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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Había el Crystalside y había el Townside, y aunque ambas partes estaban separadas sólo por unos ochocientos metros a vuelo de rabihorcado, podía haberse tratado de islas diferentes, porque entre ambas descansaba el montículo llamado soberbiamente Montaña de Miss Mabel, el punto más elevado de todas las islas de la zona, que no era decir mucho, con su delantal de bruma a la altura del ombligo y las destartaladas casas de esclavos a sus pies y el bosque donde los rayos del sol se colaban como la luz del día por un tejado roto.

Por sus prados, Crystalside parecía un condado inglés, con grupos compactos de magnolias que desde cierta distancia podrían haber pasado por robles, y vallados ingleses para el ganado y cercas hundidas a la inglesa y vistas del mar entre suaves colinas inglesas diestramente hermoseadas por los tractores de Roper.

Pero el Townside era severo y ventoso como Escocia con las luces encendidas, con escabrosos pastos al sesgo para las cabras y hojalaterías y un campo de críquet de polvo rojizo con su pabellón de hojalata, y un predominante viento del este que agitaba las aguas de Carnation Bay.

Y en torno a Carnation Bay, en un semicírculo de pequeños chalets de colores pastel, cada uno con su jardín delantero y las escaleritas para bajar a la playa, Roper había alojado a su personal blanco. De todos esos chalets, Woody’s House era sin duda el más apetecible en virtud de su elegantísimo balcón con calados y su no estropeada vista de la isla de Miss Mabel en mitad de la bahía.

Sólo Dios sabía quién era esa tal Miss Mabel, aunque es cierto que había dejado su nombre en un montículo con pretensiones, en la isla deshabitada, en un difunto colmenar, en una abortada industria algodonera y en cierto tipo de tapete de encaje que ya nadie sabía cómo hacer: «Una señora muy guapa de los tiempos de la esclavitud –dijeron con cautela los nativos cuando el observador minucioso les preguntó–. Es mejor no remover su recuerdo.»

En cambio, todo el mundo sabía quién era Woody. Mr. Woodman, inglés y antecesor tiempo atrás del mayor Corkoran, llegó con la primera oleada a raíz de que Roper comprara la isla, y fue un hombre encantador y amable con los nativos hasta el día en que el jefe ordenó que le encerrasen bajo llave en su casa mientras los gorilas le preguntaban ciertas cosas y los contables de Nassau revisaban ciertos libros buscando indicios de sus estafas. La isla entera contuvo la respiración, pues de un modo u otro la isla entera había sido cómplice de las operaciones de Woody. Y por fin, tras una semana de espera, dos de los gorilas se llevaron a Woody en coche hasta la pista de aterrizaje en Miss Mabel Mountain y Woody necesitó de los dos porque no podía andar bien; para ser exactos, hasta a su propia madre se le habría perdonado que pisara a su hijo del alma en plena calle sin reconocerle. Y Woody’s House, con su balcón calado y su preciosa vista de la ensenada, había permanecido vacía desde entonces a modo de advertencia de que, aun teniendo en cuenta que el jefe era un patrón y un terrateniente generoso y un cristiano de pro, además de donante y presidente vitalicio del club de críquet de Townside y del club juvenil de Townside y de la orquesta del Townside, podía tenerse la seguridad de que quien le mangase algo estaba expuesto a no saber de dónde le venían las hostias.


La combinación de salvador, asesino en fuga, invitado convaleciente, vengador de Sophie y espía de Burr no era una papeleta fácil de llevar con aplomo, pero Jonathan, gracias a su ilimitada adaptabilidad, la asumió con aparente facilidad.

«Das la impresión de estar buscando a alguien –había dicho Sophie–, pero me parece que el que se ha perdido eres tú mismo.»

Cada mañana, después de nadar y correr un poco, se ponía una camiseta, unos zapatos de suela de goma y unos pantalones holgados y hacía acto de presencia en Crystal a las diez. El paseo desde el Townside al Crystalside le llevaba apenas diez minutos, pero aun así siempre era Jonathan el que partía y Thomas el que llegaba. El recorrido le llevaba por un camino de herradura abierto en la parte inferior de la falda de Miss Mabel. Roper había hecho practicar en pleno bosque otros cinco senderos, pero la mayor parte del año aquél se convertía en un túnel a causa de las frondas que se cernían a ambos lados del camino. Una simple llovizna lo dejaba lleno de charcos durante días.

Y a veces, si su intuición le guiaba correctamente, se encontraba a Jed montada en su yegua árabe, Sarah, volviendo de su paseo matinal acompañada de Daniel y Claud, el mozo de cuadra polaco, y a veces de un par de invitados. Primero oía el ruido de cascos y voces más arriba del bosque; después contenía la respiración cuando el grupo zigzagueaba sendero abajo hasta llegar a la entrada del túnel, momento en que los caballos adoptaban un trote tranquilo para dirigirse a casa con la amazona a la cabeza y Claud cerrando la marcha, los cabellos al viento de Jed volviéndose rojos o dorados a la luz que se colaba por el túnel, haciendo un absurdo y hermoso juego con la crin rubia de Sarah.

–Caramba, Thomas, ¿no es realmente divino? Jonathan está de acuerdo–. Oh, Thomas... Dans me está dando la paliza para ver si le llevas hoy a navegar... Qué niño tan mimado... ¿de veras no te importa?... –Lo dice casi desesperada–. ¡Pero si ayer te pasaste la tarde enseñándole a pintar! Eres un encanto. ¿Le digo que a las tres?

«Déjalo ya –quería decirle él en plan amigo–. Ya tienes el papel, no hace falta que sobreactúes, sé tú misma.» Pero daba igual porque, como Sophie había dicho: ella le había tocado con su mirada.


Y otras veces, cuando se iba a correr temprano por la playa, tenía la oportunidad de encontrarse con Roper en pantalón corto, afanándose descalzo por la arena mojada, allá donde rompían las olas, a veces corriendo, a veces caminando, a veces deteniéndose cara al sol para hacer un poco de gimnasia, pero todo ello con la superioridad que a todo le confería: ésta es mi agua, mi isla, mi arena.

–¡Buenos días! Una mañana estupenda –solía exclamar, si estaba de humor–. ¿Corremos? ¿Nadamos un poco? Vamos, hombre, te hará bien.

Así que corrían y nadaban a la misma altura durante un ratito, cruzando algunas palabras hasta que Roper regresaba súbitamente a la arena, recogía su toalla y, sin pronunciar palabra ni mirar atrás, partía a grandes trancos camino de Crystal.
–Podrás comer de todos los árboles –le dijo Corkoran a Jonathan, ambos sentados en el jardín de Woody’s House mirando cómo la puesta de sol oscurecía la isla de Miss Mabel–: a las sirvientas, doncellas, cocineras, mecanógrafas, masajistas, a la señora que viene a cortarle las uñas al loro, hasta a las invitadas podrás meterles mano. Pero si intentas meterle lo que tú ya sabes a Nuestra Señora de Crystal, él te matará. Y yo también. Sin ánimo de ofender, monada, sólo para tu información.

–Hombre, muchas gracias, Corky –dijo Jonathan, tomándoselo a broma–. Muchísimas gracias. Sabiendo que tú y Roper andáis sedientos de mi sangre, ¿qué más puedo desear? Por cierto, ¿de dónde la ha sacado? –preguntó mientras iba por más cerveza.

–De una venta de caballos en Francia, dice la leyenda.

Conque había sido así, pensó Jonathan. Se va uno a Francia, compra un caballo y vuelve con una novicia llamada Jed. Fácil.

–¿A quién tuvo antes de ella? –preguntó.

Corkoran tenía la mirada fija en el pálido horizonte.

¿Sabías –se lamentó, maravillado y frustrado a la vez– que hemos localizado al capitán del Star of Bethel, y que ni siquiera él puede demostrar que mientes más que hablas?
La advertencia de Corkoran es como malgastar saliva. El observador minucioso no puede protegerse de ella. Puede verla con los ojos cerrados. Puede verla hasta en la paleta de una cuchara de plata diseñada por Bulgari, Roma, a la luz de una vela; o de las plateadas palmatorias diseño de Paul de Lamarie que deben aparecer en la mesa de Roper siempre que éste vuelve de vender granjas por ahí; o en los espejos dorados producto de la propia imaginación de Jonathan. Despreciándose a sí mismo, Jonathan se dedica a explorarla día y noche buscando una confirmación a su maldad. Siente por ella repulsión y atracción a la vez. La está castigando por el dominio que ejerce sobre él... y castigándose a sí mismo por dar pie a que eso ocurra. «¡Eres como un hotel! –le chilla–. ¡La gente compra un espacio en tu interior, paga la cuenta y se va!» Pero al mismo tiempo se desvive por ella. Hasta su misma sombra le tienta cuando deambula semidesnuda por los suelos de mármol rosado de Crystal camino de la piscina, para darse un baño, tomar el sol, acariciarse con aceite bronceador, ponerse de lado sobre una cadera y luego sobre la otra, y después boca abajo mientras charla con su amiga Caroline Langbourne que está de visita, o se zambulle en sus biblias del escapismo: Vogue, Tatler, Marie Claire o el Daily Express de hace tres días. Y Corkoran, su bufón, sentado a tres metros de ella bebiendo Pimms con su sombrero panamá y los pantalones arremangados.

–¿Cómo es que Roper ya nunca te lleva consigo, Corks? –pregunta ella perezosamente sobre su revista, con un tono de la docena que Jonathan ha anotado para su permanente destrucción–. Antes siempre lo hacía. –Pasa una página–. Caro, ¿te imaginas algo más horroroso que ser la querida de un ministro tory?

–Supongo que ser la querida de un ministro laborista... –sugiere Caroline, que es más bien fea y demasiado inteligente para estar ociosa.

Y la risa de Jed: esa risa ahogada y salvaje que viene de lo más profundo, que le hace cerrar los ojos, desternillarse de pícaro placer, aun cuando todo lo demás esté pugnando condenadamente por hacerla parecer una dama.

«Sophie también era una puta –pensó él con desconsuelo–. La diferencia es que ella lo sabía.»
Jonathan la miró enjuagarse los pies bajo el grifo controlado electrónicamente, dando primero un paso atrás, levantando luego un dedo pintado para producir un chorro de agua y luego poniendo el otro pie y moviendo su correspondiente anca. Después, sin mirar a nadie, andar hasta el borde y zambullirse en la piscina. Él la miraba lanzarse al agua una y otra vez. En su sueño reproducía ese acto de levitación a cámara lenta cuando su cuerpo se elevaba sin moverse y, perfectamente recto, se inclinaba hacia la superficie, penetrando en el agua con un breve chapoteo no más fuerte que un suspiro.

–Oh, Caro, vamos, métete. Está divina.

La observaba en toda su diversidad: Jed haciendo el payaso, el cuerpo larguirucho, las piernas extendidas, maldiciendo y riéndose al cruzar el pequeño campo de croquet; Jed, dueña y señora de Crystal, radiante en su propia mesa del comedor, hechizando a un terceto de obesos banqueros de la City con su atronadora y trivial conversación propia de Shropshire, sin poner jamás un solo lugar común fuera de sitio:

–Quiero decir, ¿no es absolutamente desgarrador vivir en Hong Kong, sabiendo que todo cuanto uno hace por ellos, todos esos superedificios, todas esas tiendas y aeropuertos y todo lo demás va a ser sencillamente devorado por esos bestias de chinos? ¿Y qué me dices de las carreras de caballos? ¿Qué pasa con las carreras? ¿Y con los caballos? Quiero decir, en serio.

O Jed, demasiado joven, percatándose de la amonestadora mirada de Roper y llevándose una mano a la boca para decir «¡Inmersión!». O Jed cuando termina la fiesta y el último banquero se ha marchado anadeando a la cama, ascendiendo por la escalera principal con la cabeza apoyada en el hombro de Roper y la mano en el trasero de él.

–Hemos estado absolutamente divinos, ¿no crees? –dice ella.

–Una velada maravillosa, Jeds. Divertidísima.

–Qué pesados eran, ¿verdad? –dice ella bostezando a placer–. A veces echo tanto de menos el colegio... Estoy harta de ser adulta. Buenas noches, Thomas.

–Buenas noches, Jed. Buenas noches, jefe.
Tranquila velada familiar en Crystal. A Roper le encanta el fuego. Y también a los seis spaniels King Charles que yacen frente al hogar flojamente amontonados. Danby y MacArthur han llegado en avión desde Nassau para hablar de negocios, cenar y partir al amanecer. Jed está subida a una banqueta a los pies de Roper, armada de papel y lápiz y de las gafas redondas de montura metálica que Jonathan juraría que no necesita.

–Cariño, ¿es preciso que venga otra vez ese griego flacucho con su Mini-Mouse sudaca? –pregunta ella, objetando la inclusión del doctor Paul Apostoll y de su inamorata entre los invitados al crucero de invierno de The Iron Pasha.

–¿Apostoll? ¿El Appetito? –responde Roper desconcertado–. Naturalmente que sí. Apo es cosa seria.

–Ni siquiera son griegos, ¿lo sabías, Thomas? Griegos, no. Son una mezcla de turco, árabe y no sé qué más. A los griegos de verdad los aniquilaron hace siglos. Bueno, mira, que se queden la suite Melocotón y que se apañen con una ducha, joder.

Roper disiente:

–Nada de eso. Se quedan con la suite Azul y con el jacuzzi, o Apo se nos va a enfadar. Le gusta enjabonarla.

–Pues que la enjabone en la ducha –dice Jed, fingiendo plantarle cara.

–No puede. No es lo bastante alto –replica Roper, y todos ríen a mandíbula batiente porque el jefe ha hecho un chiste.

–¿No habrá tomado los hábitos nuestro viejo Apo? –pregunta Corkoran, agarrado a un enorme vaso de whisky escocés–. Pensaba que había renunciado al tacataca después de lo de su hija.

–Sólo fue durante la Cuaresma –dice Jed.

Su ingenio y sus sacrilegios poseen una fuerza hipnótica. A todos, incluida ella misma, les resulta irresistiblemente cómico oír la voz de la chica educada por las monjas pronunciando un vocabulario típico de jornalero.

–Cariño, ¿nos importan una mierda esos Donahue? Jenny ya estaba mamada desde que subió a bordo, y Archie se portó como un completo gilipollas.

Jonathan captó su mirada y la aguantó con deliberada falta de interés. Jed alzó las cejas y le devolvió la mirada como diciendo: «¿Y tú quién coño eres?» Jonathan devolvió la pregunta doblando la fuerza: «Pero tú, ¿de qué vas esta noche? Yo soy Thomas. ¿Quién coño eres ?»
La observaba por fragmentos a medida que se veía obligado a aceptarlos. Al pecho desnudo que ella le había concedido cuidadosamente en Zurich, añadió una panorámica imprevista de toda la parte superior de su cuerpo en el espejo del dormitorio mientras ella se cambiaba después de montar a caballo. Tenía los brazos levantados y las manos dobladas en la nuca, y ejecutaba una especie de sinuoso ejercicio gimnástico que debía de haber visto en alguna revista. En cuanto a Jonathan, había hecho absolutamente todo lo posible por no mirar en aquella dirección, pero ella repetía lo mismo cada tarde y las veces que un observador minucioso puede forzarse a no mirar son limitadas.

Conoció el equilibrio de sus largas piernas, los satinados llanos de su espalda, la sorprendente angulosidad de sus hombros atléticos, que eran la parte marimacho de Jed. Conoció el blanco de debajo de los brazos y la ondulación de sus caderas cuando montaba.

Y ocurrió una cosa que Jonathan apenas se atrevía a recordar, el día que, pensando que era Roper, ella le llamó y dijo: «Pásame esa maldita toalla, rápido.» Y como él pasaba por delante de su dormitorio volviendo de leerle a Daniel algún cuento de Kipling, y como la puerta del dormitorio estaba entornada, y como ella no había llamado a Roper por el nombre y Jonathan creyó honestamente –o casi– que era a él a quien llamaba, y como el despacho que Roper tenía al otro lado del dormitorio era el blanco constante de la curiosidad profesional del observador minucioso, Jonathan tocó suavemente a la puerta, hizo ademán de entrar y se detuvo a poco más de un metro de la sin par vista posterior de su cuerpo desnudo, estando ella de pie apretándose los ojos con un paño y maldiciendo mientras intentaba quitarse el jabón. Con el corazón saliéndole por la boca, Jonathan puso tierra de por medio y a la mañana siguiente, a primera hora, desenterró su cajita mágica y habló con Burr durante diez excitantes minutos sin mencionarla una sola vez:

–Primero está el dormitorio, luego el vestidor y al fondo del vestidor hay un pequeño despacho. Ahí es donde él guarda sus documentos privados, estoy seguro.

Burr se asustó enseguida. Tal vez avizoraba, incluso en esta temprana fase de la operación, una prefiguración del desastre:

–Apártate de ese despacho. Es demasiado peligroso. Primero alíate, ya espiarás después. Es una orden.


–¿Te encuentras a gusto? –le preguntó Roper a Jonathan una de aquellas mañanas mientras corrían por la playa en compañía de varios spaniels–. ¿Vas recobrando la salud, se acabaron las cucarachas? (¡bájate, Trudy, mala puta!). Me han dicho que Dans hizo una buena travesía ayer.

–Sí, la verdad es que puso todo su empeño.

–Oye, no serás un izquierdista de ésos, ¿verdad? Corky pensaba que tal vez eras rojillo...

–Santo Dios, no. Ni se me pasa por la cabeza.

Roper fingió no haber oído.

–Verás, el mundo está gobernado por el temor. No se puede ir por ahí vendiendo ilusiones utópicas, con la caridad no se gobierna, no funciona. Al menos en el mundo real. ¿Me sigues? –Pero Roper no esperó a descubrir si Jonathan le seguía o no–. Si le dices a un tío que le vas a construir una casa, no te creerá. Si le amenazas con quemarle la vivienda, hará todo cuanto le digas. Es un hecho. –Hizo una pausa marchando sobre el terreno–. Si unos cuantos tipos quieren hacer la guerra, no se paran a escuchar a un montón de abolicionistas blandengues. Si no, da lo mismo que tengan ballestas o Stingers. Es un hecho. Lo siento si te aburro.

–En absoluto. Aburrirme, ¿por qué?

–Le he dicho a Corky que está lleno de mierda. Su problema es que es un resentido. Hay que tratarle con delicadeza. Nada peor que un marido mosqueado...

–Yo siempre le trato con delicadeza...

–Sí, bueno. Probablemente estáis en tablas. Además, ¿qué coño importa?


Roper sacó a relucir el tema un par de días después. No lo de Corkoran, sino el que Jonathan fuera tan supuestamente remilgado con respecto a cierta clase de negocios. Jonathan había subido a la habitación de Daniel para proponerle ir a nadar un rato, pero Daniel no estaba. Roper surgió de pronto de la suite Real y bajaron juntos las escaleras:

–Allí donde hay poder hay armas –proclamó sin más preámbulos–. La paz se mantiene gracias al poder armado. Un poder sin armas no dura ni cinco minutos. Primera regla de la estabilidad. No sé por qué te sermoneo. Los militares son como de la familia para mí. Claro que no tiene sentido meterte en algo que no te guste.

–Todavía no sé en qué me estás metiendo.

Atravesaron el gran salón camino del patio.

–¿Nunca has vendido juguetes? ¿Armas? ¿Explosivos? ¿Tecnología?

–No.


–¿Nunca has visto de qué va? ¿En Irlanda, por ejemplo? El tráfico, me refiero.

–Me temo que no.

La voz de Roper se convirtió en un susurro:

–Ya hablaremos otro día.

Acababa de ver a Jed y a Daniel en una mesa del patio, jugando a L’Attaque. «Conque a ella no le cuenta estas cosas –pensó Jonathan, animado–. Ella es como otro niño para él: delante de los niños, no.»
Jonathan hace footing.

Da los buenos días al Salón de Belleza Estilo Propio, que no es más grande que un cuarto de herramientas. Da los buenos días al llamado Muelle del Portavoz, en donde fue sofocada una tímida rebelión y ahora vive Amos, el rastafari ciego, en su catamarán apersogado provisto de un molinete para recargar las baterías. Su collie Bones duerme plácidamente en la cubierta. Buenos días, Bones.

A continuación viene el recinto de uralita que llaman Jam City, Música Vocal y Grabada, lleno de gallinas y yucas y cochecitos de niño rotos. Buenos días, gallinas.

Se vuelve para mirar la cúpula de Crystal que sobresale entre los árboles. Buenos días, Jed.

Sin dejar de subir, llega a las viejas casas de esclavos adonde no va nadie. No aminora el paso al llegar a la última de las casuchas, sino que pasa corriendo por la puerta destrozada y sigue hasta una lata de aceite oxidada que hay en una esquina.

Entonces se detiene. Y escucha, y espera a que su respiración se normalice, y agita las manos para relajar sus hombros. De entre la porquería y los trapos viejos que hay en la lata de aceite extrae una pequeña pala de acero y se pone a cavar. El microteléfono está dentro de una caja metálica que han escondido ahí Flynn y sus muchachos siguiendo la descripción que Rooke ha hecho del lugar. Cuando Jonathan pulsa el botón blanco y luego el botón negro, y escucha el trino de la electrónica de la era espacial, una gruesa rata marrón pasa dando saltitos por el suelo y, como una viejecita camino de la iglesia, se cuela en la casa de al lado.

–¿Cómo estás? –dice Burr.

«Buena pregunta –piensa Jonathan–. ¿Que cómo estoy? Asustado, obsesionado por una amazona con un coeficiente de inteligencia de 55; me aferró a la vida con uñas y dientes las veinticuatro horas del día, que si no recuerdo mal es lo que me prometiste en Londres.»

Jonathan recita las novedades. El sábado, un corpulento italiano de nombre Rinaldo llegó en un avión de la Lear y se fue tres horas después. Edad, cuarenta y cinco años; estatura, un metro ochenta y tres; dos guardaespaldas y una rubia.

–¿Conseguiste las señas del avión?

El observador minucioso no las tiene escritas en ningún lado, pero se las sabe de memoria.

Rinaldo posee un palacio en la bahía de Nápoles. La rubia se llama Jutta y vive en Milán. Jutta, Rinaldo y Roper comieron una ensalada y hablaron en la glorieta mientras los guardaespaldas bebían cerveza y tomaban el sol a cierta distancia, colina abajo.

Burr hace preguntas consecutivas acerca de la visita, el viernes anterior, de unos banqueros de la City identificados únicamente por su nombre de pila: ¿Tom era gordo, calvo y ampuloso? ¿Angus fumaba en pipa? ¿Wally tenía acento escocés?

Sí a las tres.

Y ¿le parecía a Jonathan que habían hecho negocios en Nassau y que habían ido a Crystal después? ¿O que habían venido en avión directamente de Londres y luego de Nassau a Crystal en un reactor de Roper?

–Primero estuvieron en Nassau. En Nassau hacen sus negocios respetables. Y en Crystal trabajan extraoficialmente –responde Jonathan.

Burr no pasa a otros asuntos hasta que Jonathan ha terminado su informe sobre la gente que visita Crystal.

–Corkoran va pisándome los talones todo el santo día –dice Jonathan–. Es como si no pudiera dejarme en paz.

–Tiene celos porque es una vieja gloria. Tú no tientes la suerte en ningún sentido. ¿De acuerdo? –Referencia al despacho que hay detrás del cuarto de Roper. En un alarde de intuición, Burr sabe que ésa sigue siendo la meta de Jonathan.

Jonathan vuelve a meter el microteléfono en su caja y la caja en su tumba. Pisotea la tierra, esparce polvo por encima, cubre el polvo a puntapiés con trocitos de hojas, pinas y bayas secas. Corre colina abajo hacia Carnation Bay.

–¡Eh! Mr. Thomas el magnífico –dice Amos el rasta con su distendido acento–. ¿Cómo se encuentra hoy por dentro, señor?

Amos está junto a su maletín Samsonite. Nadie le compra nada, pero a Amos no le importa. No viene casi nadie a la playa. Él se pasa el día entero sentado en la arena con la espalda recta fumando ganja y mirando al horizonte. A veces abre la Samsonite y muestra sus ofrendas: gargantillas de concha, pañuelos fluorescentes, rollos de ganja, envueltos en papel higiénico de color naranja. A veces baila sonriendo tontamente al cielo mientras hace rodar la cabeza y Bones, su perro, le ladra sin parar. Amos es ciego de nacimiento.

–¿Ha ido ya a correr a Miss Mabel, Mr. Thomas? ¿Se ha comunicado hoy con los espíritus del vudú, Mr. Thomas, mientras estaba corriendo por allí? ¿Ha enviado mensajes a esos espíritus del vudú, Mr. Thomas, allá arriba, en Miss Mabel? –Teniendo en cuenta que, a lo sumo, Miss Mabel tiene unos veinte metros de alto.

Jonathan sigue sonriendo, pero ¿qué sentido tiene sonreírle a un ciego?

–Pues claro. Allá arriba, como las cometas.

–¡Claro! ¡Sí, señor! –Amos ejecuta una complicada danza–. Yo no le cuento nada a nadie, Mr. Thomas. Soy un mendigo ciego que no ve ni oye la maldad, Mr. Thomas. Ni canta cosas feas, no señor. Sólo vende pañuelos de caballero a veinticinco ridículos dólares y sigue su camino. ¿Quiere comprar un bonito foulard de seda hecho a mano, Mr. Thomas, para su amada, señor, un pañuelo exquisito?

–Amos –dice Jonathan, poniéndole la mano en el hombro en señal de camaradería–, si yo fumara tanta ganja como tú, le estaría mandando mensajes a Papá Noel.

Pero al llegar al campo de críquet dobla otra vez monte arriba y esconde la cajita mágica entre la colonia de colmenas desechadas antes de coger por el túnel camino de Crystal.


«Concéntrate en los invitados», había dicho Burr.

«Necesitamos a los invitados –había dicho Rooke–. Necesitamos nombre y número de todo aquel que ponga los pies en la isla.»

«Roper conoce a la gente más mala del mundo», había dicho Sophie.

Hubo invitados a espuertas: los de fin de semana, los que venían sólo a comer, los que cenaban y se quedaban a pasar la noche y se iban a la mañana siguiente; los que no bebían ni un vaso de agua sino que paseaban por la playa con Roper mientras los gorilas les seguían a distancia, y luego volvían a irse en avión como invitados con mucho que hacer.

Invitados con avión, invitados con yate, invitados con ninguna de las dos cosas, a los que había que ir a buscar en el jet de Roper o, si vivían en una isla vecina, en el helicóptero de Roper con la insignia de Crystal y los colores, azul y gris, de Ironbrand. Roper los invitaba, Jed les daba la bienvenida y cumplía con sus obligaciones, aunque parecía cuestión de orgullo personal que no supiera prácticamente nada de sus negocios.

–¿Para qué, Thomas? Vamos a ver –protestó ella con su entrecortada voz teatral, cuando se hubo marchado un matrimonio de alemanes especialmente insoportables–. En cualquier casa es suficiente con uno que se preocupe. A mí me gustaría mucho más hacer como los inversores de Roper y decir: «Toma, aquí tienes mi dinero y mi vida, tú procura cuidármelo bien.» ¿Tú no crees, Corky, que es la única manera? Si no, no podría dormir una sola noche, ¿me explico?

–Perfectamente, preciosidad. Seguir la corriente, ése es mi consejo –dijo Corkoran.

«¡Estúpida amazona de pacotilla! –rugió Jonathan mientras asentía devotamente a sus palabras–. ¡Te has puesto unas anteojeras gigantes y ahora me pides que te dé mi aprobación!»

Para memorizarlo mejor, dividió a los invitados por categorías y bautizó a cada una según la jerga roperiana.

Primero estaban los jóvenes y entusiastas Danby y MacArthur, alias «los MacDanbies», que manejaban las oficinas de Ironbrand en Nassau e iban al mismo sastre y arrastraban idénticos acentos sin clase y acudían a una señal de Roper y se mezclaban cuando él se lo decía y se largaban pitando porque de lo contrario al día siguiente no podían estar puntualmente al pie del cañón. Roper no tenía paciencia con ellos, y Jonathan tampoco. Los MacDanbies no eran aliados de Roper ni amigos suyos. Eran su tapadera, siempre chirriando sobre negocios de tierras en Florida o sobre cambios en la bolsa de Tokio, proporcionándole así a Roper el aburrido caparazón exterior de su respetabilidad.

Después de los MacDanbies estaban los «voladores habituales» de Roper, y no había fiesta en Crystal que estuviera completa sin unas gotitas de voladores habituales: por ejemplo, el eterno lord Langbourne, cuya poco agraciada esposa cuidaba de los niños mientras él bailaba pegadito a la institutriz; por ejemplo, ese joven y guapo jugador de polo de rancio abolengo –Angus, para los amigos– y su querida esposa Julia, cuyo idéntico propósito en la vida, aparte de jugar al croquet en casa de Sally y al tenis en casa de John-y-Brian y leer novelas rosa junto a la piscina, era matar el tiempo en Nassau hasta que fuera prudente reclamar la casa de Pelham Crescent y el castillo en Tuscany y la finca de cinco mil acres en Wiltshire con su fabulosa colección de arte y la isla junto a la costa de Queensland, todo lo cual era actualmente propiedad de cierto fiscal extranjero junto con doscientos millones para facilitar las cosas.

Y los voladores habituales están moralmente obligados a traer sus propios invitados consigo:

–¡Ven aquí, Jeds! Te acuerdas de Amo y Georgina, ¿verdad? Amigos de Julia, cenaron con nosotros en Roma en febrero. Un restaurante cerca del Byron. ¡Vamos, Jeds!

Jed frunce el más sincero de los entrecejos. Jed abre sus ojos con incredulidad, después la boca, pero espera sólo un momento antes de poder superar su alborozado asombro:

–¡Caramba, Arno! ¡Querido, pero si estás flaquísimo! Georgina, querida, ¿cómo estás? Qué súper. Caramba. ¡Hola!

Y el obligado abrazo para cada uno de ellos, seguido de un reflexivo mmm, como si estuviera disfrutando un poco más de la cuenta. Y Jonathan, furioso, hace también mmm por lo bajo, imitándola, y jurando que la próxima vez que la pesque fingiendo de esa manera se levantará de un salto para gritar: «¡Corten! Otra vez, Jed, por favor, cariño, ¡y esta vez en serio!»

Y después de los voladores habituales venían «la realeza y los antiguos»: principiantes ingleses, notables pero menos, acompañados de vástagos cerebralmente muertos pertenecientes a la carnada real y a los policías de servicio; árabes risueños de traje claro y camisa blanquísima y brillantes punteras de zapato; políticos y ex diplomáticos británicos de segunda categoría fatalmente deformados por el engreimiento; magnates malayos con cocinero propio; judíos iraquíes con palacios griegos y compañías en Taiwán; alemanes con eurobarrigas quejándose de los ossis; abogados palurdos de Wyoming a quienes se les llena la boca cuando afirman querer lo mejor para sus clientes y para ellos mismos; inversores jubilados e inmensamente ricos, sacados de sus plantaciones de recreo y de sus bungalows de veinte millones de dólares: viejos téjanos de piernas de paja y venas azuladas, con camisas chillonas y chistosos sombreros de verano, esnifando oxígeno de unos pequeños inhaladores; sus mujeres de rostro cincelado como jamás tuvieron cuando eran jóvenes, de estómagos operados y culos operados también, y un brillo artificial en sus ojos sin ojeras. Pero ningún cirujano podría salvarles de la lentitud propia de la edad provecta cuando se agachan para meterse en el lado de la piscina reservado a los niños, agarrados a la escalerilla no sea que revienten y se conviertan en lo que tanto temían, antes de precipitarse a la clínica privada del doctor Marti.

Cielos, Thomas –susurra Jed en un ahogado aparte a Jonathan, mientras una condesa austríaca de pelo azul se pone a salvo chapoteando como un perrito jadeante–. ¿Cuántos años crees tú que tendrá la pobre?

–Depende del trozo en que estés pensando –dice Jonathan–. En promedio, unos diecisiete. –Y la encantadora risa de Jed, la de verdad, esa risa que brota libremente mientras le toca una vez más con sus ojos.

Después de la realeza y los antiguos están los más odiados por Burr, y también por Roper, puesto que les llama «males necesarios», a saber, los asesores financieros londinenses de mejillas relucientes con camisas azules a rayas estilo años ochenta y cuello blanco y nombres con guión en medio y doble papada y chaqueta cruzada, que decían «sé» cuando querían decir «sí», y «coosa» cuando querían decir «casa» y «colegio» cuando querían decir «Eton»; y en su comitiva, los contables abusones –los cuentalentejas, como les llamaba Roper– con aspecto de haber venido a conseguir una confesión voluntaria, el aliento oliendo a curry de fast-food y las axilas mojadas, y voces como advertencias formales de que de ahora en adelante todo cuanto digas será convenientemente anotado y utilizado en tu contra.

Y detrás, su contrapartida no británica: Mulder, el notario gordinflón de Curaçao con su parpadeante sonrisa y su contoneo perspicaz; Schreiber, de Stuttgart, siempre disculpándose por su inglés aparatosamente bueno; Thierry, de Marsella, con sus labios apretados y su joven amante-secretario; los vendebonos de Wall Street que nunca venían en grupos menores de cuatro como si realmente hubiera seguridad en la cifra; y Apostoll, el pequeño y esforzado grecoamericano, con ese postizo que parecía la garra de un oso tibetano, las cadenas de oro y las cruces de oro y la desdichada querida venezolana trotando a disgusto detrás de él en sus zapatos de mil dólares mientras se dirigen hacia el bufé con cara de hambre. Al captar la mirada de Apostoll, Jonathan se da la vuelta pero es demasiado tarde.

–Usted y yo nos conocemos, señor. Jamás olvido una cara –afirma Apostoll, quitándose súbitamente las gafas oscuras y haciendo que todos los que van detrás se paren de golpe–. Me llamo Apostoll y soy un legionario del Señor.

–¡Pues claro que le conoces, Apo! –tercia diestramente Roper–. Todos nosotros le conocemos. Es Thomas. ¡Seguro que te acuerdas de Thomas, Apo! Era el encargado de noche en el Meister. Ha venido al Oeste a buscar fortuna. Amigos de toda la vida. Isaac, dale un poco más de champú al doctor.

–Es un placer, señor. Debe perdonarme. ¿Es usted inglés? Yo, señor, tengo muy buenas relaciones en Gran Bretaña. Mi abuela era pariente del duque de Westminster y mi tío por parte de madre fue quien diseñó el Albert Hall.

–Dios mío. Qué maravilla –dice educadamente Jonathan.

Se saludan. La mano de Apostoll es fría como piel de culebra. Sus miradas se cruzan. La de Apostoll es inquieta y un poco de loco... pero ¿quién no está un poco loco esta noche estrellada en Crystal con el Dom fluyendo a la par que la música?

–¿Trabaja usted para Mr. Roper, señor? –persiste Apostoll–. ¿En alguna de sus grandes empresas? Mr. Roper es un hombre de extraño poder.

–Disfruto de la hospitalidad de la casa –contesta Jonathan.

–Es una gran idea, señor. ¿Acaso es usted amigo del mayor Corkoran? Me ha parecido verles intercambiando chistes hace un rato.

–Corky y yo somos viejos amigos.

Pero cuando el grupo empieza a moverse, Roper coge a Apostoll aparte con disimulo, y Jonathan puede oír las palabras «Mama Low» pronunciadas con discreción.
–Verás, Jed, básicamente –dice uno de los males necesarios que responde al nombre de Wilfred mientras matan el rato en unas mesas blancas bajo una luna ardiente–, lo que ofrecemos a Dicky en Harvill Maverich es el mismo servicio que le ofrecen los estafadores, pero sin estafas.

–Oh, Wilfred, pues qué aburrimiento. ¿De dónde va a sacar la diversión el pobre Roper?

Y ella vuelve a captar la mirada de Jonathan, lo que da lugar a serios estragos. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Quién ha mirado primero? Porque no se trata de fingimiento. Ahora no está jugando con alguien de su misma edad. A esto se le llama mirar. Y apartar la mirada. Y volver a mirar. «Roper, ¿dónde estás ahora que te necesito?»
Cuando vienen los males necesarios las noches no acaban nunca. A veces todo empieza con una partida de bridge o de backgammon en el estudio. Cada uno se sirve sus copas. Los conserjes tienen órdenes de desaparecer, los gorilas vigilan la puerta del estudio, los sirvientes saben que no deben acercarse a esa parte de la casa. Sólo puede entrar Corkoran... y últimamente ni siquiera él:

–Corky ha caído un poco en desgracia –le confía Jed a Jonathan, y luego se muerde el labio para no decir más.

Porque Jed también es leal. No es una persona a la que resulte fácil dar un paso importante, y Jonathan se ha obligado a obrar en consecuencia.
–La gente acude a mí, comprendes –explica Roper.

Están los dos disfrutando de otro de sus paseos. Esta vez es al anochecer. Han jugado al tenis con verdaderas ganas pero ninguno de los dos ha ganado. Roper no se molesta en llevar el tanteo a menos que se juegue dinero, y Jonathan no tiene un céntimo. Puede que ése sea el motivo de que su conversación fluya sin coacciones. Roper anda pegado a él, dejando que su hombro choque involuntariamente con el de Jonathan, igual que pasaba en el Meister. Roper posee esa indiferencia de los atletas con respecto al contacto. Tabby y Gus les siguen a cierta distancia. Gus, sumado hace poco a la dotación, es el nuevo gorila. Roper suele hablar con un tono especial cuando imita a los que acuden a él:

–«Mistère Ropère, queremos lo último en juguetes.» –Hace una graciosa pausa para dejar que Jonathan le ría la parodia–. Y yo les pregunto: «¿Lo último de qué? ¿Comparado con qué?» Y se quedan mudos. En algunas partes del mundo, si les das un cañón de la guerra de los Bóers son capaces de subir aquí arriba y bailarse un vals. –Roper levanta un índice impaciente y lo hace girar y Jonathan nota el codo de Roper en sus costillas–. En otros países que están podridos de dinero, van locos por la alta tecnología, no les des otra cosa, tienen que ser igual o más que el vecino. Muchísimo más. Cuanto más mejor. Quieren esa bomba teledirigida que se cuela por el ascensor, va hasta el tercer piso, gira a la izquierda, carraspea y revienta al dueño de la casa sin estropear el televisor. –El mismo codo se hinca en el antebrazo de Jonathan–. Lo que no entienden es que para jugar a los teledirigidos hace falta tener un respaldo adecuado. Y tíos que lo hagan funcionar. ¿Para qué comprarte el último grito en neveras y llevártelo a tu chabola si no hay corriente donde enchufarla? ¿No? ¿Qué dices?

–Claro, claro –dice Jonathan.

Roper hunde sus manos en los bolsillos de su pantalón de tenis y muestra una sonrisa indolente.

–Cuando yo tenía tu edad disfrutaba abasteciendo a las guerrillas. Los ideales antes que el dinero... la causa de la libertad. Gracias a Dios no duró mucho. Los guerrilleros de hoy son los ricos del mañana. Que les vaya bien. El enemigo real eran los gobiernos de las grandes potencias. Mirases donde miraras, los grandes gobiernos se te habían adelantado vendiendo de todo y a todos, transgrediendo sus propias normas, rajándose unos a otros la garganta, respaldando a quien no debían, poniéndoselo difícil a sus aliados. Un pandemónium. A los independientes nos acorralaban cada vez contra las cuerdas. Lo único que podíamos hacer era adelantarnos a ellos, desenfundar primero. Vista y cojones, no podíamos confiar en otra cosa. No me extraña que algunos tipos se pasaran a la reserva. Era el único sitio donde hacer negocios. ¿Ha ido hoy Daniel a navegar?

–Hemos dado toda la vuelta a Mabel’s Island. Yo no he tocado el timón ni una sola vez.

–Bien hecho. ¿Cuándo vas a hacer otro pastel de zanahoria?

–Cuando tú digas.

Mientras suben la escalera hacia los jardines, el observador minucioso repara en Sandy Langbourne que está entrando en la casa de los invitados y, poco después de él, la institutriz de los Langbourne. Es ésta una criatura reservada de unos diecinueve años, pero en ese instante posee toda la intensidad fortuita de una chica a punto de robar un banco.


Hay días en que Roper se queda en casa y hay días en que está fuera vendiendo granjas.

Roper nunca anuncia sus salidas, pero a Jonathan le basta con acercarse a la entrada principal para saber qué clase de día es. ¿Está rondando Isaac por el gran salón abovedado con sus guantes blancos? Sí. ¿Se han congregado los MacDanbies en la antesala de mármol y se alisan el pelo a lo Brideshead o comprueban el estado de sus corbatas y cremalleras? Así es. ¿Está el gorila en la silla de tubo que hay junto a la puerta alta de bronce? Sí. Al pasar frente a las ventanas abiertas camino de la parte de atrás de la casa, Jonathan oye al gran hombre dictando: «¡Maldita sea, Kate, no! Tacha el último párrafo y dile que trato hecho. Jackie, carta para Pedro. Querido Pedro, estuvimos hablando hace un par de semanas, bla, bla, bla, y después el jarro de agua fría. Demasiado poco, demasiado tarde, demasiadas abejas rondando la miel, ya sabes, ¿O.K.? ¿Sabes qué, Kate?, añade esto.»

Pero en lugar de añadir esto, Roper interrumpe su dictado para telefonear al capitán del Iron Pasha en Fort Lauderdale y hablarle de la nueva pintura del casco. O a Claud, el mozo de caballos, sobre las facturas de pienso. O a Talbot, el maestre, sobre el pésimo estado del espigón en Carnation Bay. O a su anticuario de Londres para hablar de ese par de bonitos perros chinos que van a salir la semana próxima en Bonham’s, estarían muy bien en las dos esquinas del invernadero que miran al mar, siempre que no sean de un verde excesivamente bilioso.

–¡Ah, Thomas, súper! ¿Cómo estás? ¿Dolor de cabeza o algún otro fastidio? Oh, estupendo. –Jed está en el cuarto del mayordomo sentada a un bonito escritorio Sheraton hablando de los menús con Miss Sue, el ama de llaves, y Esmeralda, la cocinera, mientras posa para el fotógrafo imaginario de House & Garden. Le basta con ver entrar a Jonathan para hacerle indispensable–: A ver, Thomas. En serio, ¿tú qué crees? Escucha: ¿langostinos, ensalada, cordero... o ensalada, langostinos, cordero? Oh, no sabes cuanto me alegro, es exactamente lo que habíamos pensado, ¿no es cierto, Esmeralda?... Oh, Thomas, ¿podríamos utilizar tu materia gris para preparar el foie gras con Sauternes? Al jefe le encanta, yo lo odio, y aquí Esmeralda dice, muy sensatamente, que por qué no les dejamos que sigan con champán... Oh, Thomas... –bajando la voz como para fingir que la servidumbre no puede oír–, Caro Langbourne se ha enfadado muchísimo. Sandy se ha vuelto a portar como un cerdo. Me preguntaba si le iría bien salir a navegar a la pobre, siempre que puedas aguantarlo. Si te lanza la caballería, tú no te apures, haz como que no oyes nada, ¿te importa? Ah, y Thomas, ya que estás, ¿soportarías preguntarle a Isaac dónde diantre ha escondido las mesas de caballete?... Y Thomas, Daniel está absolutamente decidido a dar una fiesta sorpresa para el cumpleaños de Miss Molloy, aunque no te lo creas, será el día dieciocho... si se te ocurre alguna cosa, lo que sea, te amaré absolutamente toda mi vida...

Pero cuando Roper no está en casa, todos se olvidan del menú, los trabajadores cantan y ríen –y otro tanto hace Jonathan por dentro– y se inician por doquier alegres conversaciones. El zumbido de las sierras de cinta rivaliza con el tronar de las rasadoras de los jardineros ornamentales, el quejido de las brocas con el tañido de martillos de los albañiles, pues todo el mundo trata de tener el trabajo terminado para cuando llegue el jefe. Y Jed, paseando pensativa con Caroline Langbourne por el jardín italiano, o sentada junto a ésta durante horas en su dormitorio de invitada, se mantiene a prudente distancia y ya no promete amar a Jonathan ni una tarde seguida, ni digamos ya absolutamente toda la vida.

Pues en el nido de los Langbourne están pasando cosas feas.


El Ibis, un elegante y joven bote de vela a disposición de los invitados a Crystal para su disfrute, está inmóvil. En la proa se encuentra Caroline Langbourne, mirando a tierra como si no pensara volver nunca. Jonathan, sin molestarse por el timón, está apoltronado a popa con los ojos cerrados.

–Bueno –le informa lánguidamente–, podemos remar o podemos silbar. También podemos nadar. Yo voto por silbar.

Jonathan silba. Ella no. Asoman peces a la superficie, pero de viento, nada. El soliloquio de Caro Langbourne va dirigido a una rielante lontananza.

–Resulta realmente extraño levantarte una mañana y darte cuenta –dice: lady Langbourne, como lady Thatcher, sabe cómo escoger las palabras más inverosímiles para la condena– de que has estado viviendo, durmiendo y virtualmente malgastando tus años y no digamos ya tu dinero con alguien a quien no sólo le importas una mierda, sino que detrás de toda su hipocresía y de sus patrañas legales es, en realidad, un total y absoluto criminal. Si yo fuera por ahí contando todo lo que sé, y a Jed sólo le he contado un poquito porque es demasiado joven, bueno, nadie me creería ni la mitad. Qué digo, ni la décima parte. No podrían. Si fueran decentes, al menos.

El observador minucioso mantiene los ojos bien cerrados... y los oídos bien abiertos mientras Caroline Langbourne pasa al ataque. «Y a veces –había dicho Burr–, cuando ya piensas que Dios te ha dado el primer aviso, de pronto se da la vuelta y te hace un regalo tan estupendo que apenas puedes creer en tu buena suerte.»
De vuelta en Woody’s House, Jonathan duerme un poco y se despierta del todo en cuanto oye ruido de pisadas en la puerta principal. Se ata un sarong a la cintura y baja las escaleras sin hacer ruido, dispuesto a cometer un asesinato. Langbourne y la institutriz están mirando por el cristal.

–¿Te importa si te gorreamos una cama para esta noche? –Langbourne arrastra las palabras al hablar–. Hay un poco de follón en palacio. Caro se ha salido de sus casillas, y ahora Jed se las tiene con el jefe.

Jonathan duerme mal en el sofá mientras Langbourne y su querida hacen lo que pueden en la habitación de arriba, eso sí, con bastante ruido.
Jonathan y Daniel están boca abajo, el uno junto al otro, en la orilla de un arroyo en pleno monte de Miss Mabel. Jonathan está enseñando a Daniel a pescar truchas con las manos.

–¿Por qué se ha picado Roper con Jed? –pregunta Daniel en voz baja como para no asustar a la trucha.

–Tú sigue mirando río arriba –murmura Jonathan a modo de respuesta.

–Roper dice que ella no debería hacer caso de las patrañas que cuenta una mujer desdeñada –dice Daniel–. ¿Qué es una mujer desdeñada?

–¿Vamos a pescar la trucha o no?

–Todos saben que Sandy se tira hasta a su hermana, no sé por qué tanto alboroto... –dice Daniel, en una casi perfecta imitación de Roper.

El consuelo llega en forma de una gruesa trucha azulada que va hozando como en sueños paralela a la orilla. Jonathan y Daniel vuelven a tierra como dos héroes con su trofeo. Pero un fecundo silencio se cierne sobre el Crystalside: demasiados secretos, demasiada inquietud. Roper y Langbourne se han ido en avión a Nassau, llevándose consigo a la institutriz.

–¡Esto no está nada bien, Thomas! –protesta Jed con demasiada viveza al ser requerida con fuertes gritos a ver la captura de Daniel. El esfuerzo se refleja en su cara: la tensión le arruga la frente. Hasta ahora no se le había ocurrido a Jonathan que Jed fuera capaz de sentir angustia.

–¿Con las manos? ¿Cómo lo has conseguido? Daniel no es capaz de estarse sentado ni para que le corten el pelo, ¿verdad, Dans, cariño? Además, detesta todo lo que se arrastra. Qué súper, Dans. Bravo.

Pero su buen humor forzado no satisface a Daniel, quien devuelve la trucha a su bandeja con aire triste:

–Las truchas no se arrastran. ¿Dónde está Roper?

–Vendiendo granjas, cielo. Ya te lo dijo él.

–Estoy harto. ¿Por qué no las compra en vez de venderlas? ¿Qué hará cuando ya no le quede ninguna? –Abre su libro de monstruos–. Me gusta más cuando somos sólo Thomas y yo. Todo es más normal.

–Dans, eso es una traición por tu parte –dice Jed y, evitando estudiadamente mirar a Jonathan, se va a proporcionarle más consuelo a Caroline Langbourne.


–¡Jeds! ¡Gente! ¡Thomas! ¡Vamos a animar esta maldita isla!

Roper está de vuelta desde el alba. El jefe siempre vuela al despuntar el día. El personal de cocina no ha dejado de trabajar en ningún momento, no paran de llegar aviones, la casa de los invitados se ha llenado de MacDanbies, voladores habituales y males necesarios. La piscina iluminada y la curva de grava han sido limpiadas hace poco. Se han encendido antorchas en los jardines y los altavoces del patio vomitan nostálgicas melodías de la famosa colección de 78 r.p.m. de Roper. Chicas semidesnudas, Corkoran con su sombrero panamá, Langbourne con esmoquin blanco y téjanos, forman reels de ocho, intercambian parejas, charlan y gritan. Crepita la barbacoa, fluye el Dom, los criados corretean y sonríen, Crystal ha recuperado su espíritu. Hasta Caroline se suma a la fiesta. Únicamente Jed parece incapaz de decir adiós a sus penas.

–Míralo así –le dice Roper (jamás borracho sino disfrutando de su propia hospitalidad) a la heredera de una fortuna inglesa con el pelo teñido de azul que se jugó todo lo que tenía en Las Vegas («Sabes, cariño, cómo me divertí, pero menos mal que nuestras propias casas estaban en fideicomiso, y gracias a Dios que estabas tú, Dicky»)–: Si el mundo es un montón de mierda, y decides construirte por tu cuenta un pequeño paraíso y dentro pones a una chica como ésta –Roper rodea a Jed con el brazo–, en mi opinión acabas de hacerle un favor a este sitio.

–Oh, Dicky, cariño, pero si tú nos has hecho un favor a todos. Tú has llenado de chispa nuestras vidas. ¿No es cierto, Jed, cariño? Tu hombre es una maravilla, y tú una chica muy afortunada. No lo olvides nunca.

–¡Dans! ¡Ven!

La voz de Roper tiene la capacidad de engendrar el silencio. Hasta los vendebonos americanos dejan de hablar. Daniel acude corriendo al llamado de su padre. Roper suelta a Jed y pone las manos sobre los hombros de su hijo y lo ofrece al público para que sea examinado. Habla obedeciendo a un impulso. Se lo dedica a Jed, como Jonathan comprende enseguida. Roper está concluyendo una discusión abierta entre los dos y que no puede ser resuelta sin el respaldo de un público solidario.

–¿Que las tribus de Bongalandia se mueren de hambre? –pregunta Roper a las caras risueñas–. ¿Cosechas estropeadas, ríos que se secan, falta de medicinas? ¿Montañas de grano por toda Europa y América? ¿Lagos de leche que no utilizamos para nada? A ver, ¿quiénes son los asesinos? ¡No los tipos que fabrican armas, sino los que no abren la puerta de la despensa! –Ovación. Y luego ovación cerrada cuando ven que tiene importancia para Roper–. ¿Que se alzan en armas los filántropos? ¿Suplementos a todo color sobre un mundo inconsciente? ¡Mala pata! Porque si tu tribu no tiene narices de socorrerse a sí misma, ¡cuanto antes sea exterminada, mejor! –Sacude amistosamente a Daniel–. Fijaos en éste. Buen material humano. ¿Sabéis por qué? (Estáte quieto, Dans.) Viene de una larga estirpe de supervivientes. Hace cientos de años, los chicos fuertes sobrevivían y los más débiles sucumbían. ¿Familias de doce? Los supervivientes procrearon con los supervivientes para hacerle a él. Que se lo digan a los judíos, ¿eh, Kitty? Kitty dice que sí. Eso es lo que somos, supervivientes. Siempre los mejores del grupo. –Hace girar a Daniel y le señala la casa–. Y ahora a la cama, muchacho. Thomas subirá enseguida a leerte un poco.

Jed, por un momento, está tan moralmente exaltada como los demás. Es cierto que ella no se suma a las risas y los aplausos, pero es evidente a juzgar por cómo aprieta la mano de Roper que, si bien efímeramente, su diatriba le ha otorgado el levantamiento de la culpa, la duda, la perplejidad, o lo que fuere que últimamente nubla su acostumbrado deleite en un mundo perfecto.

Pero unos minutos después, se escabulle silenciosamente escaleras arriba. Y no vuelve a bajar.
Corkoran y Jonathan se hallaban en el jardín de Woody’s House bebiendo cerveza fría. La isla de Miss Mabel aparecía ahora coronada por un halo de crepúsculo rojo. Las nubes se elevaban en un último tumulto, rehaciendo el día antes de que éste se extinguiera.

–Un chico llamado Sammy –dijo Corkoran tras un prolongado silencio–. Así se llamaba. Sammy.

–¿Qué pasa con él?

–El barco anterior al Pasha. El Paula, Dios nos asista. Sammy era uno de los tripulantes.

Jonathan se preguntaba si estaba a punto de asistir a la confesión de un amor perdido por parte de Corkoran.

–Era de Matelot, Kentucky. Siempre subiendo y bajando del mástil como un personaje sacado de La isla del tesoro. ¿Por qué hará eso?, pensaba yo. ¿Para lucirse? ¿Para presumir delante de las chicas? ¿De los chicos, quizá? ¿Para impresionarme a mí? Qué raro. El jefe se dedicaba entonces a las mercaderías. Cinc, cacao, condones, té, uranio, de todo un poco. A veces se pasaba la noche en vela vendiendo esto, comprando lo otro, comprando el futuro, vendiendo corto, jugando al alza, jugando a la baja. Pura especulación, claro, nada de riesgos. Y ese cabrón de Sammy, todo el día pegado al mástil, arriba y abajo. Entonces caí en la cuenta. Vaya, vaya, me dije. Sé lo que te traes entre manos, Sammivel. Haces lo mismo que yo. Espiar. Esperé a haber anclado y mandado la tripulación a tierra, como siempre. Luego me hice con una escalera y yo mismo subí al mástil. Por poco me mato, pero lo encontré enseguida, metido en un ángulo junto a la antena. Desde abajo no se podía ver. Un micrófono oculto. Sammy había estado escuchando los mensajes que el jefe enviaba vía satélite y espiándole en los mercados internacionales. El y sus colegas de tierra. Habían hecho fondo común con sus ahorros. Cuando le echamos el guante, había convertido ya setecientos dólares en veinte de los grandes.

–¿Y qué le hiciste?

Corkoran meneó la cabeza como si todo aquello fuera un poco lamentable.

–Mi problema, monada –confesó, como si la solución estuviera en manos de Jonathan–, es que siempre que miro esos ojos de Pan que tienes, mis sentidos me dicen que eres el pobre Sammy con su lindo culo encaramado al palo mayor.
Son las nueve de la mañana. Frisky ha ido en coche hasta el Townside y está sentado en el Toyota haciendo sonar la bocina para poner más dramatismo al asunto.

–¡Deja de meneártela y prepárate, Tommy, a desfilar tocan! El jefe quiere tener un teta a teta. ¡A la voz de ya, inmediatamente, espabila de una vez!


Pavarotti estaba en pleno lamento. Frente a la gran chimenea, Roper leía unos documentos con sus gafas de media luna. Langbourne estaba arrellanado en el sofá con una mano sobre las rodillas. La puerta de bronce se cerró.

–Un regalo para ti –dijo Roper, leyendo todavía.

Sobre el escritorio de carey había un sobre marrón dirigido a Mr. Derek S. Thomas. Al palpar su peso, Jonathan tuvo un desconcertante recuerdo de Yvonne, pálida, esperando en su Pontiac junto a la autopista.

–Vas a necesitar esto –dijo Roper, interrumpiéndose para acercarle un cortapapeles de plata–. No lo estropees. Ha salido muy caro.

Pero Roper no volvió a su lectura. Siguió mirando a Jonathan por encima de sus gafas de media luna. Langbourne también le estaba mirando. Observado por ambos, Jonathan cortó el sobre y extrajo un pasaporte neozelandés con su foto, las señas a nombre de Derek Stephan Thomas, ejecutivo, nacido en Marlborough, Isla del Sur, caduca a los tres años.

Al ver y tocar el pasaporte le embargó por un momento una ridícula emoción, la vista se le nubló y se le hizo un nudo en la garganta. «Roper me protege. Roper es mi amigo.»

–Les hice poner algunos visados –estaba diciendo Roper muy ufano– para que pareciera muy gastado. –Apartó el documento que estaba leyendo–. Siempre digo que no hay que fiarse de un pasaporte nuevo. Yo prefiero los viejos. Como los taxistas del tercer mundo. Alguna razón habrá para que hayan sobrevivido.

–Gracias –dijo Jonathan–. Gracias de verdad. Es precioso.

–Ahora ya perteneces al sistema –dijo Roper, absolutamente gratificado por su propia generosidad–. Los visados son auténticos. Igual que el pasaporte. No tientes a la suerte. Cuando quieras renovar, hazlo en algún consulado del extranjero.

El tono espacioso de Langbourne era un deliberado contrapunto al placer de Roper:

–Será mejor que firmes esta mierda –dijo–. Prueba con algunas rúbricas primero.

Observado por los dos, Jonathan escribió Derek S. Thomas, Derek S. Thomas, en una hoja de papel hasta que se dieron por satisfechos. Una vez firmado el pasaporte, Langbourne lo cogió, lo cerró y se lo devolvió a Roper.

–¿Algún problema? –preguntó Langbourne.

–Pensaba que era mío. Para quedármelo –dijo Jonathan.

–¿Quién coño te ha dado esa idea? –dijo Langbourne.

El tono de voz de Roper fue más amable.

–Tengo un trabajo para ti, ¿recuerdas? Cuando lo termines, te vas.

–¿Qué clase de trabajo? Nunca me lo has dicho.

Langbourne estaba procediendo a abrir un portafolio.

–Necesitaremos un testigo –le dijo a Roper–. Alguien que no sepa de letras.

Roper descolgó el teléfono y marcó un par de números.

–¿Miss Molloy? Aquí el jefe. ¿Le importaría bajar un momento al estudio?

–¿Qué es lo que voy a firmar? –dijo Jonathan.

–Joder, Pine –dijo Langbourne en un murmullo contenido–. Para ser un asesino en fuga, eres un quisquilloso de cojones, me parece a mí.

–Te regalo una empresa para que tú mismo la dirijas –dijo Roper–. Un poco de movimiento. Un poco de emoción. Un mucho de tener la boca cerrada. Un buen montón de calderilla al terminar la jornada. Todas las deudas saldadas íntegramente y con intereses.

Se abrió la puerta de bronce. Miss Molloy era una cuarentona alta y empolvada. Había traído su propia pluma de plástico jaspeado, que llevaba colgada del cuello con una cadenita de latón.

El primer documento resultó ser una renuncia por la cual Jonathan hacía voluntaria cesión de sus derechos sobre las ganancias, ingresos, entradas o activos de una empresa llamada Tradepaths Limited registrada en Curaçao. Lo firmó.

El segundo era un contrato con la misma empresa por el cual Jonathan aceptaba todas las cargas, deudas, obligaciones y responsabilidades resultantes de su condición de director general. Lo firmó.

El tercero llevaba la firma del mayor Lance Montague Corkoran, antecesor de Jonathan en el puesto. Había párrafos en los que Jonathan debía poner sus iniciales, y un sitio para que firmase.

–¿Sí, cariño? –dijo Roper.

Jed acababa de entrar en la habitación. Debía de haber hablado con Gus al pasar.

–Tengo a los Del Oro al teléfono –dijo ella–. Cena, dormir aquí y partida de majong en Abaco. He intentado comunicar contigo pero la centralita dice que no aceptas llamadas.

–Eso ya lo sabes, cariño.

La fría mirada de Jed abarcó el grupo reunido en el estudio y se detuvo en Miss Molloy.

Anthea –dijo–. Pero ¿qué estás haciendo tú aquí? No te estarán haciendo firmar para que te cases con Thomas, ¿verdad?

Miss Molloy se puso de todos los colores. Roper frunció vagamente el entrecejo. Jonathan nunca le había visto cogido en falta.

–Thomas acaba de subir a bordo, Jeds. Te lo expliqué. Vamos a establecerle con un pequeño capital. Que tenga una oportunidad. He pensado que se lo debíamos. Por lo que hizo por Dans y todo eso. Ya lo habíamos hablado, ¿te acuerdas? ¿Qué diantre pasa, Jeds? Los negocios son los negocios.

–Oh, caramba, qué súper. Felicidades, Thomas. –Le miró al fin. Su sonrisa era de circunstancias, pero ya no tan teatral–. Tú ten mucho cuidado de no hacer nada que no quieras, ¿entendido? Roper es terriblemente persuasivo. Oye, cariño, ¿les digo que sí? María está locamente enamorada de ti, y si le digo que no se le partirá el corazón.


–¿Alguna otra novedad? –preguntó Burr una vez hubo escuchado, casi en silencio, el relato de los hechos por parte de Jonathan.

Jonathan hizo como que rebuscaba en su memoria.

–Los Langbourne están en plena riña conyugal, pero me parece que es el pan de cada día.

–No nos resulta cosa desconocida por estos lares... –dijo Burr. Pero parecía estar esperando más.

–Y Daniel se vuelve a Inglaterra por Navidad –dijo Jonathan.

–¿Nada más?

–De momento, no.

Situación delicada. Los dos esperan que el otro hable.

–Pues mantente a flote, actúa con naturalidad –dijo Burr de mala gana–. Y no vuelvas a hablar de colarte en el sanctasanctórum, ¿entendido?

–Entendido.

Otra pausa y los dos cortaron la comunicación.

«Yo vivo mi vida –se dijo Jonathan con ponderación mientras marchaba colina abajo a paso ligero–. No soy un muñeco. No soy el criado de nadie.»


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