Ana səhifə

Leo huberman


Yüklə 1.34 Mb.
səhifə18/25
tarix24.06.2016
ölçüsü1.34 Mb.
1   ...   14   15   16   17   18   19   20   21   ...   25
1

El "sencillo principio" de Roosevelt era nuevo para los Es­tados Unidos. Antes se había permitido que la gente muriese de hambre. El presidente Hoover había prestado, es cierto, socorro al necesitado. Pero había sido un socorro para los ferrocarriles, los bancos, las compañías de seguros necesitados. Hoover había hecho oídos sordos a los clamores pidiendo el socorro del gobierno, procedentes de la gente en desgracia. Proporcionar a los pobres ayuda del gobierno, aducía, era destruir su fibra moral, su espíritu de autoconfianza, su propio respeto. Jamás consideró pertinente explicar por qué su Reconstruction Finance Corporation, estable­cida en enero de 1932 para brindar ayuda a las instituciones finan­cieras en bancarrota, no destruía la fibra moral, etc., de los tene­dores de acciones de tales instituciones. Hoover estaba dispuesto a conceder, por intermedio de su RFC, subsidios del gobierno a los ricos; no estaba dispuesto a proporcionar la indispensable ayuda del gobierno a los pobres. El sencillo principio de Roose­velt, según el cual el dinero del gobierno debía ponerse al ser­vicio de todo el pueblo en vez de destinarse exclusivamente a unos cuantos favorecidos, configuró un significativo rompimiento con el pasado.

Pero, en el concepto de la Administración del New Deal, no bastaba el hecho de reconocer que los desocupados padecían an­gustias sin ser directamente culpables de ello, y de tener la vo­luntad de auxiliarlos. Toda otra nación industrial avanzada del mundo, contaba con algún sistema de seguro social, con alguna forma de manejar el socorro nacional. No ocurría lo mismo en los Estados Unidos. Aquí, donde la necesidad era mucho más grande, aún no se había creado una maquinaria adecuada para cumplir la tarea. No resultaba fácil. Se suscitaban importantes interrogantes. ¿Debía implantarse un seguro de desocupación como en Inglaterra? ¿Y debía instaurarse asimismo un socorro equi­tativo para los no asegurados? Y en tal caso, ¿debían los pagos de ayuda hacerse solamente en retribución de un trabajo reali­zado? De ser así, ¿qué tipo de trabajo? ¿Era posible crear empleos útiles para los desocupados que no interfiriesen con la industria privada?

No era sencillo dar respuesta a estas preguntas. El progra­ma de socorro habría de tener necesariamente, carácter expe­rimental. Se había confeccionado utilizando muchas partes, cada una de las cuales se transformaba continuamente para ajustarla a nuevas condiciones. Administraban el socorro agencias de ca­ridad, las ciudades, los Estados, y el Gobierno Federal, actuando todos, separadamente en algunas fases del programa, colecti­vamente en otras.

Una parte del programa estaba constituida por el socorro a los menesterosos. Instituyéronse agencias que tenían la misión de efectuar donaciones directas, de dinero en efectivo, a los ne­cesitados; de comprar excedentes de víveres a las áreas agríco­las en la mala situación, para distribuirlos entre los pobres de las ciudades; de tomar lotes sobrantes de ropas de las estanterías de los depósitos de los manufactureros y extenderlos a los me­nesterosos; de trasladar familias de labriegos desvalidos, mudán­dolos de zonas submarginales a buenas tierras.

El aspecto más importante del programa radicaba sin duda en el socorro de trabajo. Desde el comienzo, el principio del so­corro en retribución de trabajo cumplido con preferencia a la dádiva, gozó de mayor aceptación por parte de la Administra­ción y del pueblo.

La agencia de trabajo-socorro más importante, más amplia y, a la vez, más severamente criticada, fue la Works Progress Ad-mi­nistration (WPA). No constituyó simplemente un esfuerzo más por ayudar al necesitado; tratóse de un plan bien concebido, or­ganizado por personas dotadas de verdadera visión social y de una real comprensión de la naturaleza del problema de socorro en su integridad. Abrigaban el admirable propósito de poner a los desocupados a trabajar en tareas para las cuales eran idóneos en virtud de su adiestramiento y experiencia. Contratábanse de uno a tres millones de hombres y mujeres por año, según "salarios de seguridad" (suficientes para la subsistencia, pero no tan ele­vados como los salarios corrientes pagados en empleos norma­les), que oscilaban entre los $ 19 por mes en el caso de los trabajadores inexperimentados del Sur y los $ 103.40 mensuales en el de operarios técnicos del Norte; la lista de las realizacio­nes de este nutrido ejército de desocupados-empleados, abarcaría infinidad de páginas; un resumen incompleto indica la cons­trucción de cientos de miles de millas de carreteras, caminos y calles; millares de puentes, parques, edificios públicos, escuelas y hospitales; centenares de aeropuertos, jardines de juegos, pi­letas de natación, recreos. No sólo se construyeron escuelas y centros de recreación a iniciativa de la WPA, también fueron usados, en medida no superada hasta entonces, para llenar ne­cesidades largo tiempo descuidadas. En el término de un mes, solamente, más de un millón de personas concurría a más de cien mil cursos para adultos, trabajadores, analfabetos, así como a guarderías, y esto constituía meramente un aspecto del gigan­tesco programa educacional. En el campo de la recreación, per­sonal entrenado dirigía nueve mil centros de la comunidad y pres­taba su concurso en seis mil otros.

Especial significación, en virtud de su sobresaliente carácter, tuvo la contribución a la vida cultural de la nación efectuada por los escritores, artistas, actores y músicos de WPA. El hecho de es­cribir libros, pintar cuadros, producir obras teatrales y compo­ner música para millones de escuchas, habría sido suficiente. Hi­cieron más que eso. Conquistaron el elogio de los críticos más com­petentes del país por la insuperable calidad de su labor. Se aven­turaron por senderos jamás recorridos antes y, mediante la fruc­tuosa experimentación con nuevas formas, ampliaron el horizonte de las artes. Una magnífica actuación.

A pesar de los espléndidos logros del programa de la WPA, a menudo se le imputó que el trabajo era inútil y los obreros holga­zanes e incompetentes. Las causas de esta contínua difamación de los trabajos y de los trabajadores de la WPA, emanada de los que vivían en el confort, eran sencillas: la WPA costaba dinero, reunido mediante impuestos aumentados y progresivos; y sos­tenía el nivel de los jornales impidiendo la indiscriminada arreba­tiña de empleos casi por cualquier estipendio, impulsada por el numeroso ejército de desocupados. Las mismísimas personas que, en 1933, habían gritado con voz tonante en contra de una "limos­na", eran las que, seis años más tarde, conducían la jauría que reclamaba la abolición del trabajo de socorro de la WPA y la modificación, con miras al socorro directo (o de ninguna clase). A ellas no les importaba que aún fueran válidos sus antiguos ar­gumentos de oposición al sostenimiento de los desocupados con sujeción a la ociosidad, o sea la desmoralización, la pérdida del respeto por sí mismos, etc.; no les importaba que los trabajado­res de socorro hubiesen creado bienes públicos de permanente va­lor; no les importaba que los proyectos del trabajo-socorro ayu­dasen a estimular la industria privada en medida no permisible por el socorro librado a la holgazanería. Lo que sí les preocupaba era que el trabajo de socorro costaba más que el socorro de bra­zos caídos y que los jornales no pudiesen ser tan fácilmente reta­ceados. Había que elegir entre un programa humano, preclaro, de trabajo de socorro, enormemente beneficioso para la nación en el orden económico y social pero que implicaba la elevación de los impuestos federales sobre los ricos, y otro programa, inhumano, exento de esclarecimiento, que propugnaba el socorro en el ocio, el cual redundaría en un grave dislocamiento económico y en un difundido sufrimiento, disminuyendo, no obstante, la carga im­positiva de aquellos que podían sufragar gravámenes más altos. Los difamadores de la WPA habían hecho su elección, estaban tra­tando de abatir el primer programa e instituir el último.

La verdad del asunto es que no se invertía demasiado, sino exageradamente poco en el socorro. Millones de menesterosos ja­más recibieron atención alguna; no consiguieron ninguno de los dos tipos de socorro, ni el extendido por donaciones directas, ni el de trabajo. Aquellos lo bastante afortunados como para ser esco­gidos, tenían que someterse a una inquisición referente a sus ne­cesidades y recursos que resultaba degradante. El dinero abonado a los desamparados, en carácter de socorro, era, admitidamente, justo el imprescindible para no dejarlos sucumbir. Las reglas de condiciones decentes de vida, no figuraban en modo alguno en el panorama. No pudo medirse a qué extremo resultaron afectadas la salud y el vigor de los necesitados, así los auxiliados por el so­corro como los librados a sí mismos. Pero cabe la seguridad de una cosa. Un programa verdaderamente adecuado habría cos­tado a la nación muchísimos millones más, pero le hubiera aho­rrado no pocos billones.

Otro aspecto importante del proyecto contemplaba el socorro a los deudores. Aprobóse una serie de medidas de emrgencia que establecían agencias, con billones de dólares a su disposición, para impartir inmediata ayuda a los deudores; en particular granjeros y dueños de viviendas. Hacia el 22 de octubre de 1933, el Presidente estuvo en posición de expresar a la nación, en su cuarta charla junto al hogar: "...si hay en los Estados Unidos alguna familia a punto de perder su casa o sus bienes muebles, esa familia debe telegrafiar inmediatamente, ya sea a la Administración de Cré­dito Agrícola o a la Corporación de Préstamo a los Propietarios, en Washington, solicitando su ayuda".1

Este anuncio formulado por el Presidente llevaba la intención de informar a los granjeros y propietarios de viviendas que aún no se hubiesen enterado de la grata nueva, que el gobierno había entrado en el negocio de prestamista. Al menos por el momento, el familiar golpeteo del martillo del rematador que daba sonoro marco a la venta forzada de propiedades rurales, ya no necesitaba ser temido por el granjero; la carga del pago excesivamente alto de intereses quedaba ahora considerablemente aligerada; el go­bierno se dedi­caba al negocio de prestamista. En el lapso de cuatro años com­prendido entre mayo de 1933 y setiembre de 1937, la Administra­ción de Crédito Agrícola efectuó préstamos que supe­raron los dos billones de dólares, a más de medio millón de granje­ros. Por obra de su programa de refinanciación, se salvaron mi­llares de estable­cimientos agrarios que habían estado en inminente peligro de juicio hipotecario; millares de granjeros, abrumados por el peso de eleva­das tasas de interés del 6, 8 e inclusive del 12 por ciento, respiraban ahora con más alivio, merced a razones de interés que oscilaban entre el 5 y el 31/2 por ciento, sobre los préstamos que les facilitara el gobierno, con un ahorro total para los prestatarios de más de $ 70.000.000 anuales; en cerca de la tercera parte de los casos aten­didos, la ACA consiguió imponer una reducción a escala de la deuda contraída por los granjeros; un total de más de $ 200.000.000 fue cercenado a través de este procedimiento.

¿Llevóse todo esto a cabo a expensas de los acreedores? ¿Salía el dinero ahorrado por los pobres de los bolsillos de los ricos? No, el New Deal no constituía una revolución económica. El soco­rro a los deudores representó una jubilosa noticia, no sólo para los em­pobrecidos granjeros sino también para los preocupados acreedo­res, principalmente compañías de seguros y bancos. Se sú­ponía que recibirían del 6 al 12 por ciento de interés sobre el dinero que ha­bían prestado a los agricultores, pero hacía varios años que no lo percibían. El juicio hipotecario les proporcionaba una solu­ción relativa. La devaluación de la tierra significaba que después de entablar juicio, tendrían en sus manos una propiedad de valor me­nor que el importe del préstamo. Las ventas en remate habían ter­minado desastrosamente; los combativos granjeros a menudo se habían unido a fin de velar por que ningún postor cometiera la equivocación de gritar una oferta que llegara siquiera a apro­xi­marse a la cuarta parte de lo que valía la propiedad. Por con­si­guiente, el socorro a los deudores, traía aparejado el socorro a los acreedores. Ciertamente era muy afortunado quien estaba en con­diciones de cambiar un documento hipotecario a crecido interés, prácticamente sin valor, por un bono a bajo interés, garantizado por el gobierno.

Dióse análoga oportunidad a los tenedores de hipotecas que gravaban viviendas de otro tipo, cuyos propietarios se hallaban en situación de estrechez económica. Al firmar el "Acta de prés­tamo a los dueños de viviendas", de 1933, el Presidente declaró: "El Acta extiende el mismo principio de socorro a los propietarios de vi­viendas que ya hemos extendido a los propietarios de granjas. Además, el Acta no sólo extiende este socorro a las personas que han tomado dinero en préstamo, gravando sus casas, sino también a sus acreedores hipotecarios." 1

El New Deal configuraba una revolución de ideas. Desde fecha tan temprana como el año 1891, Alemania había instituido un es­quema de seguro a la vejez, pero a la tardía altura de agosto, 1935, los Estados Unidos, el país más rico del mundo, no habían tomado provisiones permanentes para proteger a los ancianos ne­cesitados. Con la antelación marcada por el año 1911, Inglaterra había intro­ducidó un plan de seguro nacional de desempleo, pero todavía en agosto de 1935, los Estados Unidos, el país dotado del mayor número de desocupados del mundo, no había adoptado pro­visiones permanentes para el sostenimiento de los trabajadores que perdían sus puestos. Las provisiones permanentes, en lo tocante al seguro a la vejez y al desempleo, llegaron por primera vez a los Estados Unidos con la refrendación, el 14 de agosto de 1935, del Acta de Seguridad Social, una medida del New Deal. Roosevelt tenía moti­vos para vanagloriarse, en un discurso transmitido por radio el día del tercer aniversario del Acta: "Si el pueblo, durante estos años, hubiese elegido una administración reaccionaria o un Congreso "inoperante", la seguridad social aún se hallaría en la etapa de las conversaciones, siendo un hermoso sueño que quizás se tornara realidad en el oscuro y distante futuro." 1

Los rasgos principales del Acta de Seguridad Social eran el se­guro a la vejez y la compensación acordada al desempleo, pero también se tomaron en ella provisiones de ayuda a los ciegos, a los niños desamparados y lisiados, a los servicios asistenciales de la salud materna e infantil, a la salud pública y a la rehabilitación vocacional. Creóse el Consejo de Seguridad Social, al cual cupo la misión de administrar las disposiciones más importantes del Acta; las demás serían administradas por agencias federales ya exis­tentes en el campo. Unicamente el seguro a la vejez sería respon­sabilidad directa del gobierno federal; todos los otros tipos de ayuda consti­tuirían la responsabilidad conjunta del gobierno fede­ral y los go­biernos estatales, que actuarían en colaboración, otor­gándose fa­cultades al Consejo de Seguridad Social para aprobar las subven­ciones federales a los Estados, bosquejar políticas y establecer normas.

Mediaba una diferencia entre la asistencia a la vejez y el se­guro a la vejez. En el primer caso, los ancianos necesitados, -asalariados o no- habrían de recibir del Estado pensiones en efectivo, extra­yéndose aproximadamente la mitad del dinero de los fondos locales y estatales, y la otra mitad de una subvención fe­deral. Este tipo de asistencia pública, concedida sobre la base de la necesidad, no era nueva en Estados Unidos. En cambio, el seguro a la vejez no se había conocido anteriormente. Sus beneficios se fundaban en esti­pendios previos y se pagaban con arreglo al derecho adquirido. De acuerdo con el plan del seguro, tanto el tra­bajador como el patrono, entregaban a un fondo cantidades igua­les, y de este último, desde 1940 en adelante, se extraerían jubi­laciones mensuales para los trabajadores, una vez que hubiesen alcanzado la edad de 65 años. Las jubilaciones oscilaban entre los $ 10 y los $ 85 por mes, según el importe total de los salarios previamente ganados por el trabaja­dor. El plan entró en efecto el 19 de enero de 1937 y quince meses más tarde figuraban en los ficheros más de 38 millones de cuentas de seguridad social. No todos los trabajadores podían acogerse a estos beneficios, que no cubrían a los ocupados en faenas agrícolas, en el servicio domés­tico, a los trabajadores ocasionales, a los marí­timos, a los empleados en instituciones no dedicadas al lucro (por ejemplo, maestros, religiosos) y a los empleados del gobierno.

Esos mismos grupos de trabajadores quedaron exceptuados de las provisiones del plan de seguro de desempleo. Bajo la ley, los obreros calificados que fuesen suspendidos o perdiesen sus em­pleos recibirían remuneraciones semanales, no equivalentes a su paga regular, pero basadas sobre ésta. Puesto que el seguro de des­empleo, a diferencia del seguro de la vejez, no constituía un sis­tema nacional sino un sistema federal-estatal, variaban las pro­vi­siones en cuanto al importe y duración de los beneficios y al per­íodo de espera. No obstante, por lo habitual, los beneficios equiva­lían a alrededor del 50 por ciento del salario semanal del trabaja­dor, llegando a un máximo de $ 15 y a un mínimo de $ 5 y gene­ralmente se prolongaban por un lapso de aproximadamente 10 se­manas. Hacia el 19 de julio de 1937, cada Estado de la Unión con­taba con una ley aprobada de compensación al desempleo. En 1938, tres millones y medio de trabajadores habían recibido bajo la ley beneficios que ascendían a $ 400.000.000.

El Acta de Seguridad Social representó un paso en la buena di­rección. Pero fue sólo un paso. Había sido mal delineada y resul­taba impracticable en algunos aspectos. Dejó sin protección a mi­llones de personas necesitadas. Pero lo más grave de todo es que esta Acta, supuestamente concebida para hacer frente al reto de inseguridad, cayó muy lejos de sus propósitos. Tratábase aquí de un programa de "seguro" que afianzaba un bajo nivel de vida, nada más. El New Deal fue una revolución de ideas. No una revo­lución económica.

CAPÍTULO XVII


"PONER A LA GENTE

NUEVAMENTE A TRABAJAR"


La primera función del médico es aliviar el dolor de su pa­ciente. Su tarea inmediata, hacer cuanto esté a su alcance para lograr su restablecimiento. El socorro había atemperado el dolor del en­fermo. Las medicinas del New Deal, destinadas a la recu­peración llevaban los rótulos AAA, NRA y PWA.

La historia del caso era interesante. Un detalle de gran im­por­tancia reclamaba atención. Se vio que, aun en el momento en que el paciente había gozado de mejor salud —en la vigorosa década del veinte— había tenido dificultades con su estómago. Ahora, hallán­dose acostado de espaldas, el diagnóstico indicaba el desarrollo de un cáncer. En 1932, "la más densa población agrí­cola en la historia de la nación poseía la más reducida renta agrícola en efectivo" re­gistrada .1

De las muchas causas que habían contribuido a la enfermedad, una saltaba rápidamente a la vista: la declinación del mercado exte­rior. Durante la Primera Guerra Mundial, los granjeros de los Esta­dos Unidos habían aprovechado la oportunidad de alimen­tar a las naciones combatientes del mundo. La consigna "los víveres ga­narán la guerra", constituía una dulce música para los oídos de los granjeros. Para ayudar a vencer en la guerra —y forrar sus propios bolsillos— añadieron alrededor de 40 millones de acres de praderas al área ya cultivada. Esto no era demasiado mientras duró la guerra. Pero, concluida ésta, los bushels agre­gados de trigo, las libras de tabaco y las balas de algodón, en­contraron menos compradores y los precios descendieron. Las ventas a los países foráneos aporta­ron a los granjeros norteameri­canos, en el año 1920, casi $ 3.500.000.000; cinco años más tarde esa cifra se había reducido a algo más de $ 2.000.000.000, y en 1932 importaba sólo $ 662.000.000.

El hecho de que no vendiesen tantas mercancías al exterior como le habían vendido en el pasado, no significaba que los gran­jeros produjeran menos. Continuaron produciendo en cantidades tan grandes como antes, y la consecuencia fue una montaña de ali­mentos sin vender, excedentes agrícolas. Mientras existiesen estos excedentes de exportación, los precios de las mercaderías agrícolas tendrían que descender en el mercado interno. Y, en efecto, des­cendieron. Cuando sobrevino la depresión, el mercado interno su­frió un mayor debilitamiento. El pueblo de los Estados Unidos po­seía menos dinero que nunca para adquirir algodón, tabaco, cueros, trigo, etc., producidos por el granjero. Sin embargo, éste siguió produciendo igual cantidad que antes. Cuanto más des­cendían los precios, más sentían los agricultores que debían pro­ducir, a fin de solventar sus pesadas obligaciones, intereses, im­puestos, etc.

El desesperado aprieto de los granjeros no le pasó desaperci­bido a Hoover. En 1929, instauróse la Junta Federal Agrícola, con un fondo de $ 500.000.000 a invertirse para elevar los precios co­rres­pondientes. Dicha Junta hizo la tentativa y fracasó. Compró millo­nes de bushels de trigo excedente y millones de balas de algodón en las mismas condiciones. Pidió a los granjeros que redujesen su superficie en acres. Los granjeros no se avinieron a ello. El resul­tado fue que, si bien el descenso de los precios pudo detenerse por breve tiempo, las cosas no quedaron así. Después de unos cuantos años de funcionamiento, la Junta Federal Agrícola se vio derrotada. Sus depósitos estaban colmados de productos agrícolas sin vender, que finalmente tuvieron que ser descargados en el mercado, a pre­cios muy por debajo del costo. El Tesoro Federal soportó la pérdida. El método de Hoover había terminado en colapso.

También la Administración del New Deal, clavó su atención so­bre el serio problema de un excesivo rendimiento agrario a precios exageradamente bajos. Roosevelt expresó a sus oyentes de la cuarta charla junto al hogar del 22 de octubre de 1933, que la salvación de los granjeros representaba una importante fase de su programa de recuperación:

¿Cómo estarnos construyendo el edificio de la recuperación, el templo... dedicado a y mantenido para una mayor justicia social, un mayor bienestar para Norteamérica, la habitación de una sana vida económica? Estamos edifi­cando, piedra por piedra, las columnas que sostendrán esa habitación...

Todos sabernos que el inmediato socorro de los desocupados constituía el primer paso esencial de semejante estructura...

Otro pilar de la obra es la Administración de Ajuste Agrícola. Me ha llenado de asombro el extraordinario grado de cooperación proporcionada al gobierno por los cultivadores de algodón del Sur, los de trigo del Oeste, los de tabaco del sudeste, y confío en que los granjeros dedicados al maíz y los cerdos del Medio Oeste respon­derán de la misma magnífica manera.1

Había una razón para "el extraordinario grado de cooperación" concedido por los granjeros a la Administración de Ajuste Agrícola (AAA). Con este nuevo organismo del New Deal, ideado a los efectos de encarar el problema de la recuperación agrícola, Roose­velt quería hacer lo que la Junta Federal Agrícola de Hoover había intentado, o sea elevar los precios de los productos de granja.

Pero la AAA no cometió el error de la Junta de tratar de subir los precios sin controlar al mismo tiempo la producción. La AAA comprendió que había que controlar ambas cosas, los precios y la producción, o de lo contrario el plan fracasaría. Mientras que la Junta había solicitado a los agricultores que redujesen su super­ficie en acres, la AAA les pagó por hacerlo. Con ello, lo que los granje­ros no habían querido hacer por la Junta, lo hicieron por la AAA.

Bajo los términos del Acta de Ajuste de la Agricultura, sus-cripta por el Presidente el 12 de mayo de 1933, los granjeros ha­brían de firmar acuerdos voluntarios de reducir la producción. A todo aquel que firmase un convenio, comprometiéndose a reducir su superficie en acres o limitar de otra forma su producción hasta una cantidad estipulada, el gobierno federal le entregaría un subsi­dio. Al principio, tales subsidios sólo se abonaron sobre siete pro­ductos básicos —trigo, algodón, maíz, cerdos, arroz, tabaco, leche. Más adelante, se agregaron el ganado vacuno, los cacahue­tes, el centeno, la cebada, el lino, la remolacha azucarera y la caña de azúcar. El grupo elegido en primer término lo fue en virtud de que nuestros granjeros producían en casi todos los pro­ductos un exce­dente destinado a la exportación, y también porque debían pasar por determinado proceso de manufactura antes de llegar a la mesa del consumidor. Esto último era importante, pues el dinero para los pagos compensatorios se reunía por intermedio de un "impuesto de procesamiento". Sobre cada cerdo sacrificado, sobre cada bushel de trigo sometido a la molienda, sobre cada pinta de leche envasada, cada libra de algodón hilado, los pro­cesadores (vale decir, los em­paquetadores de carne, los molineros, los envasadores, etc.), paga­ban un impuesto. El dinero así recabado era el que pasaba a los granjeros, bajo la forma de pagos com­pensatorios. Desde luego que el impuesto no salía, en realidad, de los bolsillos de los procesado­res. Ellos cargaron inmediatamente el importe del impuesto al cos­to de las mercaderías, de modo que, en honor a la verdad, eran los consumidores quienes pagaban.

Esa parte del Acta perturbó a mucha gente, pero fue el rasgo de la reducción el que acarreó las críticas más hostiles. Una vez que el proyecto estuvo en marcha, la limitación de las cosechas pudo pla­nificarse por adelantado antes de que comenzara, de hecho, la plantación. Pero en la primavera de 1933, el algodón ya plantado y los cerdos ya criados debían ser destruidos. Cerca de 4 millones de balas de algodón, de cosechas entonces en período de crecimiento, fueron retiradas de la producción, alrededor del 20 por ciento de la cosecha de trigo no fue levantada, y más de 6 millones de lechones fueron sacrificados (distribuyéndose más tarde su carne entre las familias de socorro). La gente que nunca antes había advertido la forma en que funcionaba el sistema cap


F
italista, ahora despertaba. De todos los sectores provinieron se­veras condenas cuando se puso en práctica la política de "matar lechones" y "hundir el algodón bajo el arado".

La denuncia del programa, por parte de aquellas personas que creían en un sistema de producción para el uso, era justificada. Tenían el derecho de señalar la amarga ironía de destruir alimen­tos y ropas en un período de miseria. Pero quienes creían en el sistema capitalista no tuvieron derecho de criticar. Porque el lucro era la piedra de toque de la economía capitalista y la meta de los planifi­cadores de la AAA restituir las condiciones del lucro. El suyo no era un método nuevo. Estaban siguiendo el esquema que les habían preparado los manufactureros del monopolio, el es­quema de engra­nar la producción con una demanda efectiva, de elevar los precios por medio de la escasez. Hacía rato que los manufactureros venían siguiendo la práctica de echar a la calle a sus obreros y de dejar que sus maquinarias yacieran en la inacción cuando sus productos no podían venderse con ganancia. ¿Qué otra cosa era eso sino una política de limitación deliberada? La AAA estaba sencillamente ayudando a los agricultores a hacer lo que los industriales habían aprendido a realizar por sí mismos.

Según lo expresara Roosevelt: "Hemos estado produciendo, en lo que respecta a algunos cultivos, más de lo que podemos consu­mir o vender en un mercado mundial en depresión. La cura consiste en no producir tanto. Sin nuestra ayuda los granjeros no pueden juntarse y cortar la producción, y el Proyecto de Ley Agrícola les proporciona un método de hacer descender su producción hasta un nivel razonable y obtener precios razonables por sus cosechas."

1   ...   14   15   16   17   18   19   20   21   ...   25


Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©atelim.com 2016
rəhbərliyinə müraciət