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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Momentos apacibles. Momentos para las confidencias. Habían convenido en beber una copa de licor de ciruela para hacer bajar el café.

–Yo tuve una novia llamada Sophie –recordó Burr, haciendo escaso honor a la verdad–. Ahora que lo pienso, no sé cómo no me casé con ella. La recuerdo a menudo. Mi mujer actual se llama Mary, cosa que siempre me parece como bajar un poco de categoría. Pero seguimos juntos, oh, si debe de hacer cinco años ya. Ella es doctora, de hecho. Simple internista, algo así como el cura párroco pero con estetoscopio. Tiene una conciencia social del tamaño de una calabaza. Parece que se le da muy bien.

–Pues que dure –dijo Jonathan noblemente.

–Verá, Mary no es mi primera mujer. Tampoco es la segunda, para serle franco. No sé qué me pasa con las mujeres. He apuntado arriba, abajo, a los lados, pero nunca doy en la diana. ¿Soy yo, son ellas?

–Sé lo que quiere decir –afirmó Jonathan.

Pero en su interior se había puesto alerta. Ignoraba cómo mantener una conversación normal sobre mujeres. Ellas eran ese sobre cerrado que uno guarda en el cajón del escritorio. Eran las amigas y hermanas de la juventud que nunca había tenido, la madre que nunca había conocido, la mujer con la que nunca debió casarse y la mujer a la que debería haber amado, no traicionado.

–Tal parece que las gasto por culpa de llegar demasiado al fondo de ellas –se lamentaba Burr, fingiendo una vez más abrir su corazón a Jonathan con la esperanza de recibir a cambio el mismo trato–. El problema son los críos. Tanto ella como yo tenemos dos por separado, y ahora uno de ambos. Le quitan toda la gracia al matrimonio. Usted no ha tenido hijos, ¿verdad? Los ha evitado a conciencia. A eso le llamo yo ser listo. Astuto.

–Tomó un sorbo de pflümli–. Cuénteme más de su Sophie –propuso, aunque hasta el momento Jonathan no había hablado de ella.

–De mía, nada. Era de Freddie Hamid.

–Pero usted se la tiraba –sugirió tranquilamente Burr.


Jonathan se halla en el dormitorio del pisito de Luxor. La luna entra oblicuamente por entre las cortinas semidescorridas de la ventana. Sophie está tumbada sobre la cama con el camisón blanco puesto y los ojos cerrados, boca arriba. Ha recuperado un poco de su sentido del humor. Ha bebido un dedo de vodka. Él también. La botella está entre los dos.

–¿Por qué se sienta en la otra punta del cuarto, Mr. Pine?

–Supongo que por respeto. –Sonrisa de hotelero. Voz de hotelero, esmerada mezcla de las voces de otros.

–Pero creo que me ha traído aquí para consolarme.

Mr. Pine no responde.

–¿Le parezco demasiado estropeada? ¿Demasiado vieja, quizá?

Normalmente locuaz, Mr. Pine continúa escudándose en un terrible silencio.

–Me preocupa que sea usted tan digno. O tal vez me preocupa el serlo yo. Creo que si se sienta tan lejos es porque se avergüenza de algo. Espero que no sea de mí.

–La he traído porque este piso es un sitio seguro, madame Sophie. Necesita usted un respiro mientras decide qué va a hacer y adonde va a ir. He pensado que podía serle útil.

–¿Y Mr. Pine? ¿Es que nunca necesita nada, este hombre saludable que ayuda a los inválidos? Gracias por traerme a Luxor.

–Gracias por acceder a venir.

Los ojazos de Sophie le miraban fijamente en el crepúsculo. No parecía una mujer desvalida dando gracias a Jonathan por ayudarla.

–Usted es un hombre de muchas voces, Mr. Pine –prosiguió ella tras una larga pausa–. Ya no sé qué pensar. Cuando me mira, es como si me tocara con los ojos. Y yo, desde luego, no soy insensible a su contacto. En absoluto. –Su voz se esfumó un instante, ella se enderezó y al cabo pareció reagruparse–. Dice usted algo, y es esa persona. Y esa persona me conmueve. Después alguien llama a esa persona y otra ocupa su lugar. Y usted dice algo más. Y yo me conmuevo otra vez. Es como una especie de cambio de guardia. Parece como si cada una de esas personas no pudiera tolerarme más que un breve lapso y luego tuviese que ir a descansar. ¿Siempre es así con sus mujeres?

–Usted no es una de mis mujeres, madame Sophie.

–Entonces, ¿por qué está aquí? ¿Para hacer una buena acción? Yo no lo creo.

Sophie se sumió de nuevo en el silencio. Él tenía la sensación de que ella no sabía si abandonar.

–Me gustaría que esta noche alguna de sus muchas personas se quedara conmigo, Mr. Pine. ¿Le parece posible?

–Desde luego. Dormiré en el sofá, si ése es su deseo.

–No, no lo es en absoluto. Mi deseo es que duerma usted en mi cama, conmigo, y que hagamos el amor. Deseo sentir que he hecho feliz al menos a uno de los muchos Mr. Pine, y que los demás se animen con el ejemplo. No puedo verle así, tan recatado. Se culpa usted demasiado. Todos hemos obrado mal. Pero usted es bueno. Es muchos hombres buenos a la vez. No se responsabilice de mis desdichas. Si forma usted parte de ellas... –Sophie estaba de pie frente a él, los brazos a los costados–, entonces prefiero tenerle aquí por mejores razones que el recato. Mr. Pine, ¿por qué insiste en apartarse de mí?

A la menguante luz del día su voz había ganado intensidad y su aspecto era más espectral. Jonathan dio un paso hacia ella y descubrió que la distancia que los separaba no era tal. Estiró los brazos hacia ella procurando no tocarle los cardenales. La atrajo cuidadosamente hacia sí, deslizó sus manos bajo el corpiño de su vestido blanco, extendió las palmas y las dejó planas sobre su espalda desnuda. Ella apoyó la cara en la de él, y Jonathan volvió a notar el olor a vainilla, descubriendo a la vez la inesperada suavidad de su cabellera negra. Cerró los ojos. Agarrados el uno al otro se dejaron caer dulcemente sobre la cama. Y al despuntar el día, ella le hizo correr las cortinas para que el director de noche no volviera a hacer el amor a oscuras.

–Estábamos todos –le susurró él–. El regimiento entero. Oficiales, tropa, desertores, cocineros... No ha quedado ninguno fuera.

–Yo creo que sí, Mr. Pine. Estoy segura de que tiene refuerzos escondidos por ahí.


Burr seguía esperando que Jonathan le respondiera.

–No –dijo Jonathan, desafiante.

–¿Y por qué no? Yo siempre aprovecho una ocasión así. ¿Tenía usted una amiga en ese momento?

–No –repitió Jonathan, sonrojándose.

–¿Que me meta en mis asuntos, quiere decir?

–Exacto.


A Burr parecía gustarle que le dijeran eso.

–Cuénteme algo de su matrimonio, pues. La verdad, resulta curioso imaginarle casado. Me hace sentir incómodo, no sé por qué. Usted es soltero. Eso lo veo claro. Puede que yo también. ¿Qué sucedió?

–Yo era joven. Ella más joven aún. A mí también me hace sentir incómodo.

–Ella pintaba, ¿no es así? ¿Cómo usted?

–Yo era un pintamonas dominguero. Mi mujer era pintora de verdad. O eso creía ella.

–¿Por qué se casó con ella?

–Supongo que por amor.

–Lo supone. Por cortesía, más bien, conociéndole a usted. ¿Por qué la abandonó?

–Por sensatez.

Incapaz de seguir manteniendo a raya el flujo de su memoria, Jonathan se abandonó a la enojosa visión de su vida de casado, feneciendo mientras la veía transcurrir: la amistad que ya no tenían, el amor que ya nunca hacían, los restaurantes donde veían charlar a la gente feliz, las flores secas en el jarrón, la fruta pudriéndose en el frutero, el caballete incrustado de pintura apoyado contra la pared, el polvo que se acumulaba en la mesa del comedor mientras se miraban el uno al otro entre lágrimas secas, un desastre que ni el propio Jonathan podía arreglar. «Es por mí –le decía siempre a ella, intentando tocarla y echándose atrás cuando ella se echaba atrás–. Crecí demasiado deprisa y por el camino me perdí a las mujeres. Es por mí, tú no tienes la culpa.»

Burr había dado otro de sus compasivos saltos en la conversación.

–¿Cómo fue que llegó a Irlanda? –propuso con una sonrisa–. ¿Acaso iba huyendo de ella?

–Era un trabajo como cualquier otro. Si uno estaba en el ejército británico, y uno quería ser soldado en serio, ser útil, disparar con munición de verdad después de tanto fogueo, entonces Irlanda era el sitio ideal.

–¿Usted quería ser útil?

–¿Y quién no, a esa edad?

–Yo aún lo intento –contestó Burr con toda la intención.

Jonathan dejó en el aire la pregunta implícita.

–¿Esperaba que pudieran matarle? –preguntó Burr.

–No sea ridículo.

–No lo soy. Su matrimonio se había ido a pique. Usted aún era un chaval. Se creía responsable de todos los males del mundo. Sólo me sorprende que no se decidiera por la caza mayor o por alistarse en la Legión Extranjera. ¿Qué fue en realidad lo que le llevó a Irlanda?

–Nuestras órdenes eran ganar los corazones y las mentes irlandesas, ser amables con los críos. Patrullar de vez en cuando.

–Hábleme de esas patrullas.

–PCV, un aburrimiento. Nada de particular.

–Las siglas no se me dan muy bien, Jonathan, lo siento.

–Puesto de Control de Vehículos. Apostarse en un monte o una esquina, practicar una trinchera y salir de improviso para parar un coche. De vez en cuando te topabas con un terrorista.

–¿Y si eso ocurría?

–Había que comunicarse por el Puma. Tu control te decía la línea de acción: detenerle y cachearle, interrogarle. Lo que fuera.

–¿Otros trabajitos aparte de los PCV?

La misma dulzura insulsa cuando Jonathan fingió recordar.

–Unos pocos vuelos en helicóptero. Cada grupo debía cubrir una zona. Cogías un saco de dormir y el receptor de radio, acampabas un par de noches y luego volvías y te tomabas una cerveza.

–¿Había contacto con el enemigo?

Jonathan sonrió con desdén:

–¿Para qué iban a salir a pelear con nosotros si nos podían hacer volar por los aires con jeep y todo por control remoto?

–Eso, ¿para qué? –Burr siempre jugaba sus mejores cartas lentamente. Sorbió un poco de su copa, meneó la cabeza y sonrió como si todo se tratara de un acertijo–. ¿Cuáles fueron pues esas misiones especiales que realizó en Irlanda? –preguntó–. Cuando leí lo de los cursos de entrenamiento especial me quedé extenuado. Me asusto sólo de verle coger la cuchara y el tenedor, la verdad. Temo que me va a ensartar de un momento a otro como un pincho moruno.

La desgana de Jonathan fue como si hubiera reducido de golpe la velocidad.

–Había una cosa llamada Pelotones de Observación Minuciosa.

–¿Que era...?

–El pelotón más antiguo de cada regimiento, creado arbitrariamente.

–¿De qué manera?

–Se apuntaba todo aquel que quería.

–Pensaba que era cosa de elite.

Frases cortas y tensas, pensó Burr. Revisadas al tiempo que las pronunciaba. Los párpados caídos, los labios tirantes:

–Te entrenaban. Se aprendía a vigilar, a reconocer terroristas. A hacer escondrijos, a entrar y salir de ellos en la oscuridad. A pasar un par de noches oculto. En desvanes, matorrales, zanjas.

–¿Qué clase de armas les daban?

Jonathan se encogió de hombros como diciendo: ¿Qué importa eso?

–Uzis. Hecklers. Escopetas. Tú escogías y ellos te enseñaban. Visto desde fuera parece emocionante. Una vez dentro, es un empleo como cualquier otro.

–¿Qué eligió usted?

–Con el Heckler tenías muchas posibilidades.

–Lo cual nos lleva a la Operación Lechuza –sugirió Burr, sin alterar la inflexión de su voz. Y se apoyó en el respaldo para comprobar que nada alteraba tampoco la expresión de Jonathan.
Jonathan hablaba como en sueños. Tenía los ojos abiertos, pero su cabeza estaba en otro país.

–Nos dieron el chivatazo de que unos terroristas iban a cruzar la frontera hacia Armagh a fin de establecer un nuevo escondrijo para sus lanzagranadas. Estuvimos un par de días acampados y al final se presentaron. Escoltamos a tres de ellos. En la unidad todo el mundo saltaba de alegría. Cada vez que veíamos a un irlandés le susurrábamos «Tres» o hacíamos esa señal con los dedos.

–¿Cómo dice? –Burr parecía no haber oído bien–. ¿Escoltar significa en este caso matar?

–Eso es.


–¿Formaba usted mismo la escolta? Usted sólito, como si dijéramos.

–Yo participaba, claro.

–¿Disparando?

–En el grupo de intercepción.

–¿Un grupo de cuántos?

–De dos. Una pareja. Brian y yo.

–Brian.

–Mi camarada. Era soldado de primera.



–¿Y usted?

–Yo era el cabo, en funciones de sargento. Nuestra misión era cazarlos cuando escaparan.

Burr vio que Jonathan tenía las mandíbulas flexionadas y el semblante tenso.

–Fue una gran suerte –dijo Jonathan con absoluta despreocupación–. Todos soñábamos con escoltar a un terrorista. Tuvimos nuestra oportunidad. Fue un golpe de suerte increíble.

–Y escoltaron a tres. Usted y Brian. Mataron a tres hombres.

–Claro. Ya se lo he dicho. Pura suerte.

«Está rígido –pensó Burr mirándole–. Rígida calma y ensordecedora moderación.»

–¿Uno a dos? ¿Dos a uno? ¿Quién consiguió más puntos?

–Uno cada uno, y el otro entre los dos. Al principio tuvimos una disputa para ver quién se lo adjudicaba, pero quedamos en repartírnoslo, mitad para cada uno. A veces es difícil saber quién se ha cargado a quién en el fragor del combate.

De pronto, Burr ya no tuvo necesidad de seguir pinchándole. Era como si Jonathan se hubiera decidido por fin a contar esa historia. Puede que por primera vez.

–Había una finca muy tronada, justo en la frontera. El propietario era un tipo que pasaba las mismas vacas de contrabando de un lado al otro de la frontera, exigiendo subvenciones agrícolas en ambos lados. Tenía un Volvo, un Mercedes nuevo de trinca y la casucha que le digo. Inteligencia había anunciado que iban a llegar tres terroristas procedentes del sur cuando cerraran los pubs, con nombres y apellidos. Nosotros nos acurrucamos a esperar. Tenían su escondrijo en un granero. Nuestro escondite era un matorral a unos cincuenta metros. Nuestra misión era quedarnos allí y vigilar sin ser vistos.

Eso es lo que más le gusta, pensó Burr: vigilar sin ser visto.

–Teníamos que dejarlos entrar en el granero para que recogieran sus juguetes. Cuando salieran del granero debíamos señalar la dirección que seguían y salir sin ser vistos. Otro grupo debía levantar una barrera ocho kilómetros más allá en una carretera y hacer un control de forma que pareciese puramente casual. Era para proteger al informador. Entonces los escoltarían. El único problema fue que los terroristas no tenían intención de llevar las armas a ninguna parte. Habían pensado enterrarlas en una zanja a diez metros de nuestro escondite. Como si metieran una caja en el suelo.

Está boca abajo sobre el musgo dulzón de una colina en South Armagh, mirando a tres hombres de verde que arrastran unas cajas verdes por un verde paisaje lunar. El de la izquierda se pone flojamente de puntillas, suelta su caja y gira graciosamente sobre sí mismo con los brazos extendidos como un crucificado. «Esa tinta verde oscuro es su sangre. Le estoy escoltando a gusto y el muy imbécil ni siquiera se queja», deduce Jonathan al darse cuenta de las sacudidas que da su Heckler.

–Y por eso los mataron –sugirió Burr.

–Había que usar la iniciativa. Cada cual escoltó a uno, y al tercero lo escoltamos a medias. Fueron sólo unos segundos.

–¿Ellos también dispararon?

–No –dijo Jonathan. Sonrió, tenso todavía–. Supongo que tuvimos suerte. Es como el parchís, el que las mete primero gana. ¿Quería saber algo más?

–¿Ha vuelto desde entonces?

–¿A Irlanda?

–A Inglaterra.

–Pues no. Ni a un sitio ni al otro.

–¿Y el divorcio?

–Todos los trámites fueron hechos en Inglaterra.

–¿Por quién?

–Ella se ocupó. Yo le dejé el piso, todo mi dinero y los amigos comunes. Mitad y mitad, lo llamó ella.

–También le dejó Inglaterra.

–Sí.


Jonathan había terminado de hablar pero Burr seguía escuchándole.

–Imagino, Jonathan, que lo que realmente quiero saber –prosiguió finalmente con el tono trivial que había empleado en la mayor parte de la conversación– es si le atrae la idea de tener otra oportunidad. No en el matrimonio, sino de servir a su país. –Se oyó a sí mismo decirlo, pero por la respuesta que recibió, bien podía haber estado mirando a un muro de granito.

Hizo señas de que trajesen la cuenta. Y entonces pensó: «Al diablo, a veces los peores momentos son los mejores.» O sea que de todos modos lo dijo, cosa que era muy de él, mientras contaba los billetes suizos que iba dejando sobre un platito blanco.

–¿Y si le pido que deseche todo lo que ha vivido hasta ahora en beneficio de una vida mejor? –propuso–. No mejor para usted, tal vez, pero sí mejor para lo que tanto usted como yo nos complacemos en llamar el bien común. Una irreprochable causa, de primera índole, se garantiza la mejora del género humano o le devolvemos íntegramente su dinero. Adiós al viejo Jonathan, bienvenido el nuevo producto mejorado. Una identidad nueva, dinero, lo de siempre. Conozco a muchos que lo considerarían una propuesta sumamente atractiva. No estoy seguro de que no me lo pareciera a mí, la verdad, salvo que no sería justo con Mary. Pero ¿con quién salvo con uno mismo hay que ser justo? Que yo sepa, con nadie más. Podrá cebar la rata tres veces al día, colgará de las uñas en medio de vendavales fuerza doce, no habrá célula de su cuerpo que no sea utilizada, ni hora en que no esté muerto de miedo. Pero lo hará por su patria, igual que su padre, piense lo que piense de Irlanda, o de Chipre, para el caso. Y también lo estará haciendo por Sophie. Haga el favor de decirle que necesito un recibo. A nombre de Benton. Almuerzo para dos. ¿Qué le doy? ¿Otro de cinco? No le voy a pedir que firme por mí, como hacen algunos. Vámonos.


Iban paseando junto al lago. Toda la nieve había desaparecido. El humeante sendero rielaba al sol de la tarde. Quinceañeros drogadictos acurrucados en sus abrigos caros miraban fijamente el hielo que se desintegraba. Jonathan había hundido las manos en los bolsillos de su abrigo, y estaba escuchando cómo Sophie le felicitaba por su dulzura como amante.

«Mi marido inglés también era muy dulce –le decía ella mientras admiraba con sus dedos el rostro de él–. Yo conservaba tan celosamente mi virginidad que el pobre tardó días en convencerme de que estaría mejor sin ella. –Entonces tuvo un presentimiento y lo atrajo hacia sí buscando protección–. Recuerde, Mr. Pine, que tiene usted un futuro. No vuelva a renunciar a él. Ni por mí ni por nadie. Prométamelo.»

Burr estaba hablando de la justicia.

–Cuando yo gobierne el mundo –declaró tranquilamente dirigiéndose al vaporoso lago–, voy a organizar la segunda parte del Proceso de Nuremberg. Voy a coger a todos los traficantes de armas, a todos los científicos de porquerías y a todos esos dependientes lisonjeros que fuerzan a los locos a dar un paso más del que tenían pensado dar porque es bueno para el negocio, y a todos los políticos, abogados, contables y banqueros mentirosos, y los voy a poner en el banquillo para que respondan por sus vidas. ¿Y sabe qué me dirán? «Si no lo hubiéramos hecho nosotros lo habrían hecho otros.» ¿Y sabe qué les diré yo? Pues les diré: «Sí, claro. Y si no hubieran violado a esa niña, otro lo habría hecho. Y así se justifica la violación, ¿no? Tomo nota.» Y luego los bombardearía con napalm. Fissss.

–¿Qué ha hecho Roper en realidad? –preguntó Jonathan entre enfadado y frustrado–. Aparte de lo de... Hamid y todo eso.

–Lo que importa es lo que está haciendo ahora.

–Supongamos que se retira hoy. ¿Hasta qué punto es malo o lo ha sido?

Se acordaba del hombro de Roper chocando sin darse cuenta con el suyo. «Con una pérgola encima y vista del mar al fondo.» Se acordó de Jed. «El lugar más bello de la Tierra.»

–Se dedica al pillaje –dijo Burr.

–¿Dónde? ¿De quién?

–Por todas partes, de todo el mundo. Si el negocio es sospechoso, allí está nuestro amiguito cortando el bacalao y haciendo que Corkoran eche una firma por él. Y para blanquear tiene su Ironbrand: capital en empresas, negocios de tierras, minerales, tractores, turbinas, mercaderías, un par de petroleros, pequeñas especulaciones con OPAs hostiles... Oficinas en la parte más blanca de Nassau, jóvenes atildados con el pelo escrupulosamente cortado, tecleando en sus ordenadores. Ésa es la parte que anda metida en serios problemas, seguro que sobre eso habrá leído algo.

–Me temo que no.

–Pues debería. Los resultados del año anterior fueron un completo desastre, y los de este año van a ser aún peores. Sus acciones han bajado de ciento sesenta a setenta, y hace tres meses se arriesgó mucho con el platino a tiempo de ver cómo se venía abajo. No es que Roper esté excesivamente preocupado, es que raya en la desesperación. –Burr tomó aliento y empezó de nuevo–. Y bajo el paraguas protector de su Ironbrand, esconde a sus monstruitos. Los cinco clásicos del Caribe: blanqueo de dinero, oro, esmeraldas, madera de bosque tropical, armas y otra vez armas. Sospechosos productos farmacéuticos, sospechosas ayudas humanitarias con ministros de Sanidad corruptos, fertilizante de pacotilla con corruptos ministros de Agricultura. –La ira en la voz de Burr era como la tormenta que se cierne lentamente, mucho más alarmante pues no acaba de descargar–. Pero su gran amor son las armas de fuego. Juguetes, como dice él. Cuando uno está enganchado con el poder, no hay como las armas para alimentar el vicio. No vaya a creer toda esa basura sobre una mercancía mas, industria de servicios, etcétera. Las armas son una droga y Roper es un adicto. El problema con las armas es que todo el mundo creía que eran a prueba de recesiones, pero no es así. Lo de Irán e Irak fue cosa de los traficantes de armas, que pensaban que iba a durar siempre. Desde entonces el negocio ha ido de capa caída. Hay demasiados fabricantes para tan pocas guerras. Demasiado cacharro suelto en el mercado. Demasiada paz y moneda no lo bastante firme. Como es natural, nuestro Dicky metió un poco la zarpa en la guerra serbio-croata (los croatas vía Atenas, los serbios vía Polonia), pero las cifras no fueron todo lo importante que él había esperado y había demasiados perros en la cacería. Cuba se ha ido al carajo y Sudáfrica también, se las apañan solos. Irlanda no merece la pena, de lo contrario habría metido allí sus pezuñas. En Perú tiene alguna cosa, está apoyando a los chicos de Sendero Luminoso. Y ha estado apostando por los musulmanes insurgentes de las Filipinas del Sur, pero los norcoreanos se le han adelantado y tengo la sospecha de que le van a hinchar las narices otra vez.

–¿Y quién le deja hacer todo eso? –preguntó agresivamente Jonathan. Y viendo que por una vez pillaba desprevenido a Burr, añadió–: ¿No le parecen demasiadas cosas, sobre todo teniendo tanta gente pisándole los talones?

Por unos segundos Burr estuvo tentado de replicar. Era exactamente la misma pregunta –con su ignominiosa respuesta detrás– que le había estado persiguiendo mientras hablaba: «Le deja la Casa del Río –deseaba decir–. Le deja Whitehall. Le dejan Geoffrey Darker y sus muchachos. Le deja el jefe de Goodhew cuando se lleva el telescopio a sus ojos de ciego. Si los juguetes son británicos no habrá nadie que le impida hacer lo que le salga de las narices.» Pero su buena suerte le dio la forma de despistar:

–¡Caramba, mire eso! –exclamó, agarrando a Jonathan del brazo–. Pero ¿dónde estará su padre, digo yo?

Observada por su novio, una chica de unos diecisiete años estaba subiéndose la pernera del pantalón tejano. La pantorrilla estaba cubierta por lo que parecían húmedas picaduras de insecto. La chica se introdujo la aguja sin respingar. Burr lo hizo por ella, y la repugnancia que sintió lo mantuvo un rato ensimismado, de manera que caminaron un trecho en silencio mientras Jonathan se olvidaba por un momento de Sophie para recordar las larguísimas piernas rosa bebé de Jed bajando por la escalera ornamental del Meister, y su sonrisa al reparar en que él la estaba mirando.
–Bueno, ¿y qué es Roper? –preguntó Jonathan.

–Ya se lo he dicho. Es un hijo de puta.

–¿Cuáles son sus antecedentes? ¿Qué es lo que le mueve?

Burr se encogió de hombros.

–El padre, subastador y tasador de poca monta. La madre, pieza clave de la iglesia local. Un único hermano. Colegios privados que los padres apenas podían pagar...

–¿Eton, quizá?

–¿Por qué ése precisamente?

–Por su manera de hablar. Comiéndose las palabras. De pijo.

–Sólo le he oído hablando por teléfono. Pero me basta con eso. Tiene una voz que da ganas de vomitar.

–¿Roper es el hermano mayor o el pequeño?

–El pequeño.

–¿Fue a la universidad?

–No. Seguramente tenía demasiada prisa por joder la marrana.

–¿Y su hermano?

–El sí. ¿Qué está cavilando? El hermano entró en la empresa familiar, que empezó a derrumbarse con la recesión. Ahora se dedica a criar cerdos. ¿Y qué? –Burr miró de reojo a Jonathan con cara de enfado–. Oiga, no empiece a buscarle excusas –le advirtió–. Aunque Roper hubiese ido a Eton y a Oxford y hubiera ganado medio millón al año por su cuenta, seguiría jodiendo la marrana. Roper es un malvado, créame. La maldad existe.

–Sí, ya lo sé –dijo Jonathan aplacándole. Sophie había dicho otro tanto.

–Respondiendo a su pregunta, Roper ha hecho de todo –prosiguió Burr–. Hablamos de tecnología punta, de tecnología media, de a la mierda la tecnología. Odia los carros blindados porque tienen una larga vida de conservación, pero a la vista de cierta suma podría cambiar de idea. Hablamos de botas, uniformes, gas venenoso, bombas de dispersión, productos químicos, comida prefabricada, sistemas de navegación inercial, aviones de combate, plataformas de lanzamiento de señales, fósforo rojo, granadas, torpedos, submarinos de encargo, torpederas, sistemas de seguimiento, grilletes, cocinas portátiles, botones de latón, medallas y espadas de reglamento, flashes Metz y laboratorios fantasma producidos como baterías de gallinas, neumáticos, cinturones, cojinetes, munición de todos los calibres compatible con armamento soviético y norteamericano, Red Eyes y otros lanzagranadas portátiles como los Stinger, y bolsas para cadáveres. Eso era antes, ahora hablamos de saturación de mercados, de quiebras nacionales, de gobiernos que ofertan mejores términos que sus propios criminales. ¡Si viera usted sus depósitos...! Taipeh, Panamá, Puerto España, Gdansk. Hasta un millar de trabajadores llegó a tener nuestro amiguito, y sólo para sacarle brillo al material almacenado mientras esperaba que subieran los precios. Que siempre subían, nunca bajaban. Pero ahora se ha quedado con sesenta hombres y los precios están por los suelos.

–¿Cuál ha sido su reacción?

Era el momento de que Burr se saliera por la tangente:

–Lo que busca es dar un gran golpe. El último mordisco a la manzana. El negocio de los negocios. Pretende dar un cambio total de orientación a Ironbrand y así poder colgar las botas en un halo de gloria. Dígame una cosa.

Jonathan no se había acostumbrado aún a la táctica de cambiar de tema, tan querida por Burr.

–... Aquella mañana en El Cairo, cuando llevó de paseo a Sophie, después que Freddie le diera de manotadas.

–Sí, ¿qué?

–¿Cree que alguien le caló, que al verle con ella sumó dos y dos son cuatro?

Jonathan se había preguntado lo mismo miles de veces: por las noches, cuando rondaba su tenebroso reino para escapar a su luz interior; por el día, cuando en vez de dormir se colgaba de las montañas o navegaba rumbo a ninguna parte.

–No.


–¿Está seguro?

–Hasta donde me resulta posible.

–¿Corrió algún otro riesgo con ella? ¿Fueron a alguna parte donde pudieran reconocerles?

Jonathan descubrió que experimentaba un misterioso placer teniendo la oportunidad de mentir para proteger a Sophie, aunque ya fuera demasiado tarde.

–No –repitió con firmeza.

–Entonces está limpio, ¿no? –dijo Burr, volviendo a hacerse eco de las palabras de Sophie, sin saberlo.


Compartiendo un callado encantamiento, los dos hombres bebían sendos vasos de whisky escocés en una cafetería de la ciudad vieja, un lugar sin día y sin noche, rodeados de señoras ricas que se tocaban con sombreros de paño para comerse una tarta de crema. A veces la catolicidad de los suizos fascinaba a Jonathan. Hoy le parecía que habían pintado el país entero en distintas gamas de gris.

Burr se puso a contarle cosas divertidas del tal doctor Apostoll, el ilustre abogado. Empezó a trompicones, hablando casi sin tino, como si él mismo se estorbara las ideas. No debería haber hablado, como supo tan pronto empezó a contar la historia. Pero hay veces en que alimentamos un gran secreto y no podemos pensar en nada más.

Burr dijo que Apo era un sibarita. Lo había dicho otras veces. Apo se tira a todo lo que se le ponga delante, explicó, que no le engañe ese proceder melindroso, es de esos hombres bajos que han de demostrar que la tienen más gorda que todos los grandes juntos. Apo no hace distingos: secretarias, esposas ajenas, ristras de putas de agencia...

–Un día va y se le suicida su hija. De manera nada fina, además, si es que en eso hay finura. Un auténtico asesinato en carne propia. Cincuenta aspirinas y media botella de lejía para ayudar a bajarlas.

–¿Y por qué hizo una cosa así? –exclamó Jonathan horrorizado.

–Apo le había regalado un reloj de oro por su dieciocho cumpleaños. Comprado en Cartier’s de Bar Harbour por noventa mil dólares. No había un reloj igual en ninguna parte.

–¿Y qué hay de malo en regalar un reloj de oro?

–Nada, sólo que Apo había olvidado que cuando su hija cumplió los diecisiete le regaló el mismo reloj. Imagino que la chica quería sentirse rechazada, y el reloj le vino como anillo al dedo. –Burr no hizo ninguna pausa. No levantó la voz ni varió el tono. Quería librarse de esa historia cuanto antes–. Bueno, ¿ya ha dicho que sí? No le he oído.

Pero a despecho de Burr, Jonathan prefirió quedarse con Apostoll:

–¿Y qué hizo él? –preguntó.

–¿Apo? Lo que hacen todos. Ver la luz divina. Pirarse por Cristo. Echarse a llorar en las fiestas. Bueno, Jonathan, ¿acepta usted o le doy por perdido? No soy persona de noviazgos largos.

Otra vez la cara del chico, el verde se vuelve rojo al encajar las sucesivas descargas. La cara de Sophie, nuevamente contusionada cuando la mataron. La cara de su madre, ladeada y con la mandíbula caída, antes de que la enfermera de noche se la cerrara y le metiera una estopilla. La cara de Roper, acercándose demasiado al invadir el espacio privado de Jonathan.

Pero Burr también estaba absorto en sus pensamientos. Se reprendía a sí mismo por haber descrito a Apostoll con tanto detalle. Se preguntaba si alguna vez aprendería a tener cerrada la maldita boca.
Se hallaban en el pequeñísimo apartamento de Jonathan en la Klosbachstrasse, bebiendo whisky con agua Henniez, y a ninguno de los dos le estaba sentando bien la bebida. Jonathan ocupaba el único sillón mientras que Burr andaba de un lado a otro de la habitación en busca de pistas. Había toqueteado el equipo de escalada y examinado un par de acuarelas de los Oberland berneses. Ahora estaba en la glorieta rebuscando entre los libros de Jonathan. Estaba cansado y empezaba a agotársele la paciencia, tanto para consigo mismo como para con Jonathan.

–Así que le gusta Hardy, ¿eh? –comentó–. ¿Cómo es eso?

–Será cosa del exilio. Es mi dosis de nostalgia de Inglaterra.

–¿Nostalgia, Hardy? Tonterías. El hombre como ratón y Dios como bastardo desastrado, eso es Hardy. Vaya, ¿a quién tenemos aquí? Pero si es el mismísimo coronel T. E. Lawrence de Arabia. –Cogió un delgado volumen de cubierta amarillenta, agitándolo como una bandera recién conquistada–. El genio solitario que sólo deseaba ser un número. Abandonado por su país. Veo que me voy acercando. Y escrito por la que se enamoró de él después de muerto. Éste podría ser su héroe, Jonathan. Tanta abnegación, tanto empeño frustrado, tanta comida en lata. En fin, el héroe nato. No me sorprende que cogiera usted ese empleo en Egipto. –Burr miró la guarda del libro–. ¿De quién son las iniciales? De usted no. –Pero no bien lo hubo preguntado, lo supo.

–De mi padre. Ese libro era suyo. Por favor, déjelo en su sitio.

Reparando en el tono de voz de Jonathan, Burr se dio la vuelta.

–¿Le he tocado la fibra? Creo que sí. Nunca imaginé que los sargentos leyeran libros –sondeó deliberadamente la herida–. Yo creía que la lectura era cosa de oficiales.

Jonathan estaba obstruyendo el paso de Burr hacia la glorieta. Tenía la cara pálida como la piedra y sus manos, dispuestas instintivamente para la acción, se habían separado de los costados.

–¿Puede dejarlo en el estante, por favor? Es privado.

Con absoluta calma, Burr devolvió el libro a su lugar.

–Dígame una cosa –propuso enseguida, anunciando otro cambio de tema mientras ganaba el centro de la habitación, pasando por el lado de Jonathan. Era como si la conversación anterior nunca hubiera tenido lugar–. ¿Maneja usted mucho dinero en metálico en ese hotel donde trabaja?

–Algunas veces.

–¿Qué veces?

–Caso de que haya una partida de última hora y algún cliente pague en efectivo. Recepción está cerrada entre las doce de la noche y las cinco de la madrugada, así que el que se encarga es el director de noche.

–Entonces, sería usted el que cogería ese dinero, ¿no es así? Y lo depositaría en la caja fuerte...

Jonathan se arrellanó en su butaca y enlazó las manos detrás de la cabeza.

–Puede.

–Imagine que lo robara. ¿Cuánto tardaría en saberse?



–Hasta que terminase el mes.

–Claro que podría devolver el dinero el día que rinden cuentas y luego sacarlo otra vez –dijo Burr, pensativo.

–Meister está muy al tanto de todo. Es un suizo a carta cabal.

–Estoy inventándole una leyenda, ¿comprende?

–Sé lo que está haciendo.

–No, no lo sabe. Quiero que se meta en la cabeza de Roper. Sé que puede hacerlo, Jonathan. Quiero que le guíe usted hacia mí. De lo contrario nunca podré cazarlo. Aunque Roper esté desesperado, es un hombre que jamás se descuida. Yo puedo meterle micrófonos hasta en el culo, vigilarle vía satélite, leerle la correspondencia, pincharle el teléfono; puedo olerle, oír lo que dice, observarle día y noche. Puedo mandar a Corkoran a la cárcel con una condena de quinientos años, pero a Roper no puedo ni tocarle. Le quedan cuatro días antes de volver al Meister. Quiero que venga conmigo a Londres por la mañana para que conozca a mi amigo Rooke y sepa cuál es el trato. Quiero reescribir su vida desde el principio y que usted se guste a sí mismo cuando termine.

Arrojando un billete de avión sobre la cama, Burr se situó junto a la ventana de gablete, apartó la cortina y contempló el alba grisácea. Había nieve otra vez en el aire. El cielo estaba encapotado.

–No necesita tiempo para pensarlo. Tiempo es lo único que ha tenido desde que se largó del ejército y de su país. Hay razones para decir no, igual que las hay para esconderse en un refugio profundo y vivir ahí metido el resto de su vida.

–¿Cuánto tiempo duraría?

–No lo sé. Si no quiere hacerlo, una semana ya es mucho. ¿Le apetece otro sermón?

–No.

–¿Quiere que le llame dentro de un par de horas?



–No.

–¿Hasta dónde ha llegado entonces?

«Hasta ninguna parte –pensó Jonathan mientras leía en el billete la hora de salida–. No existe eso que llaman decisión. Nunca ha existido. Lo único que existe es pasar un buen o un mal día, seguir adelante porque no hay nada detrás y correr porque si sigues más tiempo de pie te puedes caer. Existe el movimiento o existe la inactividad, existe el pasado que te impulsa y el capellán de tu regimiento que predica que sólo los sumisos son libres, y las mujeres que te acusan de no tener sentimientos pero que no pueden vivir sin ti. Existe una cárcel llamada Inglaterra, existe Sophie, a la que he traicionado, existe un chico irlandés desarmado que me seguía mirando mientras yo le destrozaba la cara a tiros, y existe una chica con la que apenas he hablado que se hace poner amazona, en el pasaporte y me ha calado tan hondo que después de seis semanas aún no puedo quitármela de la cabeza. Existe un héroe del que nunca seré digno y al que hubo que volver a poner el uniforme para enterrarlo. Y existe un sudoroso flautista de Hamelín, nacido en Yorkshire, susurrándome al oído que vuelva a empezar de cero.»
Un soleado día de invierno, Rex Goodhew estaba de un humor peleón. Había pasado la primera mitad de la mañana abogando con éxito ante su jefe por la causa de Burr, y la segunda dictando un seminario en Whitehall sobre el secreto mal entendido, para terminar en un duelo a muerte con un joven fósil de la Casa del Río que apenas tenía edad para haber dicho su primera mentira. Ahora se encontraba en Carlton Gardens. Era la hora del almuerzo y su querido Ateneo estaba a la vuelta de la esquina.

–Tu amigo Leonard Burr se está poniendo un poco en evidencia, Rex –dijo Stanley Padstow, del Ministerio del Interior, con una sonrisa angustiada, materializándose de pronto a su lado–. La verdad, no me he enterado bien de lo que nos estabas exponiendo.

–Vaya, hombre –dijo Goodhew–. Qué lástima. En evidencia, ¿por qué?

Padstow había estado en Oxford en la misma época que Goodhew, pero lo único que éste recordaba de él es que al parecer tenía predilección por las chicas feas.

–Oh, nada del otro mundo –dijo Padstow, aparentando tomárselo a la ligera–. Ha utilizado a mi personal para blanquear sus pedidos de registro. Ha convencido a la archivera de que mienta por él descaradamente. Se ha llevado a varios funcionarios importantes de la policía a comer con él en Simpson’s. Nos ha pedido que demos la cara por él cuando ellos se acojonen. –No dejaba de mirar a Goodhew, pero sin conseguir atraer su atención–. Pero bueno, no pasa nada. Sólo que con esos tíos no hay manera de saber a qué atenerse, ¿verdad?

Se produjo una breve demora mientras salían fuera del alcance del oído de un enjambre de monjas.

–Sí, Stanley, es verdad –dijo bondadosamente Goodhew–. Pero te recuerdo que te envié una confirmación detallada por escrito, alto secreto, para tus archivos.

Padstow seguía esforzándose valientemente por dar con el tono más casual.

–Y fabulosas fiestas en Cornualles... no, me refiero a si todo esto va a estar cubierto. Es que en tu carta no quedaba del todo claro.

Habían llegado a las escaleras del Ateneo.

–A me pareció bien, Stanley –dijo Goodhew–. La tercera parte de mi carta, si no recuerdo mal, cubre totalmente lo de las fiestas en Cornualles.

–¿Sin excluir el asesinato? –preguntó rápidamente Padstow en voz muy baja, mientras entraban.

–Me parece que no, Stanley. Siempre que nadie salga herido.

–Goodhew cambió de tono–. Se trata de compartimentar, ¿no es cierto? –dijo amablemente–. A los chicos de Río ni una palabra, ni a nadie más que no sea Leonard Burr o, cuando estés en apuros, yo mismo. Te parece bien, ¿verdad, Stanley? ¿No será mucho pedir?

Comieron en mesas separadas. Goodhew se permitió el lujo de un pastel de carne y un vaso de clarete de la casa. Pero Padstow comió muy deprisa, como si estuviera masticando contra reloj.

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