Ana səhifə

El infiltrado (The Night Manager, 1993)


Yüklə 1.23 Mb.
səhifə15/31
tarix25.06.2016
ölçüsü1.23 Mb.
1   ...   11   12   13   14   15   16   17   18   ...   31

15


Goodhew no se lo había contado más que a su esposa.

No había otra persona a la que contárselo. Por otra parte, una historia tan monstruosa requería un público igualmente monstruoso, y su querida Hester, ay, era, según unánime opinión, la persona menos monstruosa de la Tierra.

–A ver, cariño, ¿estás seguro de que oíste bien? –le preguntó ella, incrédula–. Ya sabes cómo eres. Tú oyes un montón de cosas con absoluta claridad, pero los niños siempre han de interpretarte lo que dice la televisión. Debía de haber un tráfico horroroso, siendo viernes y en la hora punta.

–Hester, él me dijo exactamente lo que te he contado. Me lo dijo bien claro, a pesar del ruido, y a la cara. No se me escapó una sola palabra. Le vi mover los labios mientras me lo decía.

–Me figuro que podrías ir a la policía. Si estás realmente seguro... Bueno, claro que lo estás. Sólo que yo creo que deberías hablar con el doctor Prendergast, aunque decidas no hacer nada de nada.

En un insólito arranque de ira contra la compañera de toda su vida, Goodhew se fue a dar un tenso paseo por Parliament Hill para aclarar sus ideas. Pero no logró aclarar nada. No hizo otra cosa que rememorar cuanto le había contado a su mujer, cosa que había hecho ya un centenar de veces.


El viernes había amanecido como cualquier otro día. Goodhew había ido en bicicleta al trabajo bastante temprano porque a su jefe le gustaba dejarlo todo listo antes de irse a pasar el fin de semana al campo. A las nueve en punto recibió una llamada telefónica de la secretaria privada de su jefe diciéndole que la reunión prevista para las diez había sido cancelada porque el ministro había recibido un requerimiento para presentarse en la embajada de Estados Unidos. A Goodhew no le sorprendía ya el ser excluido de las asambleas de su jefe, así que dedicó la mañana a poner el trabajo al día, y almorzó un bocadillo en su despacho.

A las tres y media le llamó la secretaria privada para preguntarle si podía subir unos minutos enseguida. Goodhew obedeció. Diseminados por el despacho de su jefe en plena holgura de sobremesa, entre tazas de café y el aroma de cigarros puros, estaban los supervivientes de un lunch al que Goodhew no había sido invitado.

–Rex. Buen chico –dijo efusivamente su jefe–. Siéntate, hombre. ¿A quién no conoces? A nadie. Estupendo.

Su jefe era veinte años más joven que él. Pendenciero y rico, tenía un escaño seguro y una insignia azul de rugby de su época de universidad, lo cual, por lo que Goodhew había podido averiguar, era el máximo logro de su carrera académica. Su mirada era opaca, pero lo que le faltaba de visión lo compensaba con una ambición sin límites. Barbara Vandon, de la embajada estadounidense, estaba sentada a un lado, y al otro se encontraba Neal Marjoram, de Estudios de Obtención, de quien Goodhew había estado siempre más o menos prendado, tal vez a causa de su expediente en la armada, sus ojos íntegros y ese aire de quietud respetable. En efecto, Goodhew siempre se había sorprendido de que un hombre cuya honestidad parecía cosa probada pudiera haber sobrevivido como suplente de Geoffrey Darker. Galt, otro apparatchik de Darker, estaba sentado al lado de Marjoram, y respondía más a la imagen de Darker: muy bien vestido, muy en su papel de agente de la propiedad en auge repentino. El tercer miembro de la Casa del Río era Hazel Bundy, una belleza insolente de la que se rumoreaba compartía la cama de Darker así como su cuota de trabajo. Pero Goodhew insistía mucho en no prestar oídos a esa clase de rumores.

Su jefe estaba explicando los motivos de aquella reunión, y el tono empleado era de una vivacidad a todas luces excesiva:

–Varios de nosotros, Rex, hemos estudiado los mecanismos de coordinación entre el Reino Unido y Estados Unidos –dijo, describiendo con su puro un arco poco definido–. Y llegamos a un par de conclusiones realmente preocupantes, a decir verdad, y hemos creído que primero había que comentarlo contigo. ¿Te parece bien? Extraoficialmente, claro. Sin actas, sin castigos de marcha. Una charla sobre principios. Sólo para entrar en calor. ¿Estás de acuerdo?

–¿Por qué no?

–Barbara, cariño.

Barbara Vandon era la delegada en jefe de los Primos en Londres. Había estudiado en Vassar, pasado el invierno en Aspen y veraneado en el Vineyard. Pero su voz seguía siendo como un estridente grito de privación.

–Rex, eso de la Operación Lapa es una pasada –aulló–. Somos verdaderos pigmeos. En serio. Date cuenta que la jugada está pasando allá arriba, ahora mismo, en el espacio sideral.

La confusión de Goodhew debió de reflejársele rápidamente en la cara.

–Barbara cree que no estamos a tono con Langley, Rex –aclaró Marjoram a su lado.

–¿«No estamos» quiénes?

–Pues nosotros, claro. La Casa del Río.

Goodhew se volvió hacia su jefe.

–Has dicho que era una charla sobre principios...

–Tranquilo, tranquilo. –El jefe de Goodhew agitó su puro en dirección a Barbara Vandon–. La chica apenas acaba de despegar. Pues sí que tienes la mecha corta, coño.

Pero Goodhew no se dejaba disuadir.

–¿Que la Casa del Río no está a tono con Langley en el caso Lapa? –le dijo, incrédulo, a Marjoram–. La Casa del Río no está ni siquiera metida en el caso Lapa, aparte de proporcionar apoyo. Lapa es un caso para Ejecución.

–Bien, eso es de lo que Barbara cree que habría que hablar –explicó Marjoram, poniendo suficiente distancia a su voz como para sugerir que él no estaba necesariamente de acuerdo.

Barbara Vandon entró a saco en la brecha abierta:

–Mira, Rex, hay que hacer una buena limpieza, no sólo en Langley sino también aquí, en Gran Bretaña –prosiguió en lo que parecía cada vez más un discurso preparado–. Hay que coger este asunto de Lapa y volver a empezar de cero. Rex, Langley ha tenido que subirse al tren en marcha. Más que a un tren en marcha, a uno que llevaban al apartadero. –Esta vez Marjoram no ofreció sus servicios como intérprete–. Rex, nuestros políticos no se lo van a tragar. El día menos pensado se nos ponen en plan balístico. Lo que tenemos entre manos, Rex, es un asunto que hay que mirar con veinte mil ojos y con toda la calma del mundo. Resultado: un trato operativo conjunto entre, uno: una novísima agencia británica, frágil, perdona Rex, buena y entregada, pero frágil... y dos: un grupo de ejecutores de Miami que no sabe nada de geopolítica. La cola y el perro, Rex. El perro está aquí arriba –su mano estaba ya sobre su cabeza– y la cola es esto. Y de momento, gana la cola.

Una oleada de reproches hacia sí mismo se abatió sobre Goodhew. «Palfrey me lo advirtió pero yo no le tomé en serio: “Darker está organizando un golpe para recuperar los territorios perdidos, Rex. Se ha propuesto escudarse tras la bandera americana.”»

Rex –bramó Barbara Vandon con tal estridencia que Goodhew hubo de agarrarse a la silla–, lo que está en juego es un importante cambio geopolítico de poderes en nuestra propia trastienda, y quienes lo manejan son aficionados sin méritos suficientes para jugar en esta división, de esos que no sueltan la pelota cuando deberían pasarla y que no saben por dónde van los tiros. Que los carteles venden droga es una cosa. Es un caso para los de estupefacientes, ya tienen gente que se encarga de eso. Hemos pasado por ahí, Rex. Ha habido que pagar un precio muy alto.

–Oh, sí, dólares a carretadas, al parecer –dijo muy seno Goodhew. Pero Barbara Vandon, tras cuatro años en Londres, era más que sorda a la ironía. Y siguió adelante.

–Los carteles, Rex, están promoviendo pactos entre ellos, portándose bien entre sí, comprándose equipos de primera categoría, adiestrando a sus muchachos, organizándose a tope... Juegan en un terreno distinto, Rex. Y tampoco hay tanta gente en Sudamérica que haga estas cosas. En Sudamérica, organizarse significa poder. Así de sencillo. No es un encargo para los de Ejecución. Esto no va de policías y ladrones como para dejar que salga el tiro por la culata. Geopolítica, Rex. Lo que hay que hacer, me oyes, es tener la capacidad de ir al Capitolio y decirles: «Chicos, aceptamos lo imperativo de este asunto. Hemos hablado con Ejecución, y Ejecución ha dado elegantemente marcha atrás, Ejecución hará su numerito a su debido tiempo, cosa a la que tienen derecho como polis que son. Mientras tanto, hablamos de geopolítica, de sofisticación, de un asunto con muchos puntos de vista, de ahí que su responsabilidad corresponda a Inteligencia Pura, porque en Inteligencia Pura disponemos de profesionales de probada valía y confianza, avezados en casos complejos y que saben obrar conforme a instrucciones geopolíticas.»

Evidentemente había terminado, pues, como una actriz satisfecha de su actuación, se volvió hacia Marjoram como para preguntarle «¿Qué te ha parecido?», pero Marjoram asumió un benevolente desprecio por su combativo discurso.

–Bien, estoy convencido de que lo que Barbara dice tiene mucha solidez –observó, con esa respetable y franca sonrisa suya–. Está claro que nosotros no vamos a obstaculizar una revisión de responsabilidades en el seno de los servicios de Inteligencia, pero tampoco veo que la decisión sea cosa nuestra.

La expresión de Goodhew era pétrea. Tenía las manos puestas delante de él, inertes, negándose a participar.

–No –concedió–. No es cosa vuestra en absoluto. Corresponde al Comité Directivo y a nadie más.

–Del cual, tu jefe aquí presente es el presidente, y tú, Rex, el secretario, fundador y principal benefactor –le recordó Marjoram con otra de sus universitarias sonrisas–. Y, si me lo permites, arbitro moral.

Pero nada podía apaciguar a Goodhew, ni siquiera alguien con tan evidentes intenciones conciliatorias como Marjoram.

–Una revisión de responsabilidades, como tú lo llamas, no está bajo ningún concepto en la mano de agencias rivales –dijo severamente Goodhew–. Aun suponiendo que Ejecución estuviera dispuesta voluntariamente a dejar el campo libre, cosa que dudo mucho, las agencias no tienen facultad para repartirse las responsabilidades a su gusto sin consultar al Comité Directivo. Nada de tratos entre las partes. Ésa es una de las razones de ser del Comité. Pregunta a su presidente... –Señaló con la cabeza a su jefe.

Nadie preguntó nada durante unos momentos, hasta que al fin el jefe de Goodhew emitió una suerte de gruñido que logró indicar duda, enfado y un poco de indigestión, todo a la vez.

–Hombre, Rex, está claro –dijo con ese relincho nasal propio de los primeros bancos conservadores– que si los Primos van a hacerse cargo del caso Lapa en su lado del charco (de buen o de mal grado), los de este lado vamos a tener que adoptar una posición distanciada respecto a si les seguimos o no. ¿Estás de acuerdo? He dicho si, puesto que se trata de una charla informal. Hasta ahora no se ha sabido nada por la vía convencional. ¿Me equivoco?

–A mí desde luego no me ha llegado nada –dijo gélidamente Goodhew.

–Al paso que van estos malditos comités, tampoco sabríamos nada antes de Navidad. Oye, Rex, tenemos quórum, ¿no? Tú, yo, Neal... He pensado que podíamos arreglarlo entre nosotros.

–La opción es tuya, Rex –dijo amablemente Marjoram–. Eres el legislador. Si tú no puedes cambiar las cosas, ¿quién lo va a hacer? Fuiste tú el que redactó el trato de igual a igual: cada uno juega con su equipo, ejecutores con ejecutores, espías con espías, sin fecundación cruzada. La Lex Goodhew, lo llamamos, y me parece muy adecuado. Tú se lo vendiste a Washington, conseguiste que te oyera el Consejo de Ministros, tiraste a matar. «Las agencias secretas en la nueva era», ¿no era ése el título del documento? No hacemos más que inclinarlos ante lo inevitable, Rex. Ya has oído a Barbara. Si hay que elegir entre un pequeño patinazo y una colisión frontal, yo me apunto al patinazo. Y no es que quiera que te salga el tiro por la culata.

Goodhew estaba ahora provechosamente enojado. Pero era demasiado zorro viejo para dejar que su humor le jugara una mala pasada. Cuando habló lo hizo con tono de moderación, dirigiéndose directamente a la honesta cara de Neal Marjoram. Y dijo que las recomendaciones del Comité Directivo a su presidente –otra señal con la cabeza a su jefe– fueron hechas en sesión plenaria, no con un quórum ad hoc. «Existe constancia de que la opinión del Comité –dijo– sobre la Casa del Río es que ha sobrepasado su ámbito y que debería compartir responsabilidades en lugar de intentar recuperar antiguas.» Y hasta la fecha el ministro, como presidente, había convenido en ello, «a no ser, claro está, que hayas cambiado de opinión durante la comida», le sugirió a su jefe, quien frunció el entrecejo entre una nube de humo.

Dijo que, hablando a título personal, él preferiría dar carta blanca a Ejecución de manera que pudiera hacer frente a su propio reto con efectividad; y terminó diciendo que, puesto que ésa era una reunión extraoficial, consideraba personalmente que las actividades del Grupo de Estudios de Obtención eran del todo inadecuadas para la nueva era y despectivas para con la autoridad parlamentaria, y que en la próxima junta del Comité Directivo tenía la intención de auspiciar una investigación formal de sus actividades.

A continuación juntó las manos como un devoto, en un gesto que parecía significar «he dicho», y esperó la explosión.

Pero ésta no se produjo.

El jefe de Goodhew pescó un trocito de mondadientes de su labio inferior mientras estudiaba la pechera del vestido de Hazel Bundy.

Bueeeno. Muy bien –dijo arrastrando las palabras y sin mirar a nadie–. Interesante. Gracias. Tomo nota.

–Materia de reflexión, desde luego –concedió Galt alegremente, y le sonrió a Hazel Bundy, que no devolvió la sonrisa.

Pero Neal Marjoram no podría haberse mostrado más bondadoso. Sobre sus delicadas facciones se había posado una enorme paz espiritual, reflejo de su apabullante dignidad ética.

–¿Tienes un momento, Rex? –dijo en voz baja cuando salían.

Y Goodhew, el pobre, se alegró al creer que, tras un poco de saludable toma y daca, Marjoram se tomaba la molestia de quedarse un rato para cerciorarse de que no hubiera resentimientos por ninguna de las dos partes.


Goodhew le brindó generosamente a Marjoram su despacho, pero éste era demasiado considerado para aceptar el ofrecimiento. «Rex, lo que necesitas es un poco de aire para calmarte, vamos a dar un paseo.»

Era una soleada tarde de otoño. Las hojas de los plataneros brillaban sonrosadas, los turistas haraganeaban tranquilamente por las aceras de Whitehall, y Marjoram les otorgaba una sonrisa paternal. Y, cierto, Hester tenía razón, el tráfico del viernes a la hora punta era muy denso. Pero eso no afectó para nada el oído de Goodhew.

–Nuestra Barbara suele acalorarse un poco –dijo Marjoram.

–¿Por qué será? –dijo Goodhew.

–Le habíamos dicho que así no te sacaría gran cosa, pero ella quería intentarlo.

–Tonterías. Sois vosotros, que la habéis animado.

–¿Qué querías que hiciésemos? ¿Venir humildemente a rogarte que nos dieras Lapa? Por el amor de Dios, Rex, no es más que un caso entre cien. –Habían llegado al Embankement, que, al parecer, era adonde se dirigían–. Te pasas de santo, Rex. Sólo porque fue idea tuya separar ejecutores y espías. Un delito es siempre un delito, un espía es siempre un espía, y las dos cosas no tienen por qué juntarse nunca. Tu problema es que lo quieres todo blanco o todo negro.

–No, Neal. Yo no lo veo así. Me temo que no soy lo bastante radical. Si alguna vez escribo mis memorias, las titularé «Paños calientes». Deberíamos ser todos un poco más firmes. No más flexibles.

El tono, por ambas partes, seguía siendo de absoluta camaradería: dos profesionales resolviendo sus diferencias a orillas del Támesis.

–Has aprovechado la ocasión, eso te lo garantizo –dijo aprobadoramente Marjoram–. Todo eso de la nueva era te ha hecho ganar muchos puntos buenos. Goodhew, el amigo de la sociedad libre. Goodhew, el repartepoderes. Es como para vomitar. Sin embargo, hay que admitir que te has ganado una bonita alfombra. Es totalmente comprensible que no la cedas sin presentar batalla. ¿Qué valor tiene para ti?

Estaban mirando el río, hombro con hombro. Goodhew tenía las manos sobre el parapeto y aunque parezca ridículo se había puesto los guantes de ir en bicicleta porque últimamente sufría de mala circulación sanguínea. Al no comprender la enjundia de la pregunta que Marjoram le había hecho, se volvió buscando un esclarecimiento. Pero todo lo que vio fue ese perfil de santo impartiendo su bendición a un crucero de placer que pasaba. Entonces Marjoram se volvió también; estaban cara a cara, no mediaba entre ellos más de treinta centímetros, y si el ruido del tráfico era molesto, Goodhew no era ya consciente de ello.

–Mensaje de Darker –dijo Marjoram ofreciendo su sonrisa–. Rex Goodhew se ha extralimitado. Esferas de interés de las que no sabe una palabra, ni falta que le hace, cuestiones de alta política, gente de muy arriba implicada, la mierda de siempre. Tú vives en Kentish Town, ¿verdad? Una casita miserable con terraza y cortinas de tul.

–¿Por qué lo dices?

–Acabas de obtener un tío lejano en Suiza. Él siempre ha admirado tu integridad. El día que Lapa sea nuestro, tu tío sufrirá una muerte prematura, dejándote tres cuartos de millón para ti solo. De libras, no francos. Libres de impuestos. Una herencia. ¿Sabes qué dicen los chicos en Colombia? «Elige tú: o te hacemos rico, o eres hombre muerto.» Darker dice lo mismo.

–Perdona. Hoy estoy un poco espeso –dijo Goodhew–. ¿Estás amenazando con matarme además de con sobornarme?

–De entrada, con matar tu carrera. Yo creo que podemos alcanzarte. Si no podemos, habrá que pensar en otra cosa. No respondas ahora si te resulta embarazoso. No digas nada. Hazlo. Primero acción y luego palabras: la Lex Goodhew. –Marjoram sonrió compasivamente–. Nadie te creería, ¿me equivoco? Al menos en tus círculos. El viejo Rex está perdiendo la chaveta... Lleva demasiado tiempo en el oficio... Él no quería decir nada. Si te da lo mismo, no voy a mandarte un memorándum. Nunca te he dicho nada. Un simple paseo junto al río tras otra reunión aburrida. Que pases un buen fin de semana.


«Tu premisa es absurda –le había dicho Goodhew a Burr seis meses atrás en una de sus pequeñas cenas–. Es destructiva, insidiosa y le niego mi aprobación, y te prohíbo que me hables nunca más de ello. Estamos en Inglaterra, no en Sicilia o en los Balcanes. Toma tu agencia, Leonard, pero has de renunciar de una vez por todas a tus fantasías góticas acerca de que el Grupo de Estudios de Obtención está montado como un fraude multimillonario a beneficio de Geoffrey Darker y una camarilla de banqueros, operadores de bolsa e intermediarios sospechosos y otros tantos oficiales corruptos del servicio de Inteligencia de ambos lados del Atlántico.»

Porque por ese camino uno acaba volviéndose loco, le había advertido a Burr.

Por ese camino se llega a esto.
Después de hablar con su esposa, Goodhew guardó el secreto a cal y canto en su cabeza durante una semana. Quien no confía en sí mismo no se fía de nadie. Burr llamó desde Miami con la noticia de la resurrección de la Operación Lapa, y Goodhew compartió su euforia lo mejor que pudo. Rooke tomó las riendas del despacho de Burr en Victoria Street. Goodhew le invitó a comer en el Athenaeum, pero no se confió a él.

Y entonces una tarde se presentó Palfrey con la noticia maliciosamente falseada de que Darker estaba sondeando a los proveedores de armas británicos acerca de la disponibilidad de cierto material de alta tecnología para su utilización en un «clima parecido al de Sudamérica», para tener al corriente al usuario final.

–¿Material británico, Harry? Ése no es Roper. Él compra en el extranjero.

Palfrey se retorció y chupó del cigarrillo y necesitó más whisky:

–De hecho, podría, ser Roper, Rex. Quiero decir, si estuviera cubriéndose las espaldas. Quiero decir que si los juguetes son británicos... bueno, nuestra tolerancia no tendría límite, no sé si me entiendes. Ojos que no ven y agachar la cabeza como el avestruz. Si son británicos, claro está. Si son británicos, se los podemos despachar a Jack el Destripador. –Rió con disimulo.

La noche era deliciosa y Palfrey necesitaba acción, así que fueron andando hasta la entrada del cementerio de Highgate y buscaron un banco tranquilo.

–Marjoram intentó comprarme –dijo Goodhew, adelantándose al otro–. Tres cuartos de millón de libras.

–Vaya cosa me cuentas –dijo Palfrey sin sorprenderse en absoluto–. Es lo que hacen en el extranjero. Es lo que hacen los de aquí.

–Además de la zanahoria había un palo.

–Oh, sí, claro, suele pasar –dijo Palfrey, cogiendo otro cigarrillo.

–¿Quiénes son, Harry?

Palfrey arrugó la nariz, parpadeó varias veces seguidas y dio la impresión de estar muy confuso.

–Unos cuantos tíos listos. Con buenas relaciones. Ya sabes.

–Yo no sé nada.

–Buenos agentes de a pie. Cabezas frías que aún quedan de cuando la guerra fría. Gente que tiene miedo de quedarse sin empleo. Ya sabes, Rex.

Se le ocurrió a Goodhew que Palfrey estaba describiendo sus propios apuros y que eso no le gustaba.

–Adiestrados, naturalmente, para hacer el doble juego –continuó Palfrey, brindando su opinión, como de costumbre, en una serie de fragmentadas frases trilladas–. Los tíos de la economía de mercado. Los que triunfaron en los ochenta. No lo sueltes mientras puedas, es lo que hace todo el mundo, nunca se sabe dónde va a estallar la próxima guerra. Siempre de punta en blanco, sin tener adonde ir... ya sabes. Siguen teniendo poder, claro está. Eso no se lo ha quitado nadie. Sólo es cuestión de saber dónde aplicarlo.

Goodhew guardó silencio y Palfrey se dispuso a continuar.

–No son mala gente, Rex. No hay que ser demasiado crítico. Se encuentran un poco desorientados. Se acabó la Thatcher. Se acabaron los rusos y se acabaron los rojos que te encontrabas hasta debajo de la cama. Un día tienen el mundo repartido a su conveniencia, y al siguiente se levantan y es como si... bueno, ya sabes... –Terminó su aserto encogiéndose de hombros–. A nadie le gusta sentir el vacío, ¿no es cierto? ¿A ti te gusta? Sé sincero. Odias el vacío.

–¿Con vacío quieres decir paz? –sugirió Goodhew sin pretensión alguna de censura.

–Más bien aburrimiento. Pequeñez. Algo que no le viene bien a nadie, ¿de acuerdo? –Otra risita, otra larga calada al cigarrillo–. Hace un par de años eran guerreros de la guerra fría, primera clase. Los mejores asientos en el club, en fin, todo eso. Es difícil parar cuando has estado en la cresta de la ola. Uno sigue funcionando. Es lógico.

–¿Y qué son ahora?

Palfrey se frotó la nariz con el dorso de la mano, como si le picara algo.

–Yo, la verdad, una mosca en la pared.

–Eso ya lo sé. Me refiero a ellos.

Palfrey habló con vaguedad, queriendo tal vez distanciarse de sus propias opiniones:

–Gente atlántica. Nunca han confiado en Europa. Europa es una Babel dominada por los teutones. América sigue siendo el único sitio para ellos. Washington es aún su Roma, aunque el César sea una calamidad. –Se removió, incómodo–. Son como el Ejército de Salvación a escala mundial. Los chicos del orden mundial, probando suerte con la historia y de paso haciendo unos dineritos. ¿Por qué no? Todo el mundo lo hace. –Otro removerse–. Están un poco podridos, nada más. No se les puede culpar. Whitehall no sabe cómo librarse de ellos. Todo el mundo piensa que seguramente son útiles, pero a otros. Nadie tiene las cosas claras, o sea, nadie sabe que no hay nada que aclarar. –Más frotamiento de nariz–. Mientras tengan contentos a los Primos, no gasten más de la cuenta y no se peleen en público, pueden hacer lo que quieran.

–Tener contentos a los Primos, ¿cómo? –insistió Goodhew cogiéndose la cabeza entre las manos como si tuviera una terrible jaqueca–. ¿Te importaría darme más detalles?

Palfrey hablaba como dirigiéndose a un niño displicente, con indulgencia, pero a punto de perder los estribos:

–Los Primos tienen leyes, muchacho. Les han echado a los perros. Organizan tribunales por la cara, meten a espías en chirona, ponen pleitos a agentes importantes. Los ingleses no tienen cojones para eso. Sí, bueno, está el Comité Directivo. Pero, la verdad, sois todos demasiado decentes.

Goodhew alzó la cabeza y la hundió de nuevo entre las manos:

–Continúa, Harry.

–Ya no sé dónde estaba.

–De cómo Darker tiene contentos a los Primos cuando tienen problemas con los perros.

Palfrey estaba entrando en la fase renuente.

–Bien, es obvio. Una vaca sagrada de Washington DC va y les dice a los Primos: «Prohibido armar a los bongo-bongos. Eso va contra la ley.» ¿De acuerdo?

–De momento, sí.

–«Vale –dicen los Primos–. Recibido y entendido. No daremos armas a los bongo-bongos.» Una hora después hablan por teléfono con el hermano Darker. «Oye, Geoffrey, colega, haznos un favor, ¿quieres? Los bongo-bongos necesitan unos juguetes.» Los bongo-bongos están embargados, naturalmente, pero ¿a quién cojones le ha importado nunca eso, siempre que Hacienda pueda mojar unos cuantos dólares? Darker coge el teléfono para hablar con una de sus personas de confianza (Joyston Bradshaw, Spikey Lorimer o el preferido del mes). «Buenas noticias, Tony. Luz verde para los bongo-bongos. Tendrás que ir por la puerta de atrás, pero nos aseguraremos de que no esté cerrada.» Luego viene la PD.

–¿La PD?

Cautivado por la inocencia de Goodhew, Palfrey le ofreció una luminosa sonrisa.

–La posdata, muchacho. El caramelo. «Y mientras te ocupas de esto, Tony, amigo mío, la cuota por introducción es del cinco por ciento de la operación, pagadero a la Fundación de Viudas y Huérfanos de los Estudios de Obtención, Banco de Criminales y Primos Asociados, Liechtenstein.» Está chupado, siempre que no seas tú el responsable. ¿Alguna vez te has enterado de que cogieran a algún miembro de los servicios de Inteligencia británicos con las manos en la masa? ¿Y de algún ministro británico que haya tenido que comparecer ante el juez por eludir sus propias ordenanzas? Sí, hombre, estás de broma. Son a prueba de bala.

–¿Por qué Inteligencia Pura quiere hacerse con Lapa?

Palfrey trató de sonreír, pero no funcionó. Dio una calada al cigarrillo y se rascó la cabeza como alternativa.

–Harry, ¿por qué quieren hacerse con Lapa?

Los escurridizos ojos de Palfrey escudriñaron los bosques oscuros en busca de rescate o de vigilancia.

–Eso tendrás que averiguarlo, tú, Rex. Va más allá de mis entendederas. Y también de las tuyas. Lo siento mucho.

Estaba levantándose ya cuando Goodhew le gritó:

–¡Harry!


Palfrey torció la boca del susto, dejando al descubierto su fea dentadura.

–Santo Dios, Rex, tú no sabes tratar a la gente. Soy un cobarde. Si no quieres que me quede mudo o que invente cualquier cosa, no me presiones. Vete a casa y duerme un poco. Eres un buenazo, Rex. Eso será tu perdición. –Palfrey miró nervioso en derredor y pareció enternecerse por un momento–. La clave es «compra productos británicos, cariño». ¿Es que no entiendes nada mal?


Rooke estaba en el despacho de Burr en Victoria Street. Burr estaba en el centro de operaciones de Miami. Ambos tenían en la mano sendos teléfonos de seguridad.

–Sí, Rob –dijo Burr alegremente–. Confirmado y superconfirmado. Hazlo.

–¿No podemos dejar las cosas claras del todo? –dijo Rooke con ese tono especial que emplean los soldados cuando tratan de aclarar las órdenes de los civiles–. ¿Te importa contármelo otra vez?

–Tacha su nombre, Rob. Elimínalo. Todos los nombres. De todos los archivos. Pine, alias Linden, alias Beauregard, visto por última vez en Canadá. Homicidio, robo múltiple, tráfico de drogas, obtención de pasaporte falso, entrada ilegal en Canadá, en fin, todo lo que se les ocurra para hacerlo más interesante.

–O sea que éxito completo –dijo Rooke, negándose a aceptar las galanterías de un Burr tan jovial.

–Sí, Rob, éxito completo. Eso es lo que te quería decir, ¿comprendes? Orden internacional de detención contra Mr. Thomas Lamont, criminal. ¿Quieres que te lo mande por triplicado?

Rooke colgó el auricular, lo levantó y marcó el número de Scotland Yard. Mientras marcaba notó que tenía la mano extrañamente rígida, como solía pasarle en la época en que jugaba con bombas sin explotar. Y cuando él haya pasado la maroma, la quemaremos, había dicho Burr.

1   ...   11   12   13   14   15   16   17   18   ...   31


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət