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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Zurich se agazapaba junto al lago, tiritando bajo una gélida nube gris.

–Me llamo Leonard –dijo Burr, halándose de la silla de oficina de Quayle como quien se dispone a intervenir en un altercado–. Me ocupo de los criminales. ¿Fuma? Tenga. Envenénese un poco.

Su ofrecimiento sonó hasta tal punto como una jovial conspiración que Jonathan aceptó al instante y, aunque raramente fumaba y después siempre lamentaba haberlo hecho, cogió un cigarrillo. Burr se sacó un encendedor del bolsillo y encendió la mecha en las narices de Jonathan.

–Creerá que le fallamos, ¿no es así? –dijo, abordando el punto de mayor resistencia–. Si no me equivoco, usted y Ogilvey tuvieron unas palabritas antes de que usted se marchara de El Cairo.

«Lo que pensé es que le habían fallado a ella», estuvo a punto de contestar Jonathan. Pero estaba en guardia, así que esbozó su sonrisa hotelera y dijo:

–Bueno, nada definitivo, creo yo.

Burr había pensado detenidamente en este momento, y decidió que el ataque era su mejor defensa. Daba igual que abrigase las peores sospechas sobre el papel jugado por Ogilvey en el asunto: no era momento de sugerir que estaba hablando en nombre de una organización dividida.

–No nos pagan para hacer de espectadores, Jonathan. Dicky Roper le estaba despachando juguetes de alta tecnología al Ladrón de Bagdad, incluido un kilo de uranio para uso armamentístico que se había caído de la trasera de un camión ruso. Freddie Hamid estaba organizando una escuadra de camiones de relevo para pasar el material de contrabando a través de Jordania. ¿Qué teníamos que hacer? ¿Archivar y olvidar? –A Burr le satisfizo la cara de rebelde sumisión que ponía Jonathan y que le recordaba a la suya–. La historia podía haberse filtrado de mil maneras distintas sin que nadie señalara con el dedo a su Sophie. Si ella no se hubiera ido de la lengua con Freddie ahora estaría en una posición inmejorable.

–No era mi Sophie –replicó Jonathan demasiado rápido.

Burr no le prestó atención.

–La cuestión es cómo meter a nuestro amiguito en chirona. Tengo un par de ideas al respecto, por si le interesa. –Cálida sonrisa–. Exacto, Jonathan, veo que lo ha captado. Yo soy de Yorkshire, del pueblo. Y nuestro amigo Richard Onslow Roper es de la aristocracia. Bueno, pues peor para él.

Jonathan rió y Burr dio gracias de saberse en terreno seguro, a salvo del asesinato de Sophie.

–Vamos, Jonathan. Le invito a comer. No te importa, ¿verdad, Reggie? Verás, es que vamos cortos de tiempo. Te has portado muy bien. Correré la voz.

Con las prisas, Burr no reparó en el cigarrillo que había dejado consumiéndose en el cenicero de Quayle. Jonathan lo aplastó, lamentando tener que despedirse. Quayle era un tipo brusco y fanfarrón que tenía la manía de darse en la boca con un pañuelo que se sacaba de golpe de la manga al estilo militar, o que de repente te ofrecía galletas de una caja con cuadros escoceses libre de impuestos. En las seis semanas de espera Jonathan había acabado por depender de sus pintorescas e inarticuladas sesiones. Y otro tanto, como se dio cuenta al salir, le había ocurrido a Quayle.

–Gracias, Reggie –dijo–. Muchas gracias por todo.

–¡Mi querido amigo! ¡El placer ha sido mío! Buen viaje, señor. Ponga el culo al sol que más caliente.

–Gracias. Lo mismo digo.

–¿Solucionado el transporte? ¿Bicicleta? ¿Mando parar una calesa? ¿Todo arreglado? Estupendo. Nos veremos en Philippi.

–Usted siempre da las gracias cuando la gente hace lo que debe, ¿no? –le preguntó Burr al salir a la calle–. Imagino que es cosa del oficio...

–Oh, pura cortesía, diría yo –replicó Jonathan–. Si es que se refiere a eso.


Siempre que tenía una cita operativa, Burr se comportaba con toda la meticulosidad de campaña. Había escogido el restaurante por anticipado tras inspeccionarlo la noche anterior: una trattoria de las afueras, junto al lago, donde no era posible encontrarse con habituales del Meister. Había elegido una mesa en un rincón y, por diez cautos francos de Yorkshire, la había reservado a nombre de Benton, uno de sus seudónimos de trabajo. Pero no quería arriesgarse.

–Si nos encontramos con alguien que usted conoce y yo no, Jonathan, lo cual suele suceder en estos casos, no me lo presente. Si se ve obligado, yo soy un antiguo compañero suyo de barracón en Shorncliffe, y basta –dijo, demostrando por segunda vez que sabía más que unas cosillas sobre los primeros años de Jonathan–. ¿Ha hecho escalada últimamente?

–Un poco.

–¿Dónde?


–Básicamente en los Oberland de Berna.

–¿Alguna cosa espectacular?

–Un Wetterhorn bastante potable en la temporada fría, si le gusta el hielo. ¿Por qué lo dice? ¿Le gusta la escalada?

–¿A mí? Yo soy de los que toman el ascensor para ir al primer piso. ¿Y qué tal la vela? –Burr echó un vistazo por la ventana, donde el lago gris hacía sentir su cenagosa presencia.

–Por aquí todo son barquitos de críos –dijo Jonathan–. Aunque no está mal del todo. Un poco frío.

–¿Y la pintura? Acuarelas, ¿no? ¿Todavía coge los pinceles?

–No mucho.

–Pero un poco sí. ¿Qué tal se le da el tenis?

–Regular.

–Va en serio.

–Bien, supongo que podría jugar en algún club.

–Creía que había ganado varias competiciones en El Cairo. Jonathan se sonrojó una pizca:

–Oh, eran unos torneos informales para exiliados.

–Bueno, vamos por lo primero, ¿le parece? –sugirió Burr, queriendo decir: pidamos la comida y luego podremos hablar en paz–. Usted cocina, ¿no es cierto? –inquirió mientras ocultaban sus rostros tras la descomunal carta–. Hombre de talento. En eso le admiro. No se ven muchos tipos renacentistas en los tiempos que corren. Sobran especialistas.

Jonathan pasó de la página de carnes a la de pescados y luego a la de postres. No pensaba en la comida sino en Sophie. Se hallaba delante de Mark Ogilvey en la majestuosa casa ministerial que éste tenía en los verdes suburbios de El Cairo, rodeado de un falso mobiliario dieciochesco reunido por el Ministerio de Obras Públicas, y de grabados de Roberts reunidos por la esposa de Ogilvey. Jonathan vestía su esmoquin, que en su imaginación seguía empapado de sangre de Sophie. Estaba gritando, pero su propia voz le sonaba como el eco de un sonar. Estaba insultando de mala manera a Ogilvey y el sudor le corría por la cara interior de las muñecas. Ogilvey llevaba un batín, una cosa marrón plomizo con raídos alamares dorados de tambor mayor en cada manga. La señora Ogilvey estaba preparando té para así poder escuchar.

–Mida sus palabras, ¿quiere, muchacho? –dijo Ogilvey señalando al candelabro para recordarle que podía haber micrófonos ocultos.

–¡A la mierda mis palabras! Usted la ha matado, ¿me oye bien? ¡Se supone que debe proteger a sus informadores y evitar que los maten a palos!

Ogilvey buscó refugio en la única respuesta segura conocida en su oficio. Agarró una jarra de cristal que había sobre una bandeja de plata y le quitó el tapón con un rápido y experto movimiento.

–Tome un poco de esto, muchacho. Me temo que está meando fuera del tiesto. La cosa no iba con nosotros. Ni con usted. Ella debió de contárselo a sus quince mejores amigos. Ya conoce el dicho: «Dos personas pueden guardar un secreto siempre que una de las dos esté muerta.» Esto es El Cairo. Aquí un secreto es lo que saben todos menos uno mismo.

La señora Ogilvey escogió ese momento para entrar con la tetera.

–Cariño, puede que a él le apetezca más una taza de esto –dijo con un tono preñado de discreción–. El coñac tiene extraños efectos cuando uno está acalorado.

–Toda acción tiene sus consecuencias –dijo Ogilvey, pasándole una copa–. Primera lección de la vida.

Un lisiado cojeaba entre las mesas del restaurante camino de los lavabos. Llevaba dos bastones y le ayudaba una chica. El ritmo de sus pasos incomodaba a los comensales y nadie fue capaz de seguir comiendo hasta que el cojo estuvo fuera de la vista.
–Entonces, todo lo que pudo ver de nuestro amigo fue la noche en que llegó al hotel –sugirió Burr, llevando la conversación al tema de la estancia de Roper en el Meister.

–Aparte de buenos días y buenas noches, sí. Quayle me dijo que no tentara la suerte, y no lo hice.

–Pero sí tuvo otra conversación casual con él antes de que se marchara.

–Roper me preguntó si yo esquiaba. Dije que sí. Me preguntó que dónde. Dije que en Mürren. Me preguntó qué tal estaba la nieve este año. Dije que bien. Él dijo: «Lástima que no tengamos tiempo de largarnos unos días allí, mi señora se muere de ganas de probarlo.» Fin de la conversación.

–Así que ella también estaba; la chica, digo... ¿Gemima? ¿Jed?

Jonathan finge buscar en su memoria mientras interiormente festeja la transparente mirada que ella le dedicó. «No me diga que es un gran esquiador, Mr. Pine.»

–Creo que él la llamaba Jeds. En plural.

–Tiene nombres para todos. Es su modo de poseerlos.

«Debe de ser absolutamente fascinante», dice ella con una sonrisa que derretiría el Eiger.

–Dicen que es guapísima –dijo Burr.

–Falta que sea su tipo.

–A mí me gustan todas. ¿Cómo es ella?

Jonathan se hizo el cansado de la vida:

–Pues no sé..., buen despliegue de curvas..., sombreros negros flexibles..., mirada de pilluela millonaria... Por cierto, ¿quién es Jed?

Burr o no lo sabía o le daba igual.

–Una geisha de clase alta, colegio de monjas, caza del zorro. Bueno, el caso es que usted ha congeniado con él. Roper no lo olvidará.

–Él no olvida a nadie. Se sabía al dedillo los nombres de todos los camareros.

–Pero no a todo el mundo le pide opinión sobre escultura italiana, ¿verdad? Eso me pareció muy alentador. –Alentador para quién o para qué, Burr no lo aclaró, y Jonathan no estaba dispuesto a preguntar–. Pero al final la compró. No ha nacido aún el hombre o la mujer que pueda quitarle algo de la cabeza a Roper cuando se trata de comprar. –Se consoló gracias a un buen bocado de ternera–. Ah, y gracias –continuó– por hacer el trabajo duro. En esos informes que ha hecho para Quayle hay ciertas observaciones que me parecen selectas. Ese pistolero zurdo del cronómetro en la muñeca derecha, cambiando los cubiertos de sitio cuando se dispone a comer, en fin, es de lo mejorcito que he leído.

–Francis Inglis –recitó Jonathan–. Profesor de preparación física. Nacido en Perth, Australia.

–No se llama Inglis y tampoco es de Perth. Es un ex mercenario inglés, Frisky, y su repugnante cabecita tiene precio. Fue él quien enseñó a los muchachos de Idi Amin a sacar confesiones voluntarias con ayuda de un aguijón para ganado vacuno. A nuestro amiguito le gustan los ingleses, y mejor si tienen un pasado turbio. No le van las personas que no se dejan poseer –añadió mientras abría cuidadosamente un panecillo por la mitad y lo untaba de mantequilla–. Tenga –prosiguió, ofreciendo el cuchillo a Jonathan–. ¿Cómo es que consiguió los nombres de las visitas, trabajando sólo de noche?

–Ahora para subir a la Suite de la Torre es necesario firmar.

–¿Y eso de dar vueltas por el vestíbulo?

–Es lo que herr Meister espera de mí. Me doy una vuelta, pregunto lo que quiero. Mi razón de ser es mi propia presencia.

–Pues cuénteme algo de esas visitas –propuso Burr–. Estaba ese austríaco, como dice usted. Tres visitas privadas a la Torre.

–El doctor Kippel, residente en Viena. Llevaba un abrigo verde de paño.

–No es austríaco y no se llama Kippel. Es un humilde polaco, si es que hay polacos humildes. Dicen que es el nuevo zar del hampa en Polonia.

–¿Para qué iba a meterse Roper en los asuntos del hampa polaca?

Burr esbozó una sonrisa de pesar. Su propósito no era ilustrar a Jonathan sino tentarle.

–¿Qué me dice del tipo corpulento con el rutilante traje gris y las cejas maquilladas? Se hacía llamar Larsen. Sueco.

–Me limité a suponer que era un sueco llamado Larsen.

–Pues es ruso. Hace tres años era un pez gordo del Ministerio de Defensa soviético. Actualmente dirige una floreciente agencia de empleo que se dedica a alcahuetear médicos e ingenieros del bloque oriental. Algunos cobran hasta veinte mil dólares mensuales. Ese tal Larsen saca tajada en los dos lados. Como negocio adicional trafica con material bélico. Si desea comprar tanques T-72 o misiles Scud por la puerta falsa de los rusos, su hombre se llama Larsen. Los misiles para guerra biológica tienen recargo. ¿Qué me dice de los dos británicos con aspecto de militar?

Jonathan recordó a dos hombres de ágiles movimientos, vestidos con sendos blazers típicamente británicos.

–Eso, ¿qué pasa con ellos?

–Son de Londres, sí, pero no se llaman Forbes y Lubbock. Tienen su base en Bruselas y se dedican a proveer de asesores militares a los principales locos del mundo.

«Los chicos de Bruselas», pensó Jonathan empezando a seguir el hilo que Burr tejía expresamente ante los ojos de su memoria. «El soldado Boris.» ¿Siguiente?

–¿Le suena éste? No hizo una descripción, al menos tan completa, pero yo pensé que podía tratarse de uno de esos caballeros trajeados que nuestro amiguito recibió en la sala de conferencias de la planta baja. –Mientras hablaba, Burr extrajo de su cartera una fotografía y se la pasó a Jonathan para que la examinase. En ella se veía a un cuarentón de aspecto reservado, ojos hundidos y melancólicos, pelo negro ondulado artificialmente y una inapropiada cadena de oro en torno al larguirucho cuello. La foto había sido tomada a plena luz del día y, a juzgar por las sombras, con el sol directamente encima.

–¿Sí? –dijo Jonathan.

–¿Sí, qué?

–Era mucho más pequeño que los demás, pero todos le pedían su opinión. Llevaba un maletín negro que le venía demasiado grande. Y tirantes...

–¿Suizo, quizá? ¿Inglés? Vamos, concrete.

–Más bien latinoamericano, diría yo. –Jonathan devolvió la fotografía–. Podría ser cualquier cosa. Árabe, por ejemplo.

–Lo crea o no, se llama Apostoll, Apo para abreviar. –«Y para alargar, Appetites», pensó Jonathan acordándose de los apartes de Corkoran con su jefe–. Griego, americano de primera generación, doctor en Derecho por la Universidad de Michigan, magna cum laude, criminal. Con despachos en Nueva Orleáns, Miami y Panamá capital, todos ellos lugares de una respetabilidad a prueba de bomba, como sin duda sabe. ¿Se acuerda de lord Langbourne? ¿Sandy?

–Por supuesto –respondió Jonathan, recordando al hombre de desconcertante atractivo, coleta y avinagrada mujer.

–Otro maldito letrado. Abogado de Dicky Roper, para ser exactos. Apo y Sandy Langbourne hacen negocios juntos. Negocios muy lucrativos.

–Entiendo.

–No, no lo entiende, pero va captando la idea. A propósito, ¿cómo está de español?

–Muy bien.

–Debería ser más que eso, ¿no cree? Con dieciocho meses en el Ritz de Madrid y teniendo en cuenta su talento, su español tendría que ser perfecto.

–Es que lo tengo un tanto abandonado.

Un intervalo para que Burr se retrepe en su asiento y el camarero se lleve los platos. A Jonathan le sorprendió redescubrir la excitación: el sentimiento de estar acercándose al núcleo secreto, el tirón de la acción después de tanto tiempo de inmovilidad.

–No me venga con que se ha pasado al pudding, ¿eh? –dijo agresivamente Burr mientras el camarero entregaba a cada uno una carta plastificada.

–¡Oh, no, por Dios!

Se decidieron por un purée de castañas con crema batida.

–Y Corky, el mayor Corkoran, soldado como usted, el chico de los recados... –dijo Burr con el tono de quien ha dejado lo mejor para el final–. ¿Qué opina de él? ¿Por qué se ríe?

–Era muy divertido.

–¿Y qué más?

–El chico de los recados, como usted dice. El mayordomo. Es el que firma.

Burr saltó sobre la palabra como si durante toda la comida hubiera estado esperando escucharla:

–¿Qué cosas firma Corky?

–El libro de registro. Facturas.

–Facturas, cartas, contratos, renuncias, garantías, cuentas de la empresa, pólizas de embarque, cheques –dijo Burr en plena agitación–. Hojas de ruta, certificados de carga, y un gran número de documentos diciendo que todo cuanto su patrón haya podido hacer mal en algún momento no es responsabilidad de Richard Onslow Roper sino de su fiel servidor el mayor Corkoran. Un hombre muy rico, el mayor. Centenares de millones a su nombre, sólo que todo lo ha cedido a Mr. Roper. La firma del mayor Corkoran aparece en todos los tejemanejes de Roper. «¡Ven aquí, Corks! No hace falta que lo leas, muchacho, basta con que firmes, así, buen chico. Acabas de ganarte otros diez años en Sing Sing.»

La fuerza con que Burr comunicó esta imagen, más el tono ácido de su voz al imitar a Roper, dio un brusco vuelco al suave ritmo de su conversación.

–No hay un solo papel que nos sirva de una mierda –soltó Burr–. Ni que retrocediéramos veinte años. No encontrará el nombre de Roper en otra cosa que alguna obra de beneficencia. De acuerdo, le odio. Y usted debería sentir otro tanto, después de lo que le hizo a Sophie.

–Oh, en eso no tengo problema.

–Conque no, ¿eh?

–No.


–Pues siga así. Vuelvo enseguida. Espere.

Burr se abrochó el cinturón y fue al lavabo, dejando a Jonathan misteriosamente exaltado. ¿Odiarle? Hasta ahora no había dado rienda suelta a ese tipo de sentimiento. La ira se le daba bien; la aflicción también, por descontado. Pero el odio, como el deseo, parecía algo demasiado prosaico mientras no hubiera un noble contexto, y Roper, con su catálogo de Sotheby’s y su hermosa amante, aún no se lo había proporcionado. Con todo, la idea de odio, dignificada por el asesinato de Sophie –de odio convertido quizá en venganza–, empezaba a estimular su imaginación. Era como la promesa de un gran amor lejano del cual Burr se había autodesignado alcahuete.


–¿Y por qué? –prosiguió tranquilamente Burr, aposentándose de nuevo en la silla–. Eso es lo que yo me pregunto. ¿Por qué? ¿Por qué el ilustre hotelero Jonathan Pine arriesga su carrera birlando documentos y soplando de un valioso cliente? Primero en El Cairo y luego en Zurich. Sobre todo después de haberse enfadado con nosotros. Y con mucha razón. Yo también lo estaba conmigo mismo.

Jonathan fingió aplicarse a esa pregunta por primera vez.

–Eso se hace y basta –dijo.

–Ni hablar. No somos animales, puro instinto. Uno decide lo que hace. ¿Qué le impulsó a ello?

–Imagino que algo se movió.

–¿Qué se movió? ¿Cuándo deja de moverse? ¿Qué lo haría mover otra vez?

Jonathan tomó aire, pero no empezó a hablar enseguida. Había descubierto que estaba colérico y no sabía por qué.

–Si alguien le vende un arsenal privado a un criminal egipcio, y ese alguien es inglés, y uno es inglés, y se está cociendo una guerra, y los ingleses van a combatir en el otro bando...

–Y uno mismo ha sido soldado...

–... Se hace y basta –repitió Jonathan, sintiendo que se le atascaba la garganta.

Burr apartó su plato vacío y se inclinó sobre la mesa.

–Cebar la rata, ¿no dicen algo así los escaladores? Esa rata que nos va royendo por dentro para que nos arriesguemos. Supongo que la suya ha de ser una rata muy gorda, teniendo que ser digno de ese padre que tuvo... Él también era soldado clandestino, ¿no? Bueno, usted ya lo sabía.

–No, me temo que no –dijo Jonathan con educación mientras se le removían las tripas.

–Tuvieron que ponerle el uniforme después de que le mataran, ¿nadie se lo dijo?

La sonrisa hotelera de Jonathan, dura como el hierro, de oreja a oreja. Su voz hotelera, falsamente suave:

–Pues no. La verdad es que no. Qué raro. Se supone que deberían habérmelo dicho, ¿no cree?

Burr meneó la cabeza ante el enigmático comportamiento de los funcionarios del Estado.
–Quiero decir que se retiró usted muy pronto si lo piensa bien –continuó Burr de forma perfectamente razonable–. No todo el mundo renuncia a una prometedora carrera militar a los veinticinco años para convertirse en lacayo nocturno. No con tantas horas de navegación, escalada y demás actividades en el extranjero como se le ofrecían. ¿Por qué escogió el ramo de hostelería, si se puede saber? De todas las maneras que tenía de huir, ¿por qué ésa precisamente?

«Para someterme –pensó Jonathan–. Para abdicar. Para descansar la cabeza. ¡Y a usted qué cojones le importa!»

–No lo sé –admitió con una sonrisa que se negaba a sí misma–. Me figuro que por la vida tranquila. Para serle franco, creo que en cierto modo soy un sibarita de salón.

–Vaya, Jonathan, eso sí que no me lo creo. Le he seguido muy de cerca estas semanas y he pensado en usted a fondo. ¿Le importa que hablemos un poco más del ejército? Algunas cosas que leí sobre su carrera militar me impresionaron mucho.

«Estupendo –pensó Jonathan, muy activo ahora mentalmente–. Como hablamos de Sophie, hablamos de odio. Como hablamos de odio, hablamos de hoteles. Y como hablamos de hoteles, hablamos del ejército. Muy lógico. Muy racional.»

Sin embargo, no le ponía pegas a Burr. Burr hablaba con el corazón en la mano, lo cual le redimía. Puede que fuera inteligente. Puede que fuera experto en la gramática de la intriga, tenía ojo para la fortaleza y las flaquezas humanas. Pero el corazón le podía siempre, como Goodhew sabía y Jonathan presentía. Por eso permitía que Burr vagase por su reino particular, y por eso las palabras de Burr empezaban a vibrar en sus oídos como un tambor de guerra llamándole al combate.


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