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Leo huberman


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El gobernador Moore decía el 12 de enero de 1767 lo prece­dente, refiriéndose a Nueva York. Era aplicable con igual verosi­militud a las otras colonias del Norte. A partir de las poblaciones más antiguas allí fundadas, hasta bien pasada la Guerra Revolu­cionaria, la mayoría de las prendas de vestir usadas por casi la to­talidad de los norteamericanos se hacían con tela tejida en casa. Pero, según señaló el gobernador, se fabricaba para el uso de la familia, no con la intención de enviarla a la venta en el mercado. En forma similar, muchos otros productos de primera necesidad, tales como el jabón, las candelas, los muebles, los ar­tículos de cuero y la pólvora, eran, o bien hechos en casa, o bien por artesa­nos locales, con destino a la población del inmediato vecindario. Aún no se había desarrollado aquí la manufactura en su sentido más amplio, o sea en el de fabricar cosas en grandes cantidades con la finalidad de venderlas fuera del radio o de des­pacharlas al exte­rior.

En las Colonias del Sur no se manufacturaba prácticamente nada. Los sureños estimaban más productivo dedicar su trabajo al cultivo del arroz y del tabaco y preferían no tomarse siquiera la molestia de las industrias caseras. Lo que Beverly dejó expre­sado acerca de Virginia resultaba igualmente cierto en lo tocante a las demás colonias del Sur: "Hacen venir de Inglaterra ropas de todas clases... aunque su nación rebose de bosques, encargan, no obs­tante, todos los artículos de madera que necesitan a In­glaterra; sus armarios, sillas, mesas, taburetes, cofres, cajas, ruedas de carro y todas las otras cosas, comprendiendo inclusive sus escudillas y escobas de abedul."

Tanto el Norte como el Sur importaban de Europa herramien­tas finas, bella cristalería, lujosas sedas y brocados, suntuosos efectos de todas clases. Aun después de la Guerra de Independen­cia, los Estados Unidos seguían siendo fundamentalmente lo.que Inglaterra había querido que fuesen, un país que intercambiaba sus materias primas por las mercaderías manufacturadas de otras naciones. Casi toda nuestra mano de obra ingresaba a la agricultura o a la marina mercante; sólo escasa parte se dedicaba a la manufactura y esta ínfima porción se consagraba, en su gran mayoría, a la fabricación de artículos de uso doméstico.

En cambio, Inglaterra se había inclinado, desde temprana data, por la manufactura con miras a la exportación. En su ca­rácter de metrópoli dentro de un imperio creciente, constituía un centro de suministro de mercaderías manufacturadas para sus colonias. Cuando la Revolución Industrial llegó a Inglaterra, ésta vio una excelente oportunidad de persistir en su posición y forta­lecerla, corno país manufacturero de primera línea. La invención de las nuevas maquinarias le había granjeado gran ventaja sobre las de­más naciones, y ésta subsistiría si lograba evitar que los planos fuesen descubiertos en otras partes. Es fácil comprender con qué celo guardó sus secretos.

Entre 1765 y 1789, el Parlamento dictó una serie de estrictas le­yes. Las nuevas máquinas, o los planes o modelos de éstas, no de­bían ser exportados fuera del país... los hombres experimenta­dos que manejaban dichos implementos no debían abandonar In­glate­rra... bajo pena de una severa multa y de encarcelamien­to. Única­mente Inglaterra habría de beneficiarse con la nueva ma­quinaria; el propósito era convertirla en obrador del mundo.

Pero existía un tropiezo en este bien desarrollado plan. Se saca­ban del país, mediante contrabando, piezas de las maquinarias, y los obreros se deslizaban al exterior, sin ser vistos. El Parlamento no tardó en descubrir que, si bien podía impedir que un hombre se trasladase fuera del país llevando en sus bolsillos el plano de una máquina, nada podía hacer para evitar que éste llevase al exterior, grabado en su cabeza, el plano de una máquina. En 1789, llegó secretamente a los Estados Unidos Samuel Slater, ex obrero de fábricas in­glesas. En su mente llevaba grabados los planos de la nueva maquinaria. Instaló en Pawtucket, Rhode Island, la primera hilan­dería completa, de acuerdo con el plano Arkwright; las máquinas que diseñó y construyó fueron hechas de memoria. Trasladóse de este modo la Revolución Industrial a Norteamérica.1

Pero rara vez se presta la gente a grandes innovaciones mien­tras no se ve forzada a ello. Siempre tratamos de continuar con algo que nos resulta placentero y provechoso, mientras no varíen esas ca­racterísticas. En el siglo XIX, once años después de la ins­talación de la primera hilandería de Slater, sólo había ocho fábricas de al­godón en todo el país. La manufactura no había arraigado todavía. ¿Por qué?

En amplia medida esto obedecía al hecho de que podíamos im­portar mercaderías más baratas que las que nos hallábamos en con­diciones de fabricar nosotros mismos, y también de que la agricul­tura y la marina mercante rendían, en esos momentos, más prove­cho que en cualquier época anterior, Tomemos por caso la historia del gallardo navío Betsy. En 1797, este barco de menos de cien toneladas, fue conducido alrededor del mundo por una tripulación compuesta de treinta mozos, entre los cuales el mayor contaba veintiocho años de edad. Entre ellos habían "juntado" $ 8.000. Re­gresaron a su patria, cumplido su viaje comercial, con una ganancia de $ 120 000. ¿Para qué entrar en la manufactura?

En 1793, estallaron las hostilidades entre Francia e Inglaterra y pronto, prácticamente todos los países del occidente de Europa estaban participando en la contienda, Ello entrañaba una brillante oportunidad para nuestros granjeros y mercaderes y no dejaron de aprovecharla. "Mientras las grandes naciones comerciales lu­chaban entre sí por la supremacía en el comercio de expedición del mundo, Norteamérica escapó con el hueso por el cual dispu­taban." 2

Nuestros barcos, con sus bodegas cargadas hasta el tope de ma­teriales para hacer el pan, de carnes y otras provisiones, re­corrían el océano, en aceleradas travesías de ida y vuelta. Los beneficios eran enormes. Las naciones en guerra estaban dispuestas a pagar fantás­ticos precios por cereales, carne, algodón, lana, cualquier materia prima. La harina subió de golpe, de $ 5,41 a $ 9,12, la barrica. ¿Por qué dedicarnos a la fabricación local cuan­do los productos agríco­las rendían precios tan altos y nuestros navíos regresaban con un cargamento de mercaderías manufac­turadas a bajo costo? Perseve­ramos en la agricultura y el comercio y ello nos agradaba. La ma­rina mercante norteamericana adquirió colosal incremento: de 202.000 toneladas en 1789, a 1.425.000 to­neladas en 1810, y cada una de esas toneladas se construía en los Estados Unidos.

Aquella fue una edad de oro, pero tocó a su fin aproximada­mente en el año 1808. Inglaterra expidió órdenes en el sentido de que ningún barco neutral podía comerciar con Francia o sus aliados y Francia, a su vez, expidió órdenes prohibiendo el comercio de los barcos neutrales con Inglaterra o sus aliados. Nuestras naves in­tentaron romper el bloqueo, pero el asunto presentaba mal cariz. Cerca de 1.600 barcos norteamericanos fueron capturados.

Thomas Jefferson, entonces presidente de los Estados Unidos, recomendó al Congreso la promulgación del Acta de Embargo, plan cuyo propósito era obligar, tanto a Francia como a Inglaterra, a que levantasen el bloqueo. La idea consistía en que nosotros nos abstuviéramos de entrar con nuestras naves en puertos extran­jeros, con lo cual, careciendo de nuestros abastecimientos, las naciones en guerra pronto desfallecerían de hambre. La pusimos en práctica. Cortamos los víveres a Europa, pero al mismo tiempo nos vimos privados de sus mercaderías. Más tarde, cuando decla­ramos la gue­rra a Inglaterra (1812-14), nuestro comercio exterior quedó casi enteramente destruido. Entre 1808 y 1814, descendieron progresi­vamente nuestras importaciones de mercaderías manufac­turadas. Ahora estábamos obligados a aprender a confeccionar artículos para nuestro uso.

Los traficantes y mercaderes, cuyos barcos se mecían ociosos en los puertos, enfrentaban ahora el problema de resolver la forma en que dispondrían de su dinero extra. Qué hacer con el dinero exce­dente siempre representa un apremiante conflicto para quie­nes lo poseen. Podían colocarlo en el banco y extraer el porcentaje normal de interés. O podían correr un gran riesgo y ensayar sus alas en la manufactura. Por el momento, la marina mercante había muerto; la manufactura era algo nuevo, pero al parecer prometía. Las fábricas locales tendrían que abastecer al país de aquellas mercaderías que anteriormente procedían de Inglaterra y del resto de Europa ahora hechas desaparecer por la guerra. Tenía visos de oportunidad capaz de devengar pingües ganancias y algunos mercaderes se zambulle­ron en ella. Tomaron el capital que habían acumulado por medio del comercio y lo invirtieron en fábricas y maquinarias. Las teje­durías brotaron como por encanto. "Cual si se tratara de hongos, multiplicáronse los establecimientos para la manufactura de mer­caderías de algodón, paños de lana, artículos de hierro, vidrio, alfa­rería y demás." 1 Fue durante este período que, por primera vez, prendió el sistema fabril de manu­factura en los Estados Unidos.

Se implantó inicialmente en Nueva Inglaterra y los Estados Atlánticos del Centro, porque los manufactureros en ciernes ha­llaron allí cuanto necesitaban.

¿Energía para el funcionamiento de las máquinas? Allí mismo, en su puerta trasera, por así decirlo, había energía fluvial dispo­nible en todas partes, aportada, ora por los ríos de menor arrastre ora por los de gran caudal, con sus rápidas corrientes y numerosas casca­das. En los veloces ríos podían ver motores para sus ma­quinarias. ¿Las mercaderías terminadas? Abundaban en Nueva Inglaterra y en los Estados Atlánticos del Centro.

¿Caminos o canales hacia el creciente Oeste, donde era impe­riosa la necesidad de manufacturas? Precisamente en esos mo­mentos, construíanse, como en ningún período anterior, puentes, portazgos y canales en Nueva Inglaterra y en los Estados Atlánticos del Centro.

¿Proximidad a las grandes ciudades cuya densa población signi­ficaba a la vez un mercado para las mercaderías y una fuente de mano de obra? Las mayores ciudades de la época figuraban en Nueva Inglaterra y en los Estados Atlánticos del Centro.

Todo esto se sumó para que la región nordeste fuera exacta­mente el emplazamiento elegido por casi todos los manufactureros que se iniciaban. Sus seguidores también fueron, naturalmente, derivando hacia allí, especialmente por cuanto se intensificó la ne­cesidad de carbón y hierro y estos esenciales elementos se en­con­traban dentro de la región o en sus cercanías. Por tanto, ins­talá­ronse en Massachusetts, Nueva Hampshire, Rhode Island y Con­necticut tejedurías de algodón y lana, fábricas de armas de fuego, relojes de pared y pulsera, etc.; en Pennsylvania, Nueva York y Nueva Jersey fundiciones de hierro, tejedurías de seda y fábricas de calzado, sombreros, clavos, botones y mil cosas más. La Revolu­ción Industrial había llegado a Norteamérica.

Muchos sabios habían escrito que no se produciría en Norte­américa la manufactura en gran escala, mientras abundaran buenas tierras, obtenibles por muy poco dinero. Tal la opinión sus­tentada por Benjamín Franklin, quien escribió en 1760:

Las manufacturas se fundan en la pobreza. En un país, es la multitud de pobres desprovistos de tierras... la que debe trabajar para otros a bajo jornal o morirse de hambre y la que permite a los promotores llevar adelante la manufactura...

Pero ningún hombre que pueda ser dueño de una porción de tie­rra pro­pia, suficiente para que, mediante su trabajo, subsista en la abundancia su familia, es lo bastante pobre como para trans­for­marse en obrero manu­facturero y trabajar por cuenta de un patrón. De ahí que mientras haya en América, tierra en profusión para nuestro pueblo, jamás podrán existir manufacturas de alguna cuantía o valor.

Este argumento suena razonable; sin embargo, Franklin se equi­vocaba en parte. ¿Por qué? Porque no previó la Revolución In­dus­trial.

"Las máquinas cardadoras, devanadoras e hiladoras ofrecían un manejo tan sencillo que los únicos adultos que se necesitaban en la hilandería eran los sobrestantes y mecánicos de reparacio­nes. Almy y Brown que comenzaron (en 1791) con 9 niños, em­pleaban, en 1801, más de 100, entre las edades de 4 y 19 años. No podían dejar a los niños sin la presencia de por lo menos una persona adulta, de modo que colocaron toda su maquinaria en un solo recinto, donde requerían únicamente un sobrestante."

En consecuencia, los niños constituyeron una salida en lo rela­tivo a la dificultad originada por la falta de mano de obra. Harriet Martineau, viajera inglesa que pasó por Estados Unidos entre los años 1834 y 1838, nos da cuenta de otro recurso.

"En Norteamérica no es costumbre que la mujer (excepto la es­clava) trabaje fuera de casa. Se ha mencionado que los hombres jóvenes de Nueva Inglaterra emigran en gran número al Oeste, de­jando una desmedida proporción de población femenina, cuya cifra no ha logrado llegar a mi conocimiento... Baste saber que hay, en seis a nueve Estados de la Unión, muchas más mujeres que hom­bres. Existen motivos para creer que antes de la institución de las fábricas tuvo lugar mucho sufrimiento silencioso, ocasionado por la pobreza; y que éstas brindan un recurso muy bien acogido por algunos millares de muchachas..." 1

Las mujeres pasaron, de las ruecas y telares de sus casas, a las fábricas; asimismo fueron ingresando gradualmente a otras indus­trias. Hacia 1860, trabajaban en el elevado número de un centenar de oficios diferentes. El empleo de mujeres y niños no tuvo origen en este país. Empezó en Inglaterra, donde fueren to­mados, en pri­mer lugar, para trabajar en las fábricas porque sus jornales resulta­ban más bajos que los de los hombres. Aquí tam­bién se los con­chabó por la misma razón, pero principalmente debido a que la mano de obra masculina escaseaba más. Alexander Hamilton, pri­mer secretario del Tesoro de los Estados Unidos, había argumen­tado en favor del establecimiento de fábricas, en su "Informe sobre las manufacturas", aduciendo que proporcio­naría trabajo a mujeres y niños. Dijo: "Merece señalarse particu­larmente que, en general, se vuelven las mujeres y los niños más útiles y estos últimos más fácilmente útiles, por intermedio de los establecimientos manufac­tureros, que lo que resultarían de otro modo. Según el cómputo realizado, del número de personas empleadas en las manufacturas de algodón de Gran Bretaña, cuatro séptimos están constituidos casi enteramente por mujeres y niños, de entre quienes la mayor proporción corresponde a los niños, y muchos de ellos de tierna edad."

Los lectores del Massachusetts Spy, en las décadas de 1820 y 1830, estaban familiarizados con los PEDIDOS DE OPERARIOS publicados por las hilanderías de algodón, que usualmente solici­taban "familias de 5 ó 6 niños cada una". El tipo de mano de obra "familiar" era ampliamente usado en las tejedurías de Nueva In­glaterra.

Todo miembro de la familia mayor de 7 u 8 años, trabajaba en la fábrica. La mano de obra de que disponía Slater en 1816 era típica de una hilandería "familiar". Estaba constituida por:

1 familia, de cuyos miembros trabajaban 8;

1 familia, de cuyos miembros trabajaban 7;

2 familias, en cada una de las cuales trabajaban 5 miembros;

4 familias, en cada una de las cuales trabajaban 4 miembros;

5 familias en cada una de las cuales trabajaban 3 miembros;

8 hombres solteros;

4 mujeres solteras 1
Las viviendas o alojamientos que las dichas familias ocupaban en los centros hilanderos, a menudo pertenecían al manufacturero o a la compañía propietaria de la fábrica. Otros dueños de fábri­cas preferían la "casa de pensión", arreglo para obreras solamente. Una persona que visitó los -Estados Unidos en el año 1836 nos la des­cribe:

Las compañías manufactureras ejercen la más cuidadosa su­per­visión sobre estas muchachas. Ya he dicho que, doce años atrás, no existía Lowell; cuando, por consiguiente, se instalaron las fábricas, también se tomó ne­cesario proveer alojamiento para las operarias y cada compañía ha edificado con este propósito un número de casas dentro de sus propios límites, a ser usadas exclu­sivamente en cali­dad de pensiones, para ellas. Aquí se hallan al cuidado de la mujer que gobierna la casa, a quien la compañía abona un sueldo, a razón de un dólar y cuarto por semana (de 1/3 a 1/2 de sus jornales) por cada pensionista, suma que se descuenta de los jornales sema­nales de las muchachas. Cada una de estas amas de llaves, generalmente viudas, es responsable de la con­ducta de sus pensionistas… Cada compañía tiene sus normas y reglamentos... Tomaré por caso las de la Compañía Lawrence... Mayo 21, 1833… Artículo 2: "Todos los aguardientes quedan prohibidos dentro de los límites de la com­pañía, excepto cuando los pres­criba un médico. Se prohiben asi­mismo en sus límites y en las casas de pensión todos los juegos de azar y de naipes"... El artículo trece establece que toda persona del sexo femenino em­pleada por la compañía debe residir en una de las casas de pen­sión de la compañía, concurrir regularmente al oficio divino y observar rigurosamente las reglas sabáticas... Artículo catorce:.. prescribe que las puertas sean cerradas a las diez...1


A medida que fueron apareciendo más fábricas, se produjo la escasez de mano de obra que Franklin había predicho. Aun las mujeres jóvenes se conseguían difícilmente. Los manufactureros enviaron agentes a los distritos del país, con la misión de juntar muchachas campesinas que viniesen a trabajar a los centros fa­bri­les. Los agentes recibían un tanto por cabeza, por cada obrera que trajesen al regresar. La Voz de la Industria, de Lowell, en su edi­ción del 2 de enero de 1846, presentó quejas en lo concerniente a los métodos empleados por estos agentes:

Observando un carromato de singular aspecto, "largo, bajo, ne­gro", que pasaba por la calle, inquirimos a su respecto y fuimos in­formados de que se trataba de lo que denominamos un "ne­grero". Efectúa viajes regulares al norte del Estado, recorriendo Verniont y Nueva Hampshire, con un "comandante" cuyo corazón debe de ser tan negro como su oficio, a quien se le paga un dólar por cabeza por todo lo que trae al mercado, y más en relación con la distancia, si las traen desde una distancia tal que no les permita regresar fácilmente. Esto se consigue "enarbolando falsos colores" y haciendo ver a las jóvenes que pueden atender más maquinaría que la posible, que el trabajo es tan limpio y tan altos los jornales, que les será dado vestirse de seda y pasar la mitad del tiempo le­yendo. Y bien, ¿es eso verdad? Dejad que contesten las muchachas que han sido así engañadas.

Existía otro método mediante el cual se solucionaba la escasez de obreros. Puesto que no lograban obtener mano de obra para eje­cutar el trabajo, inventaron máquinas que lo hicieran en su reem­plazo. Por doquier inventábanse aparatos pero los dispositivos da­dos a luz por el ingenio yanqui, a los efectos de ahorrar mano de obra, fueron tantos y tan importantes que toda Europa enfocó su atención en esta dirección. Whitworth y Wailis expresaron, en sus informes oficiales dirigidos al gobierno británico (1854):

...hay que reconocer en el inventor norteamericano, para gran crédito suyo, su capacidad de afrontar las necesidades del caso, y solucionar la falta de trabajo manual, tan mezquino en la actuali­dad...

...En lo que a esto se refiere nos brinda una ilustración la máquina para la manufactura de costales sin costura, en los que se embolsan cereales, describiéndose el telar que los produce como un perfecto mecanismo de marcha automática, o autómata, que co­mienza la bolsa y continúa el proceso hasta completar el tra­bajo.

Nos proporciona otra curiosa ilustración de esta acción au­tomá­tica la manufactura en Waterbry de horquillas para sujetar el cabe­llo de las damas... Estas horquillas se fabrican a razón de 180 por minuto.

Llevamos también a la atención del lector la máquina automá­tica para colocar el pie a los botones.... Estas operaciones se com­pletan a razón de 200 por minuto, consistiendo la única atención requerida, en el trabajo de una persona que se ocupa de alimentar la máquina con los discos corres­pondientes y el alambre...

Quizás baste referirse a las mejoras introducidas en los meca­nismos de hilar, las cuales permiten que un hombre atienda una bobinadora que con­tiene 1.088 husos, hilando cada uno de éstos tres madejas o sea en total 3.264 madejas diarias; de modo que, comparado con las operaciones del más experto hilandero de Hin­dostán, el operario norteamericano puede cumplir la labor de 3.000 hombres.


Muchas industrias fueron completamente revolucionadas por el gran número de dispositivos concebidos con la finalidad de aho­rrar mano de obra, que se desarrollaron de 1790 a 1860. Hubo al­gunas invenciones sumamente importantes que cambiaron radi­calmente el método de labor, y también incontables dispositivos de orden me­nor adicionados a máquinas viejas, a fin de mejorarlas. Los regis­tros de la Oficina de Patentes de los Estados Unidos muestran lo que ocurrió. En el plazo de veinte años, de 1790 a 1810, otorgó un término medio de 77 patentes anuales; durante los diez años que transcurrieron de 1850 a 1860, esta cifra se elevó a 2.300 por año.

En 1812, al obtener Elí Whitney un contrato del gobierno para la fabricación de diez mil mosquetes, ya había ideado otro sis­tema, siempre destinado a librarse de la necesidad de artesanos idóneos y, al propio tiempo, discurrido con el objeto de acelerar la produc­ción. Tratábase del plan de las piezas intercambia­bles, tan común en la actualidad. Whitney manifestó que fabricaría las mismas pie­zas de armas diferentes, como por ejemplo, la llave, tan similares entre sí cual si constituyeran sucesivas impre­siones de un grabado en lámina de cobre.1

Por el libro Travels in New England and New York, que es­cribió Dwight, nos enteramos de que Whitney puso en práctica su plan:

"En la fábrica (la de Eli Whitney, situada en New Laven, Con­necticut) los mosquetes se hacen en forma a mi entender sin­gular... se emplean máquinas para el martilleo, el corte, la per­foración, el bruñido, el pulido, etc., etc.

"La proporción y la posición relativa de las diversas piezas de los disparadores, son tan exactamente iguales y los tornillos, re­sortes y otros componentes se hacen tan similares, que pueden ser transferidos de un disparador y ajustados en otro, sin altera­ción material alguna."

Así, provista de la mano de obra aportada por mujeres y niños y por hombres, en el curso de su temporada libre del trabajo agrícola, y con el auxilio de la invención de innumerables meca­nismos, la manufactura tuvo comienzo en la zona nordeste de los Estados Unidos. A raíz de la nutrida entrada de inmigrantes abier­ta por la década de 1820, empezó a tomar allí incremento más firme. La mano de obra proporcionada por el inmigrante hizo posible el des­envolvimiento de un sistema fabril, en escala mayor que en cual­quier otro momento previo. Había cierto tipo de in­dustria pesada en el cual no podía emplearse la mano de obra brindada por mujeres y niños. Era necesario el trabajo de los hombres y los inmigrantes ayudaron a suministrarlo. Hacia 1860, el 21 por ciento de la pobla­ción, tanto de Massachusetts como de Rhode Island ¡era nativo de países extranjeros! Los aguardaban empleos de fábrica, no bien entraba el barco a la dársena. Ellos necesitaban esas plazas y éstas, a su vez, necesitaban ser llenadas por ellos.

Si algunos de los inmigrantes habían trabajado en tejedurías in­glesas, experimentarían probablemente una grata sorpresa ante las condiciones imperantes aquí. En Inglaterra había continua­mente un copioso abastecimiento de mano de obra, de modo que, desde el comienzo mismo, el obrero recibía jornales de hambre por largas horas de labor en fábricas insalubres. En Estados Unidos donde regía invariablemente una falta de mano de obra, se pagaba a los obreros jornales relativamente elevados, a fin de atraerlos a las fábricas. Los hombres recibían un promedio de 83 centavos a un dólar diarios, las mujeres alrededor de $ 2 a $ 2,50 por semana, y los niños de $ 1,50 a $ 2 semanales. (Estos salarías eran aproxima­damente, de un tercio a un medio, más elevados que los de Inglate­rra.) Pero a pesar de ser aquí mejores las condiciones que en In­glaterra, nuestro país no constituía, ni por asomo, el paraíso de los trabajadores.

En los primeros años del siglo XIX, la jornada empezaba en las fábricas textiles de Nueva Inglaterra a las 5 de la mañana y termi­naba a las 7.30 de la tarde, A las 8 de la mañana se concedía media hora para desayunar y, al mediodía, otra media hora para almorzar. Tal el horario de todo operario, ya fuese éste viejo, hombre, mujer o niño.

Se procuraba frecuentemente estafar a los trabajadores. Una práctica muy común consistía en pagar en efectivo sólo parte de los jornales correspondientes y la otra en billetes que servían, única­mente, para efectuar compras en los almacenes de propie­dad del manufacturero o de la compañía. La triquiñuela residía en el hecho de que, muy a menudo, los precios de las mercaderías que vendían esos almacenes eran mucho más altos que en otros comercios, pese a lo cual, los obreros tenían que comprar allí.

Otro oscuro designio en difundido uso era el de retener el sala­rio del obrero; vale decir que trabajaba por espacio de un mes y se le abonaban sólo dos semanas, quedando siempre una mora de dos semanas de pago. De esta manera, se obligaba al trabajador a de­pender más de la fábrica, alejando, en consecuencia, la po­sibilidad de su retiro. "En la Compañía Manufacturera Cocheco si se retira­ban sin haber dado 2 semanas de preaviso, perdían el derecho a 2 semanas de pago. Sin embargo, los patronos no esta­ban obligados a pasar ninguna notificación previa de despido."1 Ni abonaban el despido al obrero dentro de un plazo más breve que dos semanas, a partir de la fecha de su exoneración.

Al tiempo que ingresaban a las fábricas más y más inmigran­tes, las condiciones se tornaban paulatinamente peores. Una vez que no costó conseguir obreros, los dueños de estos establecimien­tos pu­dieron convertirse en tiranos que ejercían su poder. Pudieron forzar a los hombres, necesitados de los empleos que tenían para ofrecer, a proceder exactamente como se les ordenara. En 1851, colgóse en los portones de entrada de una de las fábricas de Lowell, justo an­tes del Día de Elecciones, este letrero:

QUIENQUIERA, EMPLEADO POR ESTA CORPORACION, VO­TE EL PROXIMO LUNES POR EL PROGRAMA BEN BUTLER DE 10 HORAS, SERA DESPEDIDO.


Si lo único que se levantaba entre uno y el hambre era un em­pleo, no hay duda de que vencería la inclinación de obrar según lo que ordenara el patrón.

A medida que fueron apareciendo más fábricas, bajó el precio de las mercaderías manufacturadas. Los fabricantes, lanzados a los negocios en busca de ganancias, trataron en toda forma de dismi­nuir los gastos. Un modo efectivo de hacerlo fue a través del uso de maquinaria mejorada. Otro, obligar a los trabajadores a atender más máquinas por el mismo jornal. Aplicáronse ambos métodos. Por ejemplo, en la industria del algodón, entre les años 1840 y 1860, el consumo de materia prima por huso aumentó un 50 por ciento; el número de husos atendido por cada obrero se elevó en un 33 1/3 por ciento (así, un trabajador que anterior­mente manejaba seis máquinas ahora vigilaba ocho); de esta ma­nera la cantidad de yardas producida por cada obrero superaba en un 26 por, ciento a la de antes, sin embargo, sus jornales sólo habían aumentado un 2 %.

Los capitalistas se dedicaban a los negocios para hacer dinero. Su idea era obtener un precio lo más alto posible por mercade­rías que les costasen lo menos posible. Cuanto más bajos los sa­larios de sus obreros, menor el costo de producción de sus merca­derías y más elevadas las ganancias. El capital y el trabajo tenían por de­lante una pugna muy larga, muy enconada, en lo concer­niente a la cuestión de los jornales. Esa lucha prosiguió hasta nuestros días y aún no ha concluido.

Hacia 1860, la región nordeste de los Estados Unidos se había convertido en centro manufacturero del país. El comercio marí­timo y la agricultura siguieron practicándose como antes, pero la manu­factura creció a pasos agigantados. Era una región ideal­mente pro­picia; había allí energía, proporcionada por los ríos, ma­dera, carbón, hierro y otros metales imprescindibles; capital que aguar­daba ser invertido; un mercado en desarrollo constante­mente agrandado por la ola de inmigrantes que inundaba el país; una fuerte marina mercante, avezada en el transporte de merca­derías; no había allí impedimentos, del tipo común en Europa, restriccio­nes de ninguna clase impuestas por un gobierno hostil, y cualquiera podía entrar en el negocio que se le ocurriera, en cualquier mo­mento, en cualquier lugar, sin aprendizaje, admisión o licencia; el vapor tenía libre escape, aquí cabían todas las opor­tunidades de negocios en gran escala.

Obsérvense algunas significativas cifras:

______________________________________________________Valor de mercaderías manufacturadas en los EE.UU.

(por lo menos dos tercios proceden­tes de la región nordeste)

Año u&s.

1810 198.613.471

1840 483.278.215

1860 1.885.861.676

______________________________________________________
CAPÍTULO IX
EL SUR, AGRÍCOLA

¿Qué rumbo tomaba esta creciente corriente de mercaderías ma­nufacturadas? ¿Quién compraba el volumen, incesantemente hen­chido, de objetos fabricados? Parte de éste iba al Sur, según nos enteramos a través de la pluma de un excitado sureño:

Queremos Biblias, escobas, cubos, libros y vamos al Norte; queremos plumas para escribir, tinta, papel, obleas, sobres y vamos al Norte; queremos zapatos, sombreros, pañuelos, paraguas, corta­plumas y vamos al Norte; qu­c­remos muebles, loza, cristalería, pia­nos y vamos al Norte; queremos jugue­tes, cartillas, textos escola­res, trajes a la moda, maquinarias medicinas, lápidas y mil otras cosas y vamos al Norte a buscar todo esto.1

Hinton R. Helper, la persona que en el año 1857 escribió lo arriba transcripto, trataba de hacer notar a los sureños que comprar cosas al Norte significaba ayudar a que el Sur se empobreciera con el consiguiente enriquecimiento de la región citada en primer tér­mino. Quería que los sureños fabricasen ellos mismos los artículos, para su uso propio. Esta parece una buena idea. ¿Por qué no se había dedicado el Sur, al igual que el Norte, a la manufactura?

La respuesta reside parcialmente en el hecho de que el Sur des­cubrió que podía cultivar un producto que tenía demanda en todo el mundo. Ordinariamente el agricultor debe afrontar dos grandes preocupaciones: una, producir su cosecha y otra, colocarla en venta. Este no era el caso del cultivador de algodón del Sur. La venta de algodón en bruto, no planteaba problema alguno. La ropa de seda, lana o lino costaba mucho, pero la de algodón re­sultaba lo bastante barata como para venderla a los más pobres de entre los pobres. Las nuevas máquinas textiles instaladas en In­glaterra, Francia y el norte de los Estados Unidos, se mostraban ávidas de algodón en bruto. Los sureños consagraron prácticamen­te todo su tiempo y toda su energía a lo que prometía ser el más lucrativo negocio, el cultivo de algodón en bruto para alimento de las máquinas que confeccionarían prendas de vestir para todo el mundo. Hacia 1860, el algodón era el rey del Sur.

Y con toda razón. No había en la tierra entera lugar mejor indi­cado para el cultivo del algodón. ¿Requería la planta un cli­ma cálido? El Sur contaba con una larga temporada de crecimiento, calurosa en verano, así en el día como en la noche. ¿Era me­nester tiempo seco en la época de recolección? El Sur ofrecía oto­ños se­cos. ¿Padecía el agricultor la plaga ocasionada por los insec­tos? El Sur se caracterizaba por inviernos cortos, de fuertes hela­das que destruían esas pestes. Todo era ideal, un clima perfecto, un suelo fértil y abundancia de precipitaciones pluviales, en el mo­mento preciso. ¿Resultado? Los dos millones de libras de algodón, produ­cidos en el Sur durante el año 1789, habían saltado a dos mil millo­nes en 1860. El algodón era el rey del Sur.

El arroz y el tabaco, antaño los dos grandes renglones, del Sur, continuaban cultivándose. Se había ensayado también, exitosa­mente, el cultivo del azúcar en Luisiana, en las proximidades de la boca del Mississippi. Pero la mayoría de los plantadores con­centra­ron su atención en el algodón. Un viajero que pasó por el Sur en el año 1827, advirtió con tanta asiduidad la presencia del algodón, que jamás logró olvidarlo. Escribió a un amigo, descri­biéndole su viaje:

Cuando di mi último paseo por los muelles de Charleston (Ca­rolina del Sur) y los contemplé abarrotados con montañas de al­godón y vi a todos vuestros depósitos, vuestros buques, vuestras embarcaciones a vapor y las que recorren los canales, atestados y crujiendo bajo el peso del algodón, regresé al hotel de Plantadores donde me encontré con que los cuatro diarios, así como la conver­sación de los huéspedes, rezumaban algodón1 ¿Algodón! ¡Al­godón! ... A partir de esto continué mi itinerario topándome casi exclusivamente con campos de algodón, demotadoras de algodón, carre­tones que transportaban algodón... Arribé a Augusta (Georgia) y al ver carros de algodón en Broad Street, ¡lancé un silbido! ... Pero esto no fue todo; había más de una docena de barcos a remol­que en el río, con más de mil balas de algodón en cada uno y varios vapores que llevaban un cargamento aún mayor. Y Hamburg (según dijo un negro), teniendo en cuenta su tamaño, era peor, pues me costó determinar qué era lo más grande: si las pilas de algodón o las casas. Al abandonar Augusta, sorprendí una multitud de plantadores de algodón provenientes de Carolina del Norte y del Sur y de Georgia, junto con numerosas cuadrillas de negros que se dirigían a Alabama, Mississippi y Luisiana, "donde no están agota­das las tierras del algodón". Aparte de esta gente, sorprendí una cantidad de ca­rretones para el transporte de algodón, ya vacíos, de regreso al punto de partida y muchísimos, cargados de algodón, camino a Augusta 2

El remitente de la carta prosigue su relato. Atraviesa Alabama, Mississippi, Luisiana y Arkansas y en todas partes ve algodón, oye hablar de algodón y sueña con algodón, ¡por espacio de setenta días con sus correspondientes noches! El algodón era el rey del Sur.

En la década de 1790, el rico plantador que se proponía cul­tivar algodón en gran escala, enfrentaba el problema de la ob­tención de mano de obra, lo mismo que el capitalista del Norte. Había muchos hombres pobres que deseaban cultivarlo, pero no en beneficio de otra persona. Mientras abundaran tierras desocu­padas, a su disposi­ción, prácticamente con sólo tomarlas, no te­nían voluntad de tra­bajar en calidad de peones, bajo las órdenes de otro hombre. Mien­tras que el manufacturero del Norte solu­cionó el problema que le planteaba la mano de obra con el em­pleo de mujeres, niños, hom­bres en su temporada libre, y má­quinas en reemplazo de obreros e inmigrantes, el plantador sureño recurrió a los esclavos negros.

El primer cargamento de esclavos de color había llegado a nuestro país en 1619. Durante muchos años el suministro no fue sobreabundante. Los negros y los sirvientes escriturados de raza blanca, trabajaban en los campos, a la par de sus amos blancos. Hasta el año 1690, había más sirvientes blancos que esclavos de color en el Sur. En esa época, muchos plantadores de Carolina del Sur se dedicaron a la producción de arroz en los pantanos que bor­deaban la costa. El cultivo de arroz demandaba una extenuante labor, bajo la acción de un tórrido clima que, con frecuencia, in­cubaba el germen de la malaria. Se juzgaba lo más apropiado para la firme rutina de todo el año en los arrozales, el uso de cuadri­llas de negros, conducidas por un sobrestante o capataz blanco. Im­portáronse, de consi­guiente, más y más negros. Los cultiva­dores de tabaco también habían recurrido a la mano de obra aportada por esclavos negros, ante la falta de obreros blancos du­raderos. Hacia fines del siglo XVIII, había en el Sur muchos más esclavos de co­lor que escriturados blancos.

Los tenedores sureños de esclavos cultivaban arroz, tabaco, azú­car o algodón porque, al igual que los capitalistas del Norte, que­rían hacer dinero. Contaban, por una parte, con una produc­ción fácilmente vendible y, por otra, con un tipo especial de mano de obra para obtener esa producción. Ello dio por resultado natu­ral que incrementasen el sistema de la plantación.

¿De qué modo difería una plantación de un establecimiento agrícola? En la plantación se cultivaba un solo producto princi­pal, tabaco, arroz, azúcar o algodón, que se ponía a la venta en su tota­lidad. En una granja podía producirse una variedad de cosas, tales como trigo, maíz, heno, queso y cerdos, algunas para la venta y otras para uso de la familia. En la plantación, el cuerpo de trabaja­dores era numeroso, cuanto más numeroso mejor. En la granja ha­bía pocos peones que ayudaban al agricultor en su faena personal. En la plantación, la nutrida cuadrilla de obreros trabajaba de sol a sol, día tras día, cumpliendo una sostenida ru­tina que se prolongaba todo el año, siempre bajo cuidadosa su­pervisión. En la granja, no era tan regular la rutina y solían ad­venir semanas enteras en que mermaba la labor.

Los sureños habían adoptado el sistema de la plantación por­que se adecuaba mejor a la combinación de sus particulares monoculti­vos con la mano de obra que proporcionaba el esclavo.

Los negros recien venidos de Africa demoraban en aprender la modalidad del hombre blanco; sus descendientes en los Estados Unidos no recibían educación. Dado que no se otorgaba a los ne­gros la oportunidad de aprender, sus amos creían, erróneamen­te, que no eran capaces de ello. Los dueños de esclavos coinci­dían con el parecer de Cairnes, el economista inglés, quien escri­bió en 1861:

"...la dificultad de enseñar algo al esclavo es tan enorme que la única posibilidad de tornar provechosa su labor estriba, cuando ha aprendido una lección, en aplicarlo a esa lección toda su vida. En consecuencia, allí donde se empleen es­clavos no puede haber va­riedad de producción. Si es tabaco lo que se cultiva, éste se con­vierte en el renglón exclusivo y es tabaco lo que se produce, sea cual fuere el estado del mercado y la con­dición del suelo".1


La mano de obra del esclavo tendió a imponer en el Sur el cul­tivo de "una sola cosecha". Su trabajo debía configurar todo el tiempo una firme rutina, que se planeaba para él, paso a paso. Esto daba buen resultado en el caso del algodón, que requería aten­ción y trabajo permanentes casi todo el año. No habría sido sa­tisfactorio en lo relativo al maíz u otros granos, los cuales invo­lucraban varios meses de inactividad. En los lugares donde esta temporada de tra­bajo flojo permitía que las manos permaneciesen ociosas, ello aca­rreaba pocas pérdidas, pero el tenedor de esclavos no podía darse ese lujo. Había comprado sus siervos y debía ali­mentarlos, vestirlos y alojarlos todo el tiempo, hubiese trabajo o no. Sabía que no ob­tendría ganancias mientras no organizara de tal modo las faenas de su plantación que todos sus esclavos, jóve­nes y viejos, tuviesen ocupación permanente.

El algodón la proveía durante todo el año y permitía la orga­ni­zación en gran escala. Los esclavos trabajaban sólo por obliga­ción. Cuando el amo levantaba la vista de sus manos, éstas mos­traban propensión a apartarse de la labor. Por consiguiente, el esclavo necesitaba ser estrictamente vigilado. Alguien, ya fuere el propio plantador o un capataz conchabado, debía encargarse de tal vigi­lancia. Para el plantador constituía una cuestión de sim­ple aritmé­tica comprender que cuantos más trabajadores pudiese amontonar, colocándolos bajo la supervisión de un capataz, más barato le re­sultaría. En este aspecto, volvía a denotar su eficacia la planta de algodón. Si bien un solo peón podía cultivar de treinta a cuarenta acres de maíz, únicamente estaba en condiciones de atender de cinco a diez acres de algodón. Lo cual significaba, evi­dentemente, que la distancia que mediaba entre los braceros de­dicados a la pro­ducción del algodón era mucho menor que en el caso del maíz. El tenedor de esclavos advirtió que sus costos se reducirían, acre­centándose sus beneficios, si la cuadrilla de ne­gros de que dispu­siera era todo lo numerosa que permitiese la vigilancia de un solo hombre. Tonto sería pagar un capataz para que manejase ocho o diez trabajadores cuando podía, con la misma facilidad, manejar treinta o treinta y cinco. La planta de algodón admitía la organiza­ción en gran escala.

Los tenedores de esclavos vieron, con mucha claridad, que cuanto mayor la cuadrilla, más reducidos los gastos per cápita y más lucrativos los beneficios; surgió, luego, la idea de comprar más negros, a los fines de cultivar más algodón para comprar más ne­gros con que cultivar más algodón y así sucesivamente. Se hizo evidente que el camino hacia el aumento de los beneficios, con­sistía en el sistema de la plantación, con el empleo de grandes cua­drillas de negros dedicados a una incesante rutina, bajo la supervi­sión de un sobrestante, a los efectos de la producción de un mono­cultivo destinado a la venta. J. S. Euckingham, viajero inglés que recorrió el Sur en el año 1842, describe una plantación que visitó:

Todos los esclavos están en pie al amanecer; y toda persona apta para el trabajo, desde los 8 o 9 años de edad, se dirige a sus diver­sos puestos de labor en los campos. No regresan a sus casas ni a la hora del desayuno, ni a la del almuerzo; un grupo de negros desig­nados a tal efecto, les preparan la comida en el campo. Prosi­guen así trabajando hasta el anochecer y regresan entonces a sus vivien­das. No hay asueto el sábado a la tarde, ni en ninguna otra fiesta a lo largo del año, excepto un día o dos en ocasión de Navi­dad; todos los días, salvo los domingos, se ocupan de su tarea, desde que amanece hasta el anochecer. Se les asigna una cuota de alimentos que consiste en bushel, o dos galones, de maíz por sema­na, la mi­tad de esa cantidad para los niños y niñas que trabajan y la cuarta parte para los pequeñuelos. Están obligados a moler ellos mismos ese maíz, después de haber cumplido su jornada de trabajo, el que luego es hervido en agua, transformándolo en un cocido, pero sin nada que lo acom­pañe, ni pan, ni arroz, ni pescado, ni carne, ni patatas, ni manteca; maíz hervido y agua solamente y apenas en cantidad suficiente para subsistir.

En materia de vestimenta los hombres y los niños varones reci­ben una burda chaqueta de lana y un par de pantalones por año, sin camisa, ni ninguna otra prenda. Éste es su traje de invierno; en ve­rano consiste de un similar juego de. chaqueta y pantalón de la más grosera tela de algodón... No se permite impartir instrucción al­guna, ni para enseñarles a leer o escribir, no se proveen juegos o recreaciones de ninguna clase, ni hay, en realidad, tiempo para dis­frutar de ellos si los hubiere.

En esta plantación en particular, los braceros trabajaban el sá­bado por la tarde, mientras que en otras era feriado. Esto lo deci­d­ían diferentes amos y capataces, sobre la base de lo que, en última instancia, les rendía más provecho. Algunos amos enten­dían que, permitiendo que los negros descansasen la tarde de los sábados así como los domingos, podían conseguir de ellos más y mejores re­sultados el resto de la semana; otros consideraban que el reposo del sábado no aportaba en modo alguno más algodón. Algunos amos eran de opinión de que un trato bondadoso, los premios al trabajo esforzado, ocasionalmente algún poquito de comida extra, un obse­quio de tabaco de cuando en cuando, alguna o todas estas cosas, procuraban más algodón; otros, en cambio, hallaban que un trata­miento muy rígido, un ojo siempre avizor, ninguna clase de extras, y muchas prohibiciones, traían por fruto más algodón. Por lo tanto, el tratamiento dispensado a los negros variaba de acuerdo con el amo y su idea acerca de lo que le re­sultaría más ventajoso.

Cuando, al ser colocado a cargo de la plantación, se advertía al sobrestante que sus jornales dependerían de la cantidad de algodón que él produjera, el trabajo tendía a ser muy duro y más frecuente el castigo del látigo. Un redactor del Columbia South Carolinian pensaba que los propietarios que aplicaban este sistema cometían un error, por cuanto sus esclavos indefecti­blemente se agotarían con el trabajo.

Los plantadores pueden dividirse en dos grandes clases, vale de­cir, aquellos que atienden su negocio y aquellos que no. Y esto crea correspon­dientes clases de sobrestantes. El plantador que no ma­neja su propio ne­gocio debe, claro está, entregar todo en manos de su sobrestante. Ese plan­tador, por regla general, valora los méritos del sobrestante exactamente en proporción con el número de bolsas de algodón que logra, y al sobrestante, por supuesto, no le importa nada más que obtener una gran cosecha. A él le es to­talmente indi­ferente que los viejos braceros agoten sus fuerzas, que los jóvenes hagan abuso de ellas; que las mujeres encintas sufran abortos y las que amamantan pierdan sus hijos; que los mulos que­den deshechos, la plantación destruida, el ganado vacuno descui­dado y las tierras arruina­das; mientras consiga el número requerido de bolsas de al­godón, todo se pasa por alto; se lo emplea con au­mento de salario y su reputación se acrecienta.1


En la mayoría de las plantaciones, la ropa que se entregaba a los peones de campo era similar a la que se usaba en el estable­cimiento que conoció Buckingham. La comida tal vez fuera en al­gunas un poquito mejor, y muy a menudo formara el tocino, junto con el maíz, parte de la dieta regular. La calle de la plantación sobre la cual se alineaban las cabañas de los negros, ofrecía un pobrísimo espectáculo. Las chozas de madera comprendían usual­mente una sola habitación, de aproximadamente veinte pies cua­drados, en la cual dormía una familia entera y en oportunidades, hasta varias familias. Lo más frecuente era que el moblaje fuese escaso o bri­llase por su ausencia, que hubiese ventanas rotas, un techo con goteras, troncos en vías de pudrimiento, y que faltasen cañerías y una letrina. Una o dos veces por año, quizás se blan­queasen todas las cabañas, tanto adentro como afuera. Alimentar, vestir y albergar a sus peones, representaba un gasto y el plantador trataba de man­tenerlo lo más bajo posible. En las planta­ciones de reducidas di­mensiones, el monto aproximado de todo lo invertido en comida, ropas y vivienda para un negro en el curso de un año, oscilaba entre $ 30 y $ 40. En las plantaciones grandes ese costo sólo se elevaba a $ 15. El promedio, para jóvenes y viejos, en toda la faja del al­godón, ascendía alrededor de $ 20 anuales!

Esta bajísima cifra habría sido aún menor si el plantador no hubiese tenido que comprar casi todo lo que usaba. Es fácil com­prender por qué el Sur, sector dedicado a la agricultura, debía ad­quirir en el Norte mercaderías manufacturadas. Pero ¿por qué se veía el Sur, zona agrícola, en la necesidad de comprar carne de cerdo, harina, maíz y otros productos de granja en el noroeste? ¿Por qué no producían los propios plantadores los alimentos y las demás provisiones de chacra que precisaban? Las ganancias del plantador estribaban en la producción de algodón, de modo que se enseñó a los negros a cultivar algodón y nada más. Año tras año, se plantaba el algodonero y únicamente el algodonero (en los sec­tores consagrados al tabaco, sólo el tabaco; en los del arroz, sólo arroz y así sucesivamente), El Sur se convirtió en región de mono­cultivos.

Esto da excelente resultado durante varios años, pero even­tual­mente la tierra se empobrece y ya no desarrolla el algodón. El autor de Address to the Farmers of Georgia for 1839 (Discurso a los Agricultores de Georgia, para el año 1839") describe lo ocurrido: "Los agricultores de Georgia no podrían haber seguido un procedi­miento más fatal que el adoptado durante los últimos 30 años. El cultivo del algodón en tierras quebrantadas (agotadas), es la for­ma más segura de actuación para destruirlas. De ahí que tenga­mos miles de acres que una vez fueron fértiles, ahora en último grado de total inutilidad, nada más que estéril arcilla roja sem­brada de po­zos".1

Otro sureño, director de un periódico dedicado a temas de la agricultura, escribió en 1860: "El sistema es tal que el plantador ape­nas considera su tierra porción integrante de su inversión perma­nente. Forma, más bien, parte de sus gastos corrientes. Com­pra un carro y lo usa hasta que se deshace y entonces lo tira. Com­pra un arado, o un azadón y trata a ambos del mismo modo. Com­pra tierras, la exprime hasta agotarlas y las vende luego, así como vende el hierro viejo por lo que le den. En su concepto se trata de una propiedad movible, sujeta a caducidad. Es algo que debe des­cartarse, no mejorarse"2

Ahora bien, ésta no es la manera según la cual los agriculto­res cuerdos tratan generalmente sus fincas. Y, sin embargo, no todos los sureños eran locos. ¿Cómo podían darse el lujo de seguir ade­lante en esta forma? C. C. Clay, nativo del Sur, pronunció un dis­curso que nos proporciona la clave: "Nuestros... plantadores, des­pués de extraer la nata de sus tierras, incapaces de restau­rarlas me­diante el descanso, los abonos u otros recursos, se alejan más hacia el Oeste... en busca de nuevas extensiones vírgenes."

El Oeste. Acres y acres de rica, feraz tierra. Suelo virgen, ja­más labrado antes. ¿Por qué cubrir de estiércol los viejos y gas­tados terrenos de Virginia, de Carolina del Norte y del Sur, de Georgia, cuando resultaba más barato comprar nuevas, fecundas, hondas tierras en Alabama, Mississippi, Luisiana, Texas? No sólo el pobre agricultor, no sólo el buscador de aventuras, el alma inquieta, hacía el trayecto hacia el Oeste. También los grandes plantadores corrían el riesgo y con todos los efectos de la casa y su caterva de negros atrás, se unían a la masa dispuesta a la arrebatiña de los mejores algodonales.

Si marcásemos el mapa con una flecha, veríamos que el al­godón se cultivó por primera vez en los Estados Atlánticos del Sur: Caro­lina del Norte, Carolina del Sur y Georgia; se extendió después a los Estados del golfo: Alabama, Mississippi, Luisiana, Texas y Arkansas. Las cifras nos gritan lo acaecido. En 1824, los Estados Atlánticos del Sur, más viejos, produjeron casi el doble del algodón recogido en los Estados del golfo, más nuevos, pero hacia 1841, la cosa sucedió al revés.

La mano de obra brindada por el esclavo y el deseo de lucro que impulsaba al plantador, tendieron a crear, obligadamente, el tipo de cultivo único, y éste propendió, a su vez, a acarrear una forzosa expansión hacia nuevas tierras. El nuevo sudoeste comenzó a ase­mejarse al viejo sudeste.

En el caso de muchos de los agricultores y plantadores que se trasladaban en procura de nuevos algodonales, ello no era cuestión de inclinación, sino de imposición, porque no conseguían cultivar algodón, a precio tan bajo o tan perfectamente, en la tierra más vieja y gastada. Al tiempo que viajaba más gente en dirección Oeste, la tierra del Este pasaba a depreciarse hasta que, en muchos lugares, llegó a valer prácticamente nada. Un viajero nos refiere la siguiente anécdota: encontrando a un virginiano que iba a caballo y que, a guisa de montura usaba una bolsa de heno, sin estribos, y por brida una simple cuerda, preguntóle:

"Forastero, ¿de quién es esa casa?"

"Mía", fue la respuesta.

Arribaron a otra. "¿Y esta casa de quién es?"

"También mía, forastero."

Se aproximaron a una tercera. "¿Y quién es el dueño de ésta?"

"Yo también, forastero; pero no vaya a suponer que soy tan en­diabladamente pobre como para ser propietario de toda la tie­rra de estos alrededores." 1
La devaluación era particularmente notable en Virginia, el más antiguo de los Estados. Aquí y allá la gente se desprendía de sus viejas casas y terrenos, o inclusive los abandonaba. En 1829, tres años después de la muerte de Thomas Jefferson, Monticello, su magnífica morada, dotada de doscientos acres de terreno, fue ven­dida en pública subasta por sólo $ 2.500.

En aquellos lugares donde el suelo ya no podía cultivarse in­ten­sivamente, ser dueño de cierto número de negros, era suma­mente oneroso, porque se corría el peligro de que las ganancias aportadas por su valor no equivaliesen a los gastos y a los incon­venientes de su mantenimiento. Durante un tiempo, pareció que se haría realidad la observación de John Randolph sobre Virginia, en el sentido de que "si los esclavos no escapaban de sus amos, los amos tendrían que escapar de los esclavos". En Virginia y Mary­land, donde los tabacales estaban agotados, la esclavitud proba­blemente hubiese desaparecido poco a poco. Pero el Congreso dictó una ley que prohibía la importación de esclavos después de 1808; al mismo tiempo, desde los nuevos algodonales del sudoeste, se dejó oír el clamor que demandaba más y más negros. ¿Cuál fue el resultado? El precio de los esclavos subió por las nubes. El valor promedio de un buen bracero, alrededor de la época en que se inventó la des­motadora de algodón (1793) era de $ 200; hacia 1815 se había ele­vado a $ 250; hacia 1836 a $ 600, y en 1850 a $ 1.000.

Dado este ascenso de los precios, dejó de rendir provecho en Virginia y Maryland el cultivo del algodón o del tabaco, volvién­dose en cambio muy productiva la cría de negros. Los Estados otrora ocupados en hacer trabajar esclavos, pasaron a dedicarse a su reproducción. "En adelante, los esclavos rara vez eran tenidos en estos Estados con el objeto de atender cultivos, siendo éstos, por lo contrario, muy a menudo, emprendidos con el objeto de criar es­clavos... Los negros de Virginia, Maryland y Kentucky se destina­ban frecuentemente a alguna tarea liviana, ganando quizás lo bas­tante para pagar su subsistencia, hasta que llegaban a la madurez, momento en que se los vendía a los traficantes que los conducían al Sur."

Frederic Olmsted, de viaje por el Sur en la década de 1850, re­cibió una carta que le remitió un sureño en la cual le propor­cionaba informes acerca de esta nueva ocupación:

"En los Estados de Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Kentucky, Tennessee y Missouri se presta tanta atención a la cría y al crecimiento de los negros como a los correspondientes de caba­llos y mulas. Más al Sur, los criamos, a la vez, para su uso y para el mercado. Los plantadores ordenan a las doncellas y mujeres (casa­das o solteras) que engendren hijos; y he conocido gran número de esclavos ne­gros que fueron vendidos porque no los pro­creaban. Tina mujer apta para la reproducción vale de un sexto a un cuarto más que otra impropia para ello."
Hacia 1860, el precio de un peón de campo de primera clase os­cilaba entre $ 1500 y $ 2.000. Mientras que el valor de la tierra iba en paulatino descenso, el de los esclavos subía aceleradamente, cada vez más alto. En tanto que los caballos, las mulas, el ganado vacuno y el lanar perdían progresivamente valor, los esclavos se cotizaban más y más. En los últimos años de la década de 1850, la hacienda Gadsen vendió 67 cabezas de ganado vacuno, 19 ovejas y un padrillo y recibió por el lote sólo $ 929,50. 1 Un solo bracero de primera habría granjeado, en casi cualquier parte del Sur, más que eso. El cambio era perceptible en los testamentos que dejaba la gente. La propiedad mejor y más segura para legar a los hijos, an­taño constituida por los bienes inmuebles y los seiriovientes, a la altura del año 1850, estaba constituida por esclavos.

Una persona era rica o pobre, según el número de esclavos que tuviera. En todas aquellas oportunidades en que un plantador dis­ponía de dinero extra lo utilizaba para adquirir más esclavos. Tho­mas R. Cobb escribió en 1857: "En un Estado esclavista, la mayor evidencia de riqueza en un plantador es la del número de sus escla­vos. La propiedad más deseable, en lo tocante a una renta remune­rativa, se halla constituida por los esclavos. La mejor pro­piedad para dejar en herencia a los hijos y de la que se separarán con ma­yor reluctancia, es la de los esclavos. De ahí que el planta­dor in­vierta su superávit en esclavos."




CLASIFICACION DE TENEDORES DE ESCLAVOS 1850

Tenedores de 1 esclavo................................................... 68.820

Tenedores de más de 1 esclavo y menos de 5 ............105.683

Tenedores de „ „ 5 “ “ 10............ 80.765

Tenedores de „ „ 10 “ “ 20........... 54.595

Tenedores de „ ,, 20 “ “ 50........... 29.733

Tenedores de „ „ 50 “ “ 100........... 6.196

Tenedores de „ 100 “ “ 200 ........... 1.479

Tenedores de „ „ 200 “ “ 300........... 187

Tenedores de ,, „ 300 “ “ 500........... 56

Tenedores de „ „ 500 “ “ 1.000.......... 9

Tenedores de „ 1.000 y más..................................... 2

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