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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Era el anochecer del día siguiente y Jonathan todavía estaba vivo. El cielo seguía en su sitio, ningún gorila se había descolgado de un árbol mientras volvía a Woody’s House por el túnel. Las cigarras chirriaban o sollozaban al ritmo de siempre, el sol se ocultaba detrás del monte Miss Manel, caía la noche. Había estado jugando al tenis con Daniel y los chicos Langbourne, había nadado y navegado con ellos, había escuchado a Isaac hablando del Tottenham Hotspurs y a Esmeralda hablando de los malos espíritus y a Caroline Langbourne hablando de los hombres, del matrimonio y de su marido:

–No es la infidelidad lo que me preocupa, Thomas, son las mentiras. No sé por qué te cuento todo esto, quizá porque eres honesto. Me da igual lo que él diga de ti, todos tenemos nuestros problemas, pero sé ver la honestidad cuando la tengo delante. Sólo con que me dijera: «Tengo un lío con Annabelle (o con quien sea que esté liado en ese momento) y es más, pienso seguir liado con ella», pues bueno, yo le diría: «Muy bien, si jugamos a eso, de acuerdo. Pero no esperes que yo te sea fiel si no lo eres.» Yo de qué va eso, Thomas. Las mujeres estamos acostumbradas. Es que me da mucha rabia haberle dejado todo mi dinero y haberle casi mantenido durante años, permitiendo que mi padre pagara el colegio de los niños, para que él se lo patee con la primera que encuentra, dejándonos a nosotros no exactamente sin un céntimo, pero sí no muy boyantes.

En lo que quedaba de día Jonathan vio a Jed en dos ocasiones: primero en la glorieta, vestida con un caftán amarillo y escribiendo una carta, y luego andando con Daniel donde rompían las olas, recogida la falda a la cintura mientras le llevaba a él de la mano. Y cuando Jonathan salía de la casa, al pasar deliberadamente bajo el balcón de su dormitorio, la oyó hablar por teléfono con Roper:

–No, cariño, no se hizo daño, ganas de quejarse, nada más. Se le ha pasado enseguida y luego me ha pintado un cuadro realmente súper de Sarah brincando justo encima del techo de la cuadra, verás cómo te gusta...

Y él pensó: «Ahora se lo cuentas. Esta era la buena noticia, cariño, pero adivina a quién he encontrado husmeando en nuestra habitación cuando iba a cambiarme...»
El tiempo sólo se negó a pasar cuando Jonathan llegó a Woody’s House. Entró con cautela pensando que si los gorilas habían sido alertados, su primer movimiento sería sin duda llegar a su casa antes que él. Así que entró por la puerta de atrás y rondó por los dos pisos antes de sentirse capaz de extraer de la cámara el pequeño carrete metálico de película y, mediante un afilado cuchillo de cocina, hacerle un hueco en su ejemplar de bolsillo de Tess d’Uberville.

Después de eso, las cosas se sucedieron una tras otra.

Tomó un baño y pensó: «Ahora mismo debes de estar duchándote, y no habrá nadie allí que te pase la toalla.»

Se preparó un caldo de pollo con las sobras que le había dado Esmeralda y pensó: «Ahora mismo tú y Caroline estaréis sentadas en el patio comiendo el mero con salsa de limón que prepara Esmeralda y escucharás un capítulo más de la vida de Caroline mientras sus hijos comen patatas fritas con coca-cola y helado y miran El jovencito Frankenstein en el cuarto de jugar de Daniel, y éste sigue en su dormitorio leyendo con la puerta cerrada y odiándolos a todos sin excepción.»

Luego se metió en la cama porque le parecía un buen sitio para pensar en ella. Y en la cama se quedó hasta las doce y media, hora en que el desnudo observador minucioso se deslizó silenciosamente en la cama y cogió el atizador de acero que guardaba debajo porque había oído pisadas furtivas en el escalón de la puerta. «Vienen por mí –pensó–. Ella ha avisado a Roper y vienen a hacerme lo que hicieron a Woody.»

Pero en su interior había una voz distinta, la misma voz que había estado escuchando desde que Jed le descubriera en su cuarto. De modo que cuando ella llamó a la puerta con los nudillos, él se había guardado el atizador y anudado un sarong a la cintura.

También ella se había vestido para la ocasión: llevaba una larga falda oscura y una capa negra, y él no se habría sorprendido de haberla visto aparecer con una capucha de Santa Claus, pero no iba cubierta, sino que la llevaba colgando a la espalda. Portaba una linterna eléctrica y, mientras él ponía de nuevo la cadena a la puerta, la dejó en el suelo y se arrebujó aún más en la capa. Y se quedó mirándole de frente con ambas manos teatralmente enlazadas a la altura del cuello.

–No deberías haber venido –dijo él corriendo rápidamente las cortinas–. ¿Quién te ha visto? ¿Caroline, Daniel? ¿El personal nocturno?

–Nadie.

–¿Cómo que nadie? ¿Y los chicos de la caseta?



–He salido de puntillas. Nadie me ha oído.

Él la miró con incredulidad. No porque pensara que estaba mintiendo sino a causa de la absoluta temeridad de su comportamiento.

–Bien, ¿qué puedo ofrecerte? –dijo él con un tono que implicaba: puesto que has venido.

–Café. Un café, por favor. Normal y corriente.

«Café, por favor, que sea egipcio», recordó él.

–Estaban mirando la televisión –dijo ella–. Los chicos de la caseta. Los vi por la ventana.

–Desde luego.

Puso agua a calentar, encendió unos troncos de pino en la chimenea y durante un rato ella permaneció frente al hogar sorbiendo café, temblando y torciendo el gesto al ver cómo chisporroteaba la leña. Después echó un vistazo a la habitación, haciéndose una idea del lugar y fijándose en la cantidad de libros que había llegado a reunir y en lo pulido que estaba todo: las flores, la acuarela de Carnation Bay puesta sobre la repisa de la chimenea junto al pterodáctilo que había pintado Daniel.

–Dans ha pintado un cuadro de Sarah para mí –dijo ella–. Para hacer las paces.

–Lo sé. Pasaba por tu habitación cuando se lo decías a Roper. ¿Qué más le has contado?

–Nada.

–¿Estás segura?



Ella le miró furiosa:

–¿Qué esperabas que le dijese? ¿Que Thomas cree que soy una puta barata que no tiene nada en la sesera?

–Yo no he dicho eso.

–Peor que eso. Dijiste que yo era un desastre y él un homicida.

Jonathan le pasó una taza de café. Negro. Sin azúcar. Ella bebió un poco cogiendo la taza con ambas manos.

–¿Cómo coño he podido llegar a esto? –preguntó Jed–. No me refiero a ti sino a él. A este sitio. A Crystal y a toda la basura.

–Corky dice que Roper te compró en una venta de caballos.

–Me había ido a vivir a París.

–¿Qué hacías en París?

–Follar con esos dos. La historia de toda mi vida. Siempre me tiro a los tíos que no debo, y los que debería follarme se me pasan por alto. –Otro trago de café–. Tenían un piso en la rué de Rivoli. Me acojonaron a base de bien. Drogas, chicos, alcohol, chicas, yo qué sé, de todo un poco. Una mañana me levanté y vi que el piso estaba lleno de cuerpos. Todo el mundo estaba pesadísimo. –Asintió para sí misma como diciendo: sí, exacto, ése fue mi punto álgido–. Bueno, Jemima, te quedas sin tus doscientas libras. Lárgate ya. Ni siquiera hice la maleta. Pasé por encima de los cuerpos y me fui a esa subasta de caballos de raza en la Maison Lafitte; había leído la reseña del Tribune. Tenía ganas de ver caballos. Aún estaba medio colocada y sólo podía pensar en una cosa: caballos. Es lo que siempre hicimos hasta que mi padre tuvo que liquidar el negocio: montar y rezar. Somos una familia católica de Shropshire –explicó lúgubremente, como si confesara una maldición familiar–. Yo debía de estar sonriendo, porque aquel guaperas cincuentón me dijo: ¿Cuál de ésos te gusta? Y yo le contesté: Ese grande que está junto a la ventana. Me sentía... ligera, libre. Era como estar en una película. Igual. Yo iba en plan gracioso. Y él me la compró. Quiero decir a Sarah. La puja fue tan rápida que casi ni me di cuenta. Él tenía al lado a un paquistaní, y los dos estaban pujando. Entonces se volvió hacia mí y dijo: Es toda tuya. ¿Dónde quieres que te la envíen? Yo estaba muerta de miedo, pero aquello era como un reto y pensé que valía la pena llegar hasta el final.

»Me llevó a una tienda de los Campos Elíseos y no había nadie más que nosotros. Había hecho desalojar a la chusma antes de que llegáramos, de modo que la tienda era sólo para nosotros. Me compró trapos por valor de diez mil libras, me llevó a la ópera. Luego me invitó a cenar y me habló de una isla llamada Crystal. Y entonces me llevó a su hotel y me folló. Y yo pensé. Vaya, esto es coser y cantar. Roper no es un mal hombre, Thomas. Simplemente hace cosas malas. Es como Archie, el conductor.

–¿Quién es Archie?

Jed se olvidó un instante de él y prefirió sorber su café y mirar el fuego. Había dejado de temblar. Luego dio un respingo y se encogió, pero lo que le preocupaba era su memoria, no el frío.

–Dios mío –susurró–. Thomas, ¿qué hago?

–¿Quién es Archie? –repitió él.

–Era de nuestro pueblo. Conducía una ambulancia del hospital local. Todo el mundo le quería. Iba a todas las carreras a campo traviesa y se ocupaba de los que se hacían daño. Curaba los arañazos de los niños en las gincanas, en fin, todo. Un señor muy simpático. Un día hubo una huelga de ambulancias y Archie formó parte del piquete que vigilaba la entrada al hospital, y no dejaba entrar a los heridos porque decía que los conductores eran todos unos esquiroles. Y Mrs. Luxome, la que iba a limpiar la casa de los Prior, murió porque no pudo entrar. –La recorrió otro estremecimiento–. ¿Siempre enciendes fuego? Parece estúpido, en pleno trópico...

–En Crystal también encendéis la chimenea.

–A él le caes muy bien, ¿lo sabías?

–Sí.

–Eres como un hijo para Roper. Yo le decía que se librara de ti. Te notaba cada vez más cerca y no podía pararte. Eres un verdadero adulador. Él parece no darse cuenta. O tal vez no quiere. Supongo que es por Dan. Tú le salvaste. Claro que eso no va a durar siempre, ¿me equivoco? –Bebió más café–. Entonces una piensa: de acuerdo, todo al infierno. Si él no ve lo que pasa delante de sus narices, es su problema. Corky se lo ha advertido. Sandy también. Pero él no les escucha.



–¿Por qué has estado rebuscando entre sus papeles?

–Caro me contó un montón de cosas sobre él. Cosas horribles. No ha estado bien. Yo ya conocía algunas. Había intentado no saberlas, pero no se puede evitar. Cosas que dice la gente en las fiestas. Cosas que pesca Dans. Esos malditos banqueros, siempre fanfarroneando. Yo no soy quién para Juzgar a la gente, desde luego. Siempre creo ser yo la que está en apuros, no ellos. El problema es que somos condenadamente honestos. Mi padre lo es. Se moriría de hambre antes de burlar a Hacienda. Siempre pagaba las facturas el día mismo que llegaban. Por eso fue a la quiebra. Había gente que le debía dinero y no le pagaba, pero nunca reparaba en eso. –Jed le miró fijamente–. Dios –dijo en voz baja.

–¿Encontraste algo?

Ella meneó la cabeza:

–¿Cómo iba a encontrar nada? No sabía lo que tenía que buscar. Pensé: al infierno, y se lo pregunté a él.

–¿Que hiciste qué?

–Discutirlo directamente con él. Una noche, después de cenar. Le dije: ¿Es cierto que eres un criminal? Contesta. Una tiene derecho a saber.

Jonathan respiró hondo.

–Bueno, al menos fuiste honesta –dijo con una cauta sonrisa–. ¿Cómo lo encajó Roper? ¿Te hizo una confesión completa, juró que jamás volvería a obrar mal, culpó a su infancia cruel?

–Se puso muy serio.

–¿Y luego?

–Dijo que no me metiera donde no me llamaban. Jonathan no pudo evitar acordarse vagamente del relato que Sophie había hecho de su conversación con Freddie Hamid.

–Y tú le dijiste que sí era asunto tuyo –sugirió.

–Roper dijo que aunque me lo explicase yo no lo entendería. Que lo que tenía que hacer era callarme y no hablar de cosas que no entendía. Y después añadió: No se trata de crímenes, sino de política. Y yo pregunté: ¿Qué no es crimen? ¿Qué es política? Cuéntame lo peor, le dije. Dame las líneas maestras y así sabré en qué estoy metida.

–¿Y Roper? –preguntó Jonathan.

–Dice que no hay tales líneas maestras. La gente como mi padre cree lo contrario, y es por eso que mi padre y otros como él son unos primos. Roper dice que me quiere y que con eso basta. Entonces yo me enfado y le digo: Puede que para Eva Braun fuera suficiente, pero para mí no lo es. Creí que me pegaba. Pero se limitó a tomar nota. No hay nada que le sorprenda, ¿te habías fijado? Para él todo son hechos. Uno más, uno menos, pero hechos al fin. Uno sólo tiene que obrar en consecuencia.

«Que es lo que hizo Sophie», pensó Jonathan.

–¿Y qué me dices de ti? –preguntó.

–¿De mí? –Quería un poco de coñac. Él no tenía, así que le dio whisky–. Una mentira –dijo ella.

–¿Qué mentira?

–Mi vida actual. Alguien me dice quién soy, y yo me lo creo tan tranquila. Es lo que me pasa siempre. Creo en las personas. No puedo evitarlo. Ahora vienes tú y me dices que soy un completo desastre, pero él no me dice nada parecido. Para él soy su virtud. Daniel y yo, a eso se reduce todo. Lo dijo bien claro una noche, delante de Corky. –Bebió un sorbo de escocés–. Caro asegura que Roper está vendiendo droga, ¿lo sabías? Un alijo enorme, a cambio de armas y qué sé yo. No me refiero a estar al borde de la ilegalidad, ni a hacer chapuzas o fumarse un porrete en una fiesta. Hablo de crimen con mayúsculas, perfectamente organizado y en toda regla. Dice que soy la amante de un bandido... Ésa es otra de las versiones de mí misma que trato de asumir como puedo. Últimamente resulta emocionante ser la pobre Jed.

Sus ojos volvían a estar posados en los de Jonathan, fijos y sin pestañear.

–Estoy con la mierda hasta las orejas –prosiguió–. Me he metido en esto con los ojos completamente cerrados. Me merezco todo lo que me pasa. Pero no me digas que soy un desastre. Los sermones ya me los proporciono yo misma. ¿Y tú?, ¿en qué coño andas tú, si se puede saber? No eres ninguna joya.

–¿En qué cree Roper que estoy metido?

–Dice que tuviste problemas bastante gordos, pero que eres un buen tío. Te está promocionando. Corky le tiene harto, siempre quejándose de ti. Claro que no te ha pillado husmeando en nuestro dormitorio, ¿verdad? –dijo ella, rutilante–. Cuéntamelo tú mismo.

Jonathan se tomó tiempo para responder. Primero pensó en Burr, luego en sí mismo y en todas las reglas para no hablar.

–Soy un voluntario –dijo al fin.

Ella puso mala cara.

–¿De la policía?

–Algo así.

–¿Cuánto hay de ti mismo en ti?

–Espero averiguarlo pronto.

–¿Qué le harán a él?

–Detenerle. Procesarle. Encerrarle.

–¿Cómo puedes prestarte a hacer un trabajo así? Dios mío.

Esta contingencia no estaba cubierta por ningún adiestramiento previo. Jonathan se dio tiempo para pensar, y el silencio, al igual que la distancia que los separaba, pareció unirles más que separarles.

–Todo empezó con una chica –dijo y se corrigió–: Una mujer. Roper y otro hombre dispusieron que fuera asesinada. Me sentí responsable.

Encorvada la espalda, subida aún la capa hasta el cuello, Jed miró en torno y luego otra vez a él:

–¿La querías, a esa chica, esa mujer?

–Sí. –Sonrió–. Era mi virtud.

Ella se lo tragó sin estar segura de si debía aprobarlo.

–Cuando salvaste a Daniel, ¿también fue una mentira?

–En gran parte, sí.

Él veía cómo todo aquello reverberaba en su cabeza: la revulsión, el esfuerzo por comprenderle, la mezcolanza ética de su educación.

–El doctor Marti dijo que casi te matan.

–Fui yo el que casi los mata. Perdí la cabeza. La representación salió mal.

–¿Cómo se llamaba ella?

–Sophie.


–Háblame de ella.

Quería decir allí, en ese lugar, en ese momento.


La llevó al dormitorio y se acostó junto a ella, sin tocarla, mientras le contaba cosas de Sophie, y al final ella se quedó dormida mientras él vigilaba. Al despertar pidió gaseosa, de modo que él fue a buscarla a la nevera. A las cinco de la mañana, antes de que amaneciera, Jonathan se vistió para ir a correr y la acompañó por el túnel hasta la caseta del portero, sin dejar que utilizara la linterna sino haciéndola caminar a un paso detrás de él, a su izquierda, como si fuera un recluta recién llegado a quien debía acompañar al frente. Y al llegar a la caseta Jonathan metió cabeza y hombros en la mismísima ventana para charlar con Marlow, el vigilante, mientras Jed se escabullía sin ser vista, o eso esperaba él.

Su inquietud no mermó al encontrarse con Amos el rasta, sentado a la puerta de su casa, que le pedía una taza de café.

–¿Tuvo usted una bonita y edificante experiencia con su alma anoche, Mr. Thomas? –le preguntó Amos, echando cuatro cucharadas de azúcar en el café.

–Una noche de tantas, Amos. ¿Y tú?

–Verá, Mr. Thomas, señor, no olía yo a fuego de hogar en el Townside a la una de la madrugada desde que Mr. Woodman solía entretener a sus amigas con música y amor...

–A decir de todos, Mr. Woodman habría hecho mucho mejor en leer un libro edificante –dijo Jonathan con melindre.

Amos se echó a reír cloqueando como una gallina.

–En esta isla sólo hay un hombre a excepción de usted, Mr. Thomas, que alguna vez lea un libro. El pobre es ciego como un topo y la ganja le ha vuelto imbécil.


Aquella noche, para horror suyo, ella acudió de nuevo a su casa.

Esta vez no llevaba la capa oscura sino ropa de montar. Evidentemente, había llegado a la conclusión de que le daba cierta inmunidad. Aunque consternado, Jonathan no se sorprendió especialmente, porque para entonces sabía que Jed era tan decidida como Sophie y que ya no podía decirle que se fuera, como tampoco pudo evitar que Sophie volviese a El Cairo para enfrentarse a Hamid. De modo que le invadió la calma, una quietud que ambos compartían.

Ella le tomó de la mano y le condujo arriba, y mostró una alocada curiosidad por las camisas y la ropa interior. Si había alguna cosa mal doblada, ella la doblaba bien. Si faltaba la pareja de algo, ella la encontraba enseguida. Lo atrajo hacia sí y le besó con mucha precisión, como si hubiera decidido de antemano qué parte de ella podía permitirse ofrecerle y qué parte no. Después de besarse, ella bajó otra vez y le hizo poner de pie bajo la luz del techo y le tocó la cara con la punta de los dedos, verificándole, fotografiándole con sus ojos, haciéndole retratos para podérselos llevar consigo. Y en medio de la incongruencia de aquel momento se acordó de la pareja de emigrados que la noche antes del secuestro estaban bailando en Mama Low’s, rozándose la cara el uno al otro con incredulidad.

Ella pidió un vaso de vino y se sentaron en el sofá a beber y a deleitarse con esa quietud que habían descubierto poseían en común. Ella le atrajo hacia sus pies y le besó de nuevo, estirándose a su lado cuan larga era y mirándole a los ojos todo el tiempo del mundo como para cerciorarse de su sinceridad. Y luego le dejó, pues, como dijo, eso era a lo más que podía llegar hasta que Dios tuviera alguna otra ocurrencia.

Cuando Jed se fue, Jonathan subió al dormitorio para verla desde la ventana. Después metió su ejemplar de Tess d’Uberville en un sobre marrón y lo remitió, en mayúsculas mal escritas, a the adult shop, a un apartado de correos de Nassau que le había dado Rooke en sus días jóvenes. Echó el sobre en el buzón que había a la orilla del mar para que fuera recogido y enviado a Nassau por la mañana en el reactor de Roper.
–¿Qué? ¿Disfrutas de la soledad, querido? –preguntó Corkoran.

Estaba de nuevo en el jardín de Jonathan, bebiendo cerveza de una lata.

–Oh, sí, mucho. Gracias –dijo educadamente Jonathan.

–Eso cuentan por ahí. Frisky dice que te lo pasas bien. Lo mismo dice Tabby. Y también los chicos de la caseta. En el Townside todo el mundo parece opinar lo mismo.

–Qué bien.

Corkoran bebió. Llevaba un panamá etoniano y el impresentable traje de ciudad, y parecía estar hablándole al mar.

–¿No nos habrá cortado un poco las alas, la carnada Langbourne? –preguntó.

–Hemos hecho un par de expediciones. Caroline está un poco alicaída, y a los niños les ha venido muy bien dejar de verla un rato.

–Qué bondad la tuya –reflexionó Corkoran–. Qué deportividad. Qué delicia de persona. Igual que Sammy. Y pensar que nunca pillé a ese maricón. –Bajándose el ala del sombrero, Corkoran entonó Nice work if you can get it emulando a una quejumbrosa Ella Fitzgerald–. Mensaje del jefe para Mr. Pine. Ha llegado la hora H. Prepárate a despedirte de Crystal y de todos. El pelotón de fusilamiento estará listo al alba.

–¿Adónde voy?

Poniéndose en pie de un salto, Corkoran bajó a grandes trancos hacia la playa como si no pudiera soportar a Jonathan ni un momento más. Cogió una piedra y, pese a que era muy grande, la arrojó a las aguas en tinieblas.

–Vas en mi jodido lugar, ¡eso es lo que pasa! –gritó–. ¡Gracias a un excelente juego de piernas por parte de ciertas mariconas de mierda enemigas de la causa! ¡Y tengo la firme sospecha de que tú eres su criatura!

–¿Estás hablando por la boca o por el culo?

El mayor meditó la pregunta:

–Pues no sé qué decir, monada. Ojalá hablara por el culo. Podría ser anal. Podría dar en el blanco. –Otra piedra–. Aquí donde me ves, soy un profeta que clama en el desierto. El jefe, aunque nunca lo admitirá, es un romántico integral irredento. Es de los que cree que hay luz al final del túnel. Sólo que la maldita polilla también pensaba lo mismo. –Una piedra más, con el acompañamiento de un gruñido de esfuerzo–. Mientras que el pobre Corky es un escéptico a carta cabal. Y mi opinión, personal y profesional, de ti es que eres la peste. –Otra piedra. Y otra más–. Si le digo que eres la peste, no me hace caso. Él te inventó, sabes. Tú rescataste a su bebé de las llamas. Mientras que el pobre Corky, gracias a personas anónimas (amigos tuyos, imagino), es como un sello usado. –Corkoran apuró su cerveza de un trago y arrojó la lata a la arena mientras buscaba otra china, que Jonathan, solícito, le tendió enseguida–. Bien, amor, admito que uno se ha vuelto un poquitín zarrapastroso, ¿no es cierto?

–Yo lo que creo es que uno se está volviendo un poquitín tarumba –dijo Jonathan.

Corkoran se sacudió la arena de las manos.

–¡Lo que cuesta delinquir, Dios mío! –se lamentó–. Gente, alboroto. Purria. Esos sitios en los que uno no quiere estar. ¿No te parece? Claro que no. Tú estás por encima de todo eso. Es lo que yo le decía al jefe. Pero ¿acaso me escucha?, ¿eh? Y una mierda me escucha.

–Yo no puedo ayudarte, Corks.

–Bah, no te apures. Saldré de ésta. –Encendió un cigarrillo y exhaló el aire con gratitud–. Y ahora esto –dijo, señalando hacia atrás con la mano en dirección a la casa–. Dos noches consecutivas, me han dicho mis espías. Me gustaría delatarla al jefe, por supuesto. Nada me haría más dichoso. Pero a nuestra señora de Crystal no puedo hacérselo. Claro que hablo sólo por mí. Puede que se le escape a alguien. Siempre pasa. –La luna estaba convirtiendo la isla de Miss Mabel en un clisé negro–. Nunca me ha gustado el anochecer. Es que lo odio, coño. Y el amanecer tampoco, ya que estamos. Siempre tocan a muerto. A Corky no le quedan más que diez minutos, los días buenos. ¿Otra a la salud de la reina?

–No, gracias.
La partida no iba a resultar fácil. Se reunieron en la pista de aterrizaje de Miss Mabel a primera hora, como los refugiados, Jed con gafas oscuras y decidida a no ver a nadie. A bordo del avión, todavía con las gafas puestas, se sentó encorvada en el asiento del fondo, Corkoran a un lado y Daniel al otro, mientras que Frisky y Tabby flanqueaban a Jonathan delante. Cuando tomaron tierra en Nassau, MacArthur rondaba por la barrera. Corkoran le entregó los pasaportes, incluido el de Jonathan, y todos pasaron sin problemas.

–A Jed le va a dar algo –anunció Daniel cuando subían al nuevo Rolls. Corkoran le dijo que se callara.

La mansión Roper era de estuco estilo Tudor con muchas enredaderas, y lucía un inesperado aire de abandono.

Por la tarde, Corkoran se llevó a Jonathan de compras a Freetown por todo lo alto. Corkoran estaba de un humor cambiante. Se detuvo varias veces a tomar un refresco en pequeños bares repugnantes mientras Jonathan bebía una coca-cola. Todo el mundo parecía conocer al mayor, y algunos demasiado bien. Frisky les seguía a cierta distancia. Compraron tres trajes italianos muy caros («Los pantalones para ayer, por favor, Clive, o el jefe se pondrá furioso»), media docena de camisas de vestir, calcetines y corbatas a juego, zapatos y cinturones, un impermeable azul marino muy ligero, ropa interior, pañuelos de hilo, pijamas y un bonito neceser de piel con una afeitadora eléctrica y un par de cepillos para el pelo con sendas t plateadas: «Mi amigo no piensa aceptar nada que no lleve la t, ¿no es cierto, corazón?» Y cuando llegaron a la mansión Roper, Corkoran culminó su creación al sacarse de la manga una cartera de piel de cerdo repleta de tarjetas de crédito de primera línea a nombre de Thomas, un maletín de cuero negro, un reloj de oro marca Piaget y unos gemelos de oro con las iniciales DST.

De modo que cuando se congregaron todos en la salita para tomar un Dom, Jed y Roper muy radiantes y relajados, Jonathan era el perfecto ejemplo de joven ejecutivo moderno.

–¿Qué os parece, encantos? –preguntó Corkoran con orgullo de creador.

–Fabuloso –dijo Roper, sin prestar mucha atención.

–Súper –dijo Jed.

Después del Dom, fueron a Enzo’s en Paradise Island, que fue donde Jed pidió ensalada de langosta.
Y en eso acabó todo. En una ensalada de langosta. Jed estaba cogida del cuello de Roper mientras la pedía. Y allí dejó su brazo mientras Roper pasaba la orden al propietario. Se habían sentado uno al lado del otro porque era su última noche juntos y, como todo el mundo sabía, estaban terriblemente enamorados.

–Queridos –dijo Corkoran, alzando su copa de vino hacia ellos–. La pareja perfecta. Increíblemente hermosos los dos. Que ningún hombre os separe. –Y se bebió un vaso entero de un solo trago mientras el propietario, que era italiano y estaba desolado, deploraba que se hubiera acabado la ensalada de langosta.

–¿Ternera, Jeds? –sugirió Roper–. Los penne están muy buenos. ¿Y pollo? Prueba el pollo. No, claro. Tiene mucho ajo. Te pone a parir. Pescado, entonces. Tráigale pescado. ¿Te apetece un plato de pescado, Jeds, cariño? ¿Lenguado? ¿Qué pescado tiene?

Cualquier pescado –dijo Corkoran– agradecería el sacrificio.

Jed comió pescado en vez de langosta.

Jonathan también pidió pescado, y declaró que estaba sublime. Jed dijo que el suyo estaba divino. Otro tanto hicieron los MacDanbies, reclutados sin previo aviso para hacer cuadrar las cuentas de Roper.

–Pues a mí no me parece divino –dijo Corkoran.

–Pero Corks, si está mucho más bueno que la langosta... Es mi pescado favorito.

–Langosta en la carta, langosta por toda la puñetera isla, ¿por qué coño no tienen langosta? –insistió Corkoran.

–La han cagado, Corks. No todos somos genios como tú.

Roper estaba preocupado, aunque sin hostilidad. Simplemente tenía cosas en la cabeza, y la mano en el regazo de Jed. Pero Daniel, que pronto iba a volver a Inglaterra, escogió ese momento para desafiar el desinterés de su padre.

–Roper está más enganchado que un yonki –proclamó en medio de un desafortunado silencio–. El último súper bisnes le está saliendo muy bien. Después de eso no habrá quien le alcance. ¿A que no?

–Cierra el pico, Dans –dijo Jed al punto.

–Basta, Dans –dijo Roper.

Pero aquella noche su destino era Corkoran, y éste se había lanzado a contar una historia sobre un consejero de inversiones amigo suyo llamado Shortwar Wilkins, quien al estallar el conflicto entre Irán e Irak había avisado a sus clientes que la cosa acabaría en cuestión de seis semanas.

–¿Y qué le pasó? –preguntó Daniel.

–Es un caballero sin ocupación, sabes, Dan. Casi siempre está agotado. Vive a costa de sus amigos. Un poco como yo dentro de un par de años. Thomas, acuérdate de mí cuando vayas en tu Rolls y veas una cara conocida barriendo la acera. ¿Me arrojarás unas monedas en recuerdo de los viejos tiempos? Salud, Thomas. Larga vida, señor. Que viváis todos muchos años. Salud.

–Lo mismo digo, Corky –dijo Jonathan.

Un MacDanbie intentó contar su historia sobre tal o cual cosa, pero Daniel volvió a interrumpir:

–¿Qué haríais para salvar el mundo?

–Dímelo tú, corazón –dijo Corkoran–. Me muero por saberlo.

–Matar al género humano.

–Cállate, Dans –dijo Jed–. Estás insoportable.

–¡Sólo he dicho matar al género humano! ¡Es un chiste! ¿Es que no sabes entender una gracia?Alzando los brazos, Daniel disparó con una ametralladora imaginaria a todos los comensales–. Ra-ta-ta-ta-ta. ¡Listo! El mundo ya está a salvo. No ha quedado nadie.

–Thomas, llévate a Dans a dar una vuelta –ordenó Roper desde el otro extremo de la mesa–. Tráelo cuando se le haya pasado.

Pero mientras Roper decía estas palabras –sin excesiva convicción, ya que Daniel en esa noche de despedida era digno de indulgencia– llegó una ensalada de langosta. Corkoran la vio. Y Corkoran agarró la muñeca del camarero negro que la llevaba y le dio un violento tirón.

–Oye, tío –exclamó el sobresaltado camarero, y luego sonrió tontamente y con timidez, mirando en torno con la esperanza de formar parte de un extraño happening.

El propietario se acercaba ya a toda prisa. Frisky y Tabby, sentados en un rincón a la mesa de los pistoleros, se habían puesto de pie y se desabrochaban los respectivos blazers. Todo el mundo se quedó inmóvil.

Corkoran estaba levantándose. Y Corkoran, con inusitada fuerza, se abatía sobre el brazo del camarero haciendo que el pobre hombre se retorciera, de modo que la bandeja se ladeaba alarmantemente. Corkoran estaba rojo como un ladrillo, tenía la barbilla alzada y le gritaba al propietario del restaurante.

–¿Habla usted inglés, señor? –preguntó con exigencia y lo bastante fuerte como para que le oyeran en toda la sala–. Yo sí. Aquí la señora había pedido langosta, caballero. Usted ha dicho que la langosta se había terminado. Es usted un mentiroso, señor. Y ha ofendido usted a la señora y a su consorte, señor. ¡Sí que había langosta!

–¡La habían pedido antes! –protestó el propietario, con más agallas de las que Jonathan le había adjudicado de entrada–. Era un pedido especial. De las diez de la mañana. Si desea asegurarse langosta, haga un pedido especial. ¡Suelte a este hombre!

En la mesa no se había movido nadie. La gran ópera tenía sus propias reglas. Incluso Roper parecía dudar si intervenir o no.

–¿Cómo se llama usted? –preguntó Corkoran al propietario.

–Enzo Fabrizzi.

–Déjalo ya, Corks –ordenó Roper–. No seas pesado.

–Corks, ya basta –dijo Jed.

–Si la señora desea un plato, Mr. Fabrizzi, ya sea langosta, hígado, pescado o algo tan corriente como un filete o ternera, usted se lo trae a la señora y se acabó. Porque si no, Mr. Fabrizzi, compraré este restaurante. Soy inmensamente rico, caballero. Y usted, señor, tendrá que ponerse a barrer la calle mientras Mr. Thomas aquí presente pasa zumbando en su Rolls Royce.

Jonathan, esplendoroso en su traje nuevo en el extremo más alejado de la mesa, se ha puesto en pie y sonríe con su sonrisa Meister.

–¿No crees, jefe, que ya es hora de levantar la sesión? –dice con pasmosa afabilidad, yendo hacia donde está sentado Roper–. Todos estamos un poco cansados del viaje. Mr. Fabrizzi, no recuerdo haber comido nunca tan bien. Ahora lo único que necesitamos es la cuenta, si es que su gente es capaz de hacerla sin tardar mucho.

Jed se levanta para marcharse y no mira a ningún lado. Roper le pone el chal sobre los hombros. Jonathan aparta su silla y ella le sonríe agradecida y distante. Paga un MacDanby. Suena un grito ahogado cuando Corkoran arremete contra Fabrizzi con malas intenciones, pero allí están Frisky y Tabby para contenerle, lo cual es una suerte porque en este momento varias personas del personal del restaurante vienen con ganas de vengar a su camarada. Finalmente salen todos a la calle cuando el Rolls está aparcando enfrente.

«No pienso ir a ninguna parte –había dicho ella con vehemencia mientras tenía la cara de Jonathan entre sus manos y le miraba a sus solitarios ojos–. Ya he fingido otras veces, puedo fingir de nuevo. Puedo fingir todo el tiempo que haga falta...»

«Te matará –había dicho Jonathan–. Seguro que lo descubre. Todos hablan de nosotros a espaldas suyas.»

Pero al parecer, al igual que Sophie, ella creía ser inmortal.

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