban.

A la una del mediodía la campana sonaba dos veces y, aguzando el oído, Jonathan podía oír el parloteo de los nativos en la cantina del personal.

Llamaron a la puerta. Abrió Frisky y sonrió. «Corkoran es más degenerado que Calígula –había dicho Burr en son de advertencia–, y tiene más conchas que un galápago.»


–Monada –aspiró una voz ronca de inglés de clase alta entre los vapores del alcohol de la noche pasada y de los nauseabundos cigarrillos franceses de la mañana–. ¿Cómo estamos hoy? La cosa no ha variado mucho, corazón, por lo que veo. Primero arrancas de escarlata Garibaldi, luego te pones de un azul babuino, y hoy estás de un amarillo hepático como de pipí de burra más bien rancio. ¿Cabe suponer que nos vamos curando?

Los bolsillos de su sahariana estaban repletos de bolígrafos y objetos masculinos. Grandes manchas de sudor le corrían de las axilas hasta la barriga.

–De hecho, me gustaría irme pronto –dijo Jonathan.

–Claro, corazón, cuando quieras. Habla con el jefe. En cuanto regresen. Supongo que comes bien y todo eso, ¿verdad? La mejor cura es el sueño. Hasta mañana. ¡Salud! –agregó, haciendo un mohín con los labios.

Y llegó mañana y fue Corkoran otra vez el que le miraba dando caladas a su cigarrillo francés.

–Vete a la mierda, Frisky, cariño, ¿quieres?

–A la orden, mayor –dijo Frisky con una mueca de sonrisa, y muy obediente se escabulló de la habitación mientras Corkoran avanzaba a tientas hacia la mecedora debido a la penumbra, dejándose caer finalmente con un sonoro gruñido de satisfacción. Y durante un rato se quedó fumando sin pronunciar palabra.

–No te molestará el cigarrillo, ¿verdad, monada? El cerebro no me carbura si no tengo un pito entre los dedos. No es que necesite chupar todo el rato. Es, más bien, tener la cosa entre los dedos... físicamente.

«Como en el regimiento no lo tragaban se pasó cinco increíbles años en el servicio de Inteligencia del ejército –dijo Burr–, que como sabemos es un término poco acertado, pero Corky estuvo muy contento de servir allí. A Roper no sólo le cae bien por su aspecto.»

–Tú antes fumabas, ¿verdad, corazón? Cuando las cosas te iban mejor, quiero decir.

–Un poco.

–¿Y a qué te dedicas?

–A cocinar.

–No oigo.

–A cocinar. Cuando descanso de la hostelería.

El mayor se entusiasmó:

–Tengo que decir, y no te miento, que el menú que te marcaste aquella noche en el restaurante de Mama era de puta madre. ¿Los mejillones con salsa eran cosa tuya?

–Sí.


–Para chuparse los dedos. ¿Y el pastel de zanahoria? Te aseguro que diste en la diana. Es el preferido del jefe. Lo mandaron por avión, ¿no?

–Lo hice yo.

–Vamos, hombre.

–Lo hice yo.

A Corkoran le faltaban palabras.

–¿Me estás diciendo que el pastel de zanahoria lo hiciste tú sólito? ¿Con estas manilas? Oh, monada. Corazón mío. –Chupó del cigarrillo y a través del humo le hizo llegar a Jonathan su admiración–. Seguro que le birlaste la receta a Meister. –Meneó la cabeza–. Genial. –Otra profunda calada al cigarrillo–. ¿Y qué otra cosa le birlamos a Meister, mi rey, ya que estábamos puestos?

Jonathan, inmóvil sobre la almohada de plumón, fingió estar también inmovilizado mentalmente. «Que venga el doctor Marti. Que venga Burr. Sacadme de aquí.»

–Verás, corazón, la verdad es que me pones en un dilema. Estaba rellenando unos formularios para el hospital. Es mi trabajo, sabes. Mientras dure en este oficio. Rellenar papeles oficiales. Nosotros, los militares, prácticamente no sabemos hacer otra cosa. Vaya, vaya, me dije. Para el carro, esto sí que es raro. ¿Es Pine o Lamont? Un héroe sí que es, todos lo sabemos, pero no puedes poner héroe a la hora de escribir el nombre de un tío. Total, que puse Lamont. Thomas Alexander. Oye, monada, espero que sea correcto... ¿Nacido como-te-llames en Toronto? Ver página treinta para parientes más próximos, a menos que no tengas de eso. Caso cerrado, me dije yo. ¿Que el tío quiere llamarse Pine cuando en realidad se llama Lamont, o Lamont si se llama Pine? Por mí, no hay problema.

Esperó a que Jonathan dijese algo. Y esperó. Y aspiró más humo de cigarrillo. Y siguió esperando, porque Corkoran disponía de todo el tiempo del mundo. Ventajas de interrogador.

–Pero verás, corazón –prosiguió al fin–, con el jefe es harina de otro costal, como si dijéramos. Entre sus muchas habilidades, el jefe es un verdadero rigorista. Siempre lo ha sido. Ha hablado con Meister en Zurich, por teléfono. Desde una cabina, en realidad. En Deep Bay. No siempre le gusta tener público. ¿Cómo anda últimamente el simpático de Pine?, dice el jefe. Y al viejo Meister se le saltan las ligas. ¿Pine? Gott in Himmel! ¡Ese cabrón me ha dejado a dos velas! ¡Sesenta y un mil cuatrocientos dos francos con diecinueve céntimos y dos botones de chaleco robados de mi caja fuerte! Menos mal que no se enteró de lo del pastel de zanahoria, porque te habría puesto una demanda por espionaje industrial. ¿Sigues ahí, monada? No te estoy aburriendo, ¿verdad?

«Espera –se decía Jonathan. Los ojos cerrados. El cuerpo fláccido–. Te duele la cabeza, te vas a marear.» El rítmico vaivén de la mecedora se intensificó y, de pronto, paró. Jonathan pudo oler a humo de cigarrillo. Muy cerca. Y el corpachón de Corkoran inclinado sobre él.

–¿Monada? ¿Recibes mis señales? Te pareceré duro, pero no creo que estés tan jodido como haces ver. El matasanos dice que nos estamos recuperando la mar de rápido.

–Yo no he pedido que me trajeran aquí. Esto no es la Gestapo. Les hice un favor. Quiero volver a Mama Low’s.

–Pero cariño, nos hiciste un favor, ¡y muy grande! ¡El jefe está totalmente de tu parte! Yo también. Te debemos una. Un montón, te debemos. El jefe no es de los que escabullen el bulto. Está obsesionado contigo, es lo que les pasa a los hombres con vista cuando están agradecidos. Odia, estar en deuda, sabes. Siempre prefiere que le deban a él. Es su manera de ser, comprendes. Como todos los grandes hombres. Y ahora necesita compensarte. –Deambuló por la habitación con las manos en los bolsillos, analizando la cuestión–. Pero también está un poquitín intranquilo. En su coco. Bueno, no podemos culparle, ¿no te parece?

–Largo. Déjeme en paz.

–Parece que el viejo Meister le vino con no sé qué historia en el sentido de que después de reventarle la caja te largaste a Inglaterra y te cargaste a un tipo. Coño, le dice el jefe, debe de ser otro Linden, el mío es un héroe. Pero entonces el jefe hace sus propias averiguaciones, como suele ser su estilo. Y resulta que el viejo Meister ha dado en la diana. –Otra enjundiosa calada al cigarrillo mientras Jonathan se hace el muerto–. El jefe no se lo ha ido contando a todos, claro, aparte de tu seguro servidor. Hay mucha gente que se cambia de nombre alguna vez en la vida, los hay que no hacen otra cosa. Pero eso de cargarse a un tipo, bueno, lo veo un poco más peculiar. O sea que el jefe se lo guarda para sí. Naturalmente, no quiere tener a una víbora en casa. Es un padre de familia. Claro que hay víboras y víboras, no sé si me entiendes. A lo mejor eres de las no venenosas. O sea que me ha encargado que te cale bien mientras él y Jed hacen lo que sea que estén haciendo. Jed es su ángel –aclaró Corkoran, para su información–. Hija de la naturaleza. Tú ya la conoces. La chica alta y etérea. –Estaba sacudiéndole el hombro–. Vamos, despierta, monada. Yo te apoyo, sabes. Y el jefe también. Que no estamos en Inglaterra... Somos hombres de mundo y todo eso. Venga, Mr. Pine.

Su petición, aunque brutalmente expresada, había caído en saco roto. Jonathan se había obligado a sí mismo a soñar el profundo sueño escapista del orfanato.

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