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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Todo había ido como una seda con la Operación Lapa. Eso decía Burr desde su siniestro escritorio gris en Miami. Otro tanto decía Strelski en el despacho contiguo. Goodhew, que telefoneaba dos veces al día desde la línea de seguridad en Londres, no abrigaba ninguna duda.

–Las autoridades establecidas se están dejando persuadir, Leonard. Sólo necesitamos la recapitulación.

–¿Qué autoridades? –dijo Burr, siempre suspicaz.

–Mi jefe, para empezar.

–¿Tu jefe?

–Está cambiando, Leonard. Así me lo ha dicho él, y tengo que concederle el beneficio de la duda. ¿Cómo voy a pasarle por encima si está brindándome todo su apoyo? Ayer me abrió su corazón.

–Me alegra saber que tiene de eso.

Pero últimamente Goodhew no estaba para ocurrencias.

–Dijo que deberíamos estar mucho más en contacto, lo cual me parece bien. Hay demasiados intereses creados por ahí. Dijo que notaba en el aire una vaharada a podrido. Yo no lo hubiera expresado mejor. A él le gustaría ser recordado como uno de los que no tuvieron miedo de seguir la pista. Ya me ocupo yo de eso. No mencionó la palabra Capitana, ni yo tampoco. A veces sale más a cuenta ser reticente. Pero tu lista le impresionó de verdad, Leonard. Esa lista ha surtido efecto; era directa, inexorable. Algo que nadie podía eludir.

¿Mi lista?

–Sí, Leonard, la lista. La que fotografió nuestro amigo. Los patrocinadores, los inversores. Corredores y competidores, como dijiste tú. –La voz de Goodhew tenía un matiz de súplica que Burr habría preferido no oír–. Por Dios, Leonard, la pistola recién disparada. Eso que no se encuentra nunca, como dijiste tú, salvo que nuestro amigo sí lo encontró. Leonard, te veo un poquito obtuso...

Pero Goodhew había interpretado mal la causa de que Burr estuviera confuso. Burr había sabido inmediatamente de qué lista se trataba. Lo que no podía comprender era el uso que Goodhew había hecho de ella.

–No me estarás diciendo que le has enseñado la lista de patrocinadores a tu ministro, ¿eh?

–Cielo santo, ¿cómo iba a enseñarle el material en bruto? Sólo los nombres y los números. Debidamente reciclados, como es lógico. Podían haber salido de un teléfono interceptado, de un micrófono, de lo que sea. Hasta podríamos haberlo robado del buzón.

–Mira, Rex, Roper no dictó esa lista ni la leyó por teléfono. La escribió en un bloc de esos que usan los abogados y sólo existe uno como ése en el mundo, y sólo un hombre que lo fotografió.

–¡No me seas quisquilloso, Leonard! Mi jefe está consternado, eso es lo que importa. Reconoce que la recapitulación está próxima y que han de rodar cabezas. Se da cuenta (así me lo ha dicho y yo le creeré mientras no se demuestre lo contrario, él tiene su orgullo, Leonard, igual que nosotros, sabemos cómo evitar una verdad desagradable hasta que nos fuerzan a aceptarla), se da cuenta de que le ha llegado la hora de dar el callo y ser tenido en cuenta. –Probó con una broma–. Ya conoces sus metáforas. Me sorprende que no haya sacado algunas escobas nuevas de entre las cenizas, por eso de que barren mejor.

Si Goodhew esperaba oír carcajadas, Burr no se las proporcionó.

–No tengo otra salida, Leonard. –Goodhew estaba nervioso–. Soy un servidor de la Corona. Sirvo a un ministro de la Corona. Es mi deber informar a mi jefe de cómo marcha tu caso. Si él me dice que ha visto la luz, a mí no me han contratado para llamarle mentiroso. Debo fidelidad a ciertas personas, a ti y a él, pero también a mis principios. El jueves almorzaremos juntos después de su reunión con el secretario del Gabinete. Espero noticias importantes. Confiaba en que te gustaría saberlo, no que te ibas a enfadar.

–¿Quién más ha visto la lista de patrocinadores, Rex?

–Nadie, aparte de mi jefe. Como es lógico, le previne acerca del carácter secreto de esa lista. No se puede ir diciendo a la gente que se calle, no puedes ir diciendo «que viene el lobo» muy a menudo. Es evidente que en lo sustancial saldrá a relucir en la reunión con el secretario del próximo jueves, pero puedes estar seguro que de ahí no trascenderá.

El silencio de Burr le resultó insoportable.

–Leonard, me temo que estás olvidando los principios básicos. Todos mis esfuerzos de estos últimos meses han estado dedicados a conseguir una mayor apertura en la nueva era. El secreto es la maldición del sistema británico. Yo no pienso animar a mi jefe ni a ningún otro ministro de la Corona a que se esconda bajo las faldas del secreto. Ya lo han hecho bastante. No pienso escucharte, Leonard. No quiero que caigas en los viejos métodos de cuando trabajabas en la Casa del Río.

Burr tomó aire y dijo:

–Mensaje recibido, Rex. Me doy por enterado. De hoy en adelante, tendré en cuenta los principios básicos.

–Es bueno saberlo, Leonard.

Burr colgó y luego llamó a Rooke.

–Rob, no vamos a pasarle más informes en bruto a Goodhew del asunto Lapa. Con efectos inmediatos. Lo confirmaré por escrito mañana.
No obstante, todo lo demás había ido como una seda, y si bien Burr seguía molesto por el desliz de Goodhew, ni él ni Strelski vivían con la sensación de ruina inminente. Lo que Goodhew había llamado recapitulación era lo que Burr y Strelski llamaban el golpe, y era el golpe en lo que ahora soñaban los dos. Era el momento en que drogas, armas y actores estarían en el mismo sitio, la pista del dinero sería visible, y sus guerreros –suponiendo que el equipo mixto consiguiera los permisos necesarios– caerían de los árboles gritando «¡Manos arriba!», y entonces los malos sonreirían con desconsuelo y dirían «Buen trabajo, agente» o, caso de ser americanos: «Me las pagarás, Strelski, hijo de puta.»

O así se lo pintaban jocosamente el uno al otro.

«Hay que dar largas al asunto –seguía insistiendo Strelski en sus reuniones, por teléfono, tomando café, paseando por la playa–. Cuanto más metidos están, menos sitios tienen para ocultarse y más cerca estamos de Dios.»

Burr estuvo de acuerdo. «Cazar criminales no se diferencia de cazar espías –dijo–. Sólo hace falta una esquina bien iluminada, las cámaras a punto, un hombre de gabardina con los planos y otro con bombín y la maleta llena de billetes usados. Luego, con un poco de suerte, tienes un caso.» El problema con la Operación Lapa era: ¿en qué esquina?, ¿de qué ciudad?, ¿en qué mar?, ¿de qué jurisdicción? Pues una cosa estaba clara: ni Richard Onslow Roper ni sus socios colombianos tenían la menor intención de llevar a término su negocio en suelo norteamericano.


Otra fuente de apoyo y satisfacciones fue el nuevo fiscal federal que había sido asignado al caso. Se llamaba Prescott y era más eminente aún que el fiscal federal de siempre: era ayudante del procurador general, y todos aquellos a quienes Strelski les preguntó por él dijeron que Ed Prescott era el mejor que había. «Simplemente el mejor, Joe, te lo digo yo.» Los Prescott, claro, eran gente de Yale de varias generaciones, y un par de ellos estaban relacionados con la Agencia –¿cómo iba a ser si no?– y se rumoreaba incluso, sin que Ed lo hubiera negado nunca de manera clara, que estaba emparentado con el viejo Prescott Bush, el padre de George Bush. Claro que Ed nunca había hecho demasiado caso de esas cosas, él quería que lo supieses. Era un washingtoniano muy formal, con iniciativa propia, y cuando se iba al trabajo dejaba su alcurnia en casa.

–¿Qué ha pasado con el tipo que tuvimos hasta la semana pasada? –preguntó Burr.

–Imagino que se cansó de esperar –contestó Strelski–. No saben estar sin hacer nada.

Pasmado como siempre por la forma en que los americanos alternaban contratos y despidos, Burr no dijo más. Cuando ya era demasiado tarde se percató de que él y Strelski abrigaban las mismas reservas pero que, por deferencia mutua, se negaban a expresarlas. Mientras tanto, como todos los demás, Burr y Strelski se lanzaron a la aparentemente imposible tarea de persuadir a Washington de que sancionara un decreto de interdicción en alta mar contra el Lombardy, matriculado en Panamá, que zarparía de Curaçao con rumbo a la Zona Franca de Colón y del que se sabía transportaba cincuenta millones de dólares en armamento sofisticado que, según el manifiesto del buque, eran turbinas, piezas de tractor y maquinaria agrícola. En este punto Burr se culparía –como se culpaba por casi todo– de emplear demasiadas horas en sucumbir al vigoroso encanto y juveniles maneras de Ed Prescott en sus espléndidas oficinas del centro de la ciudad y de estar demasiado poco en el centro de operaciones del equipo mixto de planificación atendiendo a sus responsabilidades como agente encargado de un caso.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Las ondas secretas que surcaban el aire entre Miami y Washington estaban ocupadas día y noche. Era tal la profusión de expertos legales, y no tan legales, que pronto empezaron a aparecer por allí conocidas caras británicas: Darling Katie, de la embajada de Washington; Menderson, de la agregaduría naval; Hardacre, del espionaje de transmisiones; y un joven abogado de la Casa del Río, del cual se decía estaba siendo promovido para reemplazar a Palfrey como asesor legal del Grupo de Estudios de Obtención.

Había días en que parecía que todo Washington se dejaba caer por Miami; otros, la oficina del fiscal quedaba reducida a dos mecanógrafas y una operadora de centralita mientras Prescott, el ayudante del procurador general, y su equipo levantaban el campamento para librar batalla en el Capitolio. Y Burr, resueltamente ajeno a las lindezas de las luchas intestinas norteamericanas, sacaba consuelo de una actividad febril, suponiendo, en cierto modo como el lebrel de Jed, que donde pasaban tantas cosas a la vez, algún avance se conseguiría.


Así pues, no podía hablarse de malos augurios, sino tan sólo de esas alarmas menores que forman parte de toda operación clandestina: por ejemplo, las insistentes señales de que datos vitales como fotografías de reconocimiento, mensajes interceptados e informes de zona elaborados por Langley habían sufrido perturbaciones camino del despacho de Strelski; y la misteriosa sensación, experimentada separadamente por Burr y por Strelski pero no compartida aún, de que la Operación Lapa estaba siendo llevada en tándem con otra operación cuya presencia podían sentir pero no ver.

Por lo demás, el único quebradero de cabeza era como siempre Apostoll, quien, no por primera vez en su veleidosa carrera como supersoplón de Flynn, había hecho mutis por el foro. Y esto era un verdadero fastidio por cuanto Flynn había volado expresamente a Curaçao para estar a mano caso de que le necesitara, y se hallaba ahora sentado en un hotel de lujo sintiéndose como la chica a la que han dejado plantado en el baile.


A este respecto, Burr no veía motivo alguno de alarma. Efectivamente, si Burr lo pensaba con el corazón en la mano, Apo tenía sus razones. Habían estado presionándole mucho, tal vez demasiado. Llevaba semanas manifestando su resentimiento y amenazando con declararse en huelga hasta que su amnistía estuviera firmada. No era de extrañar que a medida que las cosas se iban calentando él prefiriese mantener las distancias antes que correr el riesgo de buscarse otras seis condenas a cadena perpetua por complicidad anterior y posterior al mayor alijo de armas y drogas de la historia reciente.

–Pat acaba de llamar al padre Lucan –le informó Strelski a Burr–. Lucan dice que no le ha visto el pelo desde hace días. Pat tampoco sabe nada. Pero sus clientes sabían que no se dirigía a Curaçao. ¿Para qué habrían mandado a Moranti, si no? Y si se lo cuenta a sus clientes, ¿por qué coño no se lo dice a Pat?

–Seguramente quiero darle una lección –sugirió Burr.

Esa misma tarde los monitores le dejaron el regalo de una nueva interceptación resultado de un barrido casual de llamadas telefónicas desde Curaçao:

Lord Langbourne al despacho de Menez & García, procuradores de Cali (Colombia), socios del doctor Apostoll e identificados como miembros importantes del cartel de Cali. Es el doctor Juan Menez quien responde a la llamada:

–¿Juanito? Soy Sandy. ¿Qué le ha pasado a nuestro amigo el doctor? No se ha presentado.

Silencio de dieciocho segundos.

–Pregúntaselo a Jesús.

–¿Eso qué coño quiere decir?

–Nuestro amigo es una persona devota, Sandy. Puede que se haya ido de ejercicios espirituales.

Se acuerda que dada la proximidad de Caracas a Curaçao, el doctor Moranti hará las veces de sustituto.

Y una vez más, como Burr y Strelski admitirían después, estaban protegiéndose mutuamente de lo que en realidad pensaban.

Por otras llamadas interceptadas se tuvo conocimiento de los frenéticos esfuerzos de sir Anthony Joyston Bradshaw por hablar con Roper desde una serie de teléfonos públicos diseminados por la campiña de Berkshire. Primero intentó llamar con su tarjeta AT & T pero una voz grabada le dijo que ya no era operativa. Pidió por el inspector, recurrió a su título nobiliario, se hizo el borracho y por último consiguió que, firme pero educadamente, le colgaran. De poca ayuda le sirvieron las oficinas de Ironbrand en Nassau. Al primer intento, la centralita no aceptó su llamada a cobro revertido; al segundo, un MacDanby la aceptó sólo para dejarle enseguida con la palabra en la boca. Finalmente Bradshaw consiguió comunicar a base de bravuconadas con el capitán del Iron Pasha, que se encontraba fondeado ahora en Antigua:

–Bueno, ¿dónde se ha metido Roper? He probado en Crystal. No está allí. He probado en Ironbrand, pero un tío muy impertinente me ha dicho que se había ido a vender granjas. Y ahora usted me dice que está «al llegar». ¡A mí qué coño me importa si está o no al llegar! ¡Quiero hablar con él ahora! ¡Soy sir Anthony Joyston Bradshaw! Esto es una emergencia. ¿Conoce usted esta palabra?

El capitán sugirió a Bradshaw que probara el número privado de Corkoran en Nassau. Pero Bradshaw ya lo había intentado sin éxito.

A pesar de todo, en algún sitio y de algún modo, Bradshaw dio con su hombre y habló con él sin importunar a los monitores, como futuros acontecimientos probaron sobradamente.

La llamada del agente de servicio de Miami sonó con la absoluta calma del cuartel general al que un misil está a punto de hacer trizas en cuestión de segundos.

–¿Mr. Burr? ¿Señor? ¿Podría bajar enseguida, señor? Mr. Strelski está ya de camino. Tenemos un problema.

Todavía no.
Strelski hizo el viaje solo. Habría preferido llevarse consigo a Flynn, pero éste seguía concomiéndose en Curaçao y Amato estaba con él, de modo que Strelski hizo el trabajo por los dos. Burr se había ofrecido a ir, pero Strelski empezaba a tener ciertos problemas con la participación británica en este asunto. No con Burr, Leonard era un amigo. Pero el ser amigos no lo solucionaba todo. Ahora mismo no.

Así pues, Strelski dejó a Burr en la oficina central con las parpadeantes pantallas y el personal nocturno y órdenes estrictas de que nadie hiciera un solo movimiento, en un sentido o en otro, ni dirigido a Pat Flynn, ni al Perseguidor ni a nadie, hasta que él hubiera comprobado la noticia y telefoneara con un sí o un no.

–¿De acuerdo, Leonard? ¿Has oído bien?

–Te he oído.

–Estupendo.

El chófer le esperaba en el aparcamiento –Wilbur era un chico simpático pero que básicamente ya no daba para más– y fueron juntos con luces y sirenas por el desierto centro de la ciudad, cosa que a Strelski le pareció totalmente estúpida cuando, al fin y al cabo, ¿a qué tanta prisa y por qué despertar a todo el mundo? Pero no le dijo nada a Wilbur puesto que, en el fondo, sabía que de haber conducido él habría hecho exactamente lo mismo. Son cosas que se hacen a veces por pura consideración. O, en otras, porque no queda nada más que hacer.

Y además, sí había prisa. Cuando empiezan a pasarles cosas a los testigos clave, puede decirse sin temor que hay prisa. Cuando todo ha salido una pizca peor de la cuenta durante un poco más de tiempo de la cuenta; cuando has estado viviendo cada vez más al margen mientras todo el mundo se echaba atrás para convencerte de que estabas justo en el mismísimo centro de influencia («Pero hombre, Joe, ¿dónde estaríamos sin ti?»); cuando resulta que has estado oyendo más extrañas teorías políticas de la cuenta en los pasillos, menciones de Capitana no sólo como nombre en clave sino como operación y menciones de cambios en las reglas del juego y sobre poner un poco de orden en la trastienda; cuando te han obsequiado con demasiadas caras risueñas y con demasiados informes de los servicios secretos, ninguno de los cuales vale un comino; cuando nada cambia a tu alrededor excepto que el mundo que tú creías estar pisando va apartándose silenciosamente de ti, dejándote con la sensación de estar sobre una balsa en medio de un río infestado de cocodrilos y con la corriente empujándote hacia donde no debería («Pero Joe, por el amor de Dios, hombre, tú eres el mejor agente que Ejecución ha tenido jamás»); bien, sí, entonces se puede decir sin peligro que hay cierta prisa por saber quién demonios le está haciendo qué a quién.

«Hay veces en que uno se ve a sí mismo perdiendo», pensó Strelski. Le encantaba el tenis, y más cuando la televisión ofrecía esos primeros planos de los dos tipos bebiendo coca-cola entre dos juegos, y podías ver la cara del ganador disponiéndose a vencer y la cara del perdedor disponiéndose a perder. Y él se sentía ahora como se sentían los perdedores. Sacaban los hígados por la boca para conseguir un punto, pero al final lo que cuenta es el tanteador, y al amanecer de este nuevo día el tanteador era cualquier cosa menos bueno. Daba la impresión de que los príncipes de Inteligencia Pura a ambos lados del Atlántico tenían el set y el partido ganados.

Pasaron junto al hotel Grand Bay, el lugar preferido por Strelski cuando necesitaba creer que el mundo era un lugar elegante y tranquilo, torcieron luego colina arriba, dejando atrás el paseo marítimo, la marina y el parque, y atravesaron una verja de hierro forjado electrónicamente controlada para adentrarse en un sitio en el que Strelski nunca había entrado, los bloques conocidos como Sunglades, donde los nuevos ricos de la droga hacían sus trampas, sus polvos y su vida, un edificio fino con guardias de seguridad negros y porteros negros, un mostrador blanco y unos ascensores blancos, y la sensación, tras haber cruzado la verja, de haber llegado a un sitio más peligroso que el mundo del cual intenta protegerte esa verja. Porque ser así de rico en una ciudad así resulta tan peligroso que es sorprendente que no se hayan despertado todos muertos hace tiempo en sus descomunales camas de gigante.

Sólo que esta madrugada el patio delantero estaba atestado de coches de policía y camiones de televisión y todo el aparato de la histeria controlada que se supone debe dominar un momento crítico pero que en realidad lo festeja por todo lo alto. El alboroto y las luces se sumaban a la sensación de trastorno que había acosado a Strelski desde el momento en que le había telefoneado el policía de voz ronca para hacerle saber la noticia, «ya que hemos notado que tiene usted cierto interés por el sujeto». «No estoy aquí –pensó Strelski–. Esto lo he soñado alguna vez.»

Reconoció a dos hombres de la brigada de Homicidios. Lacónicos saludos. Hola, Glebe. Hola, Rockham. Me alegro de veros. Caray, Joe, a buenas horas llegas. Eso digo yo, Jeff, parece que alguien lo ha querido así. Reconoció a gente de su propia agencia: Mary Jo, a la que, para mutua sorpresa, se había tirado tras una recepción oficial; un chico serio, de nombre Metzger, con cara de necesitar un poco de aire fresco cuanto antes, cosa que no hay en Miami.

–¿Quién está ahí arriba? –le preguntó a Metzger.

–Ahí arriba están todos los que la policía tiene fichados o casi, señor. Mal asunto, señor. Cinco días sin electricidad estando tan cerca del sol, es repugnante, la verdad. ¿Por qué han tenido que quitar la luz? No sé, a mí me parece una barbaridad.

–¿Quién te dijo que vinieras, Metzger?

–Homicidios, señor.

–¿Cuánto hace de eso?

–Una hora, señor.

–¿Por qué no me has llamado a mí, Metzger?

–Señor, ellos me dijeron que estaba liado en el centro de operaciones pero que venía de camino.

«Ellos –pensó Strelski–. Ellos, mandando señales otra vez. Joe Strelski: buen agente pero un poco viejo ya para un caso así. Joe Strelski. Demasiado lento para enrolarlo en la Capitana.»

El ascensor central le trasladó a la planta superior sin detenerse de camino. Era el ascensor del ático. La idea del arquitecto era la siguiente: llegaba uno a una galería acristalada iluminada por las estrellas, galería que era a su vez cámara de seguridad, y mientras uno se preguntaba si le iban a amenazar de muerte o le iban a dar una cena propia de gourmet más una núbil chica de alterne para digerir bien, uno podía admirar la piscina y el jacuzzi y el jardín de la azotea y el solárium y el fornicatórium y los restantes aditamentos del sencillo y modesto estilo de vida de un abogado de los carteles.

Un poli joven con mascarilla blanca le pidió el carnet a Strelski. Éste se lo mostró en lugar de malgastar saliva. El poli joven le entregó una máscara, como si Strelski fuera nuevo en la plaza. A continuación vinieron los focos para las fotografías y gente con mono que necesitaba ser dirigida, y el espantoso hedor que con la máscara resultaba más punzante todavía. Y luego tocó decir «hola» a Rukowski, de la oficina del fiscal, y «hola» a Scranton, de Inteligencia Pura, y tocó preguntarse cómo diablos habían llegado antes los de Inteligencia Pura al lugar de los hechos. Y tocó decir «hola» a todos aquellos que parecían estar estorbándole a uno el paso adrede, hasta que uno se abría camino como quien dice a codazos hasta la zona más iluminada de la casa de subastas, pues no otra cosa parecía el atestado apartamento, menos por el hedor: todo el mundo mirando los objects d’art y tomando notas y calculando precios, sin hacer mucho caso de nadie.

Y cuando por fin uno llegaba a su destino, podía ver no una efigie, no una figura de cera, sino los verdaderos originales del doctor Paul Apostoll y de su actual o última querida, desnudos ambos, que era como a Apo le gustaba pasar sus ratos de ocio –siempre de rodillas, como solíamos decir, y normalmente de codos–, muy descoloridos ambos, arrodillados el uno frente al otro con las manos y los talones atados y cortado el cuello, y las lenguas sallándoles de las respectivas incisiones para hacer lo que se conoce como corbata a la colombiana.
Burr lo supo en el momento en que Strelski cogió el mensaje, mucho antes de saber lo que decía. Fue suficiente con esa espantosa relajación del cuerpo de Strelski al saber la noticia, y el modo en que sus ojos buscaron instintivamente los de Burr y los desecharon enseguida en favor de cualquier otro objeto que mirar mientras escuchaba el resto del mensaje. Ese mirar y apartar la vista lo decían todo: acusaba a la vez que servía de despedida. Era como decir: «Esto me lo habéis hecho tú y tu gente. A partir de ahora, estar en la misma habitación es un engorro.»

Mientras Strelski escuchaba garabateó un par de anotaciones, preguntó quién había identificado los cuerpos y garabateó alguna cosa más con aire distraído. Luego rompió en dos el trozo de papel y se lo metió en el bolsillo, y Burr supuso que era una dirección y, a juzgar por la pétrea expresión en la cara de Strelski, que éste iba a dirigirse allí y que se trataba de una muerte muy sucia. Después Burr tuvo que ver a Strelski ajustándose la pistolera al hombro, y reflexionó sobre cómo en los viejos tiempos y en otras circunstancias le habría preguntado para qué necesitaba un arma si iba a ver un cadáver, y Strelski habría encontrado alguna que otra respuesta supuestamente anglofóbica y se habrían quedado tan panchos.

Así pues, cuando Burr recordó ese momento posteriormente, supo que en realidad eran dos las muertes implicadas en el mismo: la de Apostoll y la del compañerismo profesional entre él y Strelski.

–La poli dice que han encontrado un hombre muerto en el apartamento del hermano Michael en Coconut Grove. En circunstancias sospechosas. Iré a husmear un poco.

Y luego la advertencia, dirigida a todos menos a Burr, pero especialmente a Burr:

–Puede haber sido cualquiera. El cocinero, el chófer, su hermano, yo qué coño sé. Que nadie se mueva hasta que yo lo diga, ¿enterados?

Todos se habían enterado, sí, pero, al igual que Burr, sabían que no era el cocinero, el chófer o el hermano. Y ahora había llamado Strelski desde la escena del crimen, y sí, era Apostoll, y Burr estaba haciendo lo que había preparado mentalmente para cuando llegara la confirmación, y en el orden previsto. Su primera llamada fue a Rooke para decirle que la Operación Lapa debía considerarse comprometida con efectos inmediatos. Y que en consecuencia había que dar a Jonathan la señal de emergencia para la primera fase del plan de evacuación, lo cual implicaba que se pusiera fuera del alcance de Roper y de su séquito, y que buscara refugio en el consulado británico más cercano, pero que si eso fallaba probase en una comisaría de policía, donde se entregaría en calidad de criminal buscado por la justicia como preludio a su repatriación por la vía rápida.

Pero la llamada llegó demasiado tarde. Cuando Burr consiguió localizar a Rooke en el asiento del acompañante de la furgoneta de Amato, ambos estaban contemplando cómo el reactor privado de Roper se elevaba hacia el sol naciente con rumbo a Panamá. Fiel a sus conocidos patrones de conducta, el jefe volaba al despuntar el día.

–¿A qué aeropuerto de Panamá, Rob? –preguntó al punto Burr, lápiz en mano.

–El destino que han dicho a la torre de control era Panamá, sin más. Será mejor que preguntes a vigilancia aérea.

Burr lo estaba haciendo ya por otra línea. A continuación telefoneó a la embajada británica en Panamá y habló con el consejero de economía, que resultaba ser también el representante de la agencia de Burr en ese país y tenía contactos con la policía panameña.

Por último habló con Goodhew, explicándole que había pruebas de que Apostoll había sido torturado antes de morir, y que la posibilidad de que Jonathan saliera mal parado a efectos de operación debía considerarse cosa hecha.

–Ya, comprendo, bueno –dijo Goodhew distraídamente. ¿No le afectaba la noticia o estaba en pleno shock?

–Eso no significa que no podamos coger a Roper –insistió Burr, viendo que si daba ánimos a Goodhew no hacía sino conservar él mismo las esperanzas.

–Estoy de acuerdo. No dejes que se te escape. Control, ahí está la clave. Yo sé que de eso tienes mucho.

«Antes siempre decía nosotros», pensó Burr.

–Apo se lo ha buscado, Rex. Era un soplón. Vivía de prestado. Así son las cosas. Si no te come el FBI, lo hacen los propios criminales. Él lo tenía muy claro. Nuestro objetivo es rescatar a nuestro hombre. Eso no es problema, ya lo verás. Sólo que están sucediendo muchas cosas a la vez. ¿Rex?

–Sigo aquí, Leonard.

Luchando contra su propia confusión, Burr se compadecía ardorosamente de Goodhew. «¡Rex no debería pasar por todo esto! ¡No tiene defensas, se lo toma todo muy a pecho!» Burr reparó en que en Londres era por la tarde. Goodhew habría ido a almorzar con su jefe.

–Bien, ¿qué tal ha ido? ¿Cuál era esa importante noticia? –preguntó Burr, que seguía tratando de arrancarle una palabra de optimismo–. ¿Se ha decidido por fin el secretario del Gabinete a ponerse de nuestra parte?

–Ah, sí, gracias, sí, ha sido muy agradable –dijo Goodhew más que educadamente–. Comida de club, pero para eso se hace uno socio de un club, ¿no es cierto? –«Está como anestesiado», pensó Burr. «Está divagando»–. Van a montar un nuevo departamento, te gustará saberlo. Un comité de vigilancia de Whitehall, el primero de su clase, según me han dicho. Representa todo aquello por lo que hemos estado luchando. Yo seré su presidente. Dependerá directamente de la secretaría del Gabinete, lo cual es excelente. Todo el mundo ha dado ya su bendición; incluso la Casa del Río ha brindado su apoyo sin condiciones. Debo hacer un estudio en profundidad de todos los aspectos del mundo del secreto: reclutamiento, puesta al día, amortización, reparto de tareas, contabilidad. Prácticamente todo lo que pensaba haber hecho ya, pero ahora debo hacerlo otra vez y mejor. Y debo empezar enseguida. No hay que perder un segundo. Naturalmente, ello significará dejar mi trabajo actual. Pero me dejó entrever que al final de todo hay un título nobiliario esperándome, cosa que a Hester le gustará.

Vigilancia aérea estaba de nuevo en la otra línea. El jet de Roper había descendido por debajo del nivel de radar al aproximarse a Panamá. Se suponía que había virado al noroeste para dirigirse con toda probabilidad hacia la Costa de los Mosquitos.

–Sí, ¿pero dónde está ahora? –gritó Burr desesperado.

–Verá, señor –dijo un chico llamado Hank–. Ha desaparecido.


Burr se encontraba solo en la sala de monitores de Miami. Hacía tanto rato que estaba allí de pie que los monitores habían dejado de fijarse en él. Estaban de espaldas a él, jugueteando con sus controles y teniendo cientos de cosas en las que pensar. Y Burr llevaba puestos los auriculares. Y con los auriculares pasa que no existe compromiso alguno, ni participación, ni hay forma de argumentar nada. No hay más que uno mismo y el sonido. O la ausencia de éste.

–Llamada para usted, Mr. Burr –le había dicho con viveza una monitora, indicándole las clavijas del aparato–. Parece que tiene un problema.

Hasta ahí llegaba su simpatía. No es que fuera una mujer antipática, nada de eso, pero era una profesional y había otras cosas que requerían su atención.

Burr puso una vez la cinta, pero estaba tan tenso y atontado que decidió no entender nada de nada. El propio encabezamiento aumentó su confusión. De Marshall en Nassau a Thomas en Curaçao. ¿Quién diablos podía ser ese tal Marshall? ¿Y qué diantre hacía llamando a su pupilo a Curaçao en plena noche, justo cuando la operación estaba empezando a alzar el vuelo?

Pues ¿quién podía haber imaginado a primera vista, y con tantos asuntos en la cabeza, que el tal Marshall pudiera ser una chica? Y no sólo una chica, sino Jemima, alias Jed, alias Jeds, llamando desde la residencia de Roper en Nassau...

Nada menos que catorce veces.

Entre medianoche y las cuatro de la mañana.

De diez a dieciocho minutos entre cada llamada.

Las primeras trece pidiendo a la centralita del hotel que le pusieran, por favor, con Mr. Thomas, y tras los debidos intentos de conseguir comunicación, recibiendo la respuesta de que Mr. Thomas no contestaba.

Pero a la decimocuarta, su gran aplicación es recompensada. A las cuatro menos tres minutos de la madrugada, para ser exactos, Marshall de Nassau logra comunicar con Thomas de Curaçao.

Durante veintisiete minutos del tiempo telefónico de Roper. Jonathan furioso al principio. Con razón. Pero después no tanto. Y por último, si Burr lo ha interpretado bien, nada furioso. Conque hacia el final de esos veintisiete minutos no se oye más que «Jonathan... Jonathan... Jonathan» y mucho jadear y resoplar mientras se lanzan a escuchar cada cual la respiración del otro.

Veintisiete minutos de maldito vacío amoroso. Entre Jed, la mujer de Roper, y Jonathan, su pupilo.


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