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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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El despacho del notario Mulder tenía muebles de palorrosa, flores de plástico y persianas grises. En las paredes empapeladas se veían los rostros radiantes de la familia real holandesa, y el notario Mulder estaba tan radiante como ellos. Langbourne y Moranti, el abogado sustituto, estaban sentados a una mesa, Langbourne con su taciturna expresión de siempre hojeando un pliego de papeles, pero Moranti vigilando como un viejo perro de caza, siguiendo el menor movimiento de Jonathan con sus rudos ojos castaños. Era un latino sesentón de cabeza ancha, cabello blanco y tez morena con la cara picada de viruela. Aun sin moverse, conseguía dar al lugar un aire inquietante: un soplo de justicia popular, de los afanes campesinos por sobrevivir. En un momento dado soltó un gruñido y dio un manotazo sobre la mesa. Pero sólo fue para acercar un papel e inspeccionarlo, tras lo cual volvió a dejarlo donde estaba. Luego echó la cabeza atrás y escudriñó los ojos de Jonathan como si intentara encontrar en ellos sentimientos colonialistas.

–¿Es usted inglés, Mr. Thomas?

–De Nueva Zelanda.

–Bienvenido a Curaçao.

Por el contrario, Mulder era un personaje rechoncho y pickwickiano en un mundo risible. Si resplandecía su rostro mostraba unas mejillas como manzanas coloradas, y si dejaba de resplandecer a uno le daban ganas de preguntar con ternura qué es lo que uno había hecho mal.

Pero su mano temblaba.

Por qué temblaba, qué la hacía temblar –la sensualidad, la incapacidad, la bebida o el miedo–, era algo sobre lo que Jonathan sólo podía hacer conjeturas. Pero temblaba como si fuera la mano de otro. Tembló al recibir el pasaporte de Jonathan de manos de Langbourne y al copiar esmeradamente los falsos pormenores en un formulario. Tembló al devolverle el pasaporte a Jonathan en lugar de a Langbourne. Volvió a temblar al poner los documentos sobre la mesa. Hasta su regordete dedo índice tembló al indicar a Jonathan el sitio donde debía firmar para hacer cesión de su vida, y el sitio donde bastaba con las iniciales.

Y cuando Mulder hubo hecho firmar a Jonathan todos los documentos habidos y por haber, la temblorosa mano extrajo los famosos títulos al portador en un tremuloso fajo de documentos azules y aparentemente pesados que la propia compañía de Jonathan, Tradepaths Limited, había emitido, cada uno debidamente numerado, con su sello ducal y grabado en lámina de cobre como los billetes de banco, cosa que en teoría eran, puesto que su objetivo era enriquecer a su portador sin revelar su identidad. Y Jonathan supo al momento –no necesitó que nadie se lo confirmara– que los bonos eran idea del propio Roper: pura diversión, como habría dicho Roper, para echarle más salsa al asunto, para impresionar a los patanes.

Mulder inclinó su cabeza de querubín y Jonathan firmó también los títulos en su condición de único signatario de la cuenta bancaria de la compañía. Y al resplandor del crepúsculo, firmó una carta de amor en letra menuda para el notario Mulder, confirmándole en su nombramiento como director residente de Tradepaths Ltd. en Curaçao, de acuerdo con las leyes locales.

Y de pronto habían terminado, y no les quedaba otra cosa que estrechar la mano que había realizado tan arduo trabajo. Cosa que hicieron debidamente –hasta Langbourne la estrechó–, y Mulder, el rubicundo colegial cincuentón, les saludó desde lo alto de la escalera agitando verticalmente la mano regordeta, y prometiéndoles prácticamente escribirles cada semana.

–Voy a guardarme ese pasaporte, Tommy, si no te importa –dijo Tabby pestañeando.
–Pues me parece, Dicky, que Derek y yo nos conocemos ya –canturreó el banquero holandés en honor de Roper, que estaba de pie donde habría estado la chimenea de mármol, caso de que en los bancos de Curaçao hubiera chimeneas. ¡Y no solamente de anoche! ¡Yo diría que somos viejos amigos de Crystal! ¡Nettie, trae un poco de té para Mr. Thomas, por favor!

De momento, el observador minucioso se negó a trabar combate. Después recordó una noche en Crystal: Jed estaba sentada en un extremo de la mesa vestida de raso azul con perlas tocándole la piel, y este mismo zafio holandés que ahora tenía delante aburría a todo el mundo con sus relaciones con los grandes estadistas del momento.

–¡Naturalmente! ¡Me alegro de verte otra vez, Piet! –exclamó por fin el fino hotelero, ofreciendo su mano de firmar. Y después, como si no los hubiera visto nunca, Jonathan se encontró estrechando las manos de Mulder y de Moranti por segunda vez en veinte minutos. Pero Jonathan no le dio la menor importancia, como tampoco ellos, porque empezaba a comprender que en el teatro en que se había metido un actor podía desempeñar varios papeles en una misma función.

Se sentaron a la mesa utilizando los cuatro lados de la misma. Moranti vigilaba y escuchaba como un arbitro, y el banquero llevaba la voz cantante, pues aparentemente consideraba su obligación poner a Jonathan al corriente de un montón de información inútil.

El capital accionista de una empresa extranjera en Curaçao podía aportarse en cualquier moneda, dijo el banquero holandés. No existía límite a la posesión de acciones por parte de un extranjero.

–Magnífico –dijo Jonathan.

Langbourne le dirigió una mirada indolente. Moranti ni se inmutó. Roper, que tenía la cabeza echada hacia atrás y estaba admirando las molduras holandesas del techo, esbozó una sonrisa particular.

La compañía estaba exenta de toda ganancia de capital, de todo impuesto de retención o de propiedades, dijo el banquero. La transferencia de acciones no estaba sometida a restricciones. No había impuesto de cesión ni de timbre ad valorem.

–Eso que es un consuelo –dijo Jonathan con el mismo tono entusiasta de antes.

No había un requerimiento especial para que Mr. Derek Thomas nombrase auditores externos, dijo seriamente el banquero como si sus palabras le elevaran a una orden monástica superior. Mr. Thomas gozaba de la libertad de trasladar la sede de su compañía a cualquier otra jurisdicción, siempre que la legislación receptiva se correspondiera en la jurisdicción de su elección.

–Lo tendré en cuenta –dijo Jonathan, y esta vez, para su sorpresa, el impertérrito Moranti mostró una expresión risueña al decir «Nueva Zelanda», como si acabara de decidir que ese sitio no sonaba tan mal después de todo.

Se exigía el pago de un mínimo de seis mil dólares americanos en concepto de capital accionista, pero el requisito en este caso había sido ya satisfecho, continuó el banquero holandés. Ahora sólo quedaba que «nuestro amigo Derek» pusiera su nombre en ciertos documentos pro forma. El banquero estiró su sonrisa cual goma elástica mientras señalaba una pluma de escritorio negra que descansaba boca abajo en un soporte de teca.

–Lo lamento, Piet –dijo Jonathan, perplejo pero sonriendo aún–. No he acabado de captar lo que has dicho antes. ¿Cuál es exactamente ese requisito que ya está satisfecho?

–Tu empresa tiene la suerte de tener un magnífico estado de liquidez –dijo el banquero holandés con el tono que le pareció más informal.

–Espléndido. No lo había comprendido. Entonces me permitirás echar una ojeada a las cuentas.

Los ojos del banquero permanecieron fijos en Jonathan. Una ligerísima inclinación de la cabeza sirvió para transferir la pregunta a Roper, quien finalmente dejó de contemplar el techo.

–Pues claro que puede verlas, Piet. Es la empresa de Derek, por favor, los papeles llevan el nombre de Derek, el negocio es suyo. Déjale ver las cuentas, si quiere. ¿Por qué no?

El banquero extrajo de un cajón de su escritorio un delgado sobre marrón sin lacrar y lo empujó hacia el otro lado de la mesa. Jonathan lo abrió y sacó un estado mensual de cuentas donde constaba que el activo actual de Tradepaths Limited de Curaçao era de cien millones de dólares americanos.

–¿Alguien más quiere verlo? –preguntó Roper.

Moranti extendió la mano. Jonathan le pasó el estado. Moranti lo examinó y se lo pasó a Langbourne, quien puso cara de aburrimiento y se lo devolvió al banquero sin leerlo.

–Dale el maldito cheque y acabemos de una vez –dijo Langbourne, ladeando la cabeza hacia Jonathan pero sin dejar de darle la espalda.

Una chica que había permanecido en segundo plano merodeando con una carpeta bajo el brazo se acercó ceremoniosamente a la mesa y la rodeó hasta situarse al lado de Jonathan. La carpeta era de piel y estaba toscamente repujada por artesanos locales. Dentro había un cheque extendido contra el banco, girado sobre la cuenta de Tradepaths, por la suma de veinticinco millones de dólares americanos.

–Venga, Derek, fírmalo –dijo Roper, a quien le divertían las vacilaciones de Jonathan–. Tranquilo, hay fondos. Es el dinero que guardamos en el platillo, ¿verdad, Piet?

Todos rieron excepto Langbourne.

Jonathan firmó el cheque. La chica lo devolvió a la carpeta y cerró los paneles, por decencia. Era mestiza y muy bonita, con grandes ojos perplejos y un recato casi religioso.
Roper y Jonathan estaban sentados aparte en un sofá junto a la ventana que daba a la bahía mientras el banquero holandés y los tres abogados se ocupaban en sus cosas.

–¿El hotel, bien? –preguntó Roper.

–Estupendo, gracias. Buena dirección. Es horrible parar en un hotel conociendo el negocio.

–Meg es muy buena gente.

–Meg es increíble.

–Bastante complicado todo este rollo legal, ¿no?

–Me temo que sí.

–Jed te manda besos. Ayer Dans ganó una copa en la regata infantil. Estaba contentísimo. Se la lleva a Inglaterra para enseñársela a su madre. Quería que tú lo supieras.

–Me parece estupendo.

–Sabía que te alegrarías.

–Pues claro. Es todo un triunfo.

–Bien, ahorra energías. Hoy es la gran noche.

–¿Otra fiesta?

–Llámalo así, si quieres.

Hubo una última formalidad para la que se requirió un magnetófono y un libreto. La chica manejaba la grabadora. El banquero holandés preparó a Jonathan para su papel.

–Con voz normal, Derek, por favor. Como has estado hablando hoy aquí. Es para nuestros archivos. ¿Tendrías la amabilidad?

Jonathan leyó primero para sí las dos líneas mecanografiadas, y luego lo hizo en voz alta:

–«Te habla tu amigo George. Gracias por estar despierto esta noche.»

–Una vez más, Derek, por favor. Quizá estás un poco nervioso. Relájate, por favor. Volvió a leer.

–Otra vez, Derek. Me parece que estás un poco tenso. A lo mejor te han afectado estas sumas tan grandes.

Jonathan sonrió con su sonrisa más afable. En esos momentos era la estrella, y a las estrellas siempre se les supone cierto temperamento.

–La verdad, Piet, creo que mejor no lo puedo hacer, gracias.

Roper estuvo de acuerdo:

–Pareces una vieja, Piet. Apaga ya ese trasto. Vamos, signor Moranti. Ya es hora de que coma bien por una vez.

Nuevos apretones de manos: de todos con todos por turnos, como entre amigos en Año Nuevo.
–¿Qué estás cavilando? –le preguntó Roper con su sonrisa de delfín, apoltronado en una silla de plástico en el balcón de la suite de Jonathan–. ¿Lo has adivinado ya? ¿O todavía se te escapa?

Había llegado la hora de los nervios, la hora de estar esperando en el camión con la cara negra, intercambiando intimidades para contener la adrenalina. Roper había puesto los pies sobre la balaustrada. Jonathan estaba inclinado sobre su vaso con los brazos apoyados en el balcón, escudriñando el cada vez más oscuro mar. No había luna. Un viento regular agitaba las olas. Las primeras estrellas lánguidas apuntaban ya entre los rimeros de nubes azul negruzco. En el salón iluminado, Frisky, Gus y Tabby intercambiaban murmullos de conversación. Sólo Langbourne, lánguidamente tumbado en un sofá leyendo Private Eye, parecía ajeno a la tensión del momento.

–Hay una compañía de Curaçao llamada Tradepaths Limited que posee cien millones de dólares. Menos los veinticinco millones –dijo Jonathan.

–Sólo que... –sugirió Roper ensanchando la sonrisa.

–Sólo que no posee una mierda porque Tradepaths es una empresa subsidiaria de Ironbrand, que es el propietario absoluto.

–Te equivocas.

–Oficialmente, Tradepaths es una compañía independiente sin conexión con ninguna otra empresa. En realidad es tu criatura y no puede mover un dedo sin tu consentimiento. Ironbrand no puede invertir en Tradepaths, de modo que Ironbrand presta dinero de los inversores a un banco sumiso y éste invierte casualmente en Tradepaths. El banco es la válvula de escape. Una vez hecho el trato, Tradepaths compensa a sus inversores con pingües beneficios, todo el mundo contento, y tú te quedas el resto.

–¿Quién sale perjudicado?

–Si algo sale mal, yo.

–Saldrá bien. ¿Alguien más?

Jonathan tuvo el presentimiento de que Roper le exigía su absolución.

–Seguro que sí.

–Lo diré de otra manera. ¿Quién sale perjudicado que no debería salir perjudicado?

–Estamos vendiendo armas, ¿no?

–¿Y qué?

–Bueno, presumiblemente las armas se venden para utilizarlas. Y como se trata de un negocio encubierto, es lógico suponer que van a parar a gente que no debería tenerlas. Roper se encogió de hombros.

–¿Quién dice quién mata a quién en el mundo? ¿Quién hace las leyes, maldita sea? ¿Las grandes potencias? ¡Por favor! –Extraordinariamente animado, Roper extendió el brazo hacia el paisaje marítimo en penumbra–. No se puede cambiar el color del cielo. Ya se lo dije a Jed. No me hace caso. No puedo culparla. Es joven como tú. Dale diez años y verás cómo baja del burro.

Envalentonado, Jonathan pasó al ataque:

–¿Quién es el que vende? –quiso saber, repitiendo la pregunta que le había hecho a Roper en el avión.

–Moranti.

–No, él no. No te ha pagado ni un céntimo. Tú has contribuido con cien millones de dólares... o tus inversores. ¿Cuánto pone Moranti? Le estás vendiendo armas. Él te las compra. ¿Y su dinero? ¿O es que te paga en algo mejor que dinero, una mercancía que tú podrás vender por mucho más de cien millones?

El rostro de Roper parecía una escultura de mármol en la oscuridad, pero seguía luciendo la sonrisa amplia e imperturbable.

–Tú ya has pasado por esto, ¿no? Tú y ese australiano que te cargaste. Está bien, lo niegas. Tu problema es que no ibas por todas. Hay que hacer las cosas a lo grande, en mi opinión. Si no, más vale quedarse en casa. Eres un tipo inteligente. Lástima que no nos conociéramos antes. Creo que nos habríamos entendido en ciertas cosas.

Detrás de ellos sonó un teléfono. Roper se volvió al punto y Jonathan siguió su mirada a tiempo de ver a Langbourne con el auricular pegado a la oreja y mirando su reloj mientras hablaba. Colgó, negó con la cabeza mirando a Roper y volvió al sofá y a su Private Eye. Roper se apoltronó de nuevo en su silla de plástico.

–¿Recuerdas el negocio de la porcelana china? –preguntó con nostalgia.

–Creo que eso fue en los mil ochocientos treinta.

–Pero habrás leído algo, ¿no es cierto? Que yo sepa, eres un tipo muy leído.

–Sí.


–¿Recuerdas qué es lo que los ingleses de Hong Kong llevaban río arriba rumbo a Cantón, burlando la aduana china para costear el imperio y amasar ellos mismos enormes fortunas?

–Opio –dijo Jonathan.

–A cambio de té. Opio por té. Trueque. Llegados a Inglaterra eran los capitanes de la industria. Distinciones, títulos, la biblia en verso. ¿Dónde diablos está la diferencia? ¡Lánzate! Es lo único que importa cuando quieres algo. Los americanos lo saben muy bien. ¿Por qué no nosotros? Vicarios cicateros bramando desde el pulpito todos los domingos, el té de los superfinos, la pobre Fulana de Tal que murió de no sé cuántos, tortas de anís... Qué coño. Peor que una cárcel. ¿Sabes qué dijo Jed?

–¿Qué?


–Me preguntó: «¿Hasta qué punto eres malo? ¡Cuéntame lo peor!» ¡Joder!

–¿Y qué le dijiste tú?

–«¡Peor tendría que ser, maldita sea!», le dije. «O yo o la jungla», le dije. «Que no haya polis en la esquina. Que la justicia no la impartan tíos con peluca versados en leyes. Fuera todo. Pensaba que era eso lo que te gustaba.» Le chocó un poco lo que le dije. Se lo merece.

Langbourne estaba dando golpecitos al vaso.

–¿Entonces por qué estás presente en las reuniones? –dijo Jonathan. Estaban poniéndose de pie–. ¿Para qué tener perro si ladra uno mismo?

Roper rió con gusto y palmeó la espalda de Jonathan.

–Porque no me fío del perro, muchacho, por eso. De ninguno. Tú, Corky, Sandy... no me fiaría de ninguno de vosotros aunque el corral estuviera vacío. No es nada personal. Yo soy así.
Dos automóviles aguardaban entre los hibiscos iluminados del patio del hotel. El primero era un Volvo y lo conducía Gus. Langbourne iba delante, Roper y Jonathan detrás. Tabby y Frisky les seguían en un Toyota. Langbourne llevaba un maletín.

Cruzaron un puente alto y divisaron abajo las luces de la ciudad y los negros canales holandeses que atravesaban las luces. Bajaron por una rampa empinada. Las casas viejas dieron paso a unas chabolas. De pronto, la oscuridad se presentía peligrosa. Circulaban por una calle insulsa, con agua a la derecha y pilas de cuatro contenedores iluminados por reflectores –con membretes como Sealand, Nedlloyd y Tiphook– a la izquierda. Torcieron a la izquierda y Jonathan vio un tejado blanco de poca altura y unos postes azules, y supuso que eran oficinas de aduana. El pavimento cambió e hizo rechinar las ruedas.

–Párate en la verja y apaga las luces –ordenó Langbourne–. Todas.

Gus obedeció. A escasa distancia de ellos, Frisky hizo otro tanto con el Toyota. Frente a ellos había un portón blanco con barrotes y avisos en holandés y en inglés. Las luces de entrada se apagaron también, y con la oscuridad se hizo el silencio. A lo lejos, Jonathan vio un paisaje surrealista de grúas y carretillas elevadoras iluminadas por arcos voltaicos, y la silueta borrosa de unos barcos grandes.

–Enseñadle las manos. No os mováis –ordenó Langbourne.

Su voz era ahora autoritaria. Era su escena, se tratara de lo que se tratase. Langbourne abrió su puerta unos centímetros e hizo que la iluminación interior parpadeara dos veces en el interior del coche. Cerró la puerta y de nuevo se quedaron a oscuras. Bajó su ventanilla. Jonathan vio entonces una mano estirada que se colaba. Blanca, de hombre y fuerte. La mano estaba unida a un brazo y a la manga corta de una camisa blanca.

–Una hora –dijo Langbourne hacia la oscuridad.

–Demasiado tiempo –protestó una voz ronca y de acento marcado.

–Habíamos quedado en una hora. Una hora o nada.

–Está bien, está bien.

Fue entonces cuando Langbourne pasó un sobre por la ventanilla abierta. El contenido del sobre fue contado rápidamente a la luz de una pequeña linterna. El portón blanco osciló hacia atrás. Todavía sin faros, el Volvo avanzó seguido muy de cerca por el Toyota. Pasaron junto a una vieja ancla empotrada en un bloque de hormigón y penetraron en un pasadizo lleno de contenedores multicolores, cada uno con su combinación de letras y siete dígitos.

–A la izquierda –dijo Langbourne. Torcieron a la izquierda, con el Toyota detrás. Jonathan agachó la cabeza al ver que se abatía sobre ellos el brazo de una grúa color naranja.

–Ahora a la derecha. Por aquí –dijo Langbourne.

Giraron a la derecha y el negro casco de un petrolero surgió del mar de cara a ellos. Otro giro a la derecha y bordearon una hilera de seis o siete buques atracados. Dos de ellos, suntuosos, estaban recién pintados. El resto eran barcos nodriza muy destartalados. Todos ellos tenían su respectiva pasarela apoyada en el muelle.

–Alto –ordenó Langbourne.

Se detuvieron, todavía a oscuras, con el Toyota detrás. Esta vez esperaron sólo unos segundos eternos hasta que apareció otra linterna en el parabrisas: primero luz roja, después blanca, luego negra y otra vez roja.

–Abre todas las ventanillas –le dijo Langbourne a Gus. Preocupado otra vez por las manos–. Que puedan verlas, ponías sobre el tablero. Jefe, ponías sobre el asiento, delante de ti. Tú igual, Thomas.

Con inusitada mansedumbre, Roper hizo lo que se le decía. El aire era inesperadamente frío. El olor a petróleo se mezclaba con el olor a mar y a metal. Jonathan se hallaba en Irlanda, en los muelles de Pugwash, arrumado a bordo del asqueroso carguero en espera de saltar a tierra aprovechando la oscuridad. Dos destellos blancos aparecieron a ambos lados del coche. Sus haces examinaron las manos y las caras, y después el piso del coche.

–Mr. Thomas y su grupo –anunció Langbourne–. Venimos a inspeccionar unos tractores...

–¿Quién es Thomas? –preguntó una voz de hombre.

–Yo.

Pausa.


–Bien.

–Que todo el mundo salga despacio –ordenó Langbourne–. Thomas, detrás de mí. En fila india.

Su guía era alto y flaco y parecía demasiado joven para llevar el Heckler que le colgaba de un hombro. La pasarela era bastante corta. Al llegar a la cubierta, Jonathan volvió a mirar las luces de la ciudad más allá del agua negra, y también las chimeneas de la refinería.

El barco era viejo y pequeño. Cuarenta mil toneladas a lo sumo, calculó Jonathan, y reciclado. En una escotilla elevada había una puerta de madera abierta. Dentro, una lámpara de mamparo iluminaba un tramo helicoidal de escalera metálica. El guía entró una vez más el primero. Los pasos del grupo resonaban como los de una cuadrilla de presidiarios. La escasa luz le permitió a Jonathan ver algo más del hombre que les conducía. Llevaba téjanos y calzado deportivo. Tenía unos mechones rubios que se apartaba de la frente con la mano izquierda cuando le estorbaban. La derecha seguía sosteniendo el Heckler con el índice ajustadamente doblado sobre el gatillo. También el barco empezaba a dejarse ver. Estaba equipado para carga mixta. Capacidad, alrededor de sesenta contenedores. Era un cascarón, un transbordador, un verdadero caballo de tiro al borde de la defunción. Perfectamente desechable si las cosas se ponían feas.

Se habían detenido. Frente a ellos había tres hombres, todos blancos, todos rubios, todos jóvenes. Detrás de ellos había una puerta metálica, cerrada. Jonathan supuso, porque sí, que eran suecos. Llevaban Heckler’s como el guía. Y el guía, como resultaba evidente, era su jefe. Había algo en su desenvoltura, en la postura elegida al reunirse con los demás... en su afilada y peligrosa sonrisa.

–¿Cómo anda la aristocracia últimamente, Sandy? –dijo. Jonathan seguía sin poder situar su acento.

–Hola, Pepe –dijo Langbourne–. De fábula, gracias. ¿Y tú, qué tal?

–¿Estudiantes de agricultura? ¿Os gustan los tractores? ¿Las piezas de maquinaria? ¿Queréis cultivar para que los pobres tengan qué comer?

–Vamos a lo que importa y déjate de hostias –dijo Langbourne–. ¿Dónde está Moranti?

Pepe agarró la puerta metálica y tiró de ella en el mismo momento en que Moranti aparecía de entre las sombras.

«Lord Langbourne es un fanático de las armas... –había dicho Burr–. Ha jugado a soldados en media docena de guerras sórdidas... Se enorgullece de su habilidad para matar... Cuando le sobra tiempo se dedica al coleccionismo, igual que Roper... Eso les hace sentir que forman parte de la historia...»

La bodega comprendía la mayor parte de la barriga del buque. Pepe hacía el papel de anfitrión, Langbourne y Moranti caminaban a su lado, Jonathan y Roper detrás, y luego los ayudantes: Frisky, Tabby y tres tripulantes del barco con sus Heckler respectivos. Encadenados a la cubierta había veinte contenedores. En sus correas de trinca Jonathan pudo leer un popurrí de puntos de transbordo: Lisboa, las Azores, Amberes, Gdansk.

–A éste lo llamamos cajón saudí –anunció Pepe muy ufano–. Tiene una abertura lateral para que los agentes de la aduana saudí puedan meterse dentro para ver si huele a alcohol.

Los sellos de aduanas consistían en unas clavijas de acero encajadas entre sí. La gente de Pepe procedió a abrirlas con unos cortadores.

–Tranquilo, tenemos de repuesto –le confió Pepe a Jonathan–. Mañana por la mañana todo volverá a estar en orden. Los de aduanas no se andan con hostias.

Bajaron lentamente el lateral del contenedor. Las armas tienen un silencio propio: el silencio de una muerte próxima.

–Vulcan –estaba diciendo Langbourne para edificación de Moranti–. Versión high-tech del Gatling. Seis cañones de veinte milímetros que disparan tres mil cartuchos por minuto. El no va más. Munición correspondiente y más que habrá. Cada bala tiene el tamaño de un dedo. Cada ráfaga parece una horda de abejas asesinas. Los helicópteros y los aviones ligeros no tienen nada que hacer. Lo último. Hay diez unidades. ¿Vale?

Moranti no dijo esta boca es mía. Su satisfacción sólo fue traicionada por un ligerísimo gesto de la cabeza. Pasaron al siguiente contenedor. Estaba cargado de forma que únicamente podía examinarse el contenido desde delante. Pero lo que vieron fue suficiente.

–Quad cincuenta –anunció enseguida Langbourne–. Cuatro ametralladoras del calibre cincuenta montadas coaxialmente y pensadas para disparar simultáneamente al mismo blanco. Esto te tritura cualquier avión de una sola ráfaga. Camiones, transportes de tropa, blindados ligeros, con el Quad no hay quien pueda. Montado sobre un chasis de dos toneladas y media, tienes un Quad móvil que puede hacer mucho destrozo. También es recién salido de fábrica.

Con Pepe a la cabeza fueron hasta el lado de estribor, donde dos hombres estaban sacando con mucho cuidado un misil en forma de cigarro puro de un cilindro de fibra de vidrio. Esta vez a Jonathan no le hizo falta que Langbourne le explicara nada. Ya había visto las películas de promoción. Se sabía la historia. «Si los micks1 consiguen alguna vez uno de éstos, eres hombre muerto –le había dicho el sargento mayor, que tenía los nervios destrozados por las bombas–. Y son capaces –añadió alegremente–. Son capaces de chorizárselos a los yanquis de los depósitos de munición que tienen en Alemania, o se los comprarán a los afganos por una pasión, y si no es a los afganos será a los israelíes o a los palestinos, o a quienquiera que a los yanquis les haya parecido bien dárselos. Son supersónicos, con un hombre basta, van tres en cada cartón, se llaman Stingers y son mortíferos por naturaleza...»

Prosiguieron el recorrido. Armas ligeras antitanque. Radios de campaña. Equipo médico. Uniformes. Munición. Comida preparada. Starstreak británicos. Cajas fabricadas en Birmingham. Bidones fabricados en Manchester. No todo podía ser examinado. Demasiado material para tan poco tiempo.

–¿Qué? ¿Te gusta? –le preguntó Roper a Jonathan por lo bajo.

Sus caras estaban muy juntas. Roper tenía una expresión intensa y extrañamente victoriosa, como si de algún modo su opinión hubiera quedado demostrada.

–Buen material –dijo Jonathan sin saber qué otra cosa se esperaba de él.

–Un poco de cada en cada embarco. Ése es el truco. El barco se extravía, pierdes un poquito de cada cosa pero en el fondo nada de lo que importa. Puro sentido común.

–Supongo que sí.

Roper no le estaba oyendo. Su actitud era la de quien contempla sus propios logros. Roper estaba en estado de gracia.

–¿Thomas? –Era Langbourne, que le llamaba desde el extremo de popa–. Ven. Te toca firmar.

Roper lo acompañó. Sobre una tablilla del ejército, Langbourne tenía un recibo por turbinas, piezas de tractor y maquinaria pesada según catálogo adjunto, con la debida certificación de Derek S. Thomas, director gerente de y en nombre de Tradepaths Limited. Jonathan firmó el recibo y puso sus iniciales en el catálogo de entrega. Entregó la tablilla a Roper, quien se la enseñó a Moranti y luego se la pasó de nuevo a Langbourne, el cual se la entregó a Pepe. Junto a la puerta había un teléfono inalámbrico sobre una repisa. Pepe cogió el teléfono y marcó un número del pedazo de papel que Roper le estaba mostrando. Moranti permanecía a cierta distancia con las manos pegadas a los costados y la barriga hacia fuera, como un ruso en un cenotafio. Pepe le pasó el teléfono a Roper. Se oyó la voz del banquero contestando «¿Diga?».

–¿Piet? –dijo Roper–. Un amigo mío quiere darte un mensaje importante.

Roper le pasó el teléfono a Jonathan junto con otro trozo de papel que se había sacado del bolsillo.

Jonathan echó un vistazo al papel y luego leyó en voz alta:

–Te habla tu amigo George –dijo–. Gracias por estar despierto esta noche.

–Por favor, Derek, que se ponga Pepe –dijo la voz del banquero–. Quiero confirmar cierta noticia.

Jonathan le tendió el teléfono a Pepe. Éste escuchó, se rió, colgó y palmeó a Jonathan en el hombro.

–¡Eres muy generoso, sí señor!

Su risa cesó al extraer Langbourne de su maletín una hoja de papel escrita a máquina.

–El recibo –dijo lacónicamente.

Pepe cogió la pluma de Jonathan y, observado por todos, firmó un recibo a Tradepaths Limited por la suma de veinticinco millones de dólares americanos, siendo éste el tercer y penúltimo pago en concepto del envío acordado de turbinas, piezas de tractor y maquinaria pesada entregado a Curaçao según contrato para su conducción a bordo del Lombardy.
Cuando ella llamó eran las cuatro de la mañana.

–Salimos para el yate –dijo–. Corky y yo.

Jonathan permaneció callado.

–Él dice que me largue. Que me olvide del crucero y me vaya mientras pueda.

–Tiene razón –murmuró Jonathan.

–Largarse no arregla nada, Jonathan. Eso no funciona. Los dos lo sabemos. Siempre te encuentras a ti mismo allí donde vas.

–Escapa. Vete a donde sea. Por favor.

Se quedaron otra vez en silencio, el uno junto al otro en sus camas separadas, escuchándose la respiración.

Jonathan –susurró ella–. Jonathan.

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