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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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La amistad entre Jonathan y Roper que, como Jonathan comprendía ahora, había empezado a brotar durante las semanas pasadas en Crystal, floreció del todo tan pronto el reactor de Roper tuvo permiso para despegar del aeropuerto internacional de Nassau. Se podía pensar que los dos hombres habían convenido en esperar a este momento de liberación compartida antes de reconocer los buenos sentimientos mutuos.

–¡Por fin! –gritó Roper, desabrochándose con júbilo el cinturón de seguridad–. ¡Mujeres! ¡Preguntas! ¡Chiquillos! Thomas, me alegro de tenerte a bordo. Megs, tráenos café, cielo. Es demasiado pronto para el champú. ¿Café, Thomas?

–Buena idea –dijo el hotelero. Y añadió triunfante–: Después de la actuación de Corkoran anoche, creo que podría tomarme más de una taza.

–¿Qué diablos era eso de que tienes un Rolls?

–Ni idea. Será que ha pensado que iba a robarte el tuyo.

–Es un mamón. Ven, siéntate aquí. No te escondas en el pasillo. ¿Croissants, Megs? ¿Jalea roja?

Meg, la azafata, era de Tennessee.

–A ver, Mr. Roper, ¿cuándo me he olvidado yo de los croissants?

–Café, croissants calientes, panecillos, jalea al por mayor. ¿Alguna vez has tenido esa sensación, Thomas? ¿Sensación de libertad? Sin niños, ni animales, ni criados, ni inversores, ni invitados, ni mujeres preguntonas... Recuperar lo que es tuyo. Libertad de movimientos. Las mujeres, si tú les dejas, son una carga. ¿Estás contenta, Megs?

–Desde luego que sí, Mr. Roper.

–¿Y el zumo? Te has olvidado el zumo. Típico. Estás despedida, Megs. A la calle. Vamos, ya te puedes ir. Salta.

Imperturbable, Meg colocó las dos bandejas del desayuno y trajo zumo de naranja recién hecho, café, croissants calientes y jalea roja. Tenía cerca de cuarenta años, una sombra de vello en el labio superior y una magullada pero gallarda sexualidad.

–¿Sabe una cosa, Thomas? –preguntó ella–. Siempre me hace lo mismo. Es como si tuviera que excitarse mentalmente para poder ganar otro milloncete. La jalea tengo que hacerla yo, sabe. En casa no me dedico a otra cosa. Cuando no volamos es lo único que hago: jalea. Mr. Roper no come otra jalea roja que no sea la mía.

Roper soltó una áspera carcajada:

–¿Otro milloncete? Pero ¿de qué demonios hablas? ¡Con un millón no tendría ni para pagar el jabón que llevamos a bordo! Es la mejor jalea roja del mundo. De lo contrario, ella no estaría en este avión. –Empleando todos los dedos a la vez, Roper aplastó un panecillo en la palma de su mano–. La buena vida es un deber. Si no, no tiene sentido vivir. Vivir bien es la mejor venganza. ¿Quién fue el que lo dijo?

–Fuera quien fuese, tenía toda la razón –dijo lealmente Jonathan.

–Pon el listón bien alto, deja que la gente se esfuerce. Es la única manera. El mundo funciona cuando circula dinero. Tú has trabajado en hoteles de lujo. Sabes de qué va. Megs, esta confitura no vale nada. ¿Verdad, Thomas?

–Al contrario, está de muerte –replicó con firmeza Jonathan, guiñándole el ojo a Meg.

Carcajadas a discreción. El jefe está en éxtasis, Jonathan también. Parece como si de repente lo tuvieran todo en común, incluida Jed. Las nubes parecen bordadas con encaje dorado, el sol entra a chorro en el avión. Se diría que viajan juntos hacia el cielo. Tabby va en el asiento de cola. Frisky se ha situado delante y cubre la puerta de la cabina. En mitad del avión hay dos MacDanbies sentados, tecleando sin parar en sus ordenadores portátiles.

–Las mujeres preguntan demasiado, ¿verdad, Megs?

–Yo no, Mr. Roper. Jamás.

–¿Recuerdas aquella furcia? Yo tenía dieciséis años y ella treinta, ¿te acuerdas?

–Claro que sí, Mr. Roper. Ella le dio la primera lección de su vida.

–Eran los nervios, comprendes. Era virgen. –Estaban comiendo el uno al lado del otro, de modo que podían confiarse los secretos sin la amenaza del contacto visual–. Ella no, yo. –Otra ruidosa carcajada–. Como no sabía qué hacer, decidí representar el papel del alumno aplicado («Pobrecita, ¿qué es lo que ha ido mal?»). Creí que iba a decirme que su padre tenía cáncer y que su mamá se había largado con el fontanero cuando ella tenía doce años. Entonces me mira. Una mirada nada amistosa, claro. «¿Cómo te llamas?», me dice con cara de terrier de Staffordshire. Tenía un culo enorme, la tía. «Yo, Dicky», le digo. «Escúchame bien, Dicky», dice. «Si quieres follarte mi cuerpo, vale, te costará un billete de cinco. Pero mi mente no te la puedes follar porque es privada.» No lo he olvidado nunca, ¿verdad, Megs? ¡Qué maravilla de mujer! Debería haberme casado con ella. Con Megs no. Con la puta. –Su hombro volvió a chocar contra el de Jonathan–. ¿Te gustaría saber cómo funciona?

–Siempre que no sea secreto de Estado.

–Operación hombre de paja. Tú eres el hombre de paja. Lo gracioso es que ni siquiera eres de paja. Tú no existes. Tanto mejor. Derek Thomas, aventurero mercantil, buen chico, espabilado, bien parecido, sano. Un buen expediente en el mundo del comercio, buenas críticas. Dicky y Derek. Quizá hemos hecho negocios anteriormente. Asunto nuestro y de nadie más. Yo voy y les digo a los patanes (los brokers, los especuladores, los bancos dóciles): «Tengo aquí un tío que te va a encantar. Un plan brillante, beneficios rápidos, sólo hace falta respaldo, punto en boca. Tractores, turbinas, piezas de maquinaria, minerales, tierras, lo que sea preciso. Si eres bueno te lo presentaré más tarde. Es joven, está bien relacionado pero no me preguntes con quién, muy hábil, políticamente en el ajo, bueno con la gente adecuada, una oportunidad única. No queríamos dejarte fuera. Doblarás tu dinero en cuatro meses máximo. Comprarás papel. Si no quieres papel no me hagas perder el tiempo. Estamos hablando de títulos al portador, sin nombres, sin penalizaciones, sin conexión con ninguna otra empresa incluida la mía. Se trata de fiarse de Dicky otra vez. Yo estoy metido pero no se me ve. La compañía radica en una zona donde no son precisos archivos ni contabilidad, sin conexión británica, no es colonia nuestra, es en otros andurriales. Una vez hecho el trato, la compañía cesa de negociar, echa el freno, cierra libros, y si te he visto no me acuerdo. Círculo supercerrado, cuantos menos seamos mejor, nada de preguntas tontas, lo tomas o lo dejas, quiero que seas uno de los elegidos.» ¿De momento, bien?

–¿Y ellos te creen?

Roper rió:

–Pregunta incorrecta. ¿Cuela la historia? ¿Pueden venderla ellos a su clientela? ¿Les ha gustado tu pedigree? ¿Sales bien en la foto del folleto? Si jugamos bien nuestras cartas, la respuesta es siempre sí.

–Pero ¿es que hay un folleto y todo?

Roper soltó otra carcajada:

–¡Este tío es peor que una condenada mujer! –le dijo alegremente a Meg mientras ésta servía más café–. ¿Por qué, por qué? ¿Cómo, cuándo, dónde?

–Yo nunca pregunto tanto, Mr. Roper –dijo Meg muy seria.

–Tú nunca, Megs. Eres una buena chica.

–Mr. Roper, me está tocando el trasero otra vez.

–Perdona, Megs. Creía que estaba en casa. –Y de nuevo a Jonathan–: No, no hay ningún folleto. Era una forma de expresarlo. Pero cuando hayamos impreso el folleto, con un poco de suerte ya no habrá empresa.


Roper prosiguió su alocución y Jonathan le fue respondiendo desde el capullo de sus otras reflexiones. Estaba pensando en Jed, y las imágenes que de ella tenía eran tan intensas que le resultaba increíble que Roper, sentado a sólo unos centímetros de él, no captara algún indicio telepático de las mismas. Jonathan sentía las manos de Jed sobre su cara mientras ella le miraba con atención, y se preguntaba qué es lo que ella veía. Se acordó de Burr y de Rooke durante el adiestramiento en Londres y, mientras escuchaba la enérgica descripción que Roper hacía del joven ejecutivo Thomas, se dio cuenta de que estaba consintiendo la manipulación de su personalidad. Oyó a Roper decir que Langbourne había ido por delante para alisar el camino, momento en que pensó si debía advertirle de que Caroline le estaba traicionando a sus espaldas para así ganar puntos en la estimación de Roper. Pero entonces decidió que Roper ya debía de estar enterado de ello: ¿cómo, si no, habría podido Jed acusarle de sus pecados? Sopesó, como hacía constantemente, el misterio insondable de lo que para Roper eran el bien y el mal, y recordó que, a juicio de Sophie, el peor hombre del mundo era un moralista que se crecía ante sus propios ojos haciendo caso omiso de su conciencia. «Él puede destruir y ganar una fortuna, por eso se considera divino», había afirmado Sophie con airado desconcierto.

–Apo te reconocerá, por supuesto –estaba diciendo Roper–. El tipo que conoció en Crystal, el que trabajaba en el Meister, amigo de Dicky. Yo no veo que sea un problema. Además, Apo es de los otros.

Jonathan volvió rápidamente la cabeza hacia Roper, como si éste acabara de recordarle algo.

–Eso quería preguntarte: ¿quiénes son los otros? Es decir, me parece muy buena idea vender, pero ¿quién es el comprador?

Roper soltó un falso grito de dolor:

–¡La primera en la frente, Megs! ¡Desconfía de mí! ¡No se le escapa una!

–No le culpo lo más mínimo. Cuando le da por ahí, Mr. Roper, puede usted ser muy malo. Ya lo he visto otras veces, usted lo sabe. Malo y perverso, pero muy encantador.

Roper echó un sueñecito y Jonathan, obediente, le imitó mientras escuchaba los trinos informáticos de los MacDanbies sobre el rumor de los motores. Se despertó, Meg trajo champú y canapés de salmón ahumado, hubo más charla, más risas, más siesta. Al despertar reparó en que el aparato estaba describiendo círculos sobre una ciudad holandesa de miniatura envuelta en una calina blanca. Jonathan vio a través de la calina las débiles explosiones de fuego artillero que parecían coronar la refinería de petróleo de Willemstad cuando sus flameantes humeros quemaban el gas excedente.

–Si no te importa, Tommy, voy a quedarme con tu pasaporte –dijo tranquilamente Frisky mientras caminaban por la reluciente pista de aterrizaje–. Sólo temporalmente, ¿de acuerdo? ¿Qué tal andas de dinero?

–No llevo nada encima –dijo Jonathan.

–Oh, entonces, bueno. No será problema. Utiliza las tarjetas de crédito que te dio el bueno de Corky, lucen más, sabes. Si no las empleas no te divertirás mucho, ¿entiendes lo que te digo?

Roper había pasado ya por aduana y estaba estrechando manos de gente que le respetaba. Rooke estaba sentado en un banco naranja, leyendo las páginas interiores del Financial Times a través de las gafas de concha que llevaba únicamente para ver de lejos. Un grupo de jóvenes misioneras estaba cantando Jesu, joy of man’s desiring como si fueran un coro de niños, dirigidas por un hombre con una sola pierna. Al ver a Rooke, Jonathan se sintió más o menos de regreso en la tierra.


Su hotel era un conjunto de casas en forma de herradura y tejado rojo en los límites de la ciudad, con dos playas y un restaurante al aire libre con vistas a un mar picado y dominado por el viento. En la casa del centro –la más soberbia de ellas–, en una serie de habitaciones amplias del piso superior, estableció su cuartel general el grupo de Roper. Roper ocupaba una suite de una esquina y Derek S. Thomas, ejecutivo, la otra. Jonathan disponía de una sala de estar con un balcón provisto de sillas y una mesa, y su dormitorio tenía una cama lo bastante grande para cuatro personas y almohadas que no olían a humo de leña. Tenía una botella de champán cortesía de herr Meister, y unos racimos de uvas verdes cortesía del hotel, que Frisky comió a manos llenas mientras Jonathan procedía a instalarse. Y también disponía de un teléfono que no estaba enterrado a sesenta centímetros de profundidad y que sonó mientras estaba deshaciendo el equipaje. Frisky miró cómo cogía el auricular. Era la voz de Rooke, pidiendo hablar con Thomas.

–Thomas al habla –dijo Jonathan con su mejor voz de ejecutivo.

–Mensaje de Mandy, va de camino.

–No sé quién es Mandy.

Pausa mientras Rooke, al otro extremo de la línea telefónica, finge una reacción tardía:

–¿Mr. Peter Thomas?

–No. Me llamo Derek. Se ha equivocado de Thomas.

–Lo lamento. Será el de la veintidós.

Jonathan colgó y murmuró «imbécil». Se duchó, se cambió y regresó a la sala de estar, donde Frisky se había apoltronado en una butaca y registraba las revistas de la casa en busca de estímulos eróticos. Jonathan marcó habitación 22 y oyó la voz de Rooke que le decía «Aló».

–Aquí Mr. Thomas, de la trescientos diecinueve. ¿Podría pasar a recoger una ropa sucia, por favor? Se la dejaré junto a la puerta.

–Enseguida, señor –dijo Rooke.

Fue al cuarto de baño, cogió un puñado de notas escritas a mano que había escondido detrás de la cisterna del váter, las envolvió en una camisa sucia, metió la camisa en la bolsa de la ropa sucia, añadió unos calcetines, un pañuelo y un calzoncillo, garabateó una lista para la lavandería y colgó la bolsa del tirador de la puerta de su suite. Cuando ya cerraba la puerta, pudo ver a Millie, del equipo de adiestramiento de Rooke, contoneándose por el pasillo en su severo vestido de algodón y luciendo una sencilla insignia con el nombre de «Mildred».


–El jefe dice que matemos las horas hasta nuevo aviso –dijo Frisky.

Y así, para deleite de Jonathan, mataron las horas lo mejor que supieron, Frisky armado con un teléfono portátil y Tabby siguiéndole detrás, de mal humor, para incrementar el poder mortífero. Pero Jonathan, pese a todos sus temores, se sentía más alegre y animado que nunca desde que partiera del Lanyon en su odisea particular. La inverosímil galanura de aquellos viejos edificios le imbuyó de un sentimiento de alborozada nostalgia. El mercado flotante y el puente flotante le habían hechizado tal como era de suponer; sintiéndose como si acabara de salir de prisión, se dedicó a mirar con afecto casi senil los tropeles de turistas sonrosados y escuchó en éxtasis a los nativos, cuya charla en papiamento se mezclaba con el más exagerado acento de los holandeses. Estaba otra vez entre gente real; gente que reía y miraba y compraba y se empujaba y comía bollos dulces por la calle. Y que no sabía nada, absolutamente nada, del negocio que él se traía entre manos.

A todo esto divisó a Rooke y Millie tomando café en la terraza de un restaurante y, sumido en ese nuevo estado de ánimo irresponsable, les guiñó el ojo como sí tal cosa. Reconoció después a un hombre llamado Jack que durante su adiestramiento en la casa de Lisson Grove le había enseñado a emplear papel carbón impregnado para escribir mensajes secretos. «¿Cómo estás, Jack?» Se volvió y no fue la cabeza de Frisky o de Tabby la que se movía a su lado en su imaginación, sino la cabeza de Jed con sus cabellos castaños ondeando en la brisa.

«No lo entiendo, Thomas. ¿Tú amas a alguien según lo que hace para ganarse la vida? Yo no.»

«¿Y si es ladrón de bancos?»

«Todos robamos bancos. Los bancos nos roban a todos.»

«¿Y si ha matado a tu hermana?»

«Por el amor de Dios, Thomas.»

«¿Y si me llamaras Jonathan?», dijo él.

«¿Por qué?»

«Así es como me llamo, Jonathan Pine.»

«Jonathan –dijo ella–. Jonathan. ¡Joder! Es como si te mandaran a empezar la gincana otra vez desde el principio. Jonathan... Ni siquiera me gusta el nombre... Jonathan... Jonathan.»

«A lo mejor te acostumbras», sugirió él.

De regreso al hotel se encontraron con Langbourne en el vestíbulo. Estaba rodeado de un grupo de hombres con traje oscuro y cuenta saneada. Él parecía enfadado como podría haberlo estado si su coche llegaba tarde o si alguien desechaba una invitación suya para ir a la cama, y el buen humor de Jonathan no hizo sino sumarse a su irritación.

–¿Habéis visto a Apostoll por alguna parte? –preguntó sin siquiera decir hola–. El hombrecillo siniestro ha desaparecido.

–Ni pajolera idea –dijo Frisky.

Habían retirado los muebles de su salón. Sobre una mesa de caballetes había una bandeja con hielo y unas botellas de Dom Pérignon. Dos camareros muy parsimoniosos estaban descargando bandejas de canapés de un carrito con ruedas.

Tú saluda a todo el mundo –le había dicho Roper–, da besos a los niños, compórtate como una persona sana.»

¿Y si empiezan a hablarme de negocios?»

Esos patanes estarán demasiado ocupados contando el dinero antes de tenerlo.»

–¿Tendría la amabilidad de traer unos ceniceros? –preguntó Jonathan a un camarero–. Y abra las ventanas, si no le importa. ¿Quién es el encargado?

–Yo, señor –respondió el camarero que se llamaba Arthur.

–Frisky, dale veinte dólares a Arthur, por favor.

Y Frisky entregó el dinero a regañadientes.


Era como Crystal sin los aficionados. Era como Crystal sin la mirada de Jed al fondo de la habitación. Era como Crystal abierto al público e inundado de males necesarios variedad extrafuerte... salvo que hoy la estrella era Derek Thomas. Bajo la bonachona mirada de Roper, el pulido ex director de noche estrechaba manos, sonreía a raudales, recordaba nombres, decía ingeniosas trivialidades, se trabajaba al personal.

–Hombre, Mr. Gupta, ¿cómo va ese tenis? Caramba, sir Hector, ¡cuánto me alegro de verle otra vez! Mrs. Del Oro, ¿cómo está usted?, ¿cómo le va en Yale a ese brillante hijo suyo?

Un empalagoso banquero inglés de Rickmansworth cogió a Jonathan por banda para aleccionarle sobre el valor del comercio en el mundo en vías de desarrollo. Dos vendebonos de Nueva York con cara de piedra pómez le escuchaban impasibles.

–Le seré franco, no me avergüenzo de ello, se lo he dicho antes a estos caballeros y lo volveré a decir. Lo que importa de cara al Tercer Mundo actual es saber cómo se gastan la pasta, no cómo la consiguen. Reinversión: la única regla de este juego. Mejorar la infraestructura, elevar el nivel social. A partir de ahí, todo vale. En serio. Brad está de acuerdo conmigo. Y Sol también.

Brad hablaba con los labios tan cerrados que Jonathan al principio no se dio cuenta de que estaba diciendo algo.

–¿Usted, esto, tiene alguna experiencia, Derek? ¿Es usted, esto, ingeniero? ¿Agrimensor? Esto, ¿algo parecido?

–Lo mío son los barcos, en realidad –dijo alegremente Jonathan–. No como el de Dicky. Barcos de vela. De veinte metros como máximo.

–Barcos, ¿eh? A mí me encantan. Esto, dice que le gustan los barcos...

–Y a mí –dice Sol.

La fiesta finalizó con otra orgía de besamanos: Derek, ha sido una brillante idea. Ya lo creo. Cuídate, Derek. Cómo no. Derek, cuando quieras tienes un trabajo en Filadelfia... Derek, la próxima vez que vengas a Detroit... Ya lo creo... Extasiado por su actuación, Jonathan se quedó en el balcón sonriendo a las estrellas y oliendo el petróleo que le traía la brisa desde el mar oscuro. «¿Qué estás haciendo ahora? ¿Cenar con Corkoran y la Nassau-set, con Cynthia la que cría terriers blancos de Gales, con Stephanie la que echa las cartas? ¿Hablar otra vez de los menús para el crucero de invierno con la escasamente abordable Delia, la codiciada chef del Iron Pasha? ¿O te vas a quedar tumbada con la cabeza en el blanco cojín de seda de tu brazo, susurrando “Jonathan, por el amor de Dios, ¿qué más puede hacer una chica”?»

–Es la hora del pienso, Tommy. No hay que hacer esperar a los señores.

–La verdad es que no tengo apetito, Frisky.

–Yo no digo que alguien lo tenga. Tommy. Es como ir a misa. Vamos.
La cena es en un antiguo fortín situado en un montículo con vistas al puerto. Vista desde aquí y de noche, la pequeña localidad de Willemstad parece tan grande como San Francisco, e incluso los cilindros de la refinería poseen cierta magia que impone. Los MacDanbies han cogido una mesa para veinte pero sólo han podido reclutar catorce comensales. Jonathan está sumamente gracioso comentando la fiesta, Meg y el banquero inglés y su esposa se desternillan de risa. Pero Roper tiene la cabeza en otra parte. Está mirando al muelle, donde un gran crucero engalanado con lucecitas avanza entre cargueros anclados en dirección a un puente lejano. ¿Acaso Roper codicia ese barco? ¿Le gustaría vender el Pasha y hacerse con algo realmente grande?

–El abogado sustituto está de camino, no te fastidia –anuncia Langbourne al volver una vez más del teléfono–. Jura que estará aquí a tiempo para la reunión.

–¿A quién nos envían? –dice Roper.

–A Moranti, de Caracas.

–¡Ese bandolero! ¿Qué demonios le ha pasado a Apostoll?

–Me han dicho que le pregunte a Jesús. Debe de ser un chiste.

–¿Alguien más ha decidido no venir? –pregunta Roper con la mirada fija todavía en el gran crucero.

–Los demás están a punto –responde concisamente Langbourne.

Jonathan oye la conversación, y también Rooke, que está sentado junto a Millie y Amato en una mesa próxima a los gorilas. Los tres están examinando una guía de la isla, fingiendo que deciden adonde ir mañana.
Jed estaba flotando, que era lo que le ocurría siempre que su vida se desincronizaba: flotaba y seguía flotando hasta que el próximo hombre, la próxima fiesta extravagante o la próxima desgracia familiar le proporcionaban un cambio de rumbo, que ella entonces calificaba invariablemente de destino, o ponerse a cubierto, o madurar, o pasarlo bien, o –ya no tan tranquilamente ahora– dedicarse a sus cosas. Una parte de ese flotar consistía en hacerlo todo en el acto, como aquel perro lebrel que había tenido de jovencita, y que pensaba que si dabas la vuelta a la esquina lo bastante rápido, seguro que cazarías algo. Pero el lebrel se contentaba con pensar que la vida era una sucesión de episodios sin patrón común, mientras que Jed venía preguntándose desde hacía tiempo adonde conducían los episodios de su vida.

Así pues, tan pronto Roper y Jonathan se fueron, Jed empezó a hacer de todo. Fue a la peluquería y a la modista en Nassau, invitó sencillamente a todo el mundo a la casa, se inscribió en el campeonato de tenis femenino de Lyford Cay y aceptó cuantas invitaciones le hicieron, compró unas carpetas donde guardar todo el papeleo doméstico para el crucero de invierno, telefoneó al ama de llaves y chef del Pasha y redactó menús e incluso colocaciones, aunque daba por seguro que Roper revocaría sus órdenes porque en el fondo quería hacerlo todo él solo.

Pero las horas transcurrían lentamente.

Preparó a Daniel para su vuelta a Inglaterra. Se lo llevó de compras y le trajo amigos de su edad, aunque Daniel los detestaba y no dejaba de decirlo; les organizó una barbacoa en la playa, pretendiendo todo el rato que Corky era tan divertido o más que Jonathan («En serio, Dans, yo es que me parto de risa») y haciendo todo lo posible por ignorar el hecho de que, desde el momento mismo de dejar Crystal, Corkoran estaba enfurruñado y resoplaba y le lanzaba ampulosas miradas ceñudas exactamente como hacía su hermano mayor William, el que se las tiraba a todas incluidas sus amigas pero pensaba que su hermanita tenía que seguir siendo virgen hasta la tumba.

Claro que Corkoran era peor aún que William. Se la había adjudicado como dama de compañía, perro guardián y carcelero. Le miraba las cartas de reojo antes casi de que ella las hubiera abierto, espiaba sus llamadas telefónicas y trataba de entrometerse en todo cuanto ella hacía.

–Corks, cariño, eres un pesado, sabes. Haces que me sienta como la reina Mary de Escocia. Ya sé que Roper quiere que me cuides, pero ¿no sería posible que te fueras a jugar sólito algún momento?

Pero Corkoran se obstinaba en no dejarla ni a sol ni a sombra, sentado con su panamá leyendo el periódico en su salita mientras ella hablaba por teléfono, rondando por la cocina cuando ella y Daniel hacían un pastel de chocolate, o escribiendo las etiquetas para el equipaje de Daniel.

Hasta que finalmente, al igual que Jonathan, Jed se retrajo en sí misma. Dejó de decir trivialidades, dejó –salvo cuando estaba con Daniel– de esforzarse por aparecer en la cresta de la ola, dejó de contar las horas y se permitió en cambio deambular por el paisaje de su mundo interior. Pensó en su padre y en lo que siempre había considerado un obsoleto y vano sentido del honor, y decidió que había significado más para ella que todo lo malo que había ocurrido a consecuencia de ello: por ejemplo, la venta de la endeudadísima casa familiar y de los caballos, y el que sus padres se mudaran a su pequeño y espantoso bungalow en la antigua finca, y en la rabia que ello provocaba siempre en tío Henry y los demás fideicomisarios.

Pensaba en Jonathan e intentaba comprender qué significaba para ella que estuviera buscándole la ruina a Roper. Forcejeó, como habría hecho su padre, con los pros y los contras, pero llegó a la única conclusión de que Roper representaba un giro catastrófico en su vida y de que Jonathan reclamaba de ella un derecho fraternal distinto de cualquier otro experimentado a lo largo de su vida, y que incluso le había resultado simpático que él le calara el juego, teniendo presente que Jonathan confiaba en lo bueno que había en ella, porque era eso lo que ella quería sacar a la luz, desempolvar y poner otra vez en funcionamiento. Deseaba, por ejemplo, recuperar a su padre. Y recuperar su catolicismo, por más que cada vez que pensaba en eso se despertaba la disoluta joven que llevaba dentro. Deseaba pisar firme, pero esta vez estaba dispuesta a ganárselo. Iba a ser capaz incluso de escuchar con dulzura a su condenada madre.

Y llegó el día de la partida de Daniel, momento que Jed creía estar esperando desde hacía muchos años. Corkoran y ella cogieron a Daniel y sus maletas y se fueron al aeropuerto en el Rolls que ella tanto detestaba, y tan pronto llegaron Daniel quiso ir al quiosco para comprarse golosinas y lecturas y para hacer lo que hacen los niños cuando van a volver con sus condenadas madres. Así pues, Jed y Corkoran le esperaron en mitad del vestíbulo, sintiéndose ambos igual de desdichados ante la perspectiva de su partida, tanto más cuanto que Daniel estaba al borde de echarse a llorar a moco tendido. Y entonces, para su sorpresa, Jed oyó la voz de Corkoran hablándole en un susurro conspiratorio:

–¿Llevas tu pasaporte, preciosa?

–Corks, cariño, el que se va es Daniel, no yo. ¿Lo recuerdas?

–¿Lo traes encima o no? ¡Rápido!

–Siempre lo llevo encima.

–Entonces vete con él –le imploró Corkoran, sacando su pañuelo y llevándoselo a la nariz de manera que no pareciese que estaba hablando–. Vamos, date prisa. Corks no dirá una palabra. Todo cosa tuya. Hay plazas en abundancia. Lo he preguntado.

Pero Jed no se dio ninguna prisa. Jamás se le había pasado por la cabeza marcharse, cosa de la que al momento se sintió satisfecha. En el pasado solía correr primero y preguntar después. Pero aquella mañana descubrió que ya tenía respuestas para todas sus preguntas y no pensaba ir a ninguna parte si ello significaba alejarse de Jonathan.


Jonathan estaba soñando como un bendito cuando sonó el teléfono, y seguía soñando cuando lo descolgó. Pese a ello, el observador minucioso reaccionó con prontitud, ahogando el teléfono a la primera, encendiendo la luz y agarrando luego un papel y un bloc antes de que Rooke le recitara las instrucciones.

Jonathan –dijo ella con orgullo.

Cerró los ojos. Apretó fuertemente el auricular, tratando de contener el sonido de su voz. Todos sus instintos prácticos le impulsaban a contestar: «¿Qué Jonathan? Se equivoca» y colgar. «¡Serás estúpida! –tenía ganas de gritarle–. Te lo dije, no llames, no intentes ponerte en contacto, limítate a esperar. Y tú llamas, te pones en contacto y sueltas mi verdadero nombre de pila en los mismísimos oídos de los que están escuchando.»

–Por el amor de Dios –dijo él en voz baja–. Cuelga ya. Vete a dormir.

Pero le fallaba la convicción en la voz, y ya era tarde para decir que se equivocaba de número. Permaneció con el auricular pegado a la oreja escuchando cómo ella repetía «Jonathan, Jonathan», cómo ensayaba el pronunciar su nombre, cómo aprendía a usarlo con todos sus matices para que nadie pudiera mandarla nunca más a empezar la carrera desde el punto de partida.
«Vienen por mí.»

Había transcurrido una hora. Jonathan oyó pasos sigilosos en el pasillo. Se incorporó. Oyó una pisada y, por la forma de pegarse al suelo, supo que era un pie descalzo sobre las baldosas de cerámica. Oyó una segunda pisada, ya en la moqueta que iba de una punta a otra por el centro del corredor. Por el ojo de la cerradura vio que la luz del pasillo se encendía y se apagaba al pasar un cuerpo por delante, le pareció que de izquierda a derecha. ¿Acaso Frisky intentaba entrar por él? ¿Habría ido a buscar a Tabby para hacer el trabajo juntos? ¿Era Millie que volvía con la ropa limpia? ¿Era un limpiabotas recogiendo zapatos? En ese hotel no se limpiaban zapatos. Oyó la cerradura de una habitación al otro lado del pasillo y supo que era Meg, quien, descalza, volvía del cuarto de Roper.

No sintió nada. Ni censura ni tranquilidad de conciencia. «Folio», había dicho Roper. Conque follaba. Y Jed era la primera de la lista.
Al ver cómo el cielo iluminaba su ventana, Jonathan imaginó a Jed volviendo ligeramente la cabeza hacia su oreja. Marcó habitación 22, dejó sonar cuatro veces y marcó de nuevo pero sin decir nada.

–Estás en el rumbo exacto –dijo quedamente Rooke–. Y ahora escucha.

«Jonathan –pensó mientras escuchaba las instrucciones de Rooke–. Jonathan, Jonathan, Jonathan... ¿Cuándo te va a estallar todo esto en las manos?»

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