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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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El infiltrado: Cubierta John Le Carré




EL INFILTRADO

(The Night Manager, 1993)
John Le Carré
ÍNDICE

1 3

2 12


3 21

4 30


5 39

6 45


7 56

8 69


9 76

10 89


11 96

12 101


13 112

14 119


15 129

16 137


17 149

18 164


19 170

20 179


21 188

22 196


23 204

24 212


25 222

26 230


27 239

28 248


29 258

30 268


31 273

Agradecimientos 275



Esta novela es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se emplean como ficción. Cualquier parecido con sucesos, situaciones o personajes reales, vivos o muertos, es pura coincidencia.

A la memoria de Graham Goodwin.

1


Un nevado anochecer de enero de 1991, Jonathan Pine, inglés y director de noche del hotel Meister Palace de Zurich, abandonó su despacho tras el mostrador de recepción y, presa de sentimientos que no había experimentado anteriormente, tomó posiciones en el vestíbulo preludiando la bienvenida que su hotel iba a brindar a un distinguido huésped de última hora. La guerra del Golfo acababa de empezar. A lo largo del día la noticia de los bombardeos aliados, discretamente divulgada por el estado mayor, había causado consternación en la bolsa de Zurich. Las reservas de hotel, normalmente escasas en enero, habían alcanzado niveles críticos. No era la primera vez que Suiza se encontraba en estado de sitio.

Pero el Meister Palace sabía estar a la altura de las circunstancias. Contemplando desde lo alto de su colina la insensatez de la turbulenta vida citadina, el Meister, como era cariñosamente conocido por taxistas y parroquianos, presidía Zurich física y tradicionalmente en solitario, como una sobria tía eduardiana. Por más que las cosas cambiaran allá en el valle, ella permanecía siempre fiel a sí misma, inconmovible en sus principios, bastión de la elegancia civilizada en un mundo empeñado en irse al infierno.

Jonathan tenía su observatorio propio en un pequeño hueco situado entre los dos elegantes escaparates interiores del hotel que, en ambos casos, exhibían la última moda femenina. Adèle de la Bahnhofstrasse presentaba una estola de marta cibelina sobre un maniquí de mujer cuya única otra protección era la braga dorada de un biquini y unos pendientes de coral, para los precios dirigirse al conserje. El clamor contra el uso de pieles animales es tan ruidoso en Zurich como en otras ciudades del mundo occidental, pero el Meister Palace hacía caso omiso de ese clamor. El escaparate de César, también de la Bahnhofstrasse, prefería alimentar el gusto árabe mediante un cuadro de vestidos deliciosamente recamados, turbantes con diamantes, y relojes de pulsera adornados con piedras preciosas a sesenta mil francos la pieza. Flanqueado por estos dos santuarios del lujo, Jonathan podía vigilar con ojo atento la puerta giratoria.

Hombre corpulento pero vacilante, esgrimía siempre una sonrisa de autodefensa como si pidiera perdón. Su misma condición de inglés era un secreto bien guardado. Ágil y en la flor de la vida, un marino le habría tomado por un colega debido a su deliberada economía de movimientos, a su forma de tener los pies anclados en el suelo, una mano siempre al timón. Tenía bonitos cabellos ondulados y una frente de boxeador. La palidez de sus ojos le pillaba a uno por sorpresa. Uno esperaba de él sombras más densas, una actitud más retadora.

Y era esta levedad del porte en una constitución de boxeador lo que daba a su persona una inquietante intensidad. Nadie que se alojara unos días en el hotel podía confundirle con otro: desde luego, no con herr Strippli, el jefe de relaciones públicas de cremosos cabellos, ni con alguno de los desdeñosos jóvenes alemanes de herr Meister que se paseaban por el hotel como dioses camino del estréllate. Jonathan era un consumado hotelero. Uno no se preguntaba quiénes eran sus padres ni si tenía esposa, hijos o perro. Su mirada al vigilar la puerta poseía la imperturbabilidad del tirador. Llevaba un clavel en el ojal. De noche siempre llevaba uno.

La nevada, incluso para esa época del año, era formidable. Espesas oleadas de copos barrían el iluminado patio delantero como las olas de una tempestad. Los botones, avisados de la llegada de un personaje ilustre, contemplaban expectantes la ventisca. «Roper no lo conseguirá –pensó Jonathan–. Aunque hayan dejado despegar su avión, es imposible que aterrice con este tiempo. Herr Kaspar lo ha entendido mal.»

Pero herr Kaspar, el jefe de los conserjes, no había entendido una sola cosa mal en su vida. Cuando herr Kaspar susurró «llegada inminente» por el altavoz interior, sólo un optimista de nacimiento pudo haber imaginado que el avión del cliente sería desviado. Además, ¿a santo de qué iba herr Kaspar a hacer acto de presencia si no era por la llegada de un conocido derrochador? Hubo un tiempo, le contaba frau Loring a Jonathan, en que herr Kaspar habría mutilado por dos francos y estrangulado por cinco. Pero la vejez ya es otra cosa. A estas alturas, sólo el más preciado botín podía arrancar a herr Kaspar de su butaca frente al televisor.

«Me temo que el hotel está completo, Mr. Roper –ensayó Jonathan en otro desesperado esfuerzo por parar lo inevitable–. Herr Meister está desolado. Ha sido un error imperdonable de un empleado provisional. De todos modos, le hemos conseguido alojamiento en el Baur au Lac.» Etcétera. Una anhelante fantasía que también había nacido muerta. En toda Europa no había un solo gran hotel que se jactara esa noche de tener más de cincuenta huéspedes. Los más ricos del globo se aferraban valientemente a la tierra con la única excepción de Mr. Richard Onslow Roper de Nassau, Bahamas, de profesión sus negocios.

Jonathan puso las manos rígidas al tiempo que sacudía instintivamente los codos como disponiéndose al combate. Un coche, un Mercedes a juzgar por el radiador, acababa de entrar en el patio delantero. Un torbellino de copos obstruía los haces de sus faros. Jonathan vio levantarse la senatorial testa de herr Kaspar y centellear la araña sobre sus ondas engominadas. Pero el coche había aparcado al fondo del patio. Un simple taxi, un don-nadie. La cabeza de herr Kaspar, rebosante ahora de luz acrílica, volvió a sumirse en el estudio de los precios de la bolsa al cierre. Aliviado, Jonathan se permitió una espectral sonrisa de agradecimiento. La peluca, la inmortal peluca de herr Kaspar: la corona de ciento cincuenta mil francos, el orgullo de todo conserje clásico de Suiza. El Guillermo Tell de las pelucas, como la calificaba frau Loring; la peluca que había osado alzarse contra la déspota multimillonaria, madame Archetti.

Tal vez para ocupar su imaginación en algo distinto de lo que le atormentaba, o tal vez porque a su juicio la historia contenía cierta oculta pertinencia en su difícil situación, Jonathan la rememoró para sus adentros tal como se la había contado frau Loring, el ama de llaves en jefe, la primera vez que le preparó una fondue de queso en su habitación. Frau Loring era de Hamburgo y tenía setenta y cinco años. Había sido niñera de herr Meister y, según se rumoreaba, amante del padre de herr Meister. Era ella quien mantenía viva la leyenda de la peluca, su testimonio viviente.

–En aquellos tiempos, joven herr Jonathan –afirmó frau Loring, como si se hubiera acostado también con el padre de Jonathan–, madame Archetti era la mujer más rica de Europa. Todos los hoteles del mundo la codiciaban. Pero el Meister Palace fue siempre su favorito hasta que herr Kaspar le plantó cara. Después, bueno, siguió viniendo pero sólo para dejarse ver.

Madame Archetti era la heredera de la fortuna de los supermercados Archetti, le explicó frau Loring. Madame Archetti vivía de los intereses de los intereses. Y lo que más le gustaba, a sus cincuenta años y pico, era recorrer los grandes hoteles de Europa en su descapotable inglés, seguida de su séquito y su guardarropa dentro de una furgoneta. Se sabía los nombres de todos los conserjes y camareros jefe, desde el Four Seasons de Hamburgo hasta el Cipriani de Venecia y el Villa d’Este en el lago de Como. Les prescribía dietas y remedios de hierbas y les ponía al corriente de sus respectivos horóscopos. Y les daba propinas impensables, siempre que le cayeran en gracia.

Y, según frau Loring, herr Kaspar no sólo le caía en gracia sino que recibía sus favores a manos llenas; favores por la suma de veinte mil francos suizos en cada visita anual, para no hablar de los remedios de curandero contra la caída del cabello, las piedras mágicas para poner bajo la almohada a fin de curarse la ciática, y medio kilo de caviar Beluga por Navidad y en el día de su santo, que herr Kaspar convertía discretamente en dinero contante mediante un acuerdo con un restaurante de la Paradeplatz. Todo ello a cambio de unas entradas de teatro y de reservarle unas mesas para cenar, para lo cual él siempre exigía su acostumbrada comisión. Y por conceder esas piadosas muestras de devoción que madame Archetti requería en su papel de dueña y señora de la servidumbre.

Hasta el día en que herr Kaspar se compró la peluca.

No fue una compra precipitada, aseguraba frau Loring. Primero adquirió unas tierras en Texas gracias a un cliente del Meister metido en el negocio del petróleo. La inversión daría sus frutos, y fue entonces cuando herr Kaspar decidió que había llegado, al igual que su patrona, a una fase de la vida en que se sentía con derecho a quitarse unos años de encima. Tras meses de ardua reflexión, la cosa estuvo lista: la maravilla de las pelucas, un milagro de la habilidosa simulación. Para probársela se valió de sus vacaciones anuales en Mikonos, y una mañana de septiembre reapareció detrás de su mostrador, bronceado y quince años más joven siempre que uno no le mirase desde arriba.

Y nadie lo hacía, dijo frau Loring. O en todo caso nadie hablaba de ello. Tan sorprendente como cierto: nadie mencionó la peluca para nada. Ni frau Loring ni André, por entonces el pianista, ni Brandt, el predecesor del maître Berri en el comedor, ni herr Meister padre, que miraba con ojillos escrutadores cualquier desviación en el aspecto del personal. El hotel entero había decidido tácitamente participar del bienestar que le reportaba a herr Kaspar su rejuvenecimiento. La propia frau Loring tiró la casa por la ventana y apareció con un atrevido vestido veraniego y unas medias con dibujos de helechos en las costuras. Y así siguió todo hasta la noche en que llegó madame Archetti para su acostumbrada estancia de un mes y, como siempre, su familia formó en hilera para saludarla en el vestíbulo del hotel: frau Loring, el maître Brandt, André y herr Meister padre, que aguardaba para conducirla personalmente a la Suite de la Torre. Y tras su mostrador, herr Kaspar con su peluca. De entrada, dijo frau Loring, madame Archetti ni siquiera se permitió reparar en el adminículo de su favorito. Le sonrió al pasar, pero fue la sonrisa de una princesa en su primer baile de sociedad, la que se otorga a todos de una vez. Permitió que herr Meister la besara en ambas mejillas, y el maître Brandt en una. A frau Loring le sonrió. Posó circunspectamente los brazos sobre los estrechos hombros de André, el pianista, quien ronroneó un «Madame». Fue entonces cuando se aproximó a herr Kaspar.

–¿Qué lleva usted en la cabeza, Kaspar?

–Pelo, madame.

–¿Pelo de quién, Kaspar?

–Mío –contestó Kaspar, aguantando el tipo.

–Quíteselo –le ordenó madame Archetti–. O no recibirá un penique más de mi bolsillo.

–No puedo quitármelo, madame. Mi pelo forma parte de mi personalidad. Está integrado.

–Pues desintégrelo. Kaspar. Ahora no, sería demasiado complicado: mañana por la mañana. Porque si no, nada. ¿Qué me tiene para el teatro?

Otelo, madame.

–Mañana, cuando baje, le volveré a mirar. ¿Quién hace de Otelo?

–Leiser, madame. Es el mejor Moro que tenemos.

–Eso habrá que verlo.

A las ocho en punto de la mañana siguiente, herr Kaspar reapareció en su puesto de trabajo luciendo en sus solapas las relucientes llaves cruzadas de su cargo. Y sobre la cabeza, triunfante, el emblema de su insurrección. Durante toda la mañana reinó en el vestíbulo una precaria quietud. Los huéspedes del hotel, como los famosos cisnes de Friburgo, en palabras de frau Loring, eran conscientes de la explosión que se avecinaba aunque no conocieran la causa. A mediodía, que era su hora, madame Archetti salió de la Suite de la Torre y bajó por las escaleras del brazo de su pretendiente, un joven y prometedor peluquero de Graz.

–¿Pero dónde se ha metido herr Kaspar esta mañana? –preguntó ella, más o menos hacia donde estaba herr Kaspar.

–Detrás del mostrador y a su servicio como siempre, madame –replicó él con un tono que según los presentes resonaría para siempre en los salones de la libertad–. Le tiene las entradas para el Moro.

–Yo no veo a ningún herr Kaspar –informó madame Archetti a su acompañante–. Veo pelo. Haz el favor de decirle que esa oscuridad capilar suya nos impide reconocerle.

Aquél fue el trompetazo final de herr Kaspar, dijo frau Loring, que gustaba de concluir así la historia. En cuanto aquella mujer puso el pie en el hotel, herr Kaspar no pudo escapar ya a su destino.

«Y esta noche va a ser mi trompetazo», pensó Jonathan, mientras esperaba la llegada del peor hombre del mundo.
A Jonathan le preocupaban sus manos, que estaban tan impecables como lo habían estado desde que empezó a ser objeto de concienzudas inspecciones de uñas allá en la academia militar. Al principio las había mantenido pegadas a las costuras del pantalón, como le habían inculcado en la plaza de armas. Pero ahora, sin darse cuenta, las tenía enlazadas a la espalda con un pañuelo retorcido entre ambas, pues Jonathan era dolorosamente consciente del sudor que se le estaba formando en las palmas.

Transmitiendo sus apuros a su sonrisa, Jonathan verificó posibles fallos mirándose en los espejos que había a ambos lados de su despacho. Era la Sonrisa de Gentil Bienvenida, elaborada a lo largo de años de profesión: una sonrisa compasiva pero prudentemente contenida, pues Jonathan sabía por experiencia que los huéspedes, en especial los muy ricos, podían ponerse muy quisquillosos después de un viaje agotador, y lo último que les faltaba era encontrarse con un director de noche sonriendo como un chimpancé.

Su sonrisa, como pudo comprobar, seguía en su sitio. La sensación de náusea no había logrado desalojarla. Su corbata de nudo ya hecho a modo de contraseña para los buenos huéspedes, sugería una agradable espontaneidad. Su pelo, aunque sin comparación con el de herr Kaspar, era propio y se exhibía, como siempre, brillante y pulcro.

«Se trata de otro Roper –anunció dentro de su cabeza–. Un malentendido de principio a fin. Ninguna relación con ella. Son dos, ambos negociantes de profesión, ambos residentes en Nassau.»

Pero Jonathan había pasado por ese aro una y otra vez desde que a las cinco y media de la tarde, al llegar a su despacho, cogiera como un incauto la lista de herr Strippli con las llegadas previstas para la noche y viese el nombre de Roper en electrónicas mayúsculas gritándole desde el printout del ordenador.

Roper R.O., grupo de dieciséis personas, procedentes de Atenas en avión privado, hora de llegada prevista 21.30, rubricado con la histérica anotación de herr Strippli: «¡Muy VIP!» Jonathan marcó el archivo de relaciones públicas y tecleó el nombre. Roper, R.O., y detrás las letras GPO, el elusivo código de la casa para decir guardia personal oficial, oficial a causa de poseer licencia del gobierno federal suizo para portar armas. Roper, GPO, dirección comercial Ironbrand, Compañía de Tierras, Minerales y Metales Preciosos de Nassau, dirección particular un apartado de correos de Nassau, crédito avalado por un banco de Zurich. Así pues, ¿cuántos Roper había en el mundo con la inicial R y empresas llamadas Ironbrand? ¿Qué otras coincidencias iba a sacarse Dios de la manga?

–¿Quién diablos es Roper R.O. cuando está en zapatillas? –le preguntó Jonathan a Strippli, en alemán, mientras fingía estar ocupado en otra cosa.

–Un inglés, como usted.

Strippli tenía la enervante manía de contestar en inglés por más que el alemán de Jonathan era mejor.

–En realidad, no se me parece en nada. Vive en Nassau, trata con metales preciosos, tiene una cuenta en Suiza... ¿A qué viene eso de «como usted»? –Tras meses de reclusión compartida, sus riñas habían adquirido una mezquindad casi conyugal.

–Mr. Roper es un huésped realmente importante –contestó Strippli con su lento sonsonete mientras se abrochaba el chaquetón de cuero, preparándose para la nieve–. De nuestro sector privado es el número cinco en cuanto a gasto y el primero de todos los ingleses. La última vez que estuvo aquí con su grupo gastó un promedio de veintiún mil setecientos francos suizos al día, servicio aparte.

Poco después, Jonathan oyó el esponjoso traqueteo de la moto de Strippli cuando éste, no obstante la nevada, se marchó colina abajo a casa de su madre. Luego se sentó un rato ante su escritorio con la cabeza escondida entre sus manos menudas, como quien espera un ataque aéreo. «Tranquilo –se dijo–, Roper se ha tomado su tiempo, haz tú lo mismo.» De modo que volvió a sentarse erguido y, con la expresión serena de alguien que se toma su tiempo, dedicó toda su atención a las cartas que tenía encima de la mesa. Un fabricante de coches de Stuttgart protestaba por la factura de la fiesta de Navidad; Jonathan redactó una punzante respuesta para que la firmase herr Meister. Una agencia de relaciones públicas de Nigeria preguntaba si el hotel disponía de medios para celebrar conferencias; Jonathan contestó lamentando que no hubiera nada disponible. Una francesa guapa e imponente de nombre Sybille, que había parado en el hotel con su madre, se quejaba una vez más del trato recibido de él. «Me lleva usted en barca. Vamos de excursión a las montañas. Lo pasamos estupendamente. ¿Tan inglés es usted que no podemos ser algo más que amigos? Cuando me mira, veo caer un velo de sombra sobre su rostro. Le resulto desagradable.»

Sintiéndose con ganas de moverse, Jonathan decidió dar una vuelta por las obras del ala norte, donde herr Meister estaba haciendo construir una parrilla de madera de pino viejo rescatada del techo de un tesoro condenado de la ciudad. Nadie sabía por qué herr Meister quería tener una parrilla, y nadie recordaba cuándo había empezado todo aquello. Las tablas numeradas estaban arrimadas en filas contra la pared sin enlucir. Jonathan advirtió su olor almizcleño y recordó el pelo de Sophie la noche en que ella entró en su despacho del Queen Nefertiti en El Cairo, oliendo a vainilla.

Las obras de Meister no tenían la culpa de nada. Desde el momento mismo en que vio el nombre de Roper a las cinco y media de aquella tarde, Jonathan iba ya camino de El Cairo.


La había visto a menudo pero nunca había hablado con ella: una lánguida belleza de cuarenta años, de cabello oscuro y cintura baja, con clase, distante. Jonathan se había fijado en ella al verla recorrer las boutiques del hotel o cuando era escoltada hasta un Rolls Royce marrón por un fornido chófer. Cuando paseaba por el vestíbulo, el chófer se convertía en guardaespaldas, acechando detrás de ella con las manos cruzadas sobre los cojones. Cuando ella se tomaba una menthe frappé en el restaurante Le Pavilion, las gafas de sol subidas a la cabeza como los pilotos de carreras y con un periódico francés a mano, el chófer daba sorbos a una gaseosa en la mesa contigua. El personal la llamaba madame Sophie y madame Sophie pertenecía a Freddie Hamid, y Freddie era el benjamín de los poco agraciados hermanos Freddie, dueños entre los tres de gran parte de El Cairo, incluido el hotel Queen Nefertiti. La proeza más celebrada de Freddie a sus veinticinco años era haber perdido medio millón de dólares al bacará en sólo diez minutos.

–Usted es Mr. Pine –dijo ella con tono afrancesado, al tiempo que se posaba en la butaca del otro lado del escritorio. Y, ladeando la cabeza para mirarle de soslayo, añadió–: La flor de Inglaterra.

Eran las tres de la mañana. Ella llevaba un traje pantalón de seda y un amuleto de topacio en la garganta. Podía estar borracha, pensó él; había que proceder con cautela.

–Gracias –dijo Jonathan con donaire–. Hace mucho que nadie me dice eso. ¿En qué puedo servirla?

Jonathan olisqueó discretamente el aire que la rodeaba pero sólo pudo oler su pelo. Y lo más intrigante fue que, aunque era de un negro lustroso, olía a rubio: un olor tibio a vainilla.

–Y yo, madame Sophie, del ático número dos –prosiguió ella como haciendo memoria–. Le he visto a menudo, Mr. Pine. Muy a menudo. Tiene usted una mirada tenaz.

Los anillos de sus dedos eran antiguos. Racimos de diamantes empañados, montados en oro pálido.

–Y yo la he visto a usted –se sumó él, con la sonrisa siempre a punto.

–Y sabe usted de barcos, además –dijo ella como si le acusara de una graciosa perversión. El además constituía un misterio que no explicó–. Mi patrocinador me llevó el domingo pasado al club náutico. El barco de usted entró mientras nosotros tomábamos unos cócteles de champán. Freddie le reconoció y le saludó con el brazo, pero usted estaba demasiado ocupado con sus labores marineras para molestarse en mirarnos.

–Supongo que estaríamos pensando en no embestir el espigón –dijo Jonathan, acordándose de un pendenciero grupito de ricos egipcios que bebían champán como si fuera agua en la veranda del club.

–Era un bonito barco con bandera inglesa. ¿Es suyo? Tenía un aspecto realmente suntuoso.

–¡Oh, no, por Dios! Es del ministro.

–No me diga que navega con un sacerdote...

–Quiero decir del segundo de a bordo en la embajada británica.

–Parecía muy joven. Y usted también. Me quedé impresionada. Yo tenía la idea de que los que trabajan de noche son gente de poca salud. ¿Cuánto duerme usted?

–Era mi fin de semana libre –replicó Jonathan hábilmente, pues no se sentía inclinado, en esta temprana fase de su relación, a hablar de sus costumbres.

–¿Navega usted siempre cuando tiene libre?

–Si me invitan.

–¿Qué más hace cuando libra el fin de semana?

–Pues jugar un poco a tenis. Correr un trecho. Reflexionar sobre mi alma inmortal.

–Así que le parece inmortal...

–Eso espero.

–¿Lo cree así?

–Cuando soy feliz.

–Y cuando no, lo pone en duda. No me extraña que Dios sea tan voluble. ¿Por qué habría de ser constante si somos así de incrédulos?

Se miraba las sandalias doradas torciendo el gesto como si también ellas mereciesen una recriminación. Jonathan se dijo si no estaría sobria y simplemente vivía a un ritmo distinto del resto del mundo. «O puede que le dé un poco a las drogas de su Freddie», pensó; se rumoreaba que los Hamid traficaban con aceite de hachís libanés.

–¿Monta usted a caballo? –preguntó ella.

–Me temo que no.

–Freddie tiene caballos.

–Eso he oído.

–Árabes. Árabes y espléndidos. ¿Sabía usted que los que crían caballos árabes constituyen una elite internacional?

–Eso tengo entendido.

Madame Sophie se permitió una pausa para meditar. Jonathan aprovechó la ocasión y preguntó:

–¿Puedo ayudarla en algo, madame?

–Y ese ministro, el tal señor...

–Ogilvey.

–¿Sir como-se-llame Ogilvey?

–Ogilvey a secas.

–¿Amigo suyo?

–Amigo de fin de semana.

–¿Fueron juntos al colegio?

–No, yo no fui a esa clase de colegio.

–Pero pertenece a la misma clase, o como haya que decirlo... Puede que no críen caballos árabes, pero ustedes dos, en fin, ¿cuál es la palabra?, son un par de caballeros, ¿no?

–Mr. Ogilvey y yo somos compañeros de navegación –contestó él con su sonrisa más evasiva.

–Freddie también posee un yate. Un burdel flotante. ¿No es así como los llaman?

–Estoy seguro de que no.

–Pues yo estoy segura que sí.

Hizo una nueva pausa mientras alargaba un brazo envuelto en seda y examinaba la otra cara inferior de los brazaletes que llevaba en la muñeca.

–Quisiera una taza de café, Mr. Pine, por favor. Que sea egipcio. Luego le pediré un favor.

Mahmoud, el camarero de noche, trajo café en una cafetera de cobre y sirvió dos tazas con mucha ceremonia. Antes que a Freddie ella había pertenecido a un rico armenio, recordó Jonathan, y antes de eso a un griego de Alejandría que poseía sospechosas concesiones a todo lo largo del Nilo. Freddie la había asediado, bombardeándola con ramos de orquídeas en momentos imposibles y durmiendo en su Ferrari a la puerta de su apartamento. Los cronistas de sociedad publicaron todos los chismorrees que se atrevieron a escribir, y el armenio abandonó la ciudad.

Ella trataba de encender un cigarrillo pero le temblaba la mano. Fue Jonathan quien le encendió el mechero. Ella cerró los ojos y dio una calada. En su cuello aparecieron las líneas de la edad. «Y Freddie Hamid sólo tiene veinticinco años», pensó Jonathan, dejando el encendedor sobre la mesa.

–Yo también soy británica, Mr. Pine –comentó ella como si eso fuera una pena que ambos compartían–. Cuando era joven y no tenía principios me casé con un compatriota suyo por su pasaporte. Luego resultó que él me quería apasionadamente. Era recto como una flecha. No hay nada mejor que un buen inglés ni nada peor que uno malo. Lo he estado observando, y creo que usted es de los buenos. ¿Conoce a Richard Roper, Mr. Pine?

–Me temo que no.

–Qué me dice. Es famoso. Y guapo: un Apolo de cincuenta años. Cría caballos, como Freddie. Mr. Richard Onslow Roper, uno de los empresarios británicos más célebres en todo el mundo. Vamos...

–Lo siento, pero no me suena.

–¡Pero si Dicky Roper tiene muchos negocios en El Cairo! Inglés como usted, muy atractivo, rico, encantador, persuasivo. Demasiado persuasivo para nosotros los árabes. Tiene un espléndido yate a motor, ¡dos veces más grande que el de Freddie! ¿Cómo es que no lo conoce siendo usted también navegante? Claro que lo conoce. Ya veo que está fingiendo.

–Puede que si posee un espléndido yate a motor no haya de molestarse en ir a hoteles... Leo poco los periódicos. No estoy al corriente, lo siento.

Pero quien no lo sentía era madame Sophie. A ella le tranquilizó saberlo. El alivio se le notó en la cara a medida que su expresión se serenaba y en la decisión con que cogió su bolso.

–Quisiera que me fotocopiase unos documentos personales.

–Bueno, disponemos de un servicio administrativo al otro lado del vestíbulo, madame –dijo Jonathan–. Mr. Ahmadi suele estar al mando por las noches.

Hizo ademán de coger el teléfono, pero la voz de ella le disuadió.

–Son documentos confidenciales, Mr. Pine.

–Estoy seguro de que Mr. Ahmadi es absolutamente de fiar.

–Gracias, pero preferiría que utilizásemos nuestros propios medios –replicó ella, echando una ojeada a la fotocopiadora que descansaba sobre su carrito en un rincón.

Jonathan sabía que ella había reparado en la máquina durante sus excursiones por el vestíbulo, del mismo modo que había reparado también en él. Madame Sophie extrajo de su bolso un fajo de papeles blancos, atado pero sin doblar. Lo deslizó sobre el mostrador con los dedos extendidos, rígidos y repletos de anillos.

–Me temo que esta fotocopiadora es muy poca cosa, madame Sophie –le advirtió Jonathan, poniéndose en pie–. Tendrá usted que hacerlo manualmente. ¿Me permite que le enseñe y luego la dejo sola?

–Si no le importa, lo haremos manualmente... los dos –dijo con una insinuación nacida de los nervios.

–Pero tratándose de papeles confidenciales...

–Le ruego que me asista. Soy una tonta para estas cosas. No sé lo que me pasa. –Cogió el cigarrillo del cenicero y dio otra calada. Sus ojos, abiertos de par en par, parecían asustarse con sus propios actos–. Hágalo usted, por favor –le ordenó.

Y él lo hizo.

Conectó la máquina, introdujo los papeles –dieciocho cartas en total– y las fue leyendo por encima a medida que iban saliendo las fotocopias. No tuvo conciencia de hacer esfuerzo alguno para obrar así. Tampoco fue consciente de esforzarse por hacer lo contrario. Su pericia de observador jamás le había abandonado.

De la Compañía Ironbrand de Tierras, Minerales y Metales Preciosos de Nassau a la Hamid Sociedad Interárabe de Hoteles de El Cairo, con fecha 12 de agosto. De Interárabe Hamid a Ironbrand, con garantía de atención personal. Otra vez de Ironbrand a Hamid Interárabe: propuesta de mercancías y artículos número cuatro a siete de nuestra lista de existencias, utilización final bajo responsabilidad de Hamid Interárabe y por qué no cenamos juntos en el yate.

Las cartas de Ironbrand, firmadas con una apretada rúbrica monárquica, como el monograma de un bolsillo de camisa; las copias de Hamid Interárabe, sin firma pero con el nombre de Said Abu Hamid en grandes mayúsculas bajo el espacio en blanco.

Cuando Jonathan vio la lista de existencias, su sangre hizo eso que hace la sangre cuando te da un escalofrío en la espalda y empieza a preocuparte cómo va a sonar tu voz en cuanto abras la boca; una simple hoja de papel, sin firma ni procedencia, encabezada así: «Stock disponible en fecha 1 de octubre de 1990.» Los artículos, un diccionario diabólico sacado del pasado latente de Jonathan.

–¿Está segura de que bastará con una copia? –preguntó con esa suavidad suplementaria de los momentos críticos, una especie de clarividencia especial bajo el fuego enemigo.

Ella estaba con el brazo apoyado en el estómago y el codo sostenido por una mano ahuecada mientras seguía fumando y observándole.

–Es usted un experto –dijo ella. Pero no aclaró en qué.

–Bueno, cuando se le coge el truco no es tan complicado. Siempre que el papel no se atasque, claro está.

Jonathan distribuyó los documentos originales y las fotocopias en dos montones. Había dejado temporalmente de pensar. Lo mismo le habría ocurrido de haber estado amortajando un cadáver. Luego se volvió hacia ella y dijo:

–Listo. –Su voz sonó espontánea, con un arrojo que en modo alguno sentía.

–A un buen hotel una se lo pide todo –comentó ella–. ¿Tiene un sobre? Por supuesto que sí.

Los sobres estaban en el tercer cajón de su escritorio, a la izquierda. Escogió uno de color amarillo, tamaño din a-4, y lo deslizó sobre la mesa, pero ella no lo tocó.

–Meta las copias en el sobre, por favor. Luego cierre el sobre a conciencia y guárdelo en la caja fuerte. Quizá sea aconsejable usar un poco de cinta adhesiva. Eso, péguelo. No hará falta recibo, gracias.

Jonathan reservaba una sonrisa particularmente cálida para las negativas.

–Cuánto lo siento, madame Sophie, tenemos prohibido aceptar paquetes de los huéspedes. Puedo ofrecerle una caja para depósitos con su llave correspondiente. Me temo que es lo más que puedo hacer.

Mientras él hablaba, ella había guardado las cartas originales otra vez en su bolso. Acto seguido cerró el bolso y se lo echó al hombro.

–No sea burocrático, Mr. Pine. Ya ha visto el contenido del sobre. Lo ha cerrado usted mismo. ¿Por qué no pone su nombre? Ahora las cartas son suyas.

Jonathan, que jamás se sorprendía de su propia obediencia, eligió un rotulador rojo de su carpeta plateada y escribió PINE en el sobre con letras mayúsculas.

«Que esto pese sobre su conciencia –pensó–. Yo ni quito ni pongo. En ningún momento la he animado a hacerlo.»

–¿Cuánto tiempo se supone que van a estar aquí estos documentos, madame? –inquirió.

–Quizá toda la vida, quizá una noche. No se sabe. Es como un romance. –Su coquetería la abandonó enseguida, y se volvió suplicante–. Entre usted y yo. ¿De acuerdo? Que quede claro. ¿De acuerdo?

Él dijo que de acuerdo, que por supuesto, y le ofreció una sonrisa sugiriendo que se sorprendía una pizca de la conveniencia de esa pregunta.

–Mr. Pine.

–Madame Sophie.

–En cuanto a su alma inmortal...

–Usted dirá.

–Naturalmente, todos somos inmortales. Pero si resultara que yo no lo soy, por favor entregue estos documentos a su amigo Mr. Ogilvey. ¿Puedo confiar en que lo hará?

–Desde luego, si así lo desea.

Ella no dejó de sonreír, siguiendo a un ritmo misteriosamente distinto del de él.

–¿Está usted siempre de director de noche? ¿Todas las noches?

–Es mi profesión.

–¿Por decisión propia?

–Por supuesto, ¿de quién si no?

–Es que de día tiene usted un aspecto magnífico...

–Gracias.

–Le telefonearé de vez en cuando.

–Será un honor.

–A mí también me aburre un poco dormir. Por favor, no me acompañe.

Y otra vez el olor a vainilla mientras él le abría la puerta y ansiaba acompañarla hasta la cama.
Completamente alerta en la oscuridad de la siempre inconclusa parrilla de herr Meister, Jonathan se observa a sí mismo –mero figurante en su abarrotado teatro secreto– mientras se pone metódicamente a trabajar en los papeles de madame Sophie. Al soldado entrenado, aunque adiestrado tiempo ha, no le alarma la llamada del deber. No hay más que ese movimiento de autómata que le taladra la cabeza:

Pine de pie en el portal de su despacho en el Queen Nefertiti, mirando al fondo del desierto vestíbulo de mármol los números de cristal líquido encima del ascensor mientras tartamudean su ascensión hasta los áticos.

El ascensor que vuelve vacío a la planta baja.

Hormigueo y sequedad en las palmas de Pine, liviandad en sus hombros.

Pine abriendo de nuevo la caja fuerte. La combinación está formada –cosas del gerente del hotel, un adulador– con la fecha de nacimiento de Freddie Hamid.

Pine sacando las fotocopias y ajustando el mando para dar mayor contraste y obtener así una mejor definición. Nombres de misiles. Nombres de sistemas de seguimiento. Imposible jerga tecnológica. Nombres de productos químicos que Pine no sabe cómo pronunciar aunque sí sabe en qué se emplean. Otros nombres igualmente letales aunque más pronunciables. Nombres como Sarin, Soman y Tabun.

Pine deslizando las copias en la carta con el menú de esa noche, doblando a continuación la carta a lo largo y guardándola en su bolsillo interior. Las copias calientes todavía dentro de la carta.

Pine colocando las primeras fotocopias en un sobre que no se diferencia en nada del anterior. Pine escribiendo PINE en el sobre nuevo y dejándolo en el mismo sitio del mismo estante, con la misma cara hacia arriba.

Pine volviendo a cerrar la caja fuerte. Restablecido el reino de lo manifiesto.

Pine ocho horas más tarde, otra clase de siervo, sentado nalga con nalga con Mark Ogilvey en la abarrotada cabina del suntuoso yate azul del ministro plenipotenciario mientras la señora Ogilvey, vestida con téjanos de diseñador, va amontonando sandwiches de salmón ahumado en la cocina.

–Así que Freddie Hamid le está comprando juguetitos a Dicky Onslow Roper, ¿eh? –repite incrédulo Ogilvey, hojeando por segunda vez los documentos–. ¿Qué demonios significa esto? Ese puerco haría bien limitándose a jugar al bacará. El embajador se va a poner hecho una fiera. Cariño, verás cuando sepas esto...

Pero a la señora Ogilvey no le resulta nuevo. Los Ogilvey forman un verdadero equipo conyugal. Prefieren espiar a tener hijos.


«Yo la quería, madame Sophie –pensó inútilmente Jonathan–. Le presento a su amante pretérito. Yo la quería, pero en cambio la traicioné, la vendí a un presumido espía británico que ni siquiera me caía bien. Porque yo estaba en esa lista suya de gente dispuesta a todo cuando sonaba la corneta. Porque yo era Uno de los Nuestros (Nuestros: ingleses de lealtad y discreción manifiestas. Nuestros: los Buenos Chicos). Yo la quería, pero no llegué a encontrar el momento para decírselo.»

La carta de Sybille resonó en sus oídos: Veo caer un velo de sombra en su rostro. Le resulto desagradable.

«Oh, no, de desagradable nada, Sybille –se apresuró el hotelero a asegurarle a su intempestiva remitente–. Sólo inoportuna. Lo desagradable déjelo de mi cuenta.»

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