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El infiltrado (The Night Manager, 1993)


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Jonathan Pine, hijo único y huérfano de una belleza alemana devastada por el cáncer y de un sargento de infantería inglés muerto en una de las muchas guerras poscoloniales de su país, graduado en un lluvioso archipiélago de orfanatos, casas de crianza, madrastras, unidades de cadetes y campos de instrucción, en cierta época lobezno del ejército en una unidad especial en la aún más lluviosa Irlanda del Norte, abastecedor, chef, hotelero itinerante, eterno huido de embrollos emocionales, voluntario, coleccionista de idiomas de otras gentes, criatura noctámbula exiliada por voluntad propia y marino sin rumbo, permanecía sentado en su pulcro despacho suizo detrás de recepción fumando su décimo cigarrillo y sopesando las sabias palabras del venerado fundador del hotel que colgaban enmarcadas junto a su imponente fotografía sepia.

Varias veces en los últimos meses, Jonathan había empuñado su pluma en un esfuerzo por liberar la sapiencia del gran hombre de su tortuosa sintaxis germana, pero sus empeños se habían estrellado siempre contra una inamovible cláusula subordinada. «La verdadera hospitalidad proporciona al vivir lo que la verdadera cocina proporciona al comer –empezó, creyendo haberlo conseguido por fin–. Es la expresión de nuestro respeto por la valía esencial de todos y cada uno de los individuos encomendados a nuestro cuidado en el curso de los afanes del vivir, dejando a un lado su condición, de la responsabilidad mutua en el ánimo de la humanidad que reviste...» Y volvió a perder el hilo, como le pasaba siempre. Había cosas del original que era mejor dejarlas tal cual.

Su mirada regresó al promiscuo televisor de herr Strippli, que parecía una especie de maletín. Durante el último cuarto de hora había vomitado el mismo jueguecito electrónico: la mira del bombardero se centra en el puntito gris de una casa, allá abajo. La cámara se acerca con un zoom. Un misil sale disparado hacia el blanco, penetra, baja varias plantas. La base del edificio estalla como una bolsa de papel para hipócrita satisfacción del comentarista del telediario. Diana. Dos tiros más, invita la casa. Nadie alude a las víctimas. Desde esta altura no se ven. Iraq no es Belfast.

Cambio de imagen. Sophie y Jonathan se van en coche.


Jonathan conduce, y la inflamada cara de Sophie queda medio oculta por un pañuelo de cabeza y unas gafas de sol. El Cairo no ha despertado aún. El rojo de la aurora colorea el polvoriento cielo cairota. Para sacarla a escondidas del hotel y meterla en su coche, el soldado clandestino había tomado todas las precauciones. Partió hacia las pirámides sin saber si ella tenía pensado un espectáculo distinto. «No –dice ella–. Vaya por ahí.» Una rezumante y fétida montaña de inmundicia pende sobre las desmoronadas tumbas del cementerio municipal de El Cairo. Es un paisaje lunar de ascuas humeantes, entre chabolas de bolsas y latas, los miserables de la tierra están agachados como buitres de colores rebuscando en la basura. Jonathan aparca el coche en un margen de arena. Pasan camiones camino, o volviendo, del vertedero, y a su estrepitoso paso rezuman hedor.

–Aquí fue donde le traje –dice ella. Un lado de su cara está ridículamente abotagado. Habla por un agujerito del otro lado.

–¿Por qué? –pregunta Jonathan, queriendo decir: ¿por qué me trae a mí ahora?

–Fíjate en esa gente, Freddie, le dije. Cada vez que alguien vende armas a otro despreciable tirano árabe, ésos se mueren de hambre un poco más. ¿Y sabes por qué? Escucha bien, Freddie. Pues porque es más divertido tener un bonito ejército que dar de comer a los hambrientos. Tú eres árabe, Freddie. Da igual que los egipcios digamos que no somos árabes. ¿Te parece correcto que sean tus hermanos los que paguen por tus sueños? Eso le dije.

–Entiendo –dice Jonathan con la perplejidad de un inglés enfrentado a emociones políticas.

–No necesitamos líderes, le dije. El próximo árabe universal será un humilde artesano. Hará que las cosas funcionen y le dará al pueblo su dignidad en vez de guerras. Será un administrador, no un guerrero. Como tú, Freddie, si dejases de comportarte como un niño.

–¿Qué dijo Freddie? –pregunta Jonathan. La cara hinchada de Sophie lo acusa cada vez que él la mira. Los cardenales en torno a los ojos van virando a un tono azul amarillento.

–Me dijo que me metiera en mis asuntos. –Jonathan repara en la furia que ahoga su voz y su corazón y se hunde aún más–. ¡Y yo le dije que eso era asunto mío! ¡La vida y la muerte lo son! ¡Los árabes son asunto mío! ¡Él era asunto mío!

«Y tú se lo advertiste –piensa él, hastiado–. Le hiciste saber que eras una fuerza a tener en cuenta, no una mujer débil que podía desecharse a placer. Le hiciste saber que tú también tenías un arma secreta y le amenazaste con hacer lo que yo hice, sin saber que yo lo había hecho ya.»

–Las autoridades egipcias no le van a hacer nada –dice ella–. Él los soborna y ellos mantienen las distancias.

–Salga de la ciudad –le dice Jonathan–. Ya sabe cómo las gastan los Hamid. Váyase.

–Los Hamid pueden matarme si se lo proponen, tanto si estoy en París como en El Cairo.

–Dígale a Freddie que le ayude. Haga que hable en su defensa y se enfrente a sus hermanos.

–Freddie me tiene miedo. Cuando no se hace el valiente es un cobarde. ¿Por qué mira el tráfico, Mr. Pine?

«Porque no hay otra cosa que mirar aparte de usted y los miserables de la Tierra.»

Pero ella no espera ninguna respuesta. Puede que en el fondo esta conocedora de la debilidad masculina comprenda la vergüenza de él.

–Me apetece un poco de café. Egipcio, por favor. –Y esa valiente sonrisa que a él le duele más que todas las recriminaciones.

La invita a café en un mercado callejero y la lleva de vuelta al aparcamiento del hotel. Telefonea a casa de los Ogilvey y contesta la criada árabe.

–Ha salido –grita la chica. ¿Y la señora Ogilvey?–. Él no está.

Telefonea a la embajada. Tampoco está. Ha ido a Alejandría para participar en una regata.

Telefonea al club náutico para dejar un mensaje. Una voz drogada de hombre le dice que hoy no hay regata.

Jonathan telefonea a Larry Kermody, un amigo americano que vive en Luxor: «Larry, ¿está libre tu habitación de invitados?»

Telefonea a Sophie.

–Un arqueólogo amigo mío tiene un piso de sobra en Luxor –le dice–. Está en un lugar llamado Chicago House. Puede usted utilizarlo durante un par de semanas. –En medio del silencio trata de encontrar el humor–. Es una especie de celda monacal para estudiantes de visita metida en la parte trasera de la casa. Dispone de unos metros de terraza. Nadie sabrá que está allí.

–¿Vendrá usted también, Mr. Pine?

Jonathan no se permite ni un segundo de vacilación:

–¿Puede deshacerse de su guardaespaldas?

–Él lo ha hecho por su cuenta. Parece que Freddie ya no considera necesario protegerme.

Jonathan telefonea a una agencia de viajes que trabaja con su hotel. Sale la voz ligeramente alcohólica de Stella, una inglesa.

–Escucha, Stella. Son dos huéspedes muy importantes, de incógnito, quieren ir a Luxor esta misma noche. Sin reparar en gastos. Ya sé que todo está cerrado. Sé que no hay aviones. ¿Qué puedes hacer?

Largo silencio. Stella es médium. Stella lleva demasiado tiempo en El Cairo:

–Bien, ya sé que eres muy importante, cielo, pero, ¿quién es la chica? –Y Stella lanza una grosera y sibilante carcajada que tapona el oído de Jonathan aun después de haberse extinguido su eco.


Jonathan y Sophie están sentados en la terraza de Chicago House bebiendo vodka y mirando las estrellas. Ella apenas ha hablado durante el vuelo. Él le ha ofrecido algo de comer pero ella no tiene apetito. Él le ha puesto un chal sobre los hombros.

–Roper es el peor hombre del mundo –proclama ella.

Jonathan tiene una experiencia muy limitada en lo tocante a los malvados del mundo. Primero se culpa a sí mismo, por instinto, y luego a los demás.

–Cualquiera que esté metido en ese negocio ha de ser infame –dice.

–Pero él no tiene disculpa –replica ella, a quien la moderación de Jonathan no logra apaciguar–. Está sano. Es blanco. Es rico. Es culto y de buena familia. Tiene talento. –La enormidad de Roper aumenta a medida que ella pasa cuenta de sus virtudes–. Se encuentra a gusto en este mundo. Es divertido. Confiado. Y sin embargo busca la destrucción. ¿Qué ha ido mal? –Espera a que él diga alguna cosa, pero en vano–. ¿Cómo ha llegado a ser como es? Nunca ha pasado apuros. Es afortunado. Usted es hombre. Tal vez sabrá la respuesta.

Pero Jonathan ya no sabe nada de nada. Está mirando el perfil de esa cara magullada que se recorta contra el cielo nocturno. «¿Qué piensa hacer? –le pregunta mentalmente–. ¿Qué voy a hacer yo?»

Apagó el televisor de herr Strippli. La guerra terminó. «Yo la quise, madame Sophie. La quise con cardenales en la cara cuando paseábamos a cierta distancia por los templos de Karnak. “Mr. Pine –me dijo– ya es hora de hacer que los ríos vayan cuesta arriba.”»
Eran las dos de la madrugada, la hora en que herr Meister quería que Jonathan hiciese su ronda. Empezó por el vestíbulo, como empezaba siempre. Situado en el centro de la alfombra, allí donde se había parado Roper, escuchó los inquietos sonidos nocturnos del hotel, que por el día se perdían con el bullicio: el latido de la caldera, el gruñido de la aspiradora, el tintineo de bandejas en la cocina del servicio de habitaciones, las pisadas de un camarero bajando por la escalera de atrás. Se quedó donde cada noche e imaginó que la veía salir del ascensor con la cara maquillada, las gafas de sol remetidas en sus cabellos, atravesar el vestíbulo y plantarse delante de él mientras le examina burlonamente en busca de algún defecto. «Usted es Mr. Pine. La flor de Inglaterra. Y me ha traicionado.» El viejo Horwitz, conserje de noche, dormía en su mostrador. Tenía un brazo doblado y sobre éste la cabeza rapada. «Sigues siendo un refugiado, Horwitz», pensó Jonathan. Andar y dormir. Andar y dormir. Jonathan apartó la taza de café del viejo para que no cayera al suelo.

En recepción, fräulein Eberhardt había sido relevada por fräulein Vipp, una mujer canosa y servicial de inamovible sonrisa.

–Por favor, fräulein Vipp, déjeme ver las últimas llegadas.

Ella le tendió los formularios de la Suite de la Torre. Alexander, lord Langbourne, sin duda alias Sandy. Dirección: Tórtola, Islas Vírgenes Británicas. Profesión –según Corkoran–: Par del reino. Acompañado de su esposa Caroline. Ninguna referencia a la coleta ni a lo que pueda hacer la pareja además de ser pareja. Onslow Roper, Richard, de profesión director de empresa. Jonathan echó un rápido vistazo al resto de las hojas de inscripción. Frobisher, Cyril, piloto. MacArthur, Fulano, y Danby, Mengano, ejecutivos. Más ayudantes, más pilotos. Guardaespaldas: Inglis, Francis, de Australia –Francis, es decir Frisky, seguramente–, profesor de educación física. Jones, Tobias, de Sudáfrica –Tobias, es decir, Tabby–, atleta. La dejó expresamente para el final, como se hace con la única foto buena de un puñado de fiascos. Marshall, Jemima W., dirección, al igual que Roper, un apartado de correos de Nassau. Británica. Ocupación –presentada por Corkoran con una fioritura de su cosecha–: Amazona.

–¿Podría fotocopiarme esto, fräulein Vipp? Estamos haciendo un estudio de los huéspedes de la Torre.

–Claro que sí, Mr. Pine –contestó fräulein Vipp, llevándose las hojas al despacho del fondo.

–Gracias, fräulein Vipp –dijo Jonathan.

Pero mentalmente era a sí mismo a quien veía trabajando en la fotocopiadora del hotel Queen Nefertiti mientras Sophie fuma y le contempla: «Es usted un experto», dice ella. «Sí, soy un experto. Un espía. Un traidor. Alguien que ama cuando ya es demasiado tarde.»

La operadora de noche era frau Merthan, otro soldado nocturno cuya garita era un cuartucho mal ventilado junto a recepción.

Guten abend, frau Merthan.

–Buenos días, Mr. Jonathan.

Era su chiste privado.

–Espero que la guerra del Golfo marche sobre ruedas... –Jonathan echó un vistazo a los boletines que colgaban del télex–. Los bombardeos no cesan. Van ya por el millar de misiones aéreas. Para curarse en salud, dicen.

––Demasiado dinero para gastárselo en un solo árabe –dijo frau Merthan.

Jonathan se ocupó en ordenar los papeles, un hábito adquirido durante su primera estancia en un primer dormitorio colectivo. Mientras lo hacía, su mirada se fijó en el fax. Una lustrosa bandeja para las entradas, que se distribuyen por la mañana; una lustrosa bandeja para las salidas, que serán devueltas en su momento a los respectivos remitentes.

–¿Mucha actividad telefónica, frau Merthan? ¿El pánico se adueña del mundo? Debe usted de sentirse el ombligo del universo.

–La princesa Du Four tiene que llamar a su primo de Vladivostock. Ahora que las cosas han mejorado en Rusia le llama a Vladivostock y se pasan una hora hablando. Cada noche se les corta la comunicación y hay que volver a empezar. Creo que está buscando a su príncipe.

–¿Qué me dice de la princesa de la Torre? –preguntó Jonathan–. Desde que han llegado dan la impresión de no vivir más que para el teléfono.

Frau Merthan pulsó un par de teclas y miró la pantalla a través de sus bifocales.

–Belgrado, Panamá, Bruselas, Nairobi, Nassau, Praga, Londres, París, Tórtola, una ciudad de Inglaterra, otra vez Praga, y Nassau. Todas directas. Pronto todas las llamadas serán directas y yo me quedaré sin trabajo.

–Algún día todos seremos robots –le aseguró Jonathan. Inclinándose sobre el mostrador de frau Merthan fingió una curiosidad de profano–. ¿En esa pantalla se reflejan los números que marcan arriba? –preguntó.

–Naturalmente. Por lo demás, los huéspedes suelen quejarse enseguida.

–¿A ver?

Ella se lo enseñó. «Roper conoce a los malvados de todo el mundo», le había dicho Sophie.

El chico para todo, Bobbi, estaba en el comedor subido a una escalera de aluminio limpiando la araña del techo con su trapo especial. Jonathan se alejó sin hacer ruido para no distraer su concentración. En el bar, las precoces sobrinas de herr Kaspar con sus tremulosos vestidos y sus téjanos lavados a la piedra estaban llenando otra vez de tierra las macetas. Acercándose a saltitos, la mayor de ellas le mostró el montón de colillas mohosas que tenía en su palma enguantada.

–¿Los hombres hacen esto cuando están en casa? –preguntó, levantando hacia él sus pechos de pura indignación–. ¿Dejar las colillas en los tiestos...?

–Creo que sí, Renata. Los hombres hacen cosas indecibles por simple desidia. –«Pregúntale a Ogilvey», pensó. El salero de Renata le molestaba ahora de un modo que no podía razonar–. Yo de ti vigilaría ese piano. Al menor arañazo herr Meister te mata.

En las cocinas los chefs de noche preparaban un festín privado para los alemanes recién casados del Bel Étage: steak tartare para él y salmón ahumado para ella, más una botella de Mersault para reavivar su ardor. Jonathan vio cómo Alfred, el camarero de noche, hacía con sus finos dedos una delicada alforza en los lacitos de las servilletas y añadía un jarro de rosas por aquello del romance. Alfred era un bailarín frustrado y en el pasaporte se hacía poner «artista».

–Así que están bombardeando Bagdad –dijo Alfred satisfecho mientras trabajaba–. A ver si aprenden.

–¿Ha comido ya la Suite de la Torre?

Alfred aspiró y recitó (su bonita sonrisa se estaba volviendo demasiado juvenil para sus años):

–Tres de salmón ahumado, una de fish and chips a la inglesa, cuatro filetes ni poco ni mucho y una porción de pastel de zanahoria y schlag, que ustedes dicen rahm, nata. Para Su Alteza, el pastel de zanahoria es sagrado. Me lo ha dicho él mismo. Y una propina de cincuenta francos que me ha dado herr Mayor por orden de Su Alteza. Ustedes los ingleses siempre dan propina cuando están enamorados.

–¿De veras? –dijo Jonathan encomendándole al fuego eterno–. Lo tendré en cuenta.

Subió por la escalera principal. Roper no está enamorado sino en celo. «Probablemente la habrá sacado de alguna agencia de prostitutas a tanto la noche.» Había llegado a la entrada de la Grande Suite. Los flamantes novios iban también flamantemente calzados, según pudo deducir: él, zapatos de charol negro con hebillas; ella, sandalias doradas impacientemente arrojadas adonde habían quedado ahora. Impulsado por toda una vida de obediencia, Jonathan se detuvo y colocó los zapatos uno al lado del otro.

Al llegar a la planta superior pegó la oreja a la puerta de frau Loring y oyó a un experto militar británico rebuznar en la televisión por cable. Llamó a la puerta. Ella llevaba puesta la bata de su difunto esposo sobre el camisón. Un timbre avisaba de que el café estaba a punto. Sesenta años en Suiza no habían modificado su alto alemán ni en una sola de sus explosivas consonantes.

–Son niños. Pero están luchando, por lo tanto son hombres –declaró ella con el perfecto acento de su madre, tendiéndole una taza.

El experto de la tele estaba moviendo soldados de juguete en un cajón de arena con el fervor de un boy scout.

–Así pues, ¿quiénes son los que se hospedan ahora en la Torre? –preguntó frau Loring, que lo sabía todo.

–Ah, un magnate inglés y su cohorte. Mr. Roper y compañía. Y una solitaria dama que tiene la mitad de sus años.

–Me han dicho que es exquisita...

–No me he fijado.

–Y nada estropeada. Muy natural.

–Ellos sabrán.

Frau Loring le estaba mirando tal como hacía siempre que él hablaba de un modo evasivo. A veces parecía que ella le conocía mejor que él mismo.

–Esta noche le encuentro radiante. Podría usted alumbrar a una ciudad entera. ¿Qué le ronda por la cabeza?

–Supongo que es cosa de la nevada.

–Resulta maravilloso que por fin los rusos se hayan puesto de nuestra parte, ¿no?

–Es un gran logro de la diplomacia.

–Es un milagro –corrigió frau Loring–. Y como pasa con los milagros, nadie se lo cree.

Le pasó la taza de café e hizo que se sentara en su silla de siempre. El televisor de frau Loring era descomunal, más grande que la guerra. Tropas felices saludando con el brazo desde vehículos blindados de transporte de personal. Misiles dirigiéndose limpiamente hacia sus objetivos. El sibilante reptar de los tanques. El presidente Bush dedicando otro bis a su encandilado público.

–¿Sabe lo que pienso cuando veo la guerra? –preguntó frau Loring.

–Aún no –repuso él con ternura.

Pero ella parecía haber olvidado lo que iba a decir. O es que Jonathan ya no la oye, pues la claridad de sus afirmaciones le ha hecho pensar en Sophie. El goce jovial de su amor por ella ha quedado olvidado. Igual que Luxor. Ahora está de nuevo en El Cairo para asistir al horrible acto final.
Se halla en el ático de Sophie vestido con («¿Qué diablos importa cómo iba yo vestido?»), vestido con este mismo esmoquin mientras un inspector uniformado de la policía egipcia y sus dos ayudantes de paisano le observan con la quietud de los muertos. Hay sangre por todas partes, sangre maloliente como hierro viejo. En las paredes, en el techo, en el diván. Derramada como vino sobre la mesa del tocador. Ropa, relojes, tapices, libros en francés, árabe e inglés, espejos dorados, perfumes y pinturas de mujer: todo ello reducido a escombros por la mano de un niño gigante en plena rabieta. La propia Sophie no es más que un apéndice insignificante de esta devastación. Medio gateando, quizá hacia la puertaventana abierta que da a su jardín de flores blancas, yace en lo que el manual de primeros auxilios del ejército llamaba posición de rescate, la cabeza sobre el brazo estirado, un cubrecama tapándole la parte inferior del cuerpo y la parte superior cubierta por lo que queda de una blusa o camisón cuyo color es improbable que se sepa nunca. Hay otros policías ocupados en otras cosas, ninguno de ellos con demasiada convicción. Un hombre inclinado sobre el parapeto de la azotea parece estar buscando al criminal. Otro está manipulando la caja fuerte de la pared y la puerta se le cae al suelo cuando fuerza los aplastados goznes. «¿Por qué llevan pistoleras negras? –se pregunta Jonathan–. ¿Es que también son del turno de noche?»

Una voz de hombre habla por teléfono en árabe desde la cocina. Otros dos policías montan guardia en la puerta que da al rellano, donde un puñado de pasajeros de crucero de lujo en bata de seda miran indignados a sus protectores. Un chico de uniforme con una libreta toma declaración. Un francés dice que va a llamar a su abogado.

–Nuestros huéspedes del piso de abajo se quejan de las molestias –le dice Jonathan al inspector. Se da cuenta de que ha cometido un error táctico. En ocasión de muerte violenta no queda bien dar explicaciones sobre la propia presencia en el lugar de los hechos.

–¿Era usted amigo de esta mujer? –pregunta el inspector egipcio, aspirando las eses. Un cigarrillo le cuelga de los labios.

¿Sabrá lo de Luxor?

¿Lo sabrá Hamid?

Las mejores mentiras se dicen cara a cara, con un toque de arrogancia:

–Ella solía venir a este hotel –responde Jonathan pugnando aún por encontrar un tono natural–. ¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha hecho todo esto?

El inspector se encoge cansinamente de hombros expresando su profundo desinterés. «A Freddie no suelen molestarle las autoridades egipcias. Él los soborna y ellos mantienen las distancias.»

–¿Se acostaba con esta mujer? –pregunta el inspector.

«¿Acaso nos vio en el avión? ¿Nos siguió hasta Chicago House? ¿Puso micrófonos en el piso?»

Jonathan ha encontrado la calma. Sabe cómo hacerlo. Cuanto más terrible es la ocasión, tanto más cierto es que su calma no le fallará. Finge cierto enojo:

–Como no se refiera a tomar un café de vez en cuando... Ella tenía un guardaespaldas contratado por Mr. Hamid. ¿Dónde está, ha desaparecido? Quizá ha sido él.

El inspector no parece impresionado:

–¿Hamid? ¿Quién es ése?

–Freddie Hamid. Sí, el menor de los Hamid.

El inspector frunce el ceño como si el apellido no le resultara agradable, relevante o conocido. Uno de sus ayudantes es calvo y el otro tiene pelo pajizo. Visten téjanos y cazadoras y tienen mucho vello facial. Ambos escuchan con atención.

–¿De qué hablaba con esta mujer?

–De banalidades.

–¿Perdón?

–De restaurantes. Chismorrees. Modas. Hamid la llevaba a veces al club náutico, al de aquí o a Alejandría. Nos sonreíamos, nos dábamos los buenos días.

–¿La ha matado usted?

«Sí –responde él mentalmente–. No como tú crees, pero sí, claro que la he matado yo.»

–No –dice.

El inspector introduce ambos pulgares en su cinturón negro. El pantalón es también negro; los botones y la insignia, dorados. Un acólito se está dirigiendo a él, pero el inspector no le hace el menor caso.

–¿Le dijo alguna vez que alguien quería matarla?

–Claro que no.

–¿Y eso?


–De haberlo hecho, yo habría informado a la policía.

–Bien. Ya puede marcharse.

–¿Ha localizado a Mr. Hamid? ¿Qué piensa hacer ahora?

–Robo. Ha sido un robo. El ladrón estaba loco, quizá, o drogado.

Llegan unos médicos legañosos en pijama verde y náuticas, con una camilla y una bolsa para cadáveres. Su jefe lleva gafas de sol. El inspector aplasta la colilla de su cigarrillo en la alfombra y enciende otro. Centellea una cámara accionada por un hombre con guantes de goma. Es como si todo el mundo hubiera saqueado el baúl del atrezo a fin de ponerse algo diferente. La suben a la camilla, le dan la vuelta, y un pecho blanco, muy disminuido ahora, se escurre de los andrajos que la cubren. Jonathan se fija en su cara. Está casi desfigurada, a patadas o con la culata de una pistola.

–Tenía un perro –dice–. Un pequinés.

Pero mientras lo dice ve al perro por la puerta que da a la cocina. Yace sobre las baldosas, inerte. Una cuchillada como una cremallera se abre en su parte inferior, desde la garganta hasta las patas traseras. «Dos hombres –piensa Jonathan con pesadez–: uno para aguantar, otro para rajar; uno para aguantar, otro para pegar.»

–Era súbdita británica –dice Jonathan–. Sería mejor que llamara a la embajada.

Pero el inspector ya no le escucha. El ayudante calvo coge a Jonathan por el brazo y empieza a conducirle hacia la puerta. Durante un segundo, aunque es suficiente, Jonathan nota que el ardor del combate le sube por la espalda y le baja por los brazos hasta las manos. El ayudante lo nota también y se echa hacia atrás como si hubiera sufrido una conmoción. Luego le sonríe peligrosamente por afinidad. Y en ese instante, Jonathan siente que el pánico se apodera de él. No de miedo, sino de una pérdida permanente y desconsolada. «Yo la quise. Y jamás fui capaz de reconocerlo, ni ante usted ni ante mí mismo.»
Frau Merthan dormitaba junto a su centralita. A veces, muy tarde, telefoneaba a su amiguita y le susurraba obscenidades. Esta noche no. Seis entradas de fax para la Suite de la Torre esperaban que se hiciera de día junto a los originales de las salidas de la víspera. Jonathan miró pero no tocó. Estaba escuchando la respiración de frau Merthan. Pasó la mano tanteando los ojos cerrados y ella soltó un ronquido de cochino. Como un niño acostumbrado a sisar del bolso de su madre, Jonathan consiguió sacar los fax de su bandeja. ¿Estará aún caliente la fotocopiadora? ¿Ha bajado el ascensor de vacío? ¿La ha matado usted? Tocó una tecla en el ordenador de frau Merthan, una segunda y luego una tercera. Es usted un experto. El ordenador hizo pip y Jonathan tuvo otra desconcertante visión de la chica de Roper descendiendo por la escalera de la Torre. ¿Quiénes eran los chicos de Bruselas? ¿Quién era ese Appetites de Miami? ¿Y el soldado Boris? Frau Merthan volvió la cabeza y rebuznó. El se puso a anotar los números telefónicos mientras ella continuaba roncando.
El ex capitán del equipo juvenil, Jonathan Pine, hijo de un sargento, entrenado para combatir en condiciones extremas, aplastó bajo sus pies la nieve del sendero paralelo a un arroyo de montaña que borboteaba dando tumbos entre el bosque. Llevaba un anorak encima del esmoquin y unas botas ligeras de escalada cubriendo sus calcetines azul noche. Sus zapatos de charol colgaban de su flanco izquierdo metidos en una bolsa de plástico. A su alrededor, en los árboles, en los jardines y por toda la ribera la tracería de la nieve brillaba bajo un cielo perfectamente azul. Pero por una vez Jonathan era indiferente a tanta belleza. Se dirigía a su apartamento de la Klosbachstrasse y eran las ocho y veinte de la mañana. «Voy a tomar un desayuno decente», se dijo: huevos pasados por agua, café, tostadas. A veces era un placer servirse a uno mismo. Primero un baño, quizá, para reponerse. Y mientras desayunaba, si es que era capaz de pensar en nada, ya decidiría. Deslizó una mano dentro del anorak. El sobre seguía en su sitio. «¿Adónde voy? Tonto es el que no aprende con la experiencia. ¿Por qué me siento como animado para el combate?»

Al acercarse al edificio que albergaba su apartamento, Jonathan descubrió que su paso tenía ahora un ritmo de marcha. Lejos de aminorar, ello le condujo hacia la Römerhof, donde un tranvía le esperaba con la puerta ominosamente abierta. Jonathan subió sin valorar para nada su comportamiento y con el ajeno sobre marrón pinchándole en el pecho. Se bajó al llegar a la estación principal del ferrocarril, permitiéndose la misma pasividad para proseguir una vez más a pie hasta un austero edificio del Bleicherweg en donde una serie de países, incluido el suyo, mantenían representaciones consulares y comerciales.

–Quisiera hablar con el comandante Quayle, por favor –le dijo Jonathan a la inglesa de ancha quijada que estaba detrás de la ventanilla a prueba de balas, sacándose el sobre y pasándoselo por debajo del cristal–. Se trata de un asunto privado. Puede decirle que soy un amigo de Ogilvey, de El Cairo. Navegábamos juntos.
¿Acaso el asunto de la bodega de herr Meister fue en parte responsable de que Jonathan decidiese poner pies en polvorosa? Poco antes de la llegada de Roper, Jonathan se había quedado encerrado allí durante dieciséis horas, y recordaba la experiencia como un verdadero curso de introducción a la muerte.

Entre las obligaciones complementarias confiadas a Jonathan por herr Meister estaba la preparación del inventario mensual de la bodega de vinos escogidos, situada en lo más hondo de la roca, bajo la zona más antigua del hotel. Jonathan tenía por costumbre emprender esta tarea el primer lunes de cada mes, antes del permiso de seis días al que tenía derecho por contrato en lugar de los fines de semana libres. El lunes en cuestión su rutina no cambió en nada.

El valor de la póliza de los vinos escogidos había sido establecido recientemente en seis millones y medio de francos suizos. Los dispositivos de seguridad de la bodega eran de una complejidad proporcional. Había que abrir una cerradura de combinación y dos de inercia antes de que cediera una cuarta cerradura de golpe. Todo aquel que se acercara era observado por una recelosa cámara de vídeo. Tras manipular con éxito las cuatro cerraduras, Jonathan se embarcó en su recuento ritual, empezando como siempre por el Château Pétrus 1961, este año a cuatro mil quinientos francos la botella, hasta llegar a los diez mil francos de los magnums Mouton Rothschild de 1945. Se hallaba sumido en sus cálculos cuando se fue la luz.

Jonathan odiaba la oscuridad. ¿Por qué, si no, escoge uno trabajar de noche? De muchacho había leído a Edgar Allan Poe y compartido todo el infierno de la víctima de «El barril de amontillado». Ninguna catástrofe minera, ningún túnel desmoronado ni ninguna historia de alpinistas atrapados en una grieta de glaciar tenían en la memoria de Jonathan una lápida individual.

Se quedó inmóvil, privado de toda orientación. ¿Estaba boca abajo? ¿Había sufrido un ataque? ¿Le habían puesto una bomba? El montañero que había en él se apuntaló para recibir el impacto. El marinero cegado se aferró a los restos del naufragio. El combatiente entrenado se inclinó hacia su invisible adversario sin el consuelo de un arma en las manos. Anadeando como un buzo de alta mar, Jonathan empezó a andar a tientas entre los anaqueles, buscando el interruptor de la luz. «El teléfono», pensó. ¿Había teléfono en la bodega? Sus vividos recuerdos le resultaban un estorbo; su memoria desenterraba demasiadas imágenes. ¿La puerta tenía un tirador por dentro? Consiguió por pura fuerza mental recordar un timbre. Pero el timbre no funcionaba sin corriente.

Perdió el norte en la geografía de la bodega y empezó a dar vueltas en círculo como una mosca dentro de una pantalla negra. Su adiestramiento no le había preparado para nada tan horrible como eso. De nada le servían las marchas de resistencia, los cursos de combate cuerpo a cuerpo, los encierros temporales o los ejercicios de supervivencia. Recordó haber leído que los pececillos de colores tienen tan poca memoria que cada vuelta a la pecera es para ellos una emoción totalmente nueva. Estaba sudando, probablemente llorando. Gritó repetidas veces: «¡Auxilio! ¡Soy Pine!» El nombre resonó en vano. «¡Las botellas! –pensó–. ¡Las botellas me salvarán!» Contempló la posibilidad de arrojarlas a las tinieblas como medio de conjurar la ayuda de alguien. Pero incluso en su demencia la autodisciplina ganó la batalla, y no fue capaz de reunir la suficiente irresponsabilidad para romper una botella tras otra de Château Pétrus 1961 a cuatro mil quinientos francos la pieza.

¿Quién iba a notar su ausencia? Que el personal del hotel supiera, Jonathan se había ido de Meister a pasar su semana de fiesta. El inventario pertenecía técnicamente a su tiempo libre, un mal negocio que herr Meister había conseguido sacarle con sus mañas. Su patrona supondría que había decidido pasar la noche en el hotel, cosa que hacía de vez en cuando si sobraban habitaciones. Si no acudía en su ayuda un providencial millonario ordenando una botella de vino exquisito, estaría muerto antes de que nadie reparara en su ausencia. Y la guerra tenía inmovilizados a todos los millonarios.

Calmándose a fuerza de sugestión, Jonathan se sentó bien erguido en lo que al tacto parecía un embalaje de cartón, y pugnó con todas sus fuerzas por poner en orden su vida hasta el presente, una última limpieza a fondo antes de morir: los buenos momentos que había vivido, las lecciones que había aprendido, las mejoras que había logrado fraguar en su carácter, las mujeres buenas. No había nada. Momentos, lecciones, mujeres. Ni lo uno ni lo otro. Nada exceptuando a Sophie, que estaba muerta. Por mucho que se mirara interiormente, no veía más que medias tintas, fracasos y retiradas indignas. De niño se había esforzado noche y día en ser un adulto deficiente. Como militar en servicios especiales se había imbuido de obediencia ciega y había conseguido aguantar con sólo ocasionales deslices. Como amante, esposo y adúltero, su récord era igualmente inconsistente: un par de arrebatos de prudente placer, seguido de años y años de transgresiones y excusas pusilánimes.

Y poco a poco fue viendo claro, si es que ello es posible en la más completa oscuridad, que su vida había consistido en una racha de ensayos para una obra en la que no había logrado tomar parte; y que lo que necesitaba de ahora en adelante, suponiendo que existiera ese «en adelante», era abandonar su mórbida búsqueda del orden y permitirse un poco de caos habida cuenta de que mientras el orden, estaba probado, no podía sustituir a la felicidad, el caos sí podía abrir el camino hacia ella.

Se iría del Meister.

Compraría una barca, algo que pudiera manejar él solo.

Encontraría la mujer de su vida y la amaría aquí y ahora, en presente, una Sophie sin traiciones.

Haría amistades.

Se buscaría un hogar. Y a falta de padres propios, él mismo se convertiría en padre.

Haría cualquier cosa, lo que fuera, antes que seguir rebajándose a esa ambigüedad servil en la que, como le parecía ahora, había echado a perder su vida y la de Sophie.

Frau Loring fue su salvación. Su hábito vigilante le había hecho fijarse en Jonathan a través de la cortina cuando éste iba hacia la bodega, y reparar con tardanza en que no había vuelto a salir. No obstante, cuando los policías del hotel llegaron para liberarle al grito de «¡Herr Pine! ¡Herr Jonathan!», encabezados por herr Meister con una redecilla de pelo y provisto de una linterna de coche de doce vatios, Jonathan no estaba muerto de miedo, como habría podido esperarse, sino sereno y sosegado. Sólo los ingleses, se decían unos a otros mientras le conducían a la luz, eran capaces de semejante compostura.


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