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Leo huberman


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Había nacido la CIO. Comenzaba una nueva era en la historia del trabajo norteamericano.

Los obreros del caucho, de la industria automovilística, del vidrio, del acero, de la radiodifusión, de las empresas envasadoras, del cemento, habían estado clamando por la organización. Ahora la conseguirían, por fin. Se unieron a la CIO.

Entraban ahora a raudales en sindicatos de su propia elección, abarcados por la CIO, obreros de industrias en las cuales jamás se había pensado antes en el unionismo. Los obreros no ocupados en trabajos manuales, los obreros agrícolas, los dependientes de co­mercios al por menor, los obreros profesionales, todos fueron arro­llados por la ola de unionismo militante y se plegaron a la CIO.

Transformáronse las ciudades del acero, las ciudades textiles, las ciudades del caucho, lugares en que las compañías habían sido dueñas de las fábricas, de los almacenes, de las viviendas, de las iglesias, de las escuelas, de los periódicos, de los políticos. El trabajo hablaba con voz potente, una voz lo bastante alta como para ser oída: y decía Uníos a la CIO.

Nunca se había visto nada igual en Norteamérica. El movi­miento cobró características de cruzada: Uníos a la CIO

La CIO se propuso organizar a los desorganizados, brindar el unionismo a los obreros de la producción en masa. Y lo hizo. Los hasta entonces inconquistables baluartes del antiunionismo —el acero, la industria automovilística, el caucho— fueron asaltados y conquistados.

En 1935, antes de la CIO, de aproximadamente 800.000 obreros comprendidos en las acedurías, sólo 9.200 estaban organizados; en 1937, después de la CIO, habíanse organizado 500.000.

En 1935, antes de la CIO, entre más o menos 500.000 obreros de la industria automovilística, únicamente 35.000 se encontraban organizados; en 1937, después de la CIO, 375.000 se habían orga­nizado.

En 1935, antes de la CIO, entre cerca de 120.000 obreros del caucho, meramente 3.500 se hallaban organizados; en 1937, después de la C1O, habíanse organizado 75.000.

Cuando en noviembre de 1935 instituyóse por primera vez la CIO, su esperanza había sido organizar según lineamientos in­dustriales, dentro de la AFL. No albergaba deseo alguno de crear un movimiento separado, aparte de la AFL. Pero el consejo eje­cutivo de esta última no quiso las cosas de esa manera. Trató primero de "disciplinar" a la comisión, luego la suspendió y final­mente la expulsó.

Algunos líderes de ambos bandos hicieron esfuerzos por zanjar la disputa, pero no dieron resultado. En el año 1938, en Pittsburgh, las uniones afiliadas a la CIO convocaron su primera convención constitucional. En el curso de ésta cambiaron su nombre, el cual, de Comisión de Organización Industrial pasó a ser Congreso de Organizaciones Industriales.

El cambio de nombre fue significativo. Implicaba que los líde­res de la CIO ya no se consideraban una comisión comprendida en el seno de la AFL. La brecha se había ensanchado. Formaban ahora una organización separada. La casa del trabajo quedó dividida.

Prosiguieron las tentativas para conciliar a las dos organizacio­nes, pero fracasaron. Los líderes no podían prestar su conformidad a los términos bajo los cuales se aceptaría el ingreso de las uniones de la CIO a la AFL. La separación desolaba a los partidarios del movimiento laboral y a los elementos que componían las filas de ambas organizaciones; la tarea de organizar a los desorganiza­dos haciendo frente a la oposición patronal, ya era de por sí bastante difícil para ambos grupos sin el añadido de una guerra entre los dos.

Pero, a pesar de la división, el movimiento laboral conquistómuchos miembros. Las predicciones de quienes creían en el sindi­calismo industrial se tornaron ciertas y el movimiento laboral en conjunto fue fortalecido por la organización de los inexperimen­tados.

El éxito de la CIO produjo el efecto de un llamado de atención sobre los dirigentes de la AFL, y éstos tuvieron que superar su indolencia, tuvieron que obrar ahora en la forma que antes no habían querido poner en práctica, tuvieron que prestar atención a los obreros inexperimentados, así como a los experimentados y organizar según lineamientos industriales al igual que según lineamientos gremiales. Tuvieron que variar sus métodos para adaptarse a las modificaciones que se habían operado en la industria.
De manera que el número de afiliados a la AFL se multiplicó merced a la CIO. En 1939, su año cumbre, por primera vez desde 1920, la AFL informó que contaba con más de cuatro millones de miembros.

Las cifras de la tabla que reproducimos más abajo gritan la historia del crecimiento del Movimiento Laboral Norteamericano desde 1935:





1.935 1,937 1.945


Obreros organizables................

En la AFL....................................

En la CIO....................................

En las fraternidades ferroviarias y uniones independientes..........

37.000.000

3.000.000

-------------


700.000

38.000.000

3.000.000

4.000.000

500.000

50.000.000

7.000.000

6.000.000
* 1,700.000


Total de obreros organizados.....

% de obreros organizados..........



3.700.000

10 %


7.500.000

20 %


14.700.000

30 %

En lo que atañe a los beneficios que aportó a los trabajadores del país, la Ley de Jornal-Hora revistió casi tanta importancia como el Acta Wagner. Millares de niños en edad escolar trabajaban en los campos, las minas y las fábricas; centenares de miles de obreros eran sometidos a largas horas de labor, recibiendo en pago sueldos de hambre. Aquellos empleadores residentes en los Estados pro­gresistas que habían puesto en vigor leyes equitativas de trabajo, a menudo se veían malvendidos en el mercado por inescrupulosos explotadores del obrero que se retiraban a los Estados atrasados donde no existían restricciones. La Ley de Jornal-Hora, al estable­cer "normas de trabajo justas" para todo el país, remedió en cierta medida la situación, dentro de las industrias dedicadas al comercio interestatal.

La ley fijaba una base para los jornales y un tope para las horas. Se contemplaron en lo que respecta al primer año —del 24 de octubre de 1938 al 24 de octubre de 1939— salarios mínimos de 25 centavos de dólar la hora, de 30 centavos, por espacio de los seis años siguientes y, en lo sucesivo, de 40 centavos.

Se ajustaron las jornadas máximas para el primer año, en 44 horas semanales, en 42 semanales para el segundo y, a partir de entonces, en 40 semanales. Se podía trabajar más horas pero de­bería pagarse por ellas el salario correspondiente, más la mitad por tiempo extra.

El empleo de adolescentes menores de 16 años en cualquier ocupación, y de jóvenes entre 16 y 13 años de edad en tareas expresamente consideradas peligrosas o insalubres, fue declarado ilegal.

Dentro de sus alcances se trató de una ley buena pero, como de costumbre, no llegaba lo bastante lejos. No amparaba a todos los trabajadores. Dado que el Congreso, en esta esfera de acción, sólo estaba facultado para sancionar leyes relacionadas con aque­llos trabajadores comprendidos en el comercio interestatal, los in­volucrados en el comercio interno de los Estados deberían aguardar una protección hasta que fuesen aprobadas leyes estatales de Jornal y Hora, cosa que probablemente demandaría una larga espera. Existían, además, amplias exenciones que reducían aún más el número de trabajadores que habrían de beneficiarse con el Acta. Entre los exceptuados, tanto de las provisiones de la ley relativas a las horas cuanto a las de los jornales, figuraban: los marineros, los pescadores, los ejecutivos, los trabajadores rurales (incluso los adolescentes de más de 14 años), y las personas empleadas "den­tro del área de producción" en el manipuleo, envasamiento, o preparación para el mercado de productos agrícolas y procedentes de la horticultura. Negábase así protección precisamente a la gente más necesitada de los beneficios de la ley, los trabajadores rurales. Hacer cumplir la ley planteaba un problema difícil. Cerca de 11 millones de obreros se hallaban cubiertos por ella. El cuerpo de funcionarios que tuvo a su cargo el manejo de las reclamaciones de violación por empleadores defraudadores fue, en un principio, tristemente inepto. Su tarea era abrumadora, Aparte de los patro­nos que no abrigaban la menor intención de obedecer la ley, había otros que trataban por todos los medios posibles de crear a la fuerza exenciones para sí.

Determinados empleadores pensaban que, teniendo que abonar el mínimo de 25 centavos, se verían compelidos a renunciar a los negocios, cuando, en realidad, sencillamente estarían obligados a reorganizar su empresa sobre la base de lineamientos más efi­cientes. Mientras pagasen jornales bajos podrían obtener una ga­nancia pero sus plantas funcionarían en forma ineficaz. En su caso, la pena que les cupo por elevar los jornales, fue un planea­miento un poco mejor, nada más,

Había otros en posición de pagar el mínimo, pero que no se mostraban dispuestos a ello. La industria del tabaco aportó un ejemplo. Las utilidades eran elevadas, los salarios bajos. Algunas de las fortunas más cuantiosas de Norteamérica habían provenido de la industria del tabaco; sin embargo, las compañías tabacaleras no querían aumentar los jornales de sus obreros a 25 centavos la hora. Preferían cerrar sus fábricas y luchar por la exención, fun­dándose en un tecnicismo legal. El New York Times de fecha 25 octubre de 1938, informó:
30.000 OBREROS DEL TABACO EN LA CALLE

Raleigh, N.C., 24 oct. (AP) – La Ley Federal de Jornales y Horas dio hoy por resultado el cierre de muchas plantas ocupadas en el despalillado del tabaco. En forma extraoricial se estima que los obreros despedidos suman 30.000.

En todo el distrito del secado del tabaco, las fábricas prefirieron sus­pender las actividades y no pagar el salario mínimo implantado por la ley.

Un procurador manifestó que los fabricantes de tabaco litigarían, en petición dirigida a los funcionarios encargados del cumplimiento de la ley, alegando que las operaciones de despalillado y secado constituyen parte de la preparación de un producto agrícola para el mercado, y, de consiguiente, se encuentran exceptuadas de las provisiones relativas al comercio interestatal.


¿Es que el hecho de pagar el jornal mínimo habría acarreado la ruina de estas compañías? ¿Acaso habría cercenado desmesurada­mente sus beneficios el otorgamiento a sus obreros de 25 centavos la hora? No, a juzgar por un informe emanado de la Oficina de Mujeres del Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, que realizó en 1934 un estudio referente a "Jornadas y Estipendios en Fábricas Despalilladoras de Tabaco". De acuerdo con el citado in­forme: "El costo de la mano de obra representa comparativamente una parte tan reducida de los costos totales de producción que podría elevarse el nivel de los salarios sin obrar apreciable diferencia en la industria» Una fábrica despalilladora que contaba con dos mil empleados había producido en una semana "algo más de 3.000.000 de libras de hojas despalilladas, o sea el suficiente ta­baco para un billón de cigarrillos, siendo el costo de estas opera­ciones menor que un centavo por libra de tabaco preparado o menor que un décimo de centavo por paquete de 20 cigarrillos".1

¿Cuál era esa formidable cantidad que motivaba la enconada lucha de los empleadores por eludir su pago? Veinticinco centavos la hora. Por un período de 44 horas esto significaba un salario de $ 11 semanales. Si el obrero era lo bastante afortunado como para que se lo empleara a lo largo de todo el año, ese salario importaba $ 572 anuales. Suma que venía a representar menos de un tercio de la cantidad que los expertos del gobierno habían estimado menester para alimentar, vestir y cobijar decentemente a una familia.

El efecto inmediato de la ley demostró hasta qué punto era necesaria la reforma que originaba. Millones de obreros quedaron fuera de sus alcances. Otros millones fueron exceptuados de sus provisiones. Sin embargo, se calculó que, en el curso del primer año de vigencia, alrededor de 750.000 trabajadores que habían es­tado recibiendo menos de 25 centavos la hora, obtuvieron un au­mento de paga; y aproximadamente 1.500.000 obreros cuyas horas de labor habían sobrepasado las 44 semanales, disfrutaron de un acortamiento de jornada. Si la ley no hizo nada más, al menos logró acreditarse estos resultados.

La Ley de Jornal-Hora y el Acta Wagner explicaban en parte el apoyo que la gente común había prestado a Roosevelt en el transcurso de sus dos primeros periodos de gobierno. Porque el Presidente, desde el comienzo mismo, se había propuesto una meta que iba más allá del exclusivo objetivo del funcionamiento del capitalismo. Quería hacerlo funcionar en forma más tolerable para la vasta mayoría de la población. Los ricos le concedieron su respaldo en lo tocante a la primera finalidad y lo combatieron respecto de la segunda. Los pobres lo apoyaron en ambas. Los grandes industriales brindaron su sostén a aquellas leyes del New Deal (por ejemplo, la ARN) que ayudaban a restablecer los va­lores de la propiedad; atacaron a las leyes del New Deal (a saber: la seguridad social) que ayudaban a restituir los valores humanos. Hacía 1935, habían recobrado el aliento y gritaban públicamente su oposición al New Deal. En la época de la campaña electoral de 1936, hicieron cuanto estuvo en su poder para derrotar a la administración que los había salvado, pero que, al propio tiempo, se había atrevido a iniciar leyes de reforma social y laboral. En su discurso inaugural de la campaña de 1936, pronunciado el 29 de setiembre, Roosevelt apeló a una parábola que resumía la si­tuación:

Hoy, la mayoría de las personas de los Estados Unidos recuerda el hecho de que el hambre fue alejado, de que los hogares y granjas se sal­varon, se reabrieron los bancos, subieron los precios de las cosechas, revivió la industria y se dejaron de lado las peligrosas fuerzas subversivas a nuestra forma de gobierno.

Unas pocas personas —sólo unas pocas— maldispuestas a recordar, parecen haber olvidado esos días.

En el verano de 1933, un anciano y pulido caballero que lucía sombrero de copa cayó al agua desde lo alto de un muelle. No sabía nadar. Un amigo corrió a lo largo del muelle, se zambulló por el parapeto y lo arrastró fuera; pero el sombrero de copa se había alejado, flotando con la marea. Una vez que el anciano fue reanimado, manifestó efusiva gratitud. Elogió a su amigo por haberle salvado la vida. Hoy, tres años más tarde, el anciano riñe a su amigo porque el sombrero de copa se perdió 14.1

La aplastante victoria del New Deal en los comicios, demostró que la "mayoría de las personas de los Estados Unidos", ciertamente recordaba que Roosevelt había buscado mejorar sus condiciones. Sus millones de votos evidenciaron que lo seguían en su desafiante declaración de la víspera de las elecciones: "Recién hemos co­menzado a luchar."


CAPÍTULO XIX


"SE ESTA PROPAGANDO EN EL MUNDO

LA EPIDEMIA DE LA ILEGALIDAD"


Después de 1933, los asuntos mundiales denotaron una con­moción y una exacerbación de pasiones no igualadas en intensidad en ningún otro momento desde 1918. La guerra no era ya una borrosa memoria del pasado lejano o un vago temor respecto del futuro remoto, sino algo acerca de lo cual se esperaba leer en los periódicos y escuchar en los noticiosos radiales, en cualquier ins­tante del día o de la noche. Y, si bien Norteamérica se encontraba separada de los escenarios inmediatos del conflicto por la presen­cia de dos océanos, tranquilizadoramente anchurosos, estaba vincu­lada por mil lazos a los acontecimientos que precipitaban a los pueblos de dos continentes en la guerra. La política exterior de Norteamérica constituía ahora una cuestión de vital incumbencia, no sólo para todo el mundo, sino también para sí misma.

A los ojos del pueblo norteamericano el problema capital de la política exterior planteaba el siguiente interrogante: ¿Cuál será la forma mejor de mantener al país fuera de la guerra? Al igual que en otros países, los años de posguerra habían levantado una ola creciente de sentimiento antibélico. Las lecciones de la última conflagración habían causado honda impresión en el pueblo. La guerra se había identificado con la especulación y el patrioterismo. El surgimiento del fascismo en Italia y Alemania y la ascendente anarquía internacional, desde 1933 hasta 1940, no hicieron más que redoblar la determinación del pueblo norteamericano a per­manecer excluido de la guerra.

En algunos sectores gozó de preeminencia la solución del ais­lacionismo o sea tener el menor contacto posible con Europa y el Lejano Oriente. En apoyo de este criterio había mucho que decir. La implicación en el último conflicto bélico no había apor­tado ningún bien al pueblo norteamericano. Nuestros ex aliados habían renunciado a sus deudas. Habían impuesto un tratado de paz que, en parte, había resultado responsable de ulteriores even­tos trágicos. La Comisión Nye había denunciado, de una vez para siempre, en toda su crudeza, las maniobras de los fabricantes de armas y los intereses financieros que tanto habían tenido que ver con nuestra entrada en la guerra, en el año 1917. Las técnicas de propaganda de las potencias extranjeras en los primeros años de la pasada guerra, habían sido publicitadas al punto de aumen­tar el innato escepticismo de los norteamericanos con relación a los asuntos foráneos.

Cualquier programa de colaboración con potencias extranjeras estaba condenado a ser visto con sospechas, desde que estas potencias, de por sí, se hacían sospechosas. Los obstáculos que im­pedían trabajar junto con Inglaterra y Francia se veían realzados por su conducción de los asuntos extranjeros, la cual llevaba a los norteamericanos a preguntarse qué se proponían realmente. Tra­tábase de países emplazados directamente en la línea de ataque, que, ostensiblemente, derivarían todas las ventajas posibles y nada tendrían que perder del esfuerzo concertado para contener a los agresores. Sin embargo, no sólo se abstenían de obrar a los efec­tos de resistir la agresión, sino que en verdad la alentaban. El pro­fesor Arnold Toynbee, el renombrado especialista del Real Insti­tuto de Asuntos Internacionales de Londres, condensó el objetivo de la política anglofrancesa, durante los cruciales años que siguie­ron a 1933, en las palabras que transcribimos a continuación: "...las Potencias democráticas querían retener, intacta, la tota­lidad de las grandes posesiones que les pertenecían... En la prác­tica, las Potencias pacíficas se internaron lejos, en compañía de las Potencias rapaces, por el camino de la connivencia o inclusive del verdadero contubernio, con la tácita política de mantener la paz entre todas las Grandes Potencias, otorgando virtualmente licencia a la agresión, a expensas de terceros más débiles, y en su angustiado culto por la Paz, sacrificaron sobre el altar de ésta tanto los nuevos principios como las viejas tradiciones". 1

¿De qué servía el intento de hacer algo cuando los países que más favorecidos resultarían por un bloque unido de rechazo a la agresión, eran los menos dispuestos a integrarlo y sólo aguarda­ban la oportunidad de acuchillarnos por la espalda, en retribución de nuestros esfuerzos?

Finalmente, los aislacionistas argüían que, dentro de nuestro país, teníamos bastantes problemas que afrontar antes que que­marnos los dedos en el exterior. Contábamos con millones de des­ocupados. Padecíamos una crisis agraria crónica. Nuestra econo­mía acusaba urgente necesidad de una cabal revisión. Europa y Asia estaban desahuciadas. Era inútil tratar de rescatarlas. Mejor ocuparnos de lo nuestro y salvarnos.

Pero la contraparte también esgrimía argumentos poderosos. Norteamérica jamás podría aislarse completamente de lo que ve­nía ocurriendo en el resto del mundo. Éste configuraba demasiado por entero una unidad económica y social para que nosotros estu­viésemos en condiciones de desvincularnos, así como así. Lo que acaeciese en el exterior indefectiblemente afectaría a Norteamérica. Teníamos inversiones en el extranjero. Teníamos un comer­cio exterior que no podía descartarse sin intensificar nuestros pro­pios problemas económicos. El aislamiento no propendería a cu­rar nuestros males económicos, quizás los empeorara.

Por más que quisiésemos aislarnos del mundo, el mundo no se aislaría de nosotros. Si no se ponía freno a la agresión, ésta tal vez terminara por amenazar nuestra propia seguridad. Acaso fuese más fácil detener la guerra, tomando la iniciativa en un racional programa de paz, que mantenerse apartado una vez que aquélla principiara. Y acaso este procedimiento diera origen a un menor desgaste de esfuerzos y energía que el exigido para contrarrestar las repercusiones adversas de la guerra cuando ésta estallase.

Además, en la enumeración de las razones aducidas en apoyo de esta tesis, figuraba el argumento de que nosotros nos hallába­mos, por encima de cualquier otro país, en mejor posición para to­mar la iniciativa. Teníamos menos que arriesgar. Las probabili­dades de vernos mezclados en una guerra eran menores. Nuestro enorme poder económico podía ser usado como instrumento para confinar la agresión, sin que tuviésemos que inquietarnos por el problema de recurrir a la acción militar. Estaríamos, así, en pose­sión de un arma que haría pensar dos, si no tres veces, a los agre­sores actuales y potenciales. Si se enteraban por anticipado de que sus exportaciones se excluirían del mercado ofrecido por los Estados Unidos, que se le negarían los productos de la industria norteamericana, ello, de por sí, constituiría una poderosa disua­sión. Y si las víctimas, actuales y potenciales, de la agresión, po­dían contar con nuestro apoyo económico, su resistencia resulta­ría inmensamente fortificada. Una ayuda nuestra a España Leal quizás preservara a la democracia y modificara la historia de Europa.

Por añadidura, tal vez no fuese correcto asumir que nada de lo que pudiésemos hacer afectaría la política de Inglaterra y Francia. Después de todo, había en estos países muchos grupos más que insatisfechos con la política exterior, negligente y alevosa, de sus gobiernos. Una iniciativa nuestra aumentaría indudablemente la presión sobre Chamberlain y Daladier a fin de que corrigieran sus métodos, o renunciasen. Ninguno de los dos, ni Chamberlain ni Daladier, podía darse el lujo de evidenciar ante el pueblo inglés o el francés, que seguía un rumbo diametralmente opuesto al de Norteamérica. Hasta ellos tenían que rendir tributo, de labios para afuera, a las espléndidas declaraciones del presidente Roosevelt,
Y, en conclusión, si no había esperanza para Europa y Asia, ¿la habría acaso para nosotros? ¿Obraban las leyes de Dios y de los hombres en forma distinta sobre toda América? ¿No eran los conflictos de Europa y Asia resultado de causas que aquí también actuaban? Lo que generaba el progreso de esos continentes, motivaba tal vez el progreso del nuestro, siendo así meramente cues­tión de un esclarecido autointerés iniciar y aplicar el tipo de pro­grama mejor concebido para conservarnos en paz.

He aquí las alternativas racionales. Ya sea intentar retirar­nos, todo lo materialmente factible, de los asuntos mundiales, o participar, consciente y activamente en ellos, con el declarado ob­jetivo de tornar, en la medida de nuestras posibilidades, bien di­fíciles las cosas —sin recurrir a la guerra— para los agresores, y lo más sencillas que pudiésemos para los "agredidos".

Ninguno de los dos caminos fue adoptado.

Nuestra política exterior era el producto de todo un complejo de fuerzas en pugna. Ni nuestra masa obrera, por un lado, ni el mundo de los negocios por otro, apoyaron de modo firme nin­gún programa definido. Ciertos intereses financieros querían que fuésemos mucho más allá de lo que jamás habíamos llegado en dirección de un refrenamiento del poder japonés; otros tenían sobrado que ganar con el comercio que nos ligaba a Japón, para hallarse dispuestos a apoyar tales medidas. Los intereses comer­ciales en su mayoría, aunque no todos, dieron muestras de frial­dad, si bien no oposición, respecto de los intentos concertados con el propósito de resistir la expansión fascista en Europa. Los inver­sores norteamericanos se ubicaban en la posición de antagonis­tas, frente a la política del Buen Vecino, porque ésta podía poner en peligro sus operaciones en los países iberoamericanos, pero, al propio tiempo, acogían de buen grado las tentativas de la admi­nistración tendientes a intensificar nuestro tráfico comercial con esos países.

La actitud de la masa obrera oscilaba entre la indiferencia y un fuerte deseo de ayudar a preservar la paz mundial, por in­termedio de una acción concertada. El Trabajo reconocía en el fascismo a su eterno enemigo, pero no estaba seguro de cuál era la forma mejor de combatirlo. Los elementos de las uniones gre­miales, más conscientes políticamente, favorecían la ayuda a Es­paña y a una significativa política de Buen Vecino en América latina. Los agricultores acusaban predominantemente la posición de aislacionistas absorbidos como se hallaban por sus agudos pro­blemas económicos particulares, al punto de quedar casi excluidos de toda otra cosa.

El Departamento de Estado se mostraba tradicionalmente pro-británico y dispuesto a seguir las directivas de Inglaterra. Existía otra complicación. En manos del Ejecutivo, vale decir, del Presi­dente y del Departamento de Estado, recaía la misión de llevar a efecto la política; pero, este último organismo no siempre simpa­tizaba con los objetivos anunciados por el Presidente. Mayor im­portancia reviste el hecho de que el Congreso tenía voz de real peso en la determinación de la conducción de nuestra política forá­nea y su parecer no siempre coincidió con el del Ejecutivo.

La constelación que creaban los diversos grupos, discrepaba inevitablemente en lo relativo a casi todos los puntos en cuestión. Por tal motivo, es un error creer que la división entre los aisla­cionistas y los no-aislacionistas correspondía a la que mediaba entre reaccionarios y progresistas, o suponer que. es dable hallar alguna fórmula simple que explique la actitud del New Deal res­pecto de la conducción de los asuntos extranjeros.

La característica más notoria de la política exterior del New Deal fue su comparativa ineficacia. Durante casi todo el tiempo el New Peal quiso detener la agresión. Pero, si bien experimen­taba la voluntad de alcanzar ese propósito, su resolución no era la misma en lo referente a los medios. A quemarropa, emerge la imagen de un Hamlet, consciente de las gigantescas y vitales ta­reas que lo confrontan, consciente de la manera en que dichas tareas podrían cumplirse, pero un Hamlet cuya fuerza de volu­men y energía no se hermanan con su comprensión y vigor.

A distancia más larga, la ineficacia de la política exterior del New Deal, surge, no desde el punto de vista de las motivaciones subjetivas que obraban dentro de la administración, sino desde el ángulo de los intereses objetivos del imperialismo norteamericano en las contradictorias y versátiles alineaciones de las potencias mundiales. Nuestros intereses comerciales ambicionaban la protec­ción de nuestros mercados contra las incursiones de Alemania, Japón e Inglaterra. Pero la embestida inmediata, en procura de la redivisión del mundo, no dimanaba de Inglaterra, sino de Ale­mania, Italia y Japón. Tal redivisión resultaría desventajosa para el imperialismo norteamericano. Pero también lo sería, en último análisis, la determinada resistencia a la fragmentaria agresión fascista. ¿Cuál era la apuesta más segura? ¿Ir a la zaga de Ingla­terra en persecución, de la ignominia y aguardar a que sus inte­reses imperialistas y de clase pudieran sintetizarse finalmente en una lucha contra el imperialismo germano y la Unión Soviética? Sólo el futuro podía decirlo.

La política exterior del New Deal configuró su punto más dé­bil. No tuvo carácter definido. Vaciló, moviéndose primero en una dirección, después en otra. Denotó largueza en materia de retó­rica, mezquindad en cuanto a hechos reales.

Las manifestaciones de principios del presidente Roosevelt so­bre el tema de los asuntos extranjeros constituían un constante recordatorio de las declaraciones del hombre que había sido Pre­sidente de los Estados Unidos en momentos de estallar la Primera Guerra Mundial. Desde los tiempos de Woodrow Wilson, ningún otro estadista, en ninguna otra parte del mundo fue capaz de re­flejar tan vívidamente las esperanzas y temores de los pueblos del universo. Por esa razón sobrecogía aún más la importancia de la política exterior norteamericana en la mayoría de sus acciones, durante el período del New Deal.

El 4 de marzo de 1933, el presidente Roosevelt, en su primer discurso inaugural; afirmó: "En el campo de la política mundial, yo dedicaría esta Nación a la política del buen vecino, el vecino que resueltamente se respeta a sí mismo y, por ese motivo, respeta los derechos de otros, el vecino que respeta sus obligaciones y respeta la santidad de sus acuerdos, dentro y con un mundo de vecinos".

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