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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Había sucedido algo asombroso.

Algo bueno o terrible. Fuera como fuese, era decisivo, definitivo, el fin de la vida tal como Jed la había conocido hasta entonces.

La llamada telefónica les había despertado a primera hora de la tarde. Llamada confidencial, de persona a persona, había dicho cautamente el capitán. «Es sir Anthony, jefe, no estoy seguro de si quiere usted que le ponga con él.» Roper gruñó y rodó sobre su costado para atender la llamada. Llevaba otra vez el batín. Estaban acostados en la cama después de haber hecho el amor, aunque bien sabía Dios que no era precisamente el amor lo que había hecho, sino algo más próximo al odio. Las antiguas ganas de Roper de joder por la tarde habían renacido. Y también las de ella. El anhelo que sentían el uno por el otro parecía crecer en relación inversa al afecto mutuo. Ella empezaba a preguntarse qué tendría que ver el sexo con el amor. «Tengo un buen polvo, ¿no?», le había dicho ella después, mirando al techo. «Desde luego que sí», había concedido él. «Pregúntale a cualquiera.» Luego esa llamada, dándole él la espalda: «¡Maldita sea! Está bien, pásamelo.» Y luego la espalda se pone rígida, los músculos dorsales congelados bajo la seda del batín, las nalgas cambiando incómodas de postura, las piernas acomodándose para buscar protección.

–¿Pero esto qué es, Tony? ¿Otra vez borracho? ¿Quién? Pues tómale el pelo. ¿Por qué no?... Está bien, adelante, habla si quieres. Te escucho. No va conmigo, pero no me importa escuchar... No me vengas con lloriqueos, Tony, detesto los melodramas...

Pero pronto las asperezas son cada vez más breves, y más largos los espacios entre ellas, hasta que Roper escucha en absoluto silencio, con el cuerpo alerta y totalmente inmóvil.

–Un momento, Tony –ordenó de pronto–. No cuelgues. –Se volvió hacia ella sin molestarse en tapar el auricular con la mano–. Ve a darte un baño –le dijo–. Métete en el cuarto de baño, cierra la puerta y abre los grifos. Vamos, vamos.

Así pues, ella fue al baño y abrió los grifos y levantó el supletorio de goma, pero naturalmente él oyó el agua de la bañera y le gruñó que colgara inmediatamente. Así que en vista de eso, ella dejó que los grifos gotearan un poco y pegó la oreja al ojo de la cerradura, hasta que la puerta le explotó en la cara mandándola a la otra punta del piso embaldosado con cerámica holandesa, parte de sus recientes planes de decoración. Y entonces oyó a Roper que decía: «Sigue, Tony. Un pequeño problema local.»

Y después ella escuchó cómo escuchaba él, pero no pudo oír nada más. Se metió en la bañera y recordó cómo antiguamente a él le gustaba meterse en el otro extremo y ponerle el pie entre las piernas mientras leía el Financia! Times, y que a cambio ella le fastidiaba con los pies y procuraba que se le pusiera tiesa. Y a veces él la llevaba en volandas a la cama para repetir, empapando las sábanas con el agua del baño.

Pero esta vez sólo se quedó junto a la puerta.

Con el batín puesto. Mirándola. Pensando qué demonios hacer con ella.

Y con Jonathan. Y consigo mismo.

Raramente, y nunca en presencia de Daniel, ponía Roper esa glacial expresión de enojo de no-me-toques-que-muerdo; esa que pone quien está dispuesto a romperlo todo por salir indemne.

–Será mejor que te vistas –dijo–. Corkoran llegará en dos minutos.

–¿A hacer qué?

–Tú vístete.

Y él volvió al teléfono, empezó a marcar un número y cambió de parecer. Dejó el teléfono en su horquilla con tal dominio de los gestos que ella supo que quería hacerlo pedazos, y de paso todo el barco. Luego se llevó las manos a las caderas y se quedó mirándola mientras se vestía, como si no le gustara lo que se estaba poniendo.

–Mejor que te pongas zapatos decentes –dijo.

Y fue entonces cuando a ella se le paró el corazón, porque a bordo nadie llevaba otra cosa que náuticas –cuando no iban descalzos–, salvo por las noches, en que las mujeres calzaban zapatos de tacón, aunque no estaban permitidos los tacones de aguja.

De modo que se vistió y se puso unos sensatos zapatos de ante con suela de goma, acordonados, que había comprado en Bergdorf’s en uno de sus viajes a Nueva York, y cuando Corkoran llamó a la puerta, Roper lo condujo al salón y estuvo hablando con él por espacio de diez minutos, mientras Jed permanecía sentada en la cama pensando en ese resquicio que no había encontrado aún, esa fórmula mágica que podía salvar a Jonathan y también a ella misma. Pero no había dado con ello.

Jed se había imaginado volando el barco con el arsenal almacenado en la cala delantera, algo así como en La Reina de África, con todo el mundo a bordo incluidos ella y Jonathan: había pensado envenenar a los vigilantes o clamar a voz en grito los crímenes de Roper ante los comensales congregados, culminando con una teatral búsqueda del prisionero escondido; o amenazar simplemente a Roper con un cuchillo de cortar carne. A Jed se le ocurrieron varias soluciones más de las que tan bien funcionan en el cine, pero lo cierto era que toda la dotación del barco la vigilaba, varios invitados habían visto que estaba nerviosa, se rumoreaba incluso que estaba embarazada, y no había un solo pasajero en el barco que pudiera creerla, hacer algo o –aunque pudiera convencer a ese alguien de que tenía razón– que le importara un comino lo que ella pudiera contarle.

Roper y Corkoran salieron del salón y Roper se puso algo encima, no sin antes quedarse totalmente desnudo frente a ambos, cosa que jamás le había importado a él, más bien parecía gustarle, y durante un momento terrible ella temió que fuera a dejarle a solas con Corkoran por algún motivo, aunque no se le ocurría ninguno bueno. Pero respiró aliviada cuando Corkoran salió detrás de Roper.

–Quédate aquí y espera –le dijo Roper al salir y, como si se le ocurriera en ese momento, cerró la puerta con llave, cosa que nunca había hecho.

Jed se sentó en la cama y luego se acostó sintiéndose cual prisionero de guerra que no sabe muy bien qué bando es el que va a tomar el campo por asalto. Pero de una cosa estaba segura: alguien iba a tomarlo por asalto. Incluso encerrada en sus aposentos podía percibir la tensión de las órdenes masculladas al personal de a bordo, los pasos apresurados por el pasillo. Notó el vibrar de los motores y el barco se inclinó un poco. Roper ha escogido una nueva ruta. Miró por el ojo de buey y vio que el horizonte se inclinaba. Se levantó, vio para su sorpresa que llevaba puestos unos téjanos azules en lugar de uno de los modelos carísimos que Roper solía insistir en que se pusiera cuando iban de crucero, y se acordó de la magia del último día de curso, cuando podías quitarte el odioso uniforme gris y ponerte algo realmente atrevido –por ejemplo, un vestido de algodón– para el glorioso momento en que aparecía el coche de tus padres renqueando por las bandas de frenado de la carretera de la madre Ángela para sacarte del colegio.

Pero nadie salvo ella misma le había dicho que se iba. Era una idea propia, y todo cuanto podía hacer era desear fervientemente que se hiciera realidad.

Decidió reunir un equipo de fuga. Si necesitaba unos zapatos decentes, también necesitaría otras cosas decentes y sensatas. Así que cogió su bolsa de mano del estante superior del armario e introdujo en ella el neceser, el cepillo de dientes y ropa interior de repuesto. Abrió todos los cajones del escritorio y para su sorpresa encontró el pasaporte (Corkoran debía habérselo dado a él). Cuando le llegó el turno a las alhajas, decidió ser magnánima: a Roper siempre le había gustado regalarle joyas y había existido un cierto código de propietario respecto a la clase de joya adecuada para cada ocasión: la gargantilla de diamantes rosas para recordar su primera noche en París; el brazalete de esmeraldas para el aniversario de ella en Mónaco; los rubíes por la Navidad en Viena. «Olvídalo –se dijo ella con un estremecimiento–, deja los recuerdos en el baúl.» Y entonces pensó: «Maldita sea, es sólo dinero», y cogió tres o cuatro piezas como moneda para su futura vida con Jonathan. Pero apenas había puesto las joyas en el bolso, volvió a sacarlas y las arrojó en el tocador de Roper. «Nunca volveré a ser tu joyero andante.»

No tuvo reparos, en cambio, para hacerse con un par de camisas de Roper y varios calzoncillos de seda, por si Jonathan los necesitaba. Y también unas alpargatas diseño de Gucci que a Roper le gustaban bastante y que le parecieron de la talla de Jonathan.

Agotada su valentía, se dejó caer otra vez en la cama. «Es un truco. No me voy a ninguna parte. Le han matado.»
Jonathan ya sabía que cuando se acercara el fin –fuera cual fuese el final que le tuvieran preparado– vendrían en pareja. Según su bien fundada conjetura, esos dos iban a ser Frisky y Tabby, porque los torturadores tienen más que nadie su propio protocolo: esto lo hago yo, esto lo haces tú, las faenas gordas para los peces gordos. Gus había sido el eterno ayudante. Ellos dos habían formado pareja para acompañarle a rastras al lavabo, habían formado pareja para frotarle con una esponja, cosa que parecían hacer por quisquillosos motivos propios: no habían olvidado la vez en que les amenazó con ensuciarse encima estando en Colón, y cuando se enfadaban con él nunca dejaban de decirle lo hijo de puta que era.

De modo que cuando Frisky y Tabby abrieron la puerta y encendieron la lámpara azul de camping que había en el techo, y el zurdo Frisky se puso en el lado derecho de Jonathan, dejando libre el brazo izquierdo para las emergencias, y Tabby se arrodilló a la izquierda de la cabeza de Jonathan –siempre alborotando con sus llaves porque nunca tenía lista la que iba bien– todo sucedió como había previsto el observador minucioso, salvo que no había esperado de ellos tanta franqueza acerca del propósito de su visita.

–Mira, Tommy, estamos todos más que hartos de ti. Sobre todo el jefe –dijo Tabby–. Por eso te vas de viaje, sabes. Lo siento, Tommy. Tuviste tu oportunidad, pero eres muy testarudo.

Y dicho esto, Tabby le propinó a Jonathan una displicente patada en el estómago por si estaba pensando en causar problemas.

Pero como pudieron comprobar los otros dos, Jonathan no estaba ya para causar problemas a nadie. De hecho hubo un momento delicado en que Tabby y Frisky se preguntaron si los problemas habrían acabado definitivamente, porque cuando le vieron caer hacia delante con la cabeza torcida a un lado y la boca abierta, Frisky se puso de rodillas y le levantó el párpado con el pulgar a fin de examinarle el ojo.

–¿Tommy? Venga, hombre. No irás a perderte tu propio funeral, ¿verdad?

Entonces hicieron algo maravilloso. Lo dejaron allí tirado. Le quitaron las cadenas y la mordaza y mientras Frisky le restregaba la cara con una esponja y le ponía un esparadrapo nuevo en la boca pero sin bitoque, Tabby le arrancó lo que le quedaba de camisa y le puso una nueva, primero un brazo y luego otro.

Pero si bien Jonathan daba la impresión de ser un guiñapo, sus reservas secretas de energía estaban ya inundando todos los rincones de su cuerpo. Sus músculos, magullados y semiparalizados por los calambres, estaban pidiendo a gritos el consuelo de la acción. Le ardían las manos aplastadas y las piernas que casi no le sostenían, su borrosa visión ganaba en claridad incluso mientras Frisky le limpiaba los ojos.

Esperó. Recordó las ventajas de ese momento extra de demora.

«Cálmalos», pensó, mientras le ponían de pie.

«Cálmalos», pensó de nuevo, al pasar sendos brazos por la espalda de cada uno de ellos para apoyarse y dejar que todo su peso colgara de los dos mientras le arrastraban por el corredor.

«Cálmalos», pensó, cuando Frisky empezó a subir delante por la escalera de caracol y Tabby le empujaba por detrás.

«Dios mío –pensó, al ver un sinfín de estrellas contra un cielo negro y una gran luna roja flotando sobre el agua–. Dios mío, concédeme este último momento.»

Estaban los tres en la cubierta, como una familia, y Jonathan pudo oír ecos de música de los años treinta, que tanto le gustaba a Roper, sonando en el bar de popa en medio de una oscuridad temprana, y alegres conversaciones a medida que empezaba la jarana nocturna. No había luz en el extremo de proa. Jonathan se preguntó si tenían intención de pegarle un tiro; ¿quién iba a oír un disparo con el volumen de la música?

El barco había cambiado de rumbo. A sólo un par de millas de distancia había una extensión de playa. Y una carretera. Pudo divisar una hilera de farolas bajo las estrellas, parecía más un continente que una isla. O tal vez una serie de islas, ¿cómo saberlo? «Hagámoslo juntos, Sophie. Es hora de despedirnos del hombre más malo del mundo.»

Sus guardianes se habían detenido. Desplomado entre los dos, cada brazo apoyado aún sobre la espalda de los otros, Jonathan esperó también, contento de notar que su boca había empezado a sangrar otra vez debajo del esparadrapo, ya que ello tenía como consecuencia el reblandecerlo y darle a él aspecto de estar más acabado de lo que en realidad estaba.

Entonces vio a Roper. Debía de haber estado allí todo el rato, sólo que Jonathan no le había visto con su esmoquin blanco recortándose contra el puente. También estaba Corkoran, pero Sandy Langbourne no había comparecido. Seguramente estaba tirándose a una de las criadas.

Y entre Corkoran y Roper distinguió a Jed, o si no fue así, es que Dios la había puesto allá. Pero sí, podía verla, y ella a él, ella no veía a nadie más que a Jonathan, pero Roper debía haberle dicho que se estuviera callada. Llevaba unos téjanos vulgares y nada de joyas, cosa que a él le satisfizo extrañamente: aborrecía de verdad la manera con que Roper le colgaba encima su dinero. Jed le estaba mirando y él le devolvía la mirada pero, por como tenía la cara, ella no pudo darse cuenta. Seguramente, debido a lo exagerado de sus lamentos, no debió de inspirarle mucho romanticismo.

Jonathan se dejó caer flojamente en brazos de sus guardianes, y ellos le izaron enseguida y le sujetaron de la cintura con mayor firmeza.

–Me parece que se nos va –murmuró Frisky.

–¿Adónde? –dijo Tabby.

Y eso le sirvió a Jonathan de pie para hacer entrechocar las cabezas de los dos con más fuerza de la que había dispuesto en toda su vida. Ese poder se inició en un salto cuando pareció que se elevaba volando del agujero donde le habían encadenado. Se desparramó por sus hombros al extender los brazos para cerrarlos en una gran y terrible palmada, y luego en una segunda: sien contra sien, cara contra cara, oreja contra oreja, cráneo contra cráneo. Le recorrió todo el cuerpo cuando empujó a los dos hombres lejos de sí, los arrojó a la cubierta y con el borde del pie derecho les propinó sendas patadas, a ras de tierra como con una guadaña, y otras dos directas al corazón. Después dio un paso al frente y arrancándose el esparadrapo de la cara avanzó sobre Roper, quien estaba dándole órdenes tal como había hecho en el Meister.

–Pine. Eso ha estado muy mal. No te acerques. Corks tiene una pistola. Vamos a dejarte en tierra. A ti y a ella. Habéis fracasado. Ha sido una absoluta pérdida de tiempo, un juego absolutamente estúpido.

Jonathan había encontrado la barandilla del barco y se sujetaba a ella con ambas manos. Pero únicamente estaba descansando. No desfallecía. Estaba dando tiempo a que se reagruparan sus refuerzos secretos.

–El material ya ha sido entregado, Pine. Han registrado uno o dos barcos, ha habido un par de arrestos... ¡Qué diablos! No pensarás que hago estas cosas yo sólito, ¿verdad? –Entonces repitió lo que le había dicho anteriormente a Jed–. Esto es política, no crimen. De nada vale ser arrogante.

Jonathan avanzaba otra vez hacia él, aunque sus pasos eran vacilantes. Corkoran amartilló su arma.

–Vuélvete a casa, Pine. No, no puedes volver porque Londres te ha dejado en la estacada. En Inglaterra te espera otra orden judicial. Dispara, Corks. Ahora. A la cabeza.

–¡Detente, Jonathan!

¿Era Jed o era Sophie la que le llamaba? Andar ya no le resultaba una cosa fácil. Deseaba tener cerca la barandilla, pero había llegado al centro de la cubierta. Arrastraba los pies. El barco se balanceaba. Le fallaban las rodillas. Pero su fuerza de voluntad no le abandonaba. Estaba decidido a alcanzar lo inalcanzable, a manchar de sangre el bonito esmoquin blanco de Roper, a machacarle su sonrisa de delfín, a hacerle gritar: «¡Soy un asesino, un malvado, existe lo bueno y lo malo y yo soy malo!»

Roper estaba contando, igual que a Corkoran le había gustado hacer en su momento. O estaba contando terriblemente despacio, o bien el sentido del tiempo le estaba fallando a Jonathan. Oyó uno y luego dos, pero no oyó tres, y se dijo si no sería ésa otra forma de morir: te matan pero tú sigues con tu vida igual que antes, sólo que nadie sabe que está ahí. Y entonces oyó la voz de Jed con ese autoritario sonsonete que siempre le había molestado tanto:

–¡Por el amor de dios, Jonathan, mira!

La voz de Roper le llegó como una emisora lejana sintonizada al azar.

–Eso, mira –concedió–. Mira, Pine. Mira lo que tengo aquí. Voy a hacerle lo que a Daniel, Pine. Pero esta vez no es un juego.

Se esforzó por mirar, aunque todo le resultaba borroso. Y vio que Roper, como buen comandante en jefe, habíase adelantado a su ayudante y estaba firmes en su elegante esmoquin, sólo que con una mano tenía a Jed sujeta por su melena castaña y con la otra sostenía la pistola de Corkoran a la altura de su sien (típico de Corkoran llevar encima una genuina Browning del ejército, calibre 9 mm). Entonces Jonathan se tumbó, o cayó de bruces, y esta vez oyó a Jed y a Sophie chillándole al unísono que no se durmiera.


Le habían buscado una manta, y cuando Corkoran y Jed le hubieron puesto de pie, ella le arropó los hombros con esa actitud de enfermera solícita que había mostrado en Crystal. Mientras Jed y Corkoran le sostenían y Roper seguía empuñando el arma por si revivía por segunda vez, le habían izado al costado del barco, pasando junto a lo que quedaba de Frisky y Tabby.

Corkoran hizo pasar primero a Jed y luego, entre los dos, ayudaron a Jonathan a bajar la escalerilla mientras Gus le ofrecía la mano desde la lancha. Pero Jonathan la rehusó, cayéndose casi al agua, cosa que a Jed le pareció típica de su testarudez, justo cuando todos intentaban ayudarle. Corkoran estaba diciendo algo sobre que la isla era venezolana, pero Jed le dijo que se callara y él obedeció. Gus intentaba darle algunas instrucciones acerca del fueraborda, pero ella sabía tanto de fuerabordas como Gus, y así se lo dijo. Amortajado como un monje dentro de una manta, Jonathan estaba agachado en medio del bote y estibaba la carga por puro instinto. Sus ojos apenas visibles de tan hinchados, se dirigían hacia el Pasha, que descollaba junto a ellos como un rascacielos. .

Jed alzó los ojos y vio a Roper en su esmoquin blanco, buscando con la mirada algo que se le había perdido en el agua. Durante un momento, su aspecto fue exactamente el mismo de la primera vez en París: un apuesto y divertido caballero ingles, perfecto para su edad. Roper se perdió de vista, y a ella le pareció oír que la música procedente de la cubierta de popa se elevaba ligeramente sobre el agua mientras él regresaba al baile.

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