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Leo huberman


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*) a convenir que dejarían en paz a los buques del Imperio Británico. Los veleros coloniales encargados de transportar trigo, harina y pescado a los puertos del Mediterráneo, recibían pases del Almirantazgo británico. Los barcos en posesión de tales pases, no eran tocados por los piratas, quienes les permitían seguir libremente su camino. Los buques que, en número de ochenta a cien, realizaban regularmente transacciones comerciales en el Me­diterráneo, tuvieron que contar con esta protección o no habrían podido continuar.

Además, cada vez que la Armada británica salía vencedora en otra conquista y se agregaban nuevas colonias, esto representaba más lugares adonde los barcos coloniales podían comerciar, sin competencia de extraños. Los colonos agradecían profundamente, desde luego, estos beneficios. Las leyes que los ayudasen de esta forma merecían ser obedecidas.

El asunto del gravoso impuesto sobre eI azúcar y las melazas importadas de las Antillas, foráneas, constituía algo enteramente distinto. Los mercaderes coloniales pagaban, del 25 al 40 por cien­to menos, por las melazas francesas que por las británicas. El im­puesto los compelía a adquirir el producto de precio más elevado. Había una manera de salir del atolladero y muchos mercaderes co­loniales la adoptaron.


El contrabando. Algunos de los comerciantes más sólidos de las colonias (lo mismo sucedió en Inglaterra) se convirtieron en con­trabandistas. Más de una fortuna colonial dependió de este co­mercio prohibido. Dada la generalidad con que se hacían entrar las melazas extranjeras sin pagar derechos el contrabando no se consi­deraba delito. "De los 14.000 toneles de melaza importados anual­mente a Rhode Island, 11.500 provenían de las Antillas ex­tranjeras, sin pagar derecho alguno. De los 15.000 toneles importados e Mas­sachusetts en 1763 todos, salvo 500, procedían de las islas extranje­ras." 1

El contrabando no ofrecía dificultad. Las colonias distaban tres mil millas de Inglaterra; su litoral marítimo era largo e irre­gular; los funcionarios británicos se caracterizaban por su indo­lencia; los agentes aduaneros con la misión de vigilar las activida­des de los contrabandistas, o bien mantenían los ojos cerrados o bien los abrí­an lo suficiente para ver algún obsequio destinado a su persona.

Los colonos no se detenían a considerar los medios que coadyu­varían al crecimiento del Imperio Británico o que facilitarían la prosperidad de los mercaderes ingleses o de los propietarios de plantaciones en las Indias Occidentales británicas. Tan sólo les interesaba enriquecerse ellos mismos. Si el acatamiento a las leyes del Imperio no les impedía hacer fortuna, santo y bueno. Si, a fin de hacer fortuna, había que transgredir leyes del Imperio, pues bien, era preferible agujerear las leyes inglesas y no las faltriqueras norteamericanas.

Siendo dable lucrar con el comercio llevado a cabo en tiempos de paz con las islas francesas, aún más dinero podría hacerse en tiempos de guerra, y los mercaderes del Norte aprovecharon la oportunidad. Mientras el Imperio británico libraba una lucha a muerte en la Guerra de Siete Años, mientras los soldados colo­nia­les combatían lado a lado con los británicos a franceses y pieles rojas, los buques coloniales acarreaban presurosamente a las An­tillas de sus contrarios, aprovisionamientos desesperadamente ne­cesitados por sus habitantes. En el curso de un conflicto bélico, se acostumbra que los bandos enfrentados canjeen prisioneros. Los veleros coloniales obtenían pases de los gobernadores respectivos, que les conferían el derecho de dirigirse a las colonias francesas, a efectos de un intercambio de prisioneros. A menudo estas "ban­deras “de tregua” (denominación popular que recibían tales em­barcaciones), transportaban unos cuantos prisioneros franceses y gran cantidad de abastecimientos, La Armada británica procuraba sitiar por hambre a los franceses; los barcos coloniales atrave­saban, no obstante, su bloqueo, cargados de víveres para eI ene­migo. Ja­mes Hamilton, gobernador de Pennsylvania, escribió que en 1759 y 1760 "un grupo muy numeroso de los principales mer­caderes de Filadelfia se dedicaba a este comercio con las Antillas francesas". La Guerra de Siete Años quizás hubiese durado sólo cinco si los colonos no hubieran ayudado a alimentar al enemigo.

Para las gentes que creían sinceramente en el Imperio Bri­tánico, Francia era enemiga ya fuere en la India, Europa, Norte­américa o las Antillas. Pero, en el sentir de los colonos, la Francia del Canadá y de la región al oeste de los Montes Apalaches era, si, una odiada adversaria y estaban dispuestos a colaborar para aplastarla; en cambio la Francia de las Indias Occidentales brinda­ba un lugar capaz de proveer la continuación de un fructífero co­mercio. Los colonos no experimentaban hondo interés por el Imperio Británico. No se consideraban ingleses, ni siquiera ame­ricanos. Un colono se tenía a si mismo por virginiano o neoyor­quino u oriundo de Massa­chusetts. Las colonias no constituían un país unificado; eran trece países. Estaban celosas unas de otras y continuamente surgían re­yertas.

A veces discutían en lo relativo a los límites, otras acerca de la competencia comercial. Cuando la metrópoli solicitaba algo de ellas, era muy corriente que pasaran la responsabilidad a las demás. Cada colonia solía esperar hasta ver cuánto hacían las otras, y todas procuraban no esforzarse más que la que acusaba mayor morosi­dad. Era muy difícil conseguir que actuasen juntas, aun frente al enemigo común: los franceses o los indios. Así, en el otoño de 1763, se produjo un serio levantamiento indígena cuyo cabecilla fue el jefe indio Pontiac. Amherst, comandante en jefe del ejército británico de la zona, pidió a Nueva York, Nueva Jer­sey, Pennsyl­vania y Virginia que suministrasen tropas. Nueva York respondió que cumpliría su parte, únicamente si se solicitaba la ayuda de Nueva Inglaterra, Nueva Jersey siguió el ejemplo de Nueva York. En vista de que no se proporcionaron suficientes sol­dados, Gage, comandante en jefe que seguía en autoridad a Am­herst, requirió finalmente la colaboración de las colonias de Nueva Inglaterra. Massachusetts negó la suya, no hallándose dispuesta a recibir órde­nes de Nueva York. Nueva Hampshire la imitó por­que Connecticut y Massachusetts no habían aportado su contri­bución. Rhode Island rehusó colaborar. Por último, Connecticut consintió en reclutar un reducido cuerpo de soldados. Virginia cubrió su cuota. Nueva York reunió algo más de la mitad de las tropas deseadas y Nueva Jersey acordó proveer trescientos solda­dos en vez de los seiscientos pedi­dos. Entre tanto, la lucha contra Pontiac proseguía.1

Los comandantes militares británicos estaban enfurecidos por la necesidad de rogar a los colonos que suministrasen tropas, cuando tenían que haber podido obligarlos a ello. Pero los colonos no se hallaban dispuestos a aceptar órdenes fácilmente. Habían logrado amplia práctica en materia de querellas con los británicos, surgida de sus muchas disputas con los gobernadores reales. A pesar de que el Parlamento británico dictaba la legislación de comercio relacio­nada con sus posesiones norteamericanas, la ma­yoría de las demás leyes que regían las diferentes colonias, eran creadas por sus pro­pios habitantes. Cada colonia elegía su grupo privativo de legisla­dores. Por añadidura, el rey nombraba un go­bernador real con auto­ridad sobre todas las colonias, excepto Rhode Island y Connecticut, a efectos de que interviniese en la formu­lación de las leyes. Se pro­ducían frecuentes altercados entre los legisladores coloniales y el gobernador real. Aquéllos pensaban en primer lugar en los colonos, éste ante todo en Inglaterra y el Imperio. Los colonos pretendían alguna cosa determinada, el go­bernador real la vetaba con su nega­tiva. El gobernador real se proponía algo en particular, los colonos se oponían a ello. En gran parte de los casos, los colonos salían con la suya, principalmente porque de sus bolsillos se extraía el esti­pendio del gobernador real. Si éste no se comportaba como era debido, su dieta era retenida o se le reducían los honorarios. Los colonos tenían la sartén por el mango. Cayeron, poquito a poco, en el hábito de hacer su voluntad, Estas cuestiones con los gobernado­res reales, representantes del gobierno británico en Norteamérica, les infundieron la experiencia necesaria para no ceder un ápice de lo que, a su juicio, era derecho propio.

Desde 1607 hasta 1763, estas trece celosas colonias sostuvieron trece disputas separadas con la madre patria. Pero, en cada caso, la discusión obedeció a iguales motivos. Cada veinte años las co­lo­nias duplicaban su población. El comercio y la agricultura colo­niales crecían tremendamente. Los colonos querían expandirse y en todas partes tropezaban con el control británico, cuyo propósito era favorecer a la metrópoli o al Imperio. En razón de encontrarse a tres mil millas de distancia de Inglaterra; de que, en muchos casos, habían emigrado a América para escapar de las costumbres o leyes europeas que los molestaban o les impedían ganarse la vida decen­temente; a causa de que, una vez aquí, habían apren­dido a cuidar de sí mismos, a pesar de las tentativas de injerencia de los gobernado­res reales; de que se habían ido habituando a quebrantar aquellas leyes del Imperio que les desagradaban; en virtud de todas estas cosas, los colonos se habían tornado pro­gresivamente más inde­pendientes. Mientras que Inglaterra consi­deraba que las colonias existían en obsequio suyo, éstas pensaban que existían en interés de ellas mismas.

Sin embargo, hasta 1763 habían estado contentas de seguir for­mando parte del Imperio. Hasta esa fecha, muy pocos colonos ha­bían pensado en separarse de Inglaterra. Pero el 4 de julio de 1776, trece años más tarde, Norteamérica dijo categóricamente: Ya no queremos pertenecer a vuestro Imperio. Nos gobernaremos nosotros mismos. ¿Qué había sucedido?

Por espacio de siete años, Inglaterra había estado empeñada en una feroz guerra con los franceses. La cesación de la lucha había aportado a su Imperio un tremendo aumento territorial. Más islas en las Indias Occidentales, toda la región que se extendía desde los Apalaches al Mississippi (excepto Nueva Orleáns en la desembo­cadura de este río), todo el Canadá; tales las enormes posesiones agregadas a sus colonias americanas. Todo ello resul­taba impresio­nante en grado sumo, pero requeriría muchísima atención. Habría que velar por el nuevo territorio y esto insumiría grandes sumas de dinero. Los contribuyentes británicos se que­jaban ya del elevado costo de las repetidas guerras de Inglaterra, de modo que había que solucionar el problema de alguna manera. Al propio tiempo, tam­bién urgía resolver la cuestión del contra­bando que tenía lugar en las colonias. Y había, además, que tomar medidas para mantener tranquilos y satisfechos a los indios, a fin de que su tráfico de pieles no fuese concedido a los franceses, con quienes se hallaban en amistosos términos. En opinión de los miembros del Parlamento, era evidente que la autoridad de Inglaterra había perdido firmeza en sus colonias americanas y que el lazo de unión con el Imperio debía apretarse.

Los indios habían experimentado alarma ante el movimiento de los colonos en dirección oeste. Excitados por los franceses, es­taban constantemente en pie de guerra. Los traficantes de pieles proce­dentes de las colonias, en muchos casos componían una des­honesta pandilla de bribones insatisfechos con las ganancias que podían obtener honradamente. Hacían uso del ron para embo­rrachar a los indios y luego los estafaban. El tráfico de pieles interesaba sobre­manera a los ingleses, de modo que quisieron man­tener contentos a los indios. Por lo demás, también convenía im­pedir que los colonos se alejasen demasiado de la costa, a lugares donde se pusieran fuera del alcance del gobierno británico. Y, si cabía la posibilidad de beneficiarse cuando se valorizaran las tierras del oeste, los ingleses querían ser dueños de una amplia participación.

La Proclamación de 1763 fue la contestación a todo esto. El Parlamento no tenía intención de vedar a los colonos para siempre el traslado allende las montañas; el plan era formalizar la paz con los indios hasta que el tráfico de pieles pudiera controlarse. Proba­blemente volviera a permitirse, en el plazo de unos cuantos años, el movimiento hacia el Oeste. Pero la Proclamación no lo declaraba y los pobladores del Oeste, los traficantes coloniales de pieles y los miembros de las compañías de bienes raíces se im­pacientaron. La Proclamación les hizo sentir que habían sido engañados. Ardían de furia contra los ingleses.

Mientras duró la Guerra de Siete Años, los negocios fueron ex­celentes en las colonias. Los franceses, bajo la imperiosa nece­sidad de provisiones, estaban preparados a pagar altos precios por ellas; el ejército británico que operaba en Norteamérica sig­nificaba muchísimas bocas para alimentar. Como resultado de ello, los agri­cultores y plantadores norteamericanos extendieron sus estableci­mientos, dando a la venta todo lo que cultivaban con gran aumento de precio. Los comerciantes minoristas acrecenta­ban sus existen­cias en vista de que vendían sus mercaderías con pingües ganan­cias. Los buques mercantes efectuaban transacciones inmensa­mente provechosas. Muchas personas amasaron fabulosas fortunas de la noche a la mañana. El dinero era fácil de conseguir y la gente se acostumbró a vivir en forma mucho más rumbosa que antes. Pero, como siempre ocurre, esta prosperidad aparente, de tiempos de guerra, no duró. Sobrevino el derrumbe al finalizar las hostilida­des en 1763. El ejército fue licenciado, los franceses dejaron súbi­tamente de comprar y los precios decayeron. Los mer­caderes, los agricultores y los pequeños comerciantes se encon­traron abarrota­dos de mercaderías, mientras los precios bajaban bruscamente. Los trabajadores fueron despedidos. La época no podía ser peor. Era el momento preciso de trasladarse al Oeste y recomenzar una nueva vida. Pero se interponía el obstáculo de la Proclamación, esa odiada ley inglesa. Desde luego que, pese a ella, mucha gente se marchó —tratábase de un movimiento demasiado poderoso para que nin­guna ley lo detuviera—, pero de todas ma­neras, los colonos estaban indignados.

Aun finalizada la guerra, los británicos temían que los 85.000 franceses derrotados volvieran a ocasionar disturbios. Sabían que algo semejante sucedería con los indios. A su juicio era inútil de­pender de las colonias en lo concerniente a un ejército. Se ha­llaban cansados de librar guerras coloniales mientras los pobla­dores se pasaban unos a otros la responsabilidad, en vez de poner todo su empeño en ayudar. Seria menester establecer fuertes en el Oeste y equipar un ejército regular de por lo menos 10.000 soldados. Puesto que, en parte, la guerra se había entablado para ayudar a los colonos, era justo, a criterio del Parlamento, que éstos colaborasen en el pago de los pesados gastos ocasionados por la contienda. Y, dado que el nuevo ejército y los fuertes que habrían de sostenerse serian empleados para la protección co­lonial, era justo que los co­lonos también contribuyeran.

De modo que el Parlamento llevó adelante sus planes para re­caudar dinero y poner radical terminación al contrabando en las colonias. En 1764 se dictó el "Acta del Azúcar". Tratábase de la antigua "Acta de las Melazas", disimulada bajo un nuevo ropaje. El impuesto sobre las melazas francesas, anteriormente de seis peni­ques por galón, se redujo a tres peniques. Aplicáronse impues­tos sobre otras importaciones, tales como sedas, café y vinos. El dinero recabado se destinaría al pago de los gastos originados por el nuevo ejército de Norteamérica, No debería haber más contra­bando. La Marina británica patrullaría la costa americana y se apoderaría de todos aquellos barcos que infringieran la ley. Ya no se les permitió a los funcionarios de aduanas permanecer en Inglaterra, mientras alguna persona a sueldo hacía por ellos el trabajo en Norteamérica. Se ordenó a los gobernadores reales que cumpliesen cabalmente con sus deberes. Quienquiera ayudase a prender contrabandistas recibiría una parte de las mercancías se­cuestradas. Serían recom­pensados los informantes. El Parlamento se había propuesto actuar en serio. Esta nueva ley mostraba los dientes.

Pero aquí no terminaba la cosa. En 1765 el gobierno británico aprobó el Acta del Timbre, concebida con el objeto de reunir fon­dos destinados a costear el mantenimiento de las tropas de Norte­américa. El Acta citada proveía que las barajas, los dados, folletos, periódicos, avisos, diplomas de colegio, almanaques, las licencias de matrimonio y muchos papeles legales, debían llevar adherido un sello.

Si bien esta forma de gravamen ahora se acepta como hecho co­rriente en los Estados Unidos (la estampilla azul del gobierno sobre el tapón de las botellas de licor y sobre los paquetes de cigarrillos y los naipes, resulta familiar a todos nosotros), halló, en el año 1765, gran resistencia en las colonias. En Inglaterra el Acta del Timbre regía desde varios años atrás. La gente se había habituado al em­pleo de los sellos, sin provocar alboroto alguno. A juicio de los miembros del Parlamento, si los sellos eran buenos para Inglaterra, ¿por qué no para sus colonias, particularmente en vista de que el dinero reunido se invertiría en éstas? Pero los miembros del Parla­mento se equivocaban: en 1765 los sellos no eran buenos para Norteamérica.

Acta de Proclamación en 1763. Acta del Azúcar en 1764. Acta del Timbre en 1765. Difíciles tiempos en las colonias.

El montaje del escenario anunciaba disturbios y éstos no tarda­ron en producirse.

La disputa entre fronterizos e integrantes de las clases su­perio­res no había cesado. Los trabajadores urbanos comenzaban a ple­garse a esta lucha en procura de un fortalecimiento de poder. Los ricos mercaderes y plantadores aún manejaban el gobierno en todas las colonias, pero las clases más pobres comenzaban por doquier a cuestionar su derecho al mando.

En esos momentos aconteció algo interesante. Los ricos mer­ca­deres de las colonias comerciales se sintieron profundamente mo­lestos por los barcos de la Marina británica, constantemente al ace­cho para Impedir el contrabando. Siendo que muchos de ellos ten­ían comprometida su fortuna íntegra en el comercio de las Indias Occidentales extranjeras, esta nueva vigilancia de la Ma­rina ases­taba un terrible golpe a sus negocios. También afectaba a los des­tiladores de ron el golpe sufrido por los contrabandistas. Algunos comerciantes y elaboradores de esta bebida perdieron todo su di­nero y otros intuyeron que también se verían privados del suyo, a menos que pudiera adoptarse alguna medida en cuanto a la aborre­cida Acta del Azúcar.

La aprobación del Acta del Timbre brindó a los mercaderes la oportunidad que buscaban. Soliviantaron a las clases más pobres, haciéndoles creer que las nuevas leyes de Inglaterra constituían la causa de sus dificultades. Los abogados, perjudicados por el Acta del Timbre, pronunciaron fogosos discursos relativos a los "dere­chos de los ingleses". Los directores de periódicos, también ame­nazados por el Acta, publicaron largos artículos en sus diarios, oponiéndose a las "injustas leyes" de Inglaterra. La gente común, cuya situación era apremiante la mayor parte del tiempo y que ahora se veía despedida de sus empleos a causa de los difíciles tiempos que corrían, acogía de buen grado cualquier oportuni­dad que se le presentara de mejorar sus condiciones de vida. Se le in­dujo a creer que Inglaterra era su enemiga y que sus leyes no deb­ían acatarse.

Las leyes comerciales habían perjudicado a los mercaderes, pero esta nueva Acta del Timbre dañaba a todo el mundo. In­glaterra jamás había tratado antes de obligar a los colonos a pagar impues­tos directos. Era difícil alborotarse en lo referente a impuestos indi­rectos como, por ejemplo, los cobrados en los puer­tos, pero el Acta del Timbre representaba algo diferente. Aquí todo el mundo tenía a la vista los odiosos sellos.

Los trabajadores urbanos se agruparon, dándose el nombre de "Hijos de la Libertad". Destrozaron las casas de los agentes del timbre y arrojaron sus muebles al arroyo. Se apoderaron de los se­llos, hicieron con éstos altas pilas en las calles y los que­maron. Hubo desórdenes en Nueva York, Boston, Charleston y otras ciu­dades grandes. "Los Hijos de la Libertad" fueron cabalmente des­pertados; el hombre de la calle, con característico valor, tras­ladaba a la acción Ios discursos y los escritos.

Los mercaderes adoptaron, a su vez, rápidas disposiciones. Idea­ron un excelente método que obligaría al Parlamento a cambiar de propósito. Habían venido adquiriendo continuamente mercade­rías inglesas para vender en las colonias. Uníanse ahora con el plan de no importar ya nada de Inglaterra. Esto configuraba una hábil es­tratagema, ya que, si dejaban de comprar mercaderías in­glesas, los fabricantes ingleses, en vista de la pérdida de todo este negocio, no tardarían en ejercer presión sobre el Parlamento a efectos de dero­gar el Acta del Timbre.

El general Thomas Gage, a la sazón comandante de las tropas británicas en América, describió lo ocurrido, en una carta dirigida a Conway, —secretario de Estado del rey—, que escribió desde Nueva York con fecha 21 de diciembre de 1765:

El plan de la gente adinerada ha sido incitar a las clases bajas para impedir la ejecución de la ley... con miras a aterrorizar e inti­midar al pueblo de Inglaterra induciéndolo a una derogación del acta. Y, habiendo los mercaderes contramandado las mercaderías cuyo envío habían solicitado, a condición de que el acta sea dero­gada, no cabe lugar a dudas de que muchas ciudades comerciales y mercaderes principales de Londres los asis­tirán, con el objeto de que logren sus finalidades.

Los abogados constituyen la fuente de donde han dimanado los clamo­res en todas las provincias. En esta provincia no se efectúa ninguna tran­sacción pública sin ellos, y sería de desear que por lo menos el foro estuviese libre de culpa. Todo el cuerpo de mercade­res en general, asambleístas, magistrados, etc., se han unido en este plan de sedición y sin la influencia y la instigación de ellos, el pue­blo inferior se habría mantenido tranquilo. Antes de excitarlo fue­ron menester muchos esfuerzos. Los marineros, únicas gentes que merecen el correcto título de populacho, están enteramente bajo el mando de los mercaderes que los emplean.1

Las clases bajas, cuya principal querella tenía lugar con los ri­cos, estaban siendo, según Gage lo observara con aguda percep­ción, engatusadas e inducidas a entablar la batalla en favor de los ri­cos. Una vieja, viejísima historia. Los husos y telares hogareños trabajaban horas extra en la confección de ropas para los colonos, a fin de no comprar prendas inglesas. Los colonos prometieron re­nunciar a los muy elaborados funerales a los que se hallaban acos­tumbrados, a los efectos de que el paño inglés no fuese necesitado. "¡No comprar mercaderías inglesas!" era el grito popular.

De cualquier modo, en esta época los negocios de Inglaterra an­daban mal. Ahora, con el boicot de los norteamericanos, empeo­raban paulatinamente. Los comerciantes ingleses escribieron al Parlamento, rogando que se renunciara a las leyes que habían oca­sionado todo el alboroto. Una de esas cartas decía, "Nuestro co­mercio ha sido dañado; ¿qué diablos habéis estado haciendo? No pretendemos, por nuestra parte, comprender vuestra política en los asuntos americanos, pero nuestro comercio ha sido perjudicado; os rogamos remediar esto y caiga sobre vosotros el castigo divino si no os prestáis a ello." El Parlamento captó la insinuación. El Acta del Timbre fue abolida en 1766.

En Norteamérica recibióse la nueva con general alborozo, ca­li­ficándosela de "gloriosa noticia", pero ésta no perduraría. El Par­lamento había adoptado la determinación de hacer que los co­lonos compartieran los gastos del Imperio. También estaba resuelto a grabar en las mentes de los colonos el hecho de que legalmente le asistía autoridad para imponerles tributos. Patrick Henry, fron­terizo que integraba el cuerpo de legisladores de Virginia, había argu­mentado que sólo los propios legisladores de los colonos, no el Parlamento, tenían derecho a exigirles contribuciones. Otros co­lonos opinaron lo mismo. Según los miembros del Parlamento, to­das estas eran pamplinas.

Prepararon un nuevo código legal. El impuesto sobre las me­la­zas fue nuevamente rebajado. Las Actas Townshend, aprobadas en 1767, impusieron gravámenes sobre el vidrio, el plomo, el té y va­rias otras cosas enviadas a Norteamérica. Tratábase, en este caso, nuevamente de un impuesto indirecto, del género al que los colo­nos habían estado siempre habituados en el pasado. El Par­lamento no esperaba ulteriores complicaciones.

Pero en estas nuevas leyes existían ciertas provisiones des­tina­das a provocar dificultades. Muchos funcionarios británicos habían temido cumplir con su deber en casos contra colonos cul­pables de violar las leyes, porque a menudo el pueblo enfurecido los dañaba a ellos o a sus bienes. Otros se sentían en la imposibi­lidad de hacer nada a raíz de que los colonos les pagaban sus suel­dos. Una provi­sión de las nuevas leyes dictaminaba que parte del dinero recabado de los derechos impositivos sería aplicada al pago de los emolu­mentos de los gobernadores reales y de otros funcionarios británi­cos que actuaban en América. Los colonos re­conocieron de inme­diato este golpe infligido a su poder. Otra pro­visión establecía el envío a Norteamérica de más agentes aduane­ros y más barcos de la marina, a efectos de colaborar en la re­presión del contrabando. Acordóse a los funcionarios aduaneros el derecho de entrar por la fuerza en cualquier casa, comercio o sótano, en busca de merca­derías contrabandeadas, autorizándose asimismo la confiscación de las mismas. Los colonos objetaron enérgicamente este golpe di­recto a sus libertades.

El pueblo fue nuevamente soliviantado. Se repitió el boicot a la importación. Más tumultos, más quemazones, y un ininterrum­pido contrabando. El 10 de junio de 1768, el Liberty, balandro de John Hancock, arribó al Puerto de Boston cargado de vino pro­cedente de Madeira. El funcionario destacado en el puerto se negó a permitir el desembarco del vino mientras no se abonara el impuesto. Se le ofreció una coima. Habiendo rehusado aceptarla, fue arrojado a una cabina de la embarcación y mantenido allí, en tanto el vino era rápidamente descargado en tierra. Un mes más tarde, agentes adua­neros se apoderaron del velero. El populacho se amotinó, atacó a los funcionarios y apedreó sus casas. Por tanto, fueron enviados a Boston más soldados británicos.

Los británicos se empeñaban con todas sus fuerzas en poner coto al contrabando. Benjamín Franklin redactó un escrito titulado "Reglas para Reducir un Gran Imperio, convirtiéndole en Uno Pe­queño". Con amargo sarcasmo describía la actuación de los agentes fiscales de Inglaterra. "Recorrer con barcos armados cada bahía, puerto, río, riachuelo, caleta o escondrijo a lo largo de la costa de vuestras colonias; dar la orden de alto y detener a cada buque cos­tero, a cada chalana maderera, a cada pescador; tum­bar su carga­mento e inclusive su lastre, de adentro para afuera y de arriba para abajo y si se encuentra una partida no declarada de alfileres por valor de un penique, hacer que el todo sea tomado y confiscado."

Los barcos fiscales británicos cada vez se mostraban más vigi­lantes, sin lograr empero interrumpir enteramente el contrabando. El litoral era excesivamente largo y la gente tomaba activa parte a favor de los contrabandistas. En julio de 1769, la turba quemó en Newport, Rhode Island, la balandra fiscal británica Liberty, por­que acababa de capturar dos veleros acusados de contrabando. Aquellos delatores que denunciaban a los contrabandistas a menudo eran apaleados. En Boston, el populacho se apoderó de un infor­mante, y lo cubrió de brea y plumas haciéndole recorrer después las ajetrea­das calles; en Nueva York otros tres delatores también fueron recu­biertos de brea y plumas. El sentimiento de antagonis­mo que sus­citaban en el pueblo estas personas llegaba a agitar hasta a los es­colares. En Boston, el día miércoles 22 de febrero de 1770, por la mañana, varios colegiales armaron una gresca con un delator lla­mado Richardson. “Se batió en retirada hasta su casa allí nomás, bajo las estridentes befas de ¡Delator! ¡Delator! Aquí se le reunie­ron su mujer y un hombre y los dos bandos se arrojaron cascotes hasta que quedó claramente establecida la superior puntería de los niños. Entonces, desde el interior de la casa, Richardson disparó varios tiros a la multitud, matando a Christopher Snider, niño de once años de edad e hiriendo al pequeño hijo del capitán John Gore”

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