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El maíz indio fue de suma importancia para los primeros pobla­dores. Tanto tenían que hacer en un brevísimo lapso de tiempo. El maíz podía plantarse ya fuere labrando un poquito la tierra, ya sin roturarla siquiera; una vez sembrado, demandaba muy escaso tra­bajo en el período de crecimiento.; desarrollado, no necesitaba co­secharse inmediatamente; mientras que otros granos deben ser re­colectados justo en el momento preciso, el maíz puede permanecer en pie durante varios meses; la misma suma de tra­bajo agrícola requerido tanto por el maíz como por el trigo, pro­ducía el doble de maíz; toda la familia lo comía y sí había caba­llos, vacas, cerdos u ovejas, también este ganado se alimentaba con él: nada habría po­dido reemplazarlo, ni el trigo, ni la cebada, ni las patatas; era el grano perfecto para el pionero.

El hombre que poblaba estas regiones y su familia podían derri­bar por sí mismos los árboles; podían medir los troncos para las cabañas y abrir ranuras en ellos; pero, en lo que se refiere a la etapa de la verdadera construcción de su cabaña, necesitaban ayuda. Cuando todo estaba listo, los vecinos de millas a la redonda hom­bres, mujeres y niños llegaban hasta allí a caballo. Se presentaba entonces la ocasión de una "reunión", gratísima para esas gentes solitarias, a millas de distancia unas de otras. Los hombres se dedi­caban a la tarea de apilar tronco sobre tronco, colocando luego el techo. La casa se levantaba. Mientras tanto, la bebida corría libre­mente. El alcohol era, al parecer, necesario para el pionero. En to­das aquellas oportunidades en que estos po­bladores se congrega­ban, fuera para una boda, un funeral, una fiesta el día en que se procedía al desgranamiento del maíz, o a la limpieza de un campo para librarlo de tocones, siempre corría la bebida en abundancia.

Puesto que había que cuidar de dos cosas a la vez: de una ca­baña y de una granja, habiendo mil y una tareas que realizar, los hombres, por lo general, se casaban a temprana edad. La ayuda era constantemente necesaria y las familias comprendían nume­rosa prole; habrían sido aún más largas si no hubiesen perecido tantas criaturas de corta edad, a raíz de la falta de asistencia médica o de los incipientes conocimientos de aquel entonces, en materia de curación de enfermedades infantiles. Varones y niñas, no bien se transformaban en hombres y mujeres, contraían ma­trimonio y se marchaban más hacia el Oeste, a fin de crear hogares propios.

Había trabajo para todo el mundo. Daniel Drake, en su Pioneer Life in Kentucky, nos da cuenta de-las tareas que estuvieron a su cargo, siendo niño:

“Ya me he referido al rallado y al machacado del maíz, a la ta­rea de acarrear agua sobre los hombros, desde un manantial dis­tante, a la de tener agarrado el ternero por las orejas durante el or­deño, a la de ir a la laguna los días de lavado... Eran trabajos regu­lares, hachar, partir y llevar aden­tro la leña, mantener vivo el fuego, recoger en el cesto del maíz astillas que sirviesen de hornija por la mañana y de iluminación en las largas tardes de invierno, cuando el "sebo" era demasiado escaso para aportar sufi­cientes candelas y la "grasa" tan necesaria para cocinar... Otra de mis ocu­paciones consistía en mojar las vacas y cuando éstas se enfurecían azu­zarlas hacia una de las esquinas del corral y mantenerlas a raya con un palo, desde arriba, mientras mi madre las ordeñaba. De vez en cuando la secundaba en esta tarea, pero se le enseñó a mi her­mana Lizzy lo más pronto posible, en vista de que todo el vecinda­rio consideraba el ordeñe algo demasiado "femenino" para un varón.1

Pero la vida no era exclusivamente de trabajo, sin lugar a diver­sión alguna. Verdad es que había muy contados momentos en que el pionero podía entregarse a su solaz pero, aunque muy espa­cia­dos, llegaban al fin. Uno de ellos arribaba cuando se organizaba el juego de separar la mazorca de la chala seca. Con tal objeto, se disponía una carrera, para lo cual elegíanse dos bandos, siendo declarado ganador el equipo que terminaba primero.

Drake, a quien le tocó intervenir en muchas de estas com­peten­cias, nos las describe:

Cuando concluía la cosecha, amontonábanse las mazorcas, formando una extensa pila o parva; se fijaba una noche y los veci­nos eran más bien notificados que invitados, por cuanto se trataba de un. asunto de asistencia mutua. Al caer la noche, a medida que iban llegando, se tendía a todos los concurrentes, hombres y mu­chachos, la botella de whisky de. vidrio color verde y de un cuarto de galón de capacidad, tapada con un marlo, para que bebiesen un trago. Dos hombres o más comunmente dos muchachos, eran de­clarados capitanes por aclamación. Recorrían el lugar reservado a la parva y estimaban a ojo de buen cubero sus dimensiones, hasta que se ha­llaban en posición de fijar un punto divisorio. La elección dependía de hacer revolear en el aire un tasquil, en uno de cuyos lados se había escupido y, en breves minutos, las fuerzas rivales se lanzaban la carga sobre la parva. El dueño de casa, después de haber aguardado a que todos llegasen para extenderles la botella, entraba en el juego, ocupando su puesto eu el extremo que le co­rrespondía... Dividido el montón en dos, los bandos se daban la espalda y hacían marcar a sus manos un ritmo muy peculiar, en tanto que el coro de voces, en una noche serena, podía escucharse a una milla de distancia. Mientras, la botella de whisky, repetida­mente vuelta a llenar, circulaba libremente y una vez terminado el juego, el capitán victorioso era alzado en hombros de los hombres más fornidos, con la botella en una mano y su sombrero en la otra, llevándosela en triunfo alrededor del bando ven­cido, entre gritos de victoria que atronaban el espacio. Después venía la cena, en la que habían estado activamente ocupadas las mujeres, y que siem­pre incluía un "pastel de carne"... alrededor de medianoche los más sobrios acompañaban a los borrachos a casa...1

La vida, ruda, formó gentes recias, fuertes. Era asimismo solita­ria y callada, lo cual tuvo su efecto sobre el pionero. Cuando se unía a sus semejantes en una cacería de lobos, en una riña de ga­llos, o, más tarde, en la reunión de los sábados en el almacén, mos­trábase inclinado a beber copiosamente, y a toda suerte de bromas y ásperos juegos. Las pendencias o los matches de lucha, asumían características brutales. Los adversarios podían arañarse, tirarse del cabello, tratar de asfixiarse entre sí, arrancarse la nariz a mordisco­nes e inclusive sacarse los ojos. Les parecía muy gracioso "doblar en dos a un hombre borracho dentro de una barrica -es­tando a su vez ebrios- colocar la tapa, clavetearla firmemente y hacerlo rodar por la pendiente de una colina de cien pies o más".

Aun en los momentos en que "recibía religión", el fronterizo llegaba a alto grado de excitación. El jinete de circuito (el pre­dica­dor que iba de población en población), solía celebrar oca­sional­mente un gran "reavivamiento"* al cual concurría multitud de hom­bres, mujeres y niños, desde varias millas a la redonda. Era dable ver entonces curiosas escenas. Al tiempo que el predica­dor pronun­ciaba su fogoso sermón, muchos de sus oyentes solían incorporarse de un salto y se ponían a gritar, otros ladraban y algunos alcanza­ban tal punto de enardecimiento que rodaban por el suelo presa de espasmos o "respingos".

El hombre del Oeste era hospitalario. Sus modales bruscos y su apariencia poco cortés, no impedían empero que el viajero perdido o fatigado hallase siempre la bienvenida en su rústica cabaña. Sus bienes no eran muchos, pero estaba dispuesto a com­partirlos. Su frase, "Supongo que puede usted quedarse", no sonaba muy invita­dora, pero era hombre parco en el hablar y enemigo de ceremonias. James Hall, en oportunidad de un viaje a través de los bosques, fue ayudado a cruzar una corriente por un ha­bitante de la región. Nos relata lo que ocurrió:

"Después de beber un tazón de leche, lo cual, en realidad, pedí a modo de excusa para pagarle algo más por la molestia que se había tomado, solicité que me hiciera saber cuánto le debía por haberme transportado de una orilla a otra, a lo que respondió divertidamente diciendo que 'nunca aceptaba dinero por prestar ayuda a un viajero en camino'.

"'Entonces, permítame pagarle la leche.'

"Jamás vendo leche".

'Pero', Insistí, 'Preferiría pagarle. Tengo dinero suficiente!

'Y bien', replicó, 'Yo tengo leche suficiente, de manera que es­tamos a mano; mi derecho a darle leche es tan bueno como el suyo a darme dinero'."

Tocóle al pionero la difícil empresa de modificar sus antiguos hábitos para adaptarlos a su nuevo medio ambiente. La línea fron­teriza constituía el "punto de encuentro entre lo salvaje y la civili­zación". El chacarero precursor tuvo que renunciar a sus mo­dales civilizados para convertirse, durante un tiempo, en exac­tamente un salvaje. Se quitó sus atavíos de hombre educado, re­emplazándolos por la casaca de caza y el mocasín. Renunció a su hogar civilizado y vivió en una cabaña de troncos. No había pa­sado mucho tiempo y araba a la manera india, con un afilado palo, y plantaba maíz. Dejó de lado los métodos civilizados de combate y lanzó al aire el grito de guerra y extrajo a su enemigo el cuero cabelludo, según un auténtico estilo de barbarie. Realizó todas estas cosas, no porque quisiese, sino porque se vio forzado a ello a fin de subsistir. La selva imponía esta forma de obrar; el hecho de no haberse ajustado a esta modalidad de vida habría significado una muerte segura. Poquito a poco fue transformando la agreste soledad, pero, entre tanto, también en él se había ope­rado un cambio. Era una nueva persona. Muchas de esas cuali­dades que consideramos típicas de los norteamericanos en general, fueron el resultado de esta vida en la frontera.1

¿Qué cosas le enseñó al pionero esta batalla con la selva virgen?

Le enseñó a ser independiente. Con sus propias manos, sin otro recurso que sus propias fuerzas, había hecho frente a una situación insólita y la había conquistado. Se procuró víveres, re­fugio, vesti­menta, bastándose a sí mismo. Cuando partió del Este rompió los vínculos con su antiguo hogar. Un hecho interesante es que, si bien las gentes al oriente de las montañas miraban de frente a Europa y pensaban en la región del Oeste, como "el interior del país", el pio­nero, a la inversa, encaraba a occidente y llamaba al Este "el inte­rior del país". Sabía lo que quería y se propuso obtenerlo; no le gustaban interferencias de ninguna clase. Había demostrado su capacidad para cuidar de sí mismo. Era su propio amo.

La lucha le dio una sensación de autoconfianza; había sido una violenta pugna en la que había debido acometer tremendas adversi­dades y consiguió vencer; los condenados al fracaso, o bien regre­saron a sus lares, o bien murieron, pero el pionero que se había quedado y había vivido y había salido airoso, estaba orgu­lloso de sí mismo. Había librado una batalla contra los elementos naturales, resultando victorioso; nada lo arredraba ya. Creía en sí mismo y en su capacidad para desenvolverse. El suyo era un país joven. Poseía la confianza y el entusiasmo de los jóvenes.

Creía que un hombre era tan bueno como otro. En la mayoría de estos nuevos Estados del Oeste, se concedía el derecho a votar a todos los hombres blancos, por igual. El pionero aprendió a va­lorar a los hombres no según su rango, sino según lo que fuesen capaces de hacer. Se derramaron en el Oeste alemanes, escoceses, irlande­ses, franceses, nativos de todas partes del mundo. Allí eran todos iguales; ricos o pobres, instruidos o ignorantes, groseros o refina­dos, para todos la tarea no ofrecía diferencias. El que lo­grara buen éxito, fuese quien fuere, era igual al hombre inmedia­tamente a su lado.

En una apiñada concentración de personas que tenía lugar en el Oeste, ciertos funcionarios trataban de abrirse camino por la fuerza hacia la plataforma. "Dejen pasar", gritaban, "somos los represen­tantes del pueblo".

Ante lo cual dejóse oir la rápida réplica: "Ábranse paso us­tedes mismos. Nosotros SOMOS el pueblo."

Hombres capaces de responder de esa manera, conocían su pro­pia fuerza; no estaban dispuestos a rendir pleitesía a nadie.

Las gentes que se ven compelidas a afrontar situaciones nue­vas, aprenden a hacer uso de la inventiva. Aprenden, al mismo tiempo, a no temer la novedad, El pionero se convirtió en hombre-orquesta. Había tenido que adecuarse a lo insólito. Lo consiguió, de modo que no había cosa que no se atreviera a ensayar por primera vez.

El pionero llevaba una vida corriente, sencilla; sentía odio apa­sionado por la pompa; le desagradaban las ceremonias; sus moda­les eran directos, creía en la igualdad y en la libertad; se caracteri­zaba por lo independiente, altivo, jactancioso, enérgico, valeroso y ponía su anhelo en vencer. La vida en las soledades lo ayudó a con­figurar esta personalidad.

Entre tanto, ¿qué ocurría con los indios que habían errado por estos bosques durante centenares de años, mientras el en­jambre de buscadores de tierras presionaba cada vez más hacia el Oeste? No pudieron detener la horda en movimiento; pelearon, los derrotaron y obligaron a retroceder al interior. Volvieron a combatir, volvie­ron a ser derrotados y se los empujó aún más atrás. El gobierno negoció tratados con ellos. Les prometió una indemnización por las tierras de las cuales se habían apoderado los colonos y les ofreció las regiones situadas más hacía occidente. Los indios, desampara­dos, firmaron los tratados y mudaron de zona. Antes de que se hubiese secado la tinta del último pacto, tenían sobre sus talones el primer avance del tropel de explora­dores. Nuevamente apelaron al gobierno. Concertóse otro trata­do... Se pagaría a los indios por las tierras de que acababan de ser despojados, y una estrecha faja, más adentro hacia el Oeste habría de ser suya para siempre... Sobrevino la avasalladora ola de pobladores... más acuerdos... más prome­sas... Luego, un gran guerrero unificó todas las tribus, en un último rechazo a los blancos. Se produjo una breve conflagración india... la de­rrota... Sigue corriéndote, Piel Roja.

El valle que invadió esta muchedumbre de pobladores, conte­nía un maravilloso y fértil suelo. Se agigantaron, a fuer de re­petidas, las leyendas de esta fabulosa feracidad. ¡Cómo se le habrá hecho agua la boca al habitante de Nueva Inglaterra, cuando leía, después de una demoledora jornada en su pedregosa granja, las referencias periodísticas a esta admirable tierra del Oeste!

Se informa que, al preguntársele a un hombre que regresó al Este qué visos de verdad tenía, por ejemplo, la versión de que, si se plantaba una barra de hierro, de la noche a la mañana brotaban cla­vos de regular grosor, la desmintió, diciendo: "Pero hay algo de que he sido testigo... un día, justo antes de salir del Muskingum, mientras me hallaba montado a caballo, a la puerta da una casa, al volverme para conversar con una persona que pasaba por ahí, dejé caer algunas semillas de zapallo que llevaba en la mano y tan ins­tantáneo fue su crecimiento, tan sorprendentemente rápida su ex­tensión y ramificación, que, antes de darme vuelta, las semillas habían arraigado en la tierra al punto de circundarme peligrosa­mente las enormes guías de la enredadera, que amenazaban avanzar con la misma, celeridad quo mis desesperados esfuerzos por esca­par a sus amarras, a pesar de que clavé inmediatamente espuelas a mi caballo y con dificultad logré zafarme".1

La antedicha, es, por supuesto, una exagerada historia del tipo que los amables pobladores del Oeste les gustaba mucho narrar. No obstante lo cual, esa región era magnífica y el suelo maravi­llosa­mente rico. Suelo virgen, clima apropiado, abundancia de precipi­taciones, una gigantesca red fluvial; en suma, un paraíso para el chacarero. Al principio, el gobierno ofreció la tierra en venta a dos dólares el acre, en lotes de 640 acres cada uno, la mitad a pagarse de inmediato, la otra mitad al concluir el término de un año. Esto no resultó, dada la pobreza de los nuevos colonos. Muy pocos contaban con $ 640 para comenzar, siendo asimismo improbable que pudiesen reunir los otros $ 640 en el plazo de un año.

Los fronterizos protestaron y el gobierno dispuso otro arreglo. Ofreciéronse primero, lotes de 320 acres, y más adelante de 160, siempre al precio de dos dólares el acre. Empero, ahora el gobierno daba muchas facilidades; el colono al principio, sólo debía abonar la cuarta parte del precio de su establecimiento (dentro de los cua­renta días de formalizar la compra); se le concedían dos años de plazo antes de que venciera su segundo pago, y el tercero y cuarto podían efectuarse al tercer y cuarto año. Lo cual significaba que un hombre sólo necesitaba ochenta dólares para iniciar su vida en el Oeste en una granja de 160 acres de extensión. Esto nos parece una suma módica, y en efecto lo es, en nuestros días. Pero, en el caso de la mayoría de los compradores de tierras del Oeste, en aquellos tiempos, ochenta dólares representaba mucho dinero. A éste había que añadir el costo del viaje (caballos o bue­yes, carreta, víveres en el transcurso del traslado), y también el monto requerido para sos­tener a la familia durante el primer año, antes de que los cultivos comenzaran a producir, Ello dio por resultado que el agricultor pionero, que se trasladaba al Oeste para mejorar sus condiciones de vida, se vio clavado, desde el primer día, con una deuda de varios centenares de dólares. Si, como era frecuente, había adquirido una granja de más de 160 acres, su deuda asumía todavía mayores pro­porciones.

Durante todo el transcurso de la primera mitad del siglo XIX el precio de las tierras fiscales fue tema de discusión en el Con­greso de los Estados Unidos. El fronterizo no tardó en querer enterarse por qué debía pagar, cuando a su criterio no le corres­pondía abonar nada en absoluto por la tierra. ¿Acaso no había trabajado dura­mente para transformarla de selva que fuera antes en limpia granja? ¿Acaso no había combatido al indio en la línea fronteriza, prote­giendo así al pueblo que tenía tras sí en el Este? Era injusto el pre­cio de dos dólares por acre. Aunque pudiera, no quería pagarlo; por lo demás, tampoco podía hacerlo aunque qui­siera. En 1820, el pre­cio se redujo a un dólar y cuarto, al contado, por acre (cuarenta y dos años más tarde las tierras fiscales del Oeste se entregaban gra­tuitamente a los colonos).

El pionero había tomado en préstamo el dinero que necesitaba de personas que habían quedado allá, en su lugar de origen, o más tarde, de instituciones bancarias. El Oeste fue colonizado, en am­plia medida, por personas que habían contraído deudas mo­netarias. Era dable esperar que surgiese un encono entre estas últimas y los prestamistas. Así ocurrió. El Oeste deudor, enfren­tado al problema de restituir las sumas que adeudaba, aprendió a odiar a las clases adineradas del Este. El banco daba en préstamo el dinero al pio­nero, cobrándole un interés; si éste se hallaba en la imposibilidad de devolverlo, el banco a menudo recurría al expediente de quitarle sus tierras y su casa. Esto representaba un amargo trago para el hombre que, junto con su familia, había trabajado, y trabajado y trabajado esas tierras. El Oeste, deudor de dinero, formaba un frente unido en su odio por el Este, pres­tamista. Ambos sectores tenían distintos modos de vida, concor­dantes con la geografía de cada región. Según lo habitual, las ideas de los pueblos, tanto del interior como de la costa, fueron determinadas por los procedi­mientos para ganarse la vida.

Puesto que en el Oeste pionero, prácticamente casi todo el mundo vivía de la agricultura, la gente no podía venderse pro­duc­tos entre sí, debiendo, en cambio, buscar un mercado exterior. Des­pués del primer año o dos, el chacarero de esa región cultivó ali­mentos que excedían las necesidades propias y las de su familia. Su granero estaba repleto de cereales y harina, libres para la venta a quien quisiese comprarlos. Con frecuencia el chacarero también tenía cerdos para vender. El dinero que necesitaba a fin de cubrir sus impuestos y restituir lo que debía, dimanaría de las cosas que se proponía vender. El problema radicaba, entonces, en conseguir que sus productos fuesen al mercado.

Los viajeros que recorrían los malos caminos de la época, a me­nudo se cruzaban con centenares de cerdos, conducidos a las ciu­dades de la costa en las que funcionaban mercados. Demandaba considerable esfuerzo, pero el granjero no lo escatimaba, consi­derándolo una forma de obtener dinero.

El envío de cereales a las ciudades de la costa atlántica insumía largo tiempo y costaba muchísimo. "Aún en la región en que re­sido, a no más de ochenta millas de distancia del mar" comen­taba en 1818 el señor Tucker, de Virginia, "le cuesta a un granjero un bushel de trigo, pagar el gasto del acarreo de dos a una ciudad marítima",1

Los granos se destilan fácilmente y se obtiene whisky; el grano abulta, el whisky pesa poco; en una recua de animales, uno solo, podía cargar alrededor de cuatro bushels de cereal en su condición de grano, pero más o menos veinticuatro, bajo la forma de whisky; ésta era una manera de salir de dificultades. En 1790, en Penn­syl­vania exclusivamente había más o menos, cinco mil destilerías, Virginia y Carolina del Norte también tenían unas cuantas. Cuan­do el Congreso de los Estados Unidos, en la época de la presidencia de Washington, sancionó una ley que imponía un gravamen sobre el whisky, los granjeros de la región fronteriza se negaron a pa­garlo. Las casas de los recaudadores fueron destruidas o incen­diadas. En la Rebelión del Whisky que siguió, algunas personas resultaron heridas y otras muertas. El envío de sus productos al mercado constituía un problema de suma importancia para los pobladores del Oeste.

A raíz de ello, los colonos de esa zona promovieron tremenda alharaca acerca del asunto. Clamaban y clamaban, ininterrumpi­damente, por caminos —más y mejores—, por canales, por cual­quier ruta en buen estado que facilitase, acelerase y abaratase el viaje y el transporte. Querían caminos y canales que los conectaran con el Este y entre sí. Durante años y años, prácticamente todos los habitantes del Oeste que se dirigían al Congreso, tenían en la punta de la lengua esta necesidad de mejoras internas. Se pro­nunciaban discursos entre ellos mismos, los pronunciaban para el público del Este, para cualquiera que se prestase a escucharlos. Primero se li­mitaron a pedir, después exigieron.

Desde 1800 hasta 1810, se habló, en diferentes momentos, de tres formas de facilitar el viaje y el transporte. Primero, se clamó por caminos mejorados. La primera gran carretera construida por el gobierno, la Ruta Nacional, constituyó una barrera de portazgo hacia el Oeste. (Fue comenzada en 1808 en Cumberiand, Mary­land, llegó a Wheeling, en Virginia Oeste en 1817, se extendió a Columbus, Ohio en 1833 y arribó finalmente a Vandalia, Illinois, en 1852.)

Vino más tarde el período de la construcción de canales. ¿Hacia qué lado corrían éstos? Hacia el Oeste.

Con posterioridad, se inventó el ferrocarril. ¿En qué dirección circuló? En dirección oeste.

La región "al otro lado de las montañas" debía tener una salida para sus mercaderías. Los pobladores del Oeste por fuerza necesi­taban vender lo que cultivaban o, de lo contrario, jamás podrían albergar la esperanza de pagar sus deudas o de prosperar en el mundo.

Cuando los pioneros colmaron el Valle del Mississippi, ese río y sus muchos afluentes representaron una gran ayuda para que los granjeros enviasen su harina, sus cereales, sus cerdos y su whisky al mercado. Muy pronto, el Ohio y el Mississippi se vieron surca­dos por infinidad de barcazas, chatas y todo tipo de embar­caciones de poco calado. La carga se hacía flotar, corriente abajo, hasta Nueva Orleáns, en la desembocadura del Mississippi. Este método era, de lejos, mejor y más barato, que el otro, a través de los defi­cientes caminos que conducían a las ciudades del Este. El Missis­sippi constituía la salida al mar del granjero; era imperioso que contase con ella.

Hasta 1800, Nueva Orleáns y el territorio de Luisiana, al oeste del Mississippi, pertenecieron a España y fueron controlados por ésta gran nación en los siglos XVI y XVII, pero débil y exenta de poder hacia 1800. En 1795, Washington concertó un tratado con España que otorgaba a los estadounidenses el derecho de co­merciar a través de Nueva Orleáns. Los habitantes del Oeste podían hacer uso del derrotero que necesitaban tan urgentemente.

En 1800, España se vio secretamente obligada a ceder Luisiana a Francia, entonces bajo el dominio de Napoleón Bonaparte. En 1802, el puerto de Nueva Orleáns quedó clausurado para los nor­teamericanos y se difundió la noticia de que Francia era ahora dueña de Luisiana. Esto tenía carácter muy serio; entrañaba la ruina para los agricultores norteamericanos. España desfallecía, pero Francia estaba en pleno vigor. Era uno de los países más fuertes de Europa. Había que hacer algo sin pérdida de tiempo.

Thomas Jefferson, en ese entonces presidente de los Estados Unidos, captó vivamente el peligro. Escribió en aquellos momen­tos: "Existe sobre el globo un solo punto cuyo poseedor es nuestro natural y habitual enemigo: Nueva Orleáns, a través de la cual debe pasar al mercado el producido de las tres octavas partes de nuestro territorio..."

Jefferson había nacido en la frontera de Virginia. Conocía el temperamento de los lugareños; se enteró de los preparativos de éstos para reunir un ejército con el cual mantener abierto el puerto. Jefferson aborrecía la guerra. Cursó, inmediatamente, men­sajes a Livingston, embajador norteamericano en Francia, orde­nándole que ensayase la compra de Nueva Orleáns. James Monroe fue enviado después a Francia, en calidad de segundo embajador, a fin de de­mostrar al Oeste que el gobierno no ahorraba esfuerzos.

En el ínterin, Napoleón había destacado un ejército en la isla francesa de Santo Domingo, a los efectos de sofocar una rebelión cuyo cabecilla era Toussaint L'Ouverture, un nativo negro. El ejér­cito francés fue derrotado y Napoleón aprendió, sin dilaciones, que no siempre resultaban provechosas las expediciones al Nuevo Mundo. Planeaba, al mismo tiempo, reiniciar su guerra contra In­glaterra. Sabía que la armada inglesa, muchísimo más poderosa que la suya, se apropiaría seguramente de Luisiana. En conse­cuencia, aún antes del arribo de Monroe, ofreció vender a los Estados Uni­dos, por la suma de U$S. 15.000.000, no sólo Nueva Orleáns, sino ¡toda Luisiana!

Compramos.

El 20 de diciembre de 1803, las bandas y las estrellas* fueron izadas en Nueva Orleáns. Otro vasto imperio, que se extendía, por centenares de millas, al oeste del Mississippi, se inclinaba a los pies de los rebaños de buscadores de tierras.

Y eso no fue todo. A continuación, se compró a España, en el año 1819, la Florida. Luego, en 1821, Moses Austin, un yanqui de Connecticut, obtuvo una anchísima franja de territorio en Texas, que entonces pertenecía a México. En retribución, él debía traer consigo trescientas familias para que se afincasen allí. Éste fue el comienzo de la acometida norteamericana. México quería que su inmensa lengua de territorio se poblase de honestos agricultores, de modo que ofreció la tierra de Texas a doce centavos y medio el acre, mientras que el gobierno de Estados Unidos estaba cobran­do un dólar, veinticinco centavos el acre; diez veces más. Pueden us­tedes imaginar el resultado. ¿Qué importaba tener que prometer lealtad a México? ¿Qué importaba que se los supusiera católicos? Los norteamericanos hambrientos de tierras recibían la oferta de un rico suelo fértil por una bagatela. ¿Acaso sorprende enterarse de que, en el plazo de diez años, hacia 1830, cerca de veinte mil per­sonas se habían volcado en Texas? Libróse poco después, una gue­rra de independencia entre los tejanos y México. En 1836, Texas se declaró "República de la Estrella Solitaria" y pidió su admisión en los Estados Unidos. He aquí una región de mayor superficie que Francia, Bélgica, Suiza y Dinamarca, aguardando ser agrega­da a los Estados Unidos, país en rápido desenvolvimiento. ¡Qué rica presa para un pueblo ávido de tierras!

No había transcurrido mucho tiempo y los productos de las cha­cras norteamericanas, situadas sobre ambas riberas del Missis­sippi, eran cargados en las enormes chatas. Timothy Flint recorrió el va­lle del Mississippi, de 1815 a 1825. En Nueva Madrid, una de \las ciudades a orillas del río, contó, un día de primavera, cien embar­caciones que se deslizaban rumbo a Nueva Orleáns:

Es imposible nombrar punto alguno de los numerosos afluentes del Ohio y del Mississippi del cual no haya provenido alguna de estas embarcaciones. En un lugar están los barcos cargados con los tablones procedentes de los bosques de pinos del sudoeste de Nueva York. En otro, los géneros de mercancía de Ohio. Vienen de Kentucky cerdos, harina, whisky, cáñamo, tabaco, arpillera y cuerda de enfardar. De Tennessee, los mismos artículos, junto con grandes cantidades de algodón. De Missouri o Illinois, ganado va­cuno y caballos, los mismos artículos en general que los envia­dos desde Ohio, en unión de pieles y plomo de Missouri. Algunas bar­cazas están cargadas de maíz, en espiga o a granel; otras con ba­rriles de manzanas y patatas. Otras llevan cargamentos de si­dra, y lo que llaman "sidra real", o sea la que ha sido fortalecida mediante la ebullición o el congelamiento. Hay frutas secas, toda clase de aguardientes manufacturados en estas regiones...1

El Oeste crecía. Los ríos indicaban el ajetreado tránsito de su comercio.

Alineados los pobladores a lo largo de las márgenes del Ohio y del Mississippi, un almacén flotante de ramos generales —una chata, en la cual se colocaban estantes, mostradores y asientos—solía ocasionalmente iniciar la marcha río abajo. No bien el bar­quero-comerciante espiaba un racimo de cabañas sobre la ribe­ra, hacía sonar una bocina. Entonces, niños, hombres y mujeres aban­donaban la labor, se dirigían presurosos a la orilla y subían a bordo de la embarcación. Los artículos de mercería, la loza, el calzado, los bonetes, la ropa fina, los objetos de hojalata; toda clase de efectos o herramientas constituían un grato espectáculo para los pioneros agricultores. A veces pagaban con dinero, pero más a menudo trocaban carne de cerdo, harina o legumbres por lo que compraban. Completadas las adquisiciones, el almacén flo­tante tornaba a deslizarse por el río, para anclar junto al próximo grupo de cabañas.

La navegación por el Ohio o el traicionero Mississippi, a bordo de una chalana de 60 por 20 pies o de una chata de 70 por 9, era tarea sumamente difícil. El Mississippi recibía, no sin razón, el mote de "río malvado". Sus canales variaban frecuentemente (en un año dado, una ciudad podía hallarse justo sobre el río y a millas tierra adentro en el próximo); su veloz corriente socavaba constan­temente las riberas; abundaban sus traicioneros bancos de arena. Había además otros peligros latentes. Quizás constituían el más riesgoso los troncos de árboles, enclavados en el limoso lecho del río, que sobresalían como lanzas. Algunos de estos troncos, llama­dos "plantadores", estaban sólidamente arraigados y los barqueros aprendían pronto su ubicación. Pero otros, solían sacudirse conti­nuamente, de arriba abajo. Un barco podía navegar tranquilamente, sin nada a la vista, y, de pronto, chocar a plena escora, con una rama mellada, de sorpresiva aparición. Más de una embarcación fluvial naufragó de esa manera. Los barqueros de río se familiariza­ron con las añagazas del poderoso Mississippi; aprendieron a loca­lizar los peligrosos troncos de árbol y los bancos de arena; llegaron a conocer cada meandro del avieso río y sus salvajes hábitos. Pero surgían, sin descanso, nuevos riesgos y frecuentemente ocurrían accidentes fatales. El cadáver a la deriva de algún barquero o los podridos cascos de las embarcaciones hundidas transmitían al via­jero el horror de la fuerza bruta del indómito río.

Hacía falta gran destreza para el manejo de un barco en tales aguas. Exigían hombres que conocieran cada peculiaridad, cada trampa, cada obstáculo oculto del potente, malvado río. Pronto apareció el barquero profesional, una pintoresca figura que lucía camisa franela color rojo vivo y burdos pantalones marrones de hilo y lana mezclados, y llevaba, colgando del cinturón de cuero, un cuchillo de caza y la bolsita de tabaco. Honesto, intrépido y valiente, amaba su difícil oficio en virtud de sus muchos peligros y excitantes emociones; era rudo y recio; derrochador, pendenciero y fuertemente dado a la bebida. ¡Cómo le encantaba urdir fantasiosas historias y alardear respecto de su propia virilidad! Mark Twain, en su Life en the Mississippi, hace que uno de estos vivaces jactancio­sos refiera al mundo quien es:

¡Whoo-oop! Soy el viejo mandíbula de hierro, armazón de bronce, vientre de cobre, sembrador de cadáveres, oriundo de las montaraces espesuras de Arkansas! ¡Contempladme! ¡Soy el hom­bre al que llaman Muerte Súbita y Desolación General! Engen­drado por un huracán, con un terremoto por progenitora, medio hermano del cólera., próximo pariente de la viruela, por línea ma­terna! ¡Contempladme! Me como diecinueven caimanes y bebo un barril de whisky para el desayuno, cuando mi salud es robusta y un bushel de serpientes de cascabel y un cuerpo muerte cuando me aqueja algún mal. Rajo las rocas eternas con la mirada de mis ojos y silencio al trueno cuando hablo.

Whoo-oop! ¡Apartaos y abridme paso, en mérito a mi fuerza! La sangre es mi bebida natural y los gemidos de los moribundos música para mis oídos. ¡Fijad vuestros ojos en mí, enballeros! y humilláos y contened la resspiración porque estoy a punto de lar­garme!... i-Whoo-oop! ¡Soy el más maldito hijo de gato montés que haya en la vida!1

No se aprecian en este pasaje complejos de inferioridad, pero sí ustedes hubiesen visto alguna vez a uno de los barqueros en cues­tión, impulsando una embarcación río arriba, en el Mississippi o el Missouri, habrían convenido conmigo que se trataba de un tipo realmente extraordinario. Muchas de las chatas y barcazas se ha­cían flotar río abajo hasta Nueva Orleáns, donde se descargaban las mercaderías que transportaban y se vendía la embarcación, ya que el trayecto contra la corriente era demasiado arduo. Pero algu­nos barqueros hacían el viaje de regreso a despecho del poderoso mo­vimiento de las aguas. Una chalana rápida podía demorar sólo seis semanas en ir sobrenadando río abajo, desde una ciudad a orillas del Ohio hasta Nueva Orleáns, pero precisaba por lo menos cuatro meses para efectuar el mismo recorrido, remontando la co­rriente. Las embarcaciones eran enormes y de manejo complicado, la co­rriente sumamente veloz y, a menudo, aunábase también el viento, que soplaba de lado desfavorable. Por regla general, se necesitaban, como mínimo, de veinte a treinta tripulantes. Las pértigas, con puntas de hierro, empujadas por hombres fortísi­mos, apenas impul­saban la embarcación río arriba, a un ritmo aproximado de diez millas diarias. En lo posible, los marineros iban a pie, a lo largo de la costa y tiraban de la embarcación con una larga cuerda.

Existía otro método más peligroso y agotador que se llamaba "atoar". Una yola se adelantaba al barco, portando un cable de aproximadamente media milla de largo que era atado a un árbol. La tripulación de a bordo procedía entonces, tirando del cable, a arri­mar el barco hasta el árbol. Entre tanto, otra yola había pasado a la primera, provista de un segundo cable que ajustaba alrededor de un árbol aún más lejos, río arriba. Se repetía la ope­ración de halar el barco, mientras la primera yola recogía su ca-. ble ya usado y se­guía remontando el curso del río para reini­ciar el proceso, desde el principio. Un avance de seis millas diarias representaba una buena jornada. Este sistema de atoaje requería. infinita paciencia y una fuerza descomunal.

Era imperiosa la necesidad de una embarcación que estuviera en condiciones de realizar este recorrido con menores dificulta­des y una celeridad mayor, tanto en lo relativo a los cargamentos cuanto a los pasajeros.

Vino así el barco a vapor. Este consiguió salvar la situación, pero no inmediatamente. Al principio, los constructores de este tipo de embarcaciones, nativos del Este, cometieron algunas gra­ves equivocaciones. Sus barcos servían perfectamente sus propósitos en el Hudson, dentro del Estado de Nueva York, y también en el océano, de manera que diseñaron los vapores de río siguiendo los mismos lineamientos. Pero tendrían que haberlo pensado mejor, no incurriendo en el error de construir naves de gran calado para los ríos del oeste. De 1811 a 1816, sus primeros barcos, con sus pe­sadas calderas y maquinarias de baja presión, encastradas en sus profundos y redondos cascos, fueron diseñados para funcionar de­ntro del agua, Esto constituyó un error fatal. Los ríos del oeste es­taban llenos de bajíos, bancos de arena, troncos flotantes. Era in­dispensable un vapor que funcionara sobre el agua. Al mis­mo tiempo se requerían máquinas de alta presión, instaladas en un casco que no se hundiese demasiado, cuando hubiese que nave­gar río arriba, contra la poderosa corriente.

Quien primero lo comprendió fue un barquero de río. Tres años de experiencia con embarcaciones que habían surcado el Missis­sippi, habían enseñado a Henry Shreve que la que mejor se adap­taba a estas funciones era la que exigía menor calado. Había apren­dido que el casco de la chata era el más apropiado para circular por los ríos del Oeste. Se posaba sobre las aguas sin sumergirse más que unos pocos pies. El Washington, de 148 pies de largo, ideado por Shreve, fue sencillamente una chata impulsada a vapor. En vez de máquinas de baja presión, montadas en un profundo casco re­don­do, el Washington tenía doble maquinaria de alta presión colo­ca­da, no en su chato casco de escaso calado, sino arriba sobre el puente principal. Un poblador del Oeste se había atrevido a ensa­yar algo nuevo. Un barquero había diseñado, por fin, una embarca­ción realmente adecuada para el río. Con anterioridad a lo ideado por Shreve, los barcos a vapor podían remontar la corriente, pero sólo en la parte profunda del Mississippí, entre Nueva Orleáns y Nat­chez. El Mississippi conquistábase ahora, al fin, en todo su curso. Había llegado la era del barco fluvial a vapor.

Las chalanas y barcazas no desaparecieron inmediatamente. Perduraron durante años, pero no cabían dudas acerca de qué tipo de embarcación era superior, cuando ahora podían calcularse en cuestión de días, y no de meses, como antes, los viajes de ida y vuelta desde Pittsburgh a Nueva Orleáns.

No obstante, por espacio de algunos años, se vaciló mucho acerca de la seguridad que ofrecían estos primitivos vapores. Y ha­bía sobrados motivos. Un desastre sucedía a otro. Colisiones con troncos flotantes, hundimientos a causa del hielo, deterioros, in­cendios, naufragios provocados por la explosión de calderas. Tal la suerte que corrían los barcos a vapor, cuyo promedio de vida no alcanzaba a los cuatro años. Transcribo aquí algunas cifras in­tere­santes. En el término de dos años, 66 barcos finalizaron su carrera. De este número, sólo 15 sufrieron deterioros y tuvieron que ser desechados.1 De los 51 restantes, 7 se perdieron a raíz del hielo, 15 queda­ron envueltos en llamas después de haber re­ventado sus cal­deras, 5 naufragaron a consecuencias de colisio­nes, y 24 chocaron con el obstáculo de los troncos. Pero todos fue­ron repuestos.

Era tarea sumamente engorrosa pilotear estos inmensos barcos -cuyas dimensiones en algunos casos, excedían el doble del tama­ño de la chata más larga- sobre las traicioneras, cenagosas aguas del Oeste. Mark Twain que, a su vez, aprendió el oficio de piloto de barco a vapor, se sentía lleno de reverencial temor y admira­ción ante la maravillosa memoria que debía tener el práctico. A lo largo de mil doscientas millas de río, debía conocer la ubica­ción de cada encalladero, de cada curva, de cada "plantador", la profundidad de las aguas en casi prácticamente toda su longitud, los nombres de las ciudades, promontorios, bancos, islas, recodos y unos cuantos cen­tenares de cosas más; y tenía que conocerlas lo bastante bien como para guiar el barco no sólo de día, sino tam­bién en noche cerrada. Lo asombroso de todo esto és que, en efecto, existía un número de hombres que lograba adquirir tales nociones. No es de extrañar entonces que el piloto fuese una persona mucho más importante que el propio capitán de un barco fluvial a vapor. Recibía la remu­neración más alta y no admitía órdenes de nadie.

El Oeste se estaba llenando; los granjeros del Valle del Missi­s­sippi tenían cantidades y cantidades de productos para vender y el río pronto se vio cubierto de barcos a vapor. Las ciudades ribe­reñas poseían astilleros en los que, noche y día, trabajaban obre­ros en la construcción de embarcaciones. Hacia 1840, los vapores se habían convertido, por cierto, en asuntos de gran lujo. Tenían doscientos o trescientos pies de eslora y presentaban un macizo puente sobre otro; el primero, o puente principal, estaba abarrotado de carga­mento; aquí aparecían también los aparejos, los postes de amarre, todos los mecanismos que la tripulación necesitaba para izar y hacer descender el cargamento; el puente de los pasajeros contaba con cabinas separadas, un activo bar, una cubierta de pa­seo, un largo salón brillantemente iluminado, provisto de gruesas alfom­bras, cuya decoración exuberante ostentaba toda suerte de chu­cherías y oropeles.

La explosión de calderas, hecho frecuente, solía destruir todo este esplendor y provocaba además la muerte de muchas personas. A veces, el hierro de la caldera no era lo suficientemente resisten­te, o sus partes no habían sido bien ensambladas. A menudo, las ex­plosiones se producían sencillamente a consecuencias del des­cuido o del deseo de imprimir una mayor velocidad. Constituía un tre­mendo peligro permitir que el agua descendiese a nivel dema­siado bajo en las calderas, pero se generaba vapor más fácilmente cuando había poca agua, y el vapor significaba una mayor velo­cidad. En ocasiones, el agua descendía a nivel excesivamente bajo, el vapor se formaba demasiado rápido y la caldera explotaba. En ese caso, el hierro y la madera volaban por el aire, los puentes es­tallaban en mil pedazos, hombres y mujeres eran lanzados a cen­tenares de yar­das, otros morían escaldados o ahogados. Las ex­plosiones de este tipo eran horribles, espantosas.

A pesar del peligro referido, se sucedían las emocionantes ca­rre­ras. La sala de máquinas ofrecía entonces un aspecto de gran acti­vidad. Velocidad y más velocidad. Agregar petróleo a la leña, lle­gar inclusive a sobrecargar la válvula de seguridad, hacer cual­quier cosa para calentar las calderas. ¡La carrera tenía que ganarse!

Corre la historia de una anciana de cabellos blancos que se em­barcó por primera vez en su vida en un vapor. Viajaba de Kentucky a Nueva Orleáns, llevando varias barricas de grasa de cerdo que tenía el propósito de vender en esta última ciudad. En su cabeza bullían los cuentos de colisiones, troncos flotantes, in­cendios, el peligro de las carreras con su secuela del estallido de las calderas. Buscó al capitán y le dijo: "Quiero que me prometa usted, capitán, antes de emprender viaje, que no correrá carre­ras. No le asiste el derecho de arriesgar vidas, de hacer esta­llar una caldera o algo así, sólo para aventajar a algún otro barco."

El capitán lo prometió.

Pocos días más tarde, un barco rival arrimó su proa y la ca­rrera comenzó. La nave en que viajaba la señora procedente de Ken­tucky iba perdiendo. Ésta voló hasta donde se encontraba el ca­pitán, y le gritó, con los ojos relucientes de excitación: "¡Capi­tán, puede usted retirar su promesa! ¡No deje que ese barco nos gane!"

"Señora", respondió sonriente el capitán, "estamos haciendo todo lo posible. Pero llevamos las de perder porque en el otro barco agregan petróleo a la leña —fíjese en el humo negro— y nosotros no lo tenemos. Con madera sola no lograremos vencer; no conse­guimos calentar lo bastante las calderas."

"Capitán, ¿adónde está mi grasa de cerdo?", chilló la anciana. "¿Su grasa de cerdo? Pues, en la bodega. Está perfectamente se­gura."

"¡Segura!" gritó la señora. "Al diablo con la seguridad! capi­tán, mande que sus muchachos suban inmediatamente esa grasa y la echen sobre la leña y calienten sus viejas calderas! ¡Si per­demos esta carrera, juro que jamás volveré a viajar con usted! ¿Por qué se queda ahí parado, mirándome? ¡Haga que sus mucha­chos se pon­gan instantáneamente en acción, o se los ordenaré yo!".1

A medida que colmaban el Oeste más y más personas, el comer­cio fluvial se fue desarrollando en grado sorprendente. En 1819, se hicieron descender por el Mississippi hasta Nueva Orleáns, 136.300 toneladas de productos, evaluados en $ 16.772.000; en 1860, esta cifra había dado un salto elevándose a 2.187.000 tonela­das, evaluadas en $ 185.211.000. Otras ciudades ribereñas crecie­ron a pasos agigantados. Pittsburgh, Louisville, Cincinnati, Nat­chez y St. Louis se convirtieron en grandes centros y su desenvol­vimiento no cesó.

Hacia 1815 la conciencia de los hombres de negocios del Este había despertado al hecho de que en el valle del Mississippi se ha­bía producido una inundación de gentes; que esas gentes —en número de millones y siempre en aumento— tenían productos agrí­colas para vender; advirtieron, al propio tiempo, que existían mer­cancías manufacturadas que estas personas deberían adquirir y que, metafóricamente hablando, allí, frente a su propia puerta de atrás, se abría un maravilloso mercado. Ahora, por fin, los fleta­dores, los manufactureros, los importadores, los mercaderes del Este, que, en conjunto, habían estado mirando a Europa en pro­cura de comercio, dieron la vuelta y encararon al Oeste. Se unie­ron al clamor de sus habitantes, exigiendo vías para un barato traslado de los carga­mentos.

En 1817, el Estado de Nueva York inició los trabajos del Canal de Erie, que habría de conectar a Albany, situada a orillas del río Hudson, con el Lago Erie. Ocho años más tarde, la obra quedó terminada y pudieron enviarse mercaderías procedentes del Valle de Ohio, desde Buffalo a Albany y de allí, descendiendo por el Hudson, hasta la ciudad de Nueva York. Al fin un enlace barato entre el Oeste y el Este. El Oeste vendía al Este sus productos agrí­colas lo cual era retribuido con el envío de mercaderías ma­nufactu­radas. Antes de que se construyese el canal, costaba cien dólares despachar una tonelada de carga, desde Büffalo, sobre el lago Erie, a la ciudad de Nueva York, y el viaje entre estos pun­tos llevaba veinte días. Una vez construido, sólo costaba ocho dó­lares el envío de una tonelada de flete y el traslado se hacía en apenas seis días. Esto era exactamente lo que el Oeste había que­rido y había necesi­tado tan desesperadamente. El tráfico demos­tró que en el plazo de diez años, los derechos de peaje sobre los cargamentos trasladados por el canal, pagaron con creces el costo de su construcción.

Este lazo de unión con el corazón del país operó maravillas en Nueva York. En no escasa medida se debió el tremendo creci­miento de esa ciudad a su ubicación, en el punto terminal exte­rior de la barata vía navegable procedente del Oeste. Nueva Or­leáns en uno de los extremos, Nueva York en el otro, constituían las rutas fluviales del Oeste con salida al mar. En esos momentos, otras ciu­dades de la costa -Boston, Filadelfia, Crarleston- ce­losas todas ellas del fructífero canal de Nueva York, procedieron a una enlo­quecida arrebatiña para introducirse en el creciente co­mercio del interior.

Que este vínculo con el Oeste se tomó muy importante en lo re­lativo a las ciudades sobre la costa atlántica queda demostrado por los atrevidos planes con que se intentó rivalizar al canal Erie.

Por ejemplo, en Pennsylvania, en el año 1826, se trató de co­nectar a Filadelfia, situada sobre la costa, con Pittsburgh, la pu­jante ciudad ribereña al borde del Ohio. Espléndida idea, pero di­fícil de ejecutar. Mediaba entre ambas ciudades una distancia de sólo unas cuatrocientas millas, más alzábase la barrera de los Apalaches que había que franquear. Sin arredrarse, los construc­tores del canal idearon un elaborado proyecto de vagones de fe­rrocarril arrastrados por caballos (reemplazados en 1834 por la locomotora a vapor), planos inclinados para el ascenso y descenso de las montañas, luego un canal, luego más planos inclinados. Las embarcaciones que recorrieran el canal se cargarían en vagones de ferrocarril y por medio de varias máquinas, de sesenta caba­llos de fuerza, los dichos vagones serían izados, haciendo uso de cuerdas, hasta la cima de las montañas y hechos descender al otro lado. En un trecho de sólo treinta y seis millas, las barcas serían subidas y bajadas desde una altura aproximada de dos mil quinientos pies. Y aquí no terminaba la cosa. En el último tramo de cien millas de canal habría sesenta y seis esclusas. A tales des­cabellados extremos eran llevadas las gentes del Este en procura de una participación en el creciente co­mercio occidental.

¡Cómo se había desarrollado el Oeste! El aumento en la densi­dad de población era sorprendente, y con él se había acrecenta­do el influjo y la importancia de esta región, en muchos sentidos. La idea que allí prevalecía en lo relativo al voto para tódos los hombres blancos mayores de veintiún años, se había filtrado al viejo Este, adonde incluso los obreros y artesanos comunes esta­ban conquis­tando el derecho a votar. En 1828, estos grupos del Este, pertene­cientes a la clase trabajadora, se unieron al Oeste en la votación para elegir presidente de los Estados Unidos.

Componían el Oeste granjeros de intereses casi idénticos. Los caracterizaba su pobreza y su condición de deudores; necesitaban dinero, querían vender sus mercancías. Llegado el momento de las elecciones, recurrieron a uno de sus propios hijos, a un hombre que conocía sus problemas. Eligieron a un poblador del Oeste, anta­ño pobre como ellos mismos, que había crecido junto con la fron­tera; un hombre rudo al igual que ellos, que había trabajado con sus pro­pias manos; un hombre valiente, de la misma envergadura que ellos, que sabía lo que quería y salía a su encuentro; un lucha­dor a quien le bastaban sus dos puños, aguerrido, irascible, áspero e ile­trado, que pertenecía a su misma condición y vivía según la moda­lidad de ellos, pensaba como ellos y albergaba análogos ideales.

Ahora habían demostrado su fuerza.

La elección de Andrew Jackson, en 1828, representó un gran triunfo para el Oeste.

De 1770 en adelante, las familias pioneras siguieron los ras­tros de los cazadores, a través de las montañas y hallaron una montaraz espesura. Tras ellas marcharon en tropel enjambres de gentes ávi­das de tierras. Munidas de un rifle, un hacha y una bolsa de maíz libraron una formidable batalla contra los elemen­tos, y conquista­ron un imperio.

CAPÍTULO VII
UNA FRONTERA EXTRAÑA Y COLORIDA, LA ÚLTIMA

Menos de cien años atrás, en 1856 y 1857, dos cargamentos de camellos, setenta y cinco en total, fueron desembarcados en Te­xas, para el uso del Ejército de los Estados Unidos. Una recua de éstos ingresó a San Antonio, y otra manada efectuó el largo viaje a Cali­fornia. En 1858, un habitante de la lejana Los Angeles es­cribió que "el general Beale y aproximadamente catorce camellos entraron majestuosamente a la ciudad el día viernes de la se­mana pasada y otorgaron a nuestras calles un aspecto muy orien­tal".1 El general Beale, comandante del cuerpo camellero, se mos­traba entusiasta a su respecto. Informó al secretario de guerra que estos animales "son las criaturas más dóciles, pacientes y fácil­mente manejables del mundo e infinitamente más aptas para la fajina que las mulas". Sin embargo, a pesar del entusiasmo del co­mandante, no se com­praron más camellos, que no tardaron en desaparecer.

¿Pero por qué habían sido adquiridos alguna vez? ¿Qué nece­si­dad de camellos había en los Estados Unidos?

La respuesta radica en un discurso pronunciado por el con­gresal Bates, de Missouri, en 1828. Dijo que toda la región que se ex­tendía "entre el Missouri y el Pacífico, salvo una franja de pradera laborable cuya anchura no excede las doscientas o tres­cientas mi­llas... es yerma y estéril, en nada mejor que el Desierto de Sahara, igualmente peligrosa para cruzar". Bates obtuvo, probablemente, esta errónea información de los textos de geografía empleados en el período que corrió de 1820 a 1850. Los escolares de aquellos tiem­pos, que estudiaban sobre la base del libro de Morse, System of Geography, o del titulado Comprehensive Geography and History, escrito por Goodrich, encontraban mapas en los que se señalaba toda la zona comprendida entre el Missouri y las Roquizas como “El Gran Desierto Americano”. Estos geógrafos, a su turno, proba­blemente consiguieron su información de las comunicaciones mi­litares de la época. El des­pacho del mayor Stephen Long relativo a su expedición de 1819­-20 fue, en parte, responsable de la ficción del Gran Desierto Ame­ricano. Dijo, refiriéndose a esta región: "En lo que atañe a este extenso sector del país, no vacilo en formular la opinión de que es, casi en su totalidad, inepto para los cultivos y, por supuesto, inhabitable por un pueblo que dependa de la agricul­tura a los fines de su subsistencia. No obstante, esta región, vista como fron­tera, puede resultar de infinita importancia para los Esta­dos Uni­dos, en cuanto se calcule que sirva de barrera de contención a una expansión demasiado grande de nuestra población hacia el oeste".

Y Zebulon Pike, en su informe sobre la expedición que en 1806 realizara a las Roquizas, decía: "Estos vastos llanos del he­misferio occidental pueden llegar, con el tiempo, a la celebridad de los are­nosos desiertos de Africa... Pero de estas inmensas sá­banas puede surgir una gran ventaja para los Estados Unidos, a saber: La res­tricción de nuestra población hasta determinados lími­tes y de este modo una perpetuación de la Unión. Nuestros ciudada­nos, tan pro­pensos a andar errabundos y a trasponer el confín de las fronteras, se verán, por imperio de la necesidad, constreñidos a reducir su expansión en el oeste a los confines del Missouri y del Missis­sippi..."

Las recientes experiencias norteamericanas en la "cuenca del polvo", en materia de aridez y erosión, destacan que Long y Pike fueron hábiles profetas. Pero sólo fue exacta la mitad de lo que expresaron. Se equivocaron al considerar desértica esta región, pues, si bien, desde entonces, se ha demostrado inepta, en gran parte, para el cultivo de productos agrícolas, es admirablemente ade­cuada en lo concerniente a la cría de ganado. Estaban, empero, en lo cierto, cuando estimaban que serviría de barrera al movi­miento en dirección oeste. Eso es exactamente lo que ocurrió.

Hacia 1840, el avance de la horda de colonizadores se había abierto camino hasta la línea meridiana de 98° y aquí se detuvo durante un tiempo. ¿Por qué?

Al oriente de esta línea, los ríos servían de convenientes vías para el viajero. Hacia occidente, no resultaban fácilmente nave­gables. El emigrante que prosiguiera su marcha en dirección oeste debía dejar su embarcación y emprender camino a pie o en ca­rreta.

Al oriente de la línea de 98°, los pioneros hallaban tierras bien irrigadas, cubiertas de árboles. Había aquí un suelo fértil, agua para el ganado o para un molino, y madera que proporcionaba material en lo relativo a viviendas, graneros, cercados y combustible. Más allá de la línea de 98°, la afluencia de pobladores tropezaba con océanos de herbosas praderas que se tendían hacia el oeste pene­trando en la región de escasas precipitaciones y áridos llanos. La ausencia de árboles les hizo pensar que la tierra no era feraz. Este tipo de llanura de duros pastizales planteaba un problema nuevo y des­conocido. Estaban habituados a las zonas boscosas y aquí no había árboles, sólo pajonales. "Al este del Mississippi la civiliza­ción se sostenía sobre tres puntales, la tierra, el agua y la madera; al oeste del Mississippi, no sólo desaparecía uno, sino dos de estos pun­tales —el agua y la madera— y la civilización debió apoyarse sobre un solo pie, la tierra".

Al oriente de la línea de 98°, los fronterizos chocaban con un peligroso enemigo: el indio. Pero este indio del Este no era hombre de a caballo, llevaba una sedentaria existencia de aldea y su tribu entera podía prácticamente aniquilarse de un solo golpe, en su pro­pia morada. Hacia occidente, el indio de las llanuras era un an­tago­nista infinitamente más formidable. Nómada por naturaleza, va­gaba a su antojo. Maravilloso jinete, capaz de dejar caer su cuerpo sobre cualquiera de los costados de su cabalgadura, prote­giéndose de las armas del enemigo, mientras colgaba por el talón del lomo del animal. Usaba un escudo, hecho de cuero de búfalo, tan endu­recido y resistente que ninguna flecha o bala lograba transpasarlo, a menos que fuera alcanzado en ángulo recto. Podía galopar desen­frenadamente en su veloz potro y llevar su haz de cien flechas, tan convenientemente ubicado como para permitirle mantener cons­tantemente una o más en el aire, con impulso, de­trás de cada fle­cha, capaz de atravesar íntegramente ¡el cuerpo de un búfalo!

Esta perfecta máquina de combate, el indio de las llanuras, po­día mantener a un tiempo ocho flechas en el aire. ¡Con qué ca­lu­rosa acogida habrá recibido el fronterizo, dotado de un solo tiro en su rifle, la invención, en el año 1836, del Colt a repetición! Apa­recía con éste un arma en condiciones de disparar con la mis­ma rapidez que la desplegada por el indio al lanzar sus saetas, Era ne­cesaria.1

Así fue que la línea de cabañas de troncos que se había mo­vido sin cesar hacia el oeste, al arribar, más o menos a la altura del me­ridiano 98°, hizo alto. Aquí, al borde de los Grandes Llanos, los colonizadores llegaron a una región de menores precipitaciones pluviales, exenta de madera, que ofrecía un recorrido más arduo e indios de mayor peligrosidad; se les había infundido la errónea idea de la existencia de un arenoso desierto, y se detuvieron.

Pero aun cuando el agricultor se detuvo, la vanguardia de la línea fronteriza en traslación habíase internado desde tiempo atrás en la región. Washington Irving, en su excelente libro, The Adven­tures of Captain Bonneville, publicado en 1837, nos refiere que "Las Montañas Roquizas y las regiones ulteriores, desde las pose­siones rusas en el norte, descendiendo hasta los establecimientos españo­les de California, habían sido atravesadas y escudriñadas, en todas direcciones, por bandas de cazadores y traficantes que co­mercia­ban con los indios; de manera que apenas existe un paso de mon­taña o un desfiladero que no haya sido conocido y recorrido en sus infatigables migraciones, ni corriente sin nombre que no haya acechado el trampero solitario!”

Había nutrias en los ríos, armiños, zorros, osos y otros anima­les en las montañas, y búfalos en las llanuras. Desde el río Missouri hasta la costa del Pacifico, se extendía el vasto territorio cubierto por el atrevido cazador y el bravo trampero. Cualquiera de los dos se sentía perfectamente a sus anchas en el Lejano Oeste. "Dejadlo en medio de una pradera, o en el corazón de las montañas y nunca estará perdido. Observa cada marca del terreno; puede desandar la ruta recorrida a través de las más monótonas llanuras, o el más intrincado laberinto de montañas; no hay peligro ni dificultad que lo amilane y considera una deshonra quejarse bajo cualquier pri­vación".1

St. Louis era la base de suministros. Estos traficantes cargaban sus barcas con mercaderías —armas, abalorios, baratijas, mantas, cuchillos, alcohol— remontaban el Missouri, se reunían con los in­dios y tramperos e intercambiaban sus mercancías por las valiosas pieles y los cueros de búfalo.

Convenientemente ubicados en puntos del salvaje interior, se encontraban alrededor de cien puestos donde se llevaba a cabo este mismo trueque de mercaderías. Las pieles eran trasladadas al mer­cado en atados que pesaban cerca de cien libras cada uno. Era va­riable el número de pieles que contenía un atado. Podía incluir diez cueros de búfalo, ochenta de nutria, catorce de oso, o ciento veinte pieles de zorro. Se ponía gran cuidado en el empaque de las pieles, a fin de protegerlas de la intemperie.

Existía una enconada competencia en lo relativo al tráfico de pieles. La Compañía de Pieles Missouri, de Manuel Lisa, la Ameri­can Fur Company, de Astor, la British Hudson Hay Company, la Rocky Mountain Fur Company, junto con otras muchas compa­ñías menores, empleaban cazadores y tramperos que contrataban por año. Se les entregaba un estipendio regular (a los cazadores más o menos $ 400 anuales, y a los peones comunes de campa­mento $ 200) y se los equipaba con armas, cuchillos, caballos y trampas. Su misión consistía en cubrir determinado territorio, pre­viamente asignado por el agente de la compañía y dependían de las órdenes de éste, mientras se hallaban en servicio. Las piezas que, a lo largo del año, cobrasen estos tramperos contratados, per­tenecían a la compañía.

Los tramperos que trabajaban libremente configuraban una clase más independiente. Según el capitán Bonneville, "van y vie­nen... cuando y donde les agrada; se proveen sus propios caballos, armas y demás equipo; instalan sus trampas y trafican por su pro­pia cuenta y disponen de las pieles y cueros que obtienen, entre­gándo­las al más alto postor".

Una vez por año, en el mes de junio o julio, tenía lugar la cita anual en algún punto designado de las montañas. Asumía esta con­gregación pintorescas características.

Al dicho lugar de cita acuden las diversas brigadas de trampe­ros, desde sus ampliamente seleccionados cotos de caza, trayendo. el producto de la campaña del año. También concurren aquí las tri­bus de indios acostum­bradas a traficar sus pieles con la com­pañía. Asimismo se congregan aquí los tramperos libres para ven­der las pieles que han reunido. [En este sitio tenían lugar las vaca­ciones anuales de los tramperos, con cuyo motivo] entraban en competen­cias de destreza en materia de carreras, salto, lucha, tiro al blanco y corridas a caballo. Se entregaban luego a sus rudos festines y fran­cachelas de cazadores. Bebían juntos, cantaban, reían, proferían ju­ra­mentos; trataban de sobrepujar sus fanfarro­nadas y embustes res­pectivos al relatar sus aventuras y proezas...

Las caravanas de aprovisionamiento arribaban al valle justo en este período de jarana y camaradería... Los fardos eran febril­mente abiertos y se sacaba a luz su abigarrado contenido. Cundía entre los diversos grupos una manía de adquisición... rifles, cuchi­llos de caza, paño escarlata, mantas rojas, llamativas cuentas y relucientes chucherías se compraban a cualquier precio... A esto seguía un formidable estallido de libertinaje entre los montañeses; se entre­gaban a la bebida, al baile, a las balandronadas, al juego, a la pen­dencia y a la riña. El alcohol... se expende a los tramperos al precio de $ 4 la pinta. Una vez inflamados por esta incendiaria bebida, caían en toda suerte de locas travesuras y cabriolas y, a veces, quemaban todas sus ropas en sus bravatas de borrachos. El cam­pamento, al recuperarlo de una de estas orgías, presenta un es­pectáculo tragicómico; ojos morados, cabezas rotas, rostros desen­cajados. Muchos tramperos han dilapidado en una sola bo­rrachera los duramente ganados jornales de un año; algunos han quedado endeudados y deben pagar con el sudor de su frente el placer pa­sado. Todos están ahitos de este profundo trago de placer y ansio­sos por comenzar otra campaña de caza, pues las fatigas y la ruda faena, salpicadas con los estimulantes de la salvaje aven­tura, y co­ronadas por la frenética parranda anual, constituyen el sino del in­quieto trampero.1

Kit Carson, Jedediah Smith, William Ashley, Thomas Fitzpa­trick, Jim Bridger y una veintena de otros, cazadores y tramperos en el Lejano Oeste, descubridores de sendas y rastreadores de hue­llas. La suya fue una vida montaraz, llena de riesgos, pero apren­dieron a cuidar de sí mismos; una vida de rigores, solitaria, mas aprendieron a amarla. Renunciaron a sus maneras civilizadas y adoptaron la vestimenta, los hábitos y las modalidades de los in­dios. Provisto de su caballo y de dos animales de tiro, de rifle y municiones, de trampas, y cuchillos, de cafetera, sartén y manta de abrigo, de alcohol y tabaco, el curtido trampero se preparaba a transcurrir su año en las montañas.

¿Quién era dueño de esta vasta extensión de territorio por so­bre la cual deambulaban el cazador y el trampero? Una parte, el territo­rio de Luisiana, pertenecía a los Estados Unidos. Otra, el te­rritorio de Oregon, venía siendo reclamada, al mismo tiempo, por Inglate­rra y los Estados Unidos. Al sur de Oregon y al oeste de Luisiana yacía el inmenso territorio perteneciente a México, país que había conquistado su independencia, liberándose de España en 1821.

Ni los españoles ni los mejicanos habían fundado poblaciones grandes en esta superficie. Había unos cuantos miles de mejica­nos diseminados en colonias radicadas en California y alrededor de tres mil, en las proximidades de Santa Fe. Todos los años, lar­gas recuas transportaban a estos lejanos poblados abastecimientos procedentes de la ciudad de Veracruz, situada sobre el Golfo, atra­vesando dos mil millas de río, montaña y desierto. Sólo admitían este largo viaje aquellos objetos que las bestias podían cargar. La gente de Santa Fe quería muchas cosas que no conseguía. Y lo que efectivamente recibía, tendía a resultar costoso a causa del pro­longado, difícil recorrido. Se abría aquí un excelente mercado para las mercancías. De consiguiente, hizo su aparición el traficante norteamericano.

En 1822, entró en actividad la senda a Santa Fe, ruta de las ca­ravanas norteamericanas que transportaban géneros y artículos de mercería y objetos de ferretería, desde el recodo del río Missouri hasta Santa Fe, con el propósito de intercambiarlos allí por oro, plata y pieles de nutria. Josiah Gregg, uno de los traficantes, pu­blicó en 1845 su Comercio de las praderas, o Diario de un trafi­cante de Santa Fe. Se trata de una narración bien escrita acerca de un emocionante negocio. Por su intermedio, nos enteramos de que el punto de partida de la travesía de 750 millas, estaba constituido por Independence, Missouri, adonde los traficantes acostumbra­ban "adquirir sus provisiones para el camino, y muchas de sus mulas, bueyes e inclusive algunas de sus carretas, en resumen, cargar to­dos sus vehículos y finiquitar los preparativos para el largo cruce de la llanura". Gregg nos relata que pocos días des­pués de partir, "nos encontramos con una región de tembladerales sumamente inquietantes. En tales ocasiones es muy común que una carreta se hunda hasta los ejes en el barro [cada carreta trans­portaba de tres a cinco mil libras de cargamento y era tirada por un número de mulas o bueyes que oscilaba entre ocho y doce]… A los efectos de des­atascar las carretas respectivas, a menudo de­bíamos emplear —con el añadido de "todas las manos en las rue­das"— yuntas dobles y triples conducidas en más de una oportu­nidad por los dueños ente­rrados, a su vez, hasta la cintura en el lodo y el agua".

A los once días de marcha, el grupo llegó a Council Grove, lu­gar que distaba ciento cincuenta millas de Independence. Era cos­tumbre que, en este punto, todas las caravanas formasen un solo cuerpo, eligiesen un capitán y completasen su organización final. Había que tomar cuidadosas disposiciones en lo concerniente a los servicios de vigilancia, porque bordeaban la ruta indios hostiles y los amistosos solían robar cuanto podían, siendo muy grande el peligro de una estampida entre los animales. Había un trecho de desierto, entre los ríos Arkansas y Cimarrón, donde se corría el riesgo de perder el camino. "Esta parte del trayecto puede cier­ta­mente describirse como el gran 'océano de pradera', pues no es da­ble percibir ni un solo signo de orientación por espacio de más de cuarenta millas, apenas una eminencia visible mediante la cual de­terminar el rumbo. Todo es llano como el mar, siendo la brújula nuestra guía más segura y principal."1 Después de 1822, la ruta se convirtió en camino trillado y aún hoy siguen los surcos de las rue­das marcando el derrotero de la vieja senda a Santa Fe. El primer año se trasladaron a Santa Fe mercaderías por valor de $ 15.000. Hacia 1843, esta cifra se había elevado a $ 450.000 y al­gunos de los traficantes norteamericanos no ponían término a su recorrido en Santa Fe, sino que proseguían directamente al Sur, «con destino a Chihuahua y al Oeste, para entrar en California. Si bien las colo­nias de agricultores se habían detenido a la altura del meridiano 98°, las huellas de los tramperos y la ruta a Santa Fe de los trafi­cantes, señalaban el camino hacia la costa del Pacífico, hacia Cali­fornia y Oregon.

En fecha tan remota como el año 1796, los capitanes de mar yanquis habían entrado en contacto con los establecimientos de la costa californiana y las posibilidades de un fructífero comercio en esa región no habían sido desaprovechadas. Transportaban mer­caderías de algodón, cuchillos, pólvora y ron a California y allí permutaban todo esto por pieles, las que, a continuación, embar­caban, a China para canjearlas por mercancías de ese país y regre­saban finalmente a Boston, Nueva York y Filadelfia, Los be­nefi­cios eran enormes. "Un capitán recogía, en pocas horas, 560 pieles de nutria de mar, en trueque por mercaderías que le habían costado menos de dos dólares y vendía el lote en Cantón por un importe de U$S 22.400."2 Oh, sí, los capitanes yanquis estaban muy familiariza­dos con California,

Tramperos, cazadores y traficantes también habían hecho el viaje hasta las poblaciones de la costa. Algunos de ellos, por igual que parte de los marineros que componían la tripulación de los navíos norteamericanos, se sintieron atraídos por la región y de­cidieron quedarse. Enviaron mensajes a sus hogares y a sus ami­gos, describiendo la esplendidez del suelo y el bello clima de Ca­lifornia y Oregon. Los inquietos colonos afincados al borde de los Grandes Llanos, donde las lluvias eran infrecuentes y no existía la madera, se interesaron muchísimo por los informes relativos a las lejanas comarcas de California y Oregon. Al parecer, allí en el declive del Pacífico, volvían a surgir la lluvia, los árboles, la familiar tierra de labranza. Corría por sus venas la pasión norte­americana del movi­miento. Los agricultores descontentos de la

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