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Leo huberman


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Lista de artículos necesarios para personas que se dirijan a Virginia

Costo aproximado (£ = $ 5, s. = 25 c., d. = 2 c.) *







Costo




Costo


Ropas

3 camisas...........................

3 cuellos............................

Una gorra Monmouth.......

1 chaleco...........................

1 traje de lona....................

1 traje de frisa....................

1 traje de paño...................

3 pares de medias .............

4 pares de zapatos..............

1 par de ligas......................

1 docena de cordones........

1 par de sábanas de lona....

7 anas de lona para hacer una cama y almohada a ser ocupados en Virginia, para dos hombres ................................

5 anas de lona gruesa para hacer una cama en el mar para dos hombres.................

1 gruesa manta de viaje para dos hombres.........................


Comida para un hombre durante un año

8 bushels de harina.................

2 bushels de guisantes............

2 bushels de harina de avena..

1 galón de Aquavitae............

1 galón de aceite...................

2 galones de vinagre.............
Armas para un hombre

1 armadura completa.............

1 mosquete de calibre largo, cinco pies y medio................

1 espada................................

1 cinturón..............................

1 bandolera...........................

20 libras de pólvora..............

60 libras de balas o plomo.....



Herramientas para una familia de seis personas

2 hachas anchas ................

5 hachas para talar.............

2 sierras de mano, de acero

2 sierras de mano de 2 mangos..............................

1 serrucho, armado, limado, con caja, lima, afilador.........



7s. 6d


1s. 3d

1s.10d


2s. 2d

7s. 6d.


10s

15s.


4s.

8s. 8d.


10d.

3d.


8s.

8s.


5s.
6s.

9s.


9s.

6s.


2s.

3s.


2s.

17s.
L.1,2s.

5s.

1s.


1s. 6d.

18s-


5s.

7s. 4d.


7s. 6d.

2s. 8d.
10s.


10s.

2 martillos.........................

5 azadones, anchos...........

5 azadas angostas.............

3 palas................................

2 zapas...............................

2 taladros...........................

6 formones.........................

2 punzones.........................

3 barrenas..........................

2 hachas chicas..................

2 cuñas para partir precintos o duelas.......................

2 picos de mano................

1 piedra de moler..............

Clavos de todas clases......

2 piquetas.........................


Implementos hogareños para una familia de 6 personas

1 olla de hierro.................

1 pava..............................

1 sartén grande................

1 parrilla...........................

2 campanillas de mano....

1 asador..........................

Fuentes, platos, cucharas de madera........................

Azúcar, especies y fruta en el mar para 6 hombres......
Así, el importe completo, según estos precios, sumará para cada persona alrededor de L.12, 10s.10d
El pasaje de cada hombre cuesta..........L.6
El flete de estos aprovisionamientos por cada hombre, representará alrededor de media tonelada, lo que asciende a... L 1, 10s.
Así, el importe total sumará alrededor de L.20

2s.


10s.

6s. 3d.


4s. 6d.

3s.


1s.

3s.


8d.

6d.


3s.
3s.

3s. 4d


4s.

L.2


3s.

7s.


6s.

2s. 6d.


1s. 6d.

5s.


2s.
4s.
12s 6d

Con sólo este reducido número de efectos en su poder, después de haberse zangoloteado sobre un pequeño velero por espacio de ocho semanas o más, los colonizadores arribaban a un lugar ex­traño, exclusivamente habitado por indios y bestias salvajes. Nada más que el mar, el cielo y las infinitas soledades.

El primer pensamiento de los colonizadores fue, desde luego, procurarse algo que comer y un sitio donde dormir. Había gamos y otros animales en el bosque, peces en los ríos y árboles con los cuales construir casas. Cuando los árboles hubiesen sido derriba­dos, quedaría un claro aprovechable para una granja (ocasional­mente algún grupo de colonizadores lo bastante favorecido por la for­tuna desembarcaba en un paraje en el que los indios habían abierto un claro, abandonándolo después). Se hallaban aquí pues, todos los materiales a mano para un rústico comienzo, pero el tiempo apremiaba. El barco en el cual habían viajado aguardaría hasta que las cosas se encarrilaran, pero muy a menudo el capitán tenía impaciencia por regresar. Además, cuanto más demoraba el barco en partir, más rápido se consumía el exiguo surtido de co­mestibles de los colonos, puesto que los marineros significaban bocas para alimentar.
John Smith sabía por experiencia que se necesitarían sierras, que era absolutamente indispensable una buena hacha afilada. Las vi­viendas variaban, por supuesto, de acuerdo con el clima, la destreza y la suma de trabajo de los pioneros, y según el tiempo de que dis­pusieran para edificar. En determinados puntos había que ponerse a cubierto rápidamente, de modo que vivieron en cuevas cavadas en la ladera de una montaña hasta que tuvieron tiempo de hachar árboles para construir casas de madera; en otros, copiaron los wig­wams de los indios; pero lo más común eran las casas de troncos.

Una de las formas favoritas de casa de troncos, a construir por un colono en su primera "tala" en el bosque virgen, consistía en cavar una trinchera cuadrangular, de aproximadamente dos pies de profundidad, del tamaño de las dimensiones que deseaba propor­cionar a la planta de su casa, y levantar, luego, todo alrededor de la trinchera (dejando un espacio reservado al hogar, la ventana y la puerta), una estrecha fila de troncos, todos del mismo largo, usual­mente de 11 pies para un solo piso; si liaba un desván, éstos tenían 18 pies de altura. Rellenábase alrededor de estos troncos sólida­mente con tierra para mantenerlos firmemente derechos; una faja horizontal de puntales, hecha con troncos partidos alisados en una de las caras con el hacha, era a veces clavada en torno, dentro de las paredes de tronco, para evitar que éstas se hundieran. Sobre esto se colocaba un techo de corteza, confeccionado con cuadrados de corteza de castaño o teja­maniles de abeto. Completaban la vi­vienda, rápidamente construida, una persiana de corteza o de tron­cos y una puerta de corteza, armada sobre goznes de mimbre, o, si era muy lujosa, con correas de cuero... Un tosco piso de puntales desbastados mediante el hacha o la azuela, constituía real­mente un lujo... Una pequeña plataforma colocada más o menos a 2 pies de altura a lo largo de una de las paredes, y sostenida en el borde exte­rior con fuertes postes, formaba la armadura de una cama. A veces por único lecho se empleaban ramas de abeto del Canadá. Eu la frontera se decía que "Un día de dura labor hace blanda la cama". Los fatigados pioneros dormían bien aunque fuera sobre ramas de abeto.

Edificado su refugio, el colonizador dedicó acto seguido su aten­ción a los cultivos. En esto fue ayudado por los indígenas, que le enseñaron cómo plantar maíz, cosecha segura que no requería excesivo trabajo. También del indio, aprendió maneras de cazar y pescar más adecuadas a su nuevo medio. Sin embargo, a menudo tuvo que considerar al piel roja un cruel enemigo cuyos ata­ques eran tan súbitos e inesperados como horribles. Por esta razón, en diversas colonias implantóse una ley por la cual "el jefe de cada familia debía guardar en su casa, muy a la mano, un arma de fuego bien preparada, dos libras de pólvora y ocho libras de balas para cada persona bajo su dependencia, en condiciones de portar armas".1

A medida que transcurría el tiempo y venía más gente blanca, el indio se iba viendo empujado cada vez más atrás; esto natu­ralmente lo agravió y peleó por retener sus tierras. Hubo actos de crueldad perpetrados, tanto por blancos como por indios, que originaron terribles batallas, pero aunque las dos razas se hubiesen tratado benévolamente, mediaba gran diferencia entre sus moda­lidades de vida y por fuerza tenía que producirse un violento choque. Los co­lonizadores combatieron a los indios, comerciaron con ellos y, cuando se les unieron otros pobladores, trataron de aniquilarlos por completo.

El capitán John Mason relató por escrito una expedición de sus soldados contra los salvajes. Llegó a un poblado indígena una ma­ñana temprano, mientras los indios dormían. Después de ubi­car a la mitad de sus hombres, bajo el mando del capitán Un­derhill, en una de las salidas, rodeó la otra con el resto de sus fuerzas y puso luego fuego a los wigwams. He aquí su narración:

El capitán también dijo, "Tenemos que, quemarlos"... (y pene­trando inmediatamente en el Wigwam donde había estado antes) sacó un tizón y colocándolo entre las esterillas de que estaban cu­biertos, puso fuego a los wigwans... y cuando éste se hallaba ca­balmente encendido, los indios corrieron como hombres tremen­damente despavoridos. Y el Todopoderoso dejó caer, por cierto, tanto terror sobre sus espíritus, que huían de nosotros para arro­jarse en las llamas mismas, donde muchos de ellos perecieron. Y cuando el Fuerte fue completamente incendiado, se dio la orden de que todos debían retirarse y rodear el Fuerte, la cual fue pronta­mente obedecida por todos... El fuego fue encendido del lado nor­deste, a favor del viento que rápidamente invadió el Fuerte, ante el extremo pavor del enemigo y gran alegría nuestra. Algunos de ellos treparon al borde de la empalizada; otros corrieron cayendo precisamente en las llamas; muchos de ellos, agru­pándose en di­rección de donde venía el viento, hicieron llover sus flechas sobre nosotros y les retribuimos con nuestras balas; otros, entre los más fornidos, se abrieron camino según lo habíamos adivinado, en número de cuarenta, que perecieron a espada...

Y así en poco más de una hora, estuvo su inexpugnable Fuerte con ellos mismos dentro, enteramente destruido, cubriendo el número de seis­cientos o setecientos, según confesaron algunos do ellos. Sólo siete fueron tomados cautivos y escaparon aproxima­damente siete...

De los ingleses, dos fueron muertos, y alrededor de veinte re­sultaron heridos.


Muy pocos seres humanos serían capaces de quedarse mirando mientras forzaban a seiscientos hombres, mujeres y niños a mo­rir abrasados, a menos que existiera real inquina entre ellos. Para el recién venido de los primeros tiempos, los indios, salvo escasas excepciones, constituían una fuente de constante temor.

Era una vida dura. Algunos de los relatos aterran. William Brad­ford, historiador de la colonia de Plymouth, nos dice: "Pero lo más triste y lamentable fue que en el plazo de 2 ó 3 meses falleció la mitad de su compañía, especialmente en enero y fe­brero, en pleno invierno, por la necesidad de viviendas y otras comodidades; ...de modo que en ese 'lapso murieron cerca de 2 ó 3 por día, con lo cual de aproximadamente 100 personas, apenas quedaron 50." 1

Y George Percy nos cuenta lo que sucedió en la colonia de Vir­ginia:

"El décimo día expiró William Bruster, caballero, de una herida inferida por los salvajes, y fue enterrado el undécimo día.

"El décimocuarto día, Jerome Alikock, alférez, murió a con­se­cuencias de una herida; el mismo día Francis Midwinter, Edward Morís, cabo, perecieron repentinamente.

"El décimoquinto día, fallecieron Edward Browne y Stephen Galthorpe. El décimosexto, Thomas Gower, caballero. El decimo­séptimo, Thomas Mounslic." 1


Aguas contaminadas, alimentos en descomposición, calor in­so­portable, frío insoportable, muerte a manos de los indios, he aquí la suerte harto frecuente de los primeros colonizadores. Per­severaron sin embargo y vinieron otros; se crearon establecimien­tos más du­raderos y más recién llegados ayudaron a forjar un país arrebatado al desierto. Almas valerosas que se despidieron del suelo natal para probar fortuna en un Nuevo Mundo e ingresaron a una vida de aventuras en que sólo sobrevivieron los fuertes; era gente decidida, desbordante de coraje.

El país que hoy forman los Estados Unidos tuvo origen en esa franja de tierra que se extiende entre Nueva Escocia y Florida, so­bre la costa oriental, enfrentando a Europa. Allí se emplazaron Ja­mestown en 1607, y Plymouth en 1620. Hacia 1760 las colonias punteaban toda la lonja, en algunos sectores a gran distancia unas de otras, en otros muy juntas. En esa época, cerca de ciento cin­cuenta años después de la fundación de Jamestown, había aquí más de un millón y medio de personas, muchas de ellas nacidas en las colonias. Si bien Nueva York había sido poblada primero por holandeses y, a pesar de que también habían afluido allí sue­cos, alemanes, escoceses-irlandeses y franceses, la mayoría de la pobla­ción era inglesa, la faja de tierra pertenecía a Inglaterra y los esta­blecimientos que comprendía se denominaban "colonias" de Ingla­terra. Para la mayoría de esos primitivos habitantes, In­glaterra era la "patria".

Resultaba pues natural encontrar prácticamente todas las prime­ras poblaciones cerca de la costa, sobre un estrecho o una bahía, o sobre una de las muchas bocas fluviales; natural por cuanto era especial para los colonizadores hallarse sobre o muy próximos a la única ruta que llevaba de regreso al sitio de pro­cedencia; sitio al que podían enviar cualesquier productos que cultivasen o cuales­quiera mercaderías que fabricasen; sitio desde el cual podrían reci­bir lo que desearan, ya fueren provisiones, cartas, parientes o ami­gos. De esta manera, durante los cien años iniciales de coloniza­ción, aun cuando, como sucedía frecuente­mente, los colonos se moviesen de una parte de la franja a otra, sus casas eran construi­das a lo largo de las costas del Atlántico, su única conexión con "la patria".

Habiendo procedido de Inglaterra, debe entenderse que estos colonos eran ingleses, no sólo en nombre, sino también en virtud de hábitos, lenguaje e ideas. Caminaban a la manera inglesa, ha­blaban a la manera inglesa, se vestían a la manera inglesa, pen­sa­ban a la manera inglesa. Ello significaba que los conceptos ingleses en lo referente al modo de vivir y trabajar serían intro­ducidos aquí, y eso ocurrió en efecto, con algunas variantes.

Estos primitivos inmigrantes desembarcaron en diferentes épo­cas, en diversos puntos, a lo largo de la costa oriental de Norteamé­rica. Llegaron con ideas muy definidas acerca de lo que se pro­ponían hacer allí, la forma en que vivirían, la clase de labor que cumplirían. Pero tuvieron que modificar sus planes para ajus­tarlos a las condiciones que encontraron —ríos, suelo, accidentes coste­ros, montañas, clima, en resumen, la geografía. El trabajo que se hacía en los diversos establecimientos, dependía en amplia medida de la geografía de esa región en particular. No fue "por casualidad" que los hombres aplicaron en sus cultivos el estilo de la plantación en el extremo sur de la faja del territorio, mientras que otros hom­bres del extremo norte surcaron los siete mares en balleneras. Hay ciertas razones geográficas definidas, que deter­minaron obligada­mente la ocurrencia de estas cosas.

Si uno contempla un mapa en relieve de esa lonja de territorio descubre que fue dividida en tres secciones, las Colonias del Sur, las Colonias del Centro, y las Colonias de Nueva Inglaterra. Esta división tuvo lugar porque las gentes que habitaron las distintas secciones, hallaron condiciones geográficas especiales que les im­pusieron un tipo particular de labor, y dictaminaron así, en cierta medida, la clase de personas en que habrían de convertirse. La geografía obligó a los establecimientos de Virginia, Maryland, Ca­rolina del Norte y del Sur y Georgia a consagrarse casi a las mis­mas cosas, de modo, que por motivos de conveniencia, los con­sideraremos todos juntos; en forma semejante, Nueva York, Penn­sylvania, Nueva Jersey y Delaware se unifican en las Colonias del Centro, y Connecticut, Rhode Island, Nueva Hampshire y Massa­chusetts integran en conjunto las Colonias de Nueva Inglaterra.

Si centramos nuevamente la atención sobre el mapa del re­lieve observaremos una feliz combinación de montañas, mar y sol que determinó que los cultivos constituyesen la industria principal de las Colonias del Sur. Aquí, los Montes Apalaches, tan próximos a la costa en el área septentrional, están alejados doscientas millas del mar. El océano daba origen a abundantes nubes y éstas al gol­pear las montañas formaban copiosa lluvia, la cual al lavar las lade­ras por espacio de miles de años, había creado una ancha lla­nura de buen suelo fértil. Los ríos que ha­bían rebajado el suelo eran de rápida corriente en las inmediacio­nes de las montañas, pero junto a la costa anchurosos y mansos, lo bastante profundos para que las pequeñas embarcacio­nes de la época navegaran mi­llas adentro. La zona se hallaba lo suficientemente al sur como para permitir que los vera­nos fuesen tórridos, de modo que la temporada de cultivo se prolongaba de seis meses en Maryland a alrededor de nueve en Carolina del Sur. Agreguemos ahora a estas ideales condiciones agrícolas, el temprano descubrimiento de un producto del Nuevo Mundo que siempre tuvo demanda en el Viejo, y se compren­derá fácilmente por qué las Colonias del Sur se convirtieron en un blo­que dedicado a las plantaciones.

¡Tabaco! He aquí lo que insuflaba vida a Virginia, la más anti­gua de las colonias sureñas. Los hombres hablaban, pensaban y compraban, en términos de tabaco. Era región agrícola, y se re­cogían otros productos pero, si bien el sureño afrontaba la com­petencia en materia de frutas y cereales, en lo concerniente al ta­baco su maestría no tenía rival. Pedirle que ensayara alguna otra cosa significaba malgastar el tiempo: el tabaco se vendía con suma facilidad, iba en ello una gran ganancia, y su voluntad era cultivar tabaco. Tórnase progresivamente más difícil cambiar el modo de hacer las cosas que tiene una persona una vez que se ha vuelto hábito. ¡Tabaco! Palabra mágica. Todo giraba en torno de su pro­ducción y causaba tremendo efecto sobre la vida del Sur.

Ahora bien, el tabaco es una planta sensitiva que agota el suelo rápidamente. En la actualidad, todo agricultor sabe que es mejor rotar los cultivos cada año o dos. De modo que, en el campo donde el año anterior plantó su maíz, este año siembra avena y quizás plante arroz el año próximo, y así sucesivamente. Pero el sureño no rotaba sus cultivos en esta forma (año tras año plantaba tabaco en el mismo campo), ni abonaba tampoco el suelo, En aproximada­mente el plazo de tres años, se encontró con que para producir el mejor tabaco, debía desbrozar más terreno y comenzar nuevamente en suelo virgen. La tierra era barata, se necesitaba más extensión para los tabacales; de consiguiente, las plantaciones continuaron creciendo. Y tan velozmente que, aun cuando no había en Virginia, en el año 1685, tantos pobladores como en una pequeña parte de Londres, sus plantaciones cubrían una superficie equivalente al área ocupada por toda Inglaterra.

No debe suponerse, sin embargo, que toda la plantación estaba constituida por campo raso. Apenas se despejaba un quinto, lo de­más se hallaba arbolado. Cuando el plantador limpiaba un nuevo lote de sus tierras, dejaba que la maleza volviera a invadir la anti­gua lonja, de modo que las plantaciones eran, en gran parte, agres­tes extensiones con un reducido sector desbrozado y dos o tres campos, ya sea abandonados o dedicados al maíz u otros granos.

Por espacio de los primeros cien años, si bien hubo algunas plantaciones muy grandes, que abarcaban miles de acres, la ma­yoría de ellas medía un término medio de seiscientos acres. Esta­ban en manos de pequeños agricultores, que trabajaban perso­nal­mente los campos con sus familias. En Virginia, hasta 1700, si uno recorría plantación por plantación, encontraba corriente­mente al dueño de la tierra dedicado a las labores de su campo, con uno o dos ayudantes, a menudo sus propios hijos, o un sirviente escritu­rado, o posiblemente un esclavo negro.

Hasta fines del siglo diecisiete, una de las dificultades con qué tropezó el plantador de tabaco, fue la escasez de mano de obra. El cultivo del tabaco requiere el concurso de numerosos peones pero éstos, en 1600 eran difíciles de conseguir. Suministraban parte de la mano de obra contratada, hombres libres que trabajaban por un jornal, o en muchos casos, servidores escriturados. Pero costaba conservar a estos últimos, porque, una vez expirado su término de labor, se convertían en agricultores arrendatarios o trabajaban a jornal con vistas al paso siguiente de un campo propio. (Pocas per­sonas están dispuestas a trabajar la tierra de otros cuando pueden hacerlo para sí.) Ésta fue la trayectoria recorrida, en las décadas del 1600, por muchos sirvientes escriturados, llegando in­clusive algu­nos de ellos a convertirse en hombres riquísimos.

Pero el dueño de una plantación no sentía por el progreso de otros hombres el mismo interés que ponía en obtener ayuda per­manente para sí, y dio en 1700 con la solución a su problema. Ne­gros: esclavos a perpetuidad. He aquí, por fin, una peonada que se quedaría obligadamente. Ahora, estando en condiciones de com­prar más esclavos, podría cultivar más tabaco, adquirir luego más tierras, cultivar más tabaco y así sucesivamente hasta poseer una plantación de dimensiones realmente importantes.

La mano de obra negra no constituía una novedad para los colo­nizadores, pero en el siglo XVII los esclavos de color no eran tan numerosos como los servidores blancos. El primer cargamento había arribado a Jamestown en 1619, y hacia 1690 había alrededor de veinte mil, diseminados por las colonias. Se había ensayado su utilización en las labores del Norte, pero, salvo como servidores domésticos, no eran aptos para el plan de trabajo de esa zona. Pero sí para las ocupaciones agrícolas en las plantaciones sureñas, y en el siglo XVIII fueron introducidos a millares. Arribaba al país un barco tras otro, con enormes contingentes de esclavos. En de­termi­nados distritos no tardó en haber más negros que blancos.

Esto, por supuesto, surtió tremendo efecto sobre la forma de vi­vir y trabajar en el Sur. Ahora, el pequeño agricultor o el ser­vidor escriturado libre de su compromiso, no progresaba fácilmen­te. La tierra subió de precio y fue engullida por los dueños de plantacio­nes más adinerados. El pobre agricultor que labraba los campos con sus propias manos, debía competir, en el mercado del tabaco, con la mano de obra más barata proporcionada por los negros. En tales circunstancias, a menos que poseyera suficiente dinero para comprar a su vez algunos esclavos, se veía forzada a desprenderse de su finca y trasladarse a otra parte. A menudo se convertía en "blanco pobre" y se retiraba al interior del país, uniéndose a otros como él, o a servidores escriturados, ahora libres, en rápido declive hacia la situación de "blancos pobres". Además, siendo que las labores del campo eran realizadas principalmente por negros, la gente ya no podía dedicarse a ellas, sin experimentar vergüenza. Ya no podían trabajar juntos, hombro a hombro, el esclavo de color y el hombre blanco. En la escalera social del Sur, el negro ocupaba el peldaño inferior y el hombre blanco, a fin de retener su posición en un escalón más alto, no debía realizar la­bores propias de los ne­gros. En consecuencia, las grandes plan­taciones tragaron a las chi­cas y existían dos extremos en la escala social —blanco y negro— amo y siervo.

Las plantaciones más vastas bordeaban ambas márgenes de los ríos navegables. Los barcos no descargaban en alguna pobla­ción de la costa; se internaban muchas millas continente adentro, detenién­dose en los muelles privados de estos plantadores. Zar­paban de Virginia con las bodegas repletas de barricas de tabaco y regresa­ban a Virginia con las bodegas llenas de toda clase de artículos manufacturados, tales como paños finos, efectos para el hogar, platería, tapices, vinos selectos, objetos de ferretería. Aun­que en su plantación contaba con personal obrero carpinte­ros, zapateros, herreros, hiladores, tejedores y demás que le suministraban los artículos esenciales, el plantador dependía de Inglaterra en lo refe­rente a los objetos materiales más finos. Sus ropas, cuadros, libros y muebles provenían de allí y sus hijos con­currían a colegios ingle­ses. Todas estas cosas las pagaba con ta­baco. En ocasiones com­praba demasiado o la cosecha fallaba esa temporada, en cuyo caso se abstenía de pagar y quedaba en deuda con los ingleses prome­tiendo saldarla con el producto de la re­colección del año siguiente. El plantador vivía con suntuosidad y muy a menudo contraía de­udas. Toda la existencia sureña estaba envuelta en la hoja del ta­baco.


Tal, pues, el esquema en lo relativo a Virginia, hasta 1760. Y aunque Carolina del Sur añadía arroz e índigo, y Carolina del Norte brea y alquitrán, y Georgia índigo, también a ellas corres­pondía el mismo esquema. Suelo feraz y clima cálido... región dedicada a los cultivos, al estilo de plantación... primero, sirvien­tes escriturados, después mano de obra provista por esclavos ne­gros... importación de mercaderías manufacturadas y exportación de productos princi­pales como el arroz y el tabaco... gente indo­lente, de modales sua­ves, de andar lento, que hablaba arrastrando las palabras y tenía aire aristocrático... plantadores que se sentían seguros en sus pose­siones y disponían de tiempo para recrearse... Así era el Sur en 1750. Y la geografía prestó su concurso para convertirlo en eso.

Fueron los ingleses los fundadores de Virginia e ingleses los que establecieron Nueva Inglaterra; sin embargo, en 1760, los habi­tantes de una y otra colonia llevaban adelante industrias total­mente diferentes: acordes con su marco geográfico.

Sí observarnos nuevamente un mapa en relieve, notaremos a primera vista que Nueva Inglaterra, enclavada más al norte, ten­drá veranos más templados e inviernos más fríos; que su temporada de cultivos será más corta. Advertiremos que próximos a la costa se encuentran les Apalaches, los cuales habían encerrado a los coloni­zadores, confinándolos hacia el mar, que los ríos de Nueva Inglate­rra no constituyen anchas vías como en el Sur; son más cortos, an­gostos y de rápida corriente, quebrada por saltos de agua en mu­chos lugares. Lo que nuestro mapa no indica, pero que también revistió gran importancia, es el carácter pedregoso del suelo de Nueva Inglaterra. El suelo se prestaba para la agricul­tura, pero el poblador primitivo no sólo tuvo que derribar árboles y formar cla­ros, como hizo en el Sur, sino que debió asimismo consagrar mu­chas horas adicionales a la tarea de recoger peñascos, antes de ini­ciar la siembra. Nueva Inglaterra está guarnecida de cercados de varios pies de espesor, compuestos de altas pilas de piedras que han significado horas de agobiadora faena para el cultivador. Como dijo un bromista, en época posterior, "Aquí los hocicos de las ove­jas se afilaron a fuerza de arrancar la hierba entre las piedras y el maíz tuvo que ser metido a tiros en el indoblegable suelo."

La geografía determinó así que la agricultura de Nueva In­glate­rra fuese muy diferente de la del Sur. Nada de inmensas plantacio­nes, nada de peones de campo negros, nada de mono­cultivos; en Nueva Inglaterra las granjas eran pequeñas, labradas por sus pro­pietarios y rendían una variedad de cosechas, tales como maíz, heno, centeno, cebada y fruta. El habitante de Nueva Inglaterra conseguía, si, vivir del duro trabajo que exigía su inflexible suelo, pero agotaba todo su vigor, de modo que buscó en torno otras in­dustrias más convenientes, y las encontró.

A unos cientos de millas al este de este sector convergían los cardúmenes de los bancos de Terranova, quizás la mejor zona pes­quera del mundo. Los pescadores europeos venían haciendo desde muchí­simo tiempo atrás, el largo viaje a ese lugar y el destino que­ría que Nueva Inglaterra estuviese a escasa distancia de allí. En consecuencia, los frustrados plantadores volvieron su atención al mar. Las aguas, en alta mar, no tardaron en ser surcadas por innu­merables barcos pesqueros que regresaban cargados de baca­lao, salmón, arenque y caballa. Los países católicos de Europa brinda­ban un mercado permanente en lo relativo a las clases más finas de pescado, y los plantadores de las Indias Occidentales adquirían las inferiores para alimentar a sus esclavos.

En el mar habitaba algo más, muy codiciado por los temerarios pobladores de Nueva Inglaterra, la ballena. En los primerísimos días coloniales, a menudo el mar barría ballenas muertas hacia la costa. En aquel período tan problemático en lo que al alum­brado se refería —las piñas primero, luego el sebo de factura casera o las velas de cera— el aceite de ballena para las lámparas de metal y de vidrio de la época constituía una venta fácil. En la cabeza del ca­chalote también se encontraba un sólido de aspecto ceroso, de color blanco translúcido, con el cual se fabricaban velas de esperma. Éstas eran infinitamente mejores que las de sebo, pues proporcio­naban una llama más alta y por ende mayor can­tidad de luz. No habían transcurrido muchos años y ya los capi­tanes yanquis re­corrían cada palmo del océano allí donde tuvieran sospecha de la existencia de ballenas. Sus fuertes veleros tan pronto podían nave­gar en el Artico como en el Antártico, a la altura de la costa afri­cana, en el Pacífico, en todas partes. Los balleneros no trabajaban a jornal; dividían sus ganancias en for­ma proporcional, según su je­rarquía en el barco. Hacían depender sus ingresos del éxito de la pesca. Por lo tanto, los propietarios podían obtener 1/2, el maestre 1/15, cada marinero hábil 1/50, un grumete 1/120, y así sucesiva­mente. Con frecuencia un barco ballenero se hacía a la mar durante tres o más años, sin tocar tierra una sola vez en todo ese tiempo. Era una vida ardua, aza­rosa, intrépida. A continuación transcribi­mos la descripción de una jornada en el ballenero Orlen, anotada en el diario de nave­gación del capitán Edward S. Ray, su comandante, en el curso de la gira que a la sazón realizaba y que duró varios años.

Martes, 16 de mayo.

Se inicia con vientos leves del S.E. a la 1 p.m. Fueron hechos descender los botes en persecución de ballenas a las 2 p.m. Una fue herida y muerta y traída al costado del barco para comenzar a cortarla. Una de las calderas estalló en pedazos, a las 9 p.m., el esperma se desgarró y la ballena se hundió al amanecer; recibida a bordo la cabeza a las 10 a.m. La cadena amarrada a la cola se partió y perdimos medio cuerpo de la ballena. En la última parte, vientos ligeros y calmos con tierra a la vista, latitud por Obs. 43.20.1


El capitán dice simplemente: "una de las calderas estalló en pe­dazos", sin la menor alusión al gran riesgo corrido. Pero la pesca de la ballena significaba un derroche de emociones, según nos lo en­seña esta inolvidable pintura:

"¡Allí resopla! ¡Allí! ¡Allí! ¡Allí! ¡Resopla! ¡Resopla! "Los sal­vajes gritos rasgan el aire e instantáneamente todo es conmoción. Prodúcese pri­mero el alboroto creado por el envío de los botes, después la larga y dura remada hasta la presa, mientras cada uno de los cuatro pilotos exhorta a su tripulación con pintorescos epí­tetos, a ganar la carrera: " ¡Cantad la saloma y decid algo, mis corazoncitos! ¡Rugid y remad, mis centellas) ¡Impeledme, impe­ledme a sus negros lomos, muchachos; haced eso solo por mí y os traspasaré, muchachos, mis plantaciones de Martha.'s Vineyard, in­cluyendo mujer e hijos, muchachos! ¡Llevadme adelante, ade­lante! ¡Oh, Señor, Señor, pero me volveré rematada., decidida­mente loco! ¡Ved! Ved esas aguas blancas!" Los remeros ofrecen la espalda a la ballena, no es cosa buena escudriñar alrededor; ignoran lo cerca que se encuentran hasta que el piloto grita al ar­ponero, ubicado en el remo de proa, "¡Levántate y hazle sentir el rigor!". Un sacudón, al encallar la proa sobre el cetáceo, un frenético: "¡A popa todo el mundo!" y comienza el duelo a muerte. Puede entonces ocurrir cualquier cosa. En el mejor de los casos, una desen­frenada carrera en deslizador, hendiendo velozmente las olas que van siendo dejadas atrás por las balleneras, con sordo y embravecido rugido... "como un gigantesco juego de bolos en una. cancha sin limites; la breve y suspen­dida agonía del bote al coro­nar por un instante el filo de las olas más furiosas, cortantes como un cuchillo, que aparentemente amenazaban dividirlo en dos, la súbita, y profunda zambullida en los abismos y quebradas acuáti­cas, las violentas picadas y enviones para ganar la cumbre del monte opuesto; el precipitado descenso por el alud de su otra la­dera; ...los gritos de los capitanes y amaneres y los temblorosos y entrecortados sonidos que partían de labios de los remeros, ante el portentoso espectáculo del mar­fileño Pequod, arrimándose a sus botes con las velas desplegadas, cual una gallina salvaje en pos del chillido de sus polluelos". Por -último, la ballena afloja, ex­hausta, y la tripulación se le aproxima, con firme y sostenido im­pulso, despachándola mediante unos cuantos golpes certeros y luego rema rápidamente, a fin de alejarse de sus estertores de muerte. En el peor de los casos, una vieja y sagaz "esperma", se sumerge hasta quedar fuera de la vista, para surgir con las fauces abiertas debajo del bote y elevarse junto con éste, veinte pies en el aire, aplastando sus costados como si se tratase de una cáscara de huevo, en tanto que la tripulación se arroja, para salvar su vida, a la hirviente espuma, estriada de sangre.1


La pesca de este tipo exigía valor y audacia. Los marinos de Nueva Inglaterra, instruidos en semejante escuela, pronto ocupa­ron su lugar entre los mejores del mundo.

Tampoco dependieron los pobladores de Nueva Inglaterra dela madre patria para obtener sus botes. Todo lo necesario para la construcción de embarcaciones, se encontraba a la mano y la costa, con su amplia provisión de puertos naturales y bahías, no tardó en quedar salpicada de activos astilleros que construían es­pléndidos veleros. Los bosques llegaban justamente al borde del agua, prove­yendo madera, mástiles (los mejores del mundo), brea y alquitrán, mientras que el cáñamo requerido para el cordaje era cultivado en los campos. Con todas las materias primas al alcance de la mano, los habitantes de Nueva Inglaterra podían y, en efecto lo hicieron, vender a un precio más bajo que cualquier otro país, en materia de construcción de embarcaciones. No pasó mucho tiempo y sus cha­lupas, sus balandras, sus goletas, bergantines y queches pudieron verse en los puertos de todo el mundo.

Durante cierto número de años, el mar constituyó prácticamente la única vía de comunicación entre los colonizadores. Llevó mu­chos años convertir las sendas indias en caminos adecuados, y, entre tanto, las mercaderías que se intercambiaban las colonias se transportaron por mar, Hacía éste las veces de camino real y en dicho comercio de cabotaje, los pobladores de Nueva Inglaterra se destacaban por su primacía.

A desemejanza de los sureños, carecían de productos agrícolas principales ansiosamente buscados en el Viejo Mundo, pero esta­ban en condiciones de trasladar esos productos en sus naves, puesto que los sureños se consagraban exclusivamente al cultivo del ta­baco y del arroz, y restaban atención al asunto de su acarreo. No tardó el Atlántico en cubrirse de embarcaciones pertenecientes a estos emprendedores yanquis que olían a distancia cualquier tráfico de mercaderías y se hacían presentes para intervenir en él. Trans­portaron mástiles, alquitrán, brea y cáñamo a Inglaterra. Cuando no cargaban su propio envío de pescado y madera, aca­rreaban tabaco del Sur o trigo de Pennsylvania, o azúcar de las Antillas. No había puerto del Atlántico que no fuera en algún momento visitado por los pobladores de Nueva Inglaterra, en busca de negocios. Sus bar­cos se veían en todas partes.

El comercio con las Antillas era muy importante para las colo­nias, particularmente para las ubicadas al norte de Maryland. En estas islas tropicales había grandes plantaciones dedicadas exclusi­vamente a la producción de materias de primera necesidad, como el azúcar y las melazas. Los habitantes de Nueva Inglaterra no demo­raron mucho en descubrir que la población del archipié­lago estaba dispuesta a comprar cualquier cosa que los europeos no necesita­sen. Aquí, también, se presentaba la ocasión de obtener mercader­ías con que sufragar los artículos manufacturados que las colonias no podían dejar de comprar a Inglaterra. La cuestión era llevar a las islas el pescado, la madera, los granos y caballos (es­pecialmente entrenados para las Antillas) propios y trocarlos allí por azúcar, melazas e índigo que serían transportados a Ingla­terra y al resto de Europa. Precisamente la clase de conveniencia mercantil que bus­caban.

Las Antillas constituían asimismo el vértice de otro interesante tráfico triangular cuyos vértices eran Nueva Inglaterra, Africa y las Indias Occidentales.

No importa dónde se comience a recorrer el triángulo; en cada uno de sus vértices los barcos de Nueva Inglaterra hacían negocio —y siempre con carga hasta los topes—. Astutos, activos yanquis que llegaron a convertirse en los mejores marinos del mundo, ¡co­nocían sus naves, conocían el mar y sabían cómo conquistar clien­tela!

Tripulaban los barcos mocetones para quienes el mar significaba aventura; muchachos que elegían entre la monótona rutina de la vida de granja y la atracción del océano. Había aquí opor­tunidad de ver mundo, ganar altos estipendios y ascender tal vez al rango de ofíciales. En Europa semejante cosa no era factible, pues allí, en muchos casos, los oficiales recibían sus plazas por in­fluencias; en las naves de Nueva Inglaterra, los oficiales ascendían de las filas y todo joven marinero tenía probabilidad de buena fortuna. Si, trans­currido un tiempo, se hartaba de viajar o no era promovido, regre­saba a la granja, y otro joven, atraído por el olor del aire salado, ocupada su lugar. Los que se quedaban y llegaban a la función de primeros pilotos o capitanes, alcanza­ban esos puestos por ser du­chos en todo lo concerniente a em­barcaciones. He aquí una flota compuesta de barcos tripulados por muchachos de menos de veinte años o que apenas los ha­bían cumplido, que amaban su apasionante oficio y aprendían todos sus secretos, bajo el mando de marinos que habían comen­zado igual que ellos, trabajando duro y acumu­lando el conoci­miento de todas las triquiñuelas de la navegación, y que ahora, conociendo como libro abierto las embarcaciones y el mar, se ha­bían convertido en capitanes o pilotos. No es de extrañar enton­ces que años más tarde muchos capitanes de Nueva Inglate­rra, no quisiesen hacer uso de las cartas o del sextante o de otros 'Ins­trumentos de navegación y siguieran arribando a lejanos puertos por "pura orientación". No es asombroso puesto que el mar, el co­mercio y los barcos, estaban en el aire mismo que respiraban los pobladores de Nueva Inglaterra.

¿Cuál fue el papel del esclavo negro en la modalidad de vida de Nueva Inglaterra? Apenas encajó. Representaba una mano de obra inexperta, adecuada para los tabacales o arrozales del Sur, pero torpe en aquel tiempo, en lo atinente a la realización de las hábiles tareas del Norte. La pesca no era cosa fácil para los sal­vajes africa­nos, la construcción de navíos requería obreros de la mayor des­treza y en materia de labranza, los trabajos eran tan dificultosos que requerían siempre la atención personal del pro­pietario. No existían labores importantes para el negro, de manera que los navíos de Nueva Inglaterra transportaban esclavos a Vir­ginia y Maryland, a Carolina del Norte y del Sur, a las Antillas pero no a Nueva Ingla­terra. Sus habitantes no tenían reparo en emplearlos, pero les fal­taba en qué. Más tarde, cuando se prohibió la importación de es­clavos, aun cuando el Sur pensó que era per­fectamente correcto hacer uso de seres humanos de raza negra en calidad de siervos, los nativos de Nueva Inglaterra creyeron lo contrario. Está claro que la geografía jugó destacado papel en la formación de estas opuestas ideologías.

Mientras los hombres pasaban su tiempo en la granja o en el mar, las mujeres de Nueva Inglaterra se ocupaban de las tareas domésticas —preparaban la comida, levantaban la mesa, lavaban la vajilla, hacían queso, alistaban frutas en conserva, hilaban, te­jían y cosían—. Fue éste el período de la rueca y del telar hoga­reños, que ahora sólo encontramos en los museos, pero que enton­ces eran su­mamente necesarios y útiles para la confección de la mayoría de las prendas de vestir de todos los miembros de la casa. Los quehaceres abundaban y contando con mucha ayuda, más fá­cil resultaba todo. Las mujeres contraían matrimonio muy jóve­nes, a veces a la precoz edad de catorce años, y eran comunes las familias de numerosa prole, compuesta por diez o más vástagos. Siendo que trabajaban tan arduamente y daban a luz tantos hi­jos, las mujeres muy a me­nudo morían a temprana edad. Sus ma­ridos las más de las veces volvían a casarse y se iniciaba otra fa­milia. Benjamín Franklin era el menor de los hijos de Josiah Franklin, que tenía siete por parte de su primera mujer y diez por parte de la segunda. Había sobradas ocupaciones y se reque­ría la ayuda de todos, desde el padre y la madre hasta el más jo­ven de los hijos. La imagen de un hogar de Nueva Inglaterra guar­daba correspondencia con la pintada por De­foe en 1724, al refe­rirse a las chozas de los campesinos pobres de la vieja madre pa­tria. "Las mujeres y los niños se hallan siempre ocupados en car­dar, hilar, etcétera; de modo que no habiendo ma­nos ociosas to­dos pueden ganar su pan, desde, inclusive, el más joven hasta el anciano; aun los que apenas pasan los cuatro años, se bastan a sí mismos con sus propias manos."

El esquema de Nueva Inglaterra hasta el año 1760: inhóspito suelo pedregoso... pequeñas granjas, atendidas por el propietario y sus hijos, que producían una variedad de cosechas... muchas aldeas y varias ciudades bastante grandes sobre la costa... el lla­mado del mar... el olor del pescado... el sonido del martillo en los astilleros... los expertos obreros —zapateros, carpinteros, cor­deleros, herreros, enladrilladores, tejedores—, industrias caseras... destilerías de ron... algunos telares y fraguas comerciales, algu­nos servidores escriturados y unos pocos esclavos de color, pero principalmente mano de obra blanca libre... Naturaleza, no de­masiado pródiga, exigiendo dura labor a los colonos... fuertes veleros de construc­ción local, tripulados por avezados marine­ros... "buscavidas"... cazadores de oportunidades comerciales en los mercados del mundo... sagaces, emprendedores traficantes.

Las Colonias del Centro, que se extendían entre el Sur y Nue­va Inglaterra, presentaban similitudes más estrechas con el es­quema de la región citada en último término. Aquí la llanura abar­caba al­rededor de un centenar de millas desde la costa, antes de tropezar con la barrera de los Apalaches; el suelo era fértil y la temporada de cultivos relativamente larga; los ríos amplios y profundos, pro­fusas las precipitaciones; la geografía decretó, por consiguiente, que ésta sería zona agrícola; y así fue. Las Colo­nias del Centro, se conocieron en breve por "Colonias del Pan". Aquí se cultivaban extensivamente el trigo, la cebada, el centeno y la fruta. Criábase asimismo ganado vacuno, porcino y lanar. Si bien había cierto número de fundos muy vastos, comparables en tamaño a las in­mensas plantaciones del Sur, la mayoría de los establecimientos eran pequeños al igual que los de Nueva In­glaterra y no existían ni el sistema de plantación consagrada a un monocultivo ni la mano de obra constituida por esclavos ne­gros. Las Colonias del Centro, a semejanza de Nueva Inglaterra, poseían algunos esclavos, pero tampoco había aquí gran uso para ellos y su número declinó. Eran en cambio, numerosisimos los ser­vidores escriturados, y algunos, después de haber expirado el tér­mino de servidumbre y de haber recibido su equipo de herramien­tas y su barrica de maíz, tomaban posesión de tierras por cuenta propia y prosperaban.

También en estas Colonias del Centro, acusaban mayoría los in­gleses, pero muchas otras nacionalidades se afincaron allí. Los holandeses fueron los primeros en venir a Nueva Amsterdam (más tarde les fue quitada por los ingleses quienes la rebautizaron Nueva York); los suecos se instalaron en Delaware y muchos escoceses, irlandeses y alemanes colmaron Pennsylvania.

Los holandeses llevaron a cabo un extensivo comercio de pie­les con los indios, que no tardó en asumir las características de princi­pal industria de este sector (lo mismo que en los otros dos). El in­dio saboreó el ron del hombre blanco y le agradó; probó las armas de fuego del hombre blanco y las halló superiores a sus pro­pias flechas; deseó el ron y la pólvora y trajo pieles de nutria, de ga­muza, de oso, de armiño, de zorro gris y rojo para permutarlos en los centros de trueque. Muy pronto zarparon de las Colonias del Centro, rumbo a Europa, barco tras barco con las bodegas atestadas de pieles.

Pennsylvania y Nueva York rivalizaban con Nueva Inglaterra en la construcción de navíos y también en el comercio. Los puertos de Filadelfia y Nueva York se parecían a Boston, dado el número de veleros que arribaba con su provisión de manufacturas de lujo y partía, llevando harina, víveres, pieles, duelas para barricas, ca­ba­llos, cerdos. 'Un activo comercio tenía lugar con las Antillas. Flo­reció aquí una clase de mercaderes no integrada por pequeños ten­deros sino por adinerados propietarios de flotillas que las en­viaban a todas las comarcas del universo— rival de la existente en Nueva Inglaterra. En tiempos de paz, los negocios prosperaban.

Pero Inglaterra entraba muy frecuentemente en guerra y ello traía aparejada la interrupción del curso normal del comercio. ¿Qué hacer entonces? Este pueblo tenía ingenio y encontró una manera de salir del paso. Cuando Inglaterra se trababa en lucha con Es­paña, Francia o algún otro país, los pacíficos bajeles, dedi­cados al comercio, pasaban a ser buques corsarios. El buque cor­sario era un barco mercante armado de unos cuantos cañones y de una "comi­sión", expedida por el rey, que le daba derecho a apoderarse de y a conservar las naves enemigas y todas las "exis­tencias, artículos y mercancías" que en ellas hubiere.

El New York Mercury informó el 21 de junio de 1762:

Desde nuestra última edición, botóse en los astilleros un espléndido ber­gantín corsario, llamado Monckton; se montarán en éste 16 cañones y será mandado por el capitán Sennet. Todos las corazones de roble, que tengan inclinación por hacer fortuna, apaleando a los españoles, ahora o nunca!

Y en el número del día lunes, 20 de junio de 1757, apareció este anuncio de halagüeñas noticias:

El botín tomado por el bergantín corsario Pliny, al mando del capitán Stoddard, de este puerto, en compañía con el Avispa, al mando del capitán McNamara, de Halifax y del Rey de Prusia, al mando del capitán Ron de Rhode Island, según lo mencionado en nuestra última edición, consistió de un buque llamado La Amiable Jane cuyo comandante monsieur Arnaud tenía bajo sus órdenes 16 cañones y 50 hombres; y un esnón denominado St. Rene de 10 ca­ñones y 30 hombres; fueron tomados el 25 de mayo, alrededor de 40 leguas al este de Bermuda, en su viaje de Cabo Fraçois hacia la vieja Francia, después de 50 días de zarpar. Sus cargamentos: índigo, azúcar, café y algodón.


Era una vida emocionante, aventurera y sumamente lucrativa; tan­to que, a menudo, osados capitanes prolongaban las prácticas cor­sarias, después de haber finalizado la guerra. En esta forma la guerra de corso se tornó piratería. Un cierto número de fortunas coloniales, en las Colonias del Centro, así como en Nueva Ingla­terra, se levantó sobre la base de buques mercantes que se hicie­ron primero corsarios y luego piratas.

El esquema de las Colonias del Centro hasta 1760: un flore­ciente comercio de pieles... buen suelo fértil... granjas, peque­ñas, bien tenidas, que producían una variedad de cosechas, parti­cular­mente trigo... villas y ciudades con puerto marítimo... unos cuantos esclavos negros y muchos servidores escriturados… in-. dustrias locales, manufactura incipiente, pero sin interrumpir to­davía la importación de artículos manufacturados... barcos y co­mercio... corsarios... holandeses, suecos, escoceses-irlandeses, ale­manes, ingleses.

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