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Leo huberman


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En 1833, cuando la señorita Prudente Crandall admitió unas cuantas niñas de color en su pensionado de Canterbury, Connec­ticut, sus encolerizados vecinos trataron de boicotearla. Al no lo­grar resultado con ello, organizaron un alborotado gentío y la ata­caron. Dado que siguió persistiendo, consiguieron que la Legisla­tura dictara una ley especial, por la cual se tornaba delito la admi­sión de negros en cualquier escuela. Tras esto, la arrojaron a una prisión por haber transgredido la ley.

Los sureños se irritaban cada vez más, a medida que arre­ciaban los ataques del Norte contra la esclavitud. Quisieron que los norte­ños pusieran en orden su propia casa. El senador Hammond de Ca­rolina del Sur, les recordó que ellos también tenían esclavos. Ex­presó:

En todos los sistemas sociales debe haber una clase a la que to­que la ejecución de los trabajos inferiores, de las fatigas de la vida... los llamamos esclavos. Eu el Sur todavía somos anticuados; hoy es una pala­bra desechada por los oídos delicados; no caracte­ri­zaré con el término alu­dido a esa clase en el Norte; pero la ten­éis; está allí, eu todas partes; es eterna. La diferencia entre noso­tros ra­dica en que nuestros esclavos han sido contratados por toda la vida y se los compensa bien; no existen la inanición, la mendici­dad, el desempleo entre nuestra gente y tampoco un exceso de ocu­pación. Los vuestros son contratados por día, nadie los atiende y reciben cscasa compensación, lo cual es dable comprobar del modo más deplorable a cualquier hora, en cualquier calle de vuestras grandes ciuda­des. ¡Señor! Si se topa uno en el día con más mendigos, eu cualquier calle aislada de la ciudad de Nueva. York, que los que encoutraría, en el término de una vida en todo el Sur. Nuestros es­clavos son negros, pertenecen a otra raza infe­rior... los vuestros, blancos, de vuestra propia raza; sois her­manos de una sola sangre.
¿Era la esclavitud negra del Sur mejor o peor que la esclavi­tud de las fábricas del Norte?

El Daily Georgian de Savannah publicó, en 1842, un artículo que versaba precisamente sobre este punto:

Si nuestras palabras lograsen llegar a los oídos de las desca­rria­das personas tan impresionadas por los líderes principales del mo­vimiento de abolición, les rogaríamos que liberasen a los Es­clavos Blancos de Gran Bretaña y de los Estados manufactureros del Norte, antes de inmiscuirse en las instituciones internas del Sur.
Estos sureños argumentaban que, en épocas difíciles, el obrero fabril del Norte era despedido, dejándoselo morir de hambre o de frío por falta de alimentos, ropas y techo; que, llegado a la vejez y no pudiendo ya trabajar, nadie cuidaba de él o de su familia. En cambio, los esclavos negros jamás sentían hambre o frío; se los atendía cuando enfermaban o llegaban a la ancianidad; nunca te­nían de qué preocuparse porque sabía que siempre se les pro­veería lo necesario. Un virginario se expresaba en esta forma:
En el sistema sureño de sociedad, el obrero recibe ineludible­mente ropas y alimentos, pues, si las ganancias del amo no le per­miten proporcionárselos, debe hacer uso de su capital y si, ni sus ganancias ni su capital lo colocan en posición de hacerlo, entonces debe transferir el obrera a alguna otra per­sona en condiciones de proveerlo de estas comodidades; y, así, en cualquier eventualidad, el trabajador se asegura las comodidades físicas y las nece­sidades de la vida .1
J. K. Paulding, viajero que anduvo por el Sur en el año 1836, pensa­ba que este argumento sureño no dejaba de tener fundamento. Comparó a los trabajadores de Inglaterra y a los campesinos de Alemania y Rusia con los obreros blancos de los Estados Unidos. "Encontraba que estos últimos 'respetaban las comodidades esen­ciales mucho más que el resto del mundo'. Sin embargo, traba­jaban más duramente que esclavos y, con frecuencia, se los echaba de su empleo y se los privaba de pan, todo ello a causa de que les faltaba un amo que se preocupase por ellos y prote­giera a sus familias del hambre, del frío y de las tribulaciones".2

La querella acerca de la esclavitud se tornó progresivamente más agria. De cuando en cuando, el gobernador de algún Estado del Norte solía entrar en disputa con el gobernador de otro Esta­do del Sur, con motivo de la entrega de un negro que había hui­do o había sido robado. Esto traía por secuela una larga reyerta, a raíz de la cual la población de cada uno de los dos Estados se excitaba más y más. De pronto, esa excitación perdía su viru­lencia y comenzaba otra tremolina en algún otro lugar. Algún ataque abolicionista a la esclavitud, como por ejemplo La Cabaña del Tío Tom, daba origen a un choque. Los Estados sureños pro­mulgaban entonces leyes que prohibían la impresión y distribu­ción de tales libros o panfletos. Los jefes de correos del Sur, destruían cualquier material antiescla­vista de este tipo. Los Esta­dos del Norte, hacían pasar muy malos ratos a los capturadores de esclavos que perseguían fugitivos. Dis­cordia. Excitación. Camorras. Populacho enardecido. El conflicto en torno a la esclavitud esta­ba metiendo una cuña entre el Norte manufacturero, de mano de obra libre y el Sur agrícola, servido por esclavos.

En los primeros tiempos, tanto en el Norte como en el Sur, la industria principal había sido la agricultura. Pero, mientras que el Sur se aferró casi enteramente al monocultivo, el Norte agregó el comercio y la manufactura a su agricultura múltiple.

A todo extranjero que visitaba los Estados Unidos, le llamaba la atención la gran diferencia entre ambos sectores, siempre a favor del Norte. Cuando uno salía del Sur y entraba al Norte, percibía claramente un enorme cambio. Pasaba de una atmósfera adorme­cida, lenta, a otra ajetreada, que trasuntaba celeridad; se dejaban atrás los extenuados campos abandonados, con derruidas mansio­nes, para ingresar en una región de bien tenidas, eficiente­mente administradas granjas, y de florecientes villas y ciudades; uno se olvidaba del inacabable panorama de los algodonales, cuando veía las numerosas fábricas, las minas, los canales, los ferrocarriles, los comercios, los colegios, los bancos. Mientras que los sureños ricos habían colocado todo su dinero en una sola cosa —el algo­dón— los norteños de fortuna lo habían invertido en diferentes negocios, fábricas, minas, bancos, ferrocarriles. Mientras que el capital del Sur se aplicaba a la adquisición de mayor cantidad de negros, o a un fastuoso tren de vida en lo concerniente a unos cuantos acauda­lados plantadores, el capital del Norte servia para crear más y más empresas comerciales que edificaban y reporta­ban inmensos bene­ficios a los capitalistas.

En cualquier industria, el Norte aventajaba al Sur. En la ma­nu­factura, no existía desde luego, punto de comparación. Las fá­bricas norteñas producían —a cambio de una ganancia— las cosas que usaba el Sur; o los barcos norteños transportaban esas cosas desde Europa y los mercaderes norteños las vendían al Sur con ganancias. En 1855, en una reunión de sureños realizada en Nue­va Orleáns, el capitán Pike describió hasta qué punto el Sur dependía del Norte.

Desde el sonajero que el aya agita en los oídos del niño nacido en el Sur, hasta el sudario que cubre la helada forma de los muer­tos, todo lo recibimos del Norte. Al levantarnos salimos de un le­cho tendido con sá­banas de confección norteña y con almohadas de plumas norteñas, y nos lavamos en jofainas hechas en el Norte, nos secamos la barba en toallas norteñas y nos vcstimos con pren­das tejidas en telares norteños; nuestros alimentos se sirven en vajilla norteña; nuestras habitaciones se barren con escobas nor­teñas, nuestros jardines se cavan con palas norteñas y nuestro pan se amasa en bandejas o fuentes de madera, o latón del Norte, y la mismísima leña que alimenta nuestras hogueras se corta con hachas nor­teñas, cuyo cabo de nogal procede de Connecticut y Nueva York.


¿Había demanda de carbón, hierro o cobre? Las minas norteñas se encargaban de suministrarlo.

¿Tenía el pujante noroeste alimentos para vender y merca­derías manufacturadas que comprar? Los norteños construian ca­nales y ferrocarriles para derivar ese comercio en su dirección. Hacia 1860, la mayor parte del tráfico comercial del noroeste se había alejado de los ríos que corrían rumbo a los puertos sure­ños del Golfo, transfiriéndose a los canales y ferrocarriles cuyo trazado desembo­caba en puertos atlánticos del Norte. El noroeste estaba siendo li­gado al Norte con vínculos de acero.

¿Quería alguien préstamos de dinero? Pues, debía dirigirse al Norte, dueño de la mayoría de los bancos del país.

¿Y en lo relativo a la agricultura? El Sur en esto ciertamente se hallaría a la cabeza. De ninguna manera, "Si bien el Sur cultivaba todo el arroz, toda la caña de azúcar, todo el cáñamo y cinco sextos del tabaco, la cosecha de heno levantada cada vera­no por los gran­jeros del Norte, les rendía más del doble del dinero producido a los plantadores del Sur por todo el arroz, cáñamo caña de azúcar y tabaco combinados".1

Cerca de dos tercios del ganado de los establecimientos agrí­co­las se criaban en el Norte.

En 1850, el valor de un acre de tierra en el Sur, alcanzaba aproximadamente $ 9.00, mientras que en el Norte era de alrededor de $ 25.00.

Por supuesto que el algodón constituía el gran cultivo del Sur. No puede negarse que, en 1800, el monto del algodón exportado desde los Estados Unidos, representaba más de la mitad del im­porte de todas nuestras exportaciones. Empero, H. R. Helper, su­reño, tuvo que decir lo siguiente sobre el algodón que provenía del Sur: "Sin embargo, la verdad, es que la cosecha del algodón da al Sur escasa utilidad. Nueva Inglaterra y la vieja Inglaterra, mediante su superior sagacidad y empresa, la convierten principal­mente en ventaja propia. Se la transporta en sus barcos, se hila en sus fábri­cas, se teje en sus telares, se asegura en sus oficinas, se la devuelve en sus propios navíos y, con el añadido de un doble flete y del co­sto de la manufactura, el Sur la adquiere a una elevada prima. Entre todas las partes ocupadas o interesadas en su transporte y manu­factura, el Sur es la única que no saca ga­nancia."

Esto podía o bien ajustarse a la realidad o bien pecar de exa­ge­ración. Pero no cabe duda que el Norte con sólo vender sus botas, zapatos, artículos de cuero y hierro recibía más que el Sur por todo el algodón. Estos hechos revestían tremenda importacia. Prefigura­ban la victoria de los hombres de negocios norteños sobre los te­rratenientes del Sur.

El Norte había aventajado al Sur en todos los campos, excepto en el de la política. Ambos bandos luchaban por el control del go­bierno. Era misión del Congreso establecer una tarifa alta o baja o votar a los fines de que los fondos del gobierno se destinaran a la ayuda de los pescadores o a la construcción de caminos. Si los te­rratenientes sureños elegían el Presidente y ganaban más bancas en el Congreso, entonces las leyes que se aprobasen favore­cerían al Sur. Si, por lo contrario, eran los candidatos de los mer­caderes y manufactureros norteños quienes vencían en las elec­ciones, las leyes que se sancionaran favorecerían, por lo tanto, al Norte. Esto era evidente para los dos bandos.

Poniendo en juego una política muy hábil, los dirigentes sure­ños habían logrado muchos triunfos, durante todo el período com­pren­dido desde los tiempos de Washington, en 1789, hasta 1860. Si era posible elegir a un sureño en calidad de Presidente, así lo hací­an. Si ello no resultaba factible, respaldaban a algún hombre del Norte que estuviese en cordiales relaciones con el Sur. De Washington en adelante, hasta el año 1860, la mayoría de los pre­sidentes fueron sureños o estuvieron de su parte; ocurrió lo mismo con la casi tota­lidad de los jueces de la Suprema Corte, y, ya sea la Cámara de Representantes, o el Senado, o ambos cuerpos, se en­contraron bajo su control. A ello obedeció que se rebajase conti­nuamente la tarifa a partir de 1822 hasta 1860 (con excepción del año 1842). En el gobierno, al menos, quien llevaba las riendas era el Sur.

Si esto no hubiese ocurrido, el Sur tendría que haber bailado la jiga mucho antes de 1860. En el Senado de los Estados Unidos, cada Estado, grande o pequeño, contaba con dos votos. A medida que el territorio del Oeste se colmaba de gente e ingresaba a la Unión formando Estados, desarrollábase entre el Norte y el Sur un litigio. ¿El nuevo Estado debía ser esclavista, o libre? Cada sector quería agregar a su bando los dos nuevos votos del Estado entrante. Había quienes sentían inquina por la esclavitud pero estaban muy dispuestos a permitir que existiera, siempre y cuando no se la de­jara extenderse más. Fue afortunado para el Sur poseer el control sobre el gobierno pues, a través de esto consiguió expandirse en el Oeste. Hacia el año 1850, nueve Estados libres y nueve Estados esclavistas habían sido tallados, extrayéndolos del territorio occi­dental. El equilibrio se había mantenido parejo, tras muchas tor­mentosas discusiones entre representantes de ambos bandos.

Desde luego que, para el Sur, la expansión hacia nuevas tie­rras era necesaria, aparte de las razones políticas. El suelo virgen cons­tituía algo esencial para el cultivo del algodón, mediante la mano de obra proporcionada por esclavos. Si llegaba el momento de que los sureños ya no pudieran desplazarse en dirección oeste, ello en­trañaría el fin del régimen del plantador. Desgraciadamente, ese momento arribó para el Sur alrededor de 1860.

El motivo no fue propiciado por los norteños, sino por la Natu­raleza. Al oeste del meridiano 98º, se extendían tierras áridas, de­masiado secas, que no admitían el cultivo del algodón. El Sur se había conquistado el derecho de desplazarse allí con sus esclavos, pero tratábase de un suelo sobre el.cual el algodón se negaba a cre­cer. La naturaleza había fijado el confin del reino del algodón.

Por otra parte, era ilimitada la "cantidad del capital que podía acumularse, la variedad de máquinas susceptibles de ser inventa­das y la suma de personas en condiciones de recibir su sostén de la ma­nufactura". 1 La victoria tenía que corresponder al Norte.

"El Rey Algodón había perdido su cetro y ya no era necesa­rio más que un rudo sacudón para derribar su trono." Cuando en 1860, opositores, —el Partido Republicano- ganaron las eleccio­nes y Abraham, Lincoln llegó a ser Presidente, los plantadores de al­godón sureños vieron sellado su destino. Ahora que también ha­bían perdido el poder político, sintieron que no les quedaba nada por hacer más que retirarse de la Unión. Sabían lo que signifi­caba la victoria de los mercaderes y manufactureros del Norte y te­mían los resultados. En diciembre de 1860, Carolina del Sur y, poco des­pués, diez otros Estados esclavistas, declararon no formar ya parte de los Estados Unidos. Reuniéronse representantes de los Estados secesionistas y formaron los "Estados Confederados de Norte América". La Unión quedaba rota en dos.

En vano intentó Lincoln tranquilizar a los tenedores de escla­vos, en el sentido de que su gobierno no "interferiría en la institu­ción de la esclavitud en aquellos Estados donde existiera". Los once Esta­dos separados habían elegido su camino. Querían constituir una nación aparte, con un gobierno propio que dictara las leyes que habrían de regirla; querían vivir como les pareciera conve­niente, sin la intromisión del Norte.

Pero no se retiró todo el Sur. Los cuatro Estados esclavistas de la frontera, Delaware, Maryland, Kentucky y Missouri, en vista de que poseían pocos esclavos, apenas cultivaban algodón o direc­tamente no lo hacían, y puesto que se asemejaban tanto al Norte como al Sur, no quisieron abandonar la Unión. Inclusive entre los Estados que procedieron a la secesión, no todas las personas se sentían inclinadas a dejar la Unión. Los montañeses de Virginia rompieron los vínculos con su Estado, crearon uno nuevo, llamado Virginia Oeste y se mantuvieron leales a la Unión. En los distritos más alejados del país, en las serranías donde eran escasos los es­clavos y reducidas en tamaño las granjas, en aquellas áreas que siempre se habían mostrado antagónicas a los ricos plantadores, la secesión no gozaba de popularidad. El Sur fue llevado a aban­donar la Unión por los acaudalados dueños de plantaciones, te­nedores de esclavos.

En el Norte, había muchas personas que aceptaban con satis­fac­ción que el Sur siguiera su propio derrotero. No sucedía así en el caso de Lincoln. Él pensaba que el país debía continuar con­soli­dado, que la Unión debía preservarse, aún a costa de una lucha librada para completar el reintegro de los Estados escla­vistas.

El 12 de abril de 1861 estalló la guerra. La contienda se pro­longó, por espacio de cuatro largos años, con terrible pérdida de vidas de parte de ambos bandos. Al principio, cada uno de éstos apeló a los voluntarios, después procedió a reclutar hombres en los ejércitos. Lo cual dio origen a rencorosos sentimientos, en el Sur y en el Norte. En los dos sectores se permitía a los reclutas contratar sustitutos que sirvieran en su lugar. En el Sur, las leyes de recluta­miento tenían muchos vericuetos, a través de los cuales los propie­tarios de grandes plantaciones o aquellas personas po­seedoras de más de quince, esclavos, podían escapar del servicio. (Esto en una guerra provocada precisamente por tales personas), En el Norte un recluta podía eludir el servicio, pagando al gobier­no $ 300. No es de extrañar entonces que muchos desheredados de la fortuna llama­sen a este conflicto "guerra de ricos y pelea de pobres".

Tras dos años de lucha, negándose todavía el Sur a reinte­grarse a la Unión, el presidente Lincoln expidió su Proclamación de Emancipación, que habría de liberar a los esclavos en aque­llos Es­tados que combatían la Unión. Más tarde, los esclavos tam­bién fueron liberados en los Estados fronterizos neutrales. De esa ma­nera fueron arrebatados a los plantadores sureños bienes que im­portaban dos billones* de dólares.

En abril de 1885, el general Lee, comandante de las fuerzas del Sur, se rindió al general Grant, del Norte. La Guerra Civil había concluido.

El Sur se hallaba en ruinas. Sheridan, uno de los generales nor­teños, se jactó de que "si un cuervo volaba desde el Valle de She­nandoah hasta la población de Harper's Ferry, debía llevar su al­muerzo consigo". Los daños inferidos a las propiedades sure­ñas eran terribles; tremendo el número de muertos y heridos; el costo en dinero ascendía a ocho billones de dólares, lo bastante para haber pagado cuatro veces por todos los esclavos.

No obstante, en esta "segunda Revolución Norteamericana", la esclaviutd de los negros fue suprimida, y con ella el régimen de los propietarios de siervos. Ya no vivirían sojuzgados cuatro millo­nes de seres humanos.

Ya no podrían los terratenientes del Sur obstaculizar el ca­mino de los capitalistas del Norte. Los ejércitos de la Unión habían de­vastado sus plantaciones; había quedado tronchada de un golpe toda su posesión en materia de esclavos negros; el dinero que ha­bían entregado en préstamo a la Confederación estaba irremisible­mente perdido; aquellos de entre sus líderes que habían sido fun­cionarios del gobierno, debían obtener permiso del Con­greso, antes de poder ocupar nuevamente sus puestos. Su riqueza y su poderío habían desaparecido.

Por otro lado, los capitalistas norteños encerraban ahora en sus manos todo aquello por lo que habían luchado durante sesenta años. Basta de alboroto acerca de la tarifa protectora: implanta­ron la más alta hasta entonces; basta de debatir la cuestión de la conve­niencia de invertir fondos del gobierno en mejoras Internas: en­tregáronse a las compañías de ferrocarril millares de acres de tie­rras fiscales y gruesas sumas de dinero; basta de jornales subidos para los trabajadores: los manufactureros podían contratar obreros en el exterior, por menos de lo que les tocaba pagar a los norteame­ricanos; basta de bancos privados que emi­tían papel moneda cuyo valor aumentaba y decrecía; los presta­mistas estaban en condicio­nes de asegurar un sistema bancario nacional que libraba de riesgo sus préstamos en dinero y los in­tereses respectivos.

Mercaderes, manufactureros y banqueros, habían entablado su batalla en procura del mando, venciendo a sus adversarios, los te­rratenientes quienes, hasta entonces, habían ofrecido impedi­mentos a su avance. Sabían lo que querían. Ahora se hallaban en posición de conseguirlo.

Capítulo XI
MATERIALES, HOMBRES, MAQUINARIAS, DINERO

Hace pocos años, exhibióse en una conferencia del Instituto Norteamericano de Ingenieros Químicos, una maravillosa máquina, capaz de fabricar 442 bujías eléctricas por minuto. Desenrosquen ustedes una bujía y obsérvenla. ¡Imaginen la fabricación de siete de éstas cada segundo!

La aludida era sólo una de la larga serie de sorprendentes inven­ciones que tan importante papel desempeñaron en la Revo­lución Industrial. Dicha revolución, acaecida alrededor de 1865, había originado muchos cambios en el modo de vida de la huma­nidad. Pero recién durante el período que se abrió a partir de la Guerra Civil y perdura hasta el presente, advinieron con pas­mosa rapidez transformaciones de trascendental importancia. La Comisión In­dustrial de los Estados Unidos, declaró (allá por el año 1902) que "los cambios y el progreso operados desde 1865, han sido, en mu­chos sentidos, mayores que en el curso de toda la historia anterior del mundo",

Por consiguiente, Abraham Lincoln, asesinado en 1865, apro­ximadamente 260 años después del establecimiento de la primera colonia en Jamestown, se habría hallado mucho más a sus anchas en la Norteamérica de aquellos tiempos primitivos que en la de hoy. El mundo de inclusive mil años atrás, le habría resultado más fácil de comprender que el mundo de la actualidad.

Si hoy tuviese que deambular por la Casa Blanca, experimen­taría el colmo de la admiración ante cosas tan comunes como el teléfono, la luz eléctrica, la calefacción a vapor, o algo tan nimio como los fósforos de seguridad. Fuera de la Casa Blanca, quedaría estupefacto al ver pasar los raudos automóviles por las bien pa­vi­mentadas calles, al descubrir los rascacielos elevándose hacia las alturas, los trolebuses en las arterias de la ciudad y los aero­planos surcando el cielo. En su época, la mayor parte de la po­blación de los Estados Unidos estaba constituida por agricultores, a pesar de que la manufactura había comenzado; en nuestros días, hay más gente ocupada en la fabricación que en las tareas agrí­colas. En la época de Lincoln, sólo un 16 por ciento de la población residía en ciudades de 8.000 almas o más, y había únicamente 141 de esa índole; actualmente, el 50 por ciento de la población vive en urbes con una densidad de 8.000 personas o más y hay 1,324 de esa suerte. En sus tiempos, no era grande la diferencia entre ricos y pobres; hoy en dia es tremenda. El hombre que en esos años an­helara iniciar una nueva vida, podía trasladarse a la frontera donde la tierra era gratuita; en el presente, la frontera ya no existe y la tierra cuesta mucho. En aquellos días, la mayoría de las empresas comerciales tenían por dueños a individuos o a socios; hoy están en poder de corporaciones. En la hora de Lincoln el trabajador era lo más importante y la herramienta representaba su agregado; hoy la máquina es lo esencial y el obrero su com­plemento.

Una transformación verdaderamente pasmosa, ¿Cómo se llevó a cabo?

En amplia medida a través de la combinación de materiales, hombres, maquinarias y dinero.

Los materiales, o sea los recursos naturales de los Estados Uni­dos no ofrecían, en muchos sentidos, punto de comparación. Quizás lo más esencial para el cambio del mundo fue la presencia del carbón y del hierro. En lo que se refiere al carbón, los Estados Unidos poseían la mitad de los yacimientos conocidos del mundo. En lo tocante al hierro, su rendimiento era enorme; en 1929, más del 40 por ciento del abastecimiento mundial provenía de los Es­tados Unidos. No sólo eran vastísimos los filones, sino también de fácil acceso. En Minnesota, por ejemplo, no hacían falta los tala­dros o la dinamita; el hierro yacía sobre la superficie, listo para ser extraído y cargado en los vehículos que aguardaban su traslado. En cuanto al petróleo, el cobre, el plomo y el cinc la historia era la misma, superabundaban. Un tercio del continente se hallaba cu­bierto de bosques. No había, en ninguna parte, otra región que conttiviera un área tan inconmensurable de llana tierra fértil, apta para la producción de algodón, trigo, maíz y ganado. Casi tres mi­llones de millas cuadradas de tierras que se extendían desde el Atlántico al Pacífico y formaban la única gran nación del mundo que tenía por confines dos océanos. En el corazón de este inmenso territorio, corría una red de 27.000 millas de ríos y canales navega­bles que, junto con las 4.000 millas de costas sobre los Grandes Lagos, sumaba una longitud mayor que la del litoral marítimo, libre de hielo, de todo el continente europeo.

La Naturaleza había sido ciertamente generosa. Había aquí un imperio de asombrosas riquezas. Había aquí materiales para un desenvolvimiento en escala hasta ese momento inaudita. En Eu­ropa, un rey tal vez habría poseído este vasto almacenaje de rique­zas; o alguna familia de nobles habría tenido acres y acres en su poder, durante centenares de años; o la Iglesia habría po­dido contar grandes latifundios entre sus bienes.

En Norteamérica, por el contrario, cerca de la mitad del país había sido tomada por granjeros individuales, gentes ávidas de tie­rras que, por espacio de doscientos años, habían seguido al sol po­niente en su marcha hacia el Oeste. La otra mitad del país perte­necía al pueblo de los Estados Unidos y el gobierno estaba facul­tado para disponer de ella. Hasta 1860, ese gobierno había experi­mentado un amplio control de parte de los terratenientes del Sur. Pero el año 1865 había presenciado la caída de éstos y su reem­plazo por los victoriosos potentados del Norte. Ahora el bosque, la llanura, la montaña, podían ser obligados a ceder sus tesoros, bajo la mano rectora de los capitalistas norteños.

¿Qué clase de hombres eran éstos?

Atrevidos empresarios que acechaban con ojos bien abiertos la menor oportunidad; sagaces proyectistas con imaginación para ver y talento para aprovechar las situaciones cambiantes, suscep­tibles de aportar provecho; no se trataba de idealistas, dotados de nocio­nes tan caras a sus corazones como para no modificarlas a los fines de acomodarse a las nuevas condiciones que pudiesen surgir; eran hombres prácticos, que buscaban el lucro en carác­ter de desquite, hombres que no se arredraban ante nada en su deseo de conseguir más y más ganancias. Uno de ellos, el comodoro Vanderbilt, de­mostró los sentimientos que le inspiraba cualquier factor capaz de interponerse en su camino, al rugir, "¡La ley! ¿Qué importa la ley? ¿Acaso no tengo poder?"

Decía la verdad. Él y los de su clase tenían indudablemente po­der.

Había otro grupo más numeroso en el que se alistaban los sol­dados rasos. Comprendía al ejército del trabajo, a los hombres, mujeres y niños que cumplían la labor real de cavar, construir, hacer. Ésta era la gente que a golpes de pico separaba los trozos de carbón de las entrañas de la tierra; la que atendía los surcos infati­gablemente, desde el amanecer hasta la hora del crepúsculo, en medio del granizo, la canícula, la sequía, la inundación; la que hundía remaches al rojo en las vigas de acero, peligrosamente en­caramada en el aire, a centenares de pies de altura, sobre la estruc­tura de algún rascacielos; la que vigilaba las veloces má­quinas de las fábricas. Gran parte de esta gente procedía de lejanos países, desde donde había afluido, engrosando una reciente co­rriente inmi­gratoria.

En los talleres domésticos, en los laboratorios de las univer­sida­des y en los laboratorios de grandes plantas manufactureras, traba­jaba otro grupo, el que formaban los inventores de las nuevas máquinas. Algunos poseían por único equipo una vívida imagina­ción y la voluntad de salir airosos de su empeño; otros venían res­paldados por años de preparación científica. El asombroso nú­mero de sus invenciones se vio acrecentado, en medida no des­deñable, por las de los obreros fabriles, cuya íntima vinculación
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con la máquina que manejaban les había permitido descubrir rápidamente sus defectos y el modo de mejorarla. La labor cum­plida por todos estos inventores se trasunta claramente en los registros de la Ofi­cina de Patentes. Fue otorgado, de 1850 a 1860, un término medio de 2.370 patentes anuales; de 1920 a 1930 esa cifra pegó un salto ascendiendo a 44.750 títulos por año. Del con­junto de patentes acordadas de 1871 a 1932, por la totalidad de los países del mundo, no menos de un 30 por ciento fue concedido por el gobierno de los Estados Unidos. En este aspecto ciertamente habase anotado un triunfo el inge
nio yanqui.

La era presente a veces recibe, con justicia, el nombre de Edad de la Máquina. Basta con que echemos un vistazo a nuestro alrede­dor para comprender hasta qué punto entra en nuestra vida la máquina, comamos lo que comamos, usemos lo que usemos, viva­mos en lo que vivamos, leamos lo que leamos, juguemos con lo que juguemos, sea cual fuere el vehículo que utilicemos, todo lo que hagamos estará, en algún punto, ligado con la máquina. Es imposible estimar el grado a que el uso de las maquinarias ha mul­tiplicado la fuerza y la destreza del hombre. Los años poste­riores a 1865 fueron los que testimoniaron el mayor desenvolvi­miento de la máquina.

También el dinero jugó un importante papel en la transfor­ma­ción de Estados Unidos. Los materiales ya se hallaban aquí, los capitalistas sabían lo que se proponían realizar y necesitaban dinero con que poner a trabajar la mano de obra y la maquinaria para lle­var a cabo su finalidad. Sus planes eran tan gigantescos que ningún hombre, de por si, poseía fortuna bastante para iniciar la empresa. En un principio, no había en todo el territorio sufi­ciente capital disponible con que ponerlos en práctica. De manera que la gente de Europa, en cuyo poder había dinero extra y que quería más, lo en­vió aquí a los efectos de que fuese usado y de­vuelto, junto con un amplio margen de beneficios.

Materiales, hombres, maquinarias y dinero, todos estos ele­mentos hicieron, en su conjunto, de los Estados Unidos, el país más próspero del mundo. Los capitalistas que lograron acceso al mando con la Guerra Civil, constituyeron la fuerza impelente. Combinaron los recursos naturales, la mano de obra y el capital y moldearon al país modernamente. Crearon su desarrollo a veces aplicando me­dios justos, otras, a través de un juego sucio. Se hicieron ricos. Po­derosos. El caudal del país se fue concentrando, progresivamente, en las manos de estos pocos. Su dominio creció con sus riquezas. Se convirtieron en los verdaderos gobernantes de los Estados Uni­dos.

¿Cuáles fueron algunos de los cambios importantes operados entre la época de Lincoln y nuestros días?

Tenemos, en primer lugar, la revolución en el transporte. La Guerra Civil estimuló en todo sentido nuestro florecimiento indus­trial pero su efecto mayor quizás tuvo lugar en el sistema de trans­portes. Durante cuatro años había sido necesario tras­ladar de uno a otro punto, lo más rápidamente posible, pertre­chos y tropas. A los ferrocarriles correspondió esta tarea, primera gran guerra en que desempeñaron un rol importante. Por impe­rio de la necesidad, en tiempos bélicos se produjo la primera fase de su desarrollo y la expansión originada en tiempos de paz se encargó de estimular la intensificación de ese desarrollo.

En 1860, la red ferroviaria tenía en los Estados Unidos una ex­tensión de 30.000 millas. En 1880 habla triplicado esa longitud, siendo de 90.000 millas. En 1930 recorría 260.000 millas, más que suficiente para rodear ¡cinco veces la tierra con vías dobles!

Los primeros rieles se hicieron de madera de abeto del Canadá recubierta de flejes de hierro. En la era del pesado andar de los bueyes y de las lentas ambarcaciones que surcaban los canales, la primera locomotora que corrió en Estados Unidos sobre rieles constituyó todo un espectáculo. Los aldeanos de Honesdale, Penn­sylvania, salieron en pleno de sus casas para contemplar el primer recorrido de la "Stourbridge Lion", recién importada de Ingla­terra. La jadeante locomotora, cuya caldera que vomitaba vapor estaba colocada en un armazón montada sobre ruedas de roble, configu­raba un extraño aparato. Soplaba y soplaba y avanzaba por fin, estruendosamente, por las vías, a la magnífica velocidad de cuatro millas por hora.

Años más tarde, un excitado pasajero de otra línea, escribió a un amigo, "Ayer alcanzamos la pasmosa velocidad de doce millas por hora. Si alguien llega, en algún momento, a superarla, tendrá que ir a Kentucky y alquilar un rayo!".

En los días primitivos, la mayoría de los ferrocarriles hacían breve recorrido. Si uno viajaba a considerable distancia, debía cambiar frecuentemente de una línea a otra. En cierta época, para trasladarse de Nueva York a Buffalo (alrededor de 400 mi­llas), había que efectuar once trasbordos. Las líneas de ferrocarril a me­nudo funcionaban en sociedad con los posaderos de la ruta, a los efectos de incrementar sus negocios. Los horarios se disponían de manera que los viajeroos tuviesen que quedarse para almorzar o cenar o pasar la noche entre los trasbordos de ferrocarril. En la historia de este medio de comunicación significó un gran paso adelante la compra de diversas líneas que pertenecían a diferentes compañías, incorporándolas a una sola línea continua.

Hacia 1860, a pesar de que casi todas las líneas corrían al este del Mississippi, era posible trasladarse por ferrocarril hasta un punto tan alejado como el recodo del río Missouri. De allí hasta la costa del Pacífico, el pintoresco expreso de dos ruedas trans­portaba el correo, las bamboleantes diligencias llevaban a los barquinazos a sus incómodos pasajeros, y largas caravanas de ca­rretas, tiradas por bueyes, serpenteaban por los caminos, con su carga de provisiones para los campamentos mineros y las granjas. Cuando, en 1.869, quedó completado el primer ferrocarril transcon­tinental, sonó la hora final de la carreta de fletamento, de la diligencia y del expreso a dos ruedas.

La construcción de esta primera vía de comunicación que atra­vesaba de punta a punta el país entrañó una empresa ímpro­ba. Formáronse dos compañías, la Central Pacific, encargada de cons­truir hacia el Este desde Sacramento, y la Union Pacific, cuya mi­sión era construir hacia el Oeste, desde Omaha. Importóse mano de obra barata; coolies chinos trabajaron para la Central Pacific e in­migrantes irlandeses para la Union Pacific. Los abastecimientos destinados al ejército de obreros que marchaban en dirección oeste, tuvieron que ser acarreados por tierra desde Iowa; los que se envia­ban a los trabajadores que construyeron el tramo hacia el Este, de­bieron efectuar en barco la larga ruta alrededor del Cabo de Hor­nos, o cruzar el Istmo de Panamá por la vía terrestre (el canal no se terminó allí hasta el año 1914). El trabajo se llevó adelante a in­creíble velocidad, cruzando llanuras, ríos y montañas. Un viajero inglés describió, en 1860, la labor de construcción:

…Y su avance prosigue. Un carro liviano, tirado por un solo ca­ballo, galopa hasta el frente, con su carga de rieles. Dos hombres aferran el ex­tremo de uno de los rieles y se adelantan, el resto de la cuadrilla lo va tomando de a dos, hasta que ha salido completa­mente del carro. Corriendo ocupan su posición al frente. A la voz de mando el riel es dejado caer, cui­dadosameute, en su lugar, con el costado derecho hacia arriba, en tanto del otro lado del carro se opera el mismo proceso. Menos de treinta segundos insume en un riel cada cuadrilla, de modo que, en eI término de un mi­nuto, ¡des­cienden. cuatro rieles! Rápida faena, se diría, pero los tipos de la U.P. se toman el asunto tremendamente a pechos. Tan pronto queda el carro vacío, se lo vuelca a un costado de la vía para dejar paso al próximo vehículo cargado y luego es vuelto a enderezar; y constituye un espectáculo verlo volar en busca de otro cargamento, impulsado por un caballo a pleno galope, en la punta de una cuerda de sesenta u ochenta pies de largo, con­ducido furiosamente por un joven auriga. Inmediatamente detrás de la primera cuadrilla vienen los colocadores de durmientes, tirafondos y escar­pias, que actúan, por cierto a vivo compás. Es un gran Coro de Yunques el que estos vigorosos martillos ejecutan a través de las llanuras.. Es un compás de tres tiempos, tres golpes para cada tirafondo. Cada riel lleva diez tirafondos, cada milla cuatrocientos rieles y hasta San Francisco hay una distancia de mil ochocientas millas, Tales los factores. ¿Cuál es el producto? Veintiún millones de veces habrá que blandir esos martillos, veintiún millones de veces habrán de caer con cer­tera puntería, antes de que sea completado el gran trabajo de Norte­américa moderna!

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