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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Su primer golpe lo recibió Jonathan como en sueños. Oyó crujir su mandíbula y vio las lucecitas negras de un knock out, seguido del largo resplandor de un relámpago difuso. Vio el rostro demudado de Latulipe mirándole fijamente y el brazo derecho de Latulipe preparado para golpear por segunda vez. Parecía la cosa más tonta del mundo: emplear el puño derecho como si fuera un martillo clavando un clavo y dejarle a uno en disposición de tomar represalia. Al oír la pregunta de Latulipe se dio cuenta de que era la segunda vez que la oía.

Salaud! ¿Quién es usted?

Entonces vio las cajas de cascos vacíos que había ayudado a los ucranianos a apilar esa misma tarde en el patio, y oyó la melodía del strip-tease por la salida de incendios de la discoteca. Vio el cuarto creciente coronando la cabeza de Latulipe como un halo torcido. Recordó que Latulipe le había pedido que saliera un momento. Y supuso que debería devolverle el golpe a Latulipe o al menos parar el segundo puñetazo, pero la indiferencia o cierto sentido de la caballerosidad inmovilizaban su mano, de manera que el segundo golpe le dio casi en el mismo sitio que el primero, y por un instante se acordó de la vez que se dio contra una boca de incendios en el orfanato porque estaba oscuro. Pero o su cabeza estaba ya aturdida o no fue una boca de incendios, porque no tuvo ni la mitad de las consecuencias del primer golpe, salvo un corte en la comisura de los labios y un chorro de sangre tibia que le caía por la barbilla.

–¿Dónde está su pasaporte suizo? ¿Es suizo o no? ¡Vamos, hable! ¿Qué coño es usted? Echa a perder a mi hija, me miente a mí, vuelve loca a mi mujer, come en mi misma mesa, ¿quién es usted? ¿Por qué miente?

Y esta vez, cuando Latulipe se disponía a pegar de nuevo, Jonathan le dio una patada desde el suelo y le hizo caer de espaldas, cuidando al mismo tiempo de amortiguar su caída porque allí no había ninguna alfombra de hierba agitada por el viento como en el Lanyon para aliviar el golpe: el patio estaba pavimentado con buen cemento canadiense. Pero Latulipe no se dejó intimidar y, poniéndose animosamente de pie, agarró a Jonathan del brazo y se lo llevó a rastras hacia la mugrienta callejuela que pasaba por detrás del hotel y que durante años había sido el urinario informal de la población masculina del lugar. El Cherokee de Latulipe estaba aparcado al fondo. Jonathan pudo oír el motor (en marcha) mientras se acercaban penosamente al jeep:

–¡Adentro! –le ordenó Latulipe.

Abriendo la puerta del acompañante, Latulipe hizo ademán de meter a Jonathan a la fuerza pero le faltó destreza. Jonathan subió de todos modos al asiento, consciente de que en cualquier momento de la subida podía haber dado con Latulipe en el suelo de una patada; de hecho, podía haberle matado de una patada en la cabeza, ya que su ancha frente eslava se encontraba a la altura exacta para que Jonathan le pateara la sien. A la luz interior del jeep, Jonathan distinguió su bolsa tercermundista en el asiento trasero.

–Póngase el cinturón. ¡Vamos! –gritó Latulipe, como si llevar puesto el cinturón de seguridad fuera garantía de que el prisionero iba a obedecer.

Pero Jonathan obedeció igual. El coche arrancó y las últimas luces de Espérance desaparecieron tras ellos. Penetraron en la negrura de la noche canadiense y siguieron así durante veinte minutos antes de que Latulipe sacara un paquete de cigarrillos y se lo pasara a Jonathan, quien cogió uno y lo encendió con el mismo encendedor del coche. Luego encendió el de Latulipe. El cielo nocturno, a través del parabrisas, era una inmensidad de estrellas vibrantes.

–Bueno, ¿qué? –dijo Latulipe, intentando conservar su agresividad.

–Soy inglés –dijo Jonathan–. Me peleé con un hombre. Él me robó. Tuve que huir. Vine aquí como podía haber ido a cualquier parte.

Les adelantó un coche, que no era un Pontiac azul.

–¿Le mató?

–Eso dicen.

–¿Cómo?

«Pegándole un tiro en la cara –pensó–. Con una escopeta. Le engañé. Le rajé el perro de la cabeza a la cola.»



–Dicen que tenía el cuello roto –contestó con el mismo tono evasivo, pues le vencía una absurda desgana de decir más mentiras.

–¿Y por qué no dejó en paz a mi hija? –preguntó Latulipe, trágicamente desesperado–. Thomas es un buen tipo. Es todo el futuro para Yvonne. Dios mío.

–¿Dónde está ella?

Latulipe pareció no tener otra respuesta que un furioso tragar saliva. Se dirigían al norte. De vez en cuando Jonathan se percataba de unos faros en el espejo retrovisor. Faros de un coche que les perseguía, siempre los mismos.

–Su madre fue a la policía –dijo Latulipe.

–¿Cuándo? –preguntó Jonathan. Supuso que debía de haber dicho «por qué». El coche perseguidor se estaba acercando. «Quédate donde estás», pensó.

–Ella verificó lo de la embajada suiza. No sabían nada de usted. ¿Lo haría otra vez?

–¿El qué?

–Partirle el cuello a ese que le robó.

–Me atacó con un cuchillo.

–Ellos me fueron a buscar –dijo Latulipe, como si se tratara de otra ofensa–. La policía. Querían saber qué clase de tipo era usted; si tomaba drogas, si hacía muchas llamadas telefónicas fuera de la ciudad, a quién conocía usted... Le han tomado por Al Capone. Aquí en Espérance no suele pasar gran cosa. Han conseguido una fotografía de Ottawa, se le parece mucho. Yo les dije que esperasen a que los huéspedes estuviesen durmiendo.

Habían llegado a un cruce. Latulipe se desvió de la carretera. Hablaba jadeando como el mensajero que ha recorrido la distancia a paso ligero.

–Los fugitivos suelen ir al norte o al sur –dijo Latulipe–. Es mejor que se vaya hacia el oeste, a Ontario. No vuelva, ¿me entiende? Si vuelve, le... –respiró varias veces–, puede que esta vez sea yo el que cometa un asesinato.

Jonathan cogió su bolsa y se adentró en la oscuridad. El aire traía lluvia y un olor a resina de pino. El coche perseguidor pasó de largo y durante un peligroso segundo Jonathan divisó la matrícula de atrás del Pontiac de Yvonne. Pero Latulipe estaba mirando a Jonathan.

–Tenga su paga –dijo, empujando hacia él un puñado de dólares.
Ella había vuelto por el carril contrario y saltado por la franja central para hacer un giro de ciento ochenta grados. Se quedaron sentados en su coche con las luces encendidas. El sobre marrón estaba sin abrir sobre su falda. En la esquina se leía el nombre del remitente: «Bureau des passeports. Ministère des Affaires Extérieurs. Ottawa.» Dirigido a Thomas Lamont, a la atención de Yvonne Latulipe, Le Château Babette. Thomas, el que dice que en Canadá hay de todo.

–¿Por qué no le has pegado tú? –preguntó ella.

Un lado de la cara lo tenía hinchado y el ojo semicerrado. «Así es como me gano la vida: destruyendo caras.»

–Sólo estaba enfadado –dijo él.

–¿Quieres que te lleve a algún lado? ¿En coche? ¿Te dejo en alguna parte?

–Me las arreglaré solo, gracias.

–¿Quieres que haga alguna cosa?

Jonathan meneó la cabeza y volvió a hacerlo enseguida hasta que supo que ella lo había visto. Ella le entregó el sobre.

–¿Qué te ha gustado más? –preguntó a bocajarro–. ¿La jodienda o el pasaporte?

–Las dos cosas. Gracias.

–¡Vamos! ¡Tengo que saberlo! ¿Cuál de las dos?

Él abrió la puerta y bajó del coche. La iluminación interior le permitió ver que Yvonne sonreía radiante.

–Casi me vuelvo loca por ti, ¿lo sabías? ¡Mierda, por poco se me cruzan los cables! Para una tarde eres magnífico, pero para más de eso prefiero a Thomas toda la vida.

–Me alegro de haber servido en algo –dijo él.

–Bueno, ¿qué me dices? –preguntó ella sin abandonar la radiante sonrisa–. Venga. Puntos. De uno a nueve. ¿Cinco? ¿Seis? ¿Cero? Vamos, hombre, ¿es que no te apuntas los tantos?

–Gracias –dijo él otra vez.

Cerró la puerta del coche y al resplandor del cielo la vio dejar caer la cabeza con abatimiento y luego enderezarla mientras ponía el motor en marcha. Yvonne permaneció así un momento, el coche en marcha y ella mirando hacia delante. Él no podía dar un paso. No podía ni hablar. Yvonne se metió en la autopista y durante los primeros doscientos metros se olvidó de los faros o no se molestó en encenderlos. Parecía estar conduciendo en la oscuridad mediante una brújula.

«¿La ha matado usted? No. Pero me he casado con ella por su pasaporte.»

Se detuvo un camión y Jonathan viajó durante cinco horas con un hombre de color llamado Ed que tenía problemas en su matrimonio y necesitaba hablar de ello. En algún punto del yermo canadiense, Jonathan llamó al número de Toronto y escuchó el alegre chismorreo de las operadoras al pasar su encargo a través de los desolados bosques del Canadá oriental.

–Me llamo Jeremy, soy amigo de Philip –dijo, lo mismo que había estado diciendo cada semana desde diferentes cabinas telefónicas siempre que le ponían. A veces podía oír cómo la llamada era desviada. A veces se preguntaba si había llegado siquiera a Toronto.

–¡Buenos días, Jeremy! ¿O son noches? ¿Cómo te trata el mundo, muchacho?

Hasta entonces Jonathan se había figurado oír a alguien dándole ánimos. Esta vez le parecía estar hablando con otro Ogilvey, falso y muy educado.

–Dile que ya tengo mi sombra y que voy de camino.

–Pues permíteme que te ofrezca la enhorabuena de la casa –dijo el pariente de Ogilvey.

Aquella noche soñó con el Lanyon y con las avefrías que se juntaban en el farallón, elevándose por centenares con su majestuoso batir de alas y calándose en el aire para lanzarse después en picado hasta que un intempestivo viento del este las cogía desprevenidas. Vio una cincuentena muertas y otras más flotando en mar abierto. Y soñó que él las había invitado y que luego las dejaba morir mientras se marchaba en busca del peor hombre del mundo.
«Así tendrían que ser los lugares seguros –pensó Burr–. Nada de cobertizos metálicos llenos de murciélagos en los pantanos de Louisiana. Adiós a los salones con cama de Bloomsbury, apestando a leche agria y a los cigarrillos de los anteriores usuarios. A partir de ahora nos veremos con nuestros pupilos en Connecticut, en casas de chilla blanca como ésta, con diez acres de terreno arbolado y estudios tapizados en piel y repletos de libros sobre la ética de ser inmensamente rico.» Había un aro para jugar a baloncesto y una cerca electrificada para ahuyentar los venados, además de un matamoscas eléctrico que, ahora que la noche caía sobre ellos, chamuscaba a los bichos que seducía mediante su nauseabundo resplandor púrpura. Burr había insistido en ocuparse de la barbacoa y había comprado carne suficiente para varios regimientos. Se había quitado la corbata y la americana y estaba sazonando tres enormes filetes con una virulenta salsa carmesí. Jonathan se paseaba en bañador junto a la piscina. Rooke, que había llegado el día anterior de Londres, estaba sentado en una tumbona fumando su pipa.

–¿Hablará? –preguntó Burr. No obtuvo respuesta–. Digo que si hablará.

–¿De qué? –dijo Jonathan.

–De lo del pasaporte. ¿Tú qué crees?

Jonathan se zambulló en el agua y nadó un par de piscinas. Burr esperó a que saliera y le espetó la pregunta por tercera vez.

–Yo diría que no –afirmó Jonathan, secándose vigorosamente la cabeza con una toalla.

–¿Por qué no? –le preguntó Rooke entre el humo de la pipa–. Suelen hacerlo.

–¿Por qué iba a hablar ella? Tiene a su Thomas –dijo Jonathan.

Habían tenido que aguantarle todo el día su taciturnidad. Jonathan había pasado gran parte de la mañana caminando solo por el bosque. Cuando fueron de compras él se quedó en el coche mientras Burr se aprovisionaba en el supermercado y Rooke iba a Family Britches a comprar un stetson para su hijo.

–Afloja un poco, ¿quieres? –dijo Burr–. Tómate un whisky o algo. Soy yo, Burr. Lo único que intento es calcular el riesgo.

Jonathan acabó de llenar el gin-tonic de Burr y se sirvió otro para él.

–¿Qué tal por Londres? –preguntó.

–La mierda de siempre –dijo Burr. La carne despedía densas oleadas de humo. Burr le dio la vuelta y aderezó el asado con un poco de salsa roja.

–¿Qué me dices de ese viejo sacerdote? –gritó Rooke del otro lado de la piscina–. Seguro que le da algo cuando vea al de la fotografía que no ha firmado, ¿verdad?

–Ella dice que se ocupará de todo –contestó Jonathan.

–Menuda chica debe de ser –dijo Rooke.

–Era –precisó Jonathan, y se lanzó otra vez al agua, yendo de una punta a otra de la piscina como quien no consigue quedar limpio de ninguna manera.
Cenaron al acongojante compás de las ejecuciones del matamoscas. El filete, se dijo Burr, no estaba nada mal. Quizá no se podía hacer más para estropear un buen bistec. De vez en cuando echaba un vistazo a Jonathan a la media luz de las velas; estaba charlando con Rooke sobre ir en moto por Canadá. «Te estás abriendo –dijo Burr con alivio–. Estás bajando del burro. Lo que necesitabas era hablar un rato con nosotros.»

Se apiñaron en el estudio con Rooke, el emprendedor, en su elemento. Había encendido la estufa de leña y esparcido sobre la mesa las cartas de recomendación de un tal Thomas Lamont y una cartera llena de prospectos ilustrados de yates a motor.

–Éste se llama Salamander –dijo Rooke, mientras Jonathan miraba desde arriba y Burr les observaba desde el fondo del cuarto–. Eslora, cuarenta metros, el propietario es un bandido de Wall Street. Ahora mismo no tienen cocinero. Este otro se llama Persephone, pero ninguno de estos ricachos sabe cómo pronunciar el nombre, así que el nuevo dueño lo va a rebautizar Lolita... Tiene sesenta metros, una tripulación de diez personas más seis vigilantes, dos cocineros y un mayordomo, y creemos que puedes encajar perfectamente como mayordomo. –Una fotografía de un hombre ágil y sonriente vestido para jugar a tenis–. Este es Billy Bourne, dirige una agencia de alquiler y tripulación de buques en Newport, Rhode Island. Ambos propietarios son clientes suyos. Le explicas que sabes cocinar y navegar y le das tus cartas de recomendación. Él no las va a verificar, y de todos modos la gente que se supone las ha redactado está en la otra punta de la Tierra. A Billy lo que le interesa es si puedes hacer el trabajo, si eres lo que él dice civilizado y si tienes ficha en la policía. Puedes, lo eres y no tienes. Es decir, Thomas no.

–¿Roper también es cliente de Billy? –preguntó Jonathan, adelantándose a ellos.

–Métete en tus asuntos –dijo Burr desde su rincón, y todos se echaron a reír. No obstante, todos eran conscientes de la verdad subyacente: cuanto menos supiera Jonathan de Roper y de sus cosas, menos probabilidades había de que se traicionara a sí mismo.

–Billy Bourne es tu triunfo, Jonathan –dijo Rooke–. Cuídalo. Tan pronto te paguen, asegúrate de que le haces llegar su comisión. Cuando estés en un nuevo empleo, llama enseguida a Billy y dile cómo va todo. Juega limpio con Billy y él te abrirá las puertas que quieras. A los que le caen bien a Billy, les cae bien Billy.

–Es tu última prueba de aptitud –dijo Burr–. Después de esto, se acabó.

A la mañana siguiente, después que Jonathan hubiera nadado un poco y todos estuvieran frescos y descansados, Rooke apareció con su cajita mágica: el radioteléfono clandestino de frecuencias alternas.

Primero fueron al bosque y jugaron al escondite, haciendo turnos para esconder la cajita y encontrarla. Después, entre dos sesiones informativas, Rooke hizo que Jonathan llamase a Londres varias veces seguidas hasta familiarizarse con el sistema. Le explicó cómo había que cambiar las pilas y cómo recargarlas, y cómo obtener energía de los mandos. Tras el radioteléfono, Rooke sacó su otra obra maestra: una cámara de miniatura disfrazada de encendedor Zippo que no sólo era a prueba de imbéciles, dijo, sino que en realidad hacía fotos. En total pasaron tres días en Connecticut, más de lo que Burr tenía pensado.

–Es la última oportunidad de hablar hasta el fondo del asunto –iba diciéndole a Rooke como para justificar la demora.

¿Hablar de qué y hasta el fondo de dónde? En el fondo, como Burr admitiría después para sus adentros, estaba esperando una escena obligada. Pero como ocurría a menudo con Jonathan, no tenía idea de cómo podía desarrollarse.

–Si te sirve de consuelo, la amazona sigue montada en su caballo –dijo Burr, esperando animar a Jonathan–. Todavía no se ha caído de la silla.

Pero el recuerdo de Yvonne debía de abrumarle mucho, porque apenas si esbozó una sonrisa.

–Él y esa Sophie de El Cairo se tiraron los trastos a la cabeza, si lo sabré yo –le dijo Burr a Rooke en el avión de vuelta a Londres.

Rooke frunció el ceño. No aprobaba esos ocasionales arranques de intuición de que hacía gala Burr, como tampoco era partidario de denigrar el nombre de una muerta.
–Darling Katie está más loca que una cabra –proclamó muy ufano Harry Palfrey, mientras bebía un whisky en la sala de estar de la casa de Goodhew en Kentish Town. Tenía cincuenta años, el cabello gris y estaba hecho polvo, con unos labios hinchados de bebedor y unos ojos inquietos. Llevaba un chaleco negro de abogado. Había venido directamente del trabajo al otro lado del río–. Vuelve en Concorde de Washington y Marjoram ha ido a buscarla a Heathrow. Es un destacamento militar.

–¿Y por qué no va Darker en persona?

–Le gustan los monigotes. Aunque se trate de un suplente suyo, como en el caso de Marjoram, siempre puede decir que él no estaba.

Goodhew empezó a decir algo pero creyó oportuno no interrumpir a Palfrey ahora que se estaba desahogando.

–Katie dice que los Primos por fin se han dado cuenta de lo que tienen. Han llegado a la conclusión de que Strelski los redujo a la imbecilidad en la reunión de Miami y que tú y Burr colaborasteis con él y le encubristeis. Dice que desde las orillas del Potomac se puede ver el humo que sale del Capitolio. Dice que todo el mundo habla de nuevos parámetros y vacíos de poder en su propia trastienda. Si es verdad o es mentira, yo no te lo sé decir.

Dios, cómo odio los parámetros –comentó distraídamente Goodhew, ganando tiempo mientras le llenaba otra vez la copa a Palfrey–. Esta mañana era formulaico. Me ha fastidiado el día. Y mi jefe escala. Para él no hay nada que suba, crezca, aumente, avance, progrese, se multiplique o madure. No, todo escala. Salud –dijo, sentándose otra vez.

Pero mientras decía esto, Goodhew tuvo un escalofrío que le erizó el vello de la columna y le hizo estornudar varias veces seguidas sin interrupción.

–¿Qué es lo que buscan, Harry? –preguntó.

Palfrey arrugó la cara como si se le hubiera metido jabón en los ojos y hundió la boca en el vaso.

–Lapas –dijo.


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