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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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El yate a motor de Mr. Richard Roper, The Iron Pasha, apareció por la punta oriental de Hunter’s Island exactamente a las seis en punto con la proa por delante, como un barco a punto de atacar, recortado contra un crepúsculo sin nubes y creciendo paulatinamente a medida que avanzaba por una mar llana hacia Deep Bay. Por si alguien tenía dudas de que se trataba del Pasha, su tripulación había llamado previamente por vía satélite para reservar el largo amarradero del puerto exterior así como la mesa redonda en la terraza para dieciséis personas a las ocho treinta, y la primera fila para las carreras de cangrejos de después. Se habló incluso del menú. A todos los mayores les gusta el marisco. Patatas fritas y pollo a la brasa para los niños. Y el jefe se sube por las paredes como no haya hielo suficiente.

Era la temporada baja, esa época del año en que no se ven yates grandes por el Caribe, salvo los barcos comerciales de crucero que zarpan de Nassau o de Miami. Pero si cualquiera de éstos hubiera intentado hacer escala en Hunter’s Island no habría sido recibido en pie de guerra por Mama Low, a quien le gustaban los navegantes ricos y aborrecía el vulgo.


Jonathan llevaba toda la semana esperando la llegada del Pasha. Con todo, un par de segundos después de avistar el yate se imaginó que le habían cogido y se divirtió con la idea de huir tierra adentro hacia la única ciudad de la isla, o de asaltar el bote cantina de Mama Low, el Hi-lo, que estaba anclado con el motor fueraborda puesto a menos de veinte metros del lugar desde el cual contemplaba cómo se iba acercando el Pasha: motor diesel de dos cilindros y dos mil caballos de potencia, ensayó Jonathan, cubierta de popa alargada para helicópteros, enormes amortiguadores Vosper, rampa para hidroaviones a popa. Ese Pacha, era todo un príncipe.

Pero el saber esto de antemano no alivió sus recelos. Hasta entonces era él quien se imaginaba avanzando sobre Roper, pero era Roper el que ahora se le acercaba amenazadoramente. Primero sintió un mareo, y luego hambre. Después oyó que Mama Low le chillaba que levantara su maldito culo blanco canadiense a, la voz de ya, y se sintió mejor. Regresó trotando por el malecón de madera y subió hasta la choza por el caminito de arena. Esas semanas pasadas en alta mar habían mejorado mucho su aspecto. Sus largos pasos tenían una soltura oceánica, sus ojos se habían amansado, su cutis poseía un brillo de salud. Mientras subía la cuesta vio el sol del oeste empezando a hincharse antes de la puesta y formando un contorno cobrizo alrededor de su circunferencia. Dos de los hijos de Mama Low estaban arrastrando la famosa mesa redonda camino arriba hacia la terraza. Se llamaban Wellington y Nelson, pero para Mama Low eran Swats y Wet Eye. Swats tenía dieciséis años y era todo grasa. Se suponía que estudiaba en Nassau, pero no iba nunca a clase. Wet Eye era delgado como una hoja, fumaba ganja y detestaba a los blancos. Los dos llevaban media hora con la mesa entre risitas disimuladas pero sin conseguir nada.

–Bahamas le vuelve a uno tonto, tío –explicó Swats al pasar Jonathan.

–Tú lo has dicho, Swats, no yo.

Wet Eye le miró sin sonreír. Jonathan le dedicó un perezoso saludo como quien limpia una ventana, y notó la severa mirada de Wet Eye siguiéndole camino arriba. «Si alguna vez me despierto muerto será eso que Wet Eye llama su cortaúñas lo que me habrá rajado la garganta», pensó. Luego recordó que no esperaba despertar muchas veces más en esa Hunter’s Island, muerto o como fuera. Volvió a calcular mentalmente la posición del Pasha. Había empezado a virar. Necesitaba grandes cantidades de mar.

–Señorito Lamont, eres un grandísimo gandul blanco del Canadá, ¿me oyes? Eres el gandul blanco más holgazán que un pobre negro ha empleado nunca, como hay Dios que es verdad. Ya no estás enfermo, señorito Lamont. Voy a decirle a ese Billy Bourne que no eres más que un jodido gandul.

Mama Low estaba sentado en la veranda junto a una alta y muy bonita chica negra con unos bigudíes de plástico que respondía únicamente al nombre de Miss Amelia. Él, Mama Low, estaba bebiendo una lata de cerveza y chillando al mismo tiempo. Medía «ciento treinta y ocho kilos de alto», como le gustaba decir de sí mismo, «ciento veinte centímetros de ancho» y era «calvo como una bombilla». Mama Low le había dicho a un vicepresidente de Estados Unidos que se fuera a la mierda. Mama Low había engendrado hijos hasta en Trinidad y Tobago, Mama Low poseía fincas en Florida. Exhibía en torno al enorme cuello un racimo de calaveras doradas, y en cuanto se ponía el sol se encasquetaba el sombrero de paja de ir a la iglesia, con rosas de papel y la palabra «Mama» bordada en letras moradas en la copa.

–¿Vas a preparar esos mejillones rellenos esta noche, señorito Lamont? –chilló, como si Jonathan estuviera aún abajo en la playa–. ¿O piensas quedarte ahí mirando las musarañas, pedazo de blanco?

–Tú quieres mejillones, Mama, y mejillones vas a tener –replicó alegremente Jonathan mientras Miss Amelia se arreglaba delicadamente el peinado con sus largas manos.

–¿Y de dónde crees que vas a sacar los mejillones? ¿Has pensado en eso? Y una mierda. No tienes otra cosa en la cabeza que chorradas, como todos los blancos.

–Esta mañana le has comprado a Mr. Gums un buen cesto de mejillones, Mama. Y quince langostinos especiales para el Pasha.

–¿A Mr. Gums, el mapache? ¿En serio? Bueno, y qué, a lo mejor sí. Pues ahora te vas a hacer el relleno, ¿está claro? Van a venir los de la realeza, sabes, lores y ladies ingleses, ricos principitos y principitas blancos, y les tocaremos buena música negra, y les dejaremos paladear el genuino estilo de vida negro, sí seeeñor. –Echó otro trago de su cerveza–. Swats, ¿vas a subir esa jodida mesa a la terraza o piensas morirte de viejo?

Ésta era, más o menos, la manera en que Mama Low se dirigía a sus tropas cada noche cuando media botella de ron y los cuidados de Miss Amelia habían conseguido devolverle el buen humor tras las tribulaciones de un día más en Paradise.

Jonathan fue hasta los lavabos que había detrás de la cocina y se puso su mandil blanco acordándose de Yvonne, cosa que le sucedía siempre que se lo ponía. Yvonne había sustituido temporalmente a Sophie como objeto de su aversión hacia sí mismo. El burbujeo de nervios que sentía en el estómago tenía una premura sexual. Mientras cortaba el bacon y la cebolla seguía sintiendo un hormigueo en la punta de los dedos. Por la espalda le pasaban corrientes de expectación como descargas eléctricas. La cocina estaba inmaculada y tan pulcra como la de un barco, con encimeras de acero inoxidable y un lavaplatos Hobart de acero. Al mirar a través de los barrotes de la ventana mientras trabajaba, Jonathan observó el avance de The Iron Pasha en sucesivas instantáneas enmarcadas: su mástil con el radar y el domo para comunicaciones vía satélite, luego los reflectores Carlisle y Finch. Consiguió ver su pabellón rojo de mercante británico a popa y las cortinas doradas en las ventanas de los camarotes.

«A bordo van todos tus amores», le había dicho Burr en una llamada telefónica a la tercera cabina de la izquierda yendo en dirección al mar por el malecón de Deep Bay.

Melanie Rose estaba cantando gospel a la par que la radio mientras limpiaba unas batatas en el fregadero. Melanie Rose enseñaba en la escuela protestante y tenía dos mellizas de alguien llamado Cecil –pronunciado «Sísil»–, quien tres meses atrás había cogido un billete de ida y vuelta a Eleuthera y desde entonces no había usado la otra mitad. «Sísil» podía volver el día menos pensado y Melanie Rose vivía en la alegre esperanza de que así fuera. Entretanto, Jonathan había ocupado el lugar de Cecil como segundo cocinero de Mama Low, y los sábados por la noche Melanie Rose se consolaba con O’Toole, que estaba limpiando meros en la mesa del pescado. Hoy era viernes, de modo que empezaban a ser amables el uno con el otro.

–¿Vas a ir a bailar mañana, Melanie Rose? –le preguntó O’Toole.

–Bailar sola no tiene sentido, O’Toole –dijo Melanie Rose, sorbiendo desafiante por la nariz.

Mamá Low entró anadeando y se sentó en su silla de tijera. Sonrió y meneó la cabeza, como si estuviera recordando alguna maldita melodía de la que no podía librarse. Un persa que había hecho escala allí recientemente le había regalado un rosario de cuentas que ahora se entretenía en pasar entre sus dedos enormes. El sol estaba a punto de ponerse. Mar adentro, el Pasha hacía sonar sus sirenas a modo de saludo.

–Tío, sí que eres grande –murmuró admirativamente Mama Low, volviéndose a mirar el yate desde el umbral–. Sin duda alguna eres un gran rey millonario blanco de los cojones, el rey lord Richard Onslow Jodido Roper, sí señor. Señorito Lamont, procura guisar bien esta noche. De lo contrario ese Mr. lord pacha de Roper te va a dejar sin culo. Y luego los pobrecitos negros iremos por lo que quede de ese culo, como hacen los negros con las migajas que caen del plato de los ricos.

–¿De dónde saca tanto dinero? –preguntó Jonathan mientras se afanaba.

–¿Quién, Roper? –replicó, incrédulo, Mama Low–. ¿Quieres decir que no lo sabes?

–Quiero decir que no lo sé.

–Pues yo, señorito Lamont, tampoco, sin duda alguna. Y sin duda alguna no lo pregunto. Tiene no sé qué gran empresa de Nassau que está perdiendo todo su dinero. Cuando un hombre es tan rico como él en plena recesión, será sin duda alguna porque es un maleante de cuidado.

Poco después Mama Low empezaría a crear su salsa de chile picante para los langostinos. Entonces la cocina caería en una peligrosa quietud. No había nacido aún el ayudante de chef que se atreviera a sugerir que la gente de los yates venía a Hunter’s Island por otra cosa que no fuese la salsa de chile de Mama Low.
El Pasha ha llegado. Pronto aparecerán los dieciséis. Una atmósfera de combate se apodera de la cocina cuando los primeros comensales ocupan las mesas más pequeñas. Se acabaron las bravatas, se acabaron los últimos toques de pintura de camuflaje y la nerviosa inspección de las armas. La unidad se ha sumido en el silencio y sus miembros se relacionan únicamente mediante los ojos y el cuerpo, zigzagueando entre ellos como bailarines mudos. Incluso Swats y Wet Eye están callados por la excitación del momento mientras se alza el telón para una más de las famosas veladas en Mama Low’s. Miss Amelia, apostada junto a la caja registradora con sus bigudíes de plástico, se prepara para la primera cuenta de la noche. Mama Low está en todas partes tocado con su célebre sombrero, ya arengando a sus tropas con una sarta de obscenidades a media voz, ya en el frente zangoloteando o disimulando ante el odiado enemigo, ya de vuelta en la cocina, rechinando órdenes que ganan en eficacia debido a la contención de su impresionante voz:

–La señora fina, blanca, mesa ocho, que parece una especie de jodida excavadora. Ésa no come más que jodida lechuga. ¡Dos ensaladas Mama, O’Toole! El niño bastardo de la seis, que no come más que jodidas hamburguesas. ¡Una hamburguesa tamaño niño, marchando! ¿Qué le pasa al mundo, O’Toole? ¿Es que ya no tienen dientes, o qué? ¿Es que no comen pescado? Wet Eye, cinco Seven-ups y dos ponches Mama a la mesa uno. Mueve el culo. Señorito Lamont, tú te quedas ahí preparando esos mejillones, seis docenas más no vendrán mal, me oyes, tú asegúrate de que quedan dieciséis raciones para el Pasha. Los mejillones van directos a los huevos, señorito Lamont. Esta noche los lores y las ladies van a follar hasta más no poder, y todo por tus mejillones. O’Toole, ¿dónde están los aliños, te los has bebido o qué? ¡Melanie Rose, monada, hay que darle la vuelta a esas papas o se te van a achicharrar delante de tus mismísimas nances!

Todo ello bajo la protección de los seis esforzados miembros de la Huntsman Steel Band posados en la irregular cubierta de la terraza, resplandecientes sus rostros por las lucecitas de colores mientras los estroboscopios arrancan luminosidad de sus blancas camisas. Un chico llamado Henry está cantando un calypso. Henry estuvo cinco años en el penal de Nassau por meterse coca y cuando volvió a su casa parecía un viejo. Melanie Rose le contó a Jonathan que Henry ya no era bueno para el amor después de las palizas que le dieron. «Algunos naturales de aquí dicen que por eso canta tan agudo», dijo con una triste sonrisa.

Es una noche muy ajetreada, la que más en Mama Low’s desde hace semanas, lo que explica el nerviosismo general. Cincuenta y ocho comensales que servir y dieciséis a punto de llegar –Mama Low los ha visto subir por la colina con su monóculo– y aún estamos en temporada baja. Transcurre una hora entera de tensión antes de que Jonathan pueda hacer lo que le gusta hacer cuando viene la calma: echarse un poco de agua fría por la cabeza y tomarles la medida a sus clientes por la mirilla ojo de pez de la puerta de vaivén.


Visión de observador minucioso. Mesurada, técnica, concienzuda. Una lectura de la presa en profundidad, previa a todo contacto con él. Jonathan es capaz de pasarse días así, lo ha hecho en las trincheras, en los setos, escondido en graneros, con la cara y las manos pringadas de pintura de camuflaje y auténtico follaje embastado en su uniforme de combate. Es lo que hace ahora: me ocuparé de él cuando me ocupe de él, no antes.

Lo primero el puerto, con su herradura de luces blancas y pequeños yates, cada cual una pequeña hoguera de campamento posada en el cristal del agua remansada. Subir la mira apenas un nudillo y allí está: el mismísimo Pasha, disfrazado de carnaval, con luces doradas de popa a proa. Jonathan distinguió la silueta de los guardianes, uno delante, uno atrás y un tercero acechando en las sombras del puente. Frisky y Tabby no están. Esta noche tienen trabajo en tierra. Su mirada subió en saltos tácticos por el caminito de arena y pasó bajo la arcada de troncos que anunciaba el reino sagrado de Mama Low. Escudriñó las matas de hibiscos iluminadas y las maltrechas banderas de Bahamas colgando a ambos lados de la calavera y las tibias cruzadas. Se detuvo en la pista de baile, donde un viejo matrimonio se abrazaba, rozándose mutuamente las caras con sus incrédulos dedos. Jonathan supuso que serían un par de emigrados admirándose de haber sobrevivido. Parejas más jóvenes giraban fundidas en éxtasis. En una mesa de primera fila vislumbró a un par de duros cuarentones. Bermudas, cajas torácicas de luchador. Embistiendo casi con los antebrazos. «¿Vosotros? –les preguntó mentalmente–. ¿O sólo sois dos perros más de la jauría de Roper?»

–Probablemente utilizarán un Cigarette –había dicho Rooke–. Súper rápido y barato. Sin calado.

Los dos hombres habían llegado en un fueraborda blanco poco antes del crepúsculo, si era un Cigarette o no, no lo sabía. Pero actuaban con la calma de unos profesionales.

Se levantaron, se alisaron los bajos y se colgaron sendos bolsos de los hombros. Uno de ellos saludó a lo romano en dirección de Mama Low.

–¿Caballero? Estupendo. Oh, muy buena la comida. Brillante.

Con los codos separados, bajaron anadeando hasta la motora por el caminito de arena.

Seres insignificantes, concluyó Jonathan. Se tenían el uno al otro. Quizá sí. O quizá no.

Desvió la vista hacia una mesa con tres franceses y sus respectivas chicas. Demasiado bebidos, se dijo. Entre los seis habían consumido ya doce ponches Mama Low, y ninguno echaba su copa en el jarrón. Se fijó ahora en el bar de la cubierta. Contra un fondo de gallardetes, cabezas de pez vela y puntas de corbata, dos chicas negras vestidas de radiante algodón charlaban sentadas en sendos taburetes altos con dos negros de unos veinte años. «Puede que vosotros –pensó–. Puede que las chicas. O puede que los cuatro.»

Por el rabillo del ojo vio una pequeña motora blanca saliendo de Deep Bay rumbo al océano. «Mis dos candidatos eliminados. Puede.»

Permitió que su mirada empezase la ascensión hacia la terraza donde el peor hombre del mundo, rodeado de secuaces, bufones, guardaespaldas y niños, se distraía con su Camelot privado. Igual que su barco señoreaba ahora el puerto, así la persona de Richard Onslow Roper señoreaba la mesa redonda, la terraza y el restaurante. A diferencia de su yate, él no iba disfrazado para el espectáculo, pero tenía ese aspecto confiado y cómodo del individuo que se pone lo primero que encuentra para ir a abrirle la puerta a un amigo. Sobre los hombros llevaba descuidadamente un jersey azul marino.

Sin embargo, mandaba él. Con la inmovilidad de su testa patricia. Con la rapidez de su sonrisa y la inteligencia de su expresión. Con la atención que le prodigaba su público, tanto si hablaba como si escuchaba. Con la manera con que todo lo que hay en la mesa, desde los platos hasta las botellas pasando por las velas en sus tarros verdes y las caras de los niños, parecía dispuesto en función de él. Hasta el observador minucioso sintió su atracción: «Roper –pensó–, soy yo, Pine, el que te dijo que no te compraras aquella estatua italiana.»

Y mientras pensaba esto, una carcajada general le llegó de la terraza, inaugurada por el propio Roper y probablemente provocada por él, pues su bronceado brazo derecho estaba bien extendido para resaltar el aspecto humorístico del asunto, y su cabeza alzada hacia la mujer que le miraba desde el otro lado de la mesa; esos cabellos castaños cuidadosamente desordenados y su espalda desnuda estaban hasta ahora tan lejos que Jonathan no podía ver nada más, pero recordó al momento la textura de la piel dentro del albornoz de herr Meister, las interminables piernas y las muñecas y cuello enjoyados. Sintió la misma conmoción que la primera vez que le puso los ojos encima, una punzada de indignación a causa de que una joven tan hermosa tuviera que aceptar la cautividad de un Roper. Ella sonrió, una sonrisa de comediante, excéntrica, sesgada e impertinente.

Impidiéndole el paso a su mente, Jonathan dejó que su mirada alcanzase el extremo de la mesa donde estaban los niños. «Los Langbourne tienen tres, MacArthur y Danby uno por cabeza –había dicho Burr–: Roper los recluta para que distraigan a su Daniel.»

Y en último lugar apareció Daniel en persona, ocho años, un chico pálido y desgreñado de barbilla rotunda. Y el ojo de Jonathan se detuvo, culpable, en Daniel.

«¿No podía ser otro cualquiera?», le había preguntado a Rooke. Pero se había estrellado contra su muro de hierro.

«Daniel es la niña de los ojos de Roper –había contestado Rooke en tanto Burr miraba por la ventana–. ¿Por qué quedarse con el número dos?»

«Es cuestión de cinco minutos, Jonathan –había dicho Burr–. ¿Qué son cinco minutos para un chaval de ocho años?»

«La vida entera», pensó Jonathan, acordándose de ciertos minutos de su propia vida.

Mientras tanto Daniel conversa muy serio con Jed, cuya cabellera castaña se divide en dos partes aproximadamente iguales cuando se inclina para dirigirse a él. La llama de la vela pone un halo dorado en torno a sus cabezas. Daniel le tira del brazo. Ella se levanta, echa una ojeada a la orquesta que toca encima de ellos y llama a alguien a quien parece conocer. Recogiéndose las diáfanas faldas, pasa una pierna y luego la otra por encima del banco de piedra como si fuera una adolescente saltando la verja del jardín. Jed y Daniel escapan escalera de piedra abajo cogidos de la mano. «Una geisha de clase alta –había dicho Burr–, nada malo en su historial.» «Depende de lo que anote en su historial», pensó Jonathan al verla coger a Daniel en brazos.


El tiempo se detiene. La orquesta está tocando un samba lento. Daniel se aterra a las aristocráticas caderas de Jed como si fuera a penetrarla. La gracia con que se mueve Jed es casi criminal. Una súbita agitación interrumpe las fantasías de Jonathan. Algo horrendo le ha pasado al pantalón de Daniel. Jed se lo sostiene por el cinturón, riéndose del desconcierto del chico. El botón superior se le ha soltado pero Jed, en un acto de inspirada improvisación, vuelve a sujetárselo mediante un imperdible de quince centímetros tomado en préstamo del delantal de Melanie Rose. Roper está de pie en el pretil, mirando hacia abajo como el orgulloso almirante que inspecciona su flota. Al verle, Daniel suelta a Jed lo suficiente como para permitirse un saludo infantil, hendiendo el aire con el brazo como una sierra. Roper responde levantando el pulgar. Jed le manda un beso a Roper y luego toma las manos de Daniel y le indica el compás con la boca para que él la siga. El samba cambia de ritmo. Daniel se relaja cuando coge el tranquillo. La fluidez con que Jed mueve las caderas se convierte en una afrenta contra el orden público. El peor hombre del mundo tiene una suerte increíble.
Mirando otra vez hacia la terraza, Jonathan realiza una inspección superficial del resto del grupo. Frisky y Tabby están sentados en lados opuestos de la mesa, Frisky prefiere el izquierdo y Tabby cubre los comensales y la pista de baile. Ambos parecen más gordos de lo que Jonathan recordaba. Lord Langbourne, con el pelo rubio sujeto todavía en una coleta, conversa con una bonita rosa de Inglaterra mientras su mujer lúgubre mira ceñuda a los bailarines. En el otro extremo de la mesa está el mayor Corkoran del regimiento real de caballería, luciendo un maltrecho sombrero panamá provisto de una vieja cinta etoniana. Parece estar cortejando a una chica desgarbada que lleva un vestido de cuello alto. Ella frunce el entrecejo, luego se ruboriza y ríe, y luego se enmienda y da un austero bocado a su helado.

Desde lo alto de la torre, Henry el cantante eunuco se lanza a un calypso sobre una-chica-soñadora-que-no-conseguía-dormir. En la pista de baile la cabeza de Daniel se arrima al montículo de Jed con las manos aún en sus caderas. Jed le deja hacer.

–La chica de la seis tiene unas tetas como un par de cachorrillos calientes –anunció O’Toole, pinchando a Jonathan en la columna con una bandeja de ponche Mama.

Jonathan miró por última vez a Roper con detenimiento. Tenía la cara vuelta hacia el mar, donde el reguero de la luna unía las lucecitas de su yate con el horizonte.

–¡Señorito Lamont, ya puedes cantar el aleluya! –exclamó Mama Low, apartando majestuosamente a O’Toole. Se había puesto unos viejos pantalones de montar y un casco colonial, e iba provisto del célebre cesto negro y el látigo de jinete. Jonathan siguió a Mama Low hasta el balcón y, blanco como un blanco de tiro con su sombrero y su mono de chef, hizo doblar la campana de alarma. Resonaban aún los ecos en alta mar cuando los niños del grupo de Roper llegaron de la terraza correteando por el sendero, seguidos a un paso más digno por los adultos, encabezados por Langbourne y un par de jóvenes espigados procedentes de la clase jugadora de polo. La orquesta tocó un redoble de tambor, apagaron con agua las antorchas del perímetro, y unos proyectores de color convirtieron la pista de baile en una resplandeciente sala de patinaje sobre hielo. Mientras Mama Low se dirigía hacia el centro del escenario y hacía sonar su látigo, Roper y su séquito empezaron a ocupar sus plazas reservadas en la primera fila. Jonathan echó un vistazo al mar. La motora blanca que podía haber sido un cigarette se había esfumado. «Debe de haber doblado el cabo rumbo al sur», pensó.
–¡La salida es exactamente aquí, donde me encuentro ahora! ¡Al cangrejo negrazo que intente adelantarse al pistoletazo de salida lo dejo seco de diez latigazos!

Con el casco echado hacia atrás, Mama Low está haciendo su famosa representación del administrador colonial británico.

–El histórico redondel que ven aquí... –señaló una roja mancha circular a sus pies– es la meta. Cada cangrejo del cesto que tengo aquí posee un número. Cada cangrejo del cesto que tengo aquí va a correr que se las pela o se va a enterar de cómo las gasto. El cangrejo que no consiga llegar a la meta que ven aquí, se vuelve directo a la sopa.

Nuevo chasquido del látigo. Las risas menguan hasta que se hace el silencio. En un extremo de la pista Swats y Wet Eye sirven ponche de ron gratis de un cochecito de niño que en tiempos llevó al propio Low de bebé. Los más grandes se sientan con las piernas cruzadas, los dos chicos cruzados de brazos y las chicas abrazándose las rodillas. Daniel está apoyado en Jed con el pulgar metido en la boca. Roper está de pie al lado de ella. Lord Langbourne saca una fotografía con flash, lo que provoca la zozobra del mayor Corkoran: «Sandy, preciosidad, ¿no puedes recordarlo simplemente aunque sea una vez, por el amor de Dios?», dice en un murmullo que llena el anfiteatro. La luna está suspendida sobre el mar como si fuera un fanal de pergamino rosa. Las luces del puerto se agitan y parpadean formando un arco inquieto. En el balcón donde se encuentra Jonathan, O’Toole pone una mano posesiva en el trasero de Melanie Rose, y ella reacciona meneándose servicialmente. Sólo Miss Amelia, la de los bigudíes, desdeña la función. Iluminada por la blanca luz que se cuela por la ventana de la cocina, se dedica resueltamente a contar el dinero.

La orquesta ejecuta otro redoble. Mama Low se inclina sobre el cesto de mimbre negro, agarra la tapa y la lanza por los aires. Los cangrejos aguardan la orden del juez de salida. Swats y Wet Eye abandonan el cochecito de niño e irrumpen entre el público con su talonario de billetes.

–¡Corriendo tres cangrejos, todos empatados! –oye Jonathan gritar a Swats.

Mama Low solicita un voluntario entre los espectadores:

–¡Necesito! ¡Necesito! –exclama con esa voz más que gruesa de negro apenado–. Necesito un alma infantil cristiana blanca y pura que sepa cuál es su deber para con estos cangrejos tontos, y no pienso tolerar impertinencias ni rebeliones. ¡Usted, caballero! Sí, en usted cifro mis modestas y sencillas esperanzas.

Su látigo está apuntando a Daniel, quien suelta un chillido medio en serio medio en broma y esconde la cara entre las faldas de Jed para irse luego corriendo hacia el fondo del público. Pero una de las chicas se ha levantado ya. Jonathan oye los hurras con que los chicos del polo la aclaman.

–¡Muy bien, Sally! ¡Dale fuerte! ¡Viva!

Sin abandonar su puesto de observación, Jonathan efectúa una inspección del bar. Los dos hombres y sus chicas siguen reunidos en animada conversación, ignorando resueltamente la pista de baile. Su mirada se desliza de nuevo hacia el público, hacia la orquesta y hacia las peligrosas zonas de oscuridad que hay en medio.

Vendrán por detrás de la terraza, deduce Jonathan. Los arbustos que hay junto a la escalera les servirán de protección. «Tú asegúrate de estar en el balcón de la cocina», había dicho Rooke.

Sally, o Sals, hace una mueca y mira al interior del cesto negro. El batería se arranca con otro redoble. Sally se atreve a introducir primero un brazo y luego el otro. Entre grandes risotadas del público mete toda la cabeza dentro, aparece con un cangrejo en cada mano y los sitúa uno al lado del otro en la salida, mientras la cámara de Langbourne no deja de zumbar y lanzar flashes. Sally se zambulle en busca del tercer cangrejo, lo añade a la parrilla de salida y vuelve de un salto a su asiento entre nuevos hurras de la polo-set. El trompetista de la torre ejecuta un toque de caza cuyos ecos resuenan todavía en el puerto cuando un pistoletazo rasga la quietud de la noche. Pillado en falta, Frisky se agazapa a medias en el suelo, mientras Tabby empieza a apartar espectadores haciéndose sitio para disparar, pero sin saber a quién.

Incluso Jonathan busca momentáneamente la pistola hasta que divisa a Mama Low, sudando bajo el casco colonial y apuntando al cielo nocturno con una humeante pistola de salida.

Empieza la carrera.
Y entonces, como si tal cosa, empezó.

Sin formalidades, epifanías, conmociones ni gritos: sin apenas otro sonido que la lacónica orden de Roper a Frisky y a Tabby: «Estaos quietos y no mováis un dedo.»

Si algo hubo de extraordinario no fue el ruido sino la quietud. Mama Low renunció a su arenga, la orquesta dejó de tocar charanga y los jugadores de polo finalizaron sus alocados vítores.

Una quietud que se desarrolló muy lentamente, como cuando una gran orquesta se desinfla en un ensayo y sus más decididos músicos –o los más olvidadizos– siguen tocando todavía unos compases antes de callarse también. Y luego, todo cuanto Jonathan pudo oír fueron las cosas que uno oye de repente en Hunter’s Island cuando la gente deja de armar todo ese alboroto: pájaros, cigarras, el borboteo del agua de coral frente a Penguin Point, el rebuznar de un potro salvaje en el cementerio y un par de martillazos metálicos de algún trabajador rezagado afanándose con su fueraborda en Deep Bay. Después ya no oyó nada, la quietud se volvió enorme y terrible, y desde su tribuna en el balcón Jonathan divisó a los dos profesionales forzudos que habían salido del restaurante al atardecer para alejarse en su flamante Cigarette blanco, pero que ahora bordeaban las filas de espectadores como sacristanes en una iglesia, reuniendo toda una colección de portamonedas, carteras, bolsos, relojes y pequeños fajos de dinero de los bolsillos traseros del público.

Y joyas, especialmente las de Jed. Jonathan estuvo a tiempo de ver cómo levantaba sus blancos brazos primero hacia la oreja izquierda y luego hacia la derecha, apartándose el pelo e inclinándose ligeramente. Después hacia la garganta para quitarse el collar, como si estuviera a punto de meterse en la cama con alguien. «Ya nadie comete la locura de llevar joyas en Bahamas –había dicho Burr–, como no seas la chica de Dicky Roper.»

Y todo ello sin alboroto. Todo el mundo conocía las reglas. Sin protestas, sin resistencia, sin enfados por parte de nadie, por la sencilla razón de que mientras uno de los ladrones sostenía, solícito, un maletín de plástico donde iba metiendo las dádivas de los fieles, su cómplice arrastraba el finiquitado cochecito con las botellas de ron y de whisky encima y las latas de cerveza en su cubo de hielo. Y entre las cervezas y las botellas iba sentado Daniel Roper como un Buda de ocho años dispuesto al sacrificio, con una automática en la sien, sobrellevando el primero de los cinco minutos que según Burr no serían mucha molestia para un chico de su edad. (Y puede que Burr tuviera razón, ya que Daniel sonreía como si también le hiciera gracia la broma, agradecido por verse librado de una aterradora carrera de cangrejos.)

Pero a Jonathan no le hizo gracia la broma de Daniel, sino que en algún punto de sus ojos vio como un centelleo, la mancha roja de la furia. Y oyó la llamada al combate más fuerte que podía recordar desde aquella noche en que vació su Heckler sobre el desarmado irlandés verde, y con tal intensidad que ya no pensaba en nada, sólo actuaba. Durante días y noches enteros –bien en la parte consciente de su cerebro, bien en la inconsciente– había estado endureciéndose para este momento, disfrutándolo, temiéndolo, organizándolo: si hacen esto, la respuesta lógica será aquello; si están aquí, el sitio adecuado será allí. Pero no había contado con sus sentimientos. Hasta ahora mismo. Razón por la cual su primera reacción no fue la que tenía planeada.

Habiendo reculado todo lo que las sombras del balcón le permitían, se despojó de su sombrero y hábito de chef y corrió en pantalón corto y camiseta hacia la cocina, camino de la caja registradora donde Miss Amelia estaba haciéndose la manicura. Le arrebató el teléfono, se llevó el auricular a la oreja y martilleó la horquilla el tiempo suficiente para cerciorarse de lo que ya sospechaba, que la línea estaba cortada. Cogió entonces un paño de cocina y, subiéndose a la mesa del centro, procedió a quitar el tubo de neón que iluminaba la cocina. Mientras tanto ordenó a Miss Amelia que dejase la caja tal como estaba y fuera a esconderse ya, al piso de arriba, y nada de quejas ni de intentar llevarse el dinero o irían por ella. A la luz de las lámparas de arco de fuera, Jonathan se dirigió rápidamente a la encimera donde tenía sus cuchillos, escogió el más sólido de los de trinchar y corrió cuchillo en mano no de vuelta al balcón sino hacia la puerta de servicio del lado sur cruzando la trascocina.

«¿Para qué el cuchillo? –se preguntó mientras corría–. ¿Para qué? ¿A quién voy a rajar con un cuchillo?» Pero no lo tiró. Se alegraba de llevarlo encima, porque un hombre armado, sea cual sea el arma, vale por dos... Eso decía el manual.

Una vez fuera siguió corriendo en dirección sur, esquivando a saltos los cactos y guiabaras centenarios hasta ganar el borde del acantilado desde donde se divisaba Goose Neck. Sudoroso y jadeante, vio lo que estaba buscando: la motora blanca, atracada en el extremo oriental de la caleta para facilitar la huida de los dos profesionales. Pero no se quedó a contemplar la vista. Cuchillo en mano, regresó corriendo a la cocina en penumbra. Y aunque toda la operación no había llevado más de un minuto, había sido tiempo suficiente para que Miss Amelia desapareciera asustada escaleras arriba.

Desde la ventana a oscuras del lado norte de la cocina, Jonathan evaluó el avance de los ladrones y en ese rato, afortunadamente, pudo refrenar parte de su inicial furia asesina, pues su campo de visión había mejorado, su respiración era reposada y su autodisciplina era, más o menos, la típica en él. Pero ¿de dónde le venía la furia? De algún punto oscuro y remoto de muy adentro que crecía como una inundación pero cuyo origen seguía siendo un misterio. Y se agarró bien fuerte al cuchillo. «El pulgar en lo alto, Johnny, igual que cuando untas el pan de mantequilla... mueve la hoja de un lado a otro y mírale a los ojos... no demasiado abajo, y moléstale un poquito con la otra mano...»

El mayor Corkoran, tocado con su panamá, había encontrado una silla y estaba sentado encima a horcajadas con los brazos cruzados sobre el respaldo y la barbilla apoyada en los brazos, observando a los ladrones como quien mira un pase de modelos. Lord Langbourne había entregado su cámara, pero el hombre del maletín la arrojó a un lado como objeto inaceptable tan pronto la tuvo en su mano. Jonathan oyó que alguien decía «¡Cabrón!» arrastrando las sílabas. Frisky y Tabby estaban de pie como poseídos, rígidamente alerta a menos de cinco metros de sus presas. Pero Roper tenía aún el brazo derecho alzado en señal de prohibición, mientras sus ojos seguían fijos en Daniel y en los ladrones.

En cuanto a Jed, se hallaba sola y sin joyas al borde de la pista de baile, mellado su cuerpo por la tensión, abiertas las manos sobre los muslos como si quisiera evitar salir corriendo tras el niño:

–Si lo que buscáis es dinero, lo tendréis –oyó decir Jonathan a Roper tan tranquilo, como si estuviera hablando con un niño extraviado–. ¿Queréis cien mil dólares? Los tengo en efectivo, en el barco, sólo tenéis que entregarme al chico. No avisaré a la policía. Os dejaré en paz. Eso si me dais al chico. ¿Comprendéis? ¿Habláis inglés? Corky, prueba en español, ¿quieres?

Y entonces se oyó la voz de Corkoran, transmitiendo obedientemente el mensaje en un español más que aceptable.

Jonathan echó un vistazo a la caja. El cajón del dinero había quedado abierto. Había montoncitos de dinero a medio contar esparcidos por el mostrador. Miró hacia el zigzagueante sendero que iba de la pista a la cocina. Era empinado y de firme irregular. Sólo un loco se atrevería a subir por allí con un cochecito de niño. E inundado de luz, además, así que cualquiera que entrase en la cocina a oscuras quedaría oculto a las miradas. Jonathan deslizó el cuchillo de trinchar bajo su cinturón y se secó la húmeda palma en los fondillos del pantalón corto.

El grupito había empezado a subir por el sendero. La manera en que el secuestrador tenía sujeto a Daniel era de crucial importancia para Jonathan, puesto que su plan de acción dependía de ello; era lo que Burr denominó su plan de credibilidad aparente. «Escucha como los ciegos, Johnny, mira como los sordos.» Pero nadie, que él recordara, le había dado consejo alguno sobre cómo puede un hombre con un cuchillo de trinchar arrebatarles un rehén de ocho años a dos pistoleros y salir con vida.

Habían recorrido el primer tramo del sendero. Allá abajo, la multitud inmóvil les miraba con la cara brillante bajo las lámparas de arco sin decirse palabra, Jed aún ligeramente separada de los demás, el pelo cobrizo por la luz artificial. Empezaba otra vez a no reconocerse. Su campo visual hervía de recuerdos de la infancia: insultos contestados, oraciones sin respuesta.

Primero llegó el del botín, luego, veinte metros más atrás, su cómplice, que arrastraba ahora a Daniel del brazo. Para Daniel se había acabado la broma. El del botín subía ansiosamente a grandes trancos, con el maletín repleto colgando a un lado. Pero el secuestrador de Daniel avanzaba con dificultad, girando repetidamente la parte superior del cuerpo para amenazar a la gente del restaurante y luego al chico con su automática. Diestro, computó Jonathan, el brazo desnudo. Aleta del seguro en on.

–¿No queréis negociar conmigo? –les gritaba Roper desde la pista de baile–. Soy su padre. ¿Por qué no habláis conmigo? Hagamos un trato.

La voz de Jed, asustada pero desafiante, con el tono autoritario de la équestrienne:

–¿Por qué no cogéis a un adulto, abusones de mierda? Llevadme a mí si os da la gana. –Y después mucho más alto, aunando miedo y cólera–: ¡Traedle aquí, hijos de puta!

Al oír el reto de Jed, el secuestrador de Daniel puso a éste violentamente cara a ella mientras le apuntaba con la pistola en la sien y hacía el papel de malo con un chirriante acento del Bronx:

–Como me siga alguien, como suba alguien por el camino, como intente alguien estorbarnos, mato al chaval, ¿está claro? Y luego me cargo a quien sea. Me importa una mierda. Os mato a todos. O sea que calladitos y quietos ahí.

Jonathan notaba en sus manos el palpitar de la sangre, y le latían las puntas de todos los dedos. A veces sus manos querían hacer el trabajo ellas solas y parecía que tiraban de él. Se oyeron unos pasos sordos resonando en el entablado del balcón. La puerta de la cocina se abrió de golpe, un puño de hombre buscó el interruptor de la luz y lo accionó sin resultado. Una voz ronca dijo jadeante: «¡Joder!, pero ¿dónde coño? ¡Hostia!» Una silueta voluminosa se abalanzó sobre la caja y se detuvo a mitad de camino.

–¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien? ¿Dónde coño está la luz, maldita sea? ¡Joder!

«Bronx –computó de nuevo Jonathan, pegado a la puerta que daba al balcón–. Genuino acento del Bronx, aunque está fuera del alcance del oído.» El hombre siguió avanzando con la bolsa por delante mientras tanteaba con la otra mano.

–Si hay alguien aquí que se dé el piro, ¿está claro? Es un aviso. Tenemos al chaval. Si alguien causa problemas, a la mierda el crío. Con nosotros no se juega.

Pero en ese momento había dado ya con los montones de billetes, que rápidamente fueron a parar al maletín. Cuando hubo terminado volvió al umbral y, separado de Jonathan únicamente por la puerta abierta, le gritó a su cómplice:

–¡Me voy abajo, Mike! Voy a poner el motor en marcha, ¿me oyes? ¡Joder! –se lamentó como si el mundo entero se le pusiera en contra. Luego se apresuró hacia la puerta de la trascocina, que abrió de una patada, y enfiló el camino que llevaba a Goose Neck.

En el mismo momento Jonathan oyó que el tal Mike se acercaba con su rehén, Daniel. Jonathan volvió a secarse la palma en el pantalón corto, sacó el cuchillo del cinturón y se lo pasó a la mano izquierda con el filo hacia arriba como para rajar una tripa desde abajo. Al hacerlo, oyó que Daniel sollozaba. Un sollozo ahogado y tan breve que el chico debía de haberlo reprimido en el momento de echarse a llorar. Un medio sollozo de cansancio, impaciencia, aburrimiento o frustración, el que suele oírsele a un niño, ya sea riquísimo o pobre como las ratas, al que le duelen un poco los oídos o no quiere subir a la cama hasta que uno le promete ir a arroparle.

Pero para Jonathan fue como oír el grito de su infancia que resonaba en todos los corredores, los barracones y los orfanatos infames y en los cuartos traseros de toda tía adoptiva. Jonathan se contuvo un momento más, sabiendo que al ataque le vienen bien unos momentos de demora. Notó que sus latidos perdían velocidad. Vio que la roja neblina se agolpaba en sus ojos y de pronto se volvió ingrávido e invulnerable. Vio la cara de Sophie, intacta y risueña. Oyó pisadas fuertes de adulto seguidas de otras más pequeñas y renuentes: el secuestrador estaba bajando los dos escalones del balcón y llegaba al suelo embaldosado de la cocina, arrastrando a Daniel tras él. Cuando los pies del hombre tocaron las baldosas, Jonathan salió de detrás de la puerta y con ambas manos agarró el brazo que sostenía la pistola y lo retorció ferozmente. Al mismo tiempo Jonathan gritó: un prolongado grito de catarsis para pedir públicamente ayuda, para aterrorizar, para poner punto final a tanta paciencia durante tanto tiempo, demasiado. La pistola cayó al suelo con un ruido metálico y él la puso fuera del alcance de un patadón. Tirando del hombre y de su dolorido brazo hacia el vano de la puerta, agarró ésta, arremetió con todo su cuerpo y aplastó el brazo del hombre entre la puerta y la jamba. El tal Mike gritó también, pero se calló en cuanto Jonathan le puso la hoja del cuchillo en el cuello sudoroso.

–¡Mierda, tío! –dijo Mike en voz baja, a medio camino entre el dolor y el susto–. ¿Qué coño haces? Mierda consagrada. ¿Estás loco o qué? ¡Hostia!

–Corre, vuelve con tu madre –le dijo Jonathan a Daniel–. Date prisa. Vamos, largo.

Y pese a todo lo que la rabia le removía por dentro, escogió con esmero estas palabras, sabiendo que tendría que apechugar con ellas más adelante. Pues ¿a santo de qué iba a saber un simple cocinero que el nombre de pila de Daniel era Daniel, o que Jed no era su madre, o que la verdadera madre de Daniel estaba en Dorset, a varios miles de kilómetros de allí? Mientras las pronunciaba, se dio cuenta de que Daniel ya no escuchaba, sino que estaba mirando hacia la otra puerta, detrás de Jonathan. Y que el hombre del botín, tras oír los gritos, había vuelto para echar una mano.

–¡Este mierda me ha roto el brazo, coño! –aullaba el tal Mike–. ¡Suéltame el maldito brazo, tío mierda! Cuidado, Gerry, tiene un cuchillo. No me jodas ahora. Me ha roto el brazo. Me lo ha roto por dos sitios, el cabrón. Este tío va en serio. ¡Está loco!

Pero Jonathan seguía sujetándole por el brazo que probablemente estaba roto, sin dejar de apuntarle a la gruesa garganta con el cuchillo. El hombre tenía la cabeza echada hacia atrás con la boca bien abierta, como en el dentista, y el pelo sudoroso le acariciaba la cara. Jonathan, con esa neblina roja delante de los ojos, habría hecho sin remordimiento cualquier cosa que hubiera juzgado necesaria.

–Vuélvete por la escalera –le dijo a Daniel con calma, para no asustarle–. Ve con cuidado. Vamos. Vete ya.

Daniel consintió finalmente en marcharse. Giró sobre sus talones y empezó a bajar por la escalera dando traspiés en dirección a las lámparas de arco y a la gente que esperaba paralizada abajo, con una mano más arriba de la cabeza como para certificar su habilidad. Y ésta fue la reconfortante imagen que le quedó a Jonathan cuando el hombre llamado Gerry le golpeó con la culata de la pistola, volvió a pegarle en la mejilla derecha y en el ojo correspondiente y luego una tercera vez mientras Jonathan caía lentamente al suelo envuelto en velos de la sangre de Sophie. Yaciendo allí en la postura de rescate, Gerry le propinó un par de patadas en la ingle para rematar la faena antes de agarrar a su cómplice Mike por el brazo que le quedaba sano y –entre más insultos e imprecaciones– llevárselo a rastras por la cocina hasta la otra puerta. Y Jonathan se alegró de ver que el abultado maletín estaba no muy lejos de allí, pues resultaba claro que Gerry no podía con el lisiado Mike y con el botín a la vez.

Entonces le llegó el sonido de nuevas voces y nuevas pisadas, y por un momento Jonathan creyó que volvían para darle otra dosis de la misma medicina, pero en medio de la confusión se había equivocado respecto al origen de esos ruidos, pues no eran sus enemigos quienes ahora estaban congregados a su alrededor mirándole, sino sus amigos, las personas por las que había peleado y por las que casi había muerto: Tabby, Frisky, lord Langbourne y los jugadores de polo, el viejo matrimonio que se acariciaba la cara al bailar y los cuatro jóvenes negros del bar, y Swats y Wet Eye, y luego Roper y Jed con el pequeño Daniel entre ambos. Y Miss Amelia, que no dejaba de gritar, como si Jonathan le hubiera partido el brazo también a ella. Y Mama Low chillándole a Miss Amelia que se callara de una puta vez y Miss Amelia gritando «Pobre Lamont». Y Roper, que se había dado cuenta, estaba poniendo pegas.

–¿Por qué diablos le llama Lamont? –se quejaba Roper mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro para ver mejor la cara de Jonathan bajo la sangre que la cubría–. Éste es Pine, el del hotel Meister. El encargado que tenían por la noche. Un inglés. ¿Lo reconoces, Tabby?

–Igualito, jefe –confirmó Tabby, arrodillándose al lado de Jonathan y tomándole el pulso.

En algún punto apartado de su pantalla, Jonathan vio que Frisky cogía el maletín abandonado y miraba dentro.

–Está todo, jefe –decía ahora con tono consolador–. Sólo hay que lamentar daños personales.

Pero Roper seguía agachado junto a Jonathan, y debió de ver algo que le impresionó, pues no dejaba de arrugar la nariz como cuando el vino está pasado. Jed decidió que Daniel ya había visto bastante y empezó a bajar con él las escaleras, tratando de calmarle.

–¿Me oye bien, Pine? –preguntó Roper.

–Sí –dijo Jonathan.

–¿Puede sentir mi mano?

–Sí.

–¿Aquí también?



–Sí.

–¿Y aquí?

–Sí.

–¿Qué tal el pulso, Tabby?



–Bastante bien, jefe, dadas las circunstancias.

–¿Me oye aún, Pine?

–Sí.

–Se pondrá bien. Hemos pedido ayuda. Tendrá todo lo que haga falta. ¿Has hablado con los del barco, Corky?



–Al aparato, jefe.

Remotamente, Jonathan tuvo conciencia del mayor Corkoran sosteniendo un teléfono portátil junto a la oreja con una mano afianzada en la cadera y el codo levantado para dar énfasis a su autoridad.

–Vamos a mandarle ahora mismo a Nassau en el helicóptero –estaba diciendo Roper con ese tono desagradable con que hablaba a Corkoran–. Díselo al piloto y luego llama al hospital. Pero no a ese tugurio. A otro sitio. Nuestro.

–El Doctors Hospital de Collins Avenue –dijo Corkoran.

–Haz la reserva. ¿Cómo se llama ese cirujano suizo tan pomposo que tiene una casa en Windermere Cay, el que siempre quiere invertir en nuestras empresas...?

–Marti –dijo Corkoran.

–Llama a Marti, que venga enseguida.

–Eso está hecho.

–Y después, telefonea a los guardacostas, a la policía y a los imbéciles de siempre. Ármales un escándalo. ¿Tienes una camilla, Low? ¿Está usted casado o algo, Pine? ¿Tiene esposa o lo que sea?

–Estoy bien –dijo Jonathan.

Pero fue la amazona, claro está, quien había de decir la última palabra. Seguro que había estudiado primeros auxilios en las monjas.

–Muévanle lo menos posible –estaba diciéndole a alguien con una voz que entró como flotando en el sopor de Jonathan.


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