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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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26


En Heathrow eran las ocho de la mañana de un día frío y húmedo de invierno inglés y Burr llevaba la ropa que suele llevarse en Miami. Goodhew, que se paseaba frente a la barrera de llegadas, llevaba un impermeable y la gorra plana que usaba para ir en bicicleta. Sus facciones eran firmes pero sus ojos estaban más que brillantes. El derecho, según pudo ver Burr, había desarrollado un ligero tic.

–¿Alguna noticia? –preguntó Burr no bien se hubieron estrechado la mano.

–¿De qué? ¿De quién? A mí no me cuentan nada.

–Del avión. ¿Lo han localizado ya?

–No me cuentan nada –repitió Goodhew–. Si tu hombre se presentara en la embajada británica en Washington con una armadura resplandeciente, yo ni me enteraría. Todo se transmite debidamente canalizado. Foreign Office. Defensa. La Casa del Río. Incluso el Consejo de Ministros. Todos sirven de intermediarios para alguien más...

–Es la segunda vez que pierden ese avión en dos días –dijo Burr. Se dirigía a la hilera de taxis aparcados, apartando carretillas y tirando él mismo de su pesada maleta–. Una vez es negligencia, dos es premeditación. Salió de Colón por la noche, a las nueve y veinte. Mi chico estaba a bordo, y también Roper y Langbourne. Tienen AWACs por allí, radares en todos los atolones, en fin, de todo. ¿Cómo pueden perder de vista un avión de trece plazas?

–A mí no me preguntes, Leonard. Yo ya intento estar al cabo de la calle, pero me han dejado sin acera. No paran de mandarme trabajo. ¿Sabes cómo me llaman? El controlador de Inteligencia. Como suena. Les pareció que me haría gracia esa antigua denominación. Me sorprende saber que Darker tiene cierto sentido del humor.

–Le han cargado el mochuelo a Strelski –dijo Burr–. Por irresponsabilidad en el manejo de informadores. Por sobrepasarse en su misión. Por ser demasiado amable con los ingleses. Prácticamente le están acusando del asesinato de Apostoll.

–Cosas de Capitana –musitó Goodhew, como si fuera una rúbrica.

La tez de otro color, se fijó Burr. Puntitos rojos en las mejillas. Una blancura misteriosa alrededor de los ojos.

–¿Dónde anda Rooke? –preguntó–. ¿Y Rob? Ya debería estar de vuelta.

–Que yo sepa, está de camino. Todo el mundo se mueve, vaya que sí.

Se pusieron a la cola del taxi. Paró uno de color negro, y una agente de policía le dijo a Goodhew que se diera prisa. Dos libaneses intentaron colarse, pero Burr les cortó el paso y abrió la puerta del taxi. Goodhew empezó a recitar tan pronto estuvieron sentados. Hablaba con tono distante. Bien podía haber estado reviviendo el accidente de circulación del que había escapado por tan poco.

–Delegar es moneda vieja, me dice el jefe entre bocado y bocado de anguila ahumada. Los ejércitos privados son un peligro público, me dice con el rosbif. Las agencias pequeñas deberían conservar su autonomía, pero en lo sucesivo habrán de aceptar la tutela paternal de la Casa del Río. Ha nacido un nuevo concepto de Whitehall. El Comité Directivo ha muerto. Viva la tutela paternal. Con el oporto hablamos sobre cómo modernizar, y luego me da la enhorabuena y me dice que yo debo estar al mando de la modernización. Seré yo quien modernice, pero bajo la tutela paternal. Es decir, según se le antoje a Darker. Sólo que... –Se inclinó hacia delante, volvió la cabeza y miró a Burr a los ojos–. Sólo que... yo, Leonard, sigo siendo el secretario del Comité y lo seguiré siendo mientras mi jefe no considere buenamente lo contrario, o yo dimita. Mira, Leonard, en el Comité hay gente muy solvente. He estado contando cabezas. No todos tienen culpa de que haya unas cuantas manzanas podridas. Mi jefe es fácil de convencer. Aún estamos en Inglaterra. Somos buenas personas. Puede que de vez en cuando las cosas se tuerzan, pero tarde o temprano es el honor y las fuerzas del bien lo que prevalece. Estoy convencido de ello.

–Como estaba previsto, las armas que había a bordo del Lombardy eran americanas –dijo Burr–. Están comprando lo mejor de Occidente con un toque británico por si sirve de algo. Y además reciben la instrucción necesaria. Y en Fabergé han hecho una demostración para sus clientes.

Goodhew se volvió rígidamente hacia la ventana. Había perdido la libertad de movimientos.

–Los países de origen no nos proporcionan ninguna pista –replicó con la exagerada convicción de quien defiende una teoría muy endeble–. El problema está en los mercachifles. Eso lo sabes muy bien.

–En el campamento, según las notas de Jonathan, había dos instructores norteamericanos. Sólo menciona oficiales. Tiene la sospecha de que también han contratado a suboficiales americanos. Eran dos gemelos idénticos y muy eficientes, y tuvieron la descortesía de preguntarle a qué se dedicaba. Strelski dice que debe de tratarse de los hermanos Yoch, de Langley. Solían trabajar en Miami buscando refuerzos contra los sandinistas. Amato los vio hará tres meses en Aruba, bebiendo Dom Pérignon con Roper cuando se suponía que éste estaba vendiendo granjas. Exactamente una semana después, nuestro distinguido caballero, sir Anthony Joyston Bradshaw, empieza a comprar productos americanos en lugar de rusos o europeos del Este con el dinero de Roper. Roper nunca había contratado instructores norteamericanos, no se fiaba de ellos. ¿Qué hacían allí? ¿Para quién trabajan? ¿A quién pasan sus informes? ¿Por qué de repente el servicio secreto norteamericano se vuelve tan chapucero? ¿De qué les sirve tanto radar? ¿Por qué no informaron sus satélites de todo ese movimiento que hubo en la frontera de Costa Rica? Helicópteros de combate, camionetas militares, carros ligeros... ¿Quién habla con los carteles? ¿Quién les dijo lo de Apostoll? ¿Quién les dijo a los carteles que podían divertirse con él y privar de pasada a Ejecución de su supersoplón?

Mirando aún por la ventanilla, Goodhew se negaba a escuchar.

–Los problemas de uno en uno, Leonard –le instó con dientes apretados–. Tienes un barco lleno de armas, vengan de donde vengan, camino de Colombia. Tienes un barco lleno de droga, camino del continente europeo. Tienes que cazar a un maleante y rescatar a un agente. Ve directo a tus objetivos. No te despistes. Ahí es donde yo metí la pata. Darker, la lista de patrocinadores, las relaciones con la City, los grandes bancos, las grandes financieras, otra vez Darker, los Puristas. No dejes que esto te distraiga de tu camino. Nunca podrás meterte en su terreno, son intocables, acabarás loco. Cíñete a lo posible. Acontecimientos. Hechos. Un problema cada vez. ¿No hemos visto antes ese coche?

–Es la hora punta, Rex. Los has visto todos –dijo Burr con gentileza. Y a continuación, como quien consuela a un hombre apaleado, añadió con la misma gentileza–: Mi chico lo ha conseguido, Rex. Ha robado las joyas de la Corona. Nombres y números de los barcos y los contenedores, localización de los almacenes en Colón, números de las hojas de ruta, incluso las cajas donde está guardada la mandanga. –Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la pechera–. No se lo he comunicado a nadie, ni siquiera a Strelski. Sólo Rooke, yo, tú y mi pupilo. Somos los únicos que lo sabemos. Esto no es Capitana, Rex. Sigue siendo Lapa.

–Se han llevado los archivos –dijo Goodhew, que no oía–. Los tenía guardados en mi caja fuerte. Han desaparecido.

Burr consultó el reloj. «Me afeitaré en la oficina. No hay tiempo de ir a casa.»
Burr está exigiendo promesas. A pie. Trabajándose el triángulo de oro del supermundo secreto londinense: Whitehall, Westminster, Victoria Street. Con un impermeable azul que le ha prestado un conserje y un delgadísimo traje color cervato con el que da la impresión de haber dormido, cosa que efectivamente ha hecho.

Debbie Mullen es una antigua amiga de la época que Burr pasó en la Casa del Río. Fueron a la misma escuela de segunda enseñanza y salieron victoriosos de los mismos exámenes. Su despacho está un tramo de escalera más abajo, detrás de una puerta metálica azul con la inscripción prohibido pasar. A través de las paredes de cristal, Burr observa a los oficinistas de ambos sexos trabajando en sus pantallas o hablando por teléfono.

–Vaya, vaya, mira quién tenía fiesta –dice Debbie al verle el traje–. ¿Qué hay, Leonard? Nos han dicho que te quitan la placa y te mandan otra vez al otro lado del río.

–Un barco portacontenedores, el Horacio Enriques, Debbie, matrícula de Panamá –dice Burr, dejando que se fortalezca su acento de Yorkshire a fin de poner más énfasis en el vínculo que les une–. Hace cuarenta y ocho horas se hallaba atracado en la Zona Franca de Colón, con destino Gdansk, Polonia. Calculo que está ya en aguas internacionales rumbo al Atlántico. Tenemos información de que transporta un cargamento sospechoso. Quiere que se le siga la pista pero no que te molestes en cursar una solicitud de busca. –Eso con su antigua sonrisa de amigo–. Es por mi fuente, sabes, Deb. Asunto delicado. Muy top secret. Todo ha de ser extraoficial. ¿Te portarás bien y me harás ese favor?

Debbie Mullen tiene una bonita cara y un estilo especial para apoyar el nudillo de su índice derecho en los dientes cuando está reflexionando. Puede que lo haga para ocultar sus sentimientos, pero lo que no puede es ocultar sus ojos. Primero se abren como platos, luego enfocan mecánicamente el botón superior del desastre de americana que lleva Burr.

–¿El Enrico qué más, Leonard?

Horacio Enriques, Debbie. Sea quien sea. Matrícula de Panamá.

–Eso me ha parecido oír antes.

Apartando la mirada de la americana de Burr, Debbie revuelve en una bandeja de carpetas de rayas rojas hasta que da con la que está buscando, y se la entrega. La carpeta contiene una solitaria hoja de papel azul, timbrada y de un apropiado peso ministerial. Lleva como encabezamiento Horacio Enriques y consiste en un solo párrafo en un tipo de letra extragrande:

«El buque arriba citado, objeto de una operación altamente delicada, llegará probablemente a su conocimiento al cambiar de ruta sin motivo aparente o realizando otras maniobras caprichosas estando en puerto o en alta mar. Toda la información recibida por su departamento relativa a sus actividades, provenga de fuentes públicas o secretas, será comunicada única e inmediatamente a H/ Estudios de Obtención, Casa del Río.»

El documento lleva el sello alto secreto guardia de capitana.

Burr le devuelve la carpeta a Debbie Mullen y esboza una sonrisa desconsolada.

–Parece que ha habido cierto cruce de líneas –admite–. De todos modos, al final va a parar al mismo bolsillo. Ya que estamos en eso, ¿tienes alguna información sobre el Lombardy, que también surca las mismas aguas, casi con seguridad en el otro lado del Canal?

Debbie vuelve a mirarle fijamente a la cara.

–¿Eres Marinero, Leonard?

–¿Qué pasaría si te dijera que sí?

–Tendría que llamar a Geoff Darker y averiguar si has estado contando mentirijillas, ¿no te parece?

Burr está llevando sus encantos al extremo:

–Ya me conoces, Debbie. Soy sincero a carta cabal. ¿Y qué me dices de un lujoso burdel flotante llamado Iron Pasha, propiedad de un caballero inglés y que partió de Antigua hace cuatro días rumbo al oeste? ¿Alguien ha estado realizando alguna escucha? Lo necesito, Debbie. Estoy desesperado.

–Ya me dijiste eso una vez, Leonard, y yo también estaba desesperada, de modo que accedí a dártelo. En ese momento no nos perjudicó a ninguno de los dos, pero ahora es distinto. O telefoneo a Geoffrey o te vas. Tú eliges.

Debbie sigue sonriendo. Burr también. Y la sonrisa se le queda puesta mientras pasa junto a los oficinistas hasta llegar a la calle. Entonces la humedad de Londres le golpea con un torpe puñetazo, convirtiendo su autodominio en cólera.

«Tres barcos. ¡Todos hacia direcciones distintas! Es mi pupilo, mis armas, mi droga, mi caso... ¡pero no es asunto mío!»

Pero para cuando llega al imponente despacho de Denham vuelve a ser el individuo exteriormente hosco de siempre, como a Denham le gusta recordarle.
Denham era abogado y antecesor de Harry Palfrey como asesor legal del Grupo de Estudios de Obtención en los días anteriores a que éste se convirtiera en el feudo de Darker. Cuando Burr organizó su sangrienta batalla contra los ilegales, Denham le había dado ánimos, le había ayudado a levantarse del suelo y mandado a luchar otra vez. Cuando Darker dio su victorioso golpe de mano y Palfrey le siguió sacando la lengua como un perrito faldero, Denham se puso su sombrero y se fue tranquilamente al otro lado del río. Pero había seguido siendo el defensor de Burr. Si en algún momento Burr había confiado en tener un aliado entre los mandarines de Whitehall, ése era Denham.

–Ah, hola, Leonard. Me alegro de que llamaras. ¿No te estás helando de frío? Me temo que no proporcionamos mantas. Claro que a veces pienso que no estaría mal.

Denham se hacía el petimetre. Era un individuo delgado y tenebroso, con mechones de colegial encaneciendo progresivamente. Solía llevar trajes de rayas anchas y estrafalarios chalecos sobre camisas de dos colores. Pero en el fondo, al igual que Goodhew, era una persona en cierto modo sobria. Su despacho podía haber sido espléndido, pues tenía la categoría necesaria. Techo alto, bonitas molduras y mobiliario decente. Pero la atmósfera que allí se respiraba era la de un aula de colegio, y la chimenea estaba repleta de celofán rojo cubierto de una película de polvo. En una tarjeta navideña con once meses de antigüedad se veía la catedral de Norwich bajo la nieve.

–Nos conocemos. Guy Eccles –dijo un sujeto rechoncho de mandíbula prominente que estaba sentado a la mesa del centro leyendo telegramas.

«Sí, nos conocemos –concedió Burr al devolverle la inclinación de cabeza–. Eccles, el de transmisiones, y nunca me has caído bien. Juegas al golf y tienes un Jaguar. ¿Qué diablos haces inmiscuyéndote en mi cita?» Se sentó. De hecho nadie le había ofrecido asiento. Denham estaba intentando encender el radiador de la guerra de Crimea, pero o el mando estaba estropeado, o lo estaba girando hacia el lado equivocado.

–Necesito desahogarme un poco, Nicky, si no te importa –dijo Burr, haciendo caso omiso deliberadamente de Eccles–. El tiempo corre en contra mía.

–Si se trata de lo de Lapa –dijo Denham, dándole un último tirón al mando del radiador–, nos irá bien que esté aquí Guy. –Se aposentó en una butaca. Parecía reacio a sentarse en su propia mesa–. Guy ha estado yendo y viniendo de Panamá durante meses –explicó–. ¿No es así, Guy?

–¿Para qué? –preguntó Burr.

–Mero turismo –dijo Eccles.

–Quiero la interdicción, Nicky. Quiero que remuevas cielo y tierra. Para eso estamos en el oficio, ¿recuerdas? Hemos pasado noches enteras hablando de cuando llegara este momento.

–Sí, es cierto –concedió Denham, como si Burr hubiera emitido un juicio bien fundamentado.

Eccles se sonreía de algo que estaba leyendo en un telegrama. Tenía tres bandejas. Cogía los telegramas de una bandeja y, una vez leídos, los echaba en una de las otras dos. Ése parecía su trabajo de hoy.

–En el fondo se trata de ver si es factible o no –dijo Denham. Estaba sobre el brazo del sillón, estiradas las largas piernas al frente, metidas las largas manos en los bolsillos.

–Lo mismo que el sometimiento de Goodhew al Consejo de Ministros, si es que alguna vez llega allí el caso. Quien quiere... ¿recuerdas, Nicky? No nos escudaremos en los razonamientos, ¿te acuerdas? Que todos los países implicados se sienten a hablar. Que se vean las caras. Desafiarles a que digan que no. Un torneo internacional, como tú solías decir. Bueno, los dos.

Denham avanzó a paso largo hasta la pared de detrás de su mesa y tiró de un cordón entre los pliegues de una pesada cortina de muselina. Apareció un enorme mapa de Centroamérica cubierto por una película transparente.

–Hemos pensado en ti, sabes, Leonard... –dijo sutilmente.

–Necesito acción, Nicky. Para pensar me basto yo solo.

Un barquito rojo estaba prendido con un alfiler junto al puerto de Colón en línea con media docena de grises. En el extremo meridional del canal, en diferentes colores, había rutas superpuestas hacia el este y el oeste del golfo de Panamá.

–No hemos estado cruzados de brazos mientras tú trabajabas tanto, eso te lo aseguro yo. Veamos, ¡ah, el barco! El Lombardy, con la regala inundada de armas. Esperamos. Porque si no es así, hemos pisado mierda, pero eso es otra historia.

–¿Es la última posición que se conoce del barco?

–Me parece que sí –dijo Denham.

–La última que nosotros conocemos, eso seguro –intervino Eccles, lanzando un telegrama verde a la bandeja del centro. Tenía acento de escocés de las tierras bajas. Burr lo había olvidado, y ahora lo recordaba. Si existía un acento regional que le chirriaba en los oídos como uñas arañando una pizarra, ése era el de los escoceses de las tierras bajas.

–Últimamente la maquinaria de los Primos parece funcionar muy despacio –observó Eccles tras sorberse brevemente los dientes–. Es por esa Vandon, Bar-ba-ra. Ella todo lo tiene por triplicado.

Eccles sorbió por segunda vez en señal de desaprobación. Pero Burr siguió hablando sólo para Denham, esforzándose por no perder la paciencia.

–Mira, Nicky, hay dos velocidades. La de Lapa y la otra. Los Primos han estado dando largas a los de Ejecución Americana.

Eccles no se molestó en levantar los ojos de lo que leía mientras habló:

–Centroamérica es de incumbencia exclusiva de los Primos –dijo en su dialecto fronterizo–. Los Primos vigilan y escuchan. La presa es nuestra. No tiene sentido que dos perros busquen la misma liebre. No sale a cuenta. Ya no. –Arrojó otro telegrama a una bandeja–. Una maldita pérdida de dinero, en realidad.

Denham habló casi antes de que Eccles hubiera terminado. Parecía preocupado por meterle prisa al asunto.

–Bien, supongamos que está donde se dice en el último informe –propuso con entusiasmo, pinchando la popa del Lombardy con su esquelético dedo índice–. Ya tiene su tripulación colombiana (no está confirmado aún, pero vamos a suponerlo), se dirige hacia el Canal y Buenaventura. Ni más ni menos que como informa tu maravilla de fuente. Bravo por él, ella o ello. Si no sucede nada excepcional, y todo hace suponer que el Lombardy desea cualquier cosa menos parecer excepcional, llegará al Canal hoy mismo, ¿correcto?

Nadie respondió.

–El Canal funciona como una calle de un solo sentido. Por la mañana hacia abajo. Por la tarde hacia arriba. ¿O era al revés?

Una chica alta de pelo largo y castaño entró y tomó asiento sin decir palabra, tras alisarse remilgadamente la falda por debajo, delante de una pantalla de ordenador como si estuviera a punto de tocar el clavicémbalo.

–Va cambiando –dijo Eccles.

–Imagino que no hay nada que le impida dar la vuelta y salir cagando leches hacia Caracas –prosiguió Denham mientras con el dedo empujaba al Lombardy hacia el Canal–. Lo siento, Priscilla. O bien hacia arriba, a Costa Rica o donde sea. O bien hacia abajo para arribar a Colombia por el lado occidental, siempre que los carteles puedan garantizarle un puerto seguro. Ellos pueden garantizarlo casi todo. Pero seguimos pensando en Buenaventura porque así nos lo dijiste tú. De ahí esas líneas en mi bonito mapa.

–En Buenaventura hay una flota de camiones del ejército preparado para recibirles –dijo Burr.

–No hay confirmación –intervino Eccles.

–Desde luego que sí –dijo Burr sin levantar la voz en lo más mínimo–. Lo supimos por la difunta fuente de Strelski vía Moranti, y tenemos corroboración independiente de fotografías de satélite donde aparecen camiones por la carretera.

–En esa carretera siempre hay camiones arriba y abajo –dijo Eccles, y estiró ambos brazos por encima de la cabeza como si la presencia de Burr le estuviera dejando sin energías–. De todos modos, la fuente de Strelski está desacreditada. Existen fundados indicios de que estaba de mierda hasta el cuello desde buen principio. Los soplones siempre están maquinando. Creen que con eso se ganarán el perdón.

–Nicky –dijo Burr a espaldas de Denham. Denham estaba empujando el Lombardy hacia el golfo de Panamá.

–Sí, Leonard –dijo.

–¿Vamos a abordarlo y los detenemos a todos?

–Querrás decir si lo harán los americanos...

–Quien sea. ¿Sí o no?

Meneando la cabeza ante la terquedad de Burr, Eccles depositó aparatosamente un nuevo telegrama en una bandeja. La chica del ordenador se había retirado el pelo tras las orejas y estaba pulsando teclas, Burr no podía ver la pantalla. Entre sus dientes asomaba la punta de la lengua.

–Sí, ahí está lo jodido, comprendes –dijo Denham, otra vez todo entusiasmo–. Perdona, Priscilla. Para los americanos (gracias a Dios), no para nosotros. Si el Lombardy se mantiene cerca de la costa... –su brazo rayado describió un arco de lanzador de críquet hasta llegar a la ruta que seguía el accidentado litoral entre el golfo de Panamá y Buenaventura– que nosotros sepamos, les estará tocando los cojones a los americanos. Y así el Lombardy navegará entre aguas jurisdiccionales panameñas y aguas jurisdiccionales colombianas, de modo que los pobres americanos no podrán meter la nariz.

–¿Por qué no lo hacemos detener en aguas panameñas? Hay americanos por todo el país. Panamá es su coto privado, o eso creen ellos.

–Yo no diría tanto. Si tienen la intención de lanzarse sobre el Lombardy disparando todos a la vez, tendrán que hacer cola detrás de la armada panameña. Y no te rías.

–Es Eccles el que ríe, no yo.

–Y para hacer que los panameños se pongan en la línea de salida, han de demostrar primero que el Lombardy ha violado las leyes panameñas. Y de eso, nada. Está de paso procedente de Curaçao y se dirige a Colombia.

–¡Pero va lleno de armas ilegales, maldita sea!

–Eso lo dices tú. O tu informador. Y por supuesto esperamos fervientemente que tengas razón. O más bien que la tenga él, ella o ello. Pero el Lombardy no les ha hecho nada a los panameños y además resulta que lleva matrícula de Panamá. Y los panas son terriblemente reacios a que se les vea proporcionando banderas de conveniencia para invitar luego a los americanos a que las rasguen en dos. La verdad es que en estos momentos es difícil convencer de nada a los panas. Me temo que es la post-Noriega tristis. Perdona, Priscilla. Una hosca aversión, más bien; es el orgullo nacional seriamente herido...

Burr estaba poniéndose de pie. Eccles le miraba recelosamente, como el policía que se huele algo. Denham debió de haberle oído levantarse, pero se había refugiado en el mapa. Priscilla había dejado de teclear.

–¡Está bien! –exclamó Burr, pinchando con su dedo el litoral al norte de Buenaventura–. ¡Que sea en aguas colombianas, entonces! Habrá que confiar en el gobierno de Colombia. ¿Acaso no estamos colaborando en limpiarles la trastienda, a librarles de los malditos carteles de la coca, a reventar los laboratorios de elaboración de droga que tienen por todo el país? –Le falló un poco la voz. O quizá le falló mucho, pero a él le pareció sólo un poco–. ¡Al gobierno colombiano no le va a hacer precisamente mucha gracia ver que en Buenaventura desembarca todo un cargamento de armas para el flamante ejército de los carteles! ¿Es que has olvidado todo lo que hablamos, Nicky? ¿Es que el pasado ha sido declarado zona de alto secreto o algo así? ¡Dime a ver qué lógica tiene todo esto!

–Leonard, si crees que el gobierno colombiano puede separarse de los carteles, es que vives en Babia –replicó Denham con más agallas de las que se le suponían–. Si crees que la economía de la coca puede separarse de la economía de todo el Cono Sur, eres un ingenuo.

–Un gilipollas –puntualizó Eccles, sin pedirle disculpas a Priscilla.

–En Iberoamérica hay muchas personas que consideran la planta de la coca como una doble bendición que les ha otorgado Dios –prosiguió Denham, embarcándose en un cántico de autodisculpa–. No es sólo que el Tío Sam haya decidido envenenarse con esa planta, sino que de paso ¡hace ricos a los oprimidos latinos! ¿Quién puede pedir más? Por supuesto que los colombianos están tremendamente dispuestos a cooperar con el Tío Sam en una aventura semejante. Pero a lo mejor no consiguen organizarse a tiempo de detener el envío. Uno teme que para eso hacen falta semanas de gestiones diplomáticas y hay un montón de gente de vacaciones. Y además querrán una garantía, costes para cuando lleven el Lombardy a puerto: desembarcarlo todo, muchas horas extra, trabajar a destiempo... –La pura energía de su arenga estaba produciendo tranquilidad. No es fácil fulminar y escuchar a la vez–. Y por supuesto también querrán una indemnización legal, caso de que el Lombardy esté limpio. Y si no lo está, cosa de la que me alegraría mucho, habrá indecorosos regateos para ver de quién son esas armas una vez sean confiscadas. Y para ver quién se las queda y quién se las revende a los carteles cuando todo termine. Y para ver quién va a la cárcel, cuándo, dónde y con cuántas fulanas, que le tengan contento mientras tanto. Y para ver cuántos matones se le permitirá tener a su cuidado, y cuántas líneas telefónicas para seguir llevando el negocio tras las rejas y ordenar asesinatos y hablar con sus cincuenta directores de banco. Y para ver a quién se le da el finiquito cuando decida que ya ha cumplido suficiente condena, lo que ocurrirá al cabo de unas seis semanas. Y para ver quién asciende y quién cae en desgracia y a quién se le da una medalla al valor cuando aquél se escape. Entretanto, tus armas estarán a buen recaudo en manos de los tipos que han sido entrenados para emplearlas. ¡Bienvenido a Colombia!

Burr hizo acopio de su última reserva de autodominio. Estaba en la tierra del poder de la simulación, en su sacrosanto cuartel general. Había dejado para el final la solución más evidente, sabiendo quizá que en el mundo en que vivía Denham, lo evidente era la ruta menos probable.

–De acuerdo. –Dio unos golpecitos a Panamá con el dorso de la mano–. Pues agarremos al Lombardy cuando vaya canal arriba. Allí los que mandan son los americanos. Ellos construyeron el Canal. ¿O es que aún quedan diez buenas razones para seguir calentando el asiento sin hacer nada?

La perplejidad de Denham era entusiasta:

–¡Pero querido amigo mío! Estaríamos infringiendo el artículo más sagrado del Tratado del Canal. Nadie (ni los americanos, ni los panameños) tiene derecho al registro. A menos que se pueda probar que el buque en cuestión representa un peligro físico para el Canal. Me figuro que si estuviera lleno de bombas ya sería otra cosa. Claro que tendrían que ser bombas antiguas, no nuevas. Siempre que pudieras probar que están a punto de estallar. Pero tendrías que estar bien seguro... Como estén bien embaladas, te hunden. ¿Puedes probarlo? Es un caso sólo para americanos, de todas formas. Menos mal que nosotros únicamente somos observadores. Arrimamos un poquito el hombro cuando hace falta, y cuando no, procuramos no hacerles sombra. Es probable que si nos lo piden tomemos algún tipo de medida diplomática contra los panas. Siempre de común acuerdo con los americanos. Sólo para echarles una mano. Incluso podríamos hacerlo con los colombianos, si el Departamento de Estado nos retuerce el brazo. No se perdería gran cosa, ahora mismo.

–¿Cuándo?

–Cuándo, ¿qué?

–¿Cuándo tratarás de movilizar a los panameños?

–Mañana, seguramente. O el otro. –Denham miró su reloj–. ¿Qué es hoy? –No saberlo parecía importarle bastante–. Depende de lo liados que estén los embajadores. ¿Cuándo es carnaval, Priscilla?, ya no me acuerdo. Te presento a Priscilla. Lamento no haber hecho los honores.

Tecleando dulcemente en su ordenador, Priscilla dijo: «Siglos ha que no lo hace.» Eccles tenía más telegramas.

–¡Pero Nicky, todo esto ya lo habías pensado! –Le imploró Burr en un último intento de apelar al Denham que él creía haber conocido–. ¿Qué ha cambiado? ¡El Comité Directivo ha celebrado sesiones a porrillo! ¡Todas las malditas contingencias están más que previstas! Si Roper hace esto, nosotros eso, o aquello, o lo de más allá. ¿Te acuerdas? He visto las actas. Tú y Goodhew lo teníais todo acordado con los americanos. El Plan A, el Plan B. ¿Qué ha sido de tanto trabajo?

Denham seguía impertérrito.

–Es difícil negociar con hipótesis, Leonard. Sobre todo con tu latino. Tendrías que trabajar aquí unas semanitas. Hay que presentarle hechos. Tu latino no moverá un dedo hasta que todo sea real.

–Y aun cuando no lo sea, tampoco lo hará –murmuró Eccles.

–Ojo –intervino Denham dando ánimos–. Por lo que ha llegado a nuestros oídos, los Primos están poniendo toda la carne en el asador para que esto funcione. Lo poco que hagamos nosotros no va a cambiar un ápice las cosas. Y por descontado que Darling Katie va a hacer todo lo posible en Washington.

–Katie es fantástica. –concedió Eccles.

Burr hizo una última y errónea tentativa; le venía del mismo sitio que otros actos irreflexivos que cometía a veces, y como de costumbre lamentó haberla hecho no bien acabó de hablar.

–¿Y el Horacio Enriques?preguntó–. Es sólo un puntito, Nicky, pero se dirige hacia Polonia con suficiente cocaína como para dejar a toda Europa del Este colocada durante seis meses.

–Me temo que te equivocas de hemisferio –dijo Denham–. Prueba en el Departamento Septentrional, es en el piso de abajo. O en Aduanas.

–¿Cómo puedes estar tan seguro de que ése es el barco que buscas? –preguntó Eccles, sonriendo otra vez.

–Por mi fuente.

–Lleva mil doscientos contenedores a bordo, ¿piensas registrarlos todos?

–Conozco los números –dijo Burr, sin creer lo que decía.

–Los sabe tu fuente, querrás decir.

–Quiero decir lo que he dicho.

–¿Sabes los números de los contenedores?

–Sí.


–Premio para el caballero.

Al llegar a la puerta de la calle, mientras Burr seguía clamando contra toda la Creación, el conserje le entregó una nota. Era de otro viejo amigo –esta vez del Ministerio de Defensa– lamentando que debido a una crisis imprevista no podría acudir a la cita que tenían a mediodía.


Al entrar en el despacho de Rooke, Burr olió a aftershave. Rooke estaba sentado ante su mesa, muy erguido, cambiado e inmaculado tras su viaje, con un pañuelo limpio en la manga y el Telegraph del día en su bandeja. Nunca debió salir de Tonbridge.

–He telefoneado a Strelski hace cinco minutos. Todavía no han localizado el avión de Roper –dijo Rooke con cara de disgusto antes de que Burr pudiera abrir la boca–. Vigilancia aérea se ha sacado de la manga no sé qué disparate sobre un agujero negro en el radar. Cuentos, si te digo la verdad.

–Todo está sucediendo como lo tenían planeado –dijo Burr–. La droga, las armas, el dinero, cada cosa viajando tranquilamente hacia su destino. El arte de lo imposible, Rob, pero perfeccionado. Todo lo correcto es ilegal. Todo lo asqueroso resulta la única salida lógica a seguir. Viva Whitehall.

Rooke terminó de redactar un documento.

–Goodhew quiere un compendio de la Operación Lapa para hoy mismo –dijo–. En tres mil palabras. Sin adjetivos.

–¿Adónde se lo han llevado, Rob? ¿Qué le están haciendo en este mismo instante, mientras nosotros nos preocupamos de adjetivos?

Bolígrafo en mano, Rooke continuó examinando los papeles que tenía delante.

–Tu Bradshaw ha estado falsificando las cuentas –observó con el tono con que el miembro de un club censura a otro–. Mientras le hace la compra a Roper aprovecha para estafarle.

Burr miró por encima del hombro de Rooke. Sobre el escritorio había un sumario de las compras ilegales de armamento británico y americano realizadas por sir Anthony Joyston Bradshaw en su calidad de candidato de Roper, lista reunida gracias a diversas fuentes de información europeas. Y al lado una fotografía ampliada, sacada por Jonathan, donde se veían unas cifras a lápiz procedentes del clasificador del apartamento de lujo de Roper. La discrepancia ascendía a una comisión informal de varios cientos de miles de dólares a favor de Bradshaw.

–¿Quién ha visto esto? –preguntó Burr.

–Nosotros dos.

–Bien, lo dejaremos así.

Burr llamó a su secretaria y en un arrebato de cólera le dictó un brillante resumen del caso Lapa, sin adjetivos. Dejando instrucciones de que se le informara de cualquier acontecimiento, regresó junto a su esposa e hicieron el amor mientras los niños se peleaban en el piso de abajo. Luego, mientras su mujer hacía sus cosas, él jugó con los niños. De regreso a su despacho, y tras haber examinado las cifras de Rooke en la intimidad de su habitación, ordenó que le subieran una serie de conversaciones y mensajes de fax interceptados entre Roper y sir Anthony Joyston Bradshaw de Newbury, en Berkshire. Después sacó el voluminoso archivo de Bradshaw, empezando por los años sesenta cuando era un simple recluta recién llegado al negocio de la venta ilegal de armas, croupier a horas, consorte de señoras acaudaladas, e indeseable aunque entusiasta confidente del servicio secreto británico.

Burr pasó el resto de la noche pegado a su mesa esperando que sonara el teléfono. Goodhew llamó tres veces para ver si había novedad. En dos Burr dijo «Nada». Pero a la tercera se volvieron las tornas.

–Oye, Rex, ¿no te parece que tu Palfrey lleva demasiado tiempo sin abrir la boca?

–Leonard, no creo que debamos hablar de ello.

Pero por una vez a Burr no le interesaban las sutilezas de la protección de informadores.

–Dime una cosa. ¿Sigue firmando Harry Palfrey las autorizaciones en la Casa del Río?

–¿Qué autorizaciones? ¿Autorizaciones para pinchar teléfonos, para abrir la correspondencia, para poner micrófonos? Las autorizaciones las firma un ministro, Leonard, lo sabes muy bien.

Burr se tragó su impaciencia:

–Quiero decir si sigue siendo el encargado de la Casa, el que se asegura de que nada se salga de las pautas...

–Ésa es una de sus ocupaciones, sí.

–Y de vez en cuando firma las autorizaciones, ¿no? Por ejemplo, cuando el ministro del Interior está en pleno atasco de tráfico. O cuando viene el fin del mundo. En casos de extrema gravedad tu Harry tiene la potestad de utilizar su propio criterio, y ya se arreglará luego con el ministro, ¿no? ¿O han cambiado las cosas?

–¿Estás delirando, Leonard?

–Seguramente.

–No ha cambiado nada –replicó Goodhew con tono de desesperación contenida.

–Estupendo –dijo Burr–. Me alegro, Rex. Gracias por decírmelo.

Y volvió a Joyston Bradshaw y su prolija lista de pecados.


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