Ana səhifə

El infiltrado (The Night Manager, 1993)


Yüklə 1.23 Mb.
səhifə7/31
tarix25.06.2016
ölçüsü1.23 Mb.
1   2   3   4   5   6   7   8   9   10   ...   31

7


Jonathan llegó un desapacible viernes a la tienda de Mrs. Trethewey haciéndose llamar Linden, un nombre que había escogido al azar cuando Burr le invitó a proponer uno. No había conocido a un Linden en su vida, a menos que algo le hubiera venido inconscientemente a la memoria por parte de su madre alemana, una canción o una poesía que le hubiera recitado en su aparentemente perpetuo lecho de muerte.

El día había sido sombrío y húmedo, una de esas tardes que empiezan ya con el desayuno. El pueblo quedaba a unos quince kilómetros de Lands End. El espino negro que tenía Mrs. Trethewey sobre la cerca de granito estaba encorvado por culpa de los vientos del sudoeste. En las pegatinas de los coches aparcados junto a la iglesia se aconsejaba a los forasteros regresar a su pueblo.

El hecho de regresar uno a su propio país tras haberlo abandonado tiene algo de latrocinio. Latrocinio por usar un alias nuevo y por ser una nueva versión de uno mismo. Nos preguntamos a quién le habremos robado la ropa, qué sombra estaremos proyectando, si habremos estado aquí como otra persona. Se tiene una sensación especial ese primer día estrenando papel tras seis años de estar en el exilio como alguien indefinido. Parte de esta novedad debió de asomar al rostro de Jonathan, pues con posterioridad Mrs. Trethewey ha mantenido siempre que observó en él cierto engreimiento, eso que ella denominó «centelleo». Y Mrs. Trethewey no es persona dada a exagerar. Es una mujer inteligente, alta y augusta, que no se siente ligada a ningún vínculo territorial. A veces dice cosas que le hacen a uno preguntarse adonde habría llegado de haber recibido la educación que hoy día se tiene o un marido con algo más bajo el sombrero de lo que tenía el pobre Tom, que cayó fulminado de un ataque en Penzance las navidades pasadas después de beber como una cuba en el salón masónico.

–Este Jack Linden era un cuco –dirá ella en su estilo didáctico propio de Cornualles–. Tenía unos ojos bonitos la primera vez que una se fijaba; festivos, me atrevería a decir. Pero siempre te miraban de arriba abajo, y no como tú piensas, Marilyn. Te veían de lejos y de cerca al mismo tiempo. Una pensaba que había robado algo de la tienda antes incluso de haber entrado una sola vez. Y era verdad. Ahora lo sabemos. Igual que sabemos muchas cosas que antes no sabíamos.

Eran las cinco y veinte, faltaban diez minutos para cerrar, y ella estaba repasando las cuentas del día en la caja registradora electrónica, antes de ir a ver el serial Vecinos con Marilyn, su hija, que estaba en el piso de arriba cuidando de su pequeña. Oyó su enorme motocicleta («Una de esas que rugen como demonios»), vio cómo la subía sobre el caballete y se quitaba el casco y se alisaba sus bonitos cabellos aunque no le hacía falta, ella supuso que era una especie de gesto tranquilizador. Y creyó verle sonreír. Un emmet, pensó, y, para colmo, de los alegres. En Cornualles emmet [hormiga] significa extranjero, y extranjero lo es todo aquel que venga del este del río Tamar.

Pero este emmet podía haber venido hasta de la luna. Ella estuvo tentada de darle la vuelta al rótulo de la entrada, dice, pero la detuvo el aspecto del desconocido. Y sus zapatos, iguales que los que solía llevar su Tom, lustrosos como conchas de caracol y restregados con esmero en la esterilla antes de entrar, algo que nadie esperaría de un motorista.

Así que siguió con sus sumas mientras él iba mirando los anaqueles sin molestarse en coger una cesta, que es lo que hacen los hombres ya se llamen Paul Newman o Perico de los Palotes: entran a comprar un paquete de hojas de afeitar y acaban cargados hasta arriba, todo menos coger una cesta. Y era muy sigiloso, apenas se le oía andar de tan liviano que era. Los motoristas no suelen ser considerados gente silenciosa.

–Así que viene de tierra adentro, ¿verdad, pichón? –le preguntó ella.

–Oh, sí, bueno, me temo que sí.

–No hay nada que temer, querido. Mucha gente buena viene del interior, y ojalá mucha gente de aquí se fuera tierra adentro. –No hubo respuesta. Estaba ocupado con las galletas. Y sus manos, se fijó ella, ahora se habían quitado los guantes: cuidadísimas. A ella siempre le habían gustado las manos bonitas–. ¿De qué parte es usted? Espero que de algún sitio decente.

–Pues de ninguna parte –confesó él espontáneamente, cogiendo dos paquetes de digestivas y uno de galletas crackers y leyendo las etiquetas como si nunca las hubiera visto.

–Pajarito mío, nadie es de ninguna parte –le reprendió Mrs. Trethewey, siguiéndole con la mirada–. Que no sea del sudoeste, de acuerdo, pero uno no puede venir de la nada. Vamos, ¿de dónde es?

Pero si bien los aldeanos solían poner toda su atención cuando Mrs. Trethewey cambiaba a un registro firme y severo, Jonathan se limitó a sonreír.

–He vivido en el extranjero –aclaró, como siguiéndole la broma–. Soy una especie de peregrino que vuelve a casa.

Y su voz, igual que las manos y los zapatos, según refiere ella, era pulida como el cristal.

–¿En qué parte del extranjero, mi bien? –quiso saber ella–. Hay más de una, eso lo sabemos hasta aquí. No somos tan primitivos, aunque yo diría que muchos opinan lo contrario.

Pero no consiguió sacarle nada más, dice ella. El hombre se quedó allí de pie, sonriendo, y cogió té y tortas de avena con toda la parsimonia de un malabarista, y cada vez que ella le preguntaba algo él la hacía sentirse como una fresca.

–Soy el que ha alquilado la casita del Lanyon, sabe –dijo él.

–Eso quiere decir que está como una chota, querido –dijo tranquilamente Ruth Trethewey–. Sólo a un loco se le ocurriría irse a vivir al Lanyon, todo el santo día encima de una roca.

Y esa lontananza suya, dice ella. Estaba claro que era marino, ahora lo sabemos, aunque hiciera mal uso del oficio. Esa media sonrisa siempre que examinaba las frutas en conserva como si se las aprendiera de memoria. Escurridizo es la palabra. Como el jabón en la bañera. En cuanto te parecía tenerlo se te escapaba de entre los dedos. Sólo sé que tenía algo especial.

–Pero supongo que nombre sí tendrá, si ha decidido venirse a vivir aquí –dijo Mrs. Trethewey con una especie de indignada desesperación–. ¿O es que se lo dejó en el extranjero?

–Linden –dijo él, sacando su dinero–. Jack Linden, con i latina –añadió solícito–. No confundir con Lynden, con y griega.

Ella recuerda con qué esmero cargó todas las cosas en los maletines de su moto, poniendo una a un lado y otra a otro, como si estibara la carga de un barco. Luego puso en marcha la moto mientras con el brazo en alto decía adiós. Linden del Lanyon, concluyó ella mientras le veía llegar al cruce y girar limpiamente a la izquierda. De ninguna parte.

–Ha venido un tal Mr. Linden-del-Lanyon-con-i-latina –le dijo a Marilyn cuando subió–. Y tiene una moto más grande que un caballo.

–Será casado, supongo –dijo Marilyn, que tenía una niña pequeña pero jamás mencionaba al padre.

Y en eso se convirtió Jonathan, desde el primer día hasta que se supo la noticia: en Linden del Lanyon, otro de esos peregrinos ingleses que parecen hundirse cada vez más hacia el oeste del país como atraídos por la gravedad, tratando de huir de sí mismos y de sus secretos.

El resto de la información que sobre él se obtuvo en el pueblo fue reunida pieza por pieza mediante esos métodos casi sobrenaturales que constituyen el orgullo de toda red sofisticada de información. Que era muy rico, es decir, que pagaba en metálico y casi antes de lo debido, en billetes nuevos de cinco y de diez contados como naipes ante la estupefacción de Mrs. Trethewey. (Bueno, ya sabemos de dónde sacó tanto dinero, ¿eh? ¡No me extraña que pagara en metálico!)

–Usted me dirá basta, Mrs. Trethewey –decía Jonathan mientras seguía repartiendo billetes–. Es chocante pensar que ni siquiera eran suyos. Pero ya dicen que el dinero no tiene dueño.

–Eso no es cosa mía, Mr. Linden –protestaba Mrs. Trethewey–, sino suya. Yo, por mí, podría quedarme con todo lo que tiene y más. –En el campo, los chistes triunfan a base de repetición.

Que hablaba todos los idiomas, por lo menos el alemán. Porque cuando Dora Harris, la de Count House, se topó con una excursionista alemana con cara de enferma, Jack Linden se enteró no se sabe cómo y fue en la moto hasta Count House y habló con ella mientras Mrs. Harris permanecía sentada en la cama por aquello de la respetabilidad. Luego se quedó hasta que vino el doctor Maddern para así poder traducirle los síntomas de la chica, algunos de ellos muy íntimos, dijo Dora, pero este Linden se sabía todas las palabras. El doctor Maddern dijo que debía de haber estudiado algo para conocer siquiera palabras como aquéllas.

Que por la mañana temprano subía por el sendero del farallón como si no pudiera conciliar el sueño; de modo que Peter Hosken y su hermano, que estaban en alta mar sacando sus nasas de pescar bogavantes en Lanyon Head al amanecer, le veían en lo alto del farallón andando a trancos como un soldado de caballería, casi siempre con una mochila a la espalda. ¿Y qué diantre debía meter en esa mochila a esas horas? Drogas, supongo. Eso también lo sabemos ahora.

Y que trabajaba con su pico los prados del farallón con tal ahínco que parecía estar castigando la tierra que le vio nacer: ese sujeto podía haberse ganado la vida haciendo de operario. Él decía que estaba cultivando hortalizas, pero no se quedó el tiempo suficiente para comérselas.

Y que guisaba su propia comida, dijo Dora Harris; un gourmet a juzgar por lo bien que olía, porque cuando el viento del sudoeste era lo bastante suave a ella se le hacía la boca agua desde ochocientos metros de distancia, igual que a Peter y a su hermano que estaban mar adentro.

Y lo cariñoso que era con Marilyn Trethewey, o más bien ella con él; claro que Linden, hasta cierto punto, era cariñoso con todos, pero Marilyn no sonreía desde hacía tres inviernos, hasta que Linden le dio motivos.

Y que iba por víveres dos veces por semana a la tienda de la vieja Bessie Jago en moto desde casa de Mrs. Trethewey –Bessie vivía en la esquina con Lanyon Lane– y se lo dejaba todo muy bien arreglado sobre la mesa para que ella lo ordenase después. Y charlaba con ella de su casita, de que estaba arreglando el tejado con cemento y colocando bastidores nuevos en las ventanas y abriendo un caminito nuevo hacia la puerta principal.

Pero no hablaba más que de eso, ni una palabra de sí mismo, o sea que fue pura casualidad que se enteraran de que tenía dinero invertido en una empresa llamada Sea Pony, un negocio de barcos en Falmouth especializado en alquilar yates de vela. Pero no es que le interesara mucho, dijo Pete Pengelly, más bien era como una guarida para gandules y drogatas de tierra adentro. Pete le vio un día sentado en el despacho cuando cogía su furgoneta para llevarse un fueraborda que habían restaurado en Sparrow’s, la tienda de barcas contigua: Linden estaba sentado a una mesa, dijo Pete, hablando con un tío gordo, barbudo, grandote y sudoroso de pelo rizado, que llevaba una cadena de oro al cuello y parecía el jefe. Conque Pete fue a Sparrow’s, la tienda de al lado, y le preguntó enseguida a Jason Sparrow: Oye, Jason, ¿qué pasa con Sea Pony? Parece como si la Mafia se hubiera hecho cargo del negocio.

Uno es Linden y el otro Harlow, le dijo Jason a Pete. Linden es de tierra adentro y Harlow es el barbudo gordo y grandote, australiano. Hace un mes compraron el local a tocateja, dijo Jason, y no han hecho otra cosa que fumar cigarrillos y navegar arriba y abajo del estuario en yates de placer. Linden es un poco marinero, concedió Jason. Pero ese Harlow, el gordo, no distingue su culo de un timón. Más que nada riñen, aseguró Jason. Al menos Harlow. El muy jodido chilla como un marrano. El otro, Linden, sólo sonríe. Ahí tienes un par de socios, dijo Jason con desdén.

Eso fue lo primero que supieron de Harlow. Linden & Harlow, socios y enemigos.

Una semana después, en el Snug, un viernes a la hora de comer, el propio Harlow se hizo carne, y en qué cantidad: aproximadamente ciento veinte kilos. Entró con Jack Linden y se sentó en un rincón junto al banco de los dardos donde suele sentarse William Charles. Ocupaba todo el banco, el tío, y se zampó tres empanadas de carne. Se quedaron allí los dos hasta la hora de cerrar, encorvados sobre un mapa y murmurando como dos malditos piratas. Claro que ya sabemos por qué. Lo estaban tramando todo. Y luego te das la vuelta y Harlow está muerto. Y Jack Linden se esfuma sin una jodida despedida.
Tan rápido se esfumó que la mayoría de ellos no llegó a toparse con él más que en su memoria. Tan por completo se esfumó que si no hubieran tenido los recortes de prensa pegados en la pared del Snug habrían pensado que nunca se había cruzado en su camino; que el valle del Lanyon no fue acordonado con cinta de color naranja vigilada por dos jóvenes polis de Camborne que sólo pensaban en marranadas; que los detectives de paisano nunca se patearon el pueblo desde la hora del reparto de la leche hasta el anochecer (Tres coches llenos, dice Pete Pengelly); que los periodistas nunca llegaron en tropel desde Plymouth y hasta de Londres, algunas mujeres, y otros que bien podían haberlo sido, bombardeando a todo el mundo con sus estúpidas preguntas, desde Ruth Trethewey hasta Slow-and-Lucky, que está tocado de la cabeza y se pasa el día paseando a su perro alsaciano, tan bobo el perro como el dueño, pero con más dientes: Bueno, ¿y cómo iba vestido, Mr. Luck? ¿De qué solía hablar?, ¿alguna vez se mostró violento con usted?

–El primer día apenas sabíamos diferenciar polis de periodistas, malditos sean todos –gusta de recordar Pete para jolgorio general–. Llamábamos señor a los periodistas y mandábamos al infierno a los polis. Al segundo día mandábamos al infierno a todos.

–Qué coño, él no fue –gruñe el viejo William Charles encogido en su rincón de siempre, junto a los dardos–. No llegaron a demostrar nada. Si no hay cadáver no hay maldito asesino. La ley es así.

–Pero sí encontraron la sangre, William –corta el hermano pequeño de Pete, Jacob Pengelly, que se examinó tres veces de secundaria.

–¿Sangre? Qué coño, sangre –dice William Charles–. Unas gotas no prueban nada. Un cabrón de tierra adentro se corta al afeitarse, viene la policía y dicen que Jack Linden es el asesino. A tomar por culo todos.

–Entonces, ¿por qué huyó? Si no había matado a nadie, ¿por qué se largó en plena noche?

–Que les den por culo a todos –insistió William Charles a modo de última palabra.

¿Y por qué hubo de dejar a la pobre Marilyn con esa cara de mártir mirando todo el santo día la carretera para ver si venía la moto? Ella no fue a la policía con tonterías. Les dijo que nunca había oído hablar de él y al carajo. Eso hizo, sí señor.

Sobre todo ello fluye una variopinta corriente de embrollados recuerdos: en casa, rendidos de arar, frente a sus parpadeantes televisores, en el Snug mientras beben su tercera cerveza en tardes de niebla y contemplan las tablas del suelo. Anochece, la bruma se posa como vapor denso sobre las ventanas de guillotina y no se oye ni un alma. El viento diurno cesa de repente, los cuervos se quedan en silencio. En el corto paseo hasta el pub se huele a leche tibia de la lechería, a estufa de parafina, a fuego de carbón, a humo de pipa, a forraje ensilado y algas del Lanyon. Un helicóptero vuela mansamente camino de Scilly. Entre la niebla marina muge un petrolero. Las campanas de la iglesia repican como el gong de un combate de boxeo. Todo es único, un olor, un sonido o un recuerdo separados. Una pisada en la callejuela suena como el chasquido de un cuello al quebrarse.

–Mira, chico, voy a decirte algo –proclama en alto Pete Pengelly como si se metiera en una discusión acalorada, aunque nadie ha dicho esta boca es mía desde hace rato–. Alguna buena razón debió de tener Jack Linden, maldita sea. Jack siempre tenía una razón para todo. A ver si no.

–Además, sabía de barcos –concede el joven Jacob, quien, al igual que su hermano, sale a pescar de Porthgwarra en pequeñas embarcaciones–. Un sábado vino con nosotros, ¿verdad, Pete? No dijo ni puñetera palabra en todo el rato. Y luego dijo que se llevaría un pescado a su casa. Yo me ofrecí a limpiárselo, ¿no? Ya lo haré yo, dijo él. Cogió el pez y le arrancó la maldita espina de cuajo. Piel, cabeza, cola, carne. Lo dejó más limpio que una foca.

–Y de navegar ¿qué? Ir de las Islas del Canal hasta Falmouth él sólito en plena galerna, no está nada mal...

–Ese jodido australiano no tuvo más que lo que se merecía –dice otro–. Era más bruto que el mismo Jack, y de lejos. ¿Viste sus manos, Pete? Joder, eran grandes como rodillas.

Le toca a Ruth Trethewey poner el toque filosófico:

–Todo hombre tiene un demonio personal esperándole en alguna parte –afirma Ruth, quien desde la muerte de su marido se mofará de vez en cuando del dominio masculino en el Snug–. No hay un solo hombre que no anide el asesinato en su corazón si alguna persona le tienta a ello. Ni que sea el príncipe Carlos, me da igual. Jack Linden era demasiado cortés para estar tan sano. Todo lo que tenía encerrado dentro de sí explotó a la vez.

–Maldita sea, Jack Linden –proclama de repente Pete Pengelly, la cara encendida por el alcohol, mientras los demás permanecen respetuosamente sentados en silencio como siempre que Ruth Trethewey lanza una de sus perspicaces teorías–. Si entraras aquí ahora mismo te invitaría a una maldita cerveza y te estrecharía la jodida mano igual que hice aquella noche.

Y al día siguiente nadie se acordará de Jack Linden hasta semanas después. Queda olvidada su fantástica travesía marítima, así como el misterio de los dos hombres que según se dice habrían ido a verle en un Rover al Lanyon la noche antes de que él se largara. Y no era la primera vez, conforme a lo que dijeron uno o dos que debían saberlo.

Pero los recortes de prensa siguen pegados a la pared del Snug, los azules peñascos del valle del Lanyon continúan sufriendo ese mal tiempo que parece eternamente suspendido sobre ellos, las aulagas y los narcisos brotan todavía codo a codo en las riveras del Lanyon, que últimamente no es más ancho que la zancada de un hombre fornido. La callejuela en penumbra tuerce al lado del río camino de la casita medio en ruinas que fuera el hogar de Jack Linden. Los pescadores siguen dirigiéndose al amarradero de Lanyon Head en donde las rocas pardas acechan como cocodrilos y las corrientes pueden tragarte hasta en los días más calmados, de modo que cada año algún imbécil de tierra adentro, con su novia y un bote de goma en busca de restos de un naufragio, se zambulle por última vez o ha de ser salvado por un helicóptero de socorro venido de Culdrose.

Ya había suficientes cadáveres en Lanyon Bay, dicen en el pueblo, mucho antes de que el risueño Jack Linden añadiera su barbudo australiano a la lista.
¿Y Jonathan?

Jack Linden era un misterio tanto para el pueblo como para sí mismo. Caía una llovizna cuando abrió la puerta de la casita de un puntapié y descargó sus maletines sobre las tablas desnudas. Había recorrido quinientos veinticinco kilómetros en cinco horas. Pero mientras iba de un desolado cuarto al siguiente y miraba al apocalíptico paisaje por las ventanas destrozadas, se sonrió como quien acaba de encontrar el palacio de sus sueños. «Voy por el buen camino –pensó–. Para realizarme –pensó, acordándose del juramento que había hecho en la bodega de vinos exquisitos de herr Meister–. Para descubrir las partes perdidas de mi vida. Para dejar las cosas claras con Sophie.»

Su adiestramiento en Londres pertenecía a otro registro de su mente: los juegos de memoria, los juegos con cámaras, los juegos con sistemas de comunicaciones, el incesante gota a gota de Burr y su metódica instrucción –haz esto, no hagas esto, compórtate con la máxima naturalidad–. Jonathan estaba fascinado con los planes que le organizaban, le divertía su ingenuidad y el curso que tomaban los razonamientos opuestos.

–Calculamos que Linden aguantará el primer asalto –había dicho Burr a través del humo de la pipa de Rooke, sentados los tres en la espartana casa de Lisson Grove donde se realizaba el entrenamiento–. Después te buscaremos otra identidad. ¿Sigues dispuesto a ello?

¡Pues claro que estaba dispuesto! Con su reavivado sentido del deber, Jonathan había participado alegremente en su inminente destrucción, añadiendo detalles de su propia cosecha por considerarlos más fieles al original.

–Eh, un momento, Leonard. Soy un fugado, la policía me está buscando, ¿de acuerdo? Según tú, lo normal sería largarse a Francia. Pero yo soy irlandés. No me fiaría ni un pelo de las fronteras mientras fuese un fugitivo.

Ellos le hicieron caso e idearon otra infernal semana de ocultación y quedaron impresionados, y otro tanto decían cuando él no estaba presente.

–Átale corto, Leonard –aconsejó Rooke a Burr en su papel de custodio del Jonathan soldado–. Nada de mimos, nada de raciones extra, nada de innecesarias visitas al frente para darle ánimos. Si no es capaz, cuanto antes lo averigüemos, mejor.

Pero Jonathan sí era capaz. Siempre lo había sido. Las privaciones eran su elemento. Cuando sonaba la corneta, el mejor cadete se ponía firmes y saludaba. Ansiaba tener una mujer, pero una mujer a la que todavía había de conocer, alguien con una misión parecida a la suya y no una frívola amazona con un patrón rico: una mujer con la dignidad de Sophie, con su corazón y su misma sexualidad íntegra. Al doblar un recodo en sus paseos por el acantilado dejaba que su rostro se iluminara con una sonrisa de satisfecha aceptación de la idea de que este dechado de virtud femenina aún por conocer se acercase a él y le dijera: «Caramba, Jonathan, si eres tú...» Pero cuando intentaba darle cuerpo y una sonrisa, la mujer adquiría un desconcertante parecido con Jed: el cuerpo perfecto e indócil de Jed, su misma perturbada sonrisa.
La primera vez que Marilyn Trethewey acudió a visitar a Jonathan fue para llevarle una caja de agua mineral que era demasiado grande para transportar en la moto. Marilyn tenía las mismas formas suaves de su madre, una severa quijada, el pelo negrísimo como Sophie, típicas mejillas sonrosadas de Cornualles y pechos fuertes y enhiestos. Viéndola trotar detrás de su cochecito de niño por la calle del pueblo, siempre sola, o junto a la caja registradora en la tienda de su madre, Jonathan se había preguntado si ella le estaba viendo o si sencillamente posaba en él su mirada mientras por dentro estaba viendo otra cosa.

Marilyn insistió en llevar ella misma la caja de botellas hasta la puerta, y cuando él hizo ademán de cogérsela, ella sacudió los hombros para hacerle a un lado. Así que él permaneció de pie en el umbral de su propia casa mientras Marilyn entraba, dejaba la caja sobre la mesa de la cocina y luego echaba una buena ojeada a la salita antes de volver a salir.

–Haga suya la casa –le había aconsejado Burr–. Cómprese un invernadero, plante cosas, establezca amistades duraderas. Es preciso saber que usted tuvo que irse a la fuerza. Tanto mejor si encuentra a una chica a la que dejar colgada. Lo ideal sería que le hiciera un hijo.

–Muchas gracias.

Burr captó el tono de sus palabras y le lanzó una mirada de reojo.

–¿Y bien? ¿Qué problema hay? ¿Es que ha hecho voto de soltería? Caramba con Sophie, le tenía bien atrapado, ¿eh?

Marilyn volvió a presentarse al cabo de un par de días, esta vez sin paquete que entregar. Y en lugar de los téjanos y el zarrapastroso jersey de siempre, llevaba una falda larga y una chaqueta, como si tuviera una cita con su procurador. Llamó al timbre y tan pronto él hubo abierto la puerta Marilyn dijo: «Usted déjeme tranquila, ¿de acuerdo?» Conque Jonathan se hizo a un lado y la dejó pasar, y ella se situó en la mitad de la habitación como poniendo a prueba su formalidad. Y Jonathan vio que los puños de encaje de su blusa estaban temblando. Le había costado mucho llegar hasta tan lejos.

–Bueno, ¿qué?, ¿le gusta esto? –preguntó ella en su desafiante estilo–. ¿Se está bien solo? –Tenía la misma mirada penetrante y la misma sencilla astucia que su madre.

–Para mí es tan importante como comer –dijo él, refugiándose en su voz de hotelero.

–¿Y a qué se dedica? No me diga que a mirar la tele, porque no tiene.

–Leo, paseo, tengo unos asuntillos aquí y allá. –«O sea que vete», pensó, sonriéndole un poco tenso y con las cejas levantadas.

–Conque pinta, ¿eh? –dijo ella, examinando las acuarelas que había dispuestas sobre la mesa frente a la ventana que daba al mar.

–Lo intento.

–Yo sé pintar –dijo ella mientras tocaba los pinceles para verificar su elasticidad–. Se me daba muy bien. Hasta gané algún premio.

–Entonces, ¿por qué no pinta ahora? –dijo Jonathan.

Era una simple pregunta, pero comprobó alarmado que ella lo tomaba como una invitación. Tras vaciar la jarra de agua en el fregadero, la volvió a llenar y se sentó a la mesa de él. Escogió una hoja nueva de papel guarro y tras ajustarse el negrísimo pelo detrás de las orejas, dejó de pensar en otra cosa que no fuera la pintura. Pero con su larga espalda vuelta hacia él y el sol que entraba por la ventana brillando en lo alto de su cabeza, era como si Sophie, su ángel acusador, hubiera venido a verle.

Jonathan estuvo observándola un rato, confiando en que la asociación se desvanecería por sí sola, y luego salió a cavar en el jardín hasta que oscureció. Al regresar la encontró limpiando la mesa tal como hacía en la escuela. Luego apoyó su cuadro inacabado contra la pared y, en lugar de mar, sol o farallón, se veía a una chica morena y risueña (Sophie de niña, por ejemplo, Sophie mucho antes de casarse con su perfecto caballero inglés por el pasaporte).

–Bueno, ¿vuelvo mañana? –preguntó ella con su cortante modo de hablar.

–Pues claro, si quiere –dijo el hotelero, reparando en que estaría en Falmouth–. Si salgo, dejaré la puerta abierta.

Y cuando volvió de Falmouth encontró el cuadro terminado y una nota diciendo rudamente que era para él. Después de aquello, venía casi todas las tardes, y cuando terminaba de pintar se sentaba junto al hogar enfrente de él, en el sillón, y leía su ejemplar de The Guardian.

–O sea, Jack, que el mundo está hecho un verdadero asco –anunció ella agitando el periódico. Y él oyó su risa, la misma que el pueblo empezaba también a percibir–. Menuda pocilga, Jack Linden. Fíese de lo que yo le diga...

–Me fío, Marilyn –le aseguró él, con cuidado de no devolverle demasiado rato la sonrisa–. Claro que me fío.

Pero enseguida empezó a desear que ella se marchara. La vulnerabilidad de Marilyn le asustaba intensamente, lo mismo que la sensación de alejarse de ella. «No, ni en un millón de años, lo juro», le aseguró mentalmente a Sophie.
Sólo alguna que otra mañana, muy temprano, pues se despertaba casi siempre al alba, el ánimo resuelto de Jonathan se venía abajo, y durante una larga y ominosa hora se volvía juguete de un pasado que se remontaba mucho más allá de su traición a Sophie. Recordaba la picazón del uniforme en su piel de niño y el cuello color caqui que le rasgaba el cogote. Se veía a sí mismo pasando la noche completamente alerta en el catre de hierro de su barracón a la espera del toque de diana y del falsete que anunciaba la orden del día; «¡No se quede ahí como un maldito mayordomo, Pine! ¡Los hombros atrás, muchacho! ¡Atrás, he dicho! ¡Más!» Revivía su miedo a todo: a las burlas cuando fallaba y a la envidia cuando vencía, a la plaza de armas, al campo de deportes y al ring de boxeo, a que le pillaran cuando robaba alguna cosa –un cortaplumas ajeno, la fotografía de los padres de alguien–, su temor al fracaso, esto es, a no congraciarse con los demás, a llegar muy tarde o muy temprano, a estar demasiado limpio o no lo suficiente, a hablar demasiado alto o demasiado bajo, a ser demasiado obsequioso o descarado; su temor a crecer y tener que comportarse como el hombre que no era, a quedarse pequeño en un mundo hostil de adultos, a las vacaciones con unos padres adoptivos en lugares poco o nada familiares, y a no saber si sus obligaciones para con los muertos le exigían quedarse o echar a correr. Recordó haber aprendido a ser valiente como alternativa a la cobardía. Recordó el día en que devolvió el primer golpe, y el día en que golpeó el primero. Recordó sus primeras mujeres, tan poco distintas de las últimas, que le dejaban siempre con una gran desilusión, mayor que la precedente, mientras se esforzaba por elevarlas a la divina categoría de la mujer que nunca había poseído.

Pensaba constantemente en Roper. Como un colegial con su tesoro escondido, le bastaba con sacarle de los bolsillos de su memoria para experimentar un arrebato de determinación. No podía escuchar la radio ni leer el periódico sin detectar en todo conflicto la mano oculta de Roper. Si leía la noticia de mujeres y niños masacrados en Timor Oriental, eran las armas de Roper las que habían cometido la atrocidad. Si estallaba un coche bomba en Beirut, Roper había proporcionado el vehículo asesino no menos que la bomba: «Sí, ya he visto esa película, gracias.»

Después de Roper, era la gente de Roper la que se convirtió en objeto de su fascinada indignación. Pensaba en el mayor Corkoran, alias Corks, alias Corky, con su sucia bufanda y sus impresentables zapatos de ante: Corky el rey de la firma, Corky el que podía pasarse quinientos años a la sombra si a Burr le daba la gana.

Pensaba en Frisky y en Tabby y en la nebulosa compañía de los secuaces: en Sandy, lord Langbourne, con su pelo anudado en la nuca, en el doctor Apostoll, el de los tirantes, cuya hija se había suicidado por un reloj Cartier, en MacArthur y en Danby, los directivos mellizos de traje gris que se ocupaban de la parte semirrespetable de la operación, hasta que la familia entera se convirtió en una suerte de monstruosa primera familia para él, con Jed como primera dama allá en la Torre.

–¿Está ella muy al corriente de sus negocios? –había preguntado en una ocasión Jonathan a Burr.

Burr se encogió de hombros y respondió:

–El Roper no presume de ello. Nadie sabe más de lo que él quiere que se sepa. Menudo tío, nuestro Dicky.

«Expósita de clase alta –pensó Jonathan–. Educación de colegio de monjas. Una infancia bajo llave, como la mía.»


Su único confidente era Harlow, pero entre confidentes de una operación así existen límites para lo que ambos pueden confiar. «Harlow hace de figurante –le advirtió Rooke durante una visita nocturna al Lanyon–. Sólo aparece para que lo mates tú. Él no conoce cuál es el blanco ni falta que le hace. Que quede claro.»

Sin embargo, en esta fase de su travesía el asesino y su blanco eran aliados, y Jonathan porfiaba en establecer vínculos con él.

–¿Está casado, Jumbo?

Los dos estaban sentados a la mesa de pino que Jonathan tenía en su cocina, de vuelta de su prevista aparición en el Snug. Jumbo meneó la cabeza con pesar y bebió un trago de cerveza. Era una alma perpleja, cosa frecuente en la gente grande, un actor o cantante de ópera con un pecho como un tonel. Esa barba negra, se figuraba Jonathan, formaba parte del papel y acabaría felizmente afeitada en cuanto el espectáculo terminase. ¿Era realmente australiano? Daba igual. Jumbo era apátrida en todas partes.

–Deseo un funeral por todo lo alto, Mr. Linden –dijo Jumbo muy serio–. Cabellos negros, un carruaje deslumbrante y un chapero de nueve años con chistera. A su salud.

–A la suya, Jumbo.

Agotada su sexta lata de cerveza, Jumbo se sacudió la gorra tejana en la pierna y fue hacia la puerta. Jonathan se quedó mirando el tronado Land-Rover cuando éste empezó a renquear serpenteando sendero arriba.

–¿Quién diantre era ése? –dijo Marilyn, que venía con un par de caballas frescas.

–Oh, mi socio –dijo Jonathan.

–Pues a mí me ha parecido el jodido hombre de las nieves.

Marilyn quería freír el pescado pero Jonathan le enseñó cómo cocinarlo envuelto en papel de plata, con eneldo fresco y especias. En un momento dado, como una gran osadía, ella le ató el delantal a la espalda, y él sintió que sus recios cabellos negros le rozaban la mejilla y esperó oler a vainilla. «Aléjate de mí. Soy un traidor. Un asesino. Vete.»
Un día Jonathan y Jumbo cogieron el avión de Plymouth a Jersey y en el pequeño puerto de St. Helier simularon que examinaban un yate de seis metros que estaba atracado al fondo del malecón. Ese viaje, al igual que su aparición en el Snug, era una exhibición cuidadosamente planeada. Por la noche, Jumbo volvió solo en el avión.

El yate en cuestión se llamaba Ariadne y según el cuaderno de bitácora había llegado dos semanas atrás procedente de Roscoff, tripulado por un francés de apellido Lebray. Antes de atracar en Roscoff había estado en Biarritz, y antes en alta mar. Jonathan pasó dos días enteros equipando el yate, aprovisionándolo y preparando las cartas de navegación. Al tercer día lo llevó al mar para cogerle el tino y cuartear la aguja por sí mismo, ya que tanto en tierra como en el mar no se fiaba de nadie más que de él. Al despuntar el alba del cuarto día se hizo a la vela. El pronóstico para la zona era bueno y durante catorce horas navegó a cuatro nudos y sin problemas, poniendo proa a Falmouth con viento de sudoeste. Pero hacia el anochecer el viento soplaba en ráfagas violentas y alrededor de la medianoche había arreciado a fuerza seis o siete levantando un mar de fondo que hacía cabecear al Ariadne. Jonathan redujo trapo y navegó a barlovento rumbo al seguro puerto de Plymouth. Al pasar por el faro de Eddy Stone el viento viró a poniente y cesó de golpe, así que Jonathan puso de nuevo rumbo a Falmouth y navegó de bolina hacia el oeste, pegándose a la costa y cambiando brevemente la bordada para eludir la tormenta. Cuando llegó a puerto llevaba en el yate dos noches enteras sin dormir. A veces el fragor de la tempestad le ensordecía. A veces no oía absolutamente nada y se preguntaba si estaría muerto. El mar golpeando de través y el hecho de navegar ciñéndose al viento le habían hecho dar más tumbos que un canto rodado; le crujía el cuerpo como a un viejo y en su cabeza no paraba de sonar la soledad del mar. Pero durante la travesía no había pensado en nada que pudiera recordar después; nada que no fuera sobrevivir. Sophie tenía razón. Había futuro para él.

–¿Ha estado en algún sitio bonito? –le preguntó Marilyn, mirando el fuego. Se había quitado el cárdigan, y debajo llevaba una blusa sin mangas abrochada atrás.

–Sólo ha sido un viajecito hacia el norte.

Jonathan se dio cuenta con horror que ella le había estado esperando todo el día. Sobre la chimenea había otro cuadro terminado, muy parecido al primero. Marilyn le había comprado fruta y unas fresias para el jarrón.

–Oh, gracias –dijo él, cortésmente–. Qué detalle. Gracias.

–Entonces, ¿me quiere, Jack Linden?

Había levantado las manos para llevárselas a la nuca y desabrocharse los dos botones superiores de la blusa. Luego avanzó un paso y sonrió. Se echó a llorar y él no supo qué hacer. Entonces la rodeó con el brazo, la acompañó hasta la furgoneta y la dejó llorar hasta que estuviera en condiciones de regresar a su casa.


Aquella noche Jonathan experimentó una sensación casi metafísica de deshonestidad. En su extremo aislamiento, concluyó que el falso asesinato que estaba a punto de cometer era una encarnación de los verdaderos asesinatos que había cometido en Irlanda y del que había cometido en la persona de Sophie, y que la ordalía que le aguardaba era sólo el anticipo de una vida entera de penitencia.

Durante los días que le quedaban se apoderó de él un cariño desesperado por la región del Lanyon y pudo deleitarse en las renovadas muestras de perfección que le brindaban los acantilados: las aves acuáticas, posándose siempre en el sitio adecuado, los gavilanes planeando al viento, el sol fundiéndose en negros nubarrones al ponerse, los barquitos de pesca arracimados allá abajo sobre los bancos, en tanto las gaviotas formaban su propio cardumen encima de ellos. Y al anochecer volvían a aparecer los barcos, una ciudad en miniatura en medio del mar. A medida que se consumían las horas, este apremio por ser incorporado al paisaje –por quedar oculto, enterrado en él– se le hizo casi insoportable.

Se desató una tempestad. Jonathan fue a encender una vela a la cocina y al pasar contempló la noche turbulenta mientras el viento hacía crujir los marcos de las ventanas y traquetear como una Uzi el techo de pizarra. Por la mañana, cuando la tormenta amainó, se aventuró a dar una vuelta por el campo de batalla: después, como Lawrence de Arabia, saltó sin casco sobre la moto y se dirigió hacia uno de los viejos fuertes que coronaban los montes cercanos para examinar desde allí el litoral, hasta que dio con un mojón que señalaba hacia el Lanyon. «Esa es mi casa. El farallón me ha aceptado. Viviré siempre aquí, con la conciencia limpia.»

Pero sus votos eran vanos. El soldado que había en él estaba ya lustrándose las botas para la larga marcha contra el peor hombre del mundo.


Fue durante esos días postreros de su tenencia de la casa cuando Pete Pengelly y su hermano Jacob cometieron la equivocación de ir a cazar conejos al Lanyon.

Pete cuenta la historia con mucha cautela, y si está presente algún forastero no la cuenta ni que le paguen, pues contiene ciertas dosis de confesión y de orgullo pesaroso. Cazar conejos con la ayuda de unas lámparas ha sido un deporte consagrado en esta región por espacio de cincuenta años o más. Con dos baterías de moto metidas en una pequeña caja que se lleva atada a la cadera, una luz de estribo de coche antiguo provista de un haz próximo y un puñado de bombillas de seis voltios es posible hipnotizar a toda una asamblea de conejos el tiempo suficiente como para acercarse a distancia de tiro y matarlos de varias andanadas. Ni la justicia ni los batallones estridentes de señoras con boina marrón y calcetines de niño han conseguido poner freno a esta actividad, y el Lanyon ha sido uno de los terrenos de caza favoritos durante generaciones, o, más bien, lo fue hasta que cuatro cazadores aparecieron una noche con armas y luces. Pete Pengelly y su hermano Jacob iban en cabeza.

Aparcaron en Lanyon Rose y echaron a andar por la orilla del río. Pete jura y perjura que fueron tan silenciosos como los propios conejos y que no hicieron uso de las luces, sino que se guiaron por la luna llena, razón por la cual habían escogido aquella noche. Pero cuando llegaron a lo alto del farallón cuidando de mantenerse por debajo del horizonte, se encontraron con que Jack Linden estaba a unos pocos pasos de ellos, separadas las manos de los lados. Kenny Thomas insistió después en lo de las manos, pálidas y conspicuas a la luz de la luna, pero todo fue consecuencia del momento. Los enterados cuentan que Jack Linden no tenía las manos grandes. Pete prefiere hablar de su cara, que, según dice, destacaba contra el cielo como un pedazo de jodido granito azul. Darle un puñetazo habría sido partirse la mano. Sobre lo que pasó a continuación no hay discusión alguna.

–Ustedes perdonen, caballeros, pero ¿Adónde creen que van, si se puede saber? –pregunta Linden con su acostumbrada deferencia, pero sin sonreír.

–A cazar conejos –dice Pete.

–Mire, Pete, me temo que aquí nadie va a matar conejos –replica Linden, que sólo había visto a Pete Pengelly un par de veces pero al parecer no olvidaba nunca un nombre–. Estos campos son míos, ya lo sabe. Yo no cultivo nada, pero son míos y están bien así. Y espero que los demás piensen otro tanto. O sea que nada de caza.

–Nada de nada, ¿eh, Mr. Linden? –dice Pete Pengelly.

–Exacto, Mr. Pengelly. No voy a dejar que nadie cace así en mis tierras. Eso no es jugar limpio. Conque, ¿por qué no vacían sus armas, se vuelven al coche, regresan a sus casas y aquí no ha pasado nada?

A lo que Pete replica: «Que te zurzan, tío», y los otros se acercan a él de modo que están los cuatro reunidos y mirando a Linden a la cara, cuatro armas contra un solo individuo con la luna detrás. Venían los cuatro directamente del Arms, donde al menos habían bebido un par de cervezas.

–Maldita sea, apártese de mi camino, Mr. Linden –dice Pete.

Y entonces comete el gran error de juguetear con el arma debajo del brazo. No apuntando a Linden, Pete jura que no habría hecho eso jamás, y quienes le conocen le creen. Y resulta que la escopeta estaba estropeada: Pete dice que nunca se le habría ocurrido ir de noche con una escopeta amartillada y cargada. Pero el caso es que, jugueteando con el arma para darle a entender que iba en serio, es posible que entonces la cerrara de golpe sin querer, eso lo admite, Pete no afirma tener un recuerdo exacto y preciso de cuanto sucedió aquella noche, porque en ese momento el mundo estaba dando vueltas a su alrededor, la luna yacía en el mar, tenía el trasero en el otro lado de la cara y los pies del otro lado del trasero, y la primera información útil que Pete pudo deducir fue que Linden estaba pisándole desde arriba mientras vaciaba de cartuchos su escopeta. Y puesto que es verdad que los hombres grandes caen más estrepitosamente que los pequeños, Pete había caído pero que muy estrepitosamente y el impacto del golpe, dondequiera lo hubiese recibido, le había dejado sin resuello y sin voluntad de ponerse en pie.

La ética de la violencia exigía que fuese ahora el turno de los otros, y aún quedaban tres. Los dos hermanos Thomas siempre habían sido rápidos con los puños y el joven Jacob jugaba de ala con los Pirates y era ancho como un camión. Y Jacob estaba más que dispuesto a sustituir a su hermano. Pero fue Pete, tendido entre los helechos, quien le ordenó que se apartara.

–Ni lo roces, chico, no se te ocurra acercarte a él, maldita sea. Ese tío es un brujo. Vamos, todos al coche –dijo poniéndose lentamente en pie.

–Antes vacíen sus armas, por favor –dice Linden.

A una señal de Pete, los otros tres sacan los cartuchos de sus escopetas y se vuelven al coche.

–¡Mierda, yo le habría matado! –protestó Jacob en cuanto se fueron de allí–. Le habría partido las piernas, Pete, ¡después de lo que te ha hecho, el cabrón!

–Que te crees tú eso, hermanito –replicó Pete–. En cambio, seguro que él te habría roto las tuyas.

Y dicen en el pueblo que Pete Pengelly cambió de modales a partir de esa noche, aunque tal vez se apresuran un poco a ligar causa y efecto. Llegó septiembre y Pete se casó con la sensata hija de un agricultor de St. Just. Y por eso puede permitirse el considerar aquel episodio con cierto distanciamiento y hablar de la noche en que Jack Linden por poco le hace lo que le hizo al australiano gordinflón.

–Te diré una cosa, chico. Si fue Jack el que se lo cargó, lo suyo fue un trabajo limpio, sí señor.

Pero todo esto tiene un final mejor, aunque Pete se lo guarde a veces como si fuera algo demasiado preciado como para compartirlo. La noche antes de esfumarse, Jack Linden entró en el Snug y puso una mano vendada sobre el hombro de Pete Pengelly y le invitó a una cerveza, el muy jodido. Hablaron por espacio de diez minutos y luego Jack Linden se marchó a su casa.

–Estaba tratando de justificarse –insiste Pete con orgullo–. Maldita sea, óyeme bien. Linden quería poner sus malditas cosas en orden después del trabajito que le hizo al australiano.

Sólo que su nombre ya no era Jack Linden, cosa a la que ellos no podían acostumbrarse ni puede que lo consigan nunca. Un par de días después de su desaparición, Linde-del-Lanyon-con-i-latina se convirtió de la noche a la mañana en Jonathan Pine de Zurich, requerido por la policía suiza bajo sospecha de malversación de fondos en un hotel de moda del que había sido empleado de confianza. «Escapa el hotelero navegante», titulaba el Cornishman sobre una foto de Pine alias Linden. «La policía busca al naviero de Falmouth en relación con el australiano desaparecido. “Estamos llevando a cabo una investigación como si fuera un asesinato relacionado con drogas –declara el jefe de la brigada criminal–. La mano vendada hace que resulte fácil identificar al hombre.”»

Pero no sabían qué clase de hombre era Pine.
Vendada, sí. Y herida. Herida y vendaje eran aspectos esenciales del complejo plan de Burr.

La misma mano que Jack Linden había puesto sobre el hombro de Pete Pengelly. Mucha gente, no sólo Pete Pengelly, había visto vendada esa mano, y la policía armó bastante revuelo preguntando a todo el mundo quiénes eran, cuál era la mano, si la derecha o la izquierda, y cuándo pasó. Y como eran policías, cuando tuvieron el quién, el cuál y el cuándo, quisieron saber el porqué. O lo que es igual, anotaron las versiones contradictorias que Jack había dado para justificar el hecho de llevar la mano envuelta en un aparatoso y profesional vendaje de gasa y las puntas de los dedos atadas como espárragos. Y gracias a la intervención de Burr, la policía se aseguró de que todo ello llegara a oídos de la prensa.

«Intentando colocar un cristal nuevo en mi casa», le dijo Linden a Mrs. Trethewey el jueves, cuando le pagaba en efectivo con la mano equivocada.

«Eso me enseñará a ayudar a un amigo», había comentado Jack al viejo William Charles cuando los dos se encontraron de casualidad en el garaje de Penhaligon, Jack para poner gasolina en la moto y William Charles para pasar el rato. «Me pidió que fuera a ayudarle a arreglar una ventana, y ya ve.» Y entonces alargó la mano vendada hacia William Charles como haría un perro enfermo con su pata, porque Jack era capaz de hacer broma con todo.

Pero fue Pete Pengelly quien consiguió ponerles sobre ascuas. «¡Pues claro, tío, que fue en su maldita leñera! –le dijo al sargento detective–. Él estaba cortando un jodido cristal en su leñera, allá en el Lanyon, y se le resbaló la cuchilla, ¡venga sangre! Se puso una venda en la mano, la apretó bien y se fue al hospital conduciendo la moto con una sola mano. ¡Me dijo que hasta llegar a Truro la sangre le subía por la manga sin parar! Esas cosas no se inventan, chico. Esas cosas se hacen, maldita sea.»

Pero cuando la policía inspeccionó la leñera del Lanyon, no encontró cristal alguno, ni cuchilla ni sangre.

Los asesinos mienten, le había explicado Burr a Jonathan. Es peligroso ser demasiado coherente. Si uno no yerra, no puede ser un criminal.

Roper todo lo comprueba, había dicho Burr. Incluso cuando no sospecha nada. Por eso le adjudicamos estas mentirijillas de asesino, para dar al asesinato visos de realidad.

Y una bonita cicatriz habla por sí sola.
Y en cierto momento de esos últimos días, Jonathan se saltó todas las normas y, sin consentimiento ni conocimiento de Burr, fue a ver a su ex esposa Isabelle buscando una expiación.

«He de pasar por ahí –mintió al telefonearle desde una cabina de Penzance–, qué te parece si vamos a comer a un sitio tranquilo.» Fue en moto hasta Bath, únicamente con el guante izquierdo a causa de la mano vendada, y de camino ensayó lo que iba a decirle hasta que de tanto repetir se convirtió en una especie de canto heroico: «Leerás cosas de mí en los periódicos pero no serán ciertas, Isabelle. Lamento lo mal que te lo hice pasar, Isabelle, pero también hubo cosas buenas.» Luego le desearía suerte, pensando que ella haría otro tanto.

En un lavabo de caballeros se cambió de ropa y volvió a ser el hotelero de siempre. Hacía cinco años que no la veía y apenas la reconoció cuando la vio entrar veinte minutos tarde echándole la culpa al maldito tráfico. La cabellera castaña que solía cepillarse hacia la espalda desnuda antes de ir a la cama aparecía cortada con una concisión pragmática. Llevaba gruesas prendas holgadas para ocultar sus formas y un bolso de cremallera donde guardaba un teléfono inalámbrico. Jonathan recordó que hacia el final la única cosa con la que ella podía hablar era con el teléfono.

–Vaya –dijo ella–. Parece que te van bien las cosas. Tranquilo. Ahora lo desconecto.

«Se ha vuelto una bocazas», pensó él, y se acordó de que su nuevo marido estaba metido en una asociación local de cazadores.

–Caray, tú –gritó ella–. El cabo Pine. Cuantos años. ¿Qué coño te has hecho en la mano?

–Me la he pillado con la tapa del piano –dijo él, como si bastara con eso. Jonathan le preguntó que cómo le iba el negocio. Tal como iba vestido, parecía la pregunta más adecuada. Sabía algo de que Isabelle trabajaba de interiorista.

–De puta pena –respondió ella de corazón–. ¿Ya qué se dedica Jonathan? Dios mío –dijo, cuando él se lo contó–. O sea que también estás en la industria del ocio. Cariño, estamos condenados. No me digas que los construyes tú, ¿eh?

–No, no. Sólo hacemos compraventa y los transportamos. Hemos empezado bastante bien.

–¿Tú y quién más?

–Es de Australia.

–¿Varón?


–Varón y ciento veinte kilos.

–¿Cómo te apañas con lo del sexo? Siempre pensé que igual eras marica. Pero no lo eres, ¿verdad?

Era una acusación que le había hecho a menudo en sus tiempos, pero parecía haberlo olvidado.

–Oh, no. Qué va –respondió Jonathan con una carcajada–. ¿Cómo es Miles?

–No está mal. Muy cariñoso. Lo suyo es la banca y las buenas obras. Tiene que liquidar mis deudas el mes que viene, o sea que le trato lo mejor que puedo.

Isabelle pidió ensalada de pato caliente y Badoit y encendió un cigarrillo.

–¿Por qué dejaste la hostelería? –preguntó, soplándole el humo a la cara–. ¿Estabas harto?

–El atractivo de la novedad.

«Desertaremos –le había susurrado la indomable hija del capitán al extender su cuerpo sublime sobre el de él–. Si he de tragarme una sola cena militar más soy capaz de volar yo sólita este barracón. Fóllame, Jonathan. Hazme mujer. Fóllame y llévame a algún sitio donde se pueda respirar.»

–¿Qué tal van los cuadros? –preguntó él, recordando lo mucho que ambos habían idolatrado su gran talento, la de veces que él se había rebajado para exaltar ese mismo talento, lo mucho que había cocinado, limpiado y barrido por ella, creyendo que cuanto más se sacrificara él mejor pintaría ella.

–Mi última exposición fue hará tres años –dijo ella con un bufido–. Vendí seis de un total de treinta, todos a amigos ricos de Miles. Seguramente se necesitaba alguien como tú para hacer de mí un verdadero desastre. Joder, mira que me lo pusiste difícil. ¿Qué mierda pretendías? Yo quería ser Van Gogh, ¿qué querías tu, aparte de ser la contrapartida de Rambo en el ejército?

«A ti te quería –pensó él–. Pero tú no estabas.» No pudo decir nada. Tuvo ganas de no ser tan bien educado. Mala educación significa libertad, solía decir ella. Mala educación es, por ejemplo, follar. Pero su razonamiento ya no tenía sentido. Él había venido a pedirle perdón por el futuro y no por el pasado.

–En fin, ¿por qué no querías que le dijese a Miles que venía a verte? –preguntó ella con tono acusador.

Jonathan recurrió a la vieja sonrisa falsa:

–No quería que se enfadara por culpa nuestra –dijo.

Fue un momento mágico: la vio tal como la había poseído por primera vez en la época en que era la guapa oficial de su cuartel: la cara tersa y rebelde crispada de deseo, los labios separados, el ascua de la ira en sus ojos. Vuelve, gritó él desde su corazón: probemos de nuevo.

El fantasma joven desapareció y reapareció el antiguo:

–¿Por qué demonios no pagas con tarjeta? –preguntó ella cuando él se puso a contar billetes con la mano izquierda–. Es mucho más fácil saber en qué te has gastado el dinero.

«Burr tenía razón –pensó–. Soy un hombre soltero.»

1   2   3   4   5   6   7   8   9   10   ...   31


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət