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LEO HUBERMAN

NOSOTROS

EL PUEBLO
Una Historia Socialista de los Estados Unidos

www.omegalfa.es

Nosotros el Pueblo

Historia Socialista de los Estados Unidos


Traducción de Mariana Payró de Bonfanti
Texto Publicado por Monthly Review Press, 1964

En español: Editorial Palestra, Buenos Aires, 1965


La presente edición digital respeta el texto de la edición argentina, aunque la maquetación actual ha modificado el número de páginas así como la colocación de las notas finales, que han sido dispuestas a pie de página.
Maquetación: Demófilo, 2011.

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OMEGALFA

ΩΑ

A mi esposa


PRÓLOGO A LA EDICIÓN REVISADA

Gran parte del material original de este libro se publicó primero en el año 1932, justo antes de la elección de Franklin Delano Roo­sevelt como trigésimo segundo presidente de los Es­tados Unidos. Los quince años transcurridos desde esa fecha, señalan el comienzo de una nueva era en la historia de nues­tro país.

En realidad, la antigua era no concluyó en 1932, sino en 1929 cuando sobrevino el derrumbe. Desde sus primerísimos albo­res hasta 1929, Norteamérica fue la Tierra Prometida, donde fluían el acero y el petróleo al igual que la leche y la miel. Era una tierra de riquezas hacia la que se encaminó el pobre de Europa en busca de opulencia. Era una tierra de libertad hacia la cual volaron los escla­vizados y oprimidos.

He tratado de escribir la historia que compulsa la medida en que la promesa resultó y no resultó cumplida.

La primera parte, que comprende los capítulos I a XIV, cubre el periodo más largo abierto por las exploraciones iniciales y cerrado por el auge de 1929. Constituye un emocionante relato acerca de la forma en que se construyó una nación a través de los esfuerzos de hombres, mujeres y niños de valiente corazón, frente a grandes contrariedades. Es la historia de una tremenda expansión econó­mica bajo el dominio de la forma corporativa de empresa comer­cial. Es la saga de los Grandes Negocios en Nor­teamérica, su loca­lización más congenial. Es la narración del ascendente poder del monopolio.

Lo cual no quiere decir que este poder no haya sido desafia­do. De los granjeros y de los obreros industriales derivó una oposición. Se incluye la historia de esa oposición. Y, al propio tiempo, una relación de las aventuras en el extranjero de los Grandes Negocios norteamericanos, que los convirtieron, a fines del siglo diecinueve, en una fuerza mundial.

La segunda parte, capítulos XV a XX, consta de material nuevo. Da cuenta de la bancarrota, del terror, de las angustias, y de una desvalida búsqueda a tientas, tras la luz que se apagó. Comienza con la estrepitosa quiebra de 1929 y se ocupa amplia­mente de las tentativas del New Deal por reparar el daño y volver a poner en funcionamiento los engranajes. Pero, siendo que el inevitable de­rrumbe de 1929 provenía de una crisis que no se había producido dentro del sistema, sino que era una crisis del sistema, el New Deal forzosamente debía fracasar. Esto es, no obstante, precisamente lo que torna tan importante la clara com­prensión del New Deal y de sus desesperados esfuerzos en pro­cura del Socorro, de la Recupera­ción y de la Reforma. Porque el New Deal ayudó a educar a millo­nes en cuanto a los buenos resultados y los malos resultados de todo el sistema. Empezaron a aprender que la mera buena voluntad, tal como la representaba el New Deal, no bastaba; que lo que hacía falta no era una nueva mano sino un nuevo mazo de cartas.

"Norteamérica derramaba promesas". Pero dichas promesas se cumplieron, en los años recientes, sólo en lo que atañe a los hom­bres de la cúspide. En estos momentos es de crucial importancia que el cumplimiento de las promesas toque a todos noso­tros. El sueño norteamericano puede volverse realidad. A noso­tros nos co­rresponde llevar a la realización esa transformación pronto por­que la historia no aguardará.

Deseo expresar mi profunda gratitud y estimación a las si­guientes personas: al Dr. N. B. Heller, quien por primera vez me enseñó la importancia del papel que juega la economía en la histo­ria; a Sybil May, al Dr. Otto Nathan, a Aleine Austin y a mi esposa Gertrude, por su constante aliento y análisis crítico del manuscrito; y a la Viking Press y a Reynal y Hitchcock por la autorización con­ferida para hacer uso de material extraído de mis otros libros por ellos publicados.

LEO HUBERMAN



Nueva York, enero de 1947

PREFACIO A LA NUEVA IMPRESIÓN
La edición revisada de We, the People se agotó unos cuantos años después de haberse publicado en 1947. Yo albergaba espe­ranzas de encontrar tiempo para agregar varios capítulos con miras a una nueva edición que actualizara el relato, pero no he conseguido hacerlo. Entre tanto, he examinado los textos de his­toria que se publi­can anualmente en la esperanza de hallar alguno que dé énfasis a lo que, entiendo, lo demanda sobre los obreros y no sobre las guerras, sobre el hombre común, no sobre los "líde­res". No ha surgido nin­guno. Por tanto, parecía buena idea no aguardar más y reimprimir la edición de 1947. Este es, pues, el libro original, según fuera revisado en 1947.

LEO HUBERMAN.



Nueva York, marzo de 1964.

PARTE


I

CAPÍTULO I


¡AQUÍ VIENEN!

Desde sus comienzos mismos Norteamérica ha constituido un imán para los pueblos de la Tierra. Éstos han sido traídos a sus costas desde cualquier parte y de todos lados, desde cerca y desde lejos, de regiones cálidas y de regiones frías, de la montaña y de la llanura, del desierto y del campo fértil. Dicho imán, de tres mil millas de ancho y mil quinientas de largo, ha atraído a todos los tipos y a todas las variedades del ser humano viviente. Gente blanca, gente negra, gente de raza amarilla, gente morena; cató­licos, protestantes, hugonotes, cuáqueros, bautistas, metodistas, unitarios, judíos, españoles, ingleses, alemanes, franceses, norue­gos, suecos, daneses, chinos, japoneses, holandeses, bohemios, ita­lianos, aus­tríacos, eslavos, polacos, rumanos, rusos, con lo cual apenas iniciamos la lista; agricultores, mineros, aventureros, sol­dados, marineros, ricos, pobres, mendigos, ladrones, zapateros, sastres, actores, músicos, sacerdotes, ingenieros, escritores, cantan­tes, cavadores de zanjas, manufactureros, carniceros, panaderos y fabricantes de candiles.

Primero vinieron los noruegos; luego un italiano que navegaba en nombre de España; después otro italiano que se había hecho a la mar enviado por Inglaterra; más tarde españoles, portugue­ses, in­gleses, franceses; por último un inglés que zarpó de Holanda. To­dos ellos descubrieron regiones de América, exploraron un poco e izaron luego la bandera de su país, reivindicando la tierra como suya. Regresaron a sus patrias y narraron historias (algunas ve­rídi­cas) acerca de lo que habían visto. La gente los escuchó y creyó y vino. En el término de trescientos años, llegaron millones, a veces a razón de un millón por año.

Esta inmigración sin par de pueblos, se cumplió no sin dificul­tades y peligros. Cruzar el océano en el Queen Mary o en el Queen Elizabeth, paquebotes que tienen más de novecientos setenta y cinco pies de longitud y que pesan más de ochenta mil toneladas, es una cosa. Pero atravesar el Atlántico en un velero que medía quizás noventa pies de eslora por veintiséis de manga, con un porte bruto de sólo trescientas toneladas, era otra cosa muy di­ferente. (Los ferrobarcos comunes que transitan el río Hudson pesan un promedio de setecientas toneladas.) Durante más de 200 años los inmigrantes primitivos se volcaron en los Estados Unidos valién­dose de barcos así. Es bueno recordar, a la vez, que en aquellos días no había refrigeradores —el pescado y la carne debían salarse a los efectos de su preservación— y muy a menudo el cruce llevaba tanto tiempo que todos los alimentos se pudrían.

A continuación transcribimos un pasaje de la carta escrita por Johannes Gohr y algunos amigos, en la que describían el viaje que efectuaron desde Rotterdam a Norteamérica, en febrero de 1732 (más de cien años después de iniciarse el diluvio de inmi­grantes). "Nos llevó 24 semanas cubrir la distancia de Rotterdam a Martha's Vineyard. Al principio superábamos en número a 150 personas, más de cien perecieron.

"Para no morirnos de hambre, debimos comer ratas y ratones. Pagábamos de 8 peniques a 2 chelines por un ratón, 4 peniques por un cuarto de galón de agua." 1

Gottlieb Mittelberger era un organista que vino a este país en 1750, a cargo de un órgano remitido a Filadelfia. He aquí parte de su historia:

Tanto en Rotterdam como en Amsterdam la gente es densa­mente apiñada, cual si se tratara, diríamos, de arenques, en los grandes veleros de mar...

Cuando los barcos han levado por última vez ancla en Cowes, comienzan las verdaderas desdichas, pues, a partir de allí, fre­cuentemente deberán navegar, salvo que cuenten con buenos vientos, 8, 9, 10 ó 12 semanas antes de tocar Filadelfia. Pero, con el mejor de los vientos el viaje dura 7 semanas...

No es extraño que la mayoría de las personas se enferme, por­que además de todos los otros padecimientos y penurias, sólo se sirve comida caliente 3 veces por semana, siendo las raciones muy menguadas y pequeñas. Estas comidas apenas pueden ingerirse a causa de su falta de higiene. El agua que se sirve en los barcos a menudo es muy negra, espesa y llena de gusanos, de modo que uno no puede evitar la repugnancia, aun experi­mentando la mayor sed. ¡Oh, seguramente que muchas veces uno daría en el mar una gran suma de dinero por un trozo de buen pan, o un sorbo de buena agua, si tan siquiera pudieran obtenerse. Yo mismo tuve sufi­ciente experiencia de ello, lamento decirlo. Hacia el final nos vimos obli­gados a comer la galleta del barco, echada a perder desde hacía rato, aunque, en una galleta entera hubiese apenas un redondel del tamaño de un dólar que no estuviese lleno de gusanos rojos y de nidos de araña. El hambre y la sed cuando son grandes nos fuer­zan a comer y beber cualquier cosa, pero muchos lo hacen a costa de sus vidas..., cuando los barcos tras su largo viaje han anclado en Filadelfia, no se permite a nadie abandonarlos, excepto a aque­llos que pagan su pasaje o pueden proporcionar una buena seguri­dad; los que no reúnen tales condiciones deben permanecer a bordo hasta que alguien los haya comprado y sean retirados de los barcos por los compra­dores. Toca siempre a los enfermos la peor suerte, pues los sanos son, naturalmente, preferidos y adquiridos primero, de manera que los infelices enfermos a menudo deben permanecer a bordo, frente a la ciudad, durante 2 ó 3 semanas, y frecuentemente mueren, mientras quo muchos de ellos quizás se recobrarían si pudiesen pagar su deuda y se les permitiera aban­donar inmediatamente el barco...

La venta de seres humanos en el mercado que funciona a bordo del barco se lleva a cabo así: todos los días vienen de la ciudad de Filadelfia y de otros lugares, algunos desde gran distancia, diga­mos 60, 90 y 120 millas más lejos, ingleses, holandeses y encum­brados personajes alemanes que suben a bordo del barco recien­temente arribado, que ha traído y ofrece en venta pasajeros de Europa y escogen entre las personas sanas aquellas que conside­ran apropiadas para su negocio y tratan con ellas el tiempo que servirán en pago del dinero de su pasaje, importe que la mayoría de ellas adeuda aún. Cuando llegan a un acuerdo, sucede que per­sonas adultas se obligan por escrito a servir 3, 4, 5 ó 6 años, pues la suma que adeudan varía de acuerdo con su edad y vigor. Pero los muy jóvenes, aquellos que cuentan de 10 a 15 años deben ser­vir hasta que cumplan 21 años de edad.1

La última parte de esta carta es particularmente valiosa por cuanto nos presenta un sistema muy común entonces. Muchas de las personas que deseaban venir a Norteamérica no poseían el di­nero necesario para abonar su pasaje. Aceptaban, por lo tanto, ven­derse en calidad de sirvientes durante un cierto período de años, a quienquiera pagase su deuda al capitán del barco. Los periódicos publicaban asiduamente avisos informando la llegada de tales gru­pos. El 7 de noviembre de 1728, apareció en el Ame­rican Weekly Mercury, publicado en Filadelfia, el siguiente anuncio:

Acaba de llegar de Londres, en el barco Borden, cuyo coman­dante es William Harbert, una partida de jóvenes sirvientes mas­culinos de aspecto capaz, que comprende labradores, carpinteros, zapateros, tejedores, herre­ros, ladrilleros, enladrilladores, aserra­dores, sastres, corseteros, carniceros, silleros y varios otros ofi­cios, que serán vendidos muy razonablemente ya sea por dinero en efectivo, pan de trigo o harina, por Edward Hoane, en Filadelfia.

Y en el Pennsylvania Staatsbote del 18 de enero de 1774, apare­ció este párrafo:

Aún quedan 50 ó 60 personas de nacionalidad alemana que acaban de llegar de su país. Se las podrá hallar en casa de la viuda Kriderin, en la enseña del Cisne de Oro. Hay entre ellas dos maestros, mecánicos, agricul­tores, también niños pequeños así como muchachos y muchachas. Están de­seosos de servir en pago del importe de su pasaje.

El contrato que estos desventurados "deseosos de servir en pago del importe de su pasaje", habían firmado con el capitán del barco se llamaba escritura y se los conocía por "sirvientes escriturados".

¿No es asombroso que a pesar de los naufragios, de la pu­trefac­ción de los alimentos, de los gusanos, de las pestes, la gente conti­nuara viniendo a millares? Por supuesto que las condiciones mejo­raron. Hacia 1876, casi todos los inmigrantes se trasladaban en grandes vapores que sólo demoraban en cruzar de siete a doce días, en vez del número aludido de semanas en un pequeño velero, como había sucedido hasta entonces. Pero ni siquiera éstos ofrecían un crucero de placer a los pasajeros de proa. Edward A. Steiner nos relata su viaje, realizado a principios de 1900.

No hay ni espacio para respirar abajo, ni lugar arriba en la cu­bierta y los 900 pasajeros de última clase, amontonados den­tro de la bodega... se hallan positivamente hacinados como ganado, tor­nando absolutamente imposible, cuando el tiempo está bueno, un paseo sobre cubierta, mientras que es igualmente imposible respi­rar abajo aire puro en tiempo borrascoso, cuando las escotillas se encuentran cerradas. El hedor se hace insoportable y muchos de los emigrantes deben ser empujados abajo, porque prefieren el rigor y el peligro de la tempestad al aire pestilente de allí...

La comida, que es miserable, se sirve de enormes calderos a cubos especiales, provistos por la compañía de navegación. Cuando se la distribuye, los más fuertes arremeten y se arremoli­nan de modo que las comidas son cualquier cosa antes que orde­nados procesos. Visto todo, debe condenarse como inadecuado el entrepuente para el transporte de seres humanos.
Y una investigadora de la Comisión de Inmigración de los Es­ta­dos Unidos informó en 1911:

Durante estos doce días en el lugar reservado a los pasajeros de última clase, viví en un desorden y en un ambiente que herían en todos los sentidos. Sólo la fresca brisa del mar se sobreponía a los nauseabundos olores... No había espectáculo frente al cual el ojo no prefiriera cerrarse. Todo resultaba sucio, pegajoso y des­agradable al tacto. Toda impresión era ofensiva .1


Ahora bien, está claro que ningún ser viviente padecería las pe­nurias descriptas, a menos que lo movieran muy buenas razones. El final del viaje tendría que prometer algo muy grande para que va­liera la pena el pesar de la separación de parientes y ami­gos, el alejamiento de toda la diversión, la comodidad y la se­guridad del hogar. No es fácil "soltar amarras" y la mayoría de las personas piensa un tiempo muy largo antes de decidirse a ello. ¿Entonces qué hizo que estos millones y millones de personas buscasen hogar en una tierra distante?

En su mayoría, los inmigrantes vinieron porque estaban ham­brientos —hambrientos de más pan y de mejor pan. Norteamérica lo ofrecía. Europa era vieja; Norteamérica joven. El suelo euro­peo había sido labrado durante incontables años; el norteameri­cano era prácticamente virgen. En Europa la tierra se hallaba en manos de unas cuantas personas, integrantes de las clases superiores; en Norteamérica estaba a disposición de todos. En Europa era difícil obtener trabajo; en Norteamérica costaba poco. En Europa había un exceso de obreros a la pesca de los escasos empleos disponibles, de manera que los jornales eran bajos; en Norteamérica faltaban sufi­cientes trabajadores para llenar las plazas desocupadas, de modo que la paga subía a niveles altos.

"En Europa había gran número de personas desprovistas de tie­rras; en Norteamérica amplías extensiones prácticamente libres, despobladas." 1
No sólo eran inconmensurables estas tierras, sino también óp­ti­mas. Teníamos aquí parte de los mejores labrantíos del mundo en­tero; el clima y el suelo apropiados para la producción de virtual­mente todos los frutos de la zona templada y para el pas­toreo de millones de cabezas de ganado; había aquí ríos de miles de millas de largo que irrigaban estos fértiles valles; había aquí oro, plata, cobre, carbón, hierro, petróleo —y toda esta munifi­cencia de la naturaleza se brindaba a cambio de casi nada—. ¡Partir a Norte­américa!

Tomemos por caso a un pobre campesino que vivía en tierras pertenecientes a otro, habitando una miserable choza con un techo lleno de goteras en la que no había ventanas; o el de una persona que pagaba onerosos impuestos, estándole vedada toda opinión en lo relativo al gobierno de su país; o inclusive el de alguien dis­puesto a trabajar pero que no hallaba dónde ocuparse, con la consi­guiente apretura económica y ninguna perspectiva de alcanzar algún día lo suficiente; naturalmente que todas estas personas, al no vislumbrar esperanza alguna de salir del pozo en que vivirían su­midas mientras permanecieran resignadas a su si­tuación, saltarían a la primera oportunidad de poder trasladarse a un lugar como el descripto más abajo por alguien que lo había visto con sus propios ojos:

Las provisiones son baratas en Pennsylvania. La gente vive bien, espe­cialmente de toda clase de granos, que prosperan a la perfección, por ser el suelo virgen y rico. Tienen buen ganado, ve­loces caballos y gran cantidad de abejas. Las ovejas, más grandes que las alemanas, paren por lo general dos corderos al año. Casi todo el mundo cría cerdos y aves de corral, espe­cialmente pavos. Todas las tardes los árboles so cargan tanto de gallinas que las ra­mas se doblan hacia abajo. Aun en la vivienda más humilde y más pobre de este país, no hay comida que no contenga carne, y nadie come pan sin manteca o queso, aunque sea tan bueno como el nuestro. Dada la extensiva cría de ganado, la carne es muy barata; uno puede comprar la mejor carne de vaca por tres kreuzers la libra.1
Advino, claro está, un tiempo en que la mayor parte de la tierra libre de Norteamérica, fue tomada. Pero aún siguieron fluyendo inmigrantes. James Watt había perfeccionado su motor a vapor y aparecieron después otros muchos inventos que modificaron los hábitos de realización del mundo. Norteamérica se fue transfor­mando de granja en fábrica. Sucedió que, si bien anteriormente la mayoría de los inmigrantes procedía del nordeste de Europa de Inglaterra, Irlanda, Alemania y Escandinavia— los nuevos inmi­grantes procedieron principalmente del sudeste europeo: de Ita­lia, Rusia, Austria, Hungría, Polonia. Los nuevos inmigrantes ya no venían a tomar posesión de y a cultivar la tierra como en el pasado, sino a trabajar en las fábricas, los molinos y las minas. Cuando llegó el momento de talar árboles, extraer de las minas el oro, el cobre, el carbón y el hierro, fabricar acero y artículos de vestir, construir ferrocarriles, hicieron falta obreros. Y, cuanto mayor el número de los que llegaban, mayor la necesidad de más alimentos, más viviendas, más puentes, más ropas, más automó­viles, más tre­nes, etcétera. Al tiempo que Norteamérica se modifi­caba para transformarse de país agricultor en país manufactu­rero e industrial, los trabajadores pasaron, de los sitios en que era abundante y barata su labor, a Norteamérica, donde escaseaba y se pagaba cara. Los fabricantes norteamericanos enviaron agen­tes a todos los rincones del mundo a fin de conseguir hombres que trabajasen para ellos. Norteamérica necesitaba obreros. Los obreros de Europa y otros lugares necesitaban empleo. Los empleos aguardaban en este nuevo mundo. ¡Hacia Norteamérica!

Por consiguiente, la gente vino y halló tierras y ocupaciones; por fin tuvo bastante que comer. Por supuesto que describieron su buena fortuna en las cartas que escribieron a los parientes y ami­gos dejados en la tierra natal. Todo el mundo se interesa por las aventu­ras que corren los que se alejan de la patria y estas cartas pasaban de mano en mano y eran ansiosamente leídas por todos. Una carta de Norteamérica constituía un acontecimiento exci­tante. Muy a menudo la gente de un pueblo entero se reunía para escuchar, en conjunto, la lectura de alguna carta recibida de un amigo de Norte­américa. La verdad era de por si suficiente para hacer que los ape­gados a sus hogares quisieran emprender viaje y las más de las ve­ces algunas de las cartas pintaban los hechos con colores sobrecar­gados: una pequeña dosis de verdad y mu­chísima imaginación en­tremezcladas. Corre una divertida historia acerca de un inmigrante recién desembarcado que vio una mone­da de oro de veinte dólares en el suelo, y, en vez de agacharse para recogerla, le dio un punta­pié arrojándola lejos.

Alguien le preguntó: "¿Por qué ha hecho eso? ¿No sabe que es de verdadero oro?"

"Claro que lo sé", replicó, "pero hay enormes pilas de oro en Norteamérica esperando que uno las tome, de manera que ¡por qué molestarme por una sola pieza!" 1

Con harta frecuencia, el sobre que encerraba la carta, con­tenía también el importe del pasaje para los que, indecisos todavía o fal­tos de dinero, habían quedado en el terruño. En estos casos había prueba real del éxito que podía obtenerse. Por un lado, car­tas en las que se describía la abundancia de las cosas buenas; por otro, los alimentos cada vez más y más escasos. El resultado fue la inmigra­ción, pese a los peligros y a las dificultades. ¡Partir a Norteamérica!

Luego, lo que atrajo primordialmente a las gentes, fue una hogaza más grande y mejor de pan. Pero muchos vinieron por otras razones. Una de ellas, la persecución religiosa. Si uno era católico en país protestante, o protestante en país católico, o pro­testante en otra clase de país protestante, o judío en casi cual­quier país sin ex­cepción, muy a menudo se veía en situación bien incómoda. Estaba expuesto a tropezar con serios escollos para conseguir empleo, al escarnio, a que le arrojasen piedras o inclu­sive a ser asesinado, sólo por pertenecer a la religión equivocada (vale decir, distinta). Uno se enteraba de que en Norteamérica la religión no significaba una diferencia tan grande, se podía abra­zar la fe que uno quisiera y había lugar para católicos, protes­tantes, judíos. ¡A Norteamérica, pues!

O acaso era correcta la religión que uno tenía y equivocada la política. Quizás pensáramos que en el país propio se arrogaban demasiado poder unas pocas personas, o que no debían existir re­yes, o que los pobres pagaban impuestos excesivos, o que la masa del pueblo debía tener algo más que decir respecto del go­bierno del país. Por lo tanto, en muchas ocasiones, el gobierno nos conside­raba demasiado radicales y trataba de aprehendemos para encarce­larnos en lugares donde nuestras ideas no corrie­ran el riesgo de subvertir a la gente. Uno no quería caer preso, de modo que aban­donaba el país para evitar que lo prendieran. ¿Adónde ir bajo tales circunstancias? A algún lugar donde se pudiera ser hombre libre, donde no existiera el peligro de quedar encerrado en la cárcel por hablar. Uno recurría probablemente al sitio que José describía en la carta dirigida a su hermano. "Miguel, éste es un país glorioso, se goza de libertad para obrar a voluntad. Se puede leer lo que se quiera y escribir lo que uno guste, y hablar según el propio pensa­miento y nadie te arresta." ¡Zarpar a Nor­teamérica!

Durante varios centenares de años, Norteamérica fue publi­citada tal como hoy lo son los cigarrillos Lucky Stríke y los auto­móviles Buick. Las maravillas eran descriptas en libros, panfletos, periódi­cos, ilustraciones, cartelones; y siempre se im­partía este consejo, "Venga a Norteamérica". Pero, ¿por qué habría de inte­resarse nadie en saber si Patrick McCarthy o Hans Knobloch partían de su hogar europeo para radicarse en Norteamérica? En épocas distintas, hubo dos grupos interesados, pero por idéntica razón: el lucro comercial.

En el comienzo mismo, hace más de trescientos años, orga­nizá­ronse compañías comerciales que obtuvieron por nada o casi nada inmensas extensiones de tierras en Norteamérica. Esas tie­rras ca­recían, no obstante, de valor mientras no viviese gente en ellas, mientras no se cosecharan cereales, o se cazaran animales de piel fina. Cumplido esto, hacía su entrada la compañía, com­praba cosas a los colonos y a su vez les vendía otras con una ganancia. La Dutch West India Company, la London Company y varias otras, fueron compañías comerciales que entregaron gra­tuitamente tierras en Norteamérica con la idea de hacer eventual­mente dinero sobre la base de los cargamentos aportados por los colonos. Querían benefi­cios —necesitaron inmigrantes para lo­grarlos— pusieron en mar­cha la publicidad y la gente vino.

En años posteriores, de 1870 en adelante, otros grupos inte­resa­dos en lucrar trataron de conseguir que la gente viniera. La línea Cunard, la línea White Star, la Lloyd Alemana del Norte y diversas otras, sólo ganaban dinero cuando los viajeros hacían uso de sus barcos. En consecuencia, enviaron avisos a todas par­tes del mundo con el objeto de inducirlos a zarpar rumbo a América —en sus na­ves—. No se limitaron a hacer propaganda, también mandaron agentes cuya misión era "ponerse a la caza de emigrantes". La conjunción de razones que hemos expuesto más arriba venía obrando su efecto y, de pronto, aparecía un hombre que prometía ayuda, daba directivas completas, ayudaba en todos los pequeños pormenores, llegaba inclusive a obtener un pasaporte, y finalmente indicaba el barco apropiado: ¡A Norteamérica!

Así, por una razón u otra, la gente era atraída y venía por propia y libre voluntad. También hubo quienes vinieron no por su gusto, sino porque no les quedaba otro remedio.

En los primeros tiempos, cuando Norteamérica constituía una colonia de Inglaterra, ésta vio la oportunidad de librarse de per­sonas que parecían "indeseables". Así, cientos de mendigos y pre­sidiarios fueron embarcados y enviados a Norteamérica. Algunos de los nombrados en último término eran verdaderos criminales, pero muchos habían sido encarcelados por delitos menores, tales como la caza prohibida, o el robo de una hogaza de pan, o la falta de pago de una deuda. Sin embargo, en lo que concernía a Inglate­rra, no se trataba de "buenos ciudadanos", y ¿había acaso idea me­jor para desembarazarse de ellos? ¡A Norteamérica, lo quisieran o no!

Había dos grupos de servidores escriturados. Estaban aquellos que voluntariamente se vendían por el término de cuatro a siete años, sólo a fin de conseguir que su pasaje fuese abonado. Había no obstante, otro grupo, "transportado aquí contra su albedrío: llevado a empellones a bordo de los barcos, cargado a través del océano y vendido como esclavo... Las calles de Londres estaban llenas de secuestradores: 'espíritus', según se los llamaba; nin­gún trabajador se encontraba a salvo; hasta los mendigos tenían miedo de hablar con alguien que mencionara la aterradora pala­bra 'América'. Los padres eran arrancados de SUS hogares, los maridos del lado de sus mujeres, desapareciendo para siempre como tragados por la muerte. Se compraban padres desnaturalizados, huérfanos a sus guardianes, parientes molestos o en estado de dependencia a fami­lias cansadas de sostenerlos".1

Quedaba otro grupo más, traído contra su voluntad. Cuando los primeros colonizadores descubrieron que les era prácticamente imposible hacer buenos esclavos de los indios que encontraron aquí, porque el piel roja era demasiado altivo para trabajar bajo el látigo, recurrieron a Africa, donde podían obtenerse negros. Du­rante la mayor parte del siglo dieciocho se transportaron anual­mente, más de veinte mil esclavos. La trata de esclavos negros se convirtió en fructífero negocio. Muchas pingües fortunas in­glesas se fundaron en el comercio de esclavos. La fortuna de la familia GIadstone constituye un famoso ejemplo.

Como puede suponerse, las privaciones sufridas por los blan­cos en el cruce del océano eran un pálido reflejo de las miserias que debían padecer los negros. Extractamos a continuación un relato que ejemplifica las condiciones que imperaban en los bar­cos negre­ros:

Habían sido embarcados en él, sobre la costa de África, 336 va­rones y 225 hembras, sumando un total de 562 y habían transcu­rrido diecisiete días de navegación, durante los cuales habían sido arrojados 55 por la borda. Todos los esclavos estaban encerrados bajo escotillas enrejadas, entre puentes: el espacio era tan bajo que se sentaban entre las piernas respec­tivas y se hallaban tan hacinados que les era imposible acostarse o cambiar en modo al­guno de posición, de noche o de día... Sobre la escotilla se erguía un tipo de aspecto feroz, el capataz de los esclavos, que llevaba en la mano un látigo de muchas correas retorcidas, y que, en cuanto escuchaba el menor ruido abajo, lo sacudía sobre ellos y parecía ansioso de ponerlo en uso...

Pero la circunstancia que con más fuerza nos impresionó fue comprender cómo era posible que siguiera existiendo semejante número de seres huma­nos, amontonados y estrechamente apreta­dos unos contra otros, todo lo que permitía ese hacinamiento en celdas bajas, de tres pies de altura, la mayor parte de las cuales, excepto la inmediatamente debajo de las escotillas enrejadas, es­taba a la luz o al aire, y esto cuando el termómetro, expuesto a cielo abierto, señalaba, a la sombra, sobre nuestro puente, 89 gra­dos...

No es sorprendente que hayan debido soportar seria enferme­dad y pér­dida de vidas en su corto recorrido. Habían zarpado de la costa de África el 7 de mayo y llevaban diecisiete días de nave­gación y habían arrojado por la borda no menos de cincuenta y cinco, que habían muerto de disen­tería y otros males en ese espa­cio de tiempo, a pesar de haber dejado la costa en buena salud. Verdad es que muchos de los sobrevivientes se veían tirados sobre las cubiertas en el último estado de extenuación y en una condición de miseria y suciedad imposible de mirar.


Y así vinieron, los impulsados por voluntad propia y los obliga­dos. El movimiento se inició a principios de 1600, con unos cuan­tos que crecieron hasta sumar cientos, y luego millares y que tres­cientos años más tarde debieron calcularse en centenares de miles —en 1907 más de un millón de personas ingresó a los Estados Unidos en el término de sus doce meses-. En los años comprendi­dos entre 1.903 y 1913 "cada vez que el reloj daba la hora, día y noche (tomando en conjunto el promedio de los 10 años) 100 per­sonas nacidas en algún país extranjero, sin incluir a Canadá y a México, desembarcaban en las costas de los Estados Unidos". 1

¿Qué sucedió con estos enjambres humanos una vez arribados aquí?

CAPÍTULO II
COMIENZOS

¿Qué equipo sería absolutamente esencial para iniciar la vida a tres mil millas de distancia del hogar? Según el capitán John Smith, uno de los primeros colonizadores, la siguiente lista de aprovisio­namientos era la más conveniente para trasladarse desde Inglaterra a la salvaje, incivilizada región de Virginia:

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