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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Acurrucado en el asiento del acompañante del coche de Rooke mientras se hundían en las tinieblas de Cornualles, Burr se subió aún más las solapas del abrigo y dejó que su alma volviera a esa serie de cuartos sin ventanas de las afueras de Miami donde menos de cuarenta y ocho horas antes el grupo de Acción Encubierta de la Operación Lapa había estado celebrando su primer Día Abierto.

Normalmente los espiócratas y demás sofistas no son admitidos en las filas de Acción Encubierta, pero Burr y Strelski tienen sus motivos. El ambiente es el de la sala de conferencias de un Holiday Inn en condiciones de combate. Los delegados llegan uno a uno, se identifican, descienden en ascensores de acero, se vuelven a identificar y se saludan cuidadosamente unos a otros. Cada cual lleva su nombre y empleo en la solapa, si bien algunos nombres han sido escogidos únicamente para la ocasión, y ciertas profesiones resultan tan oscuras que hasta los más experimentados necesitan tiempo para descifrarlas. Y entre la confusión, a modo de refrescante sonrisa de claridad, un senador usa, un fiscal federal o un enlace gb.

La Casa del Río viene representada por una inglesa descomunal de bucles perfectos y conjunto thatcheriano, a la que todos conocen por Darling Katie y, oficialmente, por Mrs. Katherine Handyside Dulling, consejero de economía de la embajada británica en Washington. Durante diez años Darling Katie ha estado en posesión de la llave de oro de las relaciones especiales de Whitehall con las innumerables agencias de espionaje norteamericanas. Desde la militar hasta la naval pasando por la del aire, la del Estado y la de transmisiones, de la Central y la Nacional a los omnipotentes especialistas en rumores de la guardia palaciega de la Casa Blanca; desde los cuerdos hasta los inofensivamente locos y a los peligrosamente ridículos, el supermundo secreto del poderío norteamericano es la parroquia que Katie explora, intimida, regatea y gana para su famoso comedor.

–¿Has oído, Cy, lo que me ha llamado este monstruo, esta cosa? –aúlla Katie con su grandísima voz, dirigiéndose a un senador taciturno con traje cruzado, mientras señala con un dedo acusador, remedo de pistola, a la sien de Rex Goodhew–: ¡Demagoga! ¡Yo, una demagoga! ¿Has oído jamás cosa políticamente más incorrecta? Soy una cobarde, so bruto. ¡Una violeta marchita! ¡Y se llama cristiano!

La sala se llena de alegres carcajadas. El iconoclasta bramido de Katie es el leitmotiv de los enterados. Llegan más delegados. Se rompen grupos y vuelven a formarse.

–¡Ah, hola Martha! Qué tal, Walt... Me alegro de verte... ¡Marie, tú aquí!

Alguien ha dado la señal. Un seco matraqueo se produce cuando los presentes arrojan sus vasos de plástico a las papeleras y se dirigen en tropel a la sala de proyección. Los más bajos, encabezados por Amato, se dirigen hacia las primeras filas. Bastante más atrás, en las butacas caras, el delfín de Darker en Estudios de Obtención, Neal Marjoram, comparte íntimas carcajadas con un espiócrata americano de cabello cobrizo cuya tarjeta de identificación reza centroamérica-fondos. Su risa se desvanece al tiempo que las luces. Uno con ganas de juerga dice «¡Acción!» Burr mira por última vez a Goodhew. Éste sonríe al techo, retrepado en su asiento, como un asiduo a los conciertos que conoce bien la música. Joe Strelski inicia su discurso.
Y Joe Strelski se sabe al pie de la letra su papel de proveedor de desinformación. Burr está perplejo. Tras una década de decepciones no se le había ocurrido hasta hoy que los pelmazos son los mejores embusteros. Burr está convencido de que si a Strelski le conectaran detectores de mentiras de los pies a la cabeza, las agujas no se arredrarían: demasiado aburridas iban a estar. Strelski habla durante cincuenta minutos y cuando termina nadie puede aguantar un minuto más. Su monotonía cargada de palabras convierte en ceniza la inteligencia más sensacional. El nombre de Richard Onslow Roper apenas sale de sus labios. En Londres lo había utilizado sin ningún escrúpulo. Nuestro blanco es Roper; Roper es el centro de la telaraña. Pero en Miami, frente a una audiencia compuesta de Puristas y Ejecutores, Roper ha quedado en segundo plano, y cuando Strelski se descuelga con un frío espectáculo de diapositivas, será el doctor Paul Apostoll quien obtenga el estrellato en calidad de «principal intermediario de los carteles en este hemisferio durante los últimos siete años...».

Strelski recorre el tedioso proceso de describir con toda precisión a Apostoll como el «eje primordial de nuestras investigaciones iniciales» y brinda un laborioso recuento de «las exitosas actividades de los agentes Flynn y Amato» al colocar un micrófono en el nuevo despacho de Apostoll en Nueva Orleáns. Si Flynn y Amato hubieran arreglado un grifo en el lavabo de caballeros, Strelski no lo habría explicado con menor emoción. Mediante una sola frase soberbiamente fastidiosa, leída de un texto que tenía preparado, sin puntuación y llena de falsos énfasis, consigue que su público corra en pos de Morfeo:

–La base de la Operación Lapa son los indicadores del servicio secreto a partir de diversas fuentes técnicas en el sentido de que los tres principales carteles colombianos habrían firmado un pacto mutuo de no agresión a modo de requisito previo para proveerse de un blindaje militar a la medida del vigor financiero de que disponen y capaz de hacer frente a la doble amenaza que prima sobre su pensamiento conceptual. –Pausa–. Estas amenazas son –otra pausa–: Uno, prohibición armada por parte de Estados Unidos a instancias del gobierno colombiano. –No del todo llevada a la práctica–: Dos, la fuerza creciente de los carteles no colombianos, sobre todo en Venezuela y Bolivia. Tres, el gobierno colombiano actuando por cuenta propia pero con el estímulo práctico de las agencias estadounidenses.

Amén, piensa Burr, paralizado de admiración.

La historia del caso parece no interesar a nadie, que es probablemente la razón de que Strelski la explique. En el transcurso de los últimos ocho años, dice –el interés decae de nuevo–, «diversos grupos seducidos por la virtualmente ilimitada riqueza de los monopolios» han hecho varios intentos de convencer a éstos para que adopten el hábito de comprar armas de verdad. Franceses, israelíes y cubanos han insistido en sus tesis, y otro tanto han hecho los fabricantes y traficantes independientes, en su mayoría con la tácita connivencia de sus respectivos gobiernos. De hecho los israelíes, asesorados por mercenarios británicos, consiguieron venderles unos cuantos fusiles de asalto Galil y un lote de entrenamiento.

–Pero los carteles –añade Strelski–, bueno, digamos que van perdiendo interés.

La audiencia sabe exactamente cómo se sienten los carteles.

Rayas e interferencias cuando el doctor Apostoll es descubierto en la isla de Tórtola (plano largo desde el otro lado de la calle), aposentado en las oficinas de la firma de abogados caribeña Langbourne, Rosen & De Souta, notarios del inicuo. Dos banqueros suizos de rostro lívido procedentes de Grand Cayman son identificados a la misma mesa. Entre ellos se encuentra el mayor Corkoran y, para secreto deleite de Burr, el rey de la firma sostiene en la mano derecha una estilográfica destapada. En el otro extremo de la mesa hay un latinoamericano sin identificar. A su lado, el lánguido bello de coleta no es otro que lord Alexander, alias Sandy, Langbourne, asesor legal de Mr. Richard Onslow Roper, de la Compañía Ironbrand de Tierras, Minerales y Metales Preciosos de Nassau, Bahamas.

–Por favor, Mr. Strelski, ¿quién rodó estas imágenes? –pregunta secamente desde la oscuridad una muy legal voz americana de varón.

–Nosotros –replica complacido Burr, y los reunidos se tranquilizan al punto: así que, después de todo, el agente Strelski no se ha extralimitado.

Pero ahora ni siquiera Strelski es capaz de ahogar la emoción que embarga su voz, y por espacio de unos segundos el nombre de Roper aparece delante de ellos puro y duro:

–Como consecuencia directa del pacto de no agresión al que acabo de referirme, los carteles han dado órdenes a sus representantes de que sondeen a un par de traficantes ilegales de armas del hemisferio –dice–. Lo que vemos, según nuestras fuentes, aunque filmado desgraciadamente sin sonido, es la primera aproximación encubierta realizada por Apostoll a intermediarios no implicados de Richard Roper.

Cuando Strelski se sienta, Goodhew se pone en pie de un salto. Hoy va muy en serio; nada de bromas, nada de ringorrangos con el idioma inglés, eso que tan furiosos pone a los americanos. Deplora sin ambages que haya compatriotas británicos envueltos en el asunto. Deplora que sean capaces de escudarse en la legislación de los protectorados británicos en Bahamas y el Caribe. Le animan las buenas relaciones a nivel de trabajo entre británicos y americanos. Quiere sangre, y quiere que Inteligencia Pura le ayude a conseguirla:

–Nuestro propósito común –afirma con una simplicidad digna de Truman– es atrapar a los delincuentes e infligirles un castigo ejemplar. Con la ayuda de todos ustedes deseamos imponer la ley, prevenir la proliferación de armas en una región inflamable y cortar de una vez por todas el suministro de drogas –en boca de Goodhew la palabra suena como una forma suave de aspirina–, que suponemos es la moneda con que van a ser pagadas las armas, adondequiera vayan a parar. Con este fin, solicitamos de ustedes su apoyo incondicional como miembros del servicio de Inteligencia. Gracias.

A Goodhew le sucede el fiscal federal, un joven ambicioso cuya voz ronca como el motor de un coche de carreras en boxes. Jura «llevar este asunto a los tribunales en un tiempo récord».

Burr y Strelski abren el turno de preguntas.

–¿Y qué pasa con los humánidos, Joe? –dice una voz de mujer desde el fondo, dirigiéndose a Strelski. El contingente británico se queda de una pieza ante esta muestra de lo que los Primos consiguen con el argot. ¡Humánidos!

Strelski por poco se sonroja. Está claro que habría preferido que ella no abriera la boca para preguntar. Su cara es la del perdedor que se niega a admitir la derrota.

–Estamos en ello, Joanne, créeme. Las fuentes humanas en este caso... hay que esperar y rezar un poco. Tenemos indicios, tenemos esperanza, tenemos a nuestros hombres siguiendo el rastro y estamos seguros de que pronto habrá alguien allí que necesite comprar un poco de protección y que nos llamará cualquier noche para que se lo solucionemos. Esto pasará, Joanne. –Strelski asintió resueltamente, como si estuviera de acuerdo consigo mismo donde nadie más lo estaba–. Esto pasará –repitió, tan poco convincente como antes.

Hora de comer. La cortina de humo está puesta aunque no puedan verla. Nadie se da cuenta de que Joanne es uno de los escasos ayudantes próximos a Strelski. Ha empezado la procesión hacia la puerta. Goodhew sale con Darling Katie y un par de espiócratas.

–Oídme bien, tíos –se oye decir a Katie cuando se van–, que nadie pretenda colgarme unas hojas de lechuga sin colesterol, ¿está claro? Yo lo que quiero es carne con tres verduras y dulce de pasas, o no me muevo de aquí. Efectivamente, Rex Goodhew, una demagoga. Sí, sí, y luego vienes tú a pasar el platillo. Voy a partirte ese pescuezo de beato que tienes.
Anochece. Flynn, Burr y Strelski se hallan en el entablado de la casa que Strelski tiene en la playa, mirando cómo palpita el reguero de la luna a medida que van regresando las embarcaciones de placer. El agente Flynn mece en su mano un gran vaso de Bushmill’s de malta. Es lo bastante sensato para tener la botella a mano. La conversación es esporádica. Nadie quiere hablar a destiempo de los acontecimientos del día.

–El mes pasado –dice Strelski–, mi hija era vegetariana. Este mes se ha enamorado del carnicero.

Flynn y Burr ríen debidamente, y otra vez reina el silencio.

–¿Cuándo estará libre tu chico? –pregunta quedamente Strelski.

–A finales de semana –dice Burr, también en voz baja–, Dios y Whitehall mediantes.

–Yo creo que con tu chico tirando desde dentro y el nuestro empujando desde fuera formamos casi un circuito cerrado –dice Strelski.

Flynn ríe con ganas, asintiendo con su oscura cabezota como un sordomudo en la penumbra. Burr pregunta qué es eso del circuito cerrado.

–Verás, Leonard, es no dejar del cerdo más que los chillidos –dice Strelski. Otra pausa mientras permanecen sentados contemplando el mar. Cuando Strelski vuelve a hablar, Burr ha de inclinarse para captar las palabras–. Treinta y tres adultos en esa sala –murmura–. Nueve agencias diferentes, siete políticos. Seguro que más de uno irá a decirles a los carteles que Joe Strelski y Leonard Burr no tienen un humánido que valga una mierda, ¿verdad, Pat?

La sonora carcajada irlandesa de Flynn queda casi ahogada por el murmullo del mar.

Pero Burr, aunque se lo guarda para él, no comparte del todo la satisfacción de sus anfitriones. Los Puristas no habían hecho demasiadas preguntas, eso era cierto. A juicio del preocupado Burr, habían hecho poquísimas.


Dos postes de granito cubiertos de hiedra sobresalían de la niebla. La inscripción rezaba Lanyon Rose. No había ninguna casa. «El campesino debió de morir antes de decidirse a construirla», pensó Burr.

El viaje en coche había durado siete horas. Sobre las cercas de granito y el espino negro, un cielo encapotado se oscurecía hasta las tinieblas. Las sombras del camino lleno de baches eran líquidas y escurridizas, y el coche daba sacudidas como si estuviera chocando constantemente. Era un Rover, el orgullo de Rooke. Sus poderosas manos sujetaban el volante como si lo tuviera inmovilizado en el suelo. Pasaron junto a varias casas de labranza desiertas y a una cruz celta. Rooke encendió las luces largas y las volvió a apagar. Desde que habían cruzado el río Tamar no habían visto más que negrura y esa niebla que se arremolinaba.

La niebla desapareció al tiempo que el sendero ascendía. Lo que vieron por el parabrisas acto seguido fue un desfiladero de nubes blancas. Una salva de gotas de lluvia golpeó el lado izquierdo del coche. El Rover se balanceó y se inclinó luego sobre el morro en caída libre con la capota apuntando al Atlántico. Doblaron el último recodo, el más empinado. Una bandada de pájaros en pie de guerra se lanzó sobre ellos. Rooke pisó el freno y condujo muy despacio hasta que cesó la furia. La lluvia volvió a golpearles. Cuando despejó, pudieron ver la casita gris agazapada sobre una garganta de helechos negros.

«Se ha ahorcado», se dijo Burr al distinguir la silueta encorvada de Jonathan colgando a la luz del porche. Pero el ahorcado levantó la mano derecha para saludar y avanzó hacia la oscuridad antes de encender su linterna. Unas lascas de granito hacían las veces de tosco aparcamiento. Rooke bajó del coche y Burr oyó a los dos hombres saludándose en voz alta como un par de viajeros. «¡Me alegro de verte! ¡Estupendo! ¡Joder, qué viento! Bueno, veo que has encontrado el camino.» Nervioso, Burr permaneció tercamente en su asiento haciendo muecas al cielo mientras trataba de meter en su ojal el botón superior de su abrigo. El viento atronaba en torno al coche, sacudiendo la antena.

–¡Vamos, Leonard, mueve el culo! –chilló Rooke–. ¡Ya te empolvarás luego la nariz!

–Me temo que tendrás que salir por este lado, Leonard –dijo Jonathan por la ventanilla del conductor–. Vamos a evacuarte por sotavento, si no tienes inconveniente.

Agarrándose la rodilla derecha con ambas manos, Burr la guió por encima del cambio de marchas y del asiento del conductor, y luego hizo lo mismo con la izquierda.1 Puso un zapato de ciudad sobre la gravilla. Jonathan estaba iluminándole directamente con su linterna. Burr sacó unas botas y una gorra de marino tejida a mano.

–¿Cómo ha ido todo? –gritó Burr, como si no se hubieran visto en años–. ¿Dispuesto?

–Pues sí, realmente me parece que lo estoy.

–Buen chico.

Rooke fue delante con su maletín. Le seguían Burr y Jonathan por el caminito abierto a hachazos.

–Parece que todo salió bien, ¿no? –preguntó Burr, señalando la mano vendada de Jonathan con la cabeza–. Veo que no te la amputó por error.

–No, no, todo fue muy bien. Cortar, pegar, envolver; en conjunto la cosa no debió de durar más de media hora.

Se encontraba en la cocina. A Burr le seguía pinchando la cara a causa del viento. Mesa de pino bien restregada, se fijó. Baldosas pulimentadas. Reluciente hervidor de cobre.

–¿No duele?

–Nada que no pueda sobrellevar la llamada del deber –contestó Jonathan.

Rieron tímidamente, extraños el uno para el otro.

–He tenido que traerte un papel –dijo Burr, yendo directo a lo que le ocupaba la mente–. Se supone que has de firmarlo, conmigo y Rooke como testigos.

–¿Y qué dice ese papel?

–Patrañas –echándole las culpas a la burocracia–. Un acotamiento de perjuicios. Para ellos es una póliza de seguros. Que no te forzamos a nada, que no nos demandarás, que no pondrás pleitos al gobierno por negligencia, malversación ni rabia. Si te caes de un avión es culpa tuya. Etcétera.

–Se están echando atrás, ¿no?

Burr captó el cambio de dirección y le devolvió la pregunta:

–¿Y tú, Jonathan? Ésa es la cuestión, ¿no? –Jonathan empezó a protestar pero Burr dijo–: Calla y escucha. Mañana a estas horas serás un hombre buscado. Mejor dicho, indeseable. Cualquiera que te haya conocido dirá: «Ya lo decía yo.» Y los que no, estarán examinando tu fotografía buscando pruebas de tendencias homicidas. Es como una cadena perpetua, Jonathan. No acabará nunca.

Jonathan tuvo un recuerdo perdido de Sophie entre el esplendor de Luxor. Estaba sentada en una peana con las rodillas rodeadas por los brazos, contemplando la nave de columnas. «Necesito el consuelo de la eternidad, Mr. Pine», dijo.

–Todavía puedo parar el reloj, si es lo que quieres, y lo único que saldrá perjudicado es mi ego –prosiguió Burr–. Pero si lo que quieres es dejarlo y no tienes narices para decirlo, o si estás siendo demasiado amable con tío Leonard o alguna idiotez semejante, yo te pediría que reúnas el valor suficiente para decirlo ahora, no después. Podemos cenar tranquilamente y adiós muy buenas, nos volvemos a casa sin rencores ni nada. Mañana por la noche, o cualquier otra noche, ya no será posible.

Sombras más densas en el rostro, pensaba Burr. La mirada del observador que se te queda encima después que deja de mirarte. ¿Qué es lo que hemos engendrado? Volvió a echar una ojeada a la cocina. Cuadros de barcos con las velas desplegadas. Cacharros de madera y de cobre Newlyn. Un plato de loza barnizada con la inscripción «Dios, Tú me ves».

–¿Estás seguro de que no quieres que te guarde todo esto? –preguntó Burr.

–No, en serio. No hay problema. Véndelo. Lo que te sea más fácil.

–A lo mejor lo quieres algún día, cuando decidas establecerte.

–Prefiero viajar con poco equipaje, la verdad. Sigue donde estaba, ¿no?, el blanco, me refiero. Sigue haciendo lo que hacía y viviendo donde siempre, etcétera. ¿No ha cambiado nada?

–Que yo sepa no, Jonathan –dijo Burr con una sonrisa ligeramente perpleja–. Y procuro seguir en contacto. Acaba de comprarse un Canaletto, si eso te orienta en algo. Y otro par de yeguas árabes para su caballeriza. Y un bonito collar de diamantes para su señora. No sé por qué les llaman collares. Suena a cosa de perrito faldero. En fin, me figuro que ella no es otra cosa.

–Quizá no puede permitirse ser nada más –dijo Jonathan.

Estaba sosteniendo en alto la mano vendada y por un momento Burr creyó que Jonathan quería que se la estrechase. Luego se dio cuenta de que le pedía el documento, así que ahondó en sus bolsillos, primero del abrigo y después de la americana, y extrajo el grueso sobre lacrado.

–Lo digo en serio –dijo Burr–. La decisión es tuya.

Con la mano izquierda, Jonathan escogió un cuchillo para carne del cajón de la cocina, golpeó ligeramente el lacre para romperlo y rasgó el sobre por la tapa. Burr se extrañó de que se molestara en romper el lacre, a menos que fuera un modo de lucir sus aptitudes.

–Léelo –le ordenó Burr–. Todas las estupideces que pone y tantas veces como quieras. Por si no lo has adivinado, Mr. Brown eres tú. Un voluntario anónimo a nuestro servicio. En los papeles oficiales, la gente como tú siempre se llama Brown.

Borrador redactado por Harry Palfrey para Rex Goodhew. Entregado a Leonard Burr para que lo firme Mr. Brown.

Sólo quiero que no me digas el nombre, le había insistido Goodhew. Si lo he visto, ya no lo recuerdo. Dejémoslo así.

Jonathan puso la carta a la luz de la lámpara de aceite. ¿Qué es este hombre?, se preguntó Burr por enésima vez, estudiando el perfil duro y suave de su cara. Creí que lo sabía. Pero no.

–Piénsalo bien –le insistió Burr–. Eso ha hecho Whitehall. He tenido que hacerlo redactar dos veces. –Un último intento–. Dímelo para hacerme un favor, ¿quieres? «Yo, Jonathan, estoy convencido.» Ya sabes en qué estás metido, lo has estudiado a fondo y estás convencido de hacerlo.

Otra vez la sonrisa, poniendo a Burr más nervioso todavía que antes. Jonathan sostenía la mano en alto otra vez, ahora para pedirle el bolígrafo a Burr.

–Estoy convencido, Leonard. Yo, Jonathan. Y lo estaré mañana por la mañana. ¿Cómo he de firmar? ¿Jonathan Brown?

–John –respondió Burr–. Con la letra de siempre.

La imagen de Corkoran con su estilográfica pasó fugazmente por la memoria de Burr mientras miraba cómo Jonathan escribía esmeradamente «John Brown».

–Listo –dijo Jonathan con prontitud, para consolarle.

Pero Burr seguía esperando algo más. Quería sentir el drama, captar la sensación de un momento especial. Se puso de pie afanosamente como un viejo y dejó que Jonathan le ayudara a ponerse el abrigo. Caminaron juntos hacia la salita, Jonathan delante.

La mesa estaba puesta para la ceremonia. Servilletas de hilo, reparó Burr indignado. Tres cócteles de gambas en sus respectivas copas. Cuchillos y tenedores con un baño de plata como en un restaurante de tres estrellas. Un buen Pommard descorchado para que respirase. Olor a carne asada. «¿Qué diablos pretende hacer conmigo?»

Rooke estaba de espaldas a ellos con las manos en los bolsillos, examinando la última acuarela de Marilyn.

–Oye, éste me gusta bastante –dijo en un raro esfuerzo por halagar.

–Gracias –dijo Jonathan.


Jonathan les había oído acercarse mucho antes de verles. Pero antes incluso de oírlos supo que estaban allí porque de tanto estar solo en el farallón el observador minucioso había aprendido a escuchar los sonidos en el proceso mismo de su formación. El viento era su aliado. Cuando bajaba la niebla y solamente creía oír el quejido del faro, era el viento lo que le traía la cháchara de los pescadores en alta mar.

Así pues, había notado la vibración del motor del Rover antes incluso de que le llegara su ronquido y se abrazara para quitarse el frío mientras esperaba de pie a merced del viento. Cuando aparecieron los faros delanteros apuntando directamente hacia él, Jonathan hizo otro tanto mentalmente, calculando la velocidad del Rover por los postes de telégrafo y la distancia a que tendría que apuntar si estuviera ajustando la mira de un lanzagranadas. Entretanto mantenía alerta una pequeña parte de su visión a la espera de que pudiese aparecer un coche persiguiéndolos, o por si se trataba de un señuelo.

Y cuando Rooke aparcó y Jonathan avanzó entre la ventolera, sonriente y linterna en mano, se imaginó que mataba a sus dos invitados con el haz de su linterna, volándoles sus verdes caras de sendas andanadas. Sophie vengada. Solucionado con éxito el asunto de los terroristas.

Pero ahora, al verles marchar, estaba tranquilo y veía las cosas de otra manera. La tormenta se había esfumado dejando un reguero de nubes a jirones. Quedaban unas pocas estrellas rezagadas. Orificios grises de bala dibujaban una regadera alrededor de la luna. Jonathan vio pasar las luces traseras del Rover por el prado en que había plantado sus bulbos de lirio. En primavera, pensó, si los conejos no se comen el cercado, ese prado se pondrá de color malva. Las luces pasaron frente al vedado de los toros y Jonathan se acordó de aquella noche templada en que volviendo de Falmouth había sorprendido a Jacob Pengelly y a su novia desnudos de todo salvo de sí mismos, Jacob en trance echándose hacia atrás y la chica arqueada sobre él como un acróbata.

«El mes que viene será un mes azul gracias a las campanillas –había dicho Pete Pengelly–. Pero éste de ahora, Jack, es un mes de oro cada vez más y más dorado, porque las prímulas, las aulagas y los narcisos silvestres triunfan sobre todo lo que nace. Espere y verá, Jack. Salud.»

«Para realizarme –ensayó Jonathan para sus adentros–. Para encontrar las partes perdidas de mi vida. Para hacer de mí un hombre, que es lo que según mi padre pasaba en el ejército: hacerse hombre. Para ser útil. Para caminar erguido. Para librar a mi conciencia de su peso.»

Sintió náuseas. Fue a la cocina y bebió un vaso de agua. Un reloj de barco, de latón, colgaba sobre la puerta y, sin pararse a pensar por qué, le dio cuerda. Se dirigió entonces a la salita, en donde guardaba su tesoro: un reloj de caja larga con una sola pesa de madera de frutal, adquirido en Daphne’s Chapel Street por cuatro cuartos. Jonathan tiró de la cadena metálica hasta que la pesa estuvo en lo alto, y a continuación puso el péndulo en movimiento.

«Me parece que iré unos días a casa de mi tía Hilary, la que vive en Teighmouth –le había dicho Marilyn, que ya no lloraba–. Me servirá de descanso, Teighmouth, ¿no cree?»

Jonathan también había tenido una tía Hilary, en Gales, al lado de un club de golf. Solía seguirle por toda la casa apagando las luces y rezaba a oscuras a su buen Jesús.
–No se vaya –le había rogado a Sophie de todas las maneras posibles mientras esperaban el taxi que iba a llevarles de vuelta al aeropuerto de Luxor–. No se vaya –le había implorado en el avión–. Déjela, Freddie la matará, no tiene por qué arriesgarse –le había rogado cuando la vio meterse en el taxi que la llevaría a su apartamento... y a Hamid.

–Ambos tenemos compromisos con la vida, Mr. Pine –le había dicho ella con una sonrisa desgarrada–. Para una mujer árabe hay peores ultrajes que ser golpeada por un amante. Freddie es muy rico. Me ha hecho ciertas promesas de orden práctico. He de pensar en mi vejez.


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