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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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La pista de aterrizaje era como una cinta verde que atravesaba la parda marisma de Luisiana. En los márgenes pastaban las vacas sobre cuyos lomos se posaban las blancas garcillas bueyeras, que desde el aire parecían montoncitos de nieve. Al fondo de la cinta había un ruinoso cobertizo metálico que antaño debió de ser un hangar. Un sendero de fango rojizo corría hacia allí desde la autopista, pero Strelski no parecía convencido de que aquél fuera el lugar o, tal vez, no le acababa de gustar. Inclinó lateralmente el Cessna y lo dejó deslizar para sobrevolar después el pantano en un vuelo raso en diagonal. Desde el asiento de atrás Burr vio junto al cobertizo un viejo puesto de gasolina y detrás una cerca de alambre de espino. La cerca estaba cerrada y Burr no vio más señales de vida hasta que reparó en las huellas recientes de neumáticos que había en la hierba. Strelski las vio en el mismo momento y pareció que le gustaban, porque abrió la palanca del gas, siguió virando y regresó por el oeste. Debió de decirle alguna cosa a Flynn por el interfono, pues Flynn alzó sus pecosas manos de la metralleta que tenía en el regazo e hizo un encogimiento de hombros a la latina poco típico de él. Hacía una hora que habían despegado de Baton Rouge.

Gruñendo como un viejo, el Cessna tomó tierra y botó por la calzada. Las vacas no levantaron la cabeza, y las garcillas tampoco. Strelski y Flynn saltaron a la hierba. La calzada era un brazo de tierra entre humeantes marismas que temblaban al sonido de un escarbar de dientes. Del vapor entraban y salían arrastrándose unos escarabajos gordos. Flynn fue en cabeza hacia el cobertizo con la metralleta puesta a la altura del pecho, observando a derecha e izquierda. Detrás iba Strelski con el maletín y una automática. Les seguía Burr sin otra cosa que una oración, pues no sabía mucho sobre armas de fuego y las detestaba.

«Aquí donde le ves, Pat Flynn ha estado en el norte de Birmania –le había dicho Strelski–. Aquí donde le ves, Pat Flynn ha estado en el Salvador... Pat es un tío increíble.» Strelski gustaba de hablar de Flynn con un temor reverencial.

Burr examinó las huellas de neumáticos. ¿De coche o de avión? Suponía que habría modo de distinguirlas y se avergonzó de no saberlo.

–Le hemos dicho a Michael que eres un gran inglés... –había comentado Strelski–. Como la tía de Winston Churchill o así.

–Más grandote –dijo Flynn.


–Son el padre Lucan y el hermano Michael –le dice Strelski a Burr la noche anterior, sentados en el entablado de la casita de playa en Fort Lauderdale–. Aquí el que manda es Pat. Si quieres preguntarle algo a Michael, lo mejor es que lo haga Pat. Ese tipo es un cabrón y un bicho raro. ¿Verdad, Pat?

Flynn se tapa la boca con una mano enorme para disimular su sonrisa llena de boquetes.

–Michael es una bellísima persona –proclama con orgullo.

–Y muy devoto –dice Strelski–. Michael es pero que muy santo, ¿no es así, Pat?

–Un verdadero creyente, Joe –confirma Flynn. Entre el recochineo y la confusión generales, Strelski y Flynn le cuentan a Burr la historia de cómo el hermano Michael vio la luz divina y descubrió su vocación del supersoplón. La historia, insiste Strelski, no habría empezado nunca de no haber estado el agente Flynn casualmente en Boston un fin de semana, en Lent, haciendo unos ejercicios espirituales para descansar de esposa y sanar su alma con una caja de whisky irlandés de malta Bushmill’s y un par de abstemios del seminario con la misma idea en mente.

–¿Cierto, Pat? –le pregunta Strelski, tal vez preocupado de que Pat pueda quedarse dormido.

–Que me muera si no, Joe –concede Flynn, sorbiendo su whisky y metiéndose en la boca un pedazo enorme de pizza mientras sigue afablemente la ascensión de la luna llena sobre el Atlántico.

–Y Pat, aquí donde le ven, y sus reverendos hermanos apenas han hecho justicia a la primera botella de malta, Leonard –prosigue Strelski–, cuando entra el padre Abbot en persona para preguntar si el señor Patrick Flynn del Servicio de Aduanas de Estados Unidos tendría la bondad de concederle un momento en el aislamiento de su despacho privado...

Y cuando el agente Flynn accede graciosamente a esa proposición, dice Strelski, en el despacho del padre Abbot se encuentra a ese lejano comejudías con unas orejas como palas de ping-pong que resulta ser el padre Lucan de una cosa llamada la Ermita de la Sangre de la Virgen, de Nueva Orleáns, que por razones que sólo el papa sabe está bajo la protección del padre Abbot de Boston.

Y el tal Lucan, continúa Strelski, ese de las orejas como palas de ping pong y mucho acné, se dedica a recuperar almas extraviadas para la Santísima Virgen mediante la santificación personal y el ejemplo de los Apóstoles.

En el transcurso de cuya laboriosa lucha, dice Strelski –en tanto Flynn ríe entre dientes, cabecea con su cara colorada y se tira de los pelos como un imbécil–, Lucan ha oído en confesión a un rico penitente cuya hija acaba de matarse de un modo especialmente repugnante por culpa de la vida disoluta y criminal de su padre.

Y este mismo penitente, cuenta Strelski, compungido de remordimiento, le ha abierto su alma a Lucan con tal brutalidad que el pobre chico ha acudido desesperado al padre Abbot en busca de guía espiritual y el frasco de las sales: el penitente ha resultado ser el peor, el más jodido criminal con que Lucan o cualquier otro se han topado en toda su vida...

–La penitencia, Leonard, para un drogata, es igual que un brevísimo festín. –Strelski se ha puesto filosófico; Flynn sonríe tranquilamente a la luna–. Yo diría que el remordimiento le era desconocido. Cuando Patrick llegó a donde él estaba, Michael se lamentaba ya de ese breve lapso de decencia que había tenido, alegando el Primero y el Quinto y suplicando a su abuela enferma. Por otra parte, todo cuanto había dicho era extraoficial, habida cuenta de su pesar y de su demencia. Pero aquí donde le ves –más sonrisas de Pat–, gracias a su religión Pat salvó la situación. Le dio a Michael dos opciones. La Opción A era de setenta a noventa años en un establecimiento de castigo permanente. La Opción B, jugar a pelota con las legiones de Dios, ganarse una amnistía y follarse a toda la primera fila del Folies Bergère. Michael conversó con su Hacedor durante casi veinte segundos, consultó a su conciencia ética y se sintió impulsado a escoger la Opción B.
Flynn estaba en el cobertizo haciéndoles señas a Burr y Strelski de que entrasen. El cobertizo apestaba a murciélago y el calor les dio en la cara como si hubieran entrado en un horno. Había excrementos de murciélago sobre la mesa rota y sobre el banco de madera y sobre las sillas de plástico caídas en torno a la mesa. Los murciélagos se abrazaban unos a otros como payasos asustados en grupos de dos y de tres, colgando boca abajo de las vigas de hierro. Una radio medio aplastada hacía compañía en la pared a un generador adornado con una hilera de viejos orificios de bala. «Alguien ha dejado esto hecho un asco –pensó Burr–. Probablemente alguien dijo: si ya no lo vamos a utilizar, otros tampoco, y rompieron todo lo que se podía romper.» Flynn echó una última ojeada al exterior y cerró la puerta del cobertizo. Burr se preguntó si cerrar la puerta sería una señal. Flynn había traído unos carretes verdes para matar mosquitos. La inscripción de la bolsa de papel rezaba: «Salvemos la Tierra. No pidas una bolsa.» Flynn encendió los carretes. Nubes de humo verde empezaron a subir en espiral hacia el techo de cinc, inquietando a los murciélagos. En la pared, unos grafitos en español prometían la ruma del imperio yanqui.

Strelski y Flynn se sentaron en el banco. Burr puso una nalga sobre una silla rota y procuró mantener el equilibrio. De coche, decidió. Eran huellas de coche. Cuatro ruedas en línea recta. Flynn dejó su metralleta sobre las rodillas, curvó el índice en torno al gatillo y cerró los ojos para escuchar mejor el chirrido de las cigarras. La pista había sido construida en los años sesenta por los contrabandistas de marihuana, había explicado Strelski, pero resultaba demasiado pequeña para los actuales embarques. Los traficantes de hoy en día volaban en 747 con distintivos civiles, escondían la mandanga en cargamentos convenientemente declarados y utilizaban aeropuertos dotados de los últimos avances tecnológicos. Y para el viaje de vuelta se traían el avión lleno de abrigos de visón para sus putas y granadas de fragmentación para sus amigos. Los traficantes, dijo, eran como cualquier transportista: odiaban volver a casa sin carga.

Transcurrió media hora. Burr empezaba a marearse por culpa del matamosquitos. Un sudor tropical le brotaba de la cara como agua de una ducha, y tenía la camisa chorreando. Strelski le pasó una botella de plástico con agua tibia, Burr bebió un sorbo y se secó la frente con su pañuelo empapado. «Como el soplón resopla, a nosotros nos toca jodernos», pensaba Burr. Strelski descruzó las piernas para acomodarse el paquete. Tenía sobre el regazo la automática del cuatro y medio, y llevaba un revólver en una funda de aluminio pegada al tobillo.

«–Le dijimos que eras médico –había comentado Strelski–. Yo quería decirle que eras duque, pero Pat me dijo que no se lo tragaría.»

Flynn encendió otro matamosquitos y, como si fuera parte de la misma operación, apuntó con la metralleta hacia la puerta mientras avanzaba lateralmente a grandes y silenciosas zancadas. Burr no vio moverse a Strelski en absoluto, pero al darse la vuelta le descubrió pegado a la pared de atrás apuntando con la automática al techo. Burr se quedó donde estaba. El buen pasajero se sienta bien y mantiene la boca cerrada.

Al abrirse la puerta, el sol inundó de luz roja el cobertizo. La alargada cabeza de un hombre joven, asolado de marcas de afeitado, asomó por la puerta. Orejas como palas de pimpón, confirmó Burr. Unos ojillos asustados escudriñaron a los tres por turnos, deteniéndose más tiempo en Burr. La cabeza desapareció dejando la puerta entreabierta. Oyeron una exclamación ahogada, «¿Dónde?» o algo parecido, y un murmullo de conciliación a modo de respuesta. La puerta se abrió de par en par y apareció en el cobertizo la indignada figura del doctor Paul Apostoll, alias Apo, alias Appetites, alias hermano Michael, mucho menos un penitente que un general muy menudo que acaba de perder su caballo. Burr olvidó su enfado tan pronto la magia le atrapó en su hechizo. «Así que éste –pensó– es el Apostoll que se sienta a la derecha de los carteles. Éste es el Apostoll que nos dio la primera pista sobre los planes de Roper, el que conspira con él, come su misma sal, elimina obstáculos con él en su yate y le da el beso de Judas en sus ratos libres.»

–Le presento al médico inglés –dijo Flynn solemnemente, señalando a Burr.

–Doctor, cómo está usted –dijo Apostoll en un tono de ultrajada gravedad–. Un poco de clase no vendrá mal para variar. Yo admiro su gran país. Muchos de mis antepasados pertenecen a la nobleza británica.

–Yo creía que eran maleantes griegos –dijo Strelski, quien al aparecer Apostoll había adoptado una postura de latente hostilidad.

–Por parte de madre –dijo Apostoll–. Mi madre estaba emparentada con el duque de Devonshire.

–No me diga –dijo Strelski.

Apostoll no le oyó. Estaba hablando con Burr.

–Soy hombre de principios, doctor. Estoy seguro de que como británico sabrá apreciarlo. Soy asimismo un hijo de María y tengo el privilegio de guiar a sus legionarios. Pero yo no dicto sentencia. Doy consejo conforme a los hechos que me son relatados. Basándome en mi conocimiento de la ley hago recomendaciones hipotéticas. Y luego me marcho.
El calor, el hedor y el chirrido de las cigarras fueron olvidados. A esto se le llamaba trabajar. A esto se le llamaba rutina. Era un formador de agentes interrogando a su pupilo en cualquier lugar seguro del globo terráqueo: Flynn con su típico acento irlandés de poli de paisano y Apostoll con su truculenta precisión de abogado en un tribunal. «Ha perdido peso», pensó Burr, recordando las fotografías y fijándose en la afilada quijada, en los ojos hundidos.

Strelski se había hecho cargo de la metralleta y le había dado descaradamente la espalda a Apostoll mientras cubría la puerta y la pista de aterrizaje. Lucan estaba tenso, sentado junto a su penitente con la cabeza ladeada y las cejas levantadas. Lucan llevaba téjanos, pero Apostoll iba vestido para el pelotón de fusilamiento, camisa blanca de manga larga y pantalón negro de algodón, y al cuello una cadena de oro con una imagen de la Virgen con los brazos extendidos. Su ondulado tupé negro, artificialmente sesgado, le venía grande. A Burr se le ocurrió que Apostoll había cogido el que no debía por error.

Flynn se ocupaba de las labores domésticas: ¿Cuál es su coartada para esta entrevista? ¿Le ha visto alguien salir de la ciudad? ¿A qué hora ha de estar de nuevo en circulación, cuándo y dónde nos volveremos a ver? ¿Qué pasó con esa Annette de la oficina que según usted le seguía en su coche?

Aquí Apostoll miró brevemente al padre Lucan, que siguió con los ojos fijos en la media distancia.

–Recuerdo el asunto que menciona, ya está resuelto –dijo Apostoll.

–¿Cómo? –preguntó Flynn.

–La mujer en cuestión concibió una pasión amorosa por mí. Yo la exhortaba a que formara parte de nuestro ejército de oración, pero ella malinterpretó mis palabras. La chica se ha disculpado y yo he aceptado sus disculpas.

Pero esto fue demasiado para el padre Lucan.

–Michael, creo que no estás siendo fiel a la verdad –dijo muy serio, apartando su larga mano de un lado de la cara para poder hablar–. Michael la ha estado engañando, Patrick. Primero se tira a Annette y luego va y se tira a su compañera de habitación. Annette se lo huele y trata de investigar la verdad.

–La siguiente pregunta, por favor –espetó Apostoll.

Flynn colocó sobre la mesa dos magnetófonos de bolsillo y los puso en funcionamiento.

–¿Sigue en pie lo de los Blackhawk, Michael? –preguntó Flynn.

–Patrick, no entiendo la pregunta –replicó Apostoll.

–Pues yo sí –intervino Strelski de mal humor–. ¿Siguen queriendo los carteles esos jodidos helicópteros de combate? ¡Sí o no, joder!

Burr ya había visto antes la pantomima del policía bueno y el policía malo, pero el disgusto de Strelski parecía alarmantemente auténtico.

–Ya me encargo yo de no estar presente cuando se habla de estas cosas –contestó Apostoll–. Para usar la feliz expresión de Mr. Roper, es cuestión de destreza hacer que el zapato le vaya bien al pie. Si en opinión de Mr. Roper hacen falta Blackhawk, habrá Blackhawk.

Strelski garabateó algo en una libreta.

–¿Alguien sabe cuándo va a acabar todo esto? –preguntó bruscamente–. ¿O les decimos a Washington que esperen otro jodido año?

Apostoll prorrumpió en una despectiva carcajada:

–Su amigo, Patrick, deberá contener su ardor patriótico –dijo–. Mr. Roper ha recalcado que no piensa darse prisa, y mis clientes están totalmente de acuerdo con él. Poco a poco llegaremos antes, dice un viejo refrán español. Mis clientes, como latinos que son, tienen un sentido del tiempo muy desarrollado. –Miró a Burr–. Los devotos de María somos estoicos –explicó–. La Virgen tiene muchos detractores. Su desdén santifica Su humildad.

Se reanudó el baile. Actores y lugares... envíos entregados o pedidos... dinero que entra o sale de la lavandería financiera del Caribe... último proyecto urbanístico de los carteles en el centro de Miami...

Finalmente, Flynn sonrió a Burr en señal de invitación:

–Y bien, doctor, ¿hay alguna cosa que le interese en especial y desee saber de nuestro hermano Michael?

–Pues sí, Patrick, gracias –dijo educadamente Burr–. Ya que soy nuevo para el hermano Michael (y por supuesto estoy impresionado en grado sumo por la calidad de su ayuda en este particular), me gustaría hacerle en primer lugar un par de preguntas de fondo. Si me lo permite. Cuestión de estructura más que de contenido.

–A su entera disposición, señor –terció Apostoll antes de que Flynn pudiera responder–. Siempre es un placer medirse con un caballero inglés.

«Empieza a bulto y ve entrando poco a poco –le había aconsejado Strelski–. Procura dorarle la píldora.»

–Bien, Patriéis, para mí todo esto es como un acertijo, hablando en calidad de compatriota de Mr. Roper –le dijo Burr a Flynn–. ¿Cuál es el secreto de Roper? ¿Qué tiene él que no tenían los otros? Tanto los israelíes como los cubanos y los franceses ofrecían a los carteles un tipo de armamento más efectivo, y todos ellos menos los israelíes fracasaron a la hora de negociar; ¿cómo logró vencer Mr. Richard Onslow Roper allí donde todos los demás se estrellaron y persuadir a los clientes del hermano Michael de que se compraran un ejército presentable?

Para su sorpresa, una chispa de inverosímil calidez iluminó las huesudas facciones de Apostoll. Su voz adquirió un temblor lírico.

–Verá, doctor, su paisano Mr. Roper no es un vendedor cualquiera. Es un verdadero mago, señor mío, un hombre con gran visión y osadía, un flautista de Hamelín que arrastra personas consigo. Mr. Roper va más allá de la norma. Ése es su secreto.

Strelski musitó una obscenidad en voz muy baja, pero nada podía detener a Apostoll:

–Pasar un rato con Mr. Onslow Roper es un privilegio, señor, todo un carnaval. Hay muchos que, cuando acceden a mis clientes, los desprecian. Los adulan, los halagan, les traen regalos, pero no son sinceros. Son como aventureros en busca de dinero fácil. Mr. Roper hablaba a mis clientes como a sus iguales. Es un caballero pero no un esnob. Mr. Roper les felicitaba por su riqueza. Por haber explotado lo que les proporciona la naturaleza. Por su habilidad, por su valentía. El mundo es una jungla, decía. No todos pueden sobrevivir. Está bien que los débiles salgan peor parados. La pregunta es: ¿quiénes son los fuertes? Y luego les obsequiaba con unas películas. Una sesión muy profesional, muy competente. Y no demasiado larga ni demasiado técnica. Sólo lo suficiente.

«Y tú te quedabas en la sala –pensó Burr, viendo que Apostoll se crecía contándolo–: En el rancho o en el apartamento de alguien, rodeado de busconas y de campesinos con téjanos y Uzi, tumbado en sofás de piel de leopardo frente a televisores de muchísimas pulgadas y con las cocteleras de oro macizo a mano. Con tus clientes. Cautivado por el aristocrático encantador inglés y sus películas.»

–Nos enseñó cómo los comandos especiales británicos asaltaban la embajada iraní en Londres. Nos enseñó el adiestramiento especial para la selva de los comandos americanos, la American Delta Forcé, y unas películas de presentación del armamento más moderno y sofisticado del mundo. Luego nos preguntó otra vez quiénes eran los fuertes, y qué pasaría si los americanos se cansaban algún día de rociar los cultivos de Bolivia con herbicidas y de capturar alijos de cincuenta kilos en Detroit, y se decidían en cambio a sacar a mis clientes de sus camas y llevárselos encadenados para someterlos a la humillación de un juicio público según las leyes de Estados Unidos, como pasó con el general Noriega. Preguntó si era correcto o normal que hombres de semejante riqueza estuvieran desprotegidos. «Nadie se compra coches viejos. Nadie se pone ropa vieja. Nadie se acuesta con una mujer vieja. Entonces, ¿por qué negarse la protección del armamento más moderno? Cuentan ustedes con chicos leales, valientes, eso lo veo en sus caras. Pero no creo que haya más de cinco entre cien que pasarían la prueba para entrar en la unidad de combate que les estoy proponiendo montar.» A continuación, Mr. Roper les habló de su excelente empresa, Ironbrand. Destacó su respetabilidad y su diversidad, su flota de petroleros y sus medios de transporte, su notable expediente mercantil en minerales, madera y maquinaria agrícola. Su experiencia en transporte irregular de ciertos materiales. Sus relaciones con funcionarios sumisos en todos los puertos importantes del mundo. Su conocimiento del uso creativo de las compañías del extranjero. Un hombre así haría brillar el mensaje de la Virgen en el hoyo más profundo.

Apostoll hizo una pausa, pero sólo para beber un poco de agua del vaso que el padre Lucan le había servido de una botella de plástico.

–Se acabaron las maletas llenas de billetes de cien dólares, siguió diciendo Mr. Roper; los tíos que se tragaban condones untados en aceite de oliva y que luego se los llevaban a rastras al cuarto de rayos X; las avionetas que se arriesgaban a cruzar la zona prohibida del golfo de México. Lo que Mr. Roper y sus colegas les estaban proponiendo era enviar su producto de puerta a puerta, y sin problemas, a los florecientes mercados de la Europa central y oriental.

–¡Drogas! –explotó Strelski, incapaz de aguantar un momento más los circunloquios de Apostoll–. ¡El producto de sus clientes es droga, Michael! ¡Roper cambia armas por la más depurada, procesada y perfecta cocaína, joder! ¡Calculada a precios de risa, coño! ¡Montañas de coca! ¡Piensa embarcarla a Europa para dejarla caer allí y envenenar a los chavales, arruinar sus vidas y hacerse megamillonario! ¿O no?

Apostoll permaneció ajeno al exabrupto.

–Mr. Roper no quiso anticipos en metálico, doctor. Él financiaría su parte del trato con sus propios recursos. No tendió la mano para pedir. La confianza que otorgaba a mis clientes superaba la confianza normal en el hombre. Les aseguró que si hacían trampas podían arruinar su reputación de hombre de negocios, precipitarlo a la bancarrota y alejar a sus inversores para siempre. Aun así confiaba en mis clientes. Les tenía por buenas personas. Dijo que la mejor protección (la mejor garantía de que no hubiera interferencias) era financiar todo el proyecto a priori de su propio bolsillo hasta el día del cómputo. Eso fue lo que propuso. Depositó toda su fe en sus manos. Pero hizo más. Resaltó que no tenía la menor intención de competir con los corresponsales europeos habituales de mis clientes. Dijo que intervendría siempre a criterio de los deseos de mis clientes. Una vez entregada la mercancía a quienquiera que mis clientes designaran como destinatario, él consideraría cumplida su tarea. Si mis clientes eran reacios a nombrar a dichas personas, Mr. Roper estaría encantado de organizar una entrega a ciegas.

Tras sacarse del bolsillo un pañuelo de seda, Apostoll se enjugó el sudor que se le había formado bajo el tupé.

«Venga –pensó Burr en ese hiato–, suéltalo.»


–¿Estaba presente el mayor Corkoran en esta ocasión, Michael? –preguntó inocentemente Burr.

De inmediato, una ceñuda expresión de desaprobación se dibujó en la asaeteada cara de Apostoll.

–El mayor Corkoran, al igual que lord Langbourne, se dejó ver, y mucho. El mayor Corkoran fue un invitado valioso. Él se encargó del proyector, hizo los honores sociales, habló correctamente con las damas, preparó las bebidas y se hizo querer por todos. Cuando mis clientes propusieron medio en broma que el mayor se quedara como rehén hasta que se cerrara el trato, las damas acogieron calurosamente la idea. Cuando yo mismo y lord Langbourne redactamos las líneas generales del acuerdo, el mayor Corkoran pronunció un gracioso discurso y firmó con grandes aspavientos en nombre de Mr. Roper. A mis clientes les encanta aligerar las preocupaciones cotidianas con unas pocas bufonadas. –Apostoll tomó aire, indignado, y en su pequeño puño apareció un rosario–. Por desgracia, doctor, debido a la obstinación de Patrick y de su malhablado amigo aquí presente, me he visto forzado a denigrar al mayor Corkoran a ojos de mis clientes hasta el extremo de menguar su entusiasmo hacia su persona. Un comportamiento anticristiano, señor. Eso es prestar falso testimonio, y lo deploro. Lo mismo que el padre Lucan.

–Una marranada –se lamentó Lucan–. Yo creo que ni siquiera es ético, ¿verdad?

–¿Tendría algún inconveniente, Michael, en decirme exactamente qué les ha dicho hasta ahora a sus clientes en detrimento del mayor Corkoran?

La cabeza de Apostoll sobresalía como la de una gallina indignada, y todo su cuello se puso tieso.

–Mire usted, no soy responsable de lo que mis clientes hayan podido oír por otras vías. En cuanto a lo que yo personalmente les he dicho, no es ni más ni menos que lo que mi... –De pronto pareció no tener palabras para sus amos–. Como abogado he notificado a mis clientes ciertos hechos imputados al mayor Corkoran que, caso de ser ciertos, invalidan su aptitud como candidato a largo plazo.

–¿Por ejemplo?

–Me he visto en la obligación de advertirles que su estilo de vida es bastante irregular y que abusa del alcohol y las drogas. Para mi vergüenza, les dije también que era indiscreto, cosa que no concuerda en absoluto con la experiencia que tengo del mayor. Hasta borracho perdido es la discreción personificada. –Señaló indignado con la cabeza a Flynn–. Se me dio a entender que el objetivo de esta desagradable maniobra era quitar de en medio al eterno vicario para que Mr. Roper no tuviera otro remedio que ponerse en la línea de fuego. Me veo obligado a decirle que no comparto el optimismo de estos caballeros al respecto y que, caso de compartirlo, no consideraría estas acciones como algo coherente con los ideales de un verdadero legionario. Si llega el momento en que el mayor es considerado inaceptable, Mr. Roper se limitará a buscarse otro firmante.

–Que usted sepa, ¿es consciente Mr. Roper de los reparos que sus clientes tienen respecto al mayor Corkoran? –preguntó Burr.

–Caballero, no soy el cuidador de Mr. Roper ni el cuidador de mis clientes. A mí no me informan de sus deliberaciones internas, y yo lo respeto.

Burr metió su mano en las oquedades de su empapada americana y extrajo un fláccido sobre que procedió a abrir mientras Flynn, en su más marcado irlandés, explicaba su contenido:

–Michael, lo que trae el doctor es una lista exhaustiva de los delitos menores cometidos por el mayor Corkoran antes de ser contratado por Mr. Roper. En su mayoría tienen relación con actos venéreos. Pero hay también un par de casos de alboroto en lugar público, ebriedad al volante, abuso de drogas, desaparición durante varios días y malversación de fondos del ejército. Como guardián de los intereses de su clientela, está usted tan preocupado por los rumores que ha venido oyendo sobre el pobre hombre que ha tenido la cara dura de encargar discretas investigaciones en Inglaterra cuyo resultado es lo que aquí ve.

Apostoll había empezado ya a protestar:

–Oiga, soy miembro reputado del cuerpo de abogacía de Luisiana y de Florida y ex presidente de la asociación de abogados del condado de Dade. El mayor Corkoran no es ningún fariseo. Nadie me va a utilizar para que acuse a un hombre inocente.

–Ponga el culo en su sitio, coño –le dijo Strelski–. Y eso del cuerpo de abogados no se lo cree ni Dios.

–Siempre inventa cosas –le dijo Lucan a Burr, desesperado–. Es increíble. Cada vez que dice algo, quiere decir lo contrario. Por ejemplo, si está diciendo un ejemplo de la verdad, resulta que es un embuste. No sé qué hacer para quitarle esa costumbre.

Burr formuló un ruego:

–Patrick, a ver si podemos hablar de la puesta a punto –propuso.
Volvieron andando al Cessna. Flynn iba otra vez en cabeza con el arma en brazos.

–¿Crees que ha funcionado? –preguntó Burr–. ¿No te parece que ya se lo esperaba?

–Somos muy estúpidos –dijo Strelski–. Unos polis tontos del culo.

–Somos unos gilipollas –concedió serenamente Flynn.


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