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Leo huberman


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¿Cuál sería el mecanismo de todo esto? Supongamos que la masa popular, presa de alto grado de exaltación, quisiera promul­gar leyes peligrosas y se negara, en los comicios a realizarse al cabo de dos años, a reelegir los viejos representantes y un tercio de los se­nadores, aún quedarían los otros dos tercios del Senado y la Su­prema Corte para velar a los efectos de que ninguna ley nueva y "riesgosa" fuera precipitadamente tramitada. La Consti­tución pa­recía proveer, de todas formas, protección a la propiedad contra el peligro derivado de la clase baja.

Los viejos brindis de los oficiales del Ejército Revolucionario, "A la salud del cemento para la Unión" y "¡Aros al barril!" se ve­rían materializados por este nuevo plan. El preámbulo de la Cons­titución comenzaba así: "Nos, el pueblo de los Estados Unidos, a los fines de formar una unión más perfecta..." Proveía un gobierno central que sería fuerte; un gobierno que combinaría trece Estados separados y litigantes para constituir un solo país, Si la Constitu­ción era aceptada por el pueblo, se establecería un vínculo real, los Estados de Norteamérica se convertirían, verda­deramente, en los hechos así como en nombre, en Estados Unidos de Norteamérica.

Pero tropezarían con escollos en su camino quienes tan ardua­mente habían trabajado, timoneando el buque de Estado. De acuerdo con los Artículos de Confederación, antes de que el nuevo plan pudiera adquirir carácter de ley debía ser enviado a cada una de las legislaturas estatales y ser aprobado por éstas, una por una. Los padres de la Constitución sabían que, bajo tal requisito, men­guada probabilidad tendría su plan, de manera que insertaron au­dazmente en el texto de la Constitución una cláusula por la que habrían de convocarse reuniones especiales en cada Estado, a los fines de decidir sobre ella, y que no bien nueve de los trece Estados la hubiesen aprobado, la Constitución se convertiría en ley de la Nación.

Ese atrevido golpe de timón les permitió salvar el primer esco­llo, pero les saldrían al encuentro otros más. Desde el 17 de se­tiembre de 1787 hasta julio de 1788, se prolongó en todo el territo­rio del país una agria disputa entre los partidarios de la Constitu­ción y los que la rechazaban. No todos los ricos la apo­yaban; no todos los pobres se le oponían. Pero en general, el embandera­miento era así: prestamistas, manufactureros, mercaderes, especu­ladores —los ricos— en el bando "sí", y los pequeños agri­cultores, artesanos —los pobres en el bando "no". No todo el mundo tenía derecho a votar; había asimismo personas a quienes no les intere­saba hacerlo; votó, ya sea a favor o en contra, nada más que la cuarta parte de la población masculina blanca, mayor de veintiún años.

Los ricos contaban con una organización mejor; tenían hom­bres más hábiles; disponían de más dinero para gastar; extrae­rían mayor beneficio de la victoria de su bando; trabajaron con más ahínco buscando vencer. Los pobres no estaban tan bien organizados; se hallaban diseminados en los distritos de la cam­piña; de su lado figuraban menos "grandes nombres"; no poseían dinero con que seguir adelante. Sin embargo, la votación estuvo muy pareja. Rhode Island y Carolina del Norte votaron en contra de la Consti­tución. En otros tres Estados pareció que ganarían los partidarios del "no", pero después de toda suerte de tretas y discursos, salieron vencedores los campeones del "sí".

En Pennsylvania, por ejemplo, varios sostenedores del "no", intuyendo que sus adversarios tratarían de impresionarlos con algo, se abstuvieron intencionalmente de concurrir a una reunión de la legislatura. Ello redundaría en que los proyectos de ley que los de­fensores del "si" querían aprobar, no podrían ser sometidos a vota­ción ya que faltaba quorum. De modo que los "sí" irrumpieron en las moradas de los "no", los arrastraron, a través de las calles, hasta el local donde se celebraba la reunión y los retuvieron allí por la fuerza hasta que se tomó el voto .1

El estrecho margen de ventaja que distinguió a la votación de algunas de las reuniones estatales, demuestra cuan enconada fue la lucha:

A favor En contra

En Nueva York 30 27

En Nueva Hampshire 57 47

En Massachusetts 187 168

En Virginia 89 79
El 21 de junio de 1788, Nueva Hampshire, el noveno Estado, aceptó la Constitución y el nuevo plan se convirtió en ley de la Nación. Los trece Estados quedaron ligados por un fuerte gobier­no central.

En 1789, George Washington fue elegido primer presidente de los Estados Unidos.

Capítulo VI
UN RIFLE, UN HACHA

Y una bolsa de maíz. Estas fueron las armas en una feroz ba­ta­lla, en una brega que exigía coraje, en una lucha durante la cual sólo sobrevivieron los fuertes. Contrariamente al usual desen­vol­vimiento de los combates, éste no fue el enfrentamiento de dos ejércitos organizados; se trató de una contienda más apasionante entre hombres, mujeres y niños por un lado y el ignoto yermo por otro.

En el año 1770, antes de la Revolución, el general inglés Gage, en carta dirigida a su país, había escrito, refiriéndose a los nor­tea­mericanos: "Es la Pasión de todo hombre ser terrateniente y las gentes tienen la natural disposición de vagabundear en busca de tierras buenas, por mayor que sea la distancia."

Lord Dunmore, otro inglés, coincidía con el análisis de Gage. Escribió acerca de los norteamericanos. "No adquieren apego al lugar: el vagabundeo parece injertado en su Naturaleza... ellos... imaginan siempre que las tierras de más allá son aún mejores que aquellas sobre las cuales ya se han establecido." 1

Gage y Dunmore no se equivocaban. ¿Qué otra cosa podía ocu­rrir cuando un pueblo hambriento de tierras y dotado de la dispo­sición de errar descubrió que podía ser suya parte de los mejores suelos de labrantío del mundo, por ningún o muy poco dinero? ¿Cuánto tiempo querría permanecer en su villa natal una persona que no había hallado en la vida de ésta ubicación para sí misma, cuando existía la posibilidad de trasladarse al oeste y recomenzar desde el principio?

Alegres, dinámicos jóvenes ansiosos de que "ocurriera algo" percibieron el contraste; en sus lares todo invariablemente igual, ninguna agitación, ningún cambio, pero en la línea fronteriza in­dios, animales salvajes, detonaciones de armas de fuego, peligro, aventura; ¿se tomarían el tiempo de pensarlo dos veces antes de partir? Consideremos el caso de los desheredados, sin una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre con el fantasma de la cárcel de deudores ante su vista ¿cómo reac­cionarían esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región? Veamos el ejemplo que nos brinda un labrador que hace muchísimo tiempo viene roturando su suelo, hasta agot


arlo, o que desde el primer día tuvo que luchar con un terreno pobre o pedregoso; llega de pronto la noticia de una maravillosa área virgen, jamás arada, ¿cuánto tardará en despedirse de la vieja granja y emprender camino hacia la nueva? El inmigrante que, es­capando de las miserias del Viejo Mundo, arriba al Nuevo, quiere comprar tierras para establecer una alquería, pero se en­cuentra con que las de la costa son excesivamente caras; en cambio, en el Oeste, la tierra es muy barata. ¿Vacilará en enfilar rumbo al oeste?

¿Cuánto demoró toda esta gente en volcarse dentro del Oeste? La respuesta es fácil. De 1770 a 1840 el movimiento en esa direc­ción se intensificó. En los primeros años sólo comprendía un pu­ñado de personas, al correr del tiempo envolvió a centenares de miles. Multitudes de buscadores de tierras cayeron en tropel sobre el Valle del Mississippi. Su irrupción se convirtió en estampida. Los célibes preparaban su equipaje y partían, las familias recogían sus enseres y se marchaban, villas enteras hacían las maletas y se iban. Norteamérica bullía. En 1770 había cinco mil personas aI oeste de los Apalaches; en 1840 ocho millones. Millones y millo­nes de acres de tierras fueron ocupados por la móvil horda.

¡Cómo se apiñaba la gente dentro del Valle del Mississippi! Había toda suerte y toda condición de personas, a pie, a caballo, empujando carros, en carretas, a bordo de embarcaciones. La edi­ción del Salem (Massachusetts) Mercury del día martes 23 de di­ciembre de 1788, publicó la siguiente información procedente de Virginia: "Un caballero que partió de Kentucky el 18 de setiembre informa que en su camino halló 1.004 personas, que integraban un solo pelotón, en marcha hacia Kentucky."

Robbstown es una villa situada en Pennsylvania, directamente sobre la ruta oeste hacia Pittsburgh. En un mes, del 6 de octubre al 6 de noviembre de 1811, informó que 236 carretas que trans­porta­ban hombres, mujeres, niños y 600 ovejas, la habían atra­vesado con rumbo a Ohio. Esto es lo registrado en una sola po­blación, en el plazo de nada más que un mes.

"Informes provenientes de Lancaster (Pennsylvania) estable­cen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad y que el portazgo se veía completamente cubierto de gru­pos de emigrantes. En Zanesville (Ohio) 50 carretas cruzaron el Muskin­gum en el término de un día."

"Por Easton, Pennsylvania, emplazada en la ruta hacia el oeste favorita de los habitantes de Nueva Inglaterra, pasaron 511 carretas con 3.066 personas en un mes. Iban en caravanas de 6 a 50 carretas diarias."

El mundo jamás había presenciado antes un movimiento se­me­jante. Constituía una corriente inagotable. Las ciudades cre­cían y surgían las villas casi de la noche a la mañana. "Mount Pleasant, localidad del condado de Jefferson, Ohio, era en 1810 una alde­huela compuesta por 7 familias que vivían en cabañas. En 1815 albergaba 90 familias que totalizaban 500 almas, tenía 7 almacenes y 3 tabernas, una capilla, una escuela, un mercado, una máquina para hilar lana, una fábrica de hilo y 40 artesanos y mecánicos que representaban 11 oficios." 1

En 1817, dijo John Calhoun: "Estamos creciendo grandemen­te, rápidamente, asustadoramente, me atrevería a decir." Quizás este último adverbio sea el correcto.

Bastan las cifras para gritar los hechos. Michigan tenía: en 1810, 4.000 personas; en 1820, 8.000 personas; en 1830, 31,000 per­so­nas, y en 1840, 212.000 personas.

¡Habían transcurrido sólo treinta años! Era asombroso. La línea cada vez más extendida, moviéndose, moviéndose, movién­dose, siempre hacia el Oeste.

De la magnitud de este tremendo éxodo en dirección oeste, cabría colegir que marchar hacia occidente era la tarea más sen­cilla del mundo. De ningún modo. El éxodo de la mayoría de estas per­sonas se realizaba según esta forma de traslado, porque, o bien ca­recían absolutamente de dinero o bien tenían poco, de manera que los afelpados asientos en veloces ferrocarriles que podían cumplir el recorrido en veinticuatro horas no eran para ellas; por lo demás, los ferrocarriles que nosotros conocemos sim­plemente no existían para nadie, con dinero o no. Las soberbias carreteras de concreto que nos son familiares ni siquiera se so­ñaban; los camiones y au­tomóviles con sus amortiguadores, sus confortables asientos a re­sorte y sus neumáticos, demorarían se­tenta y cinco años en venir. No, para estos primitivos pioneros, marchar hacia el Oeste consti­tuía su ideal pero no porque fuese fácil hacerlo. Los Montes Apala­ches, aun cuando no tan altos como los Rocallosos, oponían no obstante una barrera real. Las alturas de la cordillera sólo alcanzan un promedio de tres mil pies, pero ésta tiene aproximadamente trescientas millas de ancho y es larga y continua. Uno encuentra un resquicio en una sierra y después debe alejarse hacia el Norte o el Sur, durante millas, para hallar otro paso que atraviese la siguiente. En ninguna parte hay aberturas enfrentadas a lo largo de las mon­tañas.

Desde luego que los ríos que atravesaban la cordillera repre­sentaron una gran ayuda. Pero el viajero tenía que vadearlos y no era cosa simple hacer cruzar su familia y su ganado. Ocasio­nal­mente, una lluvia de verano hacía desbordar un riachuelo de mon­taña, convirtiéndole en veloz torrente. En esos casos el cruce era sumamente peligroso. Siempre estaba presente el temor a un ataque de los indios. Traspuestas sin peligros las montañas, la mar­cha se aliviaba en algo. Podía entonces la familia entera, marido, mujer, hijos y animales, subir a una balsa o a una chata y dejarse llevar río abajo por la corriente. Desgraciadamente, por ser tan numerosa la gente que viajaba hacia el Oeste, era difícil procu­rarse de inme­diato una embarcación. Puesto que todo el mundo andaba en mo­vimiento, costaba hallar obreros. A menudo, una familia en viaje debía esperar por espacio de semanas antes de ver construida su barca. Y siempre, aun flotando río abajo, per­sistía el peligro de los sorpresivos ataques de los indios, desde la orilla. Por esta razón, muchas chatas eran completamente cer­cadas, por todos lados, de modo que parecían fuertes flotantes. A babor y estribor orificios para los rifles de los emigrantes.

Más tarde, en aquellas regiones del país donde los indios ha­bían sido eliminados, las embarcaciones presentaban un aspecto más específico. James Hall viajó al Oeste en la década de 1820. Nos relata lo que vio en el río Ohio:

Hoy pasamos a dos grandes armadías, amarradas una a otra, mediante cuya sencilla conducción varias familias provenientes de Nueva Inglaterra se transportaban a sí mismas y a sus efectos a la tierra de promisión situada en los bosques del oeste. Cada armadía tenía 80 ó 90 pies de largo, ha­biéndose levantado sobre, ella una caseta; y en cada una había una parva de heno, alrededor de la cual comían varios caballos y vacas, en tanto que los accesorios mecá­nicos de una granja, los arados, las carretas, los cerdos, los niños y las aves de corral, distribuidos al descuido, proporcionaban al todo el aspecto más de una residencia permanente que de una caravana de aven­tureros en busca de hogar. Una anciana de respetable apa­riencia, con un par de anteojos montado sobre la nariz, se hallaba sentada en una silla, a la puerta de una de las cabañas, entregada al oficio de tejer; otra mujer lavaba en la batea; los hombres masca­ban su tabaco y los diversos queha­ceres familiares parecían cum­plirse con la puntualidad del reloj. En la forma antedicha estas per­sonas viajan con escaso gasto. Traen sus propias provi­siones; su balsa flota con la corriente y el honrado Jonathan,* rodeado de los regaños, gruñidos, berridos y relinchos proferidos por sus subordi­nados, se desliza al punto propuesto sin abandonar el calor de su propio hogar, y una vez alcanzado ese punto, puede descender a la costa con su casa, e iniciar sus asuntos...1

Los ríos del Oeste estaban sembrados de los pontones, las chatas y los lanchones de hombres, mujeres, niños y sus animales, amon­tonados entre sí. Frecuentemente, cuando una familia descubría un paraje que le parecía bueno para establecerse, hacía alto, des­ar­maba su embarcación y construía su casa con los tablones.

Allí donde el camino era lo suficientemente ancho se usaban ca­rretas. Pero mucha gente no podía darse el lujo ni siquiera de las rústicas, incómodas carretas de la época. Constituía un es­pectáculo corriente ver familias íntegras recorriendo a pie cientos de millas. Más de una vez ese espectáculo resultaba penoso. "Una familia cómpuesta de 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana, hizo a pie todo el camino a Easton, Pennsylvania (cerca de 415 millas), lugar al que arribaron ya avanzado febrero, arrastrando a los niños y a sus bienes en un carro de mano. Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 200 millas). En un carrito traccionado me­diante 4 ruedas de madera de un pie de diámetro iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás de éste marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos, y 7 niños más a su lado." Hacía falta valor para afrontar penurias como estas.

Los caminos eran pésimos. He aquí una típica historia del Oeste, que nos indica hasta qué punto:

En 1820, un viajero que pasaba a caballo por Ohio, llegó, re­co­rriendo los embarrados caminos, a un punto poco menos que in­franqueable. Descubrió un sombrero de castor que yacía con la copa para arriba en el lodazal. ¡Imaginen ustedes su sorpresa cuando lo vio moverse! Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo de éste apareció la cabeza de un hom­bre, la cabeza, no de un fantasma, sino de un hombre de carne y hueso, que se volvió hacia el viajero y exclamó: "¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero'?" El héroe de nuestra historia quedó tan alelado que por espacio de un instante o dos no comprendió que la cabeza pertenecía a un hombre, hundido hasta el cuello en el barro. No tardó, empero, en recobrarse y le dijo: "Desmontaré y trataré de sacarlo del barro, tirando de usted."

"Oh, no se preocupe", replicó el otro. "Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos."1

No, no era fácil el traslado al Oeste. Entrañaba una vida llena de fatigas. Ni siquiera más tarde, cuando se construyó la Carre­tera Nacional y los barcos a vapor reemplazaron a las chatas y los in­dios fueron finalmente repelidos lo bastante atrás como para ami­norar su amenaza, ni siquiera entonces dejó el viaje de ofrecer difi­cultades y peligros. Con todo, las hordas de gentes continua­ron presionando hacia el Oeste. Si bien, ocasionalmente, las com­pañías de bienes raíces ayudaban a los emigrantes a conseguir las tierras que querían vender y, a veces, se juntaban grupos de convecinos de las ciudades del Este y viajaban formando un solo núcleo, colma­ban el Oeste principalmente familias aisladas. Ma­rido, mujer e hijos, hambrientos de una tierra que fuese suya, tal la unidad que más frecuentemente arrostraba los peligros del viaje, escalaba las montañas, recorría trabajosamente a pie los senderos, flotaba río abajo y se labraba un hogar, extrayéndolo de la densa espesura.

No supongan ustedes que, una vez llegados y establecidos en un lugar, los viajeros quedaban permanentemente instalados. Oh, no. Se veían impelidos a levantar campamento y a moverse nue­va­mente, en cuanto recibían noticias de que había buenas tierras más hacia el Oeste. Se trasladaban, se afincaban, hacían las male­tas, vendían a un recién venido y volvían a desplazarse. El movi­miento bullía en su sangre. J. M. Peck, viajero que recorrió el Oeste en la década de 1830, escribió un libro titulado Una nueva guía para los emigrantes que se dirigen al Oeste. En él expresó que el movi­miento "se ha tornado casi un hábito en el Oeste. Es dable hallar centenares de hombres, que no han alcanzado los 50 años de edad y que se han establecido por 4ª, 5ª ó 6ª vez en un punto nuevo. El hecho de vender todas las instalaciones y mudarse sólo a pocos centenares de millas de distancia, constituye parte de la variedad de la vida y de las costumbres en las fragosidades." 1

Rutherford B. Hayes, más tarde presidente de los Estados Uni­dos, nos cuenta que un hombre por cuya casa pasó, se había mu­dado tan a menudo que hasta sus animales habían contraído el hábito; todos los años, en primavera, sus gallinas solían ir a su en­cuentro y cruzaban las patas, aguardando que se las atara, a los fines de su acostumbrado viaje en dirección oeste.

La familia de Abraham Lincoln se trasladó de Pennsylvania a Kentucky, adonde él nació en 1809. En 1816, cuando Lincoln con­taba siete años, su familia cruzó el Ohio en una balsa, rumbo a In­diana. En 1830, habiendo cumplido Lincoln los veintiún años, su familia volvió a mudarse, de Indiana a Illinois. Esto era típico en la vida del Oeste.

Ola tras ola se agitó en dirección oeste. La línea fronteriza si­guió desplazándose hacia adelante.

El búfalo y el ciervo transitan primero, por maravilloso ins­tinto animal, a través de los resquicios en las montañas, las rutas practi­cables más cortas, que conducen a los manantiales de agua salada; luego rastrea el indio la senda del búfalo; el traficante blanco va detrás, sobre la pista del indio; en busca de presa viene el cazador por la misma huella; a la zaga se aproxima el pionero agricultor que despeja su rincón de espesura, construye su ca­baña de troncos y deja caer a su ganado en la pradera salvaje; no pasa mucho tiempo y avanza otra ola de emigrantes, enton­ces el pionero agri­cultor, anhelando más espacio abierto, vende su finca a los pobla­dores más recientes y se interna en el Oeste para proseguir su mi­sión de explorador en otro punto, en tanto el comprador introduce mejoras en la que fue su cabaña de troncos, coloca una chimenea de ladrillos y ventanas con cristales y agran­da el claro que su ante­cesor desbrozó; invade el lugar una nueva ola de colonizadores; los terrenos mejorados se han valorizado y el propietario está dispuesto a vender y repetir exactamente el proceso anterior, unos cuantos centenares de millas al Oeste. Lo que hasta hace poco fue línea fronteriza, ahora se convierte en región de amplias haciendas, casas bien construidas, caminos tran­sitables, escuelas, fábricas, ciudades —civilización— mientras que, en el Oeste, se crea una nueva frontera.

Cúpole, desde luego, al grupo inicial de pobladores a los caza­dores que rastrearon su presa y a los pioneros agricultores que los siguieron inmediatamente después la verdadera lucha con el indio y con las agrestes soledades. A ellos les tocó la vida ruda, azarosa. Las hazañas de Daniel Boone, el más famoso de los exploradores, son conocidas por todo escolar norteamericano. Hubo muchos otros a quienes correspondieron experiencias igual­mente emocio­nantes. William Cooper, uno de los primeros pio­neros de las espe­suras, nos transmite sus impresiones: "En 1785 visité la salvaje y montañosa región de Otsego, donde no existía un solo habitante ni había indicación de camino alguno. Me en­contraba aislado, a 300 millas de mi hogar, sin pan, carne, o alimento de ninguna especie; el fuego y el aparejo de pescar constituían mis únicos medios de subsistencia. Pescaba truchas en el arroyo y las asaba en las brasas. Mi caballo se alimentaba del pasto que crecía al borde del agua. Me tendí sobre mi capote, sin otra cosa alrededor que no fuera la melancólica soledad." 1

Cuando el hombre que habría de vivir en la selva virgen y su familia llegaban finalmente al sitio en que decidían edificar, tenían por delante una intensa y ardua tarea. Debían procurarse inmedia­tamente refugio y comida. Había que despejar de árboles el lugar, cortando los troncos según largos adecuados para una cabaña; había que cavar un pozo del cual sacar agua y arar el suelo para sembrar. Frecuentemente acechaban, desde el denso bosque, los animales salvajes y los indios hostiles.

El pionero necesitaba herramientas. Poseía un rifle, un hacha y una bolsa de maíz.

Su rifle servía dos propósitos; representaba una protección con­tra los indios y también el medio con que procurarse el alimento. La familia pionera se sustentaba, durante largos períodos de tiempo, con la carne del ciervo, del pavo salvaje y de otros anima­les muertos valiéndose del rifle, siempre presente. El hombre de las selvas aprendió pronto a ser rápido y certero con su arma y no tardó en convertirse en "infalible tirador". Cuando tropezaba con el enemigo y trababa con éste una lucha cuerpo a cuerpo, podía hacer uso de su daga, desplegando la misma destreza.


El hacha era, claro está, absolutamente esencial para derribar los árboles. Se la cuidaba muy especialmente. Un hacha pesaba de tres a cuatro libras y media. El mango, invariablemente hecho de nogal americano, tenía forma oval, y alrededor de dos pies y cuatro pul­gadas de largo; siempre ostentaba sobre su superficie una raya que indicaba la medida de uno o dos pies, a los fines de calcular las dimensiones de los "cortes para cercados" o de los troncos destina­dos a la construcción de las cabañas. La parte inferior del mango se hacía indefectiblemente más angosta que la superior, a fin de pro­porcionarle un leve grado de elasticidad; esto no sólo aumentaba la potencia del hacha, sino que también ahorraba a la mano los efec­tos de cualquier sacudida. Las piedras de afilar eran raras, pero toda vivienda se hallaba provista de una muela. Por último, una regla, que jamás debía violarse, consistía en calentar en el invierno la hoja o el filo de la herramienta, antes de hachar madera; de lo contrario, corría el riesgo de quebrarse.
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