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Más Materiales, Hombres, Maquinarias, Dinero

Después de haber consagrado tantas páginas al relato de la expansión de la agricultura a partir de 1866, parece una contradic­ción expresar ahora que este período marcó la transformación de los Estados Unidos, de país agrícola en nación manufactu­rera. Sin embargo, tal es exactamente lo que ocurrió. Radical como fue la revolución en la agricultura, aún más profunda resul­tó la revolución en la manufactura. Pasada la Guerra Civil, los Estados Unidos se convirtieron en el país industrial más podero­so del mundo.




Valor de Manufacturas (en millones de dólares)

1860 1894 1929

Reino Unido 2.808 4.263

Francia, 2.092 2.900

Alemania 1.995 3.357

Estados Unidos 1.907 9.498 69.961 1


Mientras que, en 1860, los Estados Unidos ocupaban el cuarto lu­gar entre las naciones del mundo, hacia 1894 habían saltado al primer lugar. Mientras que en los Estados Unidos el valor de las manufacturas habían sobrepasado en 1894 casi cinco veces el de 1860, en ninguna de las demás naciones había llegado siquiera a duplicarse.

Esta tabla es importante para demostrar la variable posición de los Estados Unidos, en relación con las otras grandes potencias manufactureras. Igualmente revelador es otro grupo de cifras que reflejan, con mayor detalle, el sorprendente crecimiento del país en lo relativo a la manufactura, en el período que va de 1859 a 1899. En ese lapso de 40 años:


- el número de establecimientos………………aumentó 3 veces

- el número de ganadores de jornales ………… " 4 veces

- el valor de los productores manufacturados… " 7 veces

- la cantidad de capital invertido …………………" 9 veces




Desarrollo de las Manufacturas en los Estados Unidos

(incluye la totalidad de fábricas, obreros y establecimientos aledaños)



Año


Nº. de

establecimientos



Ganadores de Jornales

Valor de los

Productos *



Capital

Invertido



1859

1869


1879

1889


1899

140

252


254

355


512

1.311

2.054


2.733

4.252


5.306

1,886.000

3,386.000

5,370.000

9,372.000

13,014.000


1,009.000

2,118.000

2,790.000

.........

9,835.000


* en miles

"Alrededor de 1890, por primera vez, el valor de las mercade­rías manufacturadas del país era ya mayor que el de sus productos agrí­colas; en el término de otros diez años, los productos manufactu­rados habían adquirido el doble del valor de los de granja, de huerta y de lechería." 1

El creciente empleo de las maquinarias y de la energía fue quizás el factor principalmente responsable de estas enormes zan­cadas de la manufactura, desde la Guerra Civil hasta el día presente.

En el período de la artesanía, el obrero era lo más importante. A él le tocaba idear, diseñar y ejecutar el trabajo que reque­ría el artículo de su creación. La herramienta representaba tan sólo el complemento de la pericia propia del obrero.

La industria moderna ha trastornado todo eso. Ahora la he­rramienta es lo más importante. El obrero se ha convertido sen­cillamente en auxiliar de esa herramienta. La destreza del obrero ha sido transferida a la herramienta. En vez de un operario há­bil, más una herramienta inhábil, en la actualidad tenemos una herramienta experimentada, más un operario inexperimentado.

En la planta de la General Motors, un obrero maneja una máquina compuesta de tornos múltiples que practica en una sola operación treinta perforaciones en un bloque de motor Chevrolet. La exactitud de los orificios no depende de la destreza del ope­rario, sino de la que despliegue la máquina. Y ésta no se equi­voca. Realiza el trabajo de perforación, más exactamente que cualquier obrero de gran experiencia, desprovisto de medios mecánicos.

Cabe observar asimismo que, además de la "transferencia de destreza" se ha producido también una "transferencia de pen­samiento". El obrero diestro, sin el auxilio de la máquina, habría debido pensar en la correcta ubicación de los orificios. Contando con las máquinas, ese pensamiento es innecesario. Bastó con que cavilara el fabricante de la herramienta, una sola vez por todas. El operario inexperimentado sólo necesita empujar el bloque, co­locándolo en la ubicación correspondiente, y la máquina se en­carga del trabajo.

-Esta no es nada más que una entre los millones de máqui­nas que realizan diariamente en los Estados Unidos milagros si­milares y no únicamente aquí, sino también en otras naciones industrializadas del mundo. Pero es en nuestro país donde la má­quina ha adquirido su uso más difundido. Y es en nuestro país donde la producción en masa ha alcanzado su culminación.

Hay una anécdota acerca de un interesante experimento efec­tuado por un manufacturero inglés, con tres automóviles norte­americanos, todos de la misma marca, por ejemplo, tres Chevro­lets, o tres Fords. Mandó que tres de sus hombres los condujeran, haciéndoles recorrer un largo trecho de carreteras inglesas, cuyas cuestas debieron ascender y bajar.

Terminada la gira y devueltos los automóviles, dio orden a un grupo de operarios que los desarmaran y amontonasen desor­denadamente las piezas. Fueron retirados de cada unidad y arro­jados a una revuelta pila los tornillos, las tuercas, las ruedas, los neumáticos y los ejes. Se procedió luego a revolver todavía más el conjunto de piezas entremezcladas. A continuación indicó a los operarios que extrajesen piezas de la pila y volviesen a armar tres automóviles, Así lo hicieron. Armados los coches, saltaron a ellos los tres choferes quienes, poniéndolos inmediatamente en marcha, repitieron el mismo recorrido anterior. El inglés había demostrado el primer principio de la producción en masa: la fa­bricación de piezas intercambiables estándar.

Eli Whitney, allá por el 1860, había concebido la idea de las piezas intercambiables standard, y había fabricado de ese modo mosquetes para el gobierno. Pero carecía enteramente de las ma­ravillosas facilidades de la industria moderna. El torno de su época podía cargarse sobre la espalda de un hombre. Los moder­nos son instrumentos gigantescos, capaces de dar forma a tro­zos de acero de cuarenta pies de largo y diez de diámetro.

Las piezas intercambiables standard significan, sencillamente, que toda pieza debe ser igual a toda otra pieza. No aproximada­mente, sino exactamente igual, Esto no hubiera sido posible años atrás. Pero hoy, con calibradores que miden hasta tres milloné­simos de una pulgada, y con maquinarias de alta precisión que no cometen errores (el elemento humano se retira todo lo posi­ble del panorama), se tornean piezas absolutamente idénticas, con asombrosa velocidad.

Dadas las piezas intercambiables, el paso siguiente de la pro­ducción en masa estriba en montarlas para formar la unidad acabada, automóvil, máquina de escribir, tractor y demás. En las plantas modernas, el montaje se halla tan sistematizado que tiene lugar una afluencia continua de piezas separadas, que, en inter­minable corriente, van llegando a la faja principal de armado, a lo largo de la cual se alinean operarios semi experimentados, estacionados en diferentes puntos de ubicación. Recorran ustedes, caminando, la planta Ford. Observen el chasis de un automóvil tras otro, en su constante deslizamiento hacia adelante, mientras los obreros colocan aquí el guardabarros, allí el volante, el motor, las ruedas, un ajuste perfecto de cada pieza con sólo unos cuantos movimientos rápidos para encajarla en su lugar. La cinta sigue pasando, todas las piezas de un automóvil se arman en una hora, siendo montados en una planta, en el curso de un solo día de trabajo, ¡ochocientos automóviles! Esto da la pauta del ritmo de la industria moderna.1

La producción en masa requirió la standardización de las piezas. Esta se tornó factible únicamente a través del desarrollo de máquinas fantásticamente precisas. Las máquinas aludidas sólo se hicieron posibles mediante el desarrollo de un grupo de "máquinas herramientas". Son importantes miembros de este grupo, la máquina torneadora, la perforadora, la pulidora, la ba­rrenadora, la fresadora. Son las máquinas que crean otras máqui­nas. Y las únicas capaces de reproducirse a sí mismas. Una mezcladora de cemento puede mezclar cemento, pero no fabricar otras mezcladoras de su especie. Ni siquiera en combinación con un telar a fuerza motriz podría lograrlo. Pero las máquinas he­rramientas, pueden, combinadas entre si, reproducirse, hacer más tornos, más aplanadoras, recortadoras de engranajes, pulidoras y barrenadoras. Son las herramientas básicas de la industria mo­derna.

Estrechamente unido a la intensificación del empleo de ma­quinarias, vino el aumento de la aplicación de la fuerza motriz. Algunas personas llaman Edad de la Energía a la era presente. Durante los 59 años transcurridos de 1870 a 1929, la fuerza mo­triz inductora, instalada en las industrias manufactureras ¡se elevó en un 2.000 por ciento! He aquí las cifras:
1870 2.000.000 H. P.

1900 10.000.000 „

1929 42.000 .000 „
La producción en masa y el uso de la maquinaria impelida me­diante energía eléctrica, ayudan a explicar el fabuloso crecimiento de los Estados Unidos, en calidad de nación manufacturera. Hubo otras razones. No se pueden producir manufacturas sin materias primas. Los Estados Unidos se destacaban por su riqueza en este aspecto, particularmente en lo tocante a las materias primas re­queridas por un país industrial. Sus recursos naturales no tenían rival.

De nada serviría fabricar mercaderías si no hubiese gente que las adquiriese; debe existir un mercado. Con la constante en­trada de inmigrantes, desenvolvióse un mercado interno de inmen­sas proporciones. En el término de sólo 8 años, de 1920 a 1928, pese al hecho de que, durante este lapso, la inmigración fue restrin­gida por ley, el solo aumento de población en los Estados Unidos, resultó mayor que toda la población de Noruega, Suecia y Dina­marca, juntas.1 A partir de 1900, el comercio que tenía lugar en­tre los Estados de la Unión, era más intensivo que todo el co­mercio exterior combinado de los principales países europeos. Por supuesto que este gran "consumo en masa" de mercaderías, era el que tornaba lucrativa la producción en masa.

Los inmigrantes aportaron, en otro sentido, su granito de arena para hacer de los Estados Unidos una gran nación manufacturera. Constituían un inacabable suministro de mano de obra barata. Los manufactureros del Norte habían promovido, en el curso de la Guerra Civil, la aprobación por el Congreso de una ley de contrato, inmigratorio, que les permitió enviar agentes al exterior con la misión de importar obreros bajo contrato, que viniesen a trabajar a nuestras fábricas con los jornales embargados, hasta que su pa­saje quedase saldado. Los papeles de incorporación de la American Emigrant Company de Connecticut, explicaban que su objeto era "importar obreros, especialmente obreros diestros, procedentes de Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Francia, Suiza, Noruega y Sue­cia, para los manufactureros, las compañías de ferrocarril y otras fuentes de trabajo en Norteamérica".1

En la costa oeste, los empleadores facilitaron la solución de su problema de mano de obra, importando coolies chinos, japoneses y filipinos, que trabajaban por un jornal bajo. En Texas, fueron los mexicanos quienes aportaron la solución.

No existían entre los Estados barreras de comercio. Esto tuvo suma importancia. En Europa, dividida como está en muchas na­ciones cuyas costumbres y cuyo idioma difieren, no es posible la li­bre circulación de mercaderías. Cuando las mercaderías francesas arriban a la frontera italiana, ascienden al tren inspectores que las examinan y les fijan un derecho impositivo. A lo largo de todo el recorrido, hay inspectores y demoras que obstruyen el tránsito de las mercaderías. Las cosas no ocurrían así en los Estados Uni­dos. Aquí, las mercaderías manufacturadas provenientes del Este podían efectuar el largo viaje, a través de Estado en Estado, cuya superficie superaba en muchas veces la de algunos países europeos, sin experimentar inspección o gravamen de ninguna especie. No se levantaban aquí barreras de idioma o de costumbres, ni prejuicios nacionales. Nuestro país, en lo que respecta a la relación entre Es­tados, estaba libre de tarifa. (Es interesante observar, en lo con­cerniente a lo antedicho, que, durante los años de depresión de la década de 1930, era notable la tendencia hacia la erección de "murallas de tarifa estatal". Muchos Estados se hallaban en tren de dictar leyes que discriminaban en contra de los productos de otros Estados).

Un mercado, a lo largo y a lo ancho del país, requería un sistema de transportes igualmente extendido. Se fabricaban mer­caderías que debían ser .distribuidas entre las personas que las de­mandaban. No fue por accidente que en el país manufacturero más grande del mundo, coincidiera la red ferroviaria de mayor longi­tud en millas.

La elevada tarifa establecida al comienzo, ayudó, excluyendo a la competencia extranjera, a que las nacientes plantas manufac­tureras tuvieran buen principio. Y esta misma tarifa, pasada la faz inicial de sus industrias, ayudó a los manufactureros a lograr pingües ganancias, que atrajeron más gentes al negocio de las fa­bricaciones.

Otro cambio que prestó su concurso a la dilatación del volu­men de mercaderías manufacturadas, fue la invención y el desa­rrollo de nuevos productos. Nuestra propia generación ha presen­ciado la introducción del aparato telefónico dotado de dial, del celofán, del cine sonoro y ahora de la televisión. Estas cosas eran desconocidas pocos años atrás. Remontándonos al 1900, la lista de artículos nuevos o mejorados incluía los receptores de radio, el ra­yón, la calefacción a petróleo, los automóviles, los relojes pulsera, las refrigeradoras eléctricas, los tostadores eléctricos, la electrici­dad en esto o en aquello.

Al iniciarse el siglo XX, la invención ya no constituyó un acci­dente. Grandes firmas industriales, como la General Electric Com­pany, la American Telephone and Telegraph Company, y centena­res de otras, contaron a partir de entonces, en carácter de anexos de sus plantas, con laboratorios científicamente equipados en los cuales había personas constantemente dedicadas a la labor de in­vestigación. Estos ingenieros no sólo inventaron nuevas máquinas y mejoraron las viejas, sino que también planearon otros métodos científicos para el manejo de la fábrica. El trabajo fue experta­mente dividido y vuelto a disponer, a los fines de aumentar la eficiencia de cada obrero. Se asignó a cada persona una tarea, en vez de muchas; esa tarea se simplificó de modo a convertirla en una cuestión de meramente uno o dos movimientos, rápidamente ejecutados. De acuerdo con un informe del Servicio de Salud Pú­blica de los Estados Unidos, "gran parte del trabajo industrial mo­derno, consiste en una constante y rápida repetición del mismo movimiento. Observóse recientemente a una obrera de una de nuestras fábricas de municiones, la cual manipulaba durante su jornada de labor, 24.000 espoletas de bomba, y las sometía a un proceso especial. Desde las 7 de la mañana hasta el mediodía y des­de la 1 hasta las 6, permanecía sentada ante su máquina y la alimentaba con una sucesión de piezas de bronce". (Pensemos, incidentalmente, en lo aburrido y monó­tono que se vuelve seme­jante trabajo. Tratemos de contar, simplemente, hasta 24.000 y ve­remos qué pronto renunciamos a ello).

En las industrias manufactureras, a consecuencia del uso in­crementado de la maquinaria impelida a fuerza motriz, de la pro­ducción en masa y de los métodos de organización científicos, el rendimiento por ganador de jornal creció entre los años 1899 y 1929 en un 62 por ciento. En otras palabras, cada obrero de fábrica estaba produciendo casi una vez y tres quintos más en 1929 que en 1899. Tal el promedio en todas las industrias manufactureras. En determinados tipos de trabajo el aumento era aún más marca­do. Tornemos, por ejemplo, el caso de los automóviles. El mismo número de hombres, trabajando idéntico número de horas en las plantas de la Ford y de la General Motors, venía produciendo en 1929 tres veces más unidades que en 1914. Si establecemos una comparación entre 1849 y 1929, encontramos que el término me­dio del rendimiento por obrero, resultó cuadruplicado. "En la in­dustria textil, se ha estimado que un hombre, con el auxilio de la maquinaria moderna, puede producir en la actualidad tanto paño como el que producían 45.000 hombres en el año 1700."

Esa producción en gran escala requería ingentes sumas de di­nero. Los Estados Unidos constituían un escenario demasiado vasto para permitir actuaciones en pequeña escala. Las maquinarias y las fábricas de importancia, costaban mucho. Los empresarios ne­cesitaban un capital muy fuerte para poner en práctica sus ambi­ciosos planes. ¿Cómo consiguieron ese dinero?

En otro tiempo, un solo hombre bastaba como dueño y direc­tor de su propia empresa. Esa había sido la modalidad corriente antes de la Guerra Civil. Pero ya no se adecuaba al mundo en transformación. El dinero de un solo hombre no alcanzaba para llevar adelante grandes proyectos.

Cupo la posibilidad de formar una sociedad, compuesta de va­rios hombres. Esto acarreaba, desde luego, la entrada de más ca­pital. También este procedimiento fue común antes de la Guerra Civil. Pero el recurso de la sociedad presentaba una gran desven­taja para los empresarios. Si su firma realizaba negocios fructí­feros y había ganancias a repartir, santo y bueno. Pero si sucedía lo contrario y contraía fuertes deudas, entonces los socios se veían en un brete. La ley establece que los socios de una firma se hacen pasibles de todas sus deudas, cualquiera sea su participación en el negocio. Por ejemplo, Jones y Smith forman una sociedad. Dones invierte $ 10.000, todo el dinero que posee. Smith tiene otros inte­reses y coloca sólo $ 5.000. Jones habrá de recibir dos tercios de las ganancias y Smith un tercio. Pero, si no hay beneficios, si fra­casa el negocio de Jones y Smith y ambos contraen una deuda de mucho dinero, ¿qué ocurre entonces? Jones, que ha colocado hasta el último centavo que poseía, está en la imposibilidad de satisfa­cer ni siquiera una ínfima parte de la deuda. Smith, en cambio, es hombre acaudalado y, aun cuando le corresponde sólo un ter­cio de participación en el negocio, debe hacer frente a todas las deudas de la firma. Como es natural, sociedades de esta ciase eran temidas por los hombres de negocios sagaces.

Existía, no obstante, un tipo diferente de sociedad, en la cual podía evitarse ese peligro: la corporación. La corporación presen­taba varias características, únicas en su género, que la tornaban particularmente adecuada para la era moderna, tan adecuada, en verdad, que se la ha denominado "madre de la empresa en gran escala".

Una corporación podía recolectar grandes sumas de dinero, admitiendo en su seno a centenares de socios. Por ejemplo, una corporación podía emitir mil acciones que valían $ 100 cada una. Vd. podía comprar dos, su amigo diez, Jones cien, Smith cincuenta, un banco doscientas, una compañía de seguros cuatrocientas, etc. Cuando todas las acciones quedaban vendidas, la corporación ha­bía reunido mil veces $ 100 o sea $ 100.000.

La corporación resultaba atrayente al inversor en virtud de la responsabilidad limitada. Ello significaba que los socios de una corporación se hacían responsables sólo de la suma de dinero que colocaban en el negocio y nada más. Si Smith colocaba en la cor­poración $ 5.000 y la firma fracasaba, lo único que perdía era $ 5.000. Aunque fuese millonario no le correspondía pagar las deu­das de la firma. Desde el punto de vista del hombre de nego­cios, esta responsabilidad limitada constituía una gran ventaja so­bre la sociedad común.

Otra de las ventajas radicaba en la prontitud con que podía transferirse a otra persona la propiedad en una corporación. En la sociedad a la vieja usanza, si un socio deseaba retirarse, le llevaba algún tiempo sustraerse al negocio. No sucedía así en la corporación, sociedad según el nuevo estilo. Allí, un socio podía retirarse instantáneamente del negocio, ofreciendo sencillamente sus acciones en venta en la bolsa. Por el mismo hecho de saber los hombres de negocios lo fácil que era retirarse de una empresa, más dispuestos se hallaban a ingresar en ella. De manera que invirtie­ron su dinero en corporaciones.

La forma corporativa permitió que el inversor sagaz redujese su riesgo, invirtiendo no solamente en una o dos sociedades, sino en muchas. A diferencia del agricultor que se especializaba en un único cultivo, poniendo así toda su carne en el asador, el hombre provisto de dinero compraba acciones en una cantidad de corpo­raciones. Si una o dos se desmoronaban, estaba a salvo, el resto de su fortuna había sido invertida en otras partes.

La corporación traía aparejada otra ventaja más: su vida perpetua. Supongamos que en una habitación, somos veinte personas. Formamos una corporación. Habrá entonces, a los ojos de la ley, veintiuna personas en la habitación. La corporación, esta persona artificial creada por la ley, es una entidad separada de los miem­bros que la componen; por consiguiente, sigue viviendo cuando és­tos han fallecido. En la sociedad común las cosas son distintas, la muerte de uno de los socios significa que la empresa deberá ser, o bien liquidada, o bien reorganizada. El hecho de que la corpo­ración tuviese vida perpetua representaba una nueva atracción para el inversor.

Fueron estas y otras prerrogativas las que llevaron a la corpo­ración al rango de gran invento recolector de capital que cobró impulso después de la Guerra Civil.

¿Quién manejaba los asuntos de una corporación? Evidente­mente no era posible que miles de personas regentasen juntas sus negocios, de modo que la tarea de timonear la empresa fue dele­gada en una junta directiva.

Con el respaldo de ingentes sumas de dinero, un directorio astuto, prudente y laborioso podía transformar una corporación pigmea en gigantesca organización. Pasada la década de 1880, los Estados Unidos fueron testigos del desenvolvimiento de muchas corporaciones que se agrandaron y agrandaron hasta que, en 1932, cada una de ellas valía más de $ 1.000.000.000. Con justicia llamóse a este período Edad de los Grandes Negocios.

¿A través de qué medios crecieron algunas de estas corpora­ciones?

Hasta 1880 los empresarios hábiles competían entre sí. Des­pués de esa fecha se combinaron unos con otros.

Comprendieron que el camino que conducía a los enormes be­neficios, era la consecución del control de todo producto necesa­rio a su esfera de negocios. Andrew Carnegie se dedicó al negocio de fabricar acero en bruto. Para ello hacían falta el hierro, el car­bón, el coque y la piedra caliza. A los fines de transportar el acero, hacían falta ferrocarriles y embarcaciones. Los fabricantes de acero del pasado, hubiesen comprado el hierro a un hombre, el carbón a otro, el coque a un tercero y la piedra caliza a un cuarto. Cada uno de estos hombres, habría agregado su ganancia al costo de lo que vendiera. Carnegie cayó en cuenta de esto. Decidió eliminar las ganancias uno, dos, tres y cuatro. ¿Cómo? En vez de comprar a cuatro hombres diferentes y pagar un beneficio a cada uno, de­cidió comprar a uno solo y él, en persona, sería ese hombre. De manera que Carnegie adquirió sus propias minas de hierro, sus propias minas carboníferas, sus propias plantas de destilación de coque y sus propios yacimientos de mineral calizo.

Pero las minas de hierro se encontraban en Minnesota, a ori­llas del Lago Superior y la acería en Pittsburgh. El hierro de Carnegie debía ser transportado por un vapor lacustre, hasta un puerto situado sobre el Lago Erie, y enviado desde allí por ferrocarril a su ace­ría. Carnegie sabía que los dueños del vapor y los dueños del ferrocarril percibían una ganancia, transportando su hierro. Por tanto, compró el vapor lacustre y el ferrocarril y dejó de abonar esa ganancia.

Algunos de estos dueños de minas y fabricantes de coque y propietarios de ferrocarril, no querían vender, pero sí estaban dis­puestos a ingresar en la compañía de Carnegie. Así lo hicieron. Bajo el techo de Carnegie había lugar para todas las fases del negocio de la fabricación de acero. Añadió una compañía tras otra. Luego, puesto que era dueño de todos los procesos, desde la extracción en la mina hasta la laminación, puesto que no pagaba beneficios a ninguna otra compañía, pudo decir con orgullo: "Dos libras de mineral de hierro, extraídas en el Lago Superior y transportadas por espacio de 900 millas hasta Pittsburgh; una libra y medía de carbón, extraída y manufacturada para convertirla en coque y transportada a Pittsburgh; media libra de piedra caliza, extraída y transportada a Pittsburgh; una pequeña cantidad de manga­neso, extraída en Virginia y traída a Pittsburgh, y estas cuatro libras de materiales manufacturados forman una libra de acero, por la cual el consumidor paga un centavo."

Lo asistía el derecho de rebosar de orgullo. Se trataba de una realización gloriosa. Recuerden que sólo fue posible porque la Car­negie Steel Company, adueñaba cada fase del negocio del acero, del principio al fin. ¿Qué les ocurrió a esas compañías no organiza­das como la Carnegie Steel que se dedicaban a la explotación del acero? ¿Seguían operando sobre la antigua base de las ganancias para el Sr. uno, dos, tres y cuatro? No podían, por supuesto, ven­der tan barato como lo hacía Carnegie, de manera que éste fue capturando más y más proporción de sus negocios. No había trans­currido mucho tiempo y la Carnegie Steel Company se encargaba de la mayor parte del tráfico de acero en bruto, en los Estados Unidos.

En 1901, la compañia Carnegie, fabricante de acero en bruto, se alió a las más grandes compañías productoras de acero refi­nado. Formaron la United States Steel Corporation, primer con­sorcio con un billón de dólares de capital, en los Estados Unidos. Alrededor de 1929, había alcanzado tan inmenso desarrollo, que sus ventas durante ese solo año se elevaron a casi un billón y me­dio. Parte de sus vastísimas propiedades incluía 100 altos hornos, 125 vapores, 1.400 locomotoras, 300.000 acres de terreno dedica­dos a la producción de gas de hulla y vapor, y de la mitad a las tres cuartas partes de todos los yacimientos de mineral de hierro de los Estados Unidos.

También otras compañías crecieron, cual pequeñas bellotas tro­cándose en gigantescos robles. En la década de 1870, si una se ocu­paba del negocio de la refinación de petróleo, se habría encon­trado lenta, pero firmemente empujado contra la pared, por un recio competidor. La Standard Oil Company, de John D. Rockefe­ller, se había propuesto la meta del absoluto control de la industria petrolera. Estaba determinada a vencer en la lucha, ya fuere por medios lícitos o ilícitos. Su historia es la de una refinería tras otra, renunciando al combate y vendiendo todas sus pertenencias a la Standard Oil Company.

George O. Baslington, uno de los socios de la firma Hanna, Baslington & Company, juró ante el tribunal en lo civil del Condado de Coyahoga, Ohio, que la siguiente versión respondía a la verdad: "En la primavera de 1869, ellos (Hanna, Baslington & Company) iniciaron la construcción de una refinería, del lado oeste de la línea del Ferrocarril Cleveland and Columbus, e invirtieron en la cons­trucción alrededor de $ 67.000, completándose las obras... El 19 de junio de 1869, y desde esa fecha hasta aproximadamente el 19 de julio de 1870, la refinería había rendido tras cubrir todos los gas­tos de mantenimiento un beneficio neto de $ 40.000, que represen­taba más o menos el 60 por ciento del capital invertido por año." Pasó luego a explicar que en febrero de 1872, su firma había reci­bido un mensaje emanado de la Standard Oil Company, expre­sando que era su deseo comprar la Hanna, Baslington & Company. Dado que la excelencia del negocio les permitía lograr altísimos beneficios, se negaron a considerar la oferta de la Standard. Pero investigaron y descubrieron con sorpresa que la Standard ya ha­bía obtenido el control de la mayoría de las refinerías de Cleveland; que "había conseguido en los diferentes ferrocarriles, tarifas de transporte tales, en lo relativo al petróleo crudo y refinado, que les resultaba imposible (a las otras firmas) competir con ella... El Sr. Rockefeller ... dijo que la Standard Oil Company ya tenía se­mejante control del negocio de refinación en la Ciudad de Cleve­land... que era inútil que ellos intentasen competir con la Standard Oil Company". El Sr. Baslington estudió el asunto, comprobando que era verdad; los ferrocarriles cobrarían más a su firma por el transporte de lo que cobraban a la Standard Oil. Le restaba elegir entre vender o perder todo. No sólo debió vender, sino que tuvo que aceptar lo que la Standard le ofrecía, $ 45,000 por una planta que le había costado $ 67,000 y cuyos beneficios, en el término de no más de un año habían ascendido a $ 40.000!

Hubo otros que pasaron por análoga situación. En 1880, George Rice, refinador independiente de Marietta, Ohio, era dueño de un vagón-tanque que le traía el petróleo crudo procedente de Macks­burg, Ohio. El ferrocarril le cobraba $ 0,175 el barril, por permitirle el uso de sus vías. Súbitamente, sin aviso previo, duplicó el cargo en concepto de flete, elevándolo a $ 0,35 por barril. Al propio tiempo, el ferrocarril cobraba a la Standard Oil únicamente $ 0,10 el barril por el mismo servicio. Y esto no era todo. El ferrocarril abonaba a la Standard Oil $ 0,25 de los $ 0,35 que Rice pagaba en concepto de flete. Aun cuando Rice hubiese acaparado todo el negocio, sin tocarle parte alguna a la Standard, ésta habría ganado, sobre el petróleo de él, $ 0,25 por barril. No es nueva la extorsión, ¿cierto? 1

Hay mucho que agregar a la historia de la Standard Oil: de qué modo les resultaba imposible conseguir petróleo a los expen­dedores independientes; de qué modo se veían impedidos de con­tratar en los ferrocarriles vagones en los cuales fletarlo; de qué modo se les negaba el uso de las vías, aun suministrando sus pro­pios vagones; de qué modo informaban los espías cualquier mo­vimiento de un competidor de la Standard Oil; de qué modo se reducían los precios hasta que el expendedor independiente tenía que vender sus instalaciones o dejar la cancha libre; de qué modo se calumniaba a la gente y se sobornaba a los funcionarios; de qué modo los periódicos hostiles a la Standard Oil eran comprados por agentes de Rockefeller y convertidos en adictos defensores; de qué modo los tribunales procuraron quebrar la corporación, sin éxito real.

Hacia 1904, la Standard Oil Company controlaba más del 86 por ciento del petróleo refinado del país que se utilizaba en la iluminación. Lo que estaba acaeciendo en lo referente al acero y al petróleo, también ocurría respecto del azúcar, el carbón, el plomo y otros productos. Alrededor de 1890, monumentales corporaciones poseían el control de cada gran industria. Han seguido dilatán­dose. La General Motors, la Chrysler y la Ford, producen juntas nueve de cada diez automóviles fabricados en los Estados Unidos. La Goodyear, la Firestone, la U. S. Rubber y la Goodrich cubren casi el 93 por ciento de las ventas totales netas de la industria del caucho. La General Electric y la Westinghouse ejercían, en 1942, un virtual monopolio sobre la producción y la distribución de lámparas incandescentes. Con la Hygrade Sylvania, hoy estas com­pañías producen y venden, prácticamente, todas las lámparas fluo­rescentes del país. La Libby-Owens-Ford y la Pittsburgh Plate Glass Co., fabrican unidas el 95 por ciento de todo el vidrio cilin­drado del país. La United States Shoe Machinery Co., controla más del 95 por ciento de toda la fabricación de calzado de los Estados Unidos.

En opinión de muchos norteamericanos, el aumento de volumen de las corporaciones equivalía a un aumento de poder sumamente alarmante. Un escritor pensaba que:

Cuanto más grande una corporación, mayor su poder, ya para bien o para mal, y de ahí que sea especialmente importante someter a control dicho poder.

Si se me permite emplear una ilustración de carácter doméstico, tomaré el ejemplo del gato hogareño común, cuyo diminuto tamaño lo convierte en seguro habitante de nuestra casa, a pesar de su juguetona disposición y de sus gustos carnívoros. Si, sin mediar la menor mudanza de carácter o disposición, sus dimensiones se acrecieran repentinamente, adquiriendo las proporciones de un tigre, querríamos, al menos, colocarle un bozal y recortarle las garras, mientras que, si se diera el caso de que cobrase las dimensiones de un mas­todonte, dudo que alguno de nosotros quisiese compartir con él la misma casa... Y sería inútil el argumento de que su naturaleza en nada ha variado, de que continúa siendo tan manso como siempre, y no más carnívoro de lo que fue. Tampoco nos convenceríamos si nos dijesen que ha aumentado su productividad y que ahora está en condiciones de cazar más ratones en un minuto que los que capturaba anteriormente en una semana. Temería­mos que, con humor juguetón, posara una pata sobre nosotros, en detrimento de nuestra epidermis, o que, en el curso de su cacería ratonil en gran escala, no siempre discrimase entre nosotros y la presa.1

En la década de 1880, la población de los Estados Unidos fue des­pertada a la acción contra las gigantescas corporaciones que, bajo la modalidad de trusts y monopolios, venían estrangulando la vida económica americana. Los agricultores, los pequeños comerciantes y los consumidores en general querían hacer algo para impedir los acuerdos entre industriales que buscaban coartar la producción, fijar los precios y dividir el mercado. Suspiraban añorando el feliz tiempo pasado de la libre empresa y de la libre competencia. Leían las noticias acerca de las enormes ganancias que afluían a los bolsillos de los monopolistas y sabían que los precios que estaban pagando por las mercaderías manufacturadas eran atrozmente altos. Al tiempo que en la industria fabril la tendencia hacia la trustificación se hacía más y más aparente, la hostilidad que este sistema despertaba tornábase cada vez más acerba. Surgieron pe­ticiones en demanda de socorro que el Congreso escuchó. El 2 de julio de 1890, se convirtió en ley el Acta Antitrust Sherman, "un Acta destinada a proteger la industria y el comercio contra las restricciones ilegales y los monopolios".

Los dos primeros artículos contienen la parte sustancial:

Art. 1. Declárase por el presente ilegal todo contrato, toda com 


binación bajo la forma de trust u otra, o conspiración que restrinja. la industria o el comercio entre los diversos Estados o con naciones extranjeras...
Art. 2. Toda persona que monopolice, o intente monopolizar, o se combine o conspire con cualquier otra persona o personas con el objeto de monopolizar cualquier parte de la industria o del comercio entre los diversos Estados, o con naciones extranjeras, será considerada culpable de delito...1
La ley no había figurado más que unos cuantos años en los esta­tutos y ya se hizo evidente que no cumpliría la misión que la gente esperaba de ella. Acaso haya sucedido porque en la economía nor­teamericana de ese período las grandes combinaciones en la indus­tria eran inevitables y no podían impedirse por ley; acaso, porque la terminología del Acta resultaba demasiado vaga al no contener definición alguna de trust, o monopolio o restricción; o quizás por­que, en última instancia, la observancia o el acatamiento de la ley dependía de los tribunales, cuyos jueces no reconocían a los trusts con la rapidez manifestada por las personas inmediatamente afectadas por éstos. Sea como fuere, el Acta Antitrust Sherman, no puso coto a la formación de las grandes combinaciones. En honor a la verdad, algunas de las más vastas, incluyendo la ma­yoría de las colosales corporaciones de la actualidad, se establecie­ron a poco de ser promulgada la ley, en el lapso comprendido entre 1897 y 1904.

Las compañías acaparadoras y los monopolios brotaban en todas partes. ¿Eran "combinaciones restrictivas de la industria"? ¿Violábase el Acta Antitrust? A medida que transcurrían los años, los agentes del gobierno encargados de poner la ley en vigor, no mostraron mayor interés en buscar respuesta a estos interrogan­tes. No instruyeron muchos procesos. Y, con frecuencia, cuando los abogados del gobierno por fin se ponían a pensar que habían sorprendido a un transgresor, se encontraban con que la Suprema Corte no compartía su opinión. Lo que, para la mayoría de las personas, tenía visos de claro caso de restricción de la industria, o de monopolio, a menudo parecía otra cosa a los más altos jueces del país.

La primera causa planteada ante la Suprema Corte, después de la aprobación del Acta, constituye un buen ejemplo. Tratábase del pleito de los Estados Unidos versus E. C. Knight Company, cuyo fallo fue expedido el 21 de enero de 1895. Cuando la American Sugar Refining Company, que producía el 65 por ciento del azúcar refinada de los Estados Unidos, adquirió, mediante compra, el control de la Knight Company y de otras tres firmas de Pennsyl­vania, el gobierno inició pleito para cancelar el contrato de adqui­sición, fundándose en que constituía una violación del Acta. Con­siderando el hecho de que la compra de las cuatro refinerías adi­cionales proporcionaba al trust el control del 98 por ciento de la producción, parecía en efecto que la ley había sido infringida. Esto ofrecía exactamente el aspecto de la clase de amalgama contra la cual se había levantado el clamor del pueblo. Si una compañía que controlaba el 98 por ciento de la refinación del azúcar no se hallaba en posición de "restringir la industria o el comercio", sería dificil encontrar otra en esas condiciones. Tal lo que pensaba el pueblo, tal lo que pensaban los abogados del gobierno; pero la Suprema Corte abrigaba otra idea al respecto. Permitió que los contratos continuasen en vigencia.

Esa fue la primera causa de la Suprema Corte. Hubo otras similares. Por una razón u otra, encontrábase perfectamente legal toda suerte de trusts y monopolios. Pero, si a los jueces les costaba descubrir muchos transgresores del Acta entre los trusts y com­pañías que acaparaban la industria, fácil les era en cambio hallar combinaciones que restringían a esta última en otro campo, el del trabajo.

El Congreso promulgó el Acta Sherman en calidad de arma del pueblo contra los trusts; los tribunales a menudo la interpretaron como un arma de los empleadores contra los sindicatos obreros.

CAPITULO XIII


POBRES VERSUS RICOS

A través de sus sindicatos, los hombres que ejecutaban el trabajo real de manejar los ferrocarriles, extraer de las minas el carbón y el hierro, edificar las grandes ciudades y vigilar el fun­cionamiento de las máquinas en las fábricas, en resumen, la clase obrera, se trabaron en lucha con los capitalistas.

Y no se trató de simples batallas de palabras. Con harta frecuencia se emplearon la dinamita, las bombas y las ametralladoras. Hubo asesinatos en ambos bandos. Fue un combate feroz.

Woodrow Wilson acertó con una de las razones. "¿Ustedes no lo han pensado nunca? El obrero es barato, la máquina cara; más de un superintendente ha sido exonerado por excederse en el ma­nejo de un delicado mecanismo al que no se despediría por gastar hasta el agotamiento las fuerzas de un hombre demasiado exi­gido. Se puede desechar a ese hombre y reemplazarlo; hay otros prontos a ocupar su sitio; pero no se puede, salvo a gran costo, desechar la máquina y poner una nueva en su lugar... Es tiempo de que la propiedad, en comparación con la humanidad, tome el segundo lugar, no el primero.1

Lo primero era la propiedad, venía en segundo lugar la vida humana, tal una de las razones del conflicto.

Los capitalistas estaban interesados en hacer dinero, cuanto más mejor. El hombre de negocios inteligente era aquel que pagaba lo menos posible por lo que compraba y recibía lo más posible por lo que vendía. El primer paso del camino hacia altos beneficios consistía en reducir los gastos.

Uno de los rubros de salida de la producción estaba represen­tado por los jornales pagaderos a la mano de obra. Por consiguiente, el interés del empleador era pagar jornales lo más bajos que pu­diera. Era, asimismo, de su interés, conseguir de sus obreros todo el trabajo posible. En consecuencia, trató de alargar todo lo factible la jornada de labor.

La Revolución Industrial había colocado al obrero a merced del capitalista. El empleador era dueño de la fábrica y de la costosa maquinaria encerrada en ella. El obrero ya no se hallaba en po­sición de producir sus propios alimentos y de realizar su propio trabajo. Ya no le pertenecían los instrumentos de la producción.

Tuvo que convertirse en un asalariado en la fábrica de otro hom­bre. Si esa fábrica era un lugar insalubre, mal iluminado, escasa­mente ventilado, carente de salvaguardias en lo relativo a su ries­gosa maquinaria, tenía, no obstante, que trabajar allí, Si el horario era muy largo y el estipendio tan bajo que no le permitía soste­nerse y sostener a su familia, debía, igualmente, trabajar allí, No había escapatoria: trabajar o morirse de hambre.

La circunstancia de que el obrero no era una cosa como la hulla o el algodón, sino una persona, en nada variaba el concepto sustentado por el buscador de ganancias. Mano de obra, maqui­naria, materias primas, todo constituía lo mismo para él; cuanto menos le costaran mejor. Estaba interesado en los beneficios.

Los trabajadores soportaron esta situación todo el tiempo que pudieron. Intentaron, luego, devolver los golpes. ¿Qué podían hacer?

Solos nada. Organizándose para formar, unidos, un grupo, po­dían ejercer presión sobre sus patronos. Se aliaron y crearon los sindicatos.

¿Qué clase de sindicatos formaron? ¿Se organizaron sobre la base de gremios o de industria? ¿Eran locales, estatales o nacio­nales? ¿Qué les preocupaba: el presente inmediato o las utopías del futuro? ¿Estaban contentos con el sistema capitalista o lucha­ron para desmoronarlo? Estas preguntas no admiten breve res­puesta. Las uniones surgen de las necesidades de la situación y asumen la forma más adecuada a esa situación. Jamás se des­envuelven como algo separado del modo según el cual la gente vive y gana su sustento. Puede haber un retardo —a menudo se pro­duce— pero, a la larga, el género de organización laboral que emerge y crece, es el forzado por el panorama industrial. Así como acontecen cambios en el desarrollo industrial de un país, se operan, igualmente, modificaciones en las organizaciones de los traba­jadores.

Eso fue lo que ocurrió en los Estados Unidos. La Declaración de Independencia que anunció nuestra separación de Inglaterra, no tardó en ser seguida por una declaración de trabajadores tras otra, anunciando su separación de los intereses de la clase em­pleadora. Así, los impresores de Nueva York advirtieron en 1817:

"Esta es una sociedad de oficiales impresores calificados; y dado que los intereses de los ofíciales son separados y, en algunos as­pectos, opuestos a los de los empleadores, consideramos impropio que tengan éstos voz o influencia alguna en nuestras delibera­ciones."1

Esto constituía una ruptura con lo que había prevalecido antes. En años previos, se había considerado muy correcto que los pa­tronos tuviesen voz en las deliberaciones de los hombres que tra­bajaban para ellos. Correcto porque el golfo que mediaba entre los maestros artesanos y sus oficiales no había sido muy ancho. Los oficiales podían convertirse en maestros con relativa facilidad. Es­tos últimos trabajaban, lado a lado, con los oficiales, albergaban las mismas creencias, las mismas ideas. Sus intereses, tanto sociales como económicos, eran prácticamente idénticos. Mientras eso fue verdad, el empleador y el oficial pudieron pertenecer a la misma sociedad. Puesto que en 1817 había dejado de serlo, los impresores de Nueva York así lo expresaron y expulsaron a un miembro que se había convertido en empleador.

En algunos aspectos, esto era similar a lo que había sucedido siglos atrás, en Europa occidental, con el sistema de las corpora­ciones gremiales. Fue la expansión del mercado el factor principal del quebrantamiento del sistema corporativo; y también esta ex­pansión del mercado la responsable del cambio operado en nuestro país.

A principios del siglo XIX el mercader capitalista hizo su entrada en la escena norteamericana, a los fines de llenar las necesidades de un mercado en expansión. Trajo al país enormes cantidades de mercaderías manufacturadas de bajo precio, prove­nientes .de Inglaterra, las almacenó en depósitos diseminados por todo el territorio y malbarató al maestro artesano en las diferentes comunidades locales. Gradualmente arrebató a este último su fun­ción en el mercado, y no había pasado mucho tiempo cuando estuvo en posición de obligarlo a reducir sus precios. Frente a semejante competencia, los maestros artesanos tuvieron que hallar las formas y los medios que admitiesen la reducción de sus costos. Trataron de rebajar los jornales de sus oficiales; contrataron jóve­nes para las tareas que requerían veteranía, antes de que se hubiese cumplido su término de aprendizaje; buscaron y emplearon obreros dispuestos a aceptar menos de lo establecido por la vieja escala de jornales. Los trabajadores resistieron estos intentos. de disminuir su nivel de vida. Los zapateros, carpinteros, toneleros, sastres e impresores, repelieron la agresión, por intermedio de sus propias sociedades gremiales locales. Los intereses de patronos y trabajadores se alejaron cada vez más.

Por lo tanto, las uniones norteamericanas primitivas, no es­tuvieron constituidas por obreros de fábrica oprimidos: eran unio­nes de artesanos altamente calificados, que se vieron compelidos a agruparse en defensa propia, con el objeto de mantener el nivel de sus salarios y el ajuste de sus horarios, y de impedir el de­rrumbamiento de las viejas condiciones de trabajo reglamentadas. Sus tácticas fueron las habituales en las pujas colectivas, la huel­ga, el local cerrado y el boicot. Una serie de luchas aisladas de parte de uniones gremiales aisladas, les hizo ver con claridad cuál debía ser su paso siguiente, y no tardaron en darlo.

En 1827, quince sociedades gremiales de Filadelfia se aliaron para constituir la Unión de Asociaciones Gremiales de Mecánicos. Fue la primera fusión en el mundo de uniones de toda una ciudad. Un año más tarde, el año que Andrew Jackson, "el escogido por el pueblo", se convirtió en presidente, lanzóse en Filadelfia el primer partido de trabajadores en el mundo. Lo siguió la formación de otros partidos de esta índole en casi todos los Estados, y la inicia­ción de una prensa laboral, fundáronse en ese momento más de cincuenta diarios obreristas. Los trabajadores exigían en sus pla­taformas políticas la restricción de la mano de obra aportada por niños, la elección directa de los funcionarios públicos, la abolición del encarcelamiento por deudas, la jornada universal de diez horas, y una educación pública gratuita y sin distinción de clases (el movimiento laboral fue ampliamente responsable del sistema de enseñanza pública gratuita en los Estados Unidos).

Los cuarenta años posteriores configuraron una historia de altos y bajos; primero, un período de reacción contra la actividad política y un aumento del número de sindicatos; más centrales ciudadanas, ulterior crecimiento, luego subitáneo colapso con la parálisis de la industria en el pánico de 1837; retorno a la activi­dad política y participación en movimientos humanitarios de todas clases —sociedades cooperativas, reforma agraria, comunidades utópicas, etc.—, después, renacimiento del comercio, mayor ex­pansión del mercado, mayor desarrollo del transporte y de las comunicaciones, y la formación de uniones gremiales en escala nacional; sigue la crisis de 1857, el freno a la empresa industrial y una destrucción general de sindicatos; a continuación, la Guerra Civil, expansión de los negocios y resurgimiento de viejas uniones, junto con la creación de nuevas; renovado establecimiento de una prensa laboral: más de cien diarios, semanarios y periódicos men­suales publicados; tras la guerra, intentos de unificación de las uniones nacionales para integrar una única federación perdurable; fracaso, al principio; luego, finalmente, buen éxito.

El florecimiento del Gran Comercio, después de la Guerra Civil, traería aparejado el avance, a pasos agigantados, del unionismo sindical, Esto debía ocurrir por cuanto la expansión industrial acarreó consigo una mayor concentración de trabajadores en las ciudades, ulteriores mejoras en el transporte y en las comunica­ciones, tan esenciales para una organización de orden nacional, y las condiciones que tornaron imperativo un movimiento obrero. La organización de la clase trabajadora creció con el desarrollo capi­talista, el cual generó la clase y el sentimiento de clase, así como los medios físicos de cooperación y comunicación. Grandes eran, al propio tiempo las dificultades con que se tropezaba; enfrentaba a la clase obrera en su pugna por alcanzar la unificación, una clase capitalista cuyos despiadados procedimientos acrecían junto con su riqueza. En los Estados Unidos, el capital no se quedó apol­tronado después de la Guerra Civil, mientras los trabajadores se organizaban; les presentó una feroz oposición,

Los líderes sindicales no habían llegado, entre ellos, a un acuerdo sobre el modo mejor de combatir al capital. Los Caballeros del Trabajo, la Federación Norteamericana del Trabajo y los Tra­bajadores Industriales del Mundo, atacaron el problema desde dis­tintos ángulos. El planteo del primero de esos organismos consistió en la prosperidad o en el unionismo "de elevación"; el del segundo, en el unionismo comercial y el del tercero, en el unionismo revo­lucionario.

La Noble Orden de los Caballeros del Trabajo era una sociedad secreta fundada en Filadelfia en 1869, por un reducido núcleo de cortadores de ropa. Tenía por líder a Uriah S. Stephens, un sastre, que había sido adiestrado para ese ministerio. Puesto que se tra­taba de una sociedad secreta, estuvo en condiciones de desen­volverse en un período en que las uniones desembozadas se hacían añicos a causa de la depresión (hubo un "pánico" en 1873), o de los crueles ataques de los patronos. Los obreros del vidrio, del hierro, los impresores, los zapateros y otros artesanos que se encontraron sin una unión que los agrupara, crearon nuevos loca­les dentro de los Caballeros del Trabajo.

Pero no sólo ingresaban a esa organización los obreros ex­perimentados —ésta se hallaba abierta a todos los trabajadores, blancos y negros, hombres y mujeres, diestros o no—, también eran elegibles en calidad de miembros los granjeros e incluso cier­tos empleadores. Cualquier persona mayor de 18 años "que traba­jase por un jornal o que, en algún momento, hubiese trabajado por un jornal", podía ingresar a ella. Los Caballeros del Trabajo constituían una organización laboral que incluía a todo el mundo y a la cual podían pertenecer hasta miembros de la clase media. Empero, no todas las personas de la clase media, había algunas interesantes excepciones: "En esta orden no se admitirá el ingreso de personas que o bien expendan, o bien se ganen la vida, o parte de ella, mediante la venta de bebidas embriagadoras, ya sean en carácter de manufactureros, expendedores o agentes, o, a través de cualquier integrante de la familia, y tampoco se admitirá nin­gún abogado, banquero, jugador profesional o corredor de bolsa".1

Dado que la antedicha era "una sola gran unión" que acepta­ba, tanto a experimentados como inexperimentados, a menudo se la considera una unión industrial. Es un error. Si bien no estaba organizada según lineamientos de gremio, tampoco lo estaba sobre la base de una industria. Sus asambleas locales eran de dos tipos: según el ramo, y mixtas. Los asociados que componían el primer tipa eran, por lo general, aquellos dedicados a un único oficio; componía el segunda tipo todo el mundo, sin tener en cuenta la ocupación. No había sido creada para ayudar, dentro del campo laboral, a un grupo en particular, sino con el propósito de con­seguir la unificación del trabajo en su conjunto.

¿Con qué finalidad? La Noble Orden de los Caballeros del Trabajo propiciaba el género de programa que uno esperaría de una organización así titulada. Sus líderes anunciaban por pro­pósito la meta idealista de elevar a toda la clase trabajadora por intermedio de la organización, la educación y la cooperación. La serie de instrucciones impartidas a cada nuevo afiliado contenía lo siguiente:

El trabajo es noble y sagrado. Defenderlo de la degradación; despojarlo de los males que afecten cuerpos, mentes y haciendas, impuestos por la ignorancia y la codicia; rescatar al trabajador de las garras de los egoístas, es una tarea digna de los más nobles y mejores de nuestra raza— Nuestra intención no es entrar en conflicto con la empresa legítima, no buscamos un antagonismo con el capital necesario; pero los hombres, en su apresuramiento y en su augurria-, cegados por intereses personales, hacen caso omiso de los intereses de los demás y en ocasiones violan los derechos de aquellos que consideran indefensos. Nuestro propósito es sostener la dignidad del trabajo, afirmar la nobleza de todo aquel que gane su pan con el sudor de su frente. Apoyaremos, con todas nuestras fuerzas, las leyes creadas para armonizar los intereses del trabajo y del capital, y asimismo aquellas que tiendan a alivianar el agotamiento de la faena...1

Brindábase así, tempranamente su dosis de sostén sentimental a los nuevos miembros, el cual caracterizaba los discursos y escritos de los líderes de los Caballeros. No había aquí declaración de guerra alguna contra el capital, ningún resonante desafío respecto del orden existente. No había ni siquiera el reconocimiento de los opuestos intereses del trabajo y del capital. El credo de los Caba­lleros no establecía la relación empleadores versus trabajadores, sino la de empleadores y trabajadores juntos, para llevar adelante la causa de la humanidad. No había "conflicto con la empresa legítima", únicamente los egoístas —en otros escritos se los iden­tifica con la designación de "poder del dinero"— debían ser re­frenados. La forma de sostener la dignidad del trabajo, estribaba en que éste se aplicara, a través de la "cooperación", "al orden, por el orden, y para el orden". Los Caballeros creían en y organi­zaron, cooperativas de productores. Los hitos que señalarían su camino hacia la reforma social habrían de ser la cooperación, la educación y la organización.

Sus aventuras cooperativas —aproximadamente 200 minas, fundiciones de hierro, tonelerías, fábricas de clavos, de calzado, etc.— fracasaron; pero lograron educar a los trabajadores, en amplia medida a través de su agitación en procura de reformas políticas tales como el impuesto a las rentas, la abolición del tra­bajo de los niños, la indemnización de los obreros, los canjes laborales para los sin empleo, el pago de salarios semanales y en dinero legal, el seguro social, la jornada de ocho horas, la pro­piedad pública de los ferrocarriles y de los demás servicios; y consiguieron, por cierto, crear, durante un tiempo, la organización laboral más genuinamente representativa que hasta entonces hu­biese surgido en el país. En 1879, Terence V. Powderly sucedió a Stephens en el cargo de Gran Maestro Obrero de la Orden. En 1881, los Caballeros renunciaron a la clandestinidad. En 1886, la organización, que comprendió inicialmente once sastres en la asam­blea Nº 1 de Filadelfia, se componía de 700.000 miembros reparti­dos en casi todo el territorio de los Estados Unidos.

Empero, no podía achacarse la razón principal de esa evolu­ción al sentimental programa idealista de elevación social que sustentaban sus líderes. Ésta residía, más bien, en el hecho de que la masa era militante e imponía por la fuerza huelgas y boi­cots, a pesar de los dirigentes. Mientras Powderly se abandonaba a sus sueños y hablaba interminablemente de la hermandad hu­mana, la masa traducía la consigna de la orden, "el perjuicio de uno es incumbencia de todos", a una acción concreta. Mientras Powderly creía que "las huelgas son deplorables en su efecto y contrarias a los mejores intereses de la orden" y decía abierta­mente, "tiemblo ante el pensamiento de una huelga y tengo buenas razones", la masa no pa­decía escalofríos, tornándose en cambio cada vez más agresiva.1 Si la dirección no se hubiese aturdido tanto, si hubiese consagrado menos tiempo a la predicación de los principios de la buena sociedad y más al perfeccionamiento de los fundamentos de una organización sindical militante, su alta concepción de una sola gran unión que abarcara a todos los asa­lariados, experimentados y no experimentados, de todos los credos, nacionalidades, razas, sexos y oficios, habría alcanzado un éxito mayor del que tuvo. Tal como ocurrieron las cosas, los logros de los Caballeros del Trabajo fueron conquistados, en gran parte, a pesar de su constitución, programa y liderazgo; y sus fracasos respondieron en amplia medida precisamente a éstos.

El año 1886 estuvo colmado de acontecimientos, en lo concer­niente a la historia laboral norteamericana. Ese año la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo alcanzó la culminación de su poder y comenzó a declinar. Ese año, fundóse, sobre la base de la Fe­deración de Gremios y Uniones Laborales de los Estados Unidos y Canadá, organizada en 1881, la Federación Norteamericana del Trabajo.

La Noble Orden de los Caballeros había resultado perdedora frente a una organización enteramente opuesta en materia de finalidades, programa, miembros y métodos de lucha. El unionismo comercial de la Federación Norteamericana del Trabajo —AMI,— era totalmente distinto del unionismo de elevación de los Caba­lleros. Mientras que los Caballeros del Trabajo habían sido idealistas —soñando con un utópico porvenir— la federación era práctica, y pensaba en mejores condiciones para el presente inmediato; mien­tras que los Caballeros había sido altruistas, preocupándose del interés de la clase trabajadora en pleno, diestra o no, la AM se guiaba por el egoísmo, concerniéndole únicamente el interés de los obreros experimentados que integraban la organización; mientras que los Caballeros habían carecido de sentido comercial —dirigidos por el humanitario Stephens y el palabrero Powderly— la AFL hacía uso de él bajo el liderazgo del astuto y positivista Samuel Gompers.

Tres años antes del lanzamiento final de la AFL, Adolph Stras­ser, presidente de la Unión de Fabricantes de Cigarros y fundador, junto con Gompers y P. J. MeGuire, de la AFL, fue interrogado por la comisión del Senado encargada de las relaciones entre el capital y el trabajo. Su testimonio acerca de los propósitos de su organización representó un pronóstico del programa de la AFL:

"No perseguimos metas finales. Vamos prosiguiendo día a día. Va­mos luchando por objetivos inmediatos, objetivos que pueden al­canzar su realización en el término de unos pocos años."

Estos objetivos inmediatos por los cuales peleaba la AFL eran: jornales más altos, horarios más cortos, condiciones mejores. Así de sencillos. A pesar de que Gompers en años pasados había flir­teado con el socialismo, se mostraba en todo momento ansioso por conservar la reforma fuera del panorama de la AFL. La única elevación que sobrevendría a los trabajadores, a través de la AFL, sería la aportada por los salarios más altos, las jornadas más breves y las condiciones superadas.

La AFL era esencialmente una organización gremial, una suelta federación de uniones gremiales nacionales e internacionales (así llamadas porque algunas tenían locales en Canadá). Venía a ser una unión compuesta de muchas uniones separadas, cada una de las cuales estaba integrada por obreros hábiles, que, en con­junto, luchaban por obtener salarios más altos, jornadas de tra­bajo más reducidas y mejores condiciones. Aquellos obreros inex­perimentados que, por millares, se habían congregado bajo el estandarte de los Caballeros del Trabajo, no podían conseguir su admisión en la AFL. La actitud de los dirigentes de este último organismo hacia los faltos de pericia, así abandonados a la buena de Dios, recibió su mejor expresión al decir uno de ellos, en fecha tan reciente como el año 1934: "No queremos otorgar nuestra credencial a la gentuza o a los inservibles o a aquellos para quie­nes no podamos lograr jornales o condiciones, a menos que seamos compelidos a ello por otras organizaciones que ofrezcan alistarlos bajo cualquier condición,"

Por consiguiente, en lo relativo a afiliados y propósitos, la AFL difería de los Caballeros del Trabajo. Existía además una importante desemejanza en lo tocante a la estructura de ambas organizaciones. "Para entender completamente la estructura y la función de los Caballeros del Trabajo, sólo es necesario leer una constitución. Para entender enteramente las funciones y la es­tructura de la AFL, hay que leer más de cien constituciones. Los Caballeros del Trabajo representan una soberanía, la AFL una federación de soberanías."1 Mientras que en los Caballeros el poder se centralizaba en los funcionarios permanentes de la Asamblea General, en la AFL se centralizaba en los líderes de las diversas uniones nacionales que componían la federación.

A pesar de que las uniones de la AFL creían en la necesidad de negociar con los empleadores, a fin de obtener salarios más altos, horarios más breves y condiciones mejores, a pesar de que ponían en juego todos sus esfuerzos para ganar acuerdos colectivos pacíficamente negociados, no vacilaban en pelear cuando era im­prescindible. Pero, en lo posible, se aseguraban de entrar a la liza bien armados. Sus tributos eran lo bastante altos como para per­mitirles crear un fuerte fondo de combate a ser empleado cuando debían recurrir a las huelgas o a los boicots. La AFL advertía las realidades del sistema capitalista, sabía que tenía lugar una lucha entre capitalistas y obreros. Pero mantenía los ojos fijos en metas inmediatas. No entraba en sus planes el derrocamiento del siste­ma. Se sentía perfectamente contenta de seguir conservando una relación de amo-y-sirviente con el capital, pero quería para sí una parte más ventajosa en calidad de sirviente. Su lema era "un jornal justo por una jornada de trabajo justa".

En la filosofía de "unionismo gremial puro y simple" susten­tada por Samuel Gompers, no tenía cabida la fundación, por parte de la AFL, de un partido político que representara al trabajo. A pesar de los repetidos esfuerzos de algunos de sus miembros en procura de que la organización formase un partido laboral, venció la política de Gompers de trabajar dentro de los partidos políticos existentes. En el campo de la política, la AFL ha practicado el juego de "premiar a sus amigos y castigar a sus enemigos".

¿Cuál era la posición de la AFL alrededor de 1900? Desde cierto punto de vista no le había ido tan bien que digamos. Pese a su positivista programa de luchar por los logros inmediatos que cons­tituían la primera preocupación de la mayoría de los trabajadores norteamericanos, su evolución había sido lenta. Las poderosas Hermandades Ferroviarias no se habían afiliado a ella; el obrero inexperimentado no había sido invitado a sus filas, de modo que permanecía desorganizado; y muchos, inclusive pertenecientes a esa categoría de obreros diestros que había buscado, no se le habían unido.

Desde otro punto de vista, sus realizaciones habían alcanzado un nivel notable. Verdad es que permanecía fuera de sus filas el porcentaje mayor de obreros hábiles, pero esto no impedía que sus 550.000 miembros representaran más del triple del número de 150.000 con que había comenzado en 1886. Era un total menor que el alcanzado por los Caballeros del Trabajo en el apogeo de su poder, pero se trataba de una asociación diferente, más duradera, más fuerte, mejor disciplinada. Su organización descentralizada, compuesta por uniones afiliadas independientes de orden nacional, siguiendo las tácticas del unionismo comercial, había soportado la prueba; en un período de feroz oposición de parte de una clase empleadora inmisericorde, había conseguido no ceder terreno. Ha­bía conseguido lo que ninguna otra organización laboral nacional, de carácter no secreto, había logrado antes en la historia americana o sea, capear fructuosamente la tormenta de una depresión (la de 1893). A criterio de sus defensores, el hecho de que hubiese llegado a sobrevivir era prueba suficiente de la corrección de su política.

Los Trabajadores Industriales del Mundo —IWW—organizados. en el año 1905 bajo la dirección de su líder "Big Bill" Haywood, propugnaban el unionismo revolucionario. No creían en los mé­todos para combatir el capital puestos en práctica por la AFL. El preámbulo de su constitución declaraba que:

La clase trabajadora y la clase empleadora nada tienen en común. No podrá existir la paz mientras millones de trabajadores experimenten hambre y necesidades y los pocos que componen la clase patronal disfruten de todas las cosas buenas de la vida. La lucha deberá proseguir entre estas dos clases hasta que los trabajadores del mundo, organizados con carácter de clase, to­men posesión de la tierra y de la maquinaria de producción y supriman el sistema de jornales... Las uniones gremiales fomentan un estado de cosas que permite que un grupo de trabajadores sea incitado a pelear contra otro grupo de trabajadores de la misma industria, ayudando así a derrotarse unos a otros en las guerras por los jornales. Por lo demás, las uniones gremiales prestan su concurso a la clase empleadora para descarriar a los trabajado­res, haciéndoles creer que la clase obrera tiene intereses en común con sus patronos.

En vez del lema conservador, "un jornal justo por una jornada de trabajo justa", debemos inscribir en nuestra bandera la divisa "Aboli­ción del sistema de jornales".

Es misión histórica de la clase trabajadora poner fin al capitalismo.1


Los líderes de los IWW, contrariamente a los de la AFL, se oponían a los acuerdos con los capitalistas. Señalaron el hecho de que, en varias huelgas de la AFL, mientras un grupo de trabajadores per­tenecientes a determinado gremio —por ejemplo, los cocineros— se hallaba en huelga, los mozos, también involucrados en el mismo gremio, debían continuar su labor en virtud de un acuerdo con el patrono. Los líderes de los IWW sostenían que cuando un grupo de obreros se lanzaba a la huelga, todos los obreros de ese gremio debían apoyarlos, declarándose asimismo en situación de paro. Eran adversos a los contratos con el capital porque querían desemba­razarse por completo de éste. No estaban interesados en conquistas inmediatas, sino en la victoria final y completa del trabajo sobre el capital. Propugnaban una sola gran unión de todos los traba­jadores, en vez de la división en uniones gremiales. Rebajaron a un mínimo las cuotas de su organización a los efectos de que todos los obreros, inexperimentados así como experimentados, pu­dieran unirse. Odiaban a la AFL sólo algo menos de lo que odiaban al capital. Los puntos principales de su programa fueron enuncia­dos en su canción:
PINTADLA DE ROJO

por Ralph Chaplin

(Tonada; "Marchando a través de Georgia")
Venid con nosotros, trabajadores y uníos a la banda rebelde

Venid, descontentos, y prestad una mano auxiliadora,

Marchamos contra el parásito para echarlo de la nación

¡Con Una Gran Unión Industriad!

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