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Leo huberman


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costa atlántica, escucha­ron ansiosamente estas portentosas histo­rias de la distante California. Los misioneros consideraron su de­ber dirigirse a Ore­gon y convertir al cristianismo a los indios de la zona. Aparente­mente, poco importaba a estos buscadores de hogar el hecho de aguardarles un viaje en carromato a través de dos mil millas de planicie, montaña, desierto y otra vez montaña, que se prolongaría por espacio de cinco meses; salieron nomás con destino a Califor­nia y Oregon.

Afortunadamente para los emigrantes, las sendas que condu­cían a California y Oregon eran conocidas por tramperos y caza­dores. Estos intrépidos montañeses, no tardaron en desempeñar la función de guías para los centenares de personas que se afa­naban en reco­rrer la Senda de Oregon y su ramal a California. El 10 de diciembre de 1843, Jini Bridger envió a su amigo, Pierre Chouteau, hijo, una carta: "He establecido un pequeño fuerte con una herrería y un aprovisionamiento de hierro sobre el camino de los emigrantes, a la altura de Black's Fork de Green River, el cual promete bastante. Ellos, al partir, están generalmente bien provistos de dinero, y, una vez llegados aquí, necesitan toda clase de abastecimientos. Caba­llos, avíos, trabajos de herrería, etc., rin­den entregas suyas de di­nero en efectivo y cuando yo reciba las mercaderías que solicito por la presente estaré en condiciones de hacer considerable negocio con ellos..."1 El trampero renunciaba a su antigua ocupación de cazar animales de piel fina y se ini­ciaba en una nueva, que con­sistía en atender las necesidades de los emigrantes que ambulaban por sus viejos predios de caza. La línea de colonizadores que se edificaban cabañas de troncos se había interrumpido en el meri­diano 98% pero sólo para tomar aliento, antes de iniciar la larga travesía, por los llanos, hasta el Pacífico.

Aun cuando los emigrantes hallaron ya establecido, un camino que cruzaba el continente, el viaje no fue fácil. Inclusive en el caso de que todo anduviese sin tropiezos, era largo, arduo, fatigoso. Si algo salía mal, esta contrariedad podía significar, muy pro­bable­mente, la muerte. Quizás la más terrible experiencia que cupo a grupo alguno de los que efectuaron el abrumador viaje, fue la so­portada por la Partida Donner, compuesta por ochenta y siete per­sonas que iniciaron la marcha en 1846. Hasta la altura del Paso del Sur, hicieron el camino en unión de una caravana más numerosa. En este punto decidieron ensayar un atajo y prosi­guieron solos. Se encontraron, en pleno invierno, en las montañas de la Sierra. Una de las personas rescatadas nos refiere momentos de la horrible ex­periencia:

En esta crítica situación, la presencia de ánimo del señor Eddy le sugirió un plan para que se mantuvieran en calor, que ha sido comúnmente aplicado entre los tramperos de las Roquizas cuando quedaban atrapados en la nieve, sin una fogata. Consiste sencilla­mente en extender una frazada, sobre la nieve, encima de la cual la partida (si es reducida), con excepción de uno de sus miembros, se va sentando en círculo, en forma lo más estrecha posible y coloca los pies en el centro, unos sobre otros, dejando lugar para la per­sona que se encarga de completar los preparativos. Se procede luego a extender por sobre las cabezas de los componentes del grupo tantas mantas como sea necesario, conservando sus puntas apretadas contra el suelo me­diante trozos de madera o nieve. Com­pletado todo, la persona que ha permanecido afuera ocupa su lugar en el círculo. La nieve, al caer, cierra los poros de las man­tas, en tanto que la respiración de los que están debajo no tarda en produ­cir un confortable calor. No con poca dificultad logró el se­ñor Eddy que adoptasen este sencillo plan que constituía, induda­ble­mente, el medio de salvar sus vidas en esos momentos. En esta si­tuación perma­necieron treinta y seis horas.

El día 25, alrededor de las cuatro de la tarde falleció. Patrick Dolan. Llevaba, ya, unas horas afectado de delirio y escapó de de­bajo del refugio; arrancándose el sombrero, la chaqueta y las botas, se expuso a la tormenta. El señor Eddy trató con todas sus fuerzas de obligarlo a regresar pero éstas resultaron vanas. Dolan volvió, no obstante, por su propia voluntad y se tendió afuera del refugio. Ellos consiguieron finalmente arrastrarlo hacia adentro. El 26 mu­rió Lee Murphy, después de caer presa del delirio y de ser retenido en el interior del refugio, sólo a través del esfuerzo con­junto de la partida.

La tarde del 25 consiguieron encender fuego en un pino seco. Siendo que, durante cuatro días enteros, se habían pasado sin co­mer y desde el mes de octubre (ahora diciembre) venían recibiendo una menguada ración, sólo les quedaban dos alternativas: ya sea perecer o sostener a los vivos, alimentándolos con los cuerpos de los muertos. Aunque lentamente y con reluc­tancia adoptaron esta última alternativa.

El 27 extrajeron la carne de los cadáveres y en el curso de ese día y de los subsiguientes permanecieron en el campamento, secándola y pre­parándose para reiniciar el viaje.

De las ochenta y siete personas que emprendieron la travesía, murieron treinta y nueve.1


Pero los fértiles labrantíos de la hermosísima California y de Oregon constituían un verdadero premio y centenares de personas afrontaban los peligros de la marcha de 2.000 millas.
Hacia 1846, había en California 700 norteamericanos y muchos otros se hallaban en camino. Ese mismo año había aproximada­mente 10.000 en Oregon y venían más, Los misioneros fracasaron en su intento de convertir a los indios de la región, pero logra­ron adquirir buenas granjas. Los estadounidenses afincados en Oregon, cultivaban ya más trigo del requerido por sus necesidades propias y exportaban una porción del excedente a las islas Sand­wich y otros lugares.

Ahora bien, sucedió una cosa interesante. Texas había roto sus vínculos con México y se había convertido en miembro de los Es­tados Unidos. Peros los Estados Unidos tenían ahora una cues­tión de límites con México en lo relativo al nuevo Estado. Existía, asi­mismo, otra disputa con Inglaterra acerca de los límites de Ore­gon. Dos querellas, una con Inglaterra, la otra con México. En el caso de Inglaterra, país poderoso, zanjamos el litigio pacífica­mente. En el caso de México, país débil (dueño de California así como de Nueva México), entablamos una guerra.

Muchos estadounidenses pensaron que la guerra con México se libraba sin razón. El senador Corwin, por Ohio, dijo: "Si yo fuese mexicano diría a ustedes: ¿Es que acaso no tienen lugar bastante en su propio país?... Si se meten en el nuestro, los recibiremos con las manos ensangrentadas y les daremos la bienvenida en hospita­larias tumbas”. Otro congresista, también procedente de Ohio, la deno­minó "guerra contra un pueblo que no ha incurrido en ofen­sa, sin causa adecuada o justa, con el propósito de conquista... No habré de prestarle ayuda ni apoyo alguno. No empaparé mis manos en la sangre del pueblo de México, ni participaré tampoco en la culpa de los asesinatos ya cometidos o de los que, en ade­lante, cometa nuestro ejército en ese país".

Un joven congresal venido de Illinois, Abraham Lincoln, des­pués presidente de los Estados Unidos, también se mostró contra­rio a la guerra con México. Votó más tarde en el sentido de que esa contienda había sido "innecesaria e inconstitucionalmente co­men­zada por el Presidente".

La guerra tocó a su fin al cabo de dos años. Resultó victorioso el ejército norteamericano. En 1848, los Estados Unidos quitaron a México lo que hoy es California, Nevada, Utah, Colorado, Arizona y Nueva México, vasto territorio de superficie mayor que las islas Británicas, Francia, Alemania pre-Hitler e Italia combinadas.

Una semana antes de que el tratado de paz fuese suscripto, se descubrió oro en la estancia de John A, Sutter, en las proximi­dades de Sacramento, California. Se produjo, a continuación, una avalan­cha de gentes hacia ese punto como no se había visto antes en el mundo. Norteamérica había sido siempre la patria de un pueblo trashumante, inquieto, ávido de tierras. Esto era algo diferente. No se trataba de tierras, sino de oro. No sólo de agricultores, sino tam­bién de artesanos, abogados, predicadores, jugadores, maestros, marineros, hombres de negocios. No sólo dimanados de los Esta­dos Unidos, sino procedentes de Sudamérica, Europa, Asia, Africa, Australia, gentes de todo el mundo que se dirigían a las excavacio­nes. Los "del cuarenta y nueve" venían a raudales desde todas par­tes, por las rutas transcontinentales, rodeando el Cabo de Hornos, cruzando el istmo de Panamá. Hacia 1850 había 92.000 personas en California; en 1860, 379.000. ¡Y qué mezcla! "Tomad una pizca de hombres de negocios de Nueva Inglaterra, pertinaces, astutos, enérgicos, serenos por temperamento, mezcladles un nú­mero de joviales marineros, una tenebrosa banda de reos y asesinos austra­lianos, salpicadlos con malhechores mexicanos y fronterizos, con un grupo de encallecidos leñadores de las selvas, algunos truhanes profesionales, traficantes de whisky y habiendo agre­gado al todo una promiscua caterva de comerciantes en quiebra, amantes desilu­sionados, ovejas negras, anodinos dependientes de mercería, mine­ros profesionales de todas partes del mundo... re­volved la mixtura, condimentada fuertemente con fiebre del oro, malas bebidas al­cohólicas, faro, monte, rouge-et-noir, grescas, im­precaciones, pis­tolas, cuchillos, baile y excavación y obtendréis algo que se aproxima a la sociedad de California en los días pri­mitivos." 1

Muchos de los que venían a California no encontraban oro pero se quedaban para dedicarse a la agricultura. Otros realizaban pin­gües negocios vendiendo aprovisionamientos a las multitudes de recién llegados. Había además otro tipo de gente que no en­contraba oro, pero seguía buscándolo. Constituía una categoría de naturaleza andariega, aventurera, que vagaba por las montañas en forma muy semejante a la manifestada antes por cazadores y tramperos. En vez de trampas para las nutrías, llevaban picos y peroles. Su presa no era la nutria, sino el oro.

En 1858, lo hallaron en Pikes Peak cerca de Denver, Colorado. A esto siguió una nueva e impetuosa acometida a los reciente­mente descubiertos yacimientos de oro. Sobre la lona que recu­bría la ave­cinante horda de carretas, se veía impresa en grandes caracteres, la siguiente leyenda: "¡Pikes Peak o Reventar!" Muchos llegaron allí y sólo unos pocos encontraron oro. Algunos se radi­caron para la­brar la tierra. Otros no tardaron en retomar la di­rección de sus hogares, con una nueva leyenda sobre sus carretas en regreso, "¡Reventados, Pardiez!".

Sin embargo, cuando los exploradores descubrieron otra vez oro en Idaho y Montana, y plata en Nevada, los cazadores de fortunas volvieron a correr hacía las nuevas excavaciones. Circu­laron rumo­res del descubrimiento de un nuevo "filón" aquí y de otro allá. Ha­bía un movimiento constante por toda la región mon­tañosa; a me­dida que los cazadores de fortunas emprendían veloz arremetida contra el último "hallazgo", surgían de la noche a la mañana nue­vos campamentos. A menudo el lugar elegido para instalarse coin­cidía con la radicación del oro o de la plata y un campamento lle­gaba a desenvolverse hasta convertirse en ciudad. En otros sitios, donde por transmisión oral se habían exagerado las existencias de oro, los campamentos solían aparecer durante una semana y des­aparecer a la siguiente. La zona minera estaba cu­bierta de ciudades muertas, en las cuales las cabañas desiertas y las excavaciones abandonadas hablaban de altas esperanzas y de un miserable fra­caso.

Con todo, esta actividad en su conjunto sirvió para dar pu­blici­dad al Oeste. No solamente en los Estados Unidos, sino también en todo el mundo circulaban fantásticas historias de la vida que allí se llevaba. Al propio tiempo, otros interesantes aconte­cimientos ayu­daron a centrar la atención sobre el Oeste.

Había tropas de los Estados Unidos apostadas en destacamen­tos del ejército, diseminados por todo este inmenso territorio. Los emi­grantes seguían fluyendo hacia la costa del Pacífico y otros grupos enderezaban en dirección de las minas. La misión del ejército con­sistía en mantener sosegados a los indios de los Llanos, tarea nada fácil. Los indios habían sido empujados a reservas en donde se habían asignado agentes del gobierno para cuidar de ellos. Cada piel roja recibía un racionamiento de víveres, costeado por el go­bierno de los Estados Unidos.

Pero el indio de los Llanos conocía una fuente mejor de ali­mentos: el búfalo. Manadas de estas grandes bestias andaban errantes por la región, desde el Missouri hasta las Roquizas, de México a Canadá. Una manada de búfalos no se igualaba a nin­guna otra cosa, en ninguna otra parte. Las había constituidas, no por centenares o miles de ejemplares, sino por centenares de miles y, ocasionalmente, por millones. Las caravanas de emigrantes so­lían detenerse y contemplar con asombro el suelo cubierto, por millas a la redonda, de una tropa en movimiento, que se despla­zaba al Norte en verano y al Sur en invierno. Toda la región de las llanuras era un inmenso espacio ocupado por búfalos.

Para el indio el búfalo era indispensable. Representaba su sus­tento, su atavío y su albergue. Gregg, el traficante de Santa Fe, dijo, refiriéndose a este animal: "Suministra casi la exclusiva ali­mentación de los indios de la pradera, así como el recubrimiento de sus wigwams y la mayoría de sus prendas de vestir; también los elementos para su cama, cordajes, zurrones para la carne, etc.; los tendones, para cuerdas de arco, para coser los mocasines, para guardapiernas y cosas similares." 1 La vida del indio venía pren­dida a la del búfalo.

Pero había demanda de cueros de búfalo y su lengua era consi­derada un delicado manjar. Los traficantes y los emigrantes dispa­raban sobre ellos, dándoles muerte, y enviaban los cueros al Este por ferrocarril, que llegaba justo al borde del meridiano 98º.


A fines de la década de 1860, estaba en construcción la línea Union
Pacific que cruzaría las llanuras hasta el Pacífico. Más tarde, se construyeron otras vías transcontinentales. Los obreros ferroviarios significaban un mayor número de bocas para comer y, por tanto, de matadores de búfalos. Viajaban al Oeste partidas de caza prove­nientes del Este y también de Europa, con la finalidad de extermi­nar búfalos. Muchos miles eran sacrificados por sus cueros, otros meramente por el (supuesto) deporte de matar. Veíanse, desparra­mados por la llanura, los esqueletos de los búfalos muertos.

La matanza fue terrible. Hacia fines de la década de 1870, el búfalo había desaparecido, y con él algún futuro peligro origi­nado por los indios. Ahora debían aceptar la vida de la reserva. La ame­naza india había cesado.

Pero, antes del exterminio del búfalo y de que el indio fuese enjaulado, surgió en el Oeste un negocio espectacular. Por espacio de muchos años, el ganado de origen español, caracterizado por su larga cornamenta, había hallado perfecta habitación en el sur de Texas. Allí el clima era suave, abundaban los pastos y había abre­vaderos en cantidad. El ganado se dejaba en libertad y los rebaños alcanzaban tremendas proporciones. Hacia 1866, había probable­mente alrededor de cuatro millones de cabezas en Texas. Dada su profusión era muy barato en Texas. Se lo ofrecía a cinco o seis dólares la cabeza y, pese a ello, no tenía compradores... en Texas. Pero en el Este, donde había muchísimas más bocas que alimentar, el ganado se vendía a cincuenta dólares la cabeza. Aun en zonas tan hacia el Oeste como Kansas y Missouri, el precio llegaba al nivel de treinta dólares la cabeza. En 1866, a varios tejanos se les ocurrió que tenían, allí en sus propios predios, una mina de oro en la forma de millares de cabezas de ganado de cinco dólares que podrían valer treinta dólares. La treta consistía en conducir el ga­nado al Norte, al encuentro de la última avan­zada del ferrocarril Este-Oeste. El ganado de cinco dólares que llegaba al paradero del ferrocarril, hallaba en este punto su mer­cado de treinta dólares. ¡Qué oportunidad! Los hacendados la aprovecharon. En el término de quince años, más de 4.000.000 de animales hicieron el largo recorrido al norte, en dirección de las cabeceras de ferrocarril.

Afortunadamente para los ganaderos, la raza tejana de largos cuernos estaba constituida por animales robustos que podían re­sistir los rigores de un trayecto de varios centenares de millas, prescindir de agua durante prolongados tramos, y conservar fuer­zas suficientes para cruzar ríos cuyos lechos, frecuentemente, eran de arena movediza. Les cupo además la suerte de que apareciera un tipo de caballista, diestro, audaz, rápido y recio, capaz de controlar a estas salvajes, nerviosas bestias siempre propensas a la estam­pida. El manejo de la tropa era tarea de varones. Había que ser du­cho en el oficio.

Al cabo de unos años de primeras experiencias, los vaqueros aprendieron el modo más seguro y mejor de manejar el ganado durante el recorrido. En la primavera, las dos mil quinientas a tres mil cabezas que componían el número habitual de un rebaño en camino, eran conducidas a través de un estrecho pasadizo adonde recibían su marca. Luego los doce a dieciséis hombres que trabaja­ban por parejas, se colocaban en puestos fronteros y las hacían sa­lir, formando una larga fila. Los hombres de baquía so­lían ocupar su lugar en la "punta", al frente, desde donde podían dirigir la línea de marcha y determinar su ritmo. Seguían después los jinetes que controlaban el "vaivén", luego los del "flanco" y por último iban los encargados de llevar animales "a la rastra". Esta última tarea se asignaba usualmente a los vaqueros que se inicia­ban. Era el peor puesto de la línea, por cuanto las bestias perezosas o mancas que venían a la retaguardia se movían con espantosa len­titud; además, a estos hombres les tocaba también tragar buena parte del polvo que levantaba la tropa. El "caballe­rizo" era, por lo general, un mucha­cho que aprendía el arte de resero. Estaba a cargo de la remuda, tropilla que comprendía seis u ocho caballos para cada peón y que, habitualmente, marchaba adelante de la ma­nada. La carreta "del rancho", atendida por el cocinero, aceleraba camino y se dirigía al borde del río donde habría de instalarse el campamento y servirse la comida. El ca­pataz o jefe del grupo que conducía la tropa, iba y venía incesan­temente de un lado a otro, prestando servicio donde se lo necesitara.

Una vez "desbravado" el ganado al recibir el bautismo de la tra­vesía, podían cumplirse jornadas de doce a quince millas diarias. El mayor peligro residía en una estampida, ese pavoroso momento en que la tropa, súbitamente aterrada, huye en enloquecido desbande, a tremenda velocidad. En estos casos el vaquero hacía realmente gala de su verdadero temple y se granjeaba el derecho a una paga muchas veces duplicada; en estos casos eran esen­ciales un buen caballo y una mente clara; la tensión no aflojaba hasta que se obli­gaba a la manada a dar la vuelta y se restablecía el orden de la mar­cha.1

Cumplido el trayecto, una vez que el ganado había sido en­tre­gado a su nuevo propietario y pasaba por la manga a efectos de ser cargado en los vagones, recién entonces daban los vaqueros rienda suelta a su afán de divertirse. Habían arribado al centro ganadero después de sesenta o noventa días de ardua faena, sobre la senda desde el amanecer hasta el anochecer, dieciocho intermi­nables horas de tensión y agotamiento cada jornada. No es de extrañar que perdieran todo freno en las mesas de juego de las cantinas y en los salones de baile. Abilene, la primera ciudad ganadera y Wíchita, Ellsworth y Dodge City, más tarde centros de ese tipo, se asemeja­ban mucho a las villas mineras, súbitamente desarrolladas, en lo que concierne a su vida violenta, tempestuosa, fuera del imperio de la ley. Había, sobre la frontera, avanzadas donde los hombres re­cios se reunían con el propósito de beber, fre­cuentar los garitos y "promover escándalos" en general.

El ganado de Texas efectuaba el largo trayecto hasta las cabe­ce­ras de ferrocarril, siendo vendido a altos precios. Algunas sendas se convirtieron en rutas bien establecidas. La famosa Senda de Chis­holm, que corría alrededor de 600 millas al norte de San An­tonio, se vía cuajada de animales, conducidos a Abilene, punto sobre la línea del Ferrocarril Kansas Pacific. Esta senda era una de las favo­ritas en virtud de su terreno nivelado, del fácil cruce que brin­daban los vados de los ríos y de la abundancia de pastos en sus orillas. Más tarde, cuando el Ferrocarril Santa Fe prolongó un ra­mal más hacia el Oeste, hasta Dodge City, el ganado siguió la Senda del Oeste que conducía a esa ciudad.

Los hacendados no demoraron en comprender que no sólo Texas, sino prácticamente toda el área de los Grandes Llanos, ofrecía un conveniente campo de pastoreo para sus animales. Así, Texas y la zona del sudoeste, se convirtieron -en regiones reserva­das a la cría, mientras que las praderas del centro y del Norte pasa­ron de ser los campos de alimentación. Los novillos jóvenes fueron trasladados al Norte para su engorde en los millones de acres de jugosas y ricas pasturas. En pocos años, esta industria abarcaba la cuarta parte del continente, desde Texas hasta la frontera con Ca­nadá y desde el límite de los establecimientos agrí­colas, marcado por el meridiano 98°, hasta las Roquizas. Esta ex­tensión encerraba la famosa Región Vacuna. Los millones de acres de pasturas a que nos hemos referido pertenecían al gobierno, pero su uso era gra­tuito para quien quisiera hacer pacer su ganado.

La industria ganadera creció hasta alcanzar inmensas pro­porcio­nes. Las poblaciones del Este consumían, como nunca antes, gran­des cantidades de carne. El exterminio del búfalo significó órdenes importantísimas, a elevados precios, emanadas del agente a cargo de las reservas indias que debía contar con carne para alimentar a los salvajes allí confinados. En esta época se envasó la carne en latas y se inventó la refrigeración. Las reses de la Región Vacuna estaban en vías de hallar mercado en lugares tan apartados como Europa.

Los últimos años de la década del 70 y los primeros de la del 80 fueron períodos de "esplendor".

Los estancieros compraban más y más ganado y lo enviaban, para su pastoreo, a la abierta llanura. Circularon en todo el Este historias relativas a la enorme fortuna amasada por los reyes de la ganadería y las gentes venían con el propósito de compartir los beneficios. En las lejanas Escocia e Inglaterra se formaron com­pañías dispuestas a entrar en el negocio, en escala realmente grande. Algunas reunieron hasta un millón de dólares con miras a invertirlos en esta industria. Todo parecía tan sencillo. Uno ad­quiría novillos a $ 5, los soltaba en las tierras fiscales donde el agua y el pasto eran gratuitos; los veía engordar y los vendía después a $ 50 la cabeza. Pero...

La frenética corrida hacia la Región Vacuna elevó por las nubes los precios del ganado.

La antigua raza tejana de cuernos largos, dada su gran re­cie­dumbre, era admirablemente apta para ser trasladada según el sis­tema de la tropa, pero su carne dejaba mucho que desear en materia de blandura. Se habían introducido en las praderas otras razas más finas, más costosas; proporcionaban mejores carnes pero su adap­tación al medio en que debían procurarse el forraje no re­sultaba tan buena. Tanta gente había comprado ga­nado que la pra­dera pronto estuvo atestada.

Una sequía o un invierno riguroso, traía aparejada la mor­tandad de muchos de estos cotizados animales. Y sobrevinieron ambas cosas. El ganado sucumbió por millares. Las pérdidas fueron tre­mendas.

El período de esplendor de los primeros años de la década de 1880 se tomó "lóbrego", en las postrimerías de ésta.

Se operó un profundo cambio en lo que respecta al negocio de la ganadería. La invención del alambre de púa, en 1868 y su venta a lo largo y a lo ancho de la Región Vacuna, a partir de 1874, entrañó la división de la abierta llanura en haciendas pri­vadas. Los estan­cieros compraban, arrendaban o robaban tierras fiscales y rodeaban los campos así obtenidos de alambre de púa, para impedir la en­trada del prójimo. Desapareció la pradera y tomó su lugar el esta­blecimiento ganadero. También desapareció el vaquero, esa pinto­resca figura consubstancialmente identificada con los días primiti­vos de la larga travesía y del emocionante rodeo; pasó a ser nada más que un peón que dedicaba cada vez menos tiempo a los vacu­nos, para consagrarlo, en grado progre­sivamente mayor, a compo­ner las alambradas, emparvar el heno y a otras tareas de este orden. Desapareció el resistente ganado nativo que sabía pastorear por si mismo; lo reemplazaron cotiza­dísimos toros de sangre que debían ser cuidadosamente protegidos y alimentados en invierno, dentro del establecimiento ganadero delimitado por alambradas.

El avance del granjero quizás haya representado la causa princi­pal del cambio de vida en la Región Vacuna, provocando su trans­formación, de excitante aventura, en negocio minuciosamente or­ganizado. En 1840, se había detenido a la altura del meridiano 98° y había dado un salto hacia el Pacifico. Con posterioridad a 1860, acaecieren muchas cosas que lo llevaron a enfrentar la nueva pra­dera y la frontera que marcaba la llanura.

El Congreso sancionó una nueva ley agraria que acordaba 160 acres de tierra del Oeste, en forma absolutamente libre de cargo, a quienquiera se afincase en ella, por espacio de cinco años y la cul­tivara. No era ya a dos dólares ni a un dólar y cuarto el acre, sino gratuitamente,

Las líneas ferroviarias que comunicaban con la región de los llanos y llegaban inclusive más allá, hasta el Pacífico, habían de­jado atrás las penurias otrora sufridas para alcanzar esta nueva frontera. Era dable, por ese entonces, depositar a los nuevos pobla­dores, directamente sobre la tierra en que habrían de establecer su finca. Las compañías de ferrocarril querían el mayor número posi­ble de habitantes en el Oeste, pues esto les proporcionaría un mo­vimiento comercial. En consecuencia, pusieron en práctica una campaña publicitaria, según la cual la nueva región venía a ser el paraíso del agricultor (cosa que no coincidía con la verdad). Su pintura, vivamente colorida, de la maravillosa fertilidad de la tierra y de su asombrosa productividad, hizo olvidar a los esperanzados granjeros su vieja noción acerca del Gran Desierto Americano. Salían al encuentro del poblador en ciernes, compa­ñías de présta­mos que le facilitaban dinero (a muy elevados por­centajes de in­terés) para iniciar su instalación. Principió la gran corrida. Volcá­ronse colonos desde la línea 98°, desde zonas más al Este, desde Europa. La última frontera se aproximaba a su demarcación final.

La invención del alambre de púa posibilitó fincas de 160 acres de superficie. En una región desprovista de madera, inundada de ganado, el problema del cercado se vuelve sumamente importante. Faltando éste existe el inconveniente de que el ganado se expandía por sobre los labrantíos. Las vallas de madera resultaban inabor­dables, demasiado costosas. El alambre de púa era barato y eficaz. Solucionaba el problema.

El agricultor que, sobre la pradera salvaje, se estableció en la región de los altos pastizales, conquistó para sí las mejores tierras de labranza de los Estados Unidos. El que se corrió más hacia el Oeste, adentrándose en la región de hierbas a ras del suelo tuvo que resolver un problema: la obtención de agua sufi­ciente. El pozo a la antigua usanza, de confección casera, em­pleado "allá en el pago", con su "viejo balde de roble", de nada servía en la llanura seca. Las napas estaban a demasiada profundidad y el suelo era excesiva­mente duro. La dificultad se salvó en la década de 1870, con el uso de perforadores de metal que podían practicar un agujero de tres­cientos pies de profundidad. Pero, siendo el pozo tan hondo, la ta­rea de elevar el agua, haciendo deslizar la cuerda en la vieja forma resultaba harto difícil. Había que inventar un modo mejor. Y éste no debía acarrear un gasto grande porque, por lo general, los agri­cultores eran gentes pobres. Este escollo se obvió mediante el uso del molino de viento. Era muy barato y extraía agua mientras so­plaba el viento. ¡Y cómo sopla en las llanuras!

Se cuenta una anécdota según la cual una persona que se hallaba de visita en una estancia del Oeste encontró, para su agrado, exce­sivamente fuerte el castigo del viento, así como inso­portable su persistencia. No estaba acostumbrada a ese ventarrón, Desespe­rado, se dirigió a un vaquero y le preguntó: "¿Sopla así, en esta forma, todo el tiempo?"

"No", respondióle el vaquero, "quizás sople de este modo du­rante una semana o diez días y después cambiará y soplará como los mil demonios por un rato".1

El molino de viento se convirtió en algo muy común de ver en la llanura. Ayudó a resolver el problema del agua que afectaba a algunos granjeros y hacendados. En otros puntos del Oeste, la irri­gación y el secano brindaron la solución. Existen aún grandes man­chones de la llanura que jamás serán aptos para la agricul­tura, pero que pueden dedicarse y en efecto lo son, a la cría de ganado bovino y lanar.

Inventados el arado de disco, la segadora y otras máquinas agrí­colas, hallaron su mayor aplicación en los Grandes Llanos, donde el firme suelo estaba libre de piedras o tocones. Empero, la ausen­cia de árboles configuró para algunos pobladores una in­quietante experiencia. Así resultó en el caso de Beret, en la be­llísima historia titulada Giants in the Earth: "La anchurosa extensión que se dila­taba a lo lejos, interminablemente, en todas direcciones, casi pa­recía el océano, especialmente en los momentos en que iba ca­yendo la oscuridad. A ella le traía un poderoso re­cuerdo del mar y, sin embargo, era muy diferente... Esta pradera informe no ence­rraba el latido de un corazón, no había cántico de olas, alma capaz de conmover... o interesar... ¿Cómo podrán soportar este lugar los seres humanos?, pensó. ¡Ni siquiera hay algo que permita escon­derse detrás!" 1

El movimiento de los pobladores que se internaban en los Gran­des Llanos continuó. En 1890, por primera vez, un consolidado grupo de Estados conectó el Atlántico y el Pacífico entre sí. Había culminado la demarcación de la frontera.

CAPITULO VIII


EL NORTE MANUFACTURERO

"La costumbre de confeccionar estos groseros paños (de lana y de hilo y lana mezclados) en las familias privadas, prevalece en toda la provincia, y en casi todas las casas se manufacturan en can­tidad suficiente para el uso de la familia, sin el menor de­signio de enviar al mercado parte alguna de éstos, pues en cada hogar pulu­lan los niños a los que se pone a trabajar en cuanto están en condi­ciones de hilar y cardar; y como todas las familias se hallan pro­vistas de un telar, los tejedores ambulantes que via­jan por el país, se encargan de dar el acabado al trabajo."

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