Ana səhifə

El infiltrado (The Night Manager, 1993)


Yüklə 1.23 Mb.
səhifə2/31
tarix25.06.2016
ölçüsü1.23 Mb.
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   31

2


Herr Kaspar alzó de nuevo su célebre cabeza. Sobre el batir del viento podía oírse ahora discretamente la vibración de un potente motor. Recogió los boletines de la asediada bolsa de valores de Zurich y les pasó una goma elástica alrededor. Dejó los papeles enrollados en el cajón de las inversiones, lo cerró e hizo una señal con la cabeza al jefe de botones, Mario. Sacó un peine de su bolsillo trasero y se lo deslizó por la peluca. Mario torció el gesto hacia Pablo, quien a su vez sonrió tontamente a Benito, el guapetón aprendiz de Lugano que, con toda probabilidad, estaba de acuerdo con los otros dos. Se habían refugiado en el vestíbulo, pero ahora, con latina chulería, se enfrentaban los tres a la tormenta, abrochándose la capa al cuello mientras agarraban sus paraguas y carretillas y desaparecían tragados por la nieve.

«Esto no ha sucedido nunca –pensó Jonathan, observando los pormenores de la aproximación del coche–. No es más que la nieve barriendo el patio delantero. Todo es un sueño.»

Pero Jonathan no estaba soñando. La limusina era real, aunque pareciese flotar en un vacío de blancura. Una limusina más larga que el hotel estaba atracando en la entrada principal como un negro transatlántico que avanzara cautelosamente hacia el muelle, en tanto los botones, embutidos en sus capas, hacían cabriolas para amarrarlo, todos menos el insolente Pablo, quien, en un momento de inspiración, había desenterrado una escoba y se dedicaba a apartar copos de nieve de la alfombra roja como si jugara al curling. En un último instante de dicha, es cierto, una ráfaga de nieve lo borró absolutamente todo, y Jonathan pudo imaginar que una fuerte marejada había arrastrado el transatlántico mar adentro para hacerlo encallar en los despeñaderos de las colinas circundantes, de manera que Mr. Richard Onslow Roper y su guardia personal oficial, y quienquiera que completase el grupo hasta los dieciséis, habrían perecido sin excepción en su Titanic particular durante la memorable tormenta de enero de 1991. Que en gloria estén.

Pero la limusina había vuelto. Pieles, hombres hechos y derechos, una hermosa joven de largas piernas, diamantes y nomeolvides dorados y montañas de equipaje, todo en negro, a juego, emergían de su lujoso interior como un botín recién saqueado. A la primera limusina siguió una segunda y una tercera: un convoy de limusinas. Herr Kaspar estaba ya impulsando la puerta giratoria al ritmo que mejor se ajustaba al avance del grupo. Primero apareció un desaliñado abrigo marrón de pelo de camello, que fue discretamente puesto en primer plano tras las consabidas vueltas, colgándole del cuello una sucia bufanda de seda y como guinda un cigarrillo que dejaba caer ceniza y la mirada ojerosa de un vástago de la clase alta inglesa. De Apolo cincuentón, nada.

Tras Pelo de Camello llegó un blazer azul marino de veintitantos años, el blazer sin abrochar, para desenfundar cruzado, y los ojos nada penetrantes. «Un GPO –se dijo Jonathan, procurando no responder a su maligna mirada–. Ahora vendrá otro, y otro más, si Roper tiene miedo.»

La guapa vestía un abrigo acolchado multicolor que casi le llegaba hasta los pies, pero pese a ello conseguía aparecer ligera de ropa. Tenía el mismo aire cómico de Sophie, y su pelo castaño, también como a Sophie, le caía libremente a ambos lados de la cara. ¿La mujer de alguno? ¿La amante, quizá? ¿Tal vez la de todos? Por primera vez en seis meses, Jonathan sintió el devastador e irracional impacto de una mujer a la que deseó al momento. Al igual que Sophie, ella poseía una enjoyada lisura y una suerte de vestida desnudez. Realzaban su cuello dos ristras de perlas, y unas pulseras de diamantes le asomaban desde las acolchadas mangas. Pero lo que la designaba como actual ciudadana del Paraíso era ese aire incierto de confusión, la sonrisa un poco rasgada y su nada cohibido porte. La puerta giratoria continuó vomitándolos hasta que bajo la araña de luz quedó alineada toda una delegación de la sociedad opulenta inglesa, sus miembros tan elegantes y acicalados, eran ricos de sol, que juntos parecían compartir una moralidad gremial que prescribía la enfermedad, la pobreza, los semblantes pálidos, la vejez y el trabajo manual. Sólo Pelo de Camello, con sus ignominiosamente maltrechas botas de ante, figuraba como proscrito de sus filas por voluntad propia.

Y en el centro, aunque separado de los demás, el Hombre, pues sólo podía tratarse de Él después de la furibunda descripción de Sophie. Alto, delgado y, a primera vista, noble. Cabello rubio mechado de gris, peinado hacia atrás y montándole sobre las orejas a modo de pequeños cuernos. Una cara para tener de adversario en la mesa de juego y perder. La postura favorita de los ingleses arrogantes, rodilla semilevantada y mano apoyada en el colonial trasero. «Freddie es muy frágil –había explicado Sophie–, y Roper es muy inglés.»

Como todo hombre hábil, Roper estaba haciendo varias cosas a un tiempo: estrechar la mano de Kaspar y darle una palmada en el brazo con la misma mano, utilizar ésta para mandarle un beso a fräulein Eberhardt (que se puso bizca y le saludó con una groupie menopáusica), y por último posar su mirada de jefe supremo en Jonathan, quien para entonces debía de haberse acercado a él, aunque Jonathan no tenía evidencia de haberlo hecho salvo por la circunstancia de que el maniquí de Adèle había sido sustituido primero por el quiosco de revistas, luego por las ruborizadas facciones de fräulein Eberhardt en recepción y ahora por el Hombre en persona. «No tiene escrúpulos –había dicho Sophie–. Es el peor hombre del mundo.»

«Me ha reconocido –pensó Jonathan, esperando ser denunciado–. Ha visto mi fotografía, conoce mi descripción. Dentro de un momento va a dejar de sonreír.»

–Soy Dicky Roper –proclamó una voz perezosa mientras la mano se cerraba en torno a la mano de Jonathan y, brevemente, la poseía–. ¿Qué tal? Mis muchachos me han reservado unas habitaciones. Unas cuantas, diría yo.

Típico chapurreo de Belgravia, el acento proletario de los inmensamente ricos. Cada cual penetró fugazmente en el espacio privado del otro.

–Cuánto me alegro de verle, Mr. Roper –murmuró Jonathan, de voz inglesa a voz inglesa–. Bienvenido, señor, menuda nochecita. Debe de haber tenido un viaje de lo más espeluznante. Es una heroicidad haberse aventurado a volar esta noche. Ha sido usted el único, se lo aseguro. Me llamo Pine, soy el director de noche.

«Conoce mi nombre –pensó, expectante–. Freddie Hamid se lo dijo.»

–¿En qué anda metido últimamente el viejo Meister? –preguntó Roper dejando que sus ojos resbalaran hacia la joven belleza, que estaba en el quiosco cogiendo unas revistas de modas. Las pulseras seguían colgándole de la muñeca, mientras con la otra mano no paraba de echarse el pelo hacia atrás–. En su cama con el Ovaltine y un libro, ¿no es así? Bueno, espero que sea con un libro, claro. Jeds, ¿qué tal va eso? Le encantan las revistas. Pura adicción. Yo las odio.

Jonathan tardó un momento en comprender que Jeds era la mujer. No un hombre, en singular, sino Jeds, una mujer en singular en toda su diversidad. Su cabeza castaña se volvió lo suficiente para dejar ver una sonrisa traviesa y jovial.

–Estoy bien, cielo –dijo ella como si estuviera recuperándose de un golpe.

–Me temo que esta noche herr Meister tiene compromisos ineludibles, señor –dijo Jonathan–, pero estará encantado de verle por la mañana en cuanto hayan ustedes descansado.

–¿Pine? Me suena. ¿Es usted inglés?

–Hasta la médula, señor.

–Muy sensato. –La mirada pálida vuelve a vagar, esta vez por recepción, donde Pelo de Camello está rellenando los formularios de fräulein Eberhardt–. ¿Estás proponiéndole matrimonio a esa señorita, Corky? –dice Roper elevando la voz–. No caerá esa breva –añade para Jonathan con tono confidencial–. El mayor Corkoran, mi ayudante –le confía con una indirecta.

–¡Acabo enseguida, jefe! –dice pesadamente Corky, y alza un brazo de pelo de camello. Ha alineado las piernas y sacado la rabadilla como quien se dispone a tirar al croquet, y la inclinación de sus caderas, ya sea natural o intencionada, sugiere cierta feminidad. Junto a su codo tiene un montón de pasaportes ingleses.

–Por el amor de Dios, Corks, si sólo has de copiar unos cuantos nombres... Que no es un contrato de cincuenta folios.

–Nuevas normas de seguridad, señor –explica Jonathan–. Cosas de la policía suiza. Me temo que no podemos evitarlo.

La guapa ha elegido tres revistas pero necesita más. Ha posado una bota ligeramente arañada sobre su largo tacón, con la puntera dirigida hacia arriba. Sophie hacía igual. Unos veinticinco años, piensa Jonathan. Siempre joven.

–¿Lleva mucho aquí, Pine? La última vez que vinimos no estaba, ¿verdad, Frisky? De haber habido un inglés suelto por aquí, nos habríamos fijado.

–Nones –dijo el blazer, observando a Jonathan como desde una aspillera imaginaria. Orejas como botijos, se fijó Jonathan. Cabello rubio, casi blanco. Manos que parecen hachas.

–Llevo casi seis meses en el hotel, Mr. Roper.

–¿Dónde estaba antes?

–En El Cairo –contesta Jonathan, veloz como una chispa–. Hotel Queen Nefertiti.

Pasa el tiempo, como ocurre antes de una detonación, pero los espejos tallados del vestíbulo no se hacen añicos tras la mención del Queen Nefertiti; las pilastras y los candelabros siguen en pie.

–¿Le gustó El Cairo?

–Muchísimo.

–Entonces, ¿por qué se fue de allí?

«Por culpa tuya», piensa Jonathan. Pero en cambio dice:

–Instinto de nómada, supongo. Ya sabe lo que es eso. Uno de los atractivos del oficio es vivir la vida sin rumbo ni meta..

De pronto, todo se puso en marcha. Corkoran se había apartado del mostrador de recepción y, sosteniendo conspicuamente un cigarrillo, se les acercaba lentamente. La tal Jeds tenía ya sus revistas y esperaba que alguien se ocupase de pagarlas. Corkoran dijo:

–En la cuenta de la habitación, monada.

Herr Kaspar estaba descargando un fajo de correspondencia en brazos del segundo blazer, quien exploraba ostentosamente con la punta de sus dedos los paquetes más voluminosos.

–Ya era hora, joder. ¿Qué te ha pasado en la mano de firmar, Corks?

–Un cólico de tanta paja, creo yo –repuso el mayor Corkoran–. Puede que sea flojera de muñeca –añadió con una sonrisa dedicada a Jonathan.

–Oh, Corks –dijo la guapa, riendo como una tonta.

Por el rabillo del ojo Jonathan pudo ver a Mario, el portero jefe, transportando una pirámide de maletas hasta el ascensor de servicio, valiéndose del portentoso trote con que los porteros confían imprimir su imagen en la veleidosa mente de los clientes. Luego vio su propio reflejo fragmentado adelantándole por los espejos, y a Corkoran, que iba a su lado, con el cigarrillo en una mano y las revistas en la otra, y se permitió un momento de pánico oficioso porque no conseguía ver a la mujer. Jonathan se dio la vuelta, la vio, captó su mirada y ella le sonrió, cosa que él, en el alarmante resurgir de su deseo, anhelaba. Captó asimismo la mirada de Roper, porque ella iba del brazo de Roper, cogida de él con las dos manos al tiempo que casi le pisaba los pies. Detrás de él iba la guardia personal y la sociedad opulenta. Jonathan reparó en una rubia beldad masculina con coleta, y a su lado una fea y ceñuda esposa.

–Los pilotos llegarán más tarde –estaba diciéndole Corkoran–. No sé qué puñeta de la brújula. Cuando no es la brújula son los cagaderos que no funcionan. ¿Estás fijo toda la temporada, muñeco, o sólo tienes función esta noche?

El aliento le olía a las cosas buenas del día: los martinis antes de comer, el vino en la comida y los coñacs de después, todo ello regalado con el humo de sus repugnantes cigarrillos franceses.

–Verá, mayor, estoy todo lo fijo que se puede esperar en esta profesión –contestó Jonathan, alterando un poco sus maneras ya que hablaba con un subalterno.

–En la tuya y en la de todos, te lo aseguro –dijo enfáticamente el mayor–. ¡Profesionales de lo provisional!

Una secuencia más y estaban cruzando el gran vestíbulo al son de When I Take My Sugar To Tea, interpretado por Maxie, el pianista, a la atención de dos ancianas de seda gris. Roper y la mujer seguían entrelazados. «Sois nuevos el uno para el otro –les dijo amargamente Jonathan por el rabillo del ojo–. O bien habéis hecho las paces después de la riña. Jeds», repitió para sí. Necesitaba la seguridad de su cama individual.

Otra secuencia y estaban de tres en fondo ante la puerta del nuevo ascensor del Meister para subir a la Suite de la Torre, con la sociedad opulenta agitándose detrás.

–¿Qué diablos ha pasado con el antiguo ascensor, Pine? –preguntaba ahora Roper imperiosamente–. Pensaba que Meister no toleraba las cosas viejas. Estos malditos suizos modernizarían Stonehenge si pudieran. ¿No es cierto, Jeds?

–Roper, no irás a hacer una escena por un ascensor... –dijo ella con reverente temor.

–No me provoques.

A lo lejos, Jonathan oye una voz no muy distinta de la suya, enumerando las ventajas del nuevo ascensor: «Una medida de seguridad, Mr. Roper, desde luego, pero también cuenta su extraordinario atractivo. Fue instalado el pasado otoño para exclusiva comodidad de los huéspedes de nuestra Suite de la Torre...» Y mientras habla, Jonathan balancea entre sus dedos la llave de oro maestra, según diseño original de herr Meister, embellecida con una borla dorada y rematada por una más que graciosa corona de oro.

–¿No le recuerda un poco a los faraones? Ciertamente es de lo más extravagante, pero puedo asegurarle que a nuestros huéspedes menos sofisticados les encanta –dice en confianza, con una sonrisita cursi que nunca ha dispensado a nadie anteriormente.

–Pues a me encanta –tercia Corkoran fuera de plano–. Y para sofisticado, yo.

Roper sopesa la llave en la palma de su mano como para valorar el precio del metal fundido. Examina ambas caras, la corona, la borla.

–Taiwán –dice y, para alarma de Jonathan, se la arroja al blazer de orejas de botijo, que con un movimiento brusco la atrapa a ras del suelo y a la izquierda, gritando «¡Mía!».

Beretta automática de 9 mm, con el seguro en on, registra Jonathan. Acabado en marfil, pistolera bajo la axila derecha. Un GPO zurdo, con cargador de repuesto en la riñonera.

–Magnífico, Frisky. ¡Juego en blanco para nosotros! –dice Corkoran arrastrando las palabras, y se oyen risitas de alivio procedentes del público opulento, cuya animadora principal es la joven belleza, quien le estruja el brazo a Roper y dice «Francamente, cariño», aunque en los anublados oídos de Jonathan suena al principio como «Sé prudente, cariño».

Ahora todo transcurre en cámara lenta, todo sucede como debajo del agua. El ascensor tiene cabida para cinco, el resto debe esperar. Roper entra con decisión, tirando de la mujer: «Colegio de pago y escuela de modelos –piensa Jonathan–, más un cursillo especial (que Sophie también hizo) sobre cómo moverse contoneando las caderas de esa manera.» Después Frisky, luego el mayor Corkoran sin cigarrillo, por último Jonathan. Ella tiene los cabellos suaves además de castaños. Va desnuda. Es decir, se ha despojado del abrigo acolchado y lo lleva ahora colgado del brazo como si fuera un gabán militar. Viste una camisa blanca de hombre con mangas fofas recogidas hasta los codos. Jonathan pone en marcha el ascensor. Corkoran mira el techo con desaprobación, como un hombre orinando. La cadera de la chica choca tranquilamente con el flanco de Jonathan en alegre camaradería. «Aparta –quiere decirle él, enfadado–. Si intentas ligar, déjalo. Y si no, métete la cadera donde te quepa.» Ella huele no a vainilla sino a claveles blancos el día de la fiesta en la escuela de cadetes. Roper está detrás de ella, descansando posesivamente sus grandes manos sobre los hombros de la chica. Frisky mira desde arriba como un imbécil la tenue señal de un mordisco en el cuello de ella y sus pechos desnudos dentro de la costosa camisa. Como Frisky, sin duda, Jonathan siente la imperiosa necesidad de sacarle un pecho fuera.

–Si le parece, iré delante y le mostraré las nuevas comodidades que ha hecho instalar herr Meister desde su última visita al hotel –propone Jonathan.

«Quizá debería usted dejar de recurrir a la buena educación como estilo de vida», le había dicho Sophie caminando junto a él al amanecer.

Jonathan fue delante señalando las inestimables ventajas de la suite: el asombroso bar de cortesía; el no va más de los inodoros superhigiénicos a chorro, lo hace todo menos limpiarle los dientes: esos chistes tontos de siempre, pulidos y cepillados para divertimento de Mr. Richard Onslow Roper y de esta imperdonablemente atractiva mujer de caderas anchas, cintura baja y graciosa cara. ¿Cómo osaba ser tan hermosa en un momento así?

La legendaria Torre del Meister flota cual pomposo palomar sobre los picos y valles del tejado eduardiano del hotel. El palacio de tres dormitorios que hay en su interior está construido en dos plantas, una experiencia al pastel en lo que Jonathan denomina privadamente «póquer de francos suizos». Ha llegado el equipaje, los botones han recibido sus dádivas, Jed se ha retirado al dormitorio principal del que emergen sonidos de cantos femeninos y agua corriente. El canto es confuso pero truculento, cuando no perfectamente obsceno. Frisky, el blazer, se ha apostado en el teléfono que hay en el rellano y habla autoritariamente con alguien a quien desprecia. El mayor Corkoran, armado de un nuevo cigarrillo pero sin su pelo de camello, está en el comedor hablando por otra línea en un francés torpe y lento en consideración a alguien cuyo francés es peor que el suyo. Y el francés de Corkoran es francés francés, sin duda. Se ha puesto a hablar en ese idioma como si fuera su lengua materna, cosa que bien podría ser, pues no hay en Corkoran nada, salvo su aliento, que denote una procedencia exenta de complejidad.

Otras vidas y otras conversaciones se desarrollan en el resto de la suite. El hombre alto de la coleta se llama Sandy, según parece, y Sandy está hablando en inglés por otro teléfono con alguien llamado Gregory, de Praga, mientras su señora sigue con el abrigo puesto y sentada en una silla, mirando ceñuda a la pared. Pero Jonathan ha prescrito de su conciencia inmediata a estos actores secundarios. Existen, tienen clase, giran en su lejana periferia en torno a la luz de Mr. Richard Onslow Roper de Nassau, Bahamas. Pero ellos son el coro. Concluida la excursión con guía a los esplendores de palacio, es hora de que Jonathan se despida. Un gracioso gesto de la mano, una exhortación a «cerciorarse de disfrutar hasta el último rincón de esta suite», y lo normal habría sido bajar suavemente a la planta baja, dejando que sus pupilos disfrutasen por sí mismos de esos placeres lo mejor que les permitieran los quince mil francos la noche más impuestos y servicio, incluido desayuno continental.

Pero ésta no es una noche normal, ésta es la noche de Roper, la noche de Sophie, y por extraño que parezca esta noche el papel de Sophie lo representa la acompañante de Roper, cuyo nombre para todo el mundo –salvo para él– resulta ser Jed y no Jeds: a Mr. Onslow Roper le gusta multiplicar sus propiedades. La nieve sigue cayendo, Roper se siente atraído hacia ella como un hombre que contempla su propia infancia en los copos que se arremolinan. Allá está, en mitad de la habitación, respaldado por la caballería, cara a la puertaventana y al balcón cubierto de nieve. Frente a él sostiene un catálogo verde de Sotheby’s abierto como un himnario del que parece a punto de cantar, y con el otro brazo da entrada a cierto instrumento silencioso situado a un extremo de la orquesta. Luce unas gafas de media luna que le dan un aspecto de juez erudito.

–El soldado Boris y su compinche dicen si vale el lunes a la hora de comer –informa en voz alta Corkoran desde el comedor–. ¿Vale el lunes?

–Hecho –dice Roper, pasando una página del catálogo y mirando al mismo tiempo la nieve por encima de la montura–. Fíjese. El infinito visto en un instante.

–Me fascina siempre que pasa... –dice seriamente Jonathan.

–Tu amigo Appetites de Miami dice que por qué no quedamos en el Kronenhalle, la comida es mejor... –otra vez Corkoran.

–Demasiada gente. Comeremos aquí, y si no que se traiga el bocadillo. Sandy, ¿qué precio tiene ahora un buen Stubbs con caballo?

Sandy, el guapito de cara con coleta, se asoma a la puerta y pregunta:

–¿Medidas?

–Setenta y cinco por metro veinte.

Guapito de Cara apenas se inmuta.

–En junio pasado salió uno en Sotheby’s. Protector in a Landscape. Con firma y fecha, 1779. Una verdadera joya.

Quanta costa?

–¿Estás bien sentado?

–¡Suéltalo ya, Sands!

–Un millón doscientos, más comisión.

–¿Dólares o libras?

–Dólares.

Desde la otra puerta, el mayor Corkoran se lamenta:

–Los chicos de Bruselas quieren la mitad en efectivo, jefe. Qué descaro.

–Diles que no firmarás –replica Roper con una aspereza adicional que al parecer emplea para mantener a raya a Corkoran–. ¿Eso de ahí es un hotel, Pine?

Roper está mirando fijamente los negros cristales de las ventanas donde los copos de la infancia prosiguen su bailoteo.

–En realidad es un faro, Mr. Roper. Deduzco que debe tratarse de una ayuda para la navegación aérea.

El apreciadísimo reloj de oro molido propiedad de herr Meister está dando la hora, pero Jonathan, pese a toda su agilidad habitual, no es capaz de mover los pies hacia la salida. Sus zapatos de charol permanecen incrustados en el espeso pelo de la alfombra de la salita como si estuvieran metidos en cemento fresco. Su dócil mirada, tan poco acorde con su frente de púgil, se ha quedado fija en la arqueada espalda de Roper. Pero Jonathan sólo le ve con una parte de su mente. En otras palabras, no se halla ya en la Suite de la Torre sino en el apartamento que Sophie tiene alquilado en lo alto del hotel Queen Nefertiti de El Cairo.
Sophie también le ha dado la espalda, una espalda tan bonita como él siempre supo que era, blanca contra la blancura de su vestido de noche. Sophie no está mirando la nieve sino las enormes y húmedas estrellas de la noche cairota, el cuarto de luna que cuelga de sus extremos sobre la ciudad silenciosa. La puerta que da al jardín de la azotea está abierta. Ella no cultiva otra cosa que flores blancas: adelfas, buganvillas, agapantos. La fragancia de los jazmines penetra en la habitación. Junto a Sophie, sobre la mesa, hay una botella de vodka indudablemente medio vacía, no medio llena.

–Me ha llamado –le recordó Jonathan con una sonrisa en la voz, haciéndose el humilde siervo. Puede que ésta sea nuestra noche, estaba pensando.

–Sí, le he llamado. Y me ha contestado. Usted es bueno. Estoy segura de que siempre lo es.

Jonathan comprendió al momento que ésa no era su noche.

–Necesito hacerle una pregunta –dijo ella–. ¿Me dará una respuesta sincera?

–Si puedo, claro que sí.

–¿Quiere decir que en ciertas circunstancias podría no hacerlo?

–Quiero decir que tal vez no sé la respuesta.

–Oh, claro que la sabe. ¿Dónde están los documentos que dejé a su cuidado?

–En la caja fuerte, dentro de su sobre. Con mi nombre.

–¿Los ha visto alguien más, aparte de mí?

–Hay varios miembros del personal que utilizan la caja fuerte, sobre todo para guardar dinero en efectivo antes de llevarlo al banco. Que yo sepa el sobre sigue cerrado.

Ella se permitió una impaciente caída de hombros, pero seguía sin volver la cabeza:

–¿Se los ha enseñado a alguien? ¿Sí o no, por favor? No le estoy criticando, acudí a usted obedeciendo un impulso. No sería culpa suya si yo hubiera cometido un error. Me lo imaginé, tal vez románticamente, como un inglés sin tacha.

«Hasta yo me tenía por tal», pensó Jonathan. Pero no se le ocurrió que le quedara otra alternativa. En el mundo al que él seguía siendo misteriosamente fiel, sólo había una respuesta a la pregunta de Sophie.

–No –dijo Jonathan. Y repitió–: No, a nadie.

–Si usted afirma que es cierto, le creo. No sabe cuánto deseo creer que aún queda un caballero sobre la Tierra.

–Es la verdad. Le di mi palabra. No. Una vez más, ella pareció pasar por alto su negativa, o la encontró algo prematura.

–Freddie insiste en que le he traicionado. Él me confió los documentos porque no quería tenerlos en su despacho ni en su casa. Dicky Roper está alimentando las sospechas de Freddie sobre mí.

–¿Qué motivo tendría para hacerlo?

–Roper es la otra parte interesada en la correspondencia. Hasta hoy mismo, Freddie Hamid y Roper se proponían ser socios en el negocio. Yo estuve presente en varias de sus reuniones a bordo del yate de Roper. Este no se sentía cómodo teniéndome como testigo, pero puesto que Freddie insistía en exhibirme delante de él, no le quedaba otra salida.

Ella pareció esperar que Jonathan hablara, pero éste guardaba silencio.

–Freddie ha venido a verme esta tarde. Más tarde de lo acostumbrado. Cuando está en la ciudad suele visitarme antes de cenar. Utiliza el ascensor del aparcamiento por respeto a su esposa, se queda un par de horas y luego regresa a cenar en el seno de su familia. Puedo vanagloriarme, aunque resulte un poco patético, de haber contribuido a mantener unido ese matrimonio. Esta vez ha llegado tarde. Había estado hablando por teléfono. Parece que Roper ha recibido un aviso.

–¿De quién?

–De unos buenos amigos de Londres. –Un gesto de amargura–. Buenos para Roper, quiero decir.

–¿Y qué le decían?

–Que las autoridades están al corriente de los planes que él y Freddie están tramando. Roper fue muy cauto por teléfono y se limitó a decir que contaba con la discreción de Freddie. Los hermanos de Freddie no fueron tan delicados. Freddie no les había hablado del negocio. Quería hacerse valer delante de ellos. Llegó al extremo de apartar una flota entera de camiones Hamid con algún pretexto a fin de transportar la mercancía a través de Jordania. A sus hermanos tampoco les gustó eso. Como Freddie está asustado, se lo ha contado todo. Además, se siente furioso porque está perdiendo la estima de su Roper del alma. Así que la respuesta es no –repitió ella sin dejar de mirar la noche–. Decididamente no. A Mr. Pine no se le ocurre cómo puede haber llegado tal información a Londres o a oídos de los amigos de Mr. Roper. La caja fuerte, los papeles..., nada que decir.

–No. Mr. Pine no tiene nada que decir. Lo lamento.

Hasta entonces ella no le había mirado. Ahora se dio la vuelta por fin y le permitió ver su rostro. Tenía un ojo completamente cerrado. Ambos lados de la cara estaban tan hinchados que la hacían irreconocible.

–Por favor, Mr. Pine. Lléveme a dar una vuelta. Freddie no es nada razonable cuando peligra su orgullo.


El tiempo no ha transcurrido. Roper continúa absorto en su catálogo de Sotheby’s. A él no le han puesto la cara como un mapa. El reloj de oro molido sigue dando la hora. Aunque parezca ridículo, Jonathan comprueba su exactitud comparando la hora que marca su reloj de pulsera, y al descubrir que ya puede mover los pies, abre la esfera y adelanta el minutero hasta que los dos concuerdan. «Ponte a cubierto –se dice a sí mismo–. Al suelo.» En la radio invisible suena Alfred Brendel interpretando a Mozart. Entre bastidores, Corkoran está hablando otra vez, ahora en un italiano algo más vacilante que su francés.

Pero Jonathan no puede ponerse a cubierto. Esa irritante mujer está bajando por la escalera ornamental. Él no la oye al principio, porque va descalza y lleva puesta la bata de baño cortesía del Meister, pero cuando al fin la oye, apenas puede soportar su visión. Las larguísimas piernas tienen un tono rosa bebé después del baño, y lleva el pelo castaño cepillado sobre los hombros como una buena chica. Un cálido olor mousse de bain ha sustituido a los claveles festivos. Jonathan está casi enfermo de deseo.

–Y si le apetece un refrigerio, permítame recomendarle su bar privado –aconseja Jonathan a la espalda de Roper–. Whisky de malta personalmente seleccionado por herr Meister, vodka de seis países. –¿Qué más?–. Ah, y servicio de habitaciones las veinticuatro horas para usted y los suyos.

–Pues yo me muero de hambre –dice la chica, que se niega a ser dejada de lado.

Jonathan le concede su desapasionada sonrisa hotelera:

–Bien, pues pida usted cuanto desee. El menú es puramente indicativo, y en la cocina estarán encantados de ponerse manos a la obra. –Se dirige nuevamente a Roper y un demonio le impulsa a dar un paso más–. Y si quiere ver la guerra, hay noticias en inglés por cable. El botón verde de esa cajita y luego el canal nueve.

–Ya he visto esa película, gracias. ¿Sabe algo de estatuas?

–Poca cosa.

–Yo tampoco. Ya somos dos. Hola, cariño. Qué tal el baño.

–De fábula.

La mujer, Jed, cruza la habitación y se repantiga en un sillón bajo, coge luego el menú y se pone unas gafas redondas, pequeñísimas, de montura dorada y (a Jonathan le da rabia esa certeza) perfectamente innecesarias. El impecable río de Brendel ha llegado al mar. La oculta radio cuadrafónica anuncia que Fischer-Diskau va a cantar una selección de canciones de Schubert. Roper le da un golpecito con su fornido hombro. Fuera de encuadre, Jed cruza sus piernas rosa bebé y distraídamente se estira la falda de la bata para cubrirlas, mientras sigue examinando el menú. «¡Zorra! –grita una voz dentro de Jonathan–. ¡Ramera! ¡Ángel! ¿Por qué de pronto soy víctima de estas fantasías juveniles?» Roper apoya un dedo esculpido sobre una ilustración a toda página.

«Lote 236, Venus y Adonis en mármol, un metro y setenta y cinco centímetros de altura excluido el pedestal. Venus rozando con sus dedos el rostro de Adonis en señal de veneración, copia contemporánea de Canova, sin firma, original en Villa La Grange, Ginebra, precio estimativo entre sesenta mil y cien mil libras esterlinas.»

El Apolo de cincuenta años quiere comprar a Venus y Adonis.

–¿Qué es eso de roseti?pregunta Jed.

–Creo que está usted mirando rösti –contesta Jonathan con el empaque que da un conocimiento superior–. Una exquisitez suiza a base de patata. Como col y patata pero sin col, con mucha mantequilla y frito. Absolutamente delicioso, cuando uno está famélico. Y lo hacen pero que muy bien.

–Vamos, Pine, ¿qué le parece? –pregunta Roper–. ¿Le gusta? ¿No? Venga, no sea tímido. Eso no le hace bien a nadie... Salpicón, cariño, lo comimos en Miami. ¿Qué dice, Mr. Pine?

–En mi opinión, eso depende bastante del sitio en que se coloquen las estatuas –responde cautelosamente Jonathan.

–Al final de una rosaleda. Con pérgola encima y vista del mar al fondo. De cara al oeste, para no perderse la puesta de sol.

–El lugar más bello de la Tierra –dice Jed.

Jonathan se pone frenético en cuanto oye su voz. «¿Por qué no te callas? ¿Cómo es que tu bla bla bla suena tan cerca si estás hablando en el otro extremo de la habitación? ¿Por qué has de interrumpir todo el rato en vez de leer el maldito menú?»

–¿El sol está garantizado? –pregunta Jonathan con su sonrisa más protectora.

–Trescientos sesenta días al año –dice Jed, ufana.

–Adelante. No son de cristal. –Roper le mete prisa–. ¿Cuál es su veredicto?

–Me temo que no son de mi estilo –contesta Jonathan antes de darse tiempo a pensar la respuesta.

¿Por qué diantre dice esto? ¿Acaso por culpa de Jed? El propio Jonathan sería el último en saberlo. No tiene opinión sobre estatuas, jamás ha comprado ninguna, jamás ha vendido ninguna, apenas si ha pensado en ellas, aparte de aquel bronce horrible del conde de Haig1 mirando a Dios por unos prismáticos desde la tribuna de una de las plazas de armas de su infancia militar. Él sólo intentaba decirle a Jed que mantuviera las distancias.

Los delicados rasgos de Roper no se alteran, pero por un momento Jonathan se pregunta si todo él es de cristal.

–¿Te ríes de mí, Jemima? –pregunta, con una sonrisa perfectamente agradable.

El menú desciende y por encima asoma cómicamente la carita de duende.

–¿Por qué demonios lo preguntas?

–Creo recordar que a ti tampoco te gustaron cuando te las enseñé en el avión.

Ella deja el menú en su regazo y con ambas manos se quita las inútiles gafas. Al hacerlo, bosteza sobre la manga de la bata de herr Meister, brindándole fortuitamente a Jonathan la escandalosa visión de un pecho perfecto con el pezón ligeramente erecto apuntando a él debido al movimiento de los brazos, y con la mitad superior iluminada por el halo dorado de la lamparita que hay encima de ella.

–Cariño –dice dulcemente la chica–, eso es una total, absoluta e incorrupta memez. Yo dije que ella tenía el culo demasiado grande. Si te gustan los culos gordos, allá tú. El dinero es tuyo. Y el culo también.

Roper fuerza una sonrisa, alarga un brazo, agarra por el cuello la botella de Dom Pérignon cortesía de herr Meister y empieza a descorcharla.

–¡Corky!


–¡Aquí estoy, jefe!

Un instante de vacilación. Voz corregida:

–Dales un toque a Dandy y a MacArthur. Champú.

–A la orden, jefe.

–¡Sandy! ¡Caroline! ¡Champú! ¿Dónde coño se han metido esos dos? Otra vez peleando. Qué pesados. Me ponen enfermo. No se vaya, Pine. La fiesta empieza ahora. ¡Corks, que suban dos botellas más!

Pero Jonathan se va. Expresando por señales sus excusas, gana el rellano y, al mirar atrás, Jed le está diciendo adiós con un ridículo vaivén de la mano sin soltar la copa de champán que sostiene en la otra. Jonathan responde con su sonrisa más gélida.

–Dulces sueños, monada –musita Corkoran cuando se cruzan rozándose–. Y gracias por los amorosos cuidados.

–Buenas noches, mayor.

Frisky, el GPO rubio ceniza, se ha apostado en un trono tapizado junto al ascensor y examina un libro de bolsillo sobre erotismo Victoriano.

–Jugarás al golf, ¿no, encanto? –pregunta mientras Jonathan pasa deprisa.

–No.

–Yo tampoco.



«Cazo agachadizas con holgura –está cantando Fischer-Diskau–. Cazo agachadizas con holgura.»
Media docena de comensales permanecían inclinados sobre sus mesas a la luz de las velas como devotos en una catedral. Entre ellos se encontraba sentado Jonathan, quien se complacía en una resuelta euforia. «Yo vivo para esto –se decía–: para esta media botella de Pommard, este foie de veau glacé con verduras de tres colores, esta magullada y antigua cubertería de hotel que me guiña sabiamente el ojo desde el mantel damasquinado.»

Cenar a solas había sido siempre un placer particular para él y esta noche, en consideración al agotamiento de las actividades bélicas, el maître Berri le había ascendido de su solitario asiento contiguo a la puerta de servicio a uno de los altares junto a la ventana. Con la vista fija más allá de los nevados campos de golf, en las luces de la ciudad que agujerean las márgenes del lago, Jonathan se obstinaba en congratularse de la satisfactoria integridad de su vida, de la distancia recorrida, de las primeras monstruosidades que había dejado atrás.

«No te habrá sido nada fácil allá arriba, muchacho, con el egregio Roper –le dijo a su mejor cadete el barbicano comandante dándole su aprobación–. Y ese tal mayor Corkoran, menuda pieza. Claro que la chica se las trae, si quieres saber mi opinión. Pero tú te has mostrado decidido y has sabido estar en tu sitio. Bien hecho.» Y Jonathan llegó realmente a otorgar una sonrisa de felicitación a su reflejo en la ventana iluminada por las velas mientras rememoraba todas las lisonjas pronunciadas y todos los lúbricos pensamientos por orden de su vergonzosa apariencia.

Y de pronto el foie de veau se le volvió ceniza en la boca y el Pommard le supo a bronce de cañón. La vista se le nubló y se le retorcieron las tripas. Levantándose aturdido de la mesa, farfulló una excusa al maître Berri y llegó con el tiempo justo al lavabo de caballeros.


1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   31


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət