Ana səhifə

El infiltrado (The Night Manager, 1993)


Yüklə 1.23 Mb.
səhifə27/31
tarix25.06.2016
ölçüsü1.23 Mb.
1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   31

27


El pleno de crisis del Comité Directivo Conjunto estaba previsto para las diez y media del día siguiente, pero Goodhew llegó temprano para ver que todo estuviera dispuesto en la sala de conferencias del sótano y repartir la orden del día y las actas de la junta anterior. La vida le había enseñado que delegar este tipo de cosas era exponerse a peligros innecesarios.

Como un general ante la decisiva batalla de su vida, Goodhew había dormido ligeramente y el alba le había encontrado con la mente clara y resuelta. Estaba convencido de que contaba con muchos soldados. Los había reclutado poco a poco y, a fin de agudizar su lealtad, les había hecho entrega de una copia de su ensayo para el Comité, titulado «Una nueva era», donde demostraba bien a las claras hasta qué punto el Reino Unido era la democracia occidental donde más se gobernaba por secreto, donde había más leyes para ocultar la información y donde existían más inexplicables métodos para escamotear los asuntos de la nación a los ciudadanos. Les había avisado, en una nota aclaratoria al informe de Burr, que el Comité se enfrentaba a un típico examen de su poder.

La primera persona en llegar a la sala de conferencias después del propio Goodhew fue el empalagoso Padstow, aquel amigo suyo de colegio que tanto se había esmerado en bailar siempre con las más feas para darles un poco de confianza.

–Oye, Rex, ¿te acuerdas de aquella carta personal, supersecreta y no sé qué más que me enviaste para cubrirme las espaldas mientras tu señor Burr hacía de las suyas allá en Cornualles, para que me la guardase en mis archivos? –Como de costumbre, las frases de Padstow podían haber sido escritas por P. G. Wodehouse en un mal día.

–Claro que me acuerdo, Stanley.

–Ya. Pues ¿no tendrás por casualidad una copia? Es que no la encuentro por ningún lado, sabes. Podría jurar que la guardé en mi caja fuerte.

–La carta estaba escrita a mano, si no recuerdo mal –contestó Goodhew.

–¿Y no la pasarías o algo por la fotocopiadora antes de mandarla?

Su conversación hubo de abreviarse por la llegada de dos secretarios del Cabinet Office, uno de los cuales sonrió a Goodhew con aire tranquilizador, mientras el otro, Loaming, estaba demasiado ocupado quitándole el polvo a su silla. «Loaming es uno de ellos –había dicho Palfrey–. Tiene cierta teoría sobre la necesidad de un lumpen mundial. La gente se cree que lo dice en broma.» A éstos les seguían los jefes de las ramas de espionaje de las fuerzas armadas, y a continuación dos barones de Transmisiones y Defensa, respectivamente. Detrás de ellos llegó Merridew, del Departamento Septentrional del Foreign Office. Su acompañante era una mujer muy seria llamada Dawn. El rumor del nuevo puesto de Goodhew se había filtrado profusamente. Algunos le estrechaban la mano; otros murmuraban incómodas palabras de ánimo. Y Merridew, que había jugado de extremo en Cambridge cuando Goodhew era medio volante en Oxford, llegó al extremo de palmearle el antebrazo, a lo que Goodhew, en una exagerada muestra de histrionismo, fingió una súbita punzada de dolor y exclamó: «¡Oh, no, Tony, creo que me lo has roto!»

Pero las risas forzadas cesaron en el momento en que hizo su aparición Geoffrey Darker acompañado de Neil Marjoram, su sereno delfín.

«Son unos ladrones, Rex –había dicho Palfrey–. Unos mentirosos..., unos conspiradores... Inglaterra les viene pequeña... Europa es una Babel balcánica... Su única Roma es Washington...»

Empieza la sesión.


–Operación Lapa, ministro –enuncia Goodhew con toda la parsimonia de que es capaz. Como de costumbre, Goodhew es el secretario; su jefe, presidente por virtud del oficio–. Me temo que hay ciertos asuntos que requieren una solución urgente, ministro. Debemos pasar a la acción. Las circunstancias aparecen explicadas en el sumario de Burr. Que nosotros sepamos, nada ha cambiado de una hora a esta parte. Habrá que establecer también la competencia de los departamentos interesados.

Su jefe el ministro parece estar sumido en un estado de ánimo de hosco resentimiento.

–¿Dónde diablos está Ejecución? –gruñe–. Es un poco raro, ¿no?, que sea un caso de Ejecución y que no haya venido nadie de Ejecución.

–Lamento decir, ministro, que Ejecución sigue siendo una agencia nombrada sumariamente, aunque ha habido aquí quienes nos hemos esforzado por ascenderla de categoría. En las sesiones plenarias del Comité únicamente están representados los jefes de departamento y los cuerpos diplomados.

–Pues yo creo que ese Burr debería estar presente. Me parece una tontería que sea él quien ha organizado todo esto, que conozca todos los entresijos del asunto y que no esté aquí para hablarnos de ello. ¿No os parece? Bueno, ¿qué? –mirando en derredor.

Goodhew no esperaba semejante ocasión de oro. Él sabe que Burr se encuentra a sólo quinientos metros de allí.

–Si ésa es su opinión, ministro, permítame entonces que haga venir a Leonard Burr y que quede constancia de que se ha establecido un precedente por el cual las agencias nombradas sumariamente y comprometidas en asuntos cruciales para las deliberaciones de su Comité puedan ser consideradas diplomadas, quedando pendiente su ascensión al estatus de diplomadas...

–Protesto –interviene Darker–. Ejecución no es más que la punta del iceberg. Si dejamos entrar a Burr, acabarán colándose todas las agencias de medio pelo que hay en Whitehall. Todo el mundo sabe que estas cuadrillas están siempre a la que salta. Se meten en problemas y luego no tienen mano izquierda para buscar soluciones. Todos hemos visto los antecedentes de Burr. La mayoría de nosotros conoce el caso desde ángulos distintos. La orden del día dice que hablaremos de mando y de control. Sólo nos faltaría tener entre nosotros, escuchando, al asunto de nuestras discusiones.

–Pero Geoffrey –dice Goodhew a la ligera–, el tema constante de nuestras discusiones eres tú.

El ministro murmura algo como «bueno, venga, dejemos las cosas como están de momento», y el primer asalto se salda con un empate y ambos contendientes ligeramente ensangrentados.


Unos minutos de música de cámara inglesa mientras los jefes del servicio secreto de la Fuerza Aérea y de la Armada explican sus respectivos éxitos siguiendo la pista del Horacio Enriques. Una vez terminados sus informes hacen pasar con orgullo sus fotografías ampliadas.

–A mí me parece un petrolero normal y corriente –dice el ministro.

Merridew, que detesta a los espiócratas, dice:

–Seguramente lo es.

Alguien tose. Cruje una silla. Goodhew oye una especie de bramido nasal desde una escala superior a la que él tiene previsto, y reconoce en ese sonido familiar el de un viejo político británico prologando la presentación de un punto a discutir.

–¿Y por qué nosotros, Rex? –quiere saber el ministro–. Va rumbo a Polonia. El barco es panameño, la compañía de Curasao. A mi entender no tiene nada que ver con nosotros. Me pides que lleve el caso al Número Diez. Y yo me pregunto qué hacemos aquí sentados hablando de este asunto...

–Ironbrand es una empresa británica, ministro.

–No señor. Es de Bahamas. ¿O no es de Bahamas? –Problemas mientras el ministro, con grandes aspavientos, propios de un hombre de más edad, rebusca entre las tres mil palabras del sumario de Burr–. Sí. Es de Bahamas. Aquí lo dice.

–Sus directivos son británicos, lo son los hombres que están cometiendo el delito, las pruebas reunidas en su contra fueron reunidas por una agencia británica bajo la égida de este su ministerio...

–Pues entreguemos las pruebas a los polacos y vámonos todos a casa –dice el ministro, muy satisfecho de su ocurrencia–. A mí me parece un magnífico plan.

Darker sonríe expresando su gélida admiración por el ingenio del ministro, pero prefiere dar el paso sin precedentes de corregirle su inglés a Goodhew:

–¿No podríamos decir testimonio, Rex, en lugar de prueba? Antes de que el éxtasis nos transporte a todos.

–Yo no estoy en éxtasis, Geoffrey, ni nadie va a transportarme como no sea con los pies por delante –replica demasiado alto Goodhew, incomodando a quienes lo apoyan–. En cuanto a entregar las pruebas a los polacos, ya se encargará Ejecución de hacerlo cuando lo crea oportuno, pero no antes de que acordemos cómo hay que proceder contra Roper y sus cómplices. La responsabilidad de apresar ese cargamento ya ha sido otorgada a los americanos. No pienso proponer la cesión del resto de responsabilidades a los colegas polacos a menos que el ministro así me lo ordene. Estamos hablando de un sindicato del crimen, rico y bien organizado, en un país muy pobre. Si han escogido Gdansk es porque piensan que pueden controlar la situación. Si tienen razón, da igual que informemos al gobierno polaco, el embarque llegará de todos modos a tierra, y malgastaremos la fuente de Burr por el mero placer de advertir a Onslow Roper de que estamos sobre su pista.

–Puede que la fuente de Burr no esté ya para ser malgastada –sugiere Darker.

–Es una posibilidad, Geoffrey. Ejecución tiene muchos enemigos, algunos de ellos al otro lado del río.

Por primera vez, el fantasma de Jonathan les ha caído sobre la mesa. Goodhew no conoce personalmente a Jonathan, pero ha compartido con Burr suficientes afanes como para volverlo a hacer ahora. Y es posible que el ser consciente de ello espolee en Goodhew la sensación de rabia, pues una vez más experimenta un sorprendente cambio de color al reanudar su parlamento con la voz un poco más alta de su nivel habitual.

Según las normas del Comité Directivo, dice, toda agencia por pequeña que sea es soberana en su terreno. Y toda agencia por grande que sea está obligada a proporcionar apoyo a cualquier otra agencia, respetando al mismo tiempo sus derechos y libertades... En el caso Lapa, prosigue, este principio básico ha sido tiroteado en repetidas ocasiones por la Casa del Río, la cual exige el control de la operación en base a que dicho control es exigido por su equivalente en Estados Unidos...

Darker acaba de interrumpir. La fuerza de Darker radica en su desconocimiento de la velocidad moderada. Sus silencios consumen; posee, in extremis, la capacidad de dar marcha atrás cuando ve que la batalla parece irremediablemente perdida y cuenta con el ataque, que es lo que ahora utiliza a conciencia.

–¿A qué te refieres con «exigidas por su equivalente en Estados Unidos»? –interviene con dureza–. El control de Lapa ha sido cedido a los Primos. La operación es propiedad de los Primos, no de la Casa del Río. Y eso ¿por qué? Es la política de todos iguales, esa pedantería tuya. Fuiste quien trazó las líneas maestras. Pues ahora, traga. Si los Primos dirigen Lapa allí, la Casa del Río debe hacerlo aquí.

Tras haber golpeado, Darker se sienta y espera la ocasión para golpear de nuevo. Marjoram espera con él. Y aunque Goodhew actúa como si no hubiera oído nada, la embestida de Darker le ha dado de lleno. Se humedece los labios. Mira a Merridew, antiguo cómplice suyo, confiando en que diga alguna cosa. Merridew guarda silencio. Goodhew vuelve a la carga, pero comete un error fatal: es decir, se aparta de la ruta que se había trazado, y habla de improviso.

–Pero cuando invitamos a Inteligencia Pura –prosigue Goodhew con demasiado énfasis e ironía– a que nos expliquen simplemente por qué hay que quitarle a Ejecución el caso Lapa –mira airado en torno suyo y ve a su jefe aparentando aburrimiento, mirando a la blanca pared de ladrillo–, se nos pide que participemos de un misterio. Se llama Capitana, una operación tan secreta y aparentemente tan extendida que da lugar a casi cualquier acto de vandalismo existente en catálogo de la administración pública. A eso le llaman geopolítica. A eso le llaman... –Goodhew desea escapar al ritmo de su propio discurso, pero está lanzado y es incapaz de volverse atrás– le llaman normalización. A eso le llaman reacciones en cadena demasiado intrincadas para ser descritas. Intereses que no pueden ser divulgados. –Oye temblar su voz pero no puede evitar que tiemble. Se acuerda de haberle dicho a Burr que no se metiera por este camino. Pero no puede evitarlo–. Se nos ha recalcado que hay un aspecto mas profundo que no comprendemos porque somos demasiado prosaicos. En otras palabras, ¡Inteligencia Pura va a tragarse a Lapa, y lo demás son cuentos!

Hay agua en los oídos de Goodhew, y agua delante de sus ojos, y ha de esperar un instante para recobrar el aliento.

–Bien, Rex –dice su jefe–. Me alegra ver que estás en forma. Hablemos sin pelos en la lengua. Geoffrey, tú me enviaste un borrador que decía que todo este asunto de Lapa, tal como lo entiende Ejecución, es una sarta de embustes. ¿Por qué?

Goodhew salta imprudentemente:

–¿Por qué no ha llegado a mis manos una copia de ese borrador?

–Capitana –replica Marjoram en medio de un silencio de muerte–. No estás en la lista de Capitana, Rex.

Darker les brinda una explicación más detallada, no para aliviar el dolor de Goodhew sino para acrecentarlo:

–Verás, Rex, Capitana es el nombre en clave de la parte americana de esta operación. Fueron muy estrictos a la hora de dejarnos meter baza. Lo siento de veras.


Darker tiene la palabra. Marjoram le pasa un expediente. Darker lo abre, se lame un dedo con escrupulosidad y pasa página. Darker tiene su propio ritmo. Sabe cuándo las miradas están puestas en él. Podría haber sido un mal evangelista. Tiene la aureola, el porte, la rabadilla curiosamente prominente.

–¿Te importa que te haga unas preguntas, Rex?

–Tengo entendido, Geoffrey, que en tu departamento se dice que sólo las respuestas son peligrosas –contraataca Goodhew. Pero la frivolidad no es precisamente su aliada. Sus palabras suenan hoscas y estúpidas.

–¿Fue la misma fuente la que le habló a Burr de la droga y del envío de armas a Buenaventura?

–Así es.

–¿Fue esa misma fuente la que relacionó todo el asunto? ¿Ironbrand, drogas por armas, en fin, que se estaba tramando algo?

–Esa fuente está muerta.

–¿De veras? –Darker parece interesado más que preocupado–. De modo que todo vino a través de Apostoll, ese abogado drogadicto que estaba jugándose el todo por el todo para librarse de la cárcel a base de sobornos...

–¡No estoy dispuesto a hablar de informadores por su nombre en estos términos!

–Oh, pues yo creo que si están muertos da lo mismo.

Otra pausa teatral que Darker aprovecha para examinar el expediente de Marjoram. Entre los dos existe una afinidad peculiar que les une.

–¿Es una fuente de Burr la que ha estado poniendo en circulación todas esas historias escalofriantes sobre la implicación de ciertas financieras británicas en el negocio? –interpela Darker.

–Esa información proviene de una sola fuente, que, además, nos ha proporcionado muchos otros detalles. No me parece apropiado seguir hablando de las fuentes de Burr –dice Goodhew.

–¿Fuentes, o una sola fuente?

–A mí nadie me tira de la lengua.

–¿Vive aún esa solitaria fuente?

–Sin comentarios. Vive, sí. Es todo cuanto pienso decir.

–¿Hombre o mujer?

–Paso. Ministro, me veo obligado a protestar.

–Estás diciendo que una sola fuente (hombre o mujer) le chivó el negocio a Burr, le chivó lo de la droga a Burr, le chivó también lo de las armas, el blanqueo de dinero, los barcos y la participación financiera británica. ¿Es eso?

–Olvidas, Geoffrey, y me figuro que deliberadamente, que hay un gran número de fuentes técnicas proporcionando información paralela casi constantemente, todo lo cual ha servido para verificar los datos remitidos por la fuente humana de Burr. Por desgracia, buena parte del material técnico últimamente nos ha sido negada. Mi intención es sacar el tema a colación en cuanto tenga oportunidad.

–¿Al decir nos te refieres a Ejecución?

–En este caso, sí.

–Siempre es un problema pasar material de primera a estas pequeñas agencias que tanto te gustan, porque nunca sabes si son seguras.

–¡Yo pensaba que su pequeñez las hacía más seguras que esas agencias mastodónticas con sospechosas conexiones...!

Marjoram interviene, pero bien podría haber sido el propio Darker, pues los ojos de éste siguen fijos en los de Goodhew y la voz de Marjoram, aunque más sedosa, tiene el mismo tono acusatorio.

–No obstante ha habido ocasiones en que tal información paralela ha brillado por su ausencia –sugiere con una sonrisa compasiva dirigida a toda la mesa–. Ocasiones en que, por así decir, la fuente ha hablado por su cuenta. Ha dado cosas que no había modo alguno de comprobar. «Aquí tienes», como si dijéramos. «Lo tomas o lo dejas.» Y Burr lo ha tomado. Igual que tú, Rex. ¿Cierto?

–Dado que últimamente nos habéis negado gran parte de esa información paralela, hemos aprendido a apañarnos sin ella. Ministro, ¿acaso no es lógico en toda fuente que consigue material original que sus informaciones no puedan probarse de inmediato en todos sus aspectos?

–Creo que estamos especulando demasiado –se lamenta el ministro–. ¿No podríamos ir al grano, Geoffrey? Como les vaya con esto al Gabinete, tendré que agarrar del cuello al secretario antes del turno de preguntas.

Marjoram sonríe su asentimiento pero no cambia un ápice de táctica:

–Menuda fuente la vuestra, Rex. Y vaya un problema si permites que él (o ella, perdona) te tenga de la oreja. Creo que no me gustaría encargarle una operación arriesgada si yo tuviera que aconsejar al primer ministro. Al menos sin saber un poco más de ese hombre o esa mujer. La fe ilimitada en los propios agentes es cosa muy aceptada en el oficio. Burr se pasaba a veces un poco, en los días en que trabajaba para la Casa del Río. Había que atarle corto...

–Lo poco que sé de la fuente me convence por entero –replica Goodhew, hundiéndose aún más en el fango–. Se trata de una fuente leal que ha hecho enormes sacrificios personales en bien de su país. Insisto en que a la fuente, hombre o mujer, se la escuche y se le dé crédito, y que obremos en consecuencia en función de sus informaciones.

Darker vuelve a tomar el mando. Primero mira la cara de Goodhew y después las manos que tiene apoyadas sobre la mesa. Y a Goodhew, que está a punto de reventar, se le ocurre la desagradable idea de que Darker está pensando en lo divertido que sería arrancarle las uñas.

–Bien, a mí me parece equitativo para todos –dice Darker lanzando una mirada al ministro para asegurarse de que ha oído al testigo condenándose con sus propias palabras–. No oía tan clamorosa declaración de amor incondicional desde... –se vuelve hacia Marjoram–, ¿cómo se llamaba el tipo?, el criminal fugado... Tiene tantos nombres que ya no sé cuál es el verdadero...

–Pine –dijo Marjoram–. Jonathan Pine. Creo que sólo tiene un apellido. Hay una orden de captura internacional contra él desde hace meses.

Darker otra vez:

–No me digas que Burr ha estado haciéndole caso a ese tal Pine, ¿eh, Rex? No es posible. Con ése ya no pica nadie. Es como creerle al borrachín de la esquina cuando dice que no tiene calderilla para volver a casa.

Por primera vez tanto Darker como Marjoram están sonriendo al alimón, y con cierta incredulidad, al pensar que un individuo tan listo como el viejo Rex Goodhew pueda haber cometido un patinazo tan monumental.


Goodhew tiene la sensación de hallarse solo en un enorme salón desierto, a la espera de una especie de ejecución pública que no acaba de celebrarse. De lejos oye a Darker echándole una mano al explicar que es perfectamente normal que el servicio secreto, en un caso en el que las medidas a tomar deben considerarse al más alto nivel, desembuche todo lo que sepa de sus fuentes.

–Mira, Rex, a ver si lo entiendes. ¿No te gustaría saber si lo que Burr ha comprado son las joyas de la Corona o un montón de embustes del mayor farsante? No es que él estuviera precisamente al nivel de sus fuentes, ¿verdad? Seguramente le pagó al tío de una sola vez todo el presupuesto de un año. –Se vuelve hacia el ministro–: Entre sus habilidades varias, este Pine falsifica pasaportes. Hace año y medio nos vino con la peregrina idea de un embarque de armamento sofisticado para los iraquíes. Hicimos las comprobaciones pertinentes, no nos gustó el asunto y le enseñamos la puerta. A decir verdad, pensamos que estaba un poco chiflado. Hace unos meses surgió como factótum o algo así en la casa que Dicky Roper tiene en Nassau. Tutor por horas de su díscolo hijo. En sus ratos libres intentaba vender rumores contra Roper en los bazares del espionaje mundial.

Darker echa un vistazo al expediente abierto para asegurarse de estar siendo imparcial dentro de lo posible:

–Vaya expediente tiene el chico. Homicidio, robo múltiple, tráfico de drogas y posesión ilegal de varios pasaportes. En dios confío que no se sentará en el banquillo de los testigos para decir que todo lo hizo por los servicios secretos de Su Majestad.

Un servicial dedo índice de Marjoram señala un punto más abajo de la página. Al verlo, Darker asiente en agradecimiento por haberle refrescado la memoria.

–Sí, ésa es otra de sus rarezas. Mientras Pine estaba en El Cairo parece que se topó con un tal Freddie Hamid, uno de los tristemente célebres hermanos Hamid. Pine trabajaba en su hotel. Es probable que traficara también para él. Nuestro hombre, Ogilvey, nos dice que hay senos indicios que apuntan a Pine como autor del asesinato de la querida de Hamid. Por lo visto, le dio tal paliza que la mató. Se la llevó un fin de semana a Luxor y luego la mató en un ataque de celos. –Darker se encogió de hombros y cerró la carpeta–. Estamos hablando de un individuo gravemente desequilibrado, ministro. Creo que no deberíamos pedirle al primer ministro autorización para tomar medidas drásticas basadas en los embustes de ese Pine. Y creo que tú tampoco.

Todo el mundo mira a Goodhew, pero enseguida apartan los ojos de nuevo a fin de no ponerle las cosas más difíciles. Marjoram en concreto parece compadecerse de él. El ministro está hablando pero a Goodhew se le ve fatigado. «Puede que ése sea el efecto de la maldad –piensa Goodhew– que te fatiga.»

–Rex, has de defender tu postura al respecto –se lamenta ahora el ministro–. ¿Burr ha hecho un trato con ese hombre, sí o no? Espero que no tenga nada que ver con sus crímenes... ¿Qué le habéis prometido? Insisto en que continúes, Rex. Últimamente ya ha habido demasiados casos de delincuentes empleados por el servicio secreto británico. No te atrevas a traerle de nuevo al país, eso es todo. ¿Le dijo Burr para quién trabajaba? Probablemente le daría mi número de teléfono. Vuelve, Rex. –La puerta parece estar muy lejos–. Geoffrey dice que ese Pine estuvo en las fuerzas especiales en Irlanda. Lo que nos faltaba, los irlandeses van a saltar de alegría. Por Dios, Rex, apenas hemos empezado el orden del día. Hay decisiones importantes que tomar. Rex, esto no me parece nada bien. No es propio de ti. Adiós.


Afuera, en el hueco de la escalera, el aire es afortunadamente fresco. Goodhew se apoya contra la pared. Seguramente está sonriendo.

–Supongo que estará usted pensando ya en el fin de semana, ¿no es así? –dice el conserje con respeto.

Conmovido por la buena cara del hombre, Goodhew busca desesperadamente una respuesta amable.
Burr estaba trabajando. Su reloj interior se había parado en pleno Atlántico, su mente estaba con Jonathan fuera cual fuese el apuro por el que estuviera pasando ahora, pero su intelecto, su voluntad y su inventiva estaban concentradas en el trabajo que tenía delante.

–Tu hombre la ha cagado –comentó Merridew cuando Burr le telefoneó para saber cómo había ido la reunión del Comité–. Geoffrey se ha empleado a fondo y le ha puesto de vuelta y media.

–Eso es porque Geoffrey Darker no cuenta más que cochinas mentiras –explicó cuidadosamente Burr, por si Merridew necesitaba aclaraciones. Y luego volvió al trabajo.

Estaba computado para la Casa del Río.

Era otra vez un espía sin principios ni arrepentimiento. La única verdad era aquello de lo que pudiera salir impune.

Envió a su secretaria de pillaje por Whitehall, y a las dos en punto la vio aparecer, sosegada pero ligeramente jadeante, con los sobres y papel de carta que le había ordenado agenciarse.

–Vamos –dijo él, y la secretaria fue por su bloc.

En su mayoría, las cartas que le dictó estaban dirigidas a él mismo. Varias eran para Goodhew, y un par para el jefe de Goodhew. Los estilos eran diversos: «Querido Burr», «Mi querido Leonard», «A la atención del director de Ejecución», «Querido ministro». Para la correspondencia de mayor enjundia optó por escribir «Querido Fulano de Tal» a mano en el encabezamiento, y garabateando abajo una despedida cualquiera: «Suyo», «Un abrazo», «Atentamente», «Su seguro servidor», «Con mis mejores deseos».

Su caligrafía también variaba tanto en inclinación como en los caracteres. También variaban las tintas y los instrumentos de escritura que adjudicaba a los distintos corresponsales.

Variaba asimismo la calidad del papel oficial, más recio cuanto más alto subía en la escala humana de Whitehall. Para cartas ministeriales optó por un azul pálido con la cimera oficial estampada en el encabezamiento.

–¿Cuántas máquinas de escribir tenemos? –preguntó a su secretaria.

–Cinco.


–Utiliza una para cada destinatario, y una para las nuestras –ordenó Burr.

Ella ya había tomado pertinente nota.

De nuevo a solas, Burr telefoneó a Harry Palfrey a la Casa del Río. Su tono fue crítico, su mensaje breve.

–Pero he de tener un motivo... –protestó Palfrey.

–Lo tendrás cuando te dejes ver –replicó Burr.

Luego telefoneó a sir Anthony Joyston Bradshaw a Newbury.

–¿Por qué coño he de obedecer órdenes suyas, vamos a ver? –preguntó Bradshaw con arrogancia y un leve eco de la forma de hablar de Roper–. No tiene influencia ni poder, mucho mamón hay en la banda...

–Usted limítese a estar donde le digo –le aconsejó Burr.

Hester Goodhew le telefoneó desde Kentish Town para decir que su marido se quedaría unos días en casa: el invierno no le sentaba muy bien, dijo. Después de ella se puso el propio Goodhew hablando como el rehén que ha aprendido de memoria lo que debe decir:

–El presupuesto es tuyo hasta fin año, Leonard. Eso no te lo quita nadie. –Acto seguido, su voz se quebró de un modo horrible–. Pobre chico. ¿Qué va a ser de él? No hago otra cosa que pensar en él todo el rato.

Burr también, pero tenía mucho trabajo.
Blanca y escueta, la sala de entrevistas del Ministerio de Defensa está iluminada como una cárcel y fregada como otro tanto. Es un cubículo de paredes de ladrillo con una ventana cegada y un radiador eléctrico que apesta a polvo chamuscado siempre que lo encienden. La ausencia de graffíti es alarmante. Uno se pregunta, mientras aguarda, si los últimos mensajes han sido borrados con pintura tras la ejecución del ocupante. Burr llegó tarde a propósito. Al entrar, Palfrey hizo un intento de mirarle con desdén por encima de su tembloroso periódico, y luego sonrió con afectación.

–Bueno, ya he venido –dijo truculentamente. Y se levantó. Y dobló el diario con grandes aspavientos.

Burr cerró cuidadosamente la puerta con llave al entrar, dejó su maletín en una silla, se quitó el abrigo, lo dejó en un colgador y le dio un soberano bofetón a Palfrey. Pero sin apasionamiento, casi a regañadientes. Como si hubiera pegado a un epiléptico para poner fin a un ataque, o a su propio hijo para tranquilizarlo en pleno arrebato.

Palfrey se sentó de nuevo en el mismo banco que había estado ocupando antes y se llevó la mano a la mejilla ultrajada.

–Bestia –susurró.

En cierto modo, Palfrey tenía razón, salvo que la bestialidad de Burr estaba bajo férreo control. Burr tenía un humor de perros, y ni sus mejores amigos ni su esposa le habían visto nunca en ese estado. El mismo Burr raramente se había visto así. No se sentó, sino que se acuclilló culigordo de modo que sus cabezas estuvieran perfectamente cerca la una de la otra. Y para que Palfrey pudiera escuchar mejor, agarró con ambas manos al pobre hombre de su corbata manchada de cerveza mientras le hablaba, convirtiéndola en un más que temible dogal.

–Harry, hasta ahora he sido muy, pero que muy amable contigo –empezó una alocución que se beneficiaba de no haber sido preparada antes–. No me he ido de la lengua. No te he chafado la guitarra. Me he quedado mirando con indulgencia mientras fisgabas a un lado y otro del río, en la cama de Goodhew vendiéndole a Darker, jugando con las cartas marcadas, como has hecho siempre. ¿Aún sigues prometiendo a todas las chicas que conoces que te divorciarás? ¡Claro que sí! ¿Para irte luego corriendo a casa a renovarle tus promesas de fidelidad a tu esposa? ¡Claro que sí! ¡Harry Palfrey y su famosa conciencia de sábado por la noche! –Burr tiró del nudo del ahorcado, apretando aún más la corbata de Palfrey contra su nuez–. «¡Las cosas que he tenido que hacer por Inglaterra, Mildred!» –protestó, haciendo el papel de Palfrey–. «¡El precio que he pagado por mi integridad, Mildred! Si supieras ni que fuese la décima parte, no podrías dormir nunca más, salvo conmigo, naturalmente. Te necesito, Mildred. Necesito tu calor, tu consuelo, Mildred. ¡Te amo!... Pero no se lo cuentes a mi mujer, ella no lo entendería.» –Un doloroso tirón del nudo–. ¿Aún sigues con esa mierda, Harry? Tú siempre cruzando la frontera, seis veces al día, ¿verdad? ¿Todavía soplas, y resoplas, y requetesoplas, hasta que esa cabezota peluda empieza a asomar por tu culito perplejo? ¡Pues claro que sí!

Pero para Palfrey no era fácil dar una respuesta racional a estas preguntas debido a la inflexible presa de Burr sobre su corbata de seda. Era una corbata gris plata, lo que hacía las manchas más conspicuas. Tal vez le había servido a Palfrey en uno de sus muchos matrimonios. Parecía irrompible.

Burr adoptó un tono de confianza y un poquitín pesaroso:

–Se acabó el soplar, Harry. El barco se ha hundido. Un soplo más y has cerrado el lote. –Sin aflojar la presa de que hacía objeto a la corbata de Palfrey, acercó su boca a la oreja de éste–. ¿Sabes qué es esto, Harry? –Levantó la gruesa punta de la corbata–. La lengua del doctor Paul Apostoll saliéndole de la garganta, a la colombiana. Gracias a Harry Palfrey, el soplón. Tú vendiste a Apostoll a Darker. ¿Lo recuerdas? Ergo, también le vendiste a mi agente Jonathan Pine. –A cada vendiste iba apretando un poco más la garganta de Palfrey–. Vendiste a Geoffrey Darker, sí, a Goodhew... sólo que en realidad no, claro. Lo fingiste y luego hiciste el doble juego y vendiste a Goodhew a Darker para variar. ¿Qué sacas de todo ello, Harry? ¿Sobrevivir? Yo no apostaría demasiado. En mi opinión eres lo más rastrero que me he tirado a la cara. Después de ti, el árbol de Judas. Porque, sabiendo lo que yo sé y tú no, pero pronto vas a saber, estás completa y absolutamente solo. –Burr soltó su presa y se puso bruscamente de pie–. ¿Puedes leer aún? Tienes los ojos un poco adormecidos. ¿Es de pánico o de arrepentimiento? –Fue hacia la puerta y agarró el portafolios negro de Goodhew. Se le veían los surcos producidos por un cuarto de siglo de viajar en el portaequipajes de la bici de Goodhew, y los restos de la cimera oficial estaban muy gastados–. ¿O es que la miopía alcohólica te ha afectado la vista? ¡Siéntate! ¡Ahí no, aquí! Hay más luz.

Y entre el ahí y el aquí Burr arrastró a Palfrey como a un muñeco de trapo, empleando las axilas para izarle y dejándole caer pesadamente primero en una silla y luego en otra.

–Hoy me noto un poco bruto –explicó a modo de disculpa–. Tendrás que ser indulgente conmigo. Creo que es de pensar en el joven Pine muriendo en la hoguera en manos de las guapas de Roper. Me parece que me he vuelto demasiado viejo para el oficio. –Lanzó un expediente sobre la mesa. Llevaba el membrete de capitana en rojo–. El significado de estos papeles que quiero que leas con atención es el siguiente: estás bien jodido, individual y colectivamente. Rex Goodhew no es el bufón por el que tú le habías tomado. Tiene más en la sesera de lo que tú y yo hemos creído jamás. Ahora lee.

Palfrey leyó, pero la lectura no le resultaba fácil, y eso era lo que Burr había pretendido al llegar a tales extremos para privarle de sosiego. Y antes de que Palfrey terminara de leer ya estaba llorando tan copiosamente que algunas lágrimas emborronaron las firmas y los «Querido Ministro» y los «Su seguro servidor» que ilustraban el principio y el final de la correspondencia falsificada.

Mientras Palfrey seguía llorando, Burr extrajo una autorización del Ministerio del Interior que de momento no llevaba firma alguna. No se trataba de una autorización plenaria. Era simplemente una autorización de interferencia, facultando a los escuchas la imposición de una avería técnica a tres números de teléfono, dos en Londres y uno en Suffolk. Dicha avería simulada tendría como consecuencia desviar todas las llamadas efectuadas a esos tres números a un cuarto teléfono, cuyas coordenadas venían especificadas en el espacio oportuno. Palfrey leyó la autorización y meneó la cabeza e intentó expresar con ruidos su rechazo a través de su boca obstruida.

–Son los números de Darker –objetó–. Del campo, de la ciudad, del despacho. No puedo firmarlo. Me mataría.

–Pues si no firmas, Harry, te mataré yo. Porque si haces llegar esta autorización al ministro correspondiente, dicho ministro le irá con el cuento a su tío Geoffrey. O sea que de eso nada, Harry. Por la autoridad que se te ha otorgado, vas a firmar tú personalmente esta autorización; sé que en circunstancias excepcionales tienes potestad para hacerlo. Y yo personalmente voy a hacer llegar la autorización a los escuchas por mensajero de seguridad. Y tú personalmente vas a pasar una tranquila velada con mi amigo Rob Rooke en su despacho, para que tú personalmente no caigas en la tentación de chivarte mientras tanto, por aquello del hábito. Y si armas alboroto, puede que mi buen amigo Rob te ate al radiador hasta que te arrepientas de tus muchos pecados, y ojo que es un tío fornido. Toma. Usa mi bolígrafo. Así me gusta. Por triplicado, por favor. Ya sabes cómo las gastan los burócratas. ¿Con cuál de los escuchas sueles hablar últimamente?

–Con ninguno. Maisie Watts.

–¿Quién es Maisie, Harry? No estoy muy al corriente.

–La abeja reina. Ella lo puede todo.

–¿Y si Maisie se ha ido a almorzar con tío Geoffrey?

–Gates. Le llamamos Pearly. –Una leve mueca por sonrisa–. Es buen chico.

Burr volvió a coger a Palfrey y lo dejó caer pesadamente delante de un teléfono verde.

–Llama a Maisie. Es lo que harías en una emergencia, ¿no?

Palfrey silbó una especie de sí.

–Dile que va de camino en correo especial una autorización de máxima prioridad. Que se encargue ella personalmente. O Gates. Nada de secretarias, nada de plana menor, nada de contestaciones, nada de enarcar cejas. Necesitas obediencia ciega. Di que lo has firmado tú, y que pronto tendrás la más alta confirmación ministerial. ¿Por qué meneas la cabeza? –Bofetón–. No me gusta que meneen la cabeza. Deja de hacerlo.

Palfrey consiguió esbozar una plañidera sonrisa mientras se llevaba una mano a los labios:

–Es sólo que yo de ti procuraría ser más gracioso. Sobre todo tratándose de una cosa así. A Maisie le gusta reír un poco. Y lo mismo a Pearly. «¡Eh, Maisie! ¡Verás cuando escuches esto! ¡Se te van a caer las ligas!» Es una chica lista, comprendes. Se aburre. Nos detesta a todos. Sólo le interesa saber quién es el próximo en la lista de la guillotina.

–Conque así es como te lo montas, ¿eh, Harry? –dijo Burr, poniendo una mano amistosa sobre el hombro de Palfrey–. Conmigo no disimules, Harry, o el próximo de la lista serás tú.

Ansioso por complacer, Palfrey levantó el auricular del teléfono interior verde y, bajo la atenta mirada de Burr, marcó los cinco dígitos que toda rata de río aprende en la falda de su madre.

1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   31


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət