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Leo huberman


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Las sugerencias del Presidente fueron convertidas en ley con la sanción del Acta de Valores de 1933. La ley intentaba amparar al inversor inglés por el Acta de las Compañías Británicas. No lle­vaba el designio de impedir al inversor que corriera riesgos. Ni le proporcionaba tampoco un seguro contra pérdidas. Su propó­sito era protegerlo meramente hasta el punto de hacerle conocer realmente lo que compraba. En lo tocante al emisor de valores, no hacía otra cosa que requerir que dijese toda la verdad acerca de lo que vendía. Antes de que una nueva emisión de valores pudiese ser ofrecida al público inversor, el emisor debía registrarla en la Comisión de Valores e Intercambio (Securities and Exchange Com­mission, SEC) con información, completa en lo atinente a la emi­sión y a la casa que la ofrecía en venta. Por añadidura, debía entregarse al comprador en ciernes un prospecto con la misma información detallada, en forma resumida. Si, en opinión de la SEC, la información era falsa o conducente a error, el registro podía denegarse y la emisión carecía así de autorización para ser puesta en circulación.

Wall Street impugnó la ley. Los banqueros, los corredores de bolsa, los funcionarios de corporaciones —nuestros ciudadanos más conspicuos— le descubrieron una cantidad de defectos. Esta gente se habría enfurecido si hubiese comprobado que un pullover com­prado por ella no era de lana 100 por ciento, como lo indicaba la etiqueta, Sin embargo, no manifestaba la menor voluntad de eti­quetar sus propias mercancías. No se les pedía más que decir la verdad, pero protestaron. Era muy extraño.

A fin de proveer aún mayor protección a los inversores, contra los más gruesos fraudes de 1929, otorgóse a SEC el control sobre las operaciones bursátiles del país, con amplios poderes para corregir las prácticas leoninas, tales como la formación de "pools", la alteración artificial de precios en el mercado, las maniobras de los de adentro, o sea todas las diversas triquiñuelas del gremio, a través de las cuales las "ovejas salían esquiladas" y los lobos criaban grasa. La vieja noción de que los miembros del mercado de valores, los corredores de bolsa y los funcionarios de corpora­ciones tenían el derecho de seguir adelante con sus negocios mien­tras el público se amoldaba a sus reglas, fue reemplazada por la idea de una correcta regulación ejercida por la SEC, a los fines de eliminar las prácticas tortuosas y destructivas.

Que semejante regulación era esencial no 'representaba nada nuevo para los millares de inversores que habían sufrido tristes experiencias; ello se había hecho evidente al país entero a raíz de los actos delictuosos de Richard Whitney, miembro en un tiempo de la Comisión de Conducta Comercial y ex presidente de la Bolsa de Comercio de Nueva York. La SEC investigó el caso Whitney y redactó un informe que contenía un demoledor ataque a la pe­ligrosa filosofía que había dominado los asuntos de la Bolsa *. "Esta actitud", decía el informe, "según la cual la Bolsa es más bien un club privado que una institución pública, y sus responsa­bilidades más bien respecto de sus miembros que de la nación de inversores que sirve, ha tenido larga historia. Es una actitud in­veterada. Pero aun cuando pueda explicarse de esta manera, no se debe permitir que continúe. De ahí que podamos lícitamente con­denar y lo hacemos, las tradiciones capaces de explicar dicha conducta".1

SEC se propuso reformar algunos de los abusos que imperaban


en el sistema de venta de valores a los inversores. Y lo consiguió.
Del derrumbe de la ARN (declarada inconstitucional por la Suprema Corte el 27 de mayo de 1935), los hombres del New Deal lograron rescatar otros dos puntos de reforma, importantes en el campo laboral. El artículo 79 había declarado que los trabajadores tenían el derecho de organizarse, y habían entrado en la confección de los códigos los asuntos relativos al salario mínimo, a la jornada máxima y a la abolición del trabajo de los niños. Tales provisiones, beneficiosas para el trabajo, habían resultado en gran medida ineficaces por cuanto, bajo la ARN su éxito dependía de la "cooperación voluntaria" de los patronos. Después del hundi­miento de este organismo por la Suprema Corte, las provisiones en el orden laboral fueron convertidas en ley y la compulsión reem­plazó a la cooperación. El Acta Nacional de Relaciones Laborales —comúnmente denominada Acta Wagner— especificó las "prácti­cas laborales ilícitas" de los empleadores, que constituían violacio­nes del derecho de las fuerzas del trabajo a organizarse. El Acta de Normas Laborales Justas, del año 1938 —recientemente llamada Ley de Salario y Jornada— fue concebida para abolir el trabajo de los niños y eliminar condiciones subnormales en la industria. Ambas leyes eran necesarias.

El Acta Nacional de Relaciones Laborales (National Labor Relations Act, NLRA), refrendada por el Presidente el 5 de julio de 1935, fue quizás la disposición más importante de toda la legis­lación del New Deal. Comenzaba por reconocer el hecho de que "la denegación por parte de los empleadores del derecho de los empleados a organizarse, y la negativa de los empleadores a aceptar el procedimiento de las tratativas colectivas, conducen a huelgas y a otras formas de lucha o de intranquilidad industrial que llevan la intención o el necesario efecto de agobiar u obstruir el comercio...". La teoría que respaldaba la ley entendía que la protección del derecho de las fuerzas laborales a organizarse y a concertar convenios colectivamente, a través de representantes de su propia elección, serviría para eliminar las causas mayores de conflicto industrial. La médula del Acta se hallaba contenida en el artículo 7 el cual, siguiendo el modelo del 7 de la ARIN, garantizaba a los empleados ese derecho.

No obstante, contrariamente al artículo 7, la NLRA especificaba las prácticas patronales que en el pasado habían hecho vacuo ese derecho:

Artículo 8.—Serán, en lo que se refiere al empleador, prácticas laborales ilícitas:

La interferencia, restricción o coerción, respecto de los empleados, en el ejercicio de los derechos garantizados por el artículo 7.

Dominar o interferir en la formación o administración de cualquier organización laboral o contribuir apoyo financiero o de otra índole a ésta...

La discriminación en lo concerniente a la contratación o tenencia de empleos o a cualquier término o condición de empleo, para alentar o des­alentar la participación en calidad de miembro de cualquier organización

Despedir un empleado o discriminar de otra forma en su contra a causa de que ha presentado cargos o dado testimonio bajo la presente acta.

Negarse a las tratativas colectivas con los representantes de sus empleados, sujetas a las provisiones del artículo 9 a).

Se acordaba a los delegados debidamente elegidos por una ma­yoría de trabajadores, la exclusiva representación de los empleados en un grupo unitario apto para las tratativas colectivas. Cómo ha­bría de hallarse constituido este grupo unitario —si por e1 empleador, el gremio, la planta o cualquier subdivisión de éstos— sería determinado por la Junta Nacional de Relaciones Laborales. Este último organismo, integrado por tres miembros nombrados por el Presidente, tendría a su cargo la administración de la ley.

Ninguna medida del New Deal ha sido tan mordazmente cri­ticada como el Acta Nacional de Relaciones Laborales; ningún organismo del New Deal tan encarnizadamente atacado como la Junta Nacional de Relaciones Laborales, Tampoco trepidaron los empleadores en la posición de antagonistas, en ir más allá de la detracción y de la injuria. Lo registrado en materia de violaciones de la NLRA cometidas por ellos, da amplias pruebas de que estos defensores de la ley y del orden eran a su vez flagrantes trans­gresores. Ordinariamente, cuando un acta es aprobada por el Con­greso y debidamente refrendada por el Presidente, se convierte en ley de la nación a menos que, y no antes, sea declarada incons­titucional por la Suprema Corte. Pero nuestros mejores ciudadanos invirtieron este procedimiento. Obrando sobre la base de los con­sejos de 58 abogados de la Liga de la Libertad, procedieron según la presunción de que la ley era inconstitucional. Hicieron todo lo posible, por intermedio de interdictos y toda clase de intrigas legales, para sabotear la acción de la junta tendiente a hacer observar la ley. Recién después del 12 de abril de 1937, fecha en que la Suprema Corte sostuvo la constitucionalidad del Acta, estuvo la junta en condiciones de llevar las cosas adelante.*

Frecuentemente se formuló la acusación de que el Acta era "unilateral", que concedía todo a los empleados y ataba completa­mente las manos de los patronos. Esto no se ajustaba a la verdad. El Acta restringía la conducta de los empleadores en sólo un aspecto: cuando se manifestaba en conflicto con el derecho de los trabajadores a la autoorganización y a las tratativas colectivas. El empleador aún seguía dominando a sus subordinados en todos los demás sentidos. Aún podía discriminar en contra de cualquiera de sus obreros, rebajar los salarios, introducir la aceleración, extender la jornada de labor, cerrar.la planta y trasladarse a otra ciudad; realizar cualquiera o todas estas cosas por la razón que fuese, excepto ej antiunionismo. (Allí donde rigiese un convenio sindical, quizás el empleador se viera en la prohibición de efectuar la ma­yoría de estas cosas, pero sería ese convenio, no la ley, el que lo detuviera.) El Acta no reglamentaba íntegramente el campo de las relaciones empleador-trabajador. Se limitaba a proporcionar a los obreros una protección legal de sus derechos de autoorganización y tratativas colectivas.

De la lectura de las almibaradas declaraciones de nuestros capitanes de la industria, resulta difícil comprender por qué había de sancionarse en realidad una ley que otorgase protección legal a los trabajadores en cuanto a sus esfuerzos por organizarse.

Ninguna disputa entre el capital y el trabajo quedó del todo completa sin un bonito discurso pronunciado por el empleador diciendo que no se oponía en modo alguno a la sindicalización o a los convenios colectivos. Pero entre lo que estos empleadores decían y lo que hacían mediaba muchísima diferencia.

Lo que decían era invariablemente en términos de la "manco­munidad del capital y el trabajo". Lo que hacían quedó reflejado en las estadísticas del Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, las cuales demostraron que, en la mayoría de las huelgas que se convocaron en este país, desde 1934 hasta 1937, los princi­pales puntos en litigio no eran los salarios y las jornadas, sino asuntos pertinentes a la organización de los sindicatos y a su reconocimiento.

Lo que decían quedó ilustrado por las sedosas frases del señor Alfred P. Sloan, hijo: "La gerencia de la General Motors sostiene que no existe un real conflicto de intereses entre patronos y em­pleados... Los empleadores esclarecidos y los empleados escla­recidos comprenden que existe entre ellos una reciprocidad de in­tereses capaz de dictar la sabiduría de mantener el más alto grado de cooperación y de relaciones armoniosas."

Lo que hacían quedó ilustrado por el hecho de que esta "reci­procidad de intereses" no fue tan grande como para impedir que este "esclarecido empleador", la General Motors Corporation, pa­gase casi un millón de dólares a agencias de espionaje, en un periodo que abarcó dos años y medio, a fin de que le proporcionaran informes sobre las actividades sindicales de sus "esclarecidos empleados".1

Decían siempre que "estaban dispuestos en todo momento a discutir las cosas con sus hombres".

Pero, lo que hacían quedó manifestado en el fallo del juez supremo Hughes en el caso NLRB contra Jones & Laughlin: "La negativa a conferenciar y a negociar ha constituido una de las causas más prolíficas de disensión. Éste es un hecho tan sobresa­liente en la historia de los disturbios laborales que es materia apropiada de intimación judicial y no requiere citación de ante­cedentes."

Dos años después de haberse sancionado el Acta Wagner, se duplicó el número de afiliados a los sindicatos. El salto producido desde el 10 por ciento de los trabajadores organizables en 1935, al doble de esa cifra en 1937, sólo en parte podía atribuirse a la NLRA. Debióse, en gran medida, a la aparición, en el escenario sindical, del Congreso de Organizaciones Industriales (Congress of Industrial Organizations, CIO), y al énfasis que éste adjudicó al unionismo industrial, en lugar de la tradicional política de unionis­mo gremial de la Federación Norteamericana del Trabajo. La ola de nuevo unionismo que invadió a Gran Bretaña en 1889, tuvo aquí su parangón después de 1935.

Venía con largo retraso. La organización del obrero especia­lizado exclusivamente, quizás se haya adecuado al cuadro indus­trial del siglo XIX, pero decididamente no convenía al de la cuarta década del siglo XX, El incremento de la maquinaria y la resul­tante nivelación de la pericia había tornado anticuada la vieja política de la unión gremial. En las industrias de producción en masa, el sistema en serie había borrado casi por completo los límites dentro de los cuales se habían confinado anteriormente las diversas especialidades. Henry Ford, en su libro "My Life and Work", indicó hasta qué punto se había eliminado la especializa­ción como factor esencial de la producción. En la obra citada de­claró que el 43 por ciento de todas las tareas que se cumplían en su planta, no requerían más de un día de adiestramiento, el 36 por ciento, de un día a una semana, el 20 por ciento entre una semana y un año, y sólo un 1 por ciento un plazo no menor que un año. Deberían haber sido claras para los líderes sindicales las implicaciones que estos cambios en la industria entrañaban en cuanto a la técnica de organización y a la política a sustentar.1

Fueron claras para unos pocos. Estos pocos presentaron una resolución minoritaria en la convención de 1935 de la AFL, que decía en parte: "Declaramos que ha llegado el momento en que el sentido común exige que las políticas de organización de la Fe­deración Norteamericana del Trabajo sean amoldadas para llenar las necesidades de la hora presente. En las grandes industrias de producción en masa y en aquellas en las cuales los obreros son mecánicos mixtos y están especializados en y dedicados a clases de trabajo que no los califican enteramente para la afiliación en uniones gremiales, la organización industrial es la única solu­ción... Las pretensiones jurisdiccionales sobre pequeños grupos de obreros de estas industrias impiden la organización, al engen­drar el temor de que una vez organizados, los trabajadores de estas plantas serán separados, destruyéndose la unidad de acción y su poder económico al requerir que diversos grupos se transfieran a uniones nacionales e internacionales, organizadas según lineamientos gremiales."

Los firmantes de la resolución minoritaria no adivinaban. Sa­bían de qué hablaban. Se había realizado un débil esfuerzo por organizar a los desorganizados en las industrias de producción en masa y había fracasado. Y esto había acaecido porque el propósito que se escondía tras el "impulso", no había sido organizar uniones poderosas allí donde no existiesen, sino preferentemente adherir afiliados adicionales que engrosaran uniones gremiales ya consti­tuidas. Aplicóse el método de hacer entrar a los trabajadores de las industrias de producción en masa, a locales federales, directa­mente afiliados a la AFL y controlados por su consejo ejecutivo. Tales locales federales eran considerados por los líderes de la AFL como -incubadores de uniones gremiales. Cuando, a raíz de los esfuerzos de empeñosos organizadores de las filas obreras, se había hecho salir del cascarón a una pollada de afiliados en el ámbito de un local federal, solían entonces los funcionarios gremiales invadir el local y dividir sus miembros, fundándose en la jurisdicción gre­mial. El resultado era desastroso, el local federal se destruía; los miembros transferidos, desilusionados, se retiraban de "su" nueva unión gremial y trabajadores recientemente organizados quedaban de nuevo desorganizados.

En la convención de 1935, un delegado tras otro refirió la misma historia. El delegado Lilly, de la Unión de Obreros Distri­buidores de Gas, Nº. 15268: "...Venimos nosotros y organizamos nuestra industria y luego han venido los gremios de ustedes y han exigido su libra de carne. A mí mismo me tocó esa experiencia en carácter de presidente de mi local. Nosotros habíamos organizado a estos hombres y aparecieron después los gremios y exigieron que ellos les fuesen entregados dentro de un plazo de tres meses. Ni uno solo de los que le quitaron a mi sindicato pertenecía a unión alguna, pero mataron mi sindicato."

El delegado Addes, de la Unión Internacional, y de los Traba­jadores Automovilísticos Unidos de Norteamérica: "Cuando orga­nizamos por primera vez nuestro local entramos en disputa con los mecánicos. Trabajamos juntos durante un tiempo hasta que qui­sieron tomar posesión de todo el mundo, dejándonos los barren­deros de las plantas. Una vez que hicimos entrega de nuestros hombres a la unión de mecánicos, ¿qué sucedió? No hay un solo miembro que esté en buena relación con el sindicato local." 1

El delegado Mortimer, de los Trabajadores Automovilísticos Unidos: "... Todo parece muy bien a ciertas uniones gremiales que insisten en un determinado procedimiento que vienen siguiendo desde que Colón descubrió América, pero las cosas han cambiado y aquello que considerábamos bueno treinta o cuarenta años atrás. ya no lo es en la actualidad. Ninguno de los caballeros presentes pensaría concurrir aquí en una carreta tirada por bueyes, pero eso esperan de nosotros. No cabe duda alguna; señores, la industria automovilística va a ser organizada, si no por nosotros, entonces por algún otro, porque la presión económica en la industria es tan grande, tan terrible, que impulsa inexorablemente a todos los trabajadores a la organización. No entrarán en organizaciones gremiales por cuanto abrigan la creencia y, a mi entender, están en lo cierto— de que el unionismo gremial significa confusión en la industria."

Dichos delegados, trataron, uno tras otro, de señalar que la política de organización de la AFL, sobre la base de lineamientos de unión-gremio no funcionaba en lo concerniente a las industrias de producción en masa. Abogaban en favor del derecho a orga­nizar a todos los obreros de una industria dentro de una sola unión, con prescindencia de las faenas que cumpliesen, las herra­mientas que usaran o los materiales con que trabajaran. Argu­mentaban en defensa del sindicalismo industrial. Suplicaban a los dirigentes de la AFL que modificasen su tipo de organización para adecuarse al cambio que se había operado en la, industria.

En realidad, lo que debía modificarse era más bien la teoría y no la práctica de la AFL. Puesto que ésta no era, y había dejado de serlo desde hacía algún tiempo, una organización exclusiva­mente gremial. Muchas de las uniones de la AFL habían descu­bierto en el pasado que, a fin de subsistir de algún modo, debían adoptar alguna forma de organización industrial. En fecha tan alejada como el año 1915, un estudio efectuado por Theodore Locker reveló que, de un grupo de 133 uniones nacionales, la ma­yoría de las cuales se hallaban afiliadas a la AFL, únicamente 28 podían denominarse con justicia uniones gremiales puras. Otro estudio, realizado en 1939 por David J. Saposs, principal economista de la NLRB, indicó que sólo 12 de entre 85 uniones nacionales pertenecientes a la AFI, (otras 17, que comprendían empleados del gobierno, de ferrocarriles y pilotos de líneas de aviación, no fueron examinadas porque la junta no tenía jurisdicción sobre ellas), podían clasificarse como estrictas organizaciones gremiales. Entre éstas figuraban la Asociación Protectora de Papeleros de Hilo, la Unión Internacional de Oficiales Herradores de los Estados Unidos y Canadá, y la Unión Internacional de Esquiladores de Ovejas. El número total de afiliados de estas 18 uniones, tan sólo 25.800, señalaba el hecho de que la artesanía en sí ya no revestía impor­tancia alguna en la industria moderna .1

Las restantes 73 uniones representaban todos los estadios de desarrollo que iban desde el gremio múltiple (por ejemplo, la Unión Internacional Norteamericana de Enladrilladores, Albañiles y Es­tuquistas), y, pasando por el semiindustrial (por ejemplo, la Her­mandad Internacional de Obreros de la Electricidad), llegaban hasta el industrial (a saber: la Unión Industrial de Trabajadores del Tabaco). Las cifras relativas al número de afiliados en el año 1938 eran las siguientes:

Gremios múltiples.............................. 458.000

Semiindustriales................................. 814.000

Industriales......................................... 815.000

Pero, aun cuando la AFL había estimado necesario el compromiso con el principio de la unión-industrial, seguía pensando en tér­minos de la filosofía unión-gremio. En la convención del año 1935, Daniel J. Tobin, dirigente de la Internacional de Tronquis­tas, expresó el sentimiento del liderazgo con viejas tendencias, según las palabras que a continuación se transcriben: "A nosotros se nos dio una carta constitucional —una carta constitucional emanada de la Federación Norteamericana del Trabajo— y Gom­pers, McGuire, Duncan... y los otros dijeron: 'Construiréis sobre la roca de la autonomía de los oficios —de los oficios profesiona­les— la iglesia del movimiento obrero y no prevalecerán en su contra ni las puertas del infierno ni el industrialismo gremial". 2

No importaba que "la iglesia del movimiento obrero" estuviese en peligro de cisma y colapso. No importaba que, en la práctica, en alguna medida, muchas de las más poderosas uniones de la AFL hubiesen abandonado "la roca de la autonomía de los oficios, de los oficios profesionales", en procura de la peña más realista del sindicalismo industrial. El liderazgo seguía aferrándose empecinadamente a su ideología de unión-gremio. ¿Por qué? La razón de esa obcecada negativa a arrojar por la borda una filosofía que ya no podía prestar servicio al movimiento obrero, estribaba, en que su filosofía de unión-gremio servía los intereses del atrinche­rado liderazgo que controlaba la AFL. Vale decir, lisa y llanamente: los dirigentes que sustentaban las viejas tendencias ocupaban buenos cargos y querían conservarlos. Ya sea consciente o incons­cientemente, les preocupaba más la tenencia de sus puestos que sus funciones como organizadores de los obreros. Su poder y su seguridad quedaban claramente expuestos al riesgo ofrecido por el sindicalismo industrial y por una gran afluencia de nuevos miem­bros, integrantes de nuevas uniones fuera de la subordinación a su control. Las uniones gremiales no podrían medirse con las gi­gantescas organizaciones industriales en las votaciones que tuvie­sen lugar en las convenciones anuales de la AFL. Estos líderes no habrían formulado objeción alguna en lo relativo a la organiza­ción de millones de trabajadores sobre la base de lineamientos industriales, dentro de sus uniones o sujetos a su control; lo que los tenía inquietos y provocaba su oposición era la posibilidad de que millones de trabajadores se organizasen formando uniones libres de su control. Si les hubiesen concernido menos sus propios intereses creados y más las necesidades de los obreros, no habrían rehuido la tarea de organizar a los desorganizados.

Afortunadamente había algunos antiguos, capaces y experi­mentados dirigentes que no soslayaron esa tarea. Percibieron que la organización de los desorganizados era algo necesario y posible; fueron lo bastante perspicaces como para comprender que, a menos que se cumpliese esa misión, la fortaleza y la seguridad de las uniones existentes resultarían socavadas; fueron lo suficiente­mente imaginativos para modificar su política y sus tácticas, adaptándolas a los tiempos de transición. Estos líderes del bloque unión-industrial entablaron una valiente batalla en favor de su causa, durante la convención del año 1935. Intentaron despertar en los delegados un espíritu de acción, por intermedio de la reso­lución con la cual indicaban el fracaso que había redundado de la inacción: "El hecho de que, después de 55 años de actividad y esfuerzos, hayamos enrolado bajo la bandera de la Federación Norteamericana del Trabajo aproximadamente tres millones y me­dio de afiliados de entre los treinta y nueve millones de obreros organizables, trasunta una condición que habla por sí misma."

Pero el liderazgo reaccionario ganó la partida. La resolución minoritaria que reclamaba una agresiva campaña de organización, sobre la base de lineamientos de uniones industriales en las in­dustrias de producción en masa, fue derrotada por una votación de 18.024 sufragios contra 10.933.

No obstante, los hombres que creían en el sindicalismo indus­trial se negaron a aceptar la derrota. Si el liderazgo reaccionario de la AFL no quería acompañarlos en la tarea de organización que pedía a gritos su ejecución, entonces procederían a cumplirla ellos mismos. El 10 de noviembre de 1935, tres semanas después de levantarse las sesiones de la convención, anunciaron la forma­ción de la Comisión de Organización Industrial (Committee for Industrial Organization, CIO).

La primera declaración oficial de la comisión estableció que su propósito era "alentar y promover la organización de los traba­jadores desorganizados en la producción en masa y en otras in­dustrias, sobre una base industrial... intensificando en todas formas los esfuerzos de los grupos de obreros de las industrias del automóvil, del aluminio y de la radio y muchas otras comprendidas en el orden de la producción en masa, con el objeto de hallar ubicación dentro del movimiento laboral organizado, según lo re­presentado por la Federación Norteamericana del Trabajo".

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