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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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El reclutamiento de Jonathan Pine, ex soldado clandestino, por parte de Leonard Burr, ex oficial del servicio de Inteligencia, fue concebido por éste tan pronto Jonathan se presentó al comandante Quayle de la RAF, pero sólo se hizo efectivo tras seis tensas semanas de luchas intestinas en Whitehall, a pesar del creciente griterío procedente de Washington y de las eternas prisas de Whitehall por hacer méritos en los volubles pasillos del Capitolio.

En principio el papel de Jonathan en el plan fue denominado Troyano, pero se cambió apresuradamente por Lapa. La razón fue que mientras que ciertos miembros del equipo mixto podían no saber gran cosa de Hornero o de su caballo de madera, lo que sí sabían todos era que Trojan Troyano era una de las marcas de condones más populares de América. Pero Lapa no estaba mal. Al fin y al cabo, una lapa es eso que se te pega quieras o no.

Jonathan era un regalo celestial y nadie lo sabía mejor que Burr, quien desde el momento en que empezaron a llegar a su despacho los primeros informes de Miami se había estrujado el seso buscando una manera, la que fuese, de entrar en el campamento de Roper. Pero ¿cómo? El propio mandato de Burr para actuar pendía de un hilo, como descubrió cuando hizo los primeros sondeos sobre la viabilidad de su plan:

–Francamente, Leonard, mi jefe está un poco escarmentado –le confió a Burr por el teléfono de seguridad un mandarín llamado Goodhew–. Ayer era por el coste y hoy es porque no quiere agravar una situación violenta en una antigua colonia.

En cierta ocasión los periódicos dominicales habían calificado a Rex Goodhew de «Tayllerand de Whitehall pero sin la cojera». Y como de costumbre se equivocaron, pues Goodhew no era lo que aparentaba ser. Si alguna cosa le distinguía del resto de los mortales era la virtud, no la intriga. Su escuálida sonrisa, su gorra plana y su proba bicicleta encubrían a un nada siniestro y perspicaz anglicano de celo reformador. Y si uno tenía la suerte de acceder a su vida privada, encontraba por todo misterio una bonita esposa y unos hijos inteligentes que hacían sus delicias.

–¡Y una mierda, violenta! –explotó por toda respuesta Burr–. Bahamas es el país más tranquilo del hemisferio. Apenas si hay un pez gordo que no esté metido hasta el cuello en el negocio de la cocaína. En esa diminuta isla hay más políticos corruptos y más traficantes de armas que...

–Cálmate, Leonard –le advirtió Rooke desde el otro extremo del cuarto. Rob Rooke era la mano coercitiva de Burr, soldado retirado en su cincuentena, con el pelo entrecano y una robusta mandíbula curtida por la intemperie. Pero Burr no estaba de humor para escuchar a nadie.

–Y del resto de tu informe –prosiguió Goodhew impertérrito–, que a mi modo de ver, Leonard, presentaste con un brío tremendo aunque pasándote un poquitín con los adjetivos, mi jefe dijo que era como «leer hojas de té con la añadidura de una pizca de argumentación tendenciosa».

Goodhew se refería a su ministro, un fino político que rondaba los cuarenta.

–¿Hojas de té, dices? –repitió Burr, perplejo–. ¿A qué viene eso? Se trata de un informe absolutamente verificable, con pelos y señales, obtenido de primera mano por un muy bien relacionado informador de Ejecución Americana. ¡Es un milagro que Strelski nos lo enseñara siquiera! ¿Qué tiene eso que ver con las hojas de té?

Una vez más, Goodhew esperó a que Burr terminase su parrafada.

–En cuanto a la siguiente cuestión –continuó socarronamente–, cosas de mi jefe, ¡a mí no me cargues el mochuelo! ¿Cuándo te propones notificarlo a nuestros amigos de la Casa del Río?

Se refería ahora al antiguo cargo de Burr: los actuales rivales, situados en el siniestro edificio de oficinas del South Bank, al otro lado del río, comerciaban en Inteligencia Pura.

–Nunca –contestó Burr con tono beligerante.

–Pues yo creo que te conviene hacerlo.

–¿Por qué?

–Mi jefe considera que tus viejos colegas son realistas. En una agencia pequeña y, si me lo permites, idealista como la tuya, es muy fácil no ver más allá de tus propias narices. Se sentiría más a gusto si tuvieras a los muchachos de la Casa del Río a bordo.

Burr abandonó lo que le quedaba de comedimiento:

–¿Quieres decir que a tu jefe no le importaría ver cómo apalean a alguien más en un piso de El Cairo? ¿Es eso?

Rooke se había puesto de pie y permanecía en esa postura como un guardia de tráfico, con la mano derecha levantada indicando «alto». La petulancia telefónica de Goodhew dio paso a algo más duro.

–¿Qué estás sugiriendo, Leonard? Será mejor que no lo digas...

–No estoy sugiriendo nada. Lo afirmo. Yo he trabajado con esos realistas que dice tu jefe. He vivido con ellos. He mentido con ellos. Les conozco bien. Y conozco a Geoffrey Darker y a su Grupo de Estudios de Obtención, con sus chalets en Marbella, su segundo Porsche en el garaje y su ilimitada devoción por la economía de libre mercado, ¡siempre que la libertad sea para ellos y la economía la de otros! ¡Yo estaba allí!

–Leonard, no pienso seguir escuchándote y tú lo sabes.

–Y que en ese antro se habla demasiado, se promete demasiado y se confraterniza demasiado con el enemigo. Además, hay demasiados guardabosques pasados a cazadores furtivos, ¡y eso es muy poco saludable para mi operación o para mi agencia!

–Déjalo ya –le aconsejó Rooke por lo bajo.

Mientras Burr colgaba abruptamente, una ventana se desprendió de su vetusta aldabilla y se cerró como una guillotina. Con mucha paciencia, Rooke dobló un sobre marrón usado, levantó la aldabilla y la encajó en su sitio.

Burr seguía sentado con la cara entre las manos, hablando entre los dedos estirados.

–Pero ¿qué es lo que pretende, Rob? Primero me pide que anule a Geoffrey Darker y que aborte todas sus iniquidades, y después me ordena que colabore con él. ¿Qué demonios es lo que quiere?

–Quiere que le vuelvas a llamar –dijo Rooke con mucha paciencia.

–Darker es un individuo perverso. Lo sabes tú y lo sé yo. Hasta Rex Goodhew lo sabe, cuando no está obnubilado. ¿Por qué entonces hemos de hacer el gilipollas fingiendo que Darker es un realista?

No obstante, Burr volvió a llamar a Goodhew, lo cual parecía más que conveniente pues, como Rooke no se cansaba de repetirlo, Goodhew era su mejor y único paladín.

En apariencia Rooke y Burr no podían haber sido más diferentes: Rooke, el soldado de caballería con sus trajes casi buenos; Burr, tan descuidado en su porte como en su forma de hablar. Burr tenía algo de celta, de artista y de rebelde –Goodhew decía que de gitano–. Cuando se molestaba en vestirse para una ocasión especial, sólo conseguía parecer más desgarbado que cuando no se tomaba esa molestia. Como él mismo le habría dicho a cualquiera, Burr era oriundo de Yorkshire, pero un oriundo de los otros. Sus antepasados habían sido tejedores, no mineros; ello significaba que eran dueños de sus vidas y no vasallos de un empeño corporativo. El ennegrecido pueblo de piedra arenisca donde se había hecho hombre se erguía sobre una ladera orientada al sur en la que todas las casas miraban al sol y cada una de las ventanas de buhardilla se estiraba para aprovechar al máximo ese privilegio. En sus solitarios desvanes, los antecesores de Burr habían tejido a mano el día entero mientras, abajo, las mujeres charlaban e hilaban. Los hombres llevaban una vida monótona en comunión con el cielo. Y mientras sus manos realizaban mecánicamente la fatigosa labor cotidiana, su imaginación se disparaba en las más impensables direcciones. En ese pueblo en concreto se contaban cosas como para escribir un libro acerca de poetas, ajedrecistas y matemáticos cuyos cerebros alcanzaron la madurez a la prolongada luz diurna de sus elevadas aguileras. Y Burr, a su paso por Oxford y más allá, encarnaba al heredero de su frugalidad colectiva, de su virtud y de su misticismo.

De modo que estaba más o menos escrito en las estrellas, desde el día en que Goodhew sacó a Burr de la Casa del Río y le proporcionó su propia subcosteada y subestimada agencia, que Richard Onslow Roper sería con el tiempo su anticristo personal.
Sí, bueno, hubo otros antes de Roper. En los años finales de la guerra fría, antes de que la nueva agencia fuera un guiño en los ojos de Goodhew, cuando Burr soñaba ya con la nueva Jerusalén posthatcheriana y hasta sus más honrosos colegas de Inteligencia Pura estaban haciendo cabalas para encontrar otros enemigos y otros empleos, había pocos que no recordaran las véndelas de Burr contra tan renombrados personajes fuera de la ley como el multimillonario del traje gris, Tyson, «comerciante de chatarra», que volaba siempre en lista de espera, o el monosilábico «contable» Lorimer que hacía todas sus llamadas desde teléfonos públicos, o el odioso sir Anthony Joyston Bradshaw, caballero y sátrapa ocasional del así llamado Grupo de Estudios de Obtención creado por Darker, que llevaba su negocio desde un rancho para fines de semana que poseía en las afueras de Newbury y que cazaba con jauría acompañado de su mayordomo cabalgando a su lado provisto de la copa de despedida y de unos emparedados de foie-gras.

Pero Richard Onslow Roper, decían los burrólogos, era el contrincante que Leonard había soñado siempre. Todo cuanto Leonard buscaba para apaciguar su conciencia fabiana lo poseía Dicky Roper en triunfos. Roper no tenía afanes ni menoscabos en su pasado. Clase, privilegio, todo aquello que Burr más detestaba, lo había recibido Roper en bandeja. Burr tenía incluso una forma especial de referirse a él: nuestro Dicky, le llamaba con un deliberado envite de su acento yorkshiriano; o bien, para añadir un poco de variedad, el Roper.1

–Está tentando a Dios, nuestro Dicky. El Roper pretende tener el doble de todo lo que Dios posee, y eso será su ruina.

Semejante obsesión no contribuía gran cosa a su salud mental. Sitiado en aquella agencia de pacotilla, Burr tenía tendencia a ver conspiradores por todos lados. Bastaba con que se extraviara una carpeta o que un permiso tardara más de la cuenta para que Burr detectase en ello los tentáculos de la gente de Darker.

–Lo digo en serio, Rob. Si el Roper cometiera un robo a mano armada a plena luz del día y a la vista del mismísimo Justicia Mayor...

–El Justicia Mayor le prestaría su palanqueta –sugirió Rooke–, y Darker se la compraría para él. Venga, venga. A comer.

En sus cochambrosas oficinas de Victoria Street, los dos hombres solían rondar y rumiar hasta la noche. El archivo de Roper constaba de once volúmenes y media docena de anexos secretos con referencias recíprocas. Todo junto, constituía un documento de cómo el gris y semitolerado traficante de armas había ido deslizándose hasta eso que Burr solía llamar negro oscuro.

Pero Roper era asunto de otros archivos: en el Ministerio de Defensa, en el Foreign Office, en Interior, en el Banco de Inglaterra, en Hacienda, en la Delegación de Contribuciones. Conseguirlos sin levantar sospechas requería actuar con sigilo, un poco de suerte y la engañosa connivencia de Goodhew de vez en cuando. Había que inventar pretextos y pedir papeles que no hacían falta al objeto de borrar cualquier pista.

Con todo, fueron reuniendo poco a poco un dossier completo. Por la mañana aparecía Pearl, hija de un policía, trayendo consigo el producto de la rapiña, apedazado y vendado cual víctima de la guerra, y el grupito de fervorosos ayudantes de Burr se ponía rápidamente a trabajar. A última hora de la noche Pearl se volvía con el carrito lleno, un carrito que tenía una rueda escacharrada y producía un extraño silbido al pasar por el linóleo del pasillo. Lo llamaban la carreta de Roper.
Pero incluso en mitad de tales esfuerzos Burr no dejó ni un momento de pensar en Jonathan.

–De momento, no dejes que se arriesgue mucho, Reggie –instó a Quayle por el teléfono secreto mientras aguardaba lo que Goodhew denominaba sarcásticamente el oficial y definitivo «quizá» de su jefe–. No le mandes otra vez a robar del fax o a mirar por la cerradura, Reggie. Deja que se sienta a gusto y que actúe con naturalidad. ¿Sigue enfadado por lo de El Cairo? No pienso coquetear con él hasta no estar seguro de que puedo engatusarlo. Ya he pasado antes por eso. –Y a Rooke–: No se lo voy a decir a nadie, Rob. Para la mayoría de ellos es Mr. Brown. Darker y su amigo Ogilvey me han enseñado una lección que no olvidaré nunca.

A modo de desesperada precaución ulterior, Burr abrió un archivo-señuelo para Jonathan, le puso un nombre ficticio, lo confrontó con los pormenores de un agente ficticio y lo rodeó de un conspicuo secreto confiando atraer la atención de todos los depredadores. ¿Paranoia?, llegó a sugerir Rooke. Burr juraba que no era más que una juiciosa precaución. Sabía demasiado bien hasta dónde podía llegar Darker para jugarle una mala pasada a un rival, incluso a un rival tan modesto como la miserable cuadrilla de Burr.

Entretanto, con su pulcra caligrafía, Burr fue añadiendo anotación tras anotación al cada vez más extenso dossier de Jonathan, que Burr guardaba en una carpeta sin título arrumbada en el rincón de archivo más triste de la oficina. Valiéndose de intermediarios, Rooke consiguió los papeles militares del padre de Jonathan. El hijo tenía apenas seis años cuando el sargento Peter Pine consiguió su póstuma medalla militar en Adén por su «extraordinario coraje frente al enemigo». Un recorte de prensa mostraba a un niño de aspecto fantasmagórico luciendo la medalla en la pechera de su impermeable azul a la salida de palacio. Le acompañaba una tía llorona. Su madre no se sentía lo bastante bien para asistir, y un año después murió ella también.

–Normalmente ésos son los tipos que más quieren al ejército –comentó Rooke con su simplismo habitual–. No entiendo por qué lo dejó.

A los treinta y tres años, Peter Pine había luchado contra el Mau Mau en Kenia, perseguido a Grivas por todo Chipre y combatido contra la guerrilla en Malasia y en el norte de Grecia. Nadie tenía nada malo que decir de él.

–Sargento y caballero –le dijo a Goodhew el anticolonialista Burr.

Volviendo al hijo, Burr estudió detenidamente los informes sobre los avances de Jonathan en las distintas casas de crianza del ejército, los orfanatos civiles y la academia militar del duque de York en Dover. Su inconsistencia no tardó en inflamarle. Tímido, ponía en uno; intrépido, decía otro; chico solitario, amigo de todos; introvertido, sociable; un líder innato, carece de carisma, y así sucesivamente, igual que un péndulo. Y en uno de los informes, muy metido en idiomas, como si ello fuera un síntoma morboso de algo que era mejor dejar estar. Pero lo que más irritó a Burr fueron las palabras poco resignado.

–¿Quién demonios ha decretado –clamaba con indignación– que un chaval de dieciséis años sin residencia fija y sin haber conocido amor paterno en su vida, ha de ser resignado?

Rooke se sacó la pipa de la boca y frunció el entrecejo, que era a lo más que llegaba cuando se trataba de entregarse a una discusión en términos abstractos.

–¿Qué significa caladizo? –preguntó Burr, metido en su lectura.

–Más listo que el hambre. Un poco chulo también.

–Jonathan no es más listo que una mierda –dijo Burr al punto–. Es un mentecato. Y un roulement, ¿qué es?

–Un relevo de cinco meses –respondió pacientemente Rooke.

Burr había topado con el informe de Jonathan en Irlanda, donde tras unos cursos de adiestramiento especial para los cuales se había ofrecido voluntario, había sido asignado a tareas de observación inmediata en South Armagh, país de bandidos.

–¿Qué era la Operación Lechuza?

–No tengo ni puñetera idea.

–Vamos, Rob. Tú eres el soldado de la familia. Rooke llamó al Ministerio de Defensa, donde le dijeron que los papeles de Lechuza eran demasiado reservados para ponerlos en conocimiento de una agencia no diplomada.

–¿No diplomada? –espetó Rooke, poniéndose más colorado que su bigote–. Pero ¿qué diablos se creen que somos?, ¿la tienda de rebajas de Whitehall? ¡Santo Dios!

Pero Burr estaba demasiado preocupado como para prestar oídos a Rooke y a su insólito arranque de cólera. Burr parecía obsesionado por la imagen del chico paliducho con la medalla de su padre colgada para conveniencia de los fotógrafos. En su cabeza, Burr estaba moldeando a Jonathan. Jonathan Pine era el hombre que su agencia necesitaba, de eso estaba seguro. Por más que Rooke le aconsejara cautela, nada podía ablandar su convicción.

–Cuando Dios terminó de hacer a Dicky Roper –dijo muy serio a Rooke mientras cenaban un viernes por la noche– respiró bien hondo, se estremeció levemente y a continuación se dio prisa en crear a nuestro Jonathan para restablecer el equilibrio ecológico.
La noticia que tanto había estado esperando Burr llegó exactamente una semana después. Se habían quedado en la oficina esperando el momento. Tal como les había dicho Goodhew.

–¿Leonard?

–¿Sí, Rex?

–Convengamos en que esta conversación no está teniendo lugar, ¿de acuerdo? Al menos hasta después de la reunión del Comité Directivo Conjunto, el próximo lunes...

–Como gustes.

–Hemos tenido que arrojarles unas baratijas, de lo contrario se habrían enfurruñado. Ya sabes cómo las gastan en Hacienda. –Burr no lo sabía–. Al grano. Primero: éste es un caso para Ejecución al ciento por ciento. Cómo lo organices y lo ejecutes es asunto exclusivamente tuyo. La Casa del Río te proporcionará ayuda en razón de no se sabe qué. ¿Oigo gritos de hurra? Me parece que no.

–«Exclusivamente» ¿hasta qué punto? –preguntó Burr, el cauto hombre de Yorkshire.

–Que si has de utilizar recursos externos, evidentemente acepta lo que te den. No esperes, por ejemplo, que los chicos del Río te paguen la factura del teléfono o que no echen una ojeada al producto antes de cerrar el sobre, ¿entiendes?

–Me hago cargo. ¿Qué hay de nuestros bravos primos de América?

–Langley, Virginia,2 como su equivalente al otro lado del Támesis, quedará excluida del círculo encantado. Es la Lex Goodhew. Todos iguales. Si hay que mantener a raya a Inteligencia Pura aquí en Londres, es de cajón que también sus colegas de Langley sean mantenidos a raya. Así se lo he dicho a mi jefe, y éste me ha hecho caso. ¿Leonard...? Leonard, ¿te has dormido o qué?

–Goodhew, eres un genio.

–Tercero, mi jefe, en calidad de ministro responsable, piensa estrechar nominalmente tu diminuta mano pero sólo con los guantes más gruesos que encuentre, porque su última fobia es el escándalo. –La frivolidad desapareció de la voz de Goodhew y apareció el procónsul–. O sea que nada de contactos directos por tu parte, hazme el favor. Él tiene un solo intermediario, y ése soy yo. Si yo arriesgo mi reputación no es para que tú te entrometas. ¿Está claro?

–¿Qué pasa con mi presupuesto?

–¿Cómo que qué pasa?

–¿Ha sido aprobado?

–No, hombre. ¡Serás tonto...! Claro que no lo han aprobado. Lo han tolerado con un rechinar de dientes. He tenido que repartirlo entre tres ministros distintos, aparte de gorrearle un plus a mi tía. Y como seré yo personalmente quien falsifique los libros, ¿me harás el favor de darme cuenta de tus gastos así como de tus pecados?

Burr estaba demasiado nervioso para preocuparse de la letra pequeña.

–O sea que luz verde –dijo, tanto para Rooke como para sí mismo.

–Con bastante más que una pizca de ámbar, si me lo permites. Se acabaron las observaciones sarcásticas a costa del pulpo de Darker y todas esas tonterías sobre criados secretos haciendo su agosto a expensas propias. Tendrás que ser amabilísimo con los americanos, y procura que mi jefe no pierda su escaño ni su reluciente coche. ¿Cómo vas a informar? ¿Cada hora? ¿Tres veces al día antes de las comidas? Recuerda que no hemos mantenido esta conversación hasta después de las angustiosas deliberaciones del lunes, que en esta ocasión serán pura formalidad.
Leonard Burr no se permitió creer que había ganado la batalla hasta que el equipo norteamericano de Ejecución puso el pie en Londres. Los americanos traían consigo una vaharada de acción que acabó con ese mal sabor a regateo interministerial. A Burr le cayeron bien enseguida, y lo mismo él a ellos, más que el parapetado Rooke, cuya marcial espalda se envaró en cuanto se sentó con los otros. Los americanos simpatizaron rápidamente con el rudo lenguaje de Burr y con su brusca manera de tratar a la burocracia. Les gustó más todavía cuando quedó patente que había abandonado la deshonrosa reserva de Inteligencia Pura en bien de una más ardua línea de conducta: derrotar al enemigo. Inteligencia Pura significaba para ellos hacer las cosas mal. Significaba hacer la vista gorda con uno de los mayores fulleros del hemisferio en interés de ciertas ventajas nebulosas. Significaba operaciones inexplicablemente abandonadas, y órdenes revocadas desde las alturas. Significaba un hatajo de inexpertos soñadores de Yale con camisa desabrochada, que creían poder burlar a los peores criminales de Latinoamérica y que siempre tenían seis inmejorables argumentos para hacerlo rematadamente mal.

El primero en llegar fue el famoso Joseph Strelski, eslavo de rostro impenetrable nacido en Norteamérica, vestido con cazadora de cuero y zapatillas de deporte. La primera vez que Burr oyó su nombre, cinco años atrás, Strelski acababa de dirigir la dudosa campaña de Washington contra los traficantes ilegales de armas, el enemigo declarado de Burr. En su lucha contra éstos, se había dado de cabeza con quienes precisamente deberían haber sido sus aliados. Apresuradamente transferido a otros quehaceres, Strelski se había alistado por propia voluntad en la guerra contra los monopolios de la cocaína en Centroamérica y sus apéndices norteamericanos: abogados que se cobraban el porcentaje, mayoristas de camisa de seda, todopoderosos sindicatos del transporte, blanqueadores de dinero y eso que él llamaba «hormiguitas», a saber, políticos y directivos que despejaban el camino y se llevaban siempre una tajada.

La obsesión de Strelski eran ahora los carteles de la droga. «¡América, Leonard, gasta más en drogas que en comida! –protestaba mientras iban en un taxi, por el pasillo o bebían un Seven Up–. Estamos hablando del coste de toda la guerra de Vietnam, Rob, un año tras otro, ¡y sin impuestos!» Y dicho esto se ponía a recitar los precios actuales de la droga con el mismo entusiasmo con que otros adictos citan el índice Dow Jones, empezando por el de las hojas de coca en bruto a dólar el kilo en Bolivia, siguiendo por los dos mil dólares el kilo de cocaína base en Colombia, hasta los veinte mil dólares el kilo al por mayor en Miami y los doscientos mil el kilo en la calle. Entonces, percatándose de estar dando la lata otra vez, esbozaba una media sonrisa y decía que le condenaran si sabía cómo podía nadie renunciar a unas ganancias netas de cien dólares por dólar. Pero la media sonrisa no conseguía extinguir el gélido fuego de sus ojos.

Esta permanente ira parecía convertir a Strelski en alguien casi físicamente insoportable para sí mismo. Cada mañana y cada tarde, hiciera el tiempo que hiciese, se iba a correr por los jardines reales, para simulado horror de Burr.

–Por Dios, Joe, por qué no te comes un buen trozo de pastel y te quedas quieto de una vez –le instaba Burr con fingida severidad–. Nos va a dar a todos un infarto, sólo de pensar en ti.

Todos se echaban a reír. Entre los ejecutores había ese ambiente típico de vestuario. Solamente Amato, el socio venezolano de Strelski, se negaba a sonreír. En sus reuniones se quedaba sentado con la boca cerrada como con grapas y sus ojos de color vino tinto mirando el vacío. Pero, de pronto, el jueves estaba radiante como un idiota. Su mujer acababa de tener una niña.

El otro improbable brazo de Strelski era un irlandés obeso de nombre Pat Flynn, procedente del servicio de Aduanas estadounidense: la clase de policía (le dijo Burr a Goodhew con fruición) que mecanografiaba sus informes con el sombrero puesto. La leyenda acompañaba a Flynn y con razón. Se decía que era Flynn el que había inventado la cámara con objetivo de alfiler disfrazada de caja de empalmes, adaptable a cualquier poste de telégrafos o castillete de celosía en cuestión de segundos. Pat Flynn había sido el precursor del arte de ocultar micrófonos por debajo del agua en embarcaciones pequeñas. Y Pat Flynn tenía otras muchas habilidades, le confió Strelski a Burr una tarde en que los dos paseaban por St. Jame’s Park, Strelski vestido de atleta y Burr con su traje arrugado:

–Pat era el que conocía al que conocía al que le conocía –dijo Strelski–. Sin la ayuda de Pat, no habríamos llegado nunca al Hermano Michael.

Strelski se refería a su más sagrada y exquisita fuente, y eso era zona absolutamente restringida. Burr nunca se atrevía a mencionarlo como no fuera por expresa invitación de Strelski.
Si Ejecución se afianzaba cada día más, los espiócratas de Inteligencia Pura no se tomaron a la ligera su papel de ciudadanos de segunda. El primer intercambio de disparos tuvo lugar cuando Strelski desveló la intención de su agencia de poner a Roper entre rejas. Conocida la cárcel concreta que le tenía reservada, Strelski se lo comunicó rápidamente a todos.

–Sí, señor. Ya veréis. Es en un pueblo llamado Marien, en Illinois. Veintitrés horas y media al día de soledad, encerrado, sin amigos, un poco de gimnasia con esposas, la comida en una bandeja que le pasan por una rendija de la puerta de la celda. La planta baja es lo más duro, no tiene vista. El piso de arriba está algo mejor pero huele peor.

La revelación fue recibida con un gélido silencio, roto al fin por la ácida voz de un procurador del Cabinet Office.

–¿Está seguro de que deberíamos hablar precisamente de estas cosas, Mr. Strelski? –preguntó con arrogancia de sala de tribunal–. Yo tenía entendido que un pícaro con nombre y apellidos era más útil a la sociedad si se le dejaba suelto. Ya que mientras anda por ahí se puede conseguir de él lo que se quiera: identificar a sus conspiradores, identificar a los conspiradores de ellos, escuchar, vigilar. En cuanto se le encierra hay que empezar de cero otra vez con otro nuevo. A menos que crea usted posible acabar con todo esto de un plumazo. Nosotros no pensamos lo mismo, ninguno de los presentes.

–Señor, hay dos modos de actuar frente a mi propuesta –replicó Strelski con la sonrisa respetuosa de un discípulo atento–. Se puede ser explotador o se puede ejecutar. Ser explotador es la historia de siempre: primero reclutar al enemigo para así cazar al siguiente enemigo; luego reclutar al siguiente enemigo para así cazar al próximo, etcétera. Para Mr. Roper hemos pensado que lo mejor es ejecutar. A un fugitivo de la justicia, en mi oficio se le detiene, se le acusa de violar el reglamento internacional de tráfico de armas y se le encierra. Con la explotación uno siempre acaba por preguntarse quién ha sido el explotado: el fugitivo, el público o la justicia.

–Strelski es un disidente –le confió Goodhew a Burr con no disimulado placer, estando en la acera bajo sendos paraguas–. Sois de la misma especie. No me extraña que los leguleyos tengan sus dudas.

–Yo también tengo mis dudas sobre los leguleyos.

Goodhew miró a un lado y otro de la calle barrida por la lluvia. Estaba de un humor inmejorable. El día anterior su hija había ganado una beca para ingresar en South Hampsted, y su hijo Julián había sido aceptado en el Clare College de Cambridge:

–Mi jefe está sufriendo mucho de difteria. Eso le pasa por volver a hablar con gente, Leonard. Ahora, más que el escándalo, lo que teme es quedar como un abusón. Le irrita la idea de estar instigando un complot de altos vuelos organizado por dos poderosos gobiernos contra un empresario británico que se ve obligado a luchar solo contra la recesión. Su sentido del fair play le dice que os estáis pasando de rosca.

–Abusón... –repitió suavemente Burr, acordándose de los doce volúmenes del archivo de Roper, de las toneladas de armamento sofisticado que iban a parar a manos de gente nada refinada–. Pero ¿quién es el abusón? ¡Por Dios!

–Deja a Dios en paz, hazme el favor. Necesito una respuesta vigorosa. Para el lunes a primerísima hora, por favor. Lo bastante breve para que quepa en una postal, sin adjetivos. Ah, y dile a tu picajoso Strelski que me ha encantado su aria. Mira, menos mal. Un autobús.
Whitehall es una jungla pero, como otras junglas, tiene varios abrevaderos donde los animales que a cualquier otra hora del día se habrían despedazado mutuamente pueden congregarse al atardecer y beber cuanto quieran en precaria camaradería. Ese lugar era el Fiddler’s Club, un local situado en una sala superior del Embankment y que debe su nombre al pub Fiddler’s Elbow que antaño hubo al lado.

–Pues yo creo que Rex está pagado por una potencia extranjera, ¿tú no, Geoffrey? –le dijo a Darker el procurador del Cabinet Office mientras se servían unas pintas del barrilete que había en el rincón y firmaban un vale–. ¿Tú no? Yo creo que está aceptando el oro gabacho para minar la efectividad del gobierno británico. Salud.

Darker, como muchos de los que detentan el poder, era un hombre menudo de pómulos hundidos y ojos serios y sumidos. Vestía trajes de un azul intenso con mucha vuelta en el pantalón, y aquella tarde llevaba también zapatos de ante marrón oscuro, lo que daba a su mórbida sonrisa un cierto aire de Ascot.

–Caramba, Roger, ¿cómo lo has adivinado? –contestó Goodhew con intencionada jovialidad, resuelto a tomarse a bien la ocurrencia–. Llevo años en esto, ¿no es cierto, Harry? –pasándole la pelota a Harry Palfrey–. Si no, ¿cómo iba a comprarme una bicicleta nueva?

Darker continuó sonriendo. Y puesto que carecía de sentido del humor, su sonrisa era casi siniestra, de loco incluso. Además de Goodhew, había ocho hombres sentados a la larga mesa del comedor: un mandarín del Foreign Office, un potentado de Hacienda, el procurador del Cabinet Office, dos miembros de los escaños intermedios del partido conservador y tres espiócratas –de los cuales Darker era el más ilustre y el pobre Harry Palfrey el más abandonado–. El local olía a cerveza y tabaco. Nada hablaba en su favor excepto el estar a un paso de Whitehall, del timbre para ir a votar y del reino de hormigón que Darker tenía al otro lado del río.

–Qué quieres que te diga, Roger. Rex divide para vencer –dijo uno de los miembros tory. Pasaba tanto tiempo en corniles secretos que a menudo le tomaban por un empleado del gobierno–. La podermanía disfrazada de gazmoñería constitucional. Está corroyendo expresamente la ciudadela desde el interior. ¿No es así, Rex? Vamos, admítalo.

–Bah, disparates –replicó Goodhew a la ligera–. Lo que más preocupa a mi jefe es adaptar el servicio de espionaje a la nueva era y contribuir a liberarlo de sus antiguas obligaciones. Deberíais estarle agradecidos.

–Yo no me creo que Rex tenga un jefe –objetó el mandarín del Foreign Office, provocando las risas de todos–. ¿Alguien ha visto al desdichado individuo? Yo creo que Rex se lo inventa.

–Pero ¿por qué somos tan quisquillosos con las drogas? –se lamentó Hacienda, unidas las yemas de los dedos–. Eso es industria de servicios, ¿no? Hay uno que compra y uno que vende. Enormes beneficios para el Tercer Mundo, parte de los cuales va a parar al sitio adecuado, en teoría. Si aceptamos el tabaco, la polución, el alcohol, la sífilis, ¿a qué viene tanta mojigatería con las drogas? A mino me importaría recibir un pedido de armas por valor de medio billón de libras en los tiempos que corren, aunque hubiera una pizca de cocaína entre los billetes, ¡no es por nada!

Una voz ajumada acabó con el jolgorio. Era la de Harry Palfrey, abogado de la Casa del Río, ahora asignado con carácter permanente a Darker y su Grupo de Estudios de Obtención.

–Burr es real –les advirtió secamente sin que nadie en concreto le instara a hacerlo. Estaba bebiendo un whisky doble, y no era el primero–. Burr hace lo que dice.

–¡Dios mío! –dijo el Foreign Office aterrorizado–. ¡Entonces nos espera a todos una buena regañina! ¿No es así, Geoffrey?

Pero Geoffrey Darker se limitaba a escuchar con los ojos y a sonreír con su melancólica sonrisa.
Pero de todos los presentes aquella noche en el Fiddler’s Club, sólo el abogado Harry Palfrey tenía alguna idea del alcance de la cruzada de Rex Goodhew. Palfrey era un degradado. En toda organización británica hay siempre un hombre que convierte en arte el acabar mal, y a este respecto Harry Palfrey era la mejor pieza de museo de la Casa del Río. Si alguna cosa había hecho bien en la primera mitad de su existencia, Palfrey la estropeaba sistemáticamente en la segunda, ya fuera como letrado, como hombre casado o como alguien que aún conservaba cierto orgullo, del cual los últimos guiñapos asomaban a su apologética sonrisa. Por qué seguía estando al servicio de Darker o de quien fuese, no era ningún misterio: Palfrey era la imagen del fracaso que hacía parecer victorioso a cualquiera que se comparase con él. Nada le resultaba demasiado degradante o modesto. Si había escándalo, Palfrey estaba siempre más que dispuesto a dejarse ajusticiar. Si había que llegar al asesinato, era Palfrey quien armado de cubo y mocho limpiaba la sangre y te buscaba tres testigos oculares para afirmar que tú no estabas allí. Y Palfrey, con la sabiduría añadida de lo corrupto, conocía la historia de Rex Goodhew como si fuera la suya propia. Y así era en cierto modo, pues desde tiempo atrás venía percibiendo las mismas cosas que Goodhew, aun sin haber tenido jamás la valentía de sacar las mismas conclusiones.

La historia era que tras veinticinco años de servicio en Whitehall, algo dentro de Goodhew se había partido discretamente en dos. Tal vez la causa de ello había sido el fin de la guerra fría. Goodhew era tan modesto como para no saberlo.

La historia era que un lunes por la mañana Goodhew despertó como siempre y decidió sin premeditación alguna que ya hacía demasiado tiempo que, en nombre de una mal entendida libertad, había sacrificado escrúpulos y principios al gran dios de la oportunidad, y que la excusa para obrar así había expirado.

Y que estaba padeciendo todos los malos hábitos de la guerra fría sin que estuvieran justificados. O se enmendaba o su alma perecería. Porque la amenaza exterior se había desvanecido, esfumado, disipado.

Pero ¿por dónde empezar? Un peligroso paseo en bicicleta le proporcionaría la respuesta. La misma lluviosa mañana de febrero –el 18: Rex Goodhew jamás olvidaba una fecha–, iba en bicicleta de su casa en Kentish Town a Whitehall, serpenteando como de costumbre entre coches atascados, cuando experimentó una silenciosa epifanía. Le cortaría los tentáculos al pulpo. Entregaría separadamente su poder a pequeñas agencias y por separado las haría a todas ellas responsables de sus actos. Reconstruiría, descentralizaría, humanizaría. Y no podía empezar sino por el impío y corrupto matrimonio entre Inteligencia Pura, Westminster y el tráfico de armas encubierto, presidido por Geoffrey Darker desde la Casa del Río.
¿Cómo sabía Palfrey todo esto? Merced a Goodhew. Por pura decencia cristiana, Goodhew había invitado a Palfrey a Kentish Town algún fin de semana veraniego para tomar unas Pimm’s en el jardín y jugar al críquet de pacotilla con los críos, consciente de que pese a sus mezquinas sonrisitas Palfrey estaba al borde del precipicio. Goodhew le permitía quedarse a cenar y le dejaba en la mesa con su esposa para que así Palfrey pudiera abrirle a ella su corazón, pues los hombres de vida disoluta sienten predilección por confesarse a mujeres virtuosas.

Y fue en el bienestar subsiguiente a semejante efusión de lujuriosa sinceridad cuando Harry Palfrey, con patética prontitud, se había ofrecido voluntario para hacerle de informador a Goodhew sobre las solapadas maquinaciones de ciertos díscolos miembros notables de la Casa del Río.


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