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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Jonathan había planeado el prohibido asalto a las lujosas habitaciones de Roper tan pronto se enteró de que Roper había decidido irse a vender granjas y de que le acompañaría Langbourne, y que Corkoran iba a quedarse unos días en Nassau para hacerse cargo de Ironbrand.

Su firme decisión fue ratificada al saber por Claud, el mozo de caballos, que el día siguiente a la partida de los caballeros, Jed y Caroline tenían intención de llevarse a los niños de excursión en pony por el camino que bordeaba el litoral de la isla, saliendo a las seis para volver a Crystal a tiempo de tomar un bocado y bañarse en la piscina antes del caluroso mediodía.

A partir de ese momento los planes de Jonathan fueron más que nada tácticos. El Día-D-menos-uno se llevó a Daniel para que intentara su primera escalada difícil por la cara norte de Miss Mabel –para ser más fiel a la verdad, por una pequeña cantera abierta en la parte más empinada del montículo–. Tres pitones y una travesía atados con cuerda fueron necesarios para llegar victoriosos al extremo oriental de la pista de aterrizaje. En la cima Jonathan cogió un puñado de fresias amarillas muy perfumadas que los nativos llamaban flores viajeras.

–¿Para quién son? –preguntó Daniel mientras masticaba chocolate, pero Jonathan consiguió eludir la pregunta.

Al día siguiente se levantó temprano, como de costumbre, y corrió un trecho del sendero de la costa para comprobar que el grupo excursionista había partido como tenía previsto. Se encontró cara a cara con Jed y Caroline en un ventoso recodo. Claud y los niños iban un poco rezagados.

–Oh, Thomas, ¿no tendrás que ir más tarde a Crystal por casualidad?preguntó Jed, inclinándose para acariciar el cuello de su yegua árabe como si estuviera rodando un anuncio de cigarrillos–. Fantástico. Pues ¿podrías ser tan amable de decirle a Esmeralda que Caro no puede comer nada que lleve crema de leche porque está a régimen?

Esmeralda sabía perfectamente que Caroline no podía comer crema de leche, porque así se lo había dicho Jed mientras Jonathan estaba presente. Pero últimamente Jonathan había aprendido a esperar de Jed lo más inesperado. Sus sonrisas eran algo aturulladas, su conducta más artificial que nunca, y apenas se le ocurrían trivialidades que contar.

Jonathan siguió corriendo hasta llegar a su escondite. No destapó el microteléfono porque ese día sus actos dependían sólo de su voluntad. Pero sí cogió su cámara de miniatura en forma de encendedor Zippo, y además de la cámara un manojo de llaves falsas que no tenían forma de otra cosa que de llaves, y, agarrándolas con el puño para que no tintinearan mientras corría, regresó a Woody’s House, se cambió de ropa y se dirigió a Crystal andando por el túnel y sintiendo entre los hombros el hormigueo previo al combate.

–¿Adónde coño va con esas flores viajeras, Mr. Thomas? –le preguntó el guardia de la verja con tono simpático–. Conque ha estado robándole a Miss Mabel, ¿eh? Joder. Eh, Dover, trae tu cara de culo y ven a ver estas flores viajeras. ¿Alguna vez has olido algo mejor? ¡Y una mierda! En tu puta vida has olido otra cosa que el higo de tu mujercita.

Al llegar a la casa grande Jonathan tuvo la vertiginosa sensación de haber vuelto al Meister. No era Isaac sino herr Kaspar el que le recibía a la puerta. No era Parker quien estaba encaramado a la escalera de aluminio cambiando bombillas, sino Bobbi, el chico para todo. Y era la precoz sobrina de herr Kaspar, y no la hija de Isaac, quien lánguidamente rociaba el pebete de insecticida. La ilusión cesó. Jonathan se hallaba de nuevo en Crystal. Esmeralda estaba en la cocina impartiendo un seminario sobre asuntos mundanos con Talbot, el barquero, y Queenie la de la lavandería.

–Esmeralda, por favor, ¿podrías buscarme un jarrón para estas flores? Son un regalo sorpresa para Dan. Ah, y Miss Jed dice que te acuerdes de que lady Langbourne no puede comer absolutamente nada que contenga productos lácteos.

Tan socarrón estuvo al decir esto que su público prorrumpió en irreprimibles carcajadas que siguieron a Jonathan cuando éste subió la escalinata de mármol, jarrón en mano, para dirigirse hacia el primer piso camino, aparentemente, de la habitación de Daniel. Al llegar a la puerta de los aposentos de lujo, Jonathan se detuvo. Abajo seguían las risas y la animada charla. La puerta estaba entornada. Jonathan la abrió y penetró en un corredor con espejos. Al fondo había una puerta cerrada. Pensando en Irlanda y en trampas explosivas, giró el pomo. Dio un paso al frente; no explotó nada. Cerró la puerta y miró a su alrededor, avergonzado de su alborozo.

Filtrada por unas cortinas de tul, la luz del sol yacía como niebla baja sobre la moqueta blanca. Nadie había dormido en el lado de la cama perteneciente a Roper. Sus almohadas seguían hinchadas. En su mesita de noche había ejemplares actuales de Fortune, Forbes, The Economist y números atrasados de catálogos de casas de subastas de todo el mundo. Libretas de notas, lápices, un magnetófono de bolsillo. Desviando la mirada hacia el otro lado, Jonathan observó la huella del cuerpo de Jed, las almohadas estrujadas por una aparente inquietud, la seda negra de su camisón, sus revistas de Utopía, el montón de libros propios de mesita de café sobre muebles, mansiones, jardines, caballos magníficos, más caballos, libros sobre los caballos de raza árabe y sobre recetas inglesas, y cómo aprender italiano en ocho días. Olía a infancia: talco para niños, baño de burbujas. Sobre el diván estaban esparcidas las prendas del día anterior; y a través del umbral del cuarto de baño, Jonathan vio el bañador colgando en triángulos del toallero.

Estimulados sus ojos, Jonathan empezó a leerlo todo a la vez: el tocador, atiborrado de recuerdos: cabarets, personas, restaurantes, caballos; fotografías de gente cogida del brazo y riendo, de Roper con la braga de un bikini y su masculinidad bien a la vista, Roper al volante de un Ferrari, de una lancha rápida, Roper con gorra blanca de pico y pantalones de marinero en el puente del Iron Pasha; el propio Pasha engalanado de punta a punta, majestuosamente atracado en el muelle de Nueva York con la silueta de Manhattan detrás; cajas de cerillas, cartas autografiadas de amigas rebosando de un cajón abierto, una agenda de niño con una fotografía de encantadores sabuesos en la portada; notas garabateadas para sí misma en pedacitos de papel amarillo y remetidas en los bordes del espejo: «¿Reloj sumergible para el cumpleaños de Dans?» «¡Llamar a Marie por lo del corvejón de Sarah!» «¡A S.J. Phillips por lo de los gemelos de R.!»

Faltaba ventilación. «Soy un profanador de tumbas, pero ella está viva. Estoy en la bodega del Meister con las luces encendidas. Huyamos antes de que me entierren vivo.» Pero él no había venido a escapar. Había venido para comprometerse. Tanto con él como con ella. Iba en busca de los secretos de Roper pero también de los de ella. Quería conocer el misterio de lo que la unía a Roper, si existía tal cosa; de sus risibles fingimientos: y el porqué de sus miradas. Tras dejar el jarrón sobre la mesa del sofá cogió una de las almohadas de Jed, se la llevó a la cara e inspiró el humo de leña del hogar de tía Annie, la cantante. «Por supuesto. Eso es lo que hiciste anoche. Os sentasteis tú y Caroline frente al hogar a hablar mientras los niños dormían. Mucho que hablar, mucho que escuchar. ¿Qué es lo que dices? ¿Qué es lo que escuchas? Y esa sombra en tu rostro. Tú también eres un observador minucioso últimamente, tus ojos se posan demasiado rato sobre todas las cosas, incluyéndome a mí. Vuelves a ser una niña que todo lo ve por primera vez. Nada te resulta ya familiar, no puedes confiar en nada.»

Empujó la puerta de espejo que daba al vestidor de Roper y penetró no en la infancia de ella sino en la suya propia. «¿Tenía acaso mi padre un arcón militar como éste con asas metálicas para arrastrarlo por los olivares de Chipre? ¿O esta mesa plegable de campaña manchada de tinta y de la copita de la tarde? ¿O estas cimitarras cruzadas colgando de la pared en sus vainas respectivas? ¿O estas chinelas de gala con sus monogramas engalanados de oro como penachos de reglamento?» Incluso las hileras de trajes y esmóquines hechos a medida, en colores vino, negro y blanco, los zapatos hechos a medida reforzados mediante hormas de madera, los pantalones de montar blancos, los escarpines de charol, tenían todos un inconfundible aire de uniformes esperando la señal para avanzar.

Soldado una vez más, Jonathan buscó signos de hostilidad: cables sospechosos, contactos, sensores, alguna tentadora trampilla que pudiera mandarle al otro mundo. Nada. Sólo fotografías de grupo de treinta años atrás, instantáneas de Daniel, un montón de calderilla en monedas de media docena de países, una lista de vinos de Berry Brothers & Rudd, las cuentas anuales del club de Roper en Londres.

«¿Mr. Roper va mucho a Inglaterra?», había preguntado Jonathan a Jed en el hotel Meister mientras aguardaban a que el equipaje fuera cargado en la limusina.

«Oh, no, por Dios –replicó Jed–. Roper dice que somos absolutamente simpáticos, pero que estamos tocados de la cabeza. De todos modos, no le es posible.»

«¿Por qué?», preguntó Jonathan.

«Oh, pues no sé –le dijo Jed con excesiva negligencia–. Los impuestos o algo así. ¿Por qué no se lo pregunta usted?»
Estaba ante la puerta del despacho interior. «El cuarto íntimo –pensó–. El último secreto es uno mismo, pero ¿quién? ¿Él, ella o yo?» La puerta era de ciprés macizo y estaba montada en un marco de acero. Jonathan escuchó. Voces a cierta distancia. Aspiradoras. Pulidoras de suelo.

«Tómate el tiempo necesario –se recordó el observador minucioso–. El tiempo es cautela. El tiempo es inocencia. Nadie va a subir a buscarte. En Crystal las camas se hacen a mediodía, después de que las sábanas limpias hayan tenido oportunidad de airearse al sol: órdenes del jefe, diligentemente ejecutadas por Jed. Jed y yo somos personas obedientes. Nuestros conventos y monasterios no fueron en vano.» Probó la puerta. Cerrada con llave. Cerradura convencional de tubo de pipa. La seguridad del cuarto radica en su propia reclusión. El que se acerque es fusilado en el acto. Cogió su manojo de llaves y oyó la voz de Rooke susurrándole: «Primera regla del buen ratero: no utilices ganzúas si puedes conseguir la llave.» Jonathan se apartó de la puerta y deslizó la mano por un par de estantes. Levantó la punta de una alfombra, luego una maceta, luego palpó los bolsillos de los trajes más próximos, y luego los bolsillos de una bata. Después levantó algunos de los zapatos más cercanos y los puso boca abajo. Nada. Al cuerno.

Extendió las llaves falsas sobre una mano y seleccionó la que le parecía más idónea. Era demasiado gruesa. Escogió otra y, cuando estaba a punto de meterla en la cerradura, experimentó un pánico de colegial de arañar el latón bruñido del escudete. «¡Vándalo! ¿Quién te ha enredado?» Dejó las manos a los costados, respiró despacio varias veces para recuperar su calma de los momentos operativos y empezó de nuevo. «Hacia dentro, suavemente –pausa–, un poquito hacia atrás, suavemente, otra vez hacia dentro. Acariciando, sin forzarla, como decimos en el ejército. Escucha bien, siente cómo aprieta, aguanta la respiración. Gira. Suavemente... otro poquito hacia atrás... gira un poco más... y ahora un poco más... ¡Estás a punto de romper la llave y que se te quede ahí metida! ¡Ahora!»

La cerradura cedió. Sin romperse. Nadie vació su Heckler en la cara de Jonathan. Recuperó intacta la llave falsa, la devolvió a su cartera y ésta al bolsillo de sus téjanos, y oyó el chirriar de frenos del Toyota cuando aparcaba en el patio de caballos. Tranquilo. Ya. El observador minucioso se acercó furtivamente a la ventana. Mr. Onslow Roper ha vuelto inesperadamente de Nassau. Los jugadores del otro lado de la frontera vienen por sus armas. Pero sólo era el camión del pan que llegaba del Townside como cada día.

«Buena escucha», se dijo. Una escucha calmada, atenta, sin pánico. Muy bien. De tal palo tal astilla.

Se hallaba en el estudio de Roper.

«Y si te pasas de la raya, desearás no haber nacido», dice Roper.

«No –dice Burr–. Y Rob también dice que no. Su sanctasanctórum está fuera de tus límites. Es una orden.»


Sencillez. Una sencillez marcial. La respetable moderación de un hombre cualquiera. Sin tronos recamados, sin escritorios de carey, sin sofás de bambú de tres metros con cojines que hacen que te entre sueño enseguida, sin copas de plata, sin catálogo de Sotheby’s. Simplemente un sencillo y aburrido despacho donde hacer negocios y dinero. Una sencilla mesa de escritorio de metacrilato con archivadores sobre un soporte abatible, se estira y todos dan un paso al frente. Jonathan estiró y eso fue lo que hicieron. Una silla metálica de tubo. Un tragaluz redondo mirando cual ojo muerto a su propio espacio de cielo. Dos macaones. ¿Cómo diantre habrán entrado aquí? Un moscón azul, muy ruidoso. Una carta, puesta encima de las otras cartas. Dirección: Hampden Hall, en Newbury. Firmado: Tony. El asunto: las estrecheces económicas del remitente. El tono a la vez implorante y amenazante. «No leas, haz una foto.» Tras extraer con calma los restantes papeles, Jonathan los dispuso boca arriba como si fueran naipes, retiró la base del Zippo, montó la cámara que llevaba dentro y miró por el minúsculo visor. «Para calcular la distancia extiende los dedos de las dos manos y haz una morisqueta con el pulgar», había dicho Rooke. Hizo una morisqueta con el pulgar. Era un objetivo ojo de pez. Entraban todas las páginas en el mismo encuadre. Apunta hacia arriba, apunta hacia abajo. Dispara. Cambia de papeles. Que mi sudor no toque la mesa. Otra morisqueta para calcular la distancia. Con mucha calma. Y ahora, quieto. Se quedó inmóvil junto a la ventana. Observa, pero no de muy cerca. El Toyota se está yendo, Gus va al volante. Vuelve al trabajo. Despacio, despacio.

Completada la primera bandeja, restituyó los papeles a su sitio y cogió los de la segunda. Seis páginas de apretada caligrafía escritas por Roper con pulcritud. ¿Las joyas de la corona? ¿O una larga carta a su ex esposa hablando de Daniel? Las puso por orden, de izquierda a derecha. No era una carta a Paula. Había muchos nombres y números, escritos con rotulador en papel cuadriculado, los nombres a la izquierda, las cifras al lado, cada uno de los números en su correspondiente cuadradito. ¿Deudas de juego, quizá? ¿Las cuentas de la casa? ¿Una lista de aniversarios? «Deja ya de pensar. Ahora espía, ya pensarás después.» Retrocedió un paso, se secó el sudor de la cara y suspiró. Y al hacerlo, lo vio.

Un cabello. Un hermoso, solitario, largo, suave y recto cabello castaño que debería estar en un medallón o en una carta de amor o sobre una almohada oliendo a humo de leña. Por un momento se puso furioso, con esa furia que experimentan los exploradores cuando al llegar a un infernal fin de trayecto encuentran la olla del odioso rival que les ha tomado la delantera. «¡Me has mentido! ¡Tú sí sabes qué se trae entre manos! ¡Estás de manga con él en el negocio más sucio de toda su carrera!» Pero enseguida pensó, satisfecho, que Jed había estado haciendo el mismo recorrido que él sin la ayuda de Burr ni de Rooke ni del asesinato de Sophie.

Después de eso sintió terror. No por él, por ella. Por su fragilidad. Por su torpeza. Por su vida. «¡Pero tonta –le decía–, mira que dejar tu rúbrica por todas partes! ¿Es que no has visto nunca una mujer guapa con la cara destrozada a golpes? ¿Y un perrito con las tripas abiertas a cuchilladas?»

Ensortijando el cabello delator en torno a la punta de su meñique, Jonathan lo metió en el bolsillo empapado de sudor de su camisa, dejó el segundo pliego de papeles en su correspondiente bandeja y procedía a disponer sobre la mesa los documentos de la tercera cuando oyó la refriega de unos cascos de caballo procedentes de la caballeriza, con el acompañamiento de unas voces de niños alzadas en son de protesta y repulsa.

Jonathan devolvió metódicamente los papeles a su sitio y se acercó a la ventana. Mientras lo hacía, pudo oír el sonido de pies andando rápido en el interior de la casa y luego a Daniel chillándole a Jed mientras entraba abruptamente en la cocina para seguir corriendo hasta el salón. Y luego la voz de Jed gritándole a su vez. Y en la caballeriza vio a Caroline Langbourne y a sus tres hijos, y a Claud, el mozo, sujetando la yegua árabe de Jed por la brida, y a Donegal el caballerizo sujetando a Smoky, el pony de Daniel, que permanecía con la cabeza ladeada como si le disgustara toda aquella ruidosa demostración.


Tenso para el combate.

Tranquilo ante la batalla.

De tal palo tal astilla. Lo enterraron de uniforme.

Jonathan deslizó la minúscula cámara en el bolsillo de sus téjanos y comprobó la ausencia de huellas en la mesa. Limpió el tablero con su pañuelo, así como los cantos de las bandejas. Daniel chillaba más fuerte que Jed, pero Jonathan no pudo oír lo que decía ninguno de los dos. En la caballeriza, uno de los niños Langbourne había decidido unirse al griterío. Esmeralda había venido de la cocina y estaba diciéndole a Daniel que no se portara como un tonto, ¿qué diría su papá? Jonathan se metió en el vestidor, cerró la puerta blindada que daba al estudio y la cerró de nuevo mediante la llave falsa, cosa que le llevó más tiempo del deseado debido a la angustia que le provocaba la posibilidad de arañar el escudete. Cuando llegó al dormitorio estaba oyendo ya a Jed que subía las escaleras de dos en dos con sus botas de montar puestas, afirmando a todo aquel que quisiera escuchar que nunca, pero nunca más en su vida, pensaba llevar a Daniel a montar con ella.

Jonathan vaciló en retirarse al baño o en volver al vestidor, pero esconderse no parecía resolver nada. Notaba que le invadía una lujuriosa inercia, un deseo de aprovechar la tardanza que le recordó cuando hacía el amor. De modo que cuando Jed apareció en el umbral vestida para montar a caballo con la excepción de su látigo y su casco, pero roja de calor y de ira, Jonathan se había situado frente a la mesa de centro y estaba arreglando las flores viajeras porque al subir habían perdido algo de su perfección.

Al principio Jed estaba demasiado enfadada con Daniel para sorprenderse por nada. Y a él le impresionó que esa cólera la hiciera un poco real.

En serio, Thomas, si tienes aunque sólo sea un poco de influencia sobre ese chico, me gustaría que le enseñases a no ser tan quejica cuando se hace daño. Total por una caída sin importancia, no le duele otra cosa que el orgullo, pero él tiene que hacer un número... Oye, Thomas, ¿qué coño estás haciendo en esta habitación?

–Te he traído unas flores. De la escalada de ayer.

–¿Y no podías habérselas dado a Miss Sue?

–Quería hacer el ramo yo mismo.

–Podías haberlo hecho y se lo dabas a Miss Sue abajo.

Jed lanzó una furiosa mirada a la cama sin hacer. A su ropa del día anterior esparcida sobre la chaise longue. Al cuarto de baño abierto. Daniel seguía chillando.

¡Cállate, Daniel!–Su mirada regresó a Jonathan–. En serio, Thomas, con flores o sin flores, me parece que tienes mucha cara, joder.

La misma ira. «Sólo la has pasado de Daniel a mí», pensó Jonathan mientras seguía jugueteando distraídamente con las flores. De repente sintió una profunda necesidad de protegerla. Notaba contra el muslo las llaves falsas que pesaban una tonelada, la cámara Zippo estaba casi cayéndosele del bolsillo de la camisa; la excusa de las flores, pergeñada en consideración a Esmeralda, estaba resultando muy poco consistente. Pero estaba pensando en la pasmosa vulnerabilidad de Jed, no en la suya. Daniel había parado de gritar a la espera del resultado de sus chillidos.

–¿Entonces por qué no llamas a los matones? –propuso Jonathan, dirigiéndose no tanto a ella como a las flores–. El botón para ataque personal está ahí mismo, en la pared. O llama por el teléfono interno. Marca el nueve y recibiré mi castigo por mi mucha cara, tal como está previsto. Daniel no está haciendo una escena porque se haya hecho daño. No quiere volver a Londres y tampoco quiere compartirte con Caroline y los críos. Te quería para él solo.

–Largo –dijo ella.

Pero la calma estaba con él, y también la inquietud por ella; ambas cosas le proporcionaron la supremacía. Se acabaron los ensayos y las balas de fogueo. Había llegado la hora de las balas de verdad.

–Cierra la puerta –le ordenó él con voz grave–. No es un buen momento para hablar pero hay algo que debo decirte cuanto antes y no quiero que Daniel lo oiga. Ya pasa demasiado rato con la oreja pegada a tu dormitorio.

Jed le miró y él captó la expresión de incertidumbre que se apoderaba de su cara. Jed cerró la puerta.

–Estoy obsesionado. No puedo apartarte de mis pensamientos. No estoy diciendo que me haya enamorado de ti. Duermo contigo, me despierto contigo, no puedo cepillarme los dientes sin cepillar también los tuyos, y me paso el día riñendo contigo. No hay lógica ni placer en todo ello. No te he oído expresar una sola idea que valga un comino, y casi todo lo que dices son sandeces. Y sin embargo cada vez que se me ocurre algo gracioso necesito que seas tú quien se ría, y cuando estoy deprimido eres tú la que necesito que me anime. No sé quién eres, si es que eres alguien, ni sé si estás aquí para darte la gran vida o porque estás locamente enamorada de Roper. Y estoy seguro de que tú tampoco lo sabes. Creo que eres un desastre absoluto. Pero no me desanimo, en absoluto. Eso me indigna, me enloquece, me da ganas de retorcerte el cuello. Pero forma parte del lote.

Eran sus propias palabras, hablaba por sí mismo y por nadie más. No obstante, el inhumano huérfano que había en él no pudo resistir la tentación de echarle un poco de la culpa a ella.

–Tal vez no deberías haberme cuidado tan bien, ayudándome a levantar, sentándote en mi cama. Digamos que es culpa de Daniel por dejar que le secuestraran. No, digamos que es culpa mía por dejar que me dieran una paliza. Y tuya por ponerme esos ojos de perrito descarriado.

Ella cerró sus ultrajantes ojos y pareció quedarse un momento dormida. Luego los volvió a abrir y se llevó una mano a la cara. Y él tuvo miedo de haber estado demasiado duro con ella e invadido ese delicado terreno que cada cual defendía en contra del otro.

–Joder, es la cosa más impertinente que nadie me ha dicho nunca –dijo ella vacilando, tras una considerable pausa. Él no replicó.

–¡Thomas! –exclamó Jed, como si solicitara ayuda.

Pero él seguía sin brindarle apoyo.

–Por Dios, Thomas... Joder. ¡Estamos en casa de Roper!

–En casa de Roper y con la chica de Roper mientras tú puedas aguantarlo. Me huelo que no aguantarás mucho tiempo. Como sin duda te habrá explicado Caroline Langbourne, Roper es un criminal. No un bucanero, ni un jugador del Mississippi, ni un romántico aventurero o lo que tú te imaginaras cuando hablasteis por primera vez. Roper es un traficante de armas y al menos un poco homicida. –Había optado por una salida extravagante. Con una sola frase transgredía las normas de Burr y de Rooke–. Es por eso que gente como tú y como yo acabamos espiándole –dijo–. Dejando rastros por todo su despacho. «Jed ha estado allí.» «Jed Marshall, su marca, su cabello metido entre los papeles de él.» Roper podría matarte por eso. Es su oficio. Matar. –Se interrumpió para observar el efecto de su tortuosa confesión, pero ella se había quedado helada–. Será mejor que vaya a hablar con Daniel –dijo él–. Por cierto, ¿dónde se supone que se ha metido?

–Sabe Dios.

Cuando Jonathan se iba ella hizo algo extraño. Seguía junto a la puerta y, al acercarse él, dio un paso atrás para dejarle paso, cosa que habría sido de pura cortesía. Y luego, impulsada por algo que no podría haber explicado, se puso delante de él, giró el tirador y empujó la puerta, como si él tuviera las manos ocupadas y necesitara ayuda.

Daniel estaba tumbado en la cama, leyendo su libro de monstruos.

–Jed se ha pasado –explicó–. Sólo me he dado con un cebo. Pero Jed se ha puesto hecha una fiera.


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