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Leo huberman


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Nº. total de Tenedores de Esclavos en EE.UU................347.525
La mayoría de las personas, cuando piensan en el Sur en la época anterior al año 1860, lo imaginan como una región de mu­chos dueños de esclavos. Esto no se ajusta a la verdad. Es obvio, vistos los elevados precios de los esclavos, que pocas personas con­tarían con dinero para comprarlos. En realidad, el número de tenedores de esclavos en el Sur, era sorprendentemente bajo. En 1850 había allí, entre 6.000.000 y 7.000.000 de blancos, pero me­nos de un millón de ellos poseían esclavos. Quienes adueñaban los 3 millones a 3 millones y medio de negros, representaban un por­centaje de la población que no alcanzaba al 6 por ciento. La si­guiente tabla muestra las asombrosas cifras:

Cabe anotar que el total de propietarios de cincuenta o más es­clavos sumaba menos de ocho mil. Estos poseedores de esclavos, aunque reducidos en número, eran sumamente poderosos. Configu­raban la acaudalada aristocracia del Sur. Manejaban los asuntos de su sector, se hacían elegir a los fines de ocupar importantes cargos en el gobierno estatal y en el de la Nación, y se preocupaban de que las leyes resultasen favorables a la esclavitud y a sus usu­fructua­rios. Eran dueños de o controlaban los periódicos sureños, y médi­cos, abogados, sacerdotes, maestros, profesores y las clases más pobres, aprendían a aceptar sus ideas como la verdad. For­maban la clase dirigente y, de acuerdo con lo que sucede siempre, utilizaban su influjo en toda la medida de lo posible, para divulgar ideas favo­rables a su propio grupo.

Tanto en el sudeste cuanto en el sudoeste, sus plantaciones ocu­paban el suelo más rico y más fértil. En el Este habían com­prado las mejores tierras de la costa, obligando a la gente más pobre a internarse en las montañas. En el Oeste, suyas eran las cuencas del río Mississippi con su suelo profundo, opulento, ideal para el sis­tema de la plantación, con sus numerosas cuadrillas de negros. Las tierras no tan fructíferas, o las laderas de las mon­tañas en que apa­recían dispersos los campos laborables, tornando más difícil la ru­tina de la plantación, fueron dejadas .en manos del pequeño agri­cultor

En el Oeste, una vez concluido el período de ardua labor para despejar el terreno e iniciar las cosas, apareció el plantador, con su cuadrilla de negros. Ofreció al pionero ejecutor de esa agobia­dora etapa un subido precio por su predio, tan alto que lo indujo a ven­der y desplazarse hacia el poniente para recomenzar la ex­ploración y desbrozo. Si no se avenía a vender, no tardaba en tropezar con la competencia opuesta por la organizada mano de obra que el es­clavo proporcionaba al plantador, su actual vecino. Un articulista sureño, se quejaba amargamente de esto, en un periódico rural:

La parte del valle del Mississippi reservada al cultivo del al­godón o sea el mismísimo jardín de la Unión, año tras año está siendo arrebatada de las manos del pequeño agricultor y entre­gada a los grandes capitalistas. El pe­queño terrateniente blanco... es, o bien obligado a. internarse en las areno­sas montañas cu­biertas de pinos, o bien empujado al Oeste con la finalidad de des­pejar y pre­parar el: suelo para el ejército de negros y sus capata­ces, que pre­siona constantemente a sus talones y que tornará im­productiva su industria, e intolerable su vida.

Todos los grandes algodonales fueron, en un principio, abiertos por industriosos colonos, provistos de menguados recursos y de mucha energía. Apenas han practicado un claro, instalando la casa solariega en que van multiplicándose las comodidades, surge del Este el gran plantador quien, con su horda negra, se afinca en el distrito y absorbe e invade todo, Este es, precisamente, el pro­ceso que, día a día, tiene lugar en la porción mayor de Luisiana y Mis­sissippi. Los pequeños agricultores, o sea la masa do la pobla­ción blanca, están desapareciendo rápidamente. Los ricos sedimen­tos de ese glorioso valle están concentrándose en manos de los grandes plantadores.

En la desolada, desamparada zona montañosa del oeste de Vir­ginia, Kentucky y Carolina del Norte, los "blancos pobres" de­pendían para su subsistencia de un suelo tan extenuado que era práctica­mente imposible salir adelante. Tanta era su pobreza, tan desva­lidos y tan castigados por la miseria se hallaban, que merec­ían hasta el desdén de los negros. Algunos se alejaron a tal punto de la civilización, que hoy sus costumbres son muy semejantes a las que los caracterizaban en 1800. Todos ellos llevaban una exis­tencia solitaria, sumida en la ignorancia y la desdicha.

En 1860, F. L. Olmsted supo acerca de esas gentes lo que sigue:

Le pregunté si no había pobres en esa región. No veía casas que pare­cieran pertenecerles.

"Claro que no, caballero, los engreídos señores compran a propósito cada pulgada de tierra, a fin de mantenerlos alejados. Pero retroceda Vd. hasta la serranía de pinos. ¡Buen Dios! Mucho he oído sobre los pobres del Norte, pero dudo que haya visto Vd. gente más miserable que ellos. Me gustaría saber de qué viven, se­guramente es un milagro que consigan subsistir. No comprendo cómo lo hacen e innumerables veces me lo he preguntado. Muchí­simos de ellos no cultivan maíz suficiente para mante­ner vivo un lechón durante el invierno. No pueden vivir de otra forma que no sea robando".1

Algunos blancos pobres y otros no tan abandonados por la mano de Dios, se opusieron al dominio de los poderosos en los gobiernos estatales. Se reabrió la antigua querella entre la gran masa de po­bres y el reducido núcleo de unos cuantos ricos. En Carolina del Norte los acaudalados plantadores habían conservado su control logrando que sus esclavos fuesen contados como votantes cuando se necesitaban sufragios. Olmsted, en el curso de una conversación sostenida con un hombre que residía en la zona oeste de Carolina del Norte, se enteró del odio que prevalecía entre los montañeses pobres y los ricos dueños de plantaciones:

"Aquí en el Oeste no hay esclavos en número que merezca te­nerse en cuenta, pero, abajo, en la parte oriental del Estado, en las cercanías de Fayetteville, hay tantos como en Carolina del Sur. Por dicha razón es que en este Estado no existe armonía entre el Oeste y el Este; la gente de por aquí odia a la del Este.

-¿Y, por qué?

"Pues verá Vd., ellos votan sobre la base de los esclavos y hay algu­nos condados negros que no tienen más de cuatrocientos o quinientos blancos, con tanto poder en la Legislatura como cual­quiera de nuestros con­dados de la montaña, donde habrá varios miles de votantes". 1


Entre los blancos pobres, colocados en el nivel más bajo de la escala y los riquísimos propietarios de las plantaciones grandes, situados en el más alto, venía la gran masa compuesta de sureños que vivían en sus propias granjas o en pequeñas plantaciones. Al­gunos de ellos disfrutaban de un pasar relativamente bueno, pose­ían unos cuantos esclavos y deseaban tener más. Los demás eran sumamente pobres, si contaban con alguna propiedad en materia de tierras, ésta abarcaba muy reducidas dimensiones y si tenían escla­vos sólo eran unos pocos, aunque esperaban estar en mejor posi­ción algún día. Entre tanto, ¿qué debía hacer una persona necesi­tada de ayuda pero que careciera de dinero con que comprar un esclavo o esclavos? Podía obtenerla mediante un conchabo. Si le daban a elegir entre un blanco pobre o un esclavo de color, en ge­neral elegía el esclavo. Los blancos pobres eran inconstantes, mani­festaban la tendencia de abandonar el trabajo cuando más se lo precisaba, mientras que un esclavo debía irre­mediablemente traba­jar y quedarse. Había, además, ciertas tareas, tales como el acarreo de agua a la casa o el cuidado de las vacas, que un hombre blanco contratado consideraba denigrantes. Si uno le pedía que se ocupara de alguna de esas objetables funciones, se enfurecía diciendo que él "no era un negro roñoso".

El alquiler de esclavos constituía algo muy común. El propie­ta­rio de esclavos a quien le hiciera falta dinero solía alquilarlos a un granjero que requiriera peones. El dinero, por supuesto, se entre­gaba al ama Los precios de estos esclavos oscilaban, de acuerdo con el número disponible y el grado de necesidad. En los Estados del sudoeste, donde las inmensas plantaciones de algodón y azúcar clamaban constantemente por más braceros, los precios eran más altos que en los Estados atlánticos, de mayor antigüedad, en los cuales el esclavo abundaba más y su trabajo resultaba menos remu­nerativo, Observen ustedes en qué Estados se pagaba un precio más subido, según la tabla correspondiente al año 1860 de la cotización anual de la mano de obra agrícola proporcionada por esclavos.





TABLA DE PRECIOS 1

Estado Hombres Mujeres Jóvenes*


Virginia............

Carolina del N..

Carolina del S..

Georgia………

Florida……….

Alabama.........

Mississippi......

Luisiana..........

Texas..............

Arkansas.........

Tennessee.......



$

105


110

103


124

139


138

166


171

166


170

121


$

46

49



45

75

80



89

100


120

109


108

63


$

39 50


43

57

65



76

71

72



80

80

60


Los esclavos no sólo se contrataban para labores agrícolas, sino también con otras finalidades. A veces se los alquilaba en calidad de cavadores de zanjas, obreros ferroviarios o estibadores. En oca­siones, los negros a quienes se les había enseñado a trabajar como domésticos en casa del amo, solían alquilarse a los efectos de llenar las funciones de cocheros, mayordomos o cocineros. En la edición del 13 de mayo de 1853 del



Richmond Daily Enquirer, apareció el siguiente aviso solici­tando esclavos de color a ser em­pleados en un hotel de un lugar de veraneo que estaba en boga:

Necesítanse Cincuenta Sirvientes para Las, Fueutes, a saber Mo­zos de Comedor, Mucamas, etc.; las personas que dispongan de ellos en alquiler deberán concurrir inmediatamente a Toler y Cook.


El aviso que transcribimos a continuación nos da la pauta de cómo tasaban a los negros algunos hombres blancos:

Venta del Sheriff. Venderé en Fairfield Court House, 2 negros, 2 caba­llos y 1 jaca española, 1 par de ruedas de carro, 1 armazón de cama, 1 silla de montar. Oficina del Sheriff. Lunes 19, 1852.

Armazones de cama, ruedas de carro, sillas de montar, negros, todo amontonado, como una propiedad cualquiera. En los remates públicos los negros eran expuestos junto con el lote, cuidadosa­mente inspeccionados y sometidos al régimen de ofertas, tal como si se hubiesen tratado de un reloj pulsera o de una lámpara o de cualquier artículo subastado. Aquí tenemos la descripción de una de esas ventas:

Alrededor de una docena de caballeros se apiñó en el lugar donde el infeliz se estaba desvistiendo, y en cuanto estuvo desnudo de la cabeza a los pies, sobre el piso, se procedió al más riguroso escrutinio de su persona. La luciente piel negra, de frente y por detrás, fue totalmente inspeccionada, en busca de señales de en­fermedad y no quedó parte alguna de su cuerpo sin examinar. Se ordenó al hombre que abriese y cerrase las manos, preguntán­dosele si podía recoger algodón y cada uno de sus dientes fue escrupulosa­mente observado.

Algunos blancos se convirtieron en traficantes dedicados al co­mercio de esclavos, así como otros hombres efectuaban transaccio­nes relacionadas con animales vacunos. Negociaban con negros, los compraban y vendían, según se acostumbraba hacer con equi­nos o reses. En el número del 8 de mayo de 1835 del Richmond Enqui­rer, se publicó la propaganda de uno de estos comerciantes:

¡Negros! ¡Negros! Me he instalado en el Hotel Bollingbook, en Petersburg, para comprar negros. Aquellas personas que deseen vender, ya sea en la Ciudad o condados contiguos, harán bien en llamarme, por cuanto es­pero pagar precios generosos Por los que haya disponibles, de ambos sexos, de 12 a 30 años de edad, arte­sa­nos y sirvientes domésticos en particular. Cualquier información dirigida al que suscribe, será prontamente atendida. Richard R. Be­asley.


Otro aviso, aparecido en el número del 12 de abril, 1828 del Charleston Courier, nos entera de que familias de esclavos podían, en ocasiones, ser vendidas en forma dividida, con lo que, una vez separados sus miembros, ya no volvían a verse nunca más:

Una familia tan valiosa —como jamás se ha ofrecido antes en venta, que consiste de una cocinera de aproximadamente 35 años de edad, su hija, de unos 14 y su hijo de 8. Se vende la familia en­tera o parte de ella, según convenga al comprador.1


¿Era posible sojuzgar de 3.000.000 a 4.000.000 de seres huma­nos, sin levantamientos serios? En algunos distritos del Sur había mu­chos más negros que blancos. Existían sectores compuestos, a veces por un 90 por ciento de población de color y sólo un 10 por ciento de población blanca. En determinadas plantaciones, había varios centenares de negros, únicamente acompañados del capa­taz y uno o dos ayudantes blancos, sin otros blancos en millas a la re­donda. ¿Era posible evitar que los negros se rebelaran contra sus amos? No, no lo era. Se produjeron muchas insurrecciones, aunque los libros de historia casi nunca las mencionan. Constitu­yeron fero­ces levantamientos, acaudillados por valientes, desespe­rados hom­bres dispuestos a sacrificar sus vidas de ser necesario, para poner fin al brutal sistema de esclavitud. Estas rebeliones fueron infruc­tuosas y se las sofocó con bárbara crueldad. Los blancos del Sur actuaban rápidamente cuando los esclavos se atrevían a desafiar su supremacía. Y, en el esquema de vida diaria que impusieron a los negros, tomaron todas las precauciones para impedir que la idea de tal desafío entrase en las mentes de los esclavos.

Se preocuparon de asegurar que jamás estuviesen en posesión de pistolas o armas peligrosas de ninguna clase. Éste era un modo de tenerlos sometidos. Otro, más eficaz, consistía en educar al ne­gro en el respeto y en el temor del hombre blanco, haciéndole sen­tirse inferior. El hombre negro, esclavo o liberto (había muchos negros libertos en Virginia y Maryland), debía ser "mantenido en su lugar". Harriet Martineau nos refiere una de las formas en que dicha noción se comunicaba a los negros. "En el teatro norte­ameri­cano de Nueva Orleáns, uno de los personajes de la obra a la cual concurrió mi grupo era un esclavo, el cual, en uno de sus discursos, decía: 'No me incumbe pensar ni sentir'."

Los amos blancos emplearon asimismo el arma de la religión, a fin de hacer creer a los negros que era justo y correcto que ellos fuesen esclavos. El obispo Meade de la Iglesia de Inglaterra en Virginia, escribió un libro de oraciones que recomendaba a los mi­nistros blancos, encargados de predicar entre los esclavos. He aquí algunos extractos de ese libro:

...Habiéndoos señalado así los principales deberes que tenéis para con vuestro gran Amo en el cielo, ahora me toca exponer ante vosotros los deberes que tenéis para con vuestros amos y amas, aquí sobre la tierra. Y para esto contais con una regla general, que siempre deberéis llevar en vuestra mente y esta es rendir a ellos todo servicio como lo haríais por Dios Mismo.

¡Pobres criaturas! Poco consideráis, cuando incurrís en holgaza­nería y en descuido de los asuntos de vuestro amo, cuando robáis y derrocháis, cuando os mostráis respondones e insolentes, cuando les mentís y engañáis, o cuando os denotáis obstinados y hoscos y no queréis cumplir, sin lonjazos y enfado con el trabajo que se os asigna, no consideráis, digo, que las faltas de que seáis culpables en lo que se refiere a vuestros amos y amas son faltas cometidas contra Dios Mismo, quien ha colocado, en su propio reemplazo, por sobre vosotros, a vuestros amos y amas y es­pera que procedáis con ellos tal como procederíais con Él… Os digo que vuestros amos y amas son los supervisores de Dios y que si los agraviáis, Dios os castigará por ello, severamente, en el otro mundo.1
La contribución de la Iglesia a la preservación del sistema de la esclavitud no careció de importancia. Identificar así, en la mente del esclavo, a su amo con Dios era coronarlo de gloria.

Hacia 1860, el Sur se había convertido en gran sector agríco­la, productor de cuatro renglones principales: azúcar, tabaco, arroz y algodón, particularmente este último. Fue, por necesidad, una re­gión de expansión en la cual los plantadores y granjeros se hallaron perpetuamente en movimiento, en pos de nuevas tie­rras, impres­cindibles, por cuanto su monocultivo agotaba el suelo. Los cuatro millones de esclavos negros, encargados de la mayor parte del tra­bajo de la plantación, pertenecían a un núcleo muy reducido de personas en cuyo poder se encontraba casi todo el dinero. Unos cuantos miles de acaudalados aristócratas, contro­laban, de modo prácticamente absoluto, la vida social, política e industrial de toda la población. La anchísima brecha que separaba a este grupo, enca­ramado 'en la cúspide, de los blancos pobres, situados en el peldaño más bajo, estaba ocupada por granjeros y ciudadanos de diversos grados pecuniarios, en su gran mayoría por gente privada de recur­sos.

Los Estados Unidos en 1860... un solo país, pero dos sectores... Norte y Sur, disímiles en casi todos los aspectos.

CAPÍTULO X


LOS SEÑORES DE LAS TIERRAS COMBATEN

A LOS SEÑORES DEL DINERO

Tuvo que haber un combate. Quizás no necesitó ser esa larga guerra que trajo por consecuencia la muerte de tantas personas, pero la discordia y el encono debían sobrevenir indefectiblemente. El país se llamaba Estados Unidos; no obstante, esa situación de unidad sólo existía en nombre; no era real. Los Estados del Norte y del Sur trabajaban de modo distinto, pensaban de modo dis­tinto, vivían de modo distinto. En el Norte prevalecían, la agri­cultura en pequeña escala, el comercio marítimo y las pujantes industrias ma­nufactureras, actividades atendidas en su totalidad por mano de obra blanca libre; en el Sur, había una agricultura dedicada al mo­nocultivo, que empleaba la mano de obra del es­clavo. Los dos sectores, tan disímiles en todos los aspectos de su forma de vivir, estaban condenados a la desunión. Las clases del Norte, integradas por mercaderes, fabricantes y banqueros en tren de ascender con la Revolución Industrial a una nueva esfera de influencia, tenían que contender con las clases terratenientes su­reñas. Esa pelea se pro­longó por espacio de más de sesenta años y finalmente dio por re­sultado la guerra civil.

Ambos sectores disputaron porque lo que era bueno para el Norte manufacturero perjudicaba al Sur agrícola y viceversa.

La tarifa protectora fue un motivo de discordia. Cuando tuvo lu­gar en las cámaras del Congreso el debate relativo a la tarifa, se vio con suma claridad que los congresistas se hallaban a favor o en contra de ésta, según el sector que representaran. John Ran­dolph, de Virginia, nos da a conocer las razones sureñas de oposición la tarifa protectora:

Redunda en lo siguiente: si uno, como plantador, consentirá en ser gravado con una tasa, a los fines de qne otro hombre sea con­tratado para trabajar en una zapatería, o de proceder a la instala­ción de un torno de hilar... No, yo compraré donde consiga las manu­facturas más baratas; no accederé a que se imponga un dere­cho a los cultivadores del suelo para fomentar manufacturas exóti­cas; porque, al final de cuentas, sólo obtendríamos cosas peores a un precio más alto y nosotros, los cultivadores de suelo, terminar­ía­mos pagando por todo... Por qué pagar a un hombre un valor supe­rior al real por el objeto, con miras a la elaboración de nuestro pro­pio algodón en la confección de ropas cuando, ven­diendo mi mate­ria prima, puedo obtener en Daeca, mucho mejores y más baratas prendas de vestir.


Las personas que hablaban en nombre de los manufactureros no insistían demasiado en el hecho de que la tarifa protectora signi­ficaría dinero en sus bolsillos. Oh, no. Ellos se interesaban por la tarifa principalmente porque mantendría en funcionamiento las fábricas, lo cual, a su turno, traería aparejados empleos altamente remunerados para los obreros. Luego era el obrero común el más favorecido por la tarifa, dijo el portavoz de los manufactureros. Daniel Webster, de Massachusetts, lo expresó en la siguiente forma:

Este es, por consiguiente, un país de obreros... Pues bien, ¿cuál es la primera gran causa de prosperidad entre esa gente? Senci­lla­mente el em­pleo... donde hay trabajo para las manos de los hom­bres, lo hay para sus clientes. Donde haya ocupaciones, habrá, pan... Un empleo constante y una mano de obra bien pa­gada origi­nan, en un país como el nuestro, una prosperidad gene­ral, el con­tento y la alegría.


Durante muchos años, los representantes de los manufactureros del Norte discutieron en el Congreso con los representantes de los plantadores sureños, sobre la cuestión de la tarifa protectora. La controversia se tornó tan agria que, en 1832, Carolina del Sur ame­nazó con retirarse de los Estados Unidos, por considerar demasiado alta la tarifa. El Congreso evitó entonces la ruptura, sancionando una nueva ley que rebajaba año por año, las tasas de la tarifa, du­rante un decenio. Sin embargo, ésta volvía incesantemente a ser objeto de debate y continuó siendo un motivo de gran rencor entre el Norte Manufacturero y el Sur agrícola.

Se produjo además otra cuestión acerca de la cual no podían po­nerse de acuerdo ambos sectores. Recuerdan ustedes que los po­bladores del Oeste clamaban continuamente por buenas carreteras y canales que fueran construidos a expensas del gobierno. Esta idea convenía a los manufactureros y mercaderes del Norte, por cuanto querían vender cosas al Oeste. ¿Qué mejor que espléndidas rutas o bien construidos canales, a través de los cuales pudieran despa­charse al Este productos alimenticios del Oeste y ser intercambia­dos por sus mercaderías manufacturadas? El Norte favorecía ple­namente la idea de rutas construidas por el gobierno.

Pero no ocurría lo mismo con el Sur. Allí el comercio interesta­tal era ínfimo; el Sur no tenía la perspectiva de un mercado en el Oeste; el Sur carecía de mercaderías manufacturadas a las cuales fletar desde la costa al Mississippi; en opinión de los sureños, la ruta natural y mejor para el comercio era la que descendía por el Mississippi y salía al exterior, a través de Nueva Orleáns, puerto sureño;; por ende, el Sur estaba muy en contra de que el dinero del gobierno se invirtiese en la construcción de carreteras de Este a Oeste. Puesto que los sureños no veían gran necesidad de tales mejoras internas, no tardaron en descubrir que la Constitución no concedía al gobierno poder para impender su dinero en planes de este tipo. El Norte, desde luego, encontró en la misma Constitu­ción, que el gobierno en efecto gozaba de esa facultad. La brecha entre el Sur cultivador de algodón y el Norte manufacturero se es­taba profundizando.

Sumándose a la creciente fricción, vino el fogoso ataque que los Abolicionistas lanzaron sobre la esclavitud.

Integraban éstos un grupo de personas para quienes la escla­vitud de los negros no era justa y no debía admitirse en los Estados Uni­dos. Nunca fue un grupo muy grande, pero en relación con su corto número, ejercía un fuerte ascendiente. La razón de esto quizás haya estribado en su vehemente fervor, en su seguridad de no equi­vo­carse, en su disposición para hablar, escribir y trabajar por la causa. Eran, por supuesto, profundamente odiados en el Sur e in­clusive en el Norte se los consideraba perturbadores. No obstante, a pesar del hecho de que más de una vez, sus propiedades fueron destrozadas por enardecidas turbas, que algunos de sus dirigentes cayeran pre­sos, que se arrastrara a otros por las calles y que uno de ellos lle­gara a ser muerto a tiros, a pesar de todo esto, siguieron adelante. Nos dan idea de la intensidad de su determinación, las palabras de William Lloyd Garrison, uno de sus líderes: "Me mueve un real fervor, no daré pábulo a equívocos, no me excusaré, no retrocederé una sola pulgada, y seré escuchado."

Los Abolicionistas promovieron disturbios entre el Norte y el Sur. Organizaron sociedades antiesclavistas, publicaron periódicos y escribieron libros contra la esclavitud y los distribuyeron por to­das partes; hasta hicieron entrar algunos de contrabando en el Sur, donde estaban prohibidos por ley. Organizaron el Ferrocarril Sub­terráneo, una serie de domicilios o estaciones de paso, donde se ocultaban los esclavos evadidos, ayudándoseles luego a escapar a Canadá. Aqui y allá, se congregaban multitudes con la finalidad de rescatar a aquellos negros que, habiendo huido, caían en poder de los capturadores de esclavos. En todos lados trataban de fijar la idea de que la esclavitud era perniciosa y debía desaparecer.

Hubo un tiempo en que los Abolicionistas tal vez hubiesen prosperado en el Sur. La verdad es que, entre 1782 y 1790, más de diez mil negros fueron liberados, nada más que en Virginia. Esto sucedió en el período inmediatamente posterior a la Guerra de In­dependencia de Norteamérica, momento en que se hablaba mucho de libertad, igualdad e independencia, y —lo que era muy impor­tante— en que los desgastados tabacales acarrearon la desventaja de poseer esclavos. Resultaba muy fácil convencer a un tenedor de esclavos, que a la sazón perdía dinero con ellos, que la esclavitud era algo malo y debía abolirse. Pero la cosa presentó cariz diferente después que el algodón se tornó rey del Sur y los precios de los esclavos se elevaron por las nubes. Cuando los esclavos se con­virtieron en propiedad valiosa, los sureños no pudieron ver nada censurable en la esclavitud.

A decir verdad, muchos comenzaron a considerarla positiva­mente benéfica. Los directores de periódicos, los maestros y los dirigentes políticos se confabularon, tratando de probar, mediante todo género de argumentos que la esclavitud negra no sólo era ne­cesaria, sino buena. Los ministros citaban a la Biblia con el propó­sito de demostrar que era la voluntad de Dios.

Los horrores que los Abolicionistas del Norte veían en la es­cla­vitud escapaban a la percepción del sureño. No podía entender a las personas que calificaban de injusto el hecho de que un hombre fuese dueño de otro. Había nacido y se había criado en un medio ambiente compuesto de amos blancos y esclavos negros y se acos­tumbró a esa situación. Parecía la forma natural de una vida en común de blancos y negros. Los libros y diarios que leía, las obras de teatro que veía, los sermones que escuchaba, cada fracción de la sociedad en que se movía, grababan en su mente el concepto de que la raza blanca era superior a la negra. Pronto se habituó a la idea de que el blanco debía ser amo y el negro esclavo. Por lo de­más, el negro representaba su fortuna, bien costosa por cierto, y eso de hablar a tontas y a locas sobre la liberación de los escla­vos, no significaba otra cosa que la destrucción de su caudal. Los sureños aborrecían a los Abolicionistas, con odio apasionado y feroz.

Los odiaban por entremetidos. Querían que no interviniesen en asuntos ajenos. Les enfurecía que los norteños les indicaran la in­corrección del tratamiento que daban a los negros. Siendo nutrida la población negra del Sur, los sureños pensaban que "mantenerlos en su lugar" constituía el único modo seguro de manejarlos. Los norteños, con su puñado de hombres de color, hacían gran alharaca en lo concerniente a las espantosas condiciones del Sur, ¿pero qué decir de su propio sector? ¿Acaso los norteños admitían a los ne­gros y los trataban como iguales? De ninguna manera. Cuando en 1835 se creó en Canaan, Nueva Hampshire, una escuela para ne­gros libres, "aparecieron 300 hombres con cien yuntas de bueyes y arrastraron el edificio de la escuela hundiéndolo en un pantano de las inmediaciones".

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