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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Jonathan también estaba prisionero.

Quizá lo había estado siempre, como le sugirió Sophie. O quizá lo había estado desde el momento en que fue llevado secretamente a Crystal. Pero siempre se le había reconocido una ilusión de libertad. Hasta ahora.

El primer aviso llegó estando en Fabergé, cuando Roper y su séquito estaban a punto de marchar. Los invitados habían partido, y Langbourne y Moranti se habían ido con ellos. El coronel Emmanuel y Roper estaban intercambiando ya los últimos apretujones cuando apareció corriendo por el camino un soldado joven, agitando en alto un pedacito de papel mientras les llamaba. Emmanuel cogió el mensaje, le echó un vistazo y se lo pasó a Roper, quien se puso las gafas y se apartó un poco para leerlo con mayor intensidad. Y mientras Roper leía, Jonathan le vio perder su acostumbrada lasitud y ponerse rígido; luego, metódicamente, dobló el papelito y se lo guardó en el bolsillo.

–¡Frisky!

–¡Señor!

–Ven.


A paso de desfile militar, Frisky marchó jocosamente por el suelo irregular y al llegar a donde estaba su jefe se puso firmes. Pero cuando Roper le cogió por el brazo y le murmuró una orden al oído, Frisky debió de haber deseado no haberse hecho tanto el gracioso. Entraron todos en el helicóptero. Frisky fue expresamente hacia la cabeza del mismo, ocupó el asiento de ventanilla en una fila de tres butacas y bruscamente hizo señas a Jonathan de que se sentara a su lado.

–Oye, Frisk, es que tengo cagalera –dijo Jonathan–. Me duele la barriguita.

–Siéntate donde te dicen, coño –le aconsejó Tabby desde atrás.

Y en el avión Jonathan se sentó entre los dos, y cada vez que iba al retrete Tabby le seguía y esperaba fuera de pie. Entretanto Roper permanecía sentado a solas al frente del aparato, sin reconocer a nadie más que a Meg, que le llevó zumo de naranja recién hecho y, luego, mediado el viaje, un fax recién llegado y que Jonathan pudo ver estaba escrito a mano. Después de leerlo, Roper dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo interior. Acto seguido se puso la mascarilla y dio la impresión de que dormía.

Al llegar al aeropuerto de Colón, donde les esperaba Langbourne con dos Volvo y sus respectivos chóferes, Jonathan tuvo una prueba más de que su estatus se había modificado.

–Jefe. He de hablar contigo enseguida. A solas –le chilló Langbourne desde la pista, antes casi de que Meg hubiese abierto la puerta.

De modo que todos esperaron a bordo mientras Roper y Langbourne conferenciaban al pie de la pasarela.

–Al segundo coche –ordenó Roper una vez que finalmente Meg permitió salir al resto de los pasajeros–. Vosotros tres.

–A éste le duele la tripita –le advirtió Frisky a Langbourne en un aparte.

–A tomar por el culo –replicó Langbourne–. Pues le dices que se aguante.

–Que te aguantes –dijo Frisky.

Atardecía. La caseta de policía estaba desierta, y lo mismo la torre de control. Otro tanto el campo de aviación, a excepción de los blancos jets privados con matrícula de Colombia aparcados en hilera junto a la amplia pista de despegue. Langbourne y Roper subieron al coche de delante y al hacerlo Jonathan reparó en un cuarto hombre sentado junto al chófer con el sombrero puesto. Frisky abrió la puerta de atrás del segundo coche, Jonathan subió. Frisky se metió a continuación. Tabby tomó asiento al otro lado, dejando desocupado el asiento del acompañante. Nadie dijo una palabra.

En una enorme valla publicitaria, una chica de pantalón corto a rayas tenía los muslos apretados en torno a la última marca de cigarrillos. En otra lamía provocativamente la antena erecta de una radio a transistores. Penetraron en la ciudad y el coche se llenó del hedor a pobreza. Jonathan se acordó de El Cairo y de estar sentado junto a Sophie mientras los desheredados de la Tierra se arrastraban entre la basura. En calles de antiguo esplendor, entre chozas construidas con tablas y hierro acanalado, se levantaban viejas casas de madera que se desmoronaban progresivamente. La colada de vivos colores colgaba de los balcones semipodridos. Había niños jugando en las renegridas arcadas y junto a las cloacas abiertas, donde hacían flotar vasos de plástico. Desde los porches coloniales, hombres sin trabajo en grupos de veinte miraban pasar el tráfico inexpresivamente. Cientos de rostros inmóviles hacían otro tanto desde las ventanas de una fábrica abandonada.

Se habían parado por un semáforo. La mano izquierda de Frisky, pasando por detrás del asiento del conductor, estaba haciendo puntería con un revólver imaginario a cuatro policías armados que habían bajado de la acera y ahora se acercaban al coche. Tabby supo interpretar enseguida el gesto de Frisky, y Jonathan notó cómo se apoyaba en el respaldo y se desabrochaba los botones centrales de su sahariana.

Los policías eran enormes. Lucían uniformes muy ceñidos de color caqui claro, cuerdas y gancho de disparo, y sendas Walther automáticas en su correspondiente pistolera de piel bruñida. El coche de Roper había aparcado a un centenar de metros calle abajo. El semáforo se había puesto verde, pero dos policías estaban bloqueándole el paso al segundo coche en tanto un tercero hablaba con el conductor y un cuarto escudriñaba el interior del vehículo. Uno de los que estaban delante inspeccionaba los neumáticos del Volvo. El coche se meció al probar otro agente la suspensión.

–Yo creo que a los caballeros les vendría bien un regalito, ¿tú no, Pedro? –sugirió Frisky dirigiéndose al conductor.

Tabby se estaba palpando los bolsillos de la sahariana. El policía quería veinte dólares. Frisky le entregó diez al conductor. El conductor se los dio al policía.

–Algún cabrón me ha pulido la pasta en el campamento –dijo Tabby cuando se pusieron de nuevo en marcha.

–¿Quieres que volvamos a buscarle? –preguntó Frisky.

–Necesito un lavabo –dijo Jonathan.

–Tú lo que necesitas es un corcho, coño –dijo Tabby.

Entraron en un enclave norteamericano con céspedes, iglesias blancas, boleras y novias del ejército empujando cochecitos. Llegaron a un paseo marítimo en el que se alineaban unas villas rosadas de los años veinte con antenas de televisión gigantes, cercas de alambre de espino y verjas altas. El desconocido del primer coche miraba los números de las casas. Doblaron una esquina y siguieron mirando. Se encontraban junto a un parque con hierba. En alta mar, barcos portacontenedores, cruceros y petroleros aguardaban su turno para entrar en el Canal. El coche de delante había parado frente a una casa vieja rodeada de árboles. El conductor estaba haciendo sonar la bocina. La puerta de la casa se abrió y un hombre de hombros estrechos y americana blanca bajó trotando por el sendero. Langbourne bajó su ventanilla y le gritó que fuera al coche de atrás. Frisky se inclinó hacia delante y abrió la puerta del acompañante. La luz interior le permitió a Jonathan ver a un joven con gafas de estudiante. Este ocupó su asiento sin pronunciar palabra y la luz se apagó.

–¿Cómo va la cagalera? –dijo Frisky.

–Mejor –dijo Jonathan.

–Pues que siga así –dijo Tabby.

Entraron en un tramo de calzada recta. Jonathan había estado en una academia militar parecida. Un alto muro de piedra festoneado de cables corría paralelo a su lado derecho. En lo alto había una triple tira de alambre de espino. Se acordó de Curaçao y de la calle que iba a los muelles. A su izquierda aparecieron vallas publicitarias: Toshiba, Citizen, Toyland. «Así que es aquí donde Roper compra sus juguetes», pensó absurdamente Jonathan. Pero no era así. Allí era donde iba a cobrar su recompensa por todos sus afanes y por todo el dinero invertido en la operación. El estudiante árabe encendió un cigarrillo. Frisky tosió exageradamente. El coche de delante torció por un pasaje abovedado y se detuvo. Ellos pararon detrás. En la ventanilla del conductor apareció un policía.

–Pasaportes –dijo el conductor.

Frisky tenía el suyo y el de Jonathan. El estudiante árabe que iba delante levantó la cabeza lo suficiente para que el policía le reconociese. El policía les indicó que podían pasar. Habían entrado en la Zona Franca de Colón.

Elegantes escaparates con joyería y peletería le recordaron a Jonathan el vestíbulo del hotel Meister. El horizonte aparecía inflamado de marcas comerciales de todo el mundo y del azul puro de los cristales de los bancos. Las calles estaban repletas de lustrosos automóviles. Fantásticos camiones portacontenedores hacían maniobras y vomitaban humos sobre las atestadas aceras. Las tiendas tienen prohibido vender al por menor, pero todo el mundo vende al por menor. Los panameños tienen prohibido comprar en esta zona, pero son ellos quienes invaden sus calles, gente de todas las razas, y la mayoría ha venido en taxi porque los taxistas consiguen los mejores precios a la hora de pasar la verja.

«Diariamente –le había contado Corkoran a Jonathan– llegan trabajadores autorizados sin nada en el cuello, nada en la muñeca y nada en los dedos. Pero cuando anochece parece que todos ellos van a una boda, con sus pulseras, collares y sortijas relucientes. Los compradores –dijo Corkoran– vienen y van de todo Centroamérica en avión sin ser molestados ni por Inmigración ni por Aduanas, y los hay que gastan un millón de dólares diarios o depositan varios millones más para la próxima visita.»

El coche de delante penetró en una oscura calle de almacenes y ellos le siguieron pegados al parachoques. Gotas de lluvia rodaban como gruesas lágrimas por el parabrisas. El desconocido del sombrero estaba examinando nombres y números:

Comestibles Khan, Automoción Maxdonald, Compañía Hoi de Alimentos Envasados, Compañía de Contenedores Goodwill de Tel Aviv, Fantasías El Akhbar, Agricultura Hellas, Le Barón de Paris, Sabor de Colombia Limitada, Cafés y Comestibles.

Luego, unos cien metros de pared negra y un rótulo: «Eagle.» Allí fue donde se bajaron del coche.

–¿Vamos a entrar? A lo mejor dentro hay un lavabo –dijo Jonathan–. Esto vuelve a ser urgente –añadió, en consideración a Tabby.


Y ahora tensión, mientras esperan en la calle lateral sin iluminar. La noche tropical se les viene rápidamente encima. Los neones colorean el cielo, pero en esta cañada de muros y callejuelas mugrientas la oscuridad es real. Todos tienen los ojos fijos en el hombre del sombrero. Frisky y Tabby están uno a cada lado de Jonathan y la mano del primero está en el brazo de Jonathan: no exactamente agarrándolo, es sólo para asegurarse de que nadie se pierde por ahí. El estudiante árabe se ha adelantado para unirse al grupo de cabeza. Jonathan ve entrar al hombre del sombrero en la oscuridad de un portal. Langbourne, Roper y el estudiante van detrás.

Andando –murmura Frisky quedamente.

–A ver si me encuentras un váter, hombre –dice Jonathan. La mano de Frisky se aferra a su brazo.

Pasado el portal, una luz reflejada brilla al fondo de un corredor de ladrillo lleno de carteles demasiado oscuros para saber lo que dicen. Llegan a un empalme en forma de T, tuercen a la izquierda. La luz, ahora más fuerte, les conduce hasta una puerta vidriada con tablas de contrachapado claveteadas sobre las hojas superiores de cristal a fin de ocultar lo que dice debajo. El olor de abastos invade el aire inmóvil: cuerda, harina, brea, café y aceite de linaza. La puerta está abierta. Entran en una lujosa antesala. Sillas de piel, flores de seda, ceniceros como ladrillos de vidrio. Sobre una mesa de centro satinadas revistas comerciales sobre Colombia, Venezuela y Brasil. Y en un rincón, una discreta puerta verde con una dama y un caballero bucólicos saliendo de paseo en un azulejo de cerámica.

–Bueno, date prisa –dice Frisky, empujando a Jonathan hacia delante, y Jonathan deja a sus carceleros aguardando por espacio de dos exasperantes minutos y medio de su reloj mientras está sentado en el váter y escribe a toda prisa en un pedazo de papel apoyado en su rodilla.

Pasan al despacho principal, amplio, blanco y sin ventanas, con luces indirectas y un techo a base de losetas perforadas, y una mesa de reuniones con sillas alrededor, bolígrafos, cuadernos y vasos dispuestos como para una cena. En un extremo están Roper, Langbourne y su guía, de pie. El guía, como puede verse ahora, no es otro que Moranti, pero algo le ha pasado a su cuerpo, cierto apresuramiento, a saber si de la urgencia o del odio, pues su rostro tiene ese trillado aspecto siniestro de una calabaza de la víspera de Todos los Santos. En el otro extremo de la habitación, junto a una segunda puerta, está el campesino corpulento que Jonathan recuerda haber visto en la parada militar de la mañana, y junto a él el torero con uno de los muchachos chillonamente ataviados con cazadora de aviador al lado suyo, frunciendo el entrecejo. Y alineados junto a las paredes hay otros seis, todos con téjanos y calzado deportivo, todos en plena forma tras su prolongada estancia en Fabergé, todos ellos apretando discretamente bajo el brazo sus ametralladoras Uzi modelo pequeño.

La puerta que hay detrás se cierra, se abre la otra, y resulta la puerta que da a un verdadero almacén: no un abismo de acero como la cala del Lombardy sino un lugar con cierta pretensión de buen gusto, con losetas de piedra en el suelo y pilares de hierro que se abren en lo alto como palmeras y polvorientas pantallas art déco colgando de las vigas. En el lado del almacén que limita con la calle, hay puertas de garaje cerradas –Jonathan cuenta una decena–, cada una con su propia cerradura, su propio número y su compartimiento propio para un contenedor y una grúa. Y en el centro, apiladas en montañas cubistas de color marrón, hay como un millar de cajas de cartón, al pie de las cuales unas carretillas elevadoras esperan para transportarlas los sesenta metros que distan del suelo del almacén hasta los contenedores del lado de la calle. Las mercancías sólo se ven muy raramente: un puñado de enormes jarras de cerámica, por ejemplo, esperando ser especialmente embaladas; una pirámide de grabadoras de vídeo; o varias botellas de whisky escocés que en alguna existencia previa debió de llevar una etiqueta menos distinguida.

Pero las elevadoras están ociosas, como todo lo demás: ni vigilante, ni perros, ni turno de noche trabajando en los compartimientos de embalaje o fregando el suelo; sólo el amigable olor de los abastos y el repicar y chirriar de sus propios pies sobre las losas.


Como a bordo del Lombardy, el protocolo dictaba ahora el orden de avance. El campesino iba en cabeza con Moranti. El torero y su hijo caminaban detrás. Luego venían Roper y Langbourne y el árabe, y por último Frisky y Tabby con Jonathan entre los dos. Sus miradas eran hostiles ahora, y autoritaria la forma de agarrarle el brazo.

Y ahí estaba.

El premio. El final del arco iris. La mayor montaña cubista apilada hasta el techo mismo en su recinto vallado, y vigilada por un círculo de guerreros armados con ametralladoras. Cada caja numerada, cada caja con la misma etiqueta coloreada representando un risueño chico colombiano haciendo malabarismos con unos granos de café por encima de su gran sombrero de paja, un ejemplo tercermundista de niño feliz, dentadura perfecta y cara lustrosa y radiante, sin drogas, una vida apacible y un hermoso futuro frente a él. Jonathan hizo un cálculo rápido, de izquierda a derecha, de arriba abajo. Dos mil cajas. No, tres mil. Su aritmética le estaba fallando. Langbourne y Roper avanzaron al unísono. Al hacerlo, las facciones de Roper entraron en el tenso arco de luz cenital, y Jonathan pudo verle como le había visto la primera vez, entrando en el resplandor de la araña en el hotel Meister, alto y a primera vista noble, sacudiéndose la nieve de los hombros, saludando a fräulein Eberhardt y con todo el aspecto del negociante bucanero de los ochenta, aunque estuvieran en los noventa: «Soy Dicky Roper. Mis amigos me han reservado unas cuantas habitaciones. Muchas, diría yo...»

¿Qué había cambiado después de tanto tiempo y tantos kilómetros? ¿El cabello acaso... un poco más gris? ¿La sonrisa de delfín ligerísimamente más estirada en las comisuras? Jonathan no veía en él cambio alguno. En aquellos detalles donde había aprendido a leer las señales de Roper –un rápido gesto de la mano, el alisarse los cuernos de pelo sobre las orejas, esa reflexiva inclinación de cabeza cuando el gran hombre fingía meditar– Jonathan no veía ni asomo de transformación:

–Feisal, trae una mesa. Sandy, escoge una caja, veinte cajas distintas. ¿Estáis todos bien ahí atrás? ¿Frisky?

Señor.

–¿Dónde coño se ha metido Moranti? Ah, ahí está. Señor Moranti, vamos a poner esto en marcha.

Los anfitriones habían formado un grupo aparte. El estudiante árabe estaba sentado de espaldas a los demás, y mientras esperaba iba descargando de los bolsillos de su americana cosas que Jonathan no podía ver e iba disponiéndolas encima de la mesa. Cuatro muchachos armados habían tomado las puertas. Uno de ellos llevaba un auricular en la oreja. Los demás avanzaron rápidamente hacia la montaña cubista, pasando entre el círculo de vigilantes que aún permanecían mirando hacia fuera como un pelotón de fusilamiento, con las ametralladoras pegadas al pecho.

Langbourne señaló una caja del centro del montón. Dos muchachos la bajaron, la dejaron en el suelo, junto al estudiante, y levantaron la tapa, que no estaba cerrada. El estudiante hundió la mano en la caja y extrajo un paquete rectangular envuelto en arpillera y plástico y adornado con el mismo niño colombiano feliz. Colocándolo sobre una mesa y tapándolo con su cuerpo, el estudiante se inclinó sobre el paquete. El tiempo se detuvo. Jonathan evocó a un sacerdote en el momento de la sagrada comunión, sirviéndose el vino y la hostia de espaldas a los fieles antes de llevárselos a los comulgantes. El estudiante se inclinó aún más, entrando en una fase de devoción especialmente profunda. Finalmente volvió a sentarse y asintió hacia Roper en señal de aprobación. Langbourne seleccionó otra caja de otra zona de la montaña. Los muchachos la arrancaron de su sitio. El ritual se repitió varias veces. La montaña se deslizó y recobró el equilibrio. Llegaron a probarse una treintena de cajas. Nadie jugueteaba con las armas ni decía palabra. Los chicos de la puerta estaban inmóviles. Únicamente se oía el ruido de las cajas. El estudiante miró brevemente a Roper y asintió con la cabeza.

–Señor Moranti.

Moranti dio un breve paso al frente pero no habló. El odio que había en sus ojos era como una maldición. Pero ¿qué era lo que tanto odiaba? ¿A los imperialistas blancos que durante siglos habían expoliado su continente? ¿O a sí mismo por degradarse a una transacción semejante?

–Yo creo que es suficiente. Respecto a la calidad no hay problema. Veamos la cantidad, ¿de acuerdo?

Bajo la supervisión de Roper, los chicos armados cargaron veinte cajas al azar sobre una carretilla elevadora y las condujeron hasta una báscula. Langbourne leyó el peso en un dial iluminado, hizo un cálculo con su calculadora de bolsillo y se lo mostró a Roper, quien pareció estar conforme, pues de nuevo le dijo algo a Moranti en tono afirmativo, y éste giró en redondo y dirigió la procesión de vuelta a la sala de conferencias con el campesino a su lado.

Pero no antes de que Jonathan hubiera visto la carretilla llevando su carga al primero de dos contenedores que con la parte superior abierta aguardaban en los compartimientos ocho y nueve.

–Vuelvo a tener ganas –le dijo a Tabby.

–Cuando menos te lo esperes te dejo seco –dijo Tabby.

–No –dijo Frisky–. De eso me encargo yo.
Sólo quedaba pendiente el papeleo que, como todo el mundo sabía, era responsabilidad exclusiva del presidente plenipotenciario de la casa Tradepaths Limited de Curaçao, asistido por su asesor legal.

Con Langbourne a su lado y las partes contratantes, bajo el asesoramiento del señor Moranti, enfrente de él, Jonathan firmó tres documentos que, hasta donde pudo averiguar, acusaban recibo de cincuenta toneladas de granos de café pretostado colombiano de primera calidad, certificaban la exactitud de las hojas de ruta, conocimientos de embarque y declaraciones de aduanas respecto del mismo cargamento a bordo del Horacio Enriques, actualmente fletado por Tradepaths Limited, salido de la Zona Franca de Colón con destino a Gdansk, Polonia, en los contenedores 179 y 180, y daban instrucciones al capitán del mercante Lombardy, actualmente fondeado en Panamá, para que aceptara una nueva tripulación colombiana y procediera a zarpar sin demora rumbo al puerto de Buenaventura en la costa occidental de Colombia.

Cuando Jonathan lo hubo firmado todo las veces necesarias, le echó un vistazo a Roper como diciendo: «Listo.»

Pero Roper, hasta hace poco tan amigable, fingió que no le veía, y al regresar hacia los coches fue delante de todos andando rápido y dando a entender que el verdadero negocio empezaba ahora, lo cual era ya también la opinión de Jonathan, pues el observador minucioso había entrado en un estado de alerta que sobrepasaba cuanto había experimentado anteriormente. Aposentado otra vez entre sus apresadores mientras veía pasar las luces, se sintió invadido por una cautela de propósito que era como una aptitud especial recién descubierta. Tenía el dinero de Tabby, que ascendía a ciento catorce dólares. Tenía los dos sobres que había preparado mientras estaba en el lavabo. En su cabeza tenía los números de los contenedores, el número de hoja de ruta y hasta el número de la montaña cubista, pues una destartalada placa negra había estado balanceándose encima como el marcador de críquet de la escuela de cadetes: envío número 54 en un almacén bajo el signo del águila.

Habían llegado a la zona portuaria. Su coche se detuvo para que bajara el estudiante, que desapareció en la oscuridad sin decir palabra.

–Me temo que se está mascando la tragedia –dijo con calma Jonathan–. Dentro de treinta segundos no me hago responsable de las consecuencias.

–Por todos los diablos –resolló Frisky. El coche de delante estaba ya acelerando.

–Esto está a punto de caramelo, Frisky. Tú eliges.

–Eres un asqueroso cabrón –dijo Tabby.

Haciendo señas con las manos y chillando «Pedro», Frisky incitó al conductor a que hiciera luces al coche de delante, que se detuvo de nuevo. Langbourne sacó la cabeza por la ventanilla para gritar «¿Qué cojones pasa ahora?». Una gasolinera iluminada parpadeaba al otro lado de la carretera.

–Es Tommy, que vuelve a tener cagalera –dijo Frisky.

Langbourne volvió a meterse en el coche para consultar a Roper y volvió a asomarse.

–Ve tú con él, Frisky. No le pierdas de vista. Daos prisa. La gasolinera era nueva pero las instalaciones sanitarias no estaban a la altura del resto. Todo lo que podía ofrecer al usuario era un diminuto y apestoso cubículo unisex sin asiento. Mientras Frisky aguardaba afuera, Jonathan demostró ruidosamente sus apuros, y utilizando una vez más la rodilla desnuda como apoyo, escribió su último mensaje.
El bar Wurlitzer en el hotel Riande Continental de Panamá capital es muy pequeño y oscuro como boca de lobo, y los domingos por la noche lo preside una venerable mujer de cara redonda, la cual, cuando Rooke consiguió divisarla en la penumbra, guardaba un extraño parecido con su esposa. Y cuando ella vio que Rooke no era de los que gustan de hablar, llenó un segundo cuenco de cacahuetes y le dejó beber en paz su Perrier mientras reanudaba su horóscopo.

En el vestíbulo había unos soldados norteamericanos en traje de faena cuyo aire sombrío contrastaba con el bullicio de la pintoresca vida nocturna panameña. Una escalera corta conducía a la puerta del casino, con su comedido aviso prohibiendo portar armas. Rooke pudo distinguir varias siluetas fantasmales jugando al bacará y accionando manivelas de tragaperras. En el bar, a menos de dos metros de donde estaba sentado, reposaba el órgano Wurlitzer propiamente dicho, recordándole los cines de su infancia, en los que un organista con chaqueta de lentejuelas emergía de las mazmorras en su blanca barca de ensueño para interpretar melodías que la gente podía tararear.

Rooke no prestaba mucha atención interés a este tipo de cosas, pero un hombre que está esperando sin esperanzas debe tener algo con qué distraerse o se vuelve demasiado morboso para su salud.

Al principio se había quedado en su cuarto pegado al teléfono porque temía que el trapaleo del aire acondicionado ahogara su sonido. Luego desconectó el aire acondicionado e intentó abrir la puertaventana que daba al balcón, pero el alboroto de Vía España era tal que decidió cerrar enseguida. Se tumbó en la cama y se achicharró una hora larga sin aire que entrara del balcón ni por el aparato acondicionador, pero sintió tal modorra que empezó a cabecear. Así pues, llamó a centralita y dijo que iba a bajar a la piscina y que retuvieran cualquier llamada que hubiese mientras bajaba. Y tan pronto llegó a la piscina le dio diez dólares al jefe de comedor y le pidió que avisara al conserje y a centralita y al portero de que Mr. Robinson, de la habitación 409, estaba cenando en la piscina, mesa seis, por si alguien preguntaba.

Después se sentó y contempló el agua azul de la piscina desierta, las mesas vacías, las ventanas de los altos edificios circundantes, y por último el teléfono que había en el bar de la piscina, los chicos de la barbacoa que estaban asando su filete y la orquesta que tocaba rumbas sólo para él.

Y cuando llegó el filete lo acompañó con una botella de Perrier ya que, si bien creía tener tan buena cabeza como cualquiera, habría preferido dormirse estando de guardia antes que beber alcohol confiando en la posibilidad –una entre mil– de que un pupilo al que han descubierto se pusiera en contacto telefónico.

Luego, alrededor de las diez, mientras empezaban a llenarse las mesas, temió que el efecto de sus diez dólares se hubiera consumido. Así que tras llamar a la centralita del hotel, se dirigió a la piscina en cuyo bar estaba ahora sentado. Y ahí seguía cuando la camarera que se parecía extrañamente a su esposa hizo callar el teléfono y le sonrió melancólicamente.

–¿Es usted el Mr. Robinson de la cuatrocientos nueve?

Rooke asintió.

–Tiene una visita, encanto. Muy personal, muy urgente. Pero es un tío.


Era hombre, panameño, menudo, asiático y de cutis sedoso, con enormes párpados, traje negro y un aire de santidad. Su traje tenía una brillantez reglamentaria, como los trajes que suelen llevar los enterradores. Llevaba el pelo cuidadosamente ondulado, la camisa blanca e inmaculada y su tarjeta de visita, en forma de etiqueta adhesiva para pegar en el teléfono, le anunciaba en español e inglés como Sánchez Jesús-María Romarez II, conductor de limusinas las veinticuatro horas, habla inglés pero, ay, no tan bien como uno quisiera, señor, su inglés, decía, era popular pero no académico –suplicante sonrisa a los cielos– y lo había adquirido mayormente de sus clientes británicos y americanos, aunque, eso sí, fortaleciéndolo gracias a los primeros años en el colegio, claro que éstos, ay, habían sido muchos menos de los deseados, pues su padre no era rico, señor, y Sánchez tampoco lo era.

Y tras la triste confesión, Sánchez fijó sus ojos en Rooke con excesivo afecto y entró en materia.

–Señor Robinson, amigo mío. Por favor, señor. Perdón. –Sánchez se metió una mano regordeta en la pechera de su americana negra–. He venido a buscar sus quinientos dólares. Muchas gracias, señor.

Rooke empezaba a temer estar siendo víctima de una complicada trampa para turistas, cuyo resultado sería que le tocaba comprar artesanía precolombina o pasar una noche con la hermana del desdichado. Pero entonces Sánchez le entregó un sobre grande con la palabra Crystal grabada en la tapa encima de lo que parecía un diamante. Y de ese sobre extrajo Rooke una carta escrita a mano por Jonathan, en español, deseando al portador de la misma el disfrute de los cien dólares adjuntos y prometiéndole quinientos más si entregaba personalmente el sobre adjunto en manos del señor Robinson, hotel Riande Continental de Panamá capital.

Rooke contuvo la respiración.

En su júbilo secreto surgió un nuevo temor, básicamente que Sánchez se hubiera hecho ilusiones de emplear con él alguna táctica dilatoria a fin de aumentar la recompensa –dejando, por ejemplo, la carta en una bóveda de seguridad por la noche, o confiándosela a su chiquita para que la guardara bajo el colchón por si el gringo intentaba arrebatársela por la fuerza.

–Y bien, ¿dónde está el segundo sobre? –preguntó.

El conductor se llevó la mano al corazón.

–Aquí en mi bolsillo, señor. Yo soy un taxista honrado, y cuando vi la carta tirada en el suelo de la trasera del Volvo, mi primera idea fue salir pitando hacia el campo de aviación sin pararme a pensar en las normas de tráfico y devolvérsela a aquel de mis distinguidos clientes que hubiera sido tan descuidado como para dejársela allí, con la esperanza, pero no necesariamente la expectación, de una compensación, pues mis clientes no eran de la calidad de los clientes de Domínguez, que iba en el coche de delante. Mis clientes, por así decir, señor, sin faltarle al respeto a su amigo, eran de naturaleza absolutamente humilde (uno de ellos fue tan impertinente como para llamarme Pedro), pero en cuanto leí lo que había escrito en el sobre comprendí que mi lealtad se debía a otro...

Sánchez Jesús-María suspendió servicialmente su narración mientras Rooke iba al mostrador del conserje y cambiaba cheques de viaje por valor de quinientos dólares.


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