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Leo huberman


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Esta primera ruta transcontinental no tardó en ser seguida por otras. Alrededor de 1884, había cuatro líneas ferroviarias para el transporte de pasajeros y cargas entre el Mississippi y el Pacífico.

Los estadounidenses comprendieron rápidamente que el trans­porte era esencial en lo relativo al desenvolvimiento del país. Ha­bían prestado su concurso a las compañías de ferrocarril, otor­gán­doles extensisimos tramos de tierras fiscales. El Congreso se mostró especialmente generoso con la Central Pacific y la Union Pacific. A cada una de estas compañías le fueron concedidos sec­tores alternados de tierras que ocupaban una franja paralela, a am­bos lados de sus carriles, de veinte millas de ancho. Por aña­didura el Congreso les acordó, por cada milla de vías colocadas, un empréstito de $ 16.000 a $ 48.000. (Los hombres de negocios sa­bían qué se proponían cuando relevaron a los plantadores su­reños del control del gobierno.)

A continuación, el directorio de la Union Pacific trazó un plan mediante el cual podría fácilmente hacer dinero. El procedimiento consistía en lo siguiente:

Los directores de la Union Pacific organizaron entre sí una compañía de construcción llamada Crédit Mobilier. Procedieron luego a asignar el contrato de construcción de su camino de hierro a la Crédit Mobilier, esto es, a ellos mismos. Hasta este punto, todo perfecto. Alguien tenía que construirlo. Pero he aquí que, en su condición de compañía constructora, se cobraron a sí mismos, como miembros del directorio de la Union Pacific, cerca de 40.000.000 de dólares más que el costo real de la construcción. En forma aná­loga, los directores de la Central Pacific abonaron a una com­pañía de construcción $ 120.000.000 por un trabajo que cos­taba $ 58.000.000. Los capitalistas estaban "limpiando" los dineros del pueblo. Antes de terminar la adjudicación de tierras fiscales, apro­ximadamente 150 millones de acres, se había cedido a las com­pañías de ferrocarril un área más vasta que la de toda Nueva, Inglaterra más Nueva York, o más extensa que Francia. Por algo se había librado la Guerra Civil.

Allí donde resultaba indispensable, el camino de hierro era ex­celente. Pero en la loca precipitación por alcanzar beneficios por intermedio de la construcción de ferrocarriles, creáronse mu­chas líneas en lugares donde no hacían falta. En muchos sitios se pro­dujo una gran duplicación de comunicaciones, dos o tres líneas donde una bastaba para atender todo el tráfico. Además, las líneas rivales solían disputarse el comercio. Se ponía en práctica una gue­rra de precios en el curso de la cual las líneas compe­tidoras rebaja­ban sus tarifas a los fines de atraer clientela. Esto llegó a extremos tales que, en 1876, un vagón de ganado podía fletarse desde Chi­cago hasta Nueva York –mil millas- por sólo $ 1. Ese mismo año uno podía realizar todo el viaje hasta Boston, partiendo de Cleve­land, por el ínfimo precio de seis dólares con cincuenta centavos. Hoy días el boleto ha pasado a costar más del triple.

Los ferrocarriles que debían reducir sus tarifas en los puntos donde se les ofrecía competencia, trataban de lograr una com­pen­sación mediante tarifas sumamente elevadas en los puntos libres de aquélla. Los granjeros del Oeste fueron, en particular, víctimas de este absurdo sistema. Funcionaba aproximadamente cuino sigue: la distancia de Fargo a Duluth representa la mitad de la distancia en­tre Minneapolis y Chicago. Por consiguiente, lo natural era suponer que la tarifa para el transporte de trigo, desde Fargo a Duluth, im­portaría la mitad de la establecida con respecto al recorrido de Minneapolis a Chicago. Y bien, no. En vez de costar la mitad, era dos veces superior. No es extraño que los granjeros se quejasen amargamente.

También se quejaban de que los hombres que dirigían los ferro­carriles, dirigieran al propio tiempo las cortes y las legislaturas. Los ferrocarriles del Oeste entregaban pases gratuitos a los funcionarios de los gobiernos estatales, a los jueces, letrados, sa­cerdotes y edito­res de periódicos. Los del Sur obraban evidente­mente en la misma forma, según nos enteramos por intermedio de este párrafo publi­cado el 14 de agosto de 1888, en el Progressive Farmer, de Ra­leigh, Carolina del Norte: "¿Acaso no son ellos (los ferrocarriles) dueños de los periódicos? ¿Acaso no dependen de ellos todos los políticos? ¿Es que todos los jueces del Estado no llevan en sus bol­sillos pases gratuitos? ¿No controlan en su tota­lidad al mejor ta­lento legal del Estado?" 1

La nuestra era una nación de grandes espacios. Existían di­feren­cias de clima, de precipitaciones pluviales y de suelo (nue­vamente la geografía) que coadyuvaban para determinar en algunos sectores la especialización en ciertas industrias. Origi­náronse así: un sector dedicado a la cría de ganado en las llanuras, el sector del Sur con­sagrado al cultivo del algodón, la faja del maíz y del trigo com­prendida por los Estados centrales y occiden­tales y el sector manu­facturero del nordeste. Entre estos sectores era preciso el transporte de cargas y pasajeros. A los ferrocarriles correspondió proporcionar este transporte. Siendo que habían sido construidos a lo largo de tierras fiscales y que habían recibido el sostén monetario del go­bierno, muchas personas pensaban que la finalidad de los ferroca­rriles consistía en brindar al país un servicio lo más barato y efi­ciente posible. Pero se equivocaban. En la mayoría de los casos, el directorio de los ferrocarriles con­sideraba que la primera función de éstos era hacer dinero, cuanto más mejor. No creían en la misión de facilitar a la gente el más completo servicio al menor costo po­sible. De ningún modo. En su concepto, según lo admitiera fran­camente uno de ellos, "había que cobrar todo lo que el tráfico so­portara". A menudo juzgaban mal y las tarifas que estatuían eran tan altas que los granjeros no podían darse el lujo de pagarlas y se arruinaban. Sea como fuere, la política de estas líneas de comuni­cación siguió ajustán­dose a la norma de "obtener todo lo que po­damos con impunidad".

Por supuesto que no todos los directores de ferrocarriles se inte­resaron, en primer lugar, por la arrebatiña de tierras o por las ma­quinaciones concebidas para hacer rápida fortuna. Ninguno esca­paba a la ambición de lucrar. Pero algunos comprendieron que era dable obtener ganancias brindando un servicio real. James J. Hill, del Great Northern, fue uno de ellos. Él, por igual que otros hom­bres metidos en el negocio de los ferrocarriles del Oeste, publicitó las maravillosas virtudes de las tierras que atravesaban sus trenes. Pero no se limitó a esto. Cuando los pobladores aflu­yeron en tropel a las tierras que bordeaban sus líneas, los ayudó de todas maneras. Los problemas de los agricultores se tornaron sus problemas. La nombradía que merecen los constructores de ferrocarriles en lo tocante a la exitosa colonización del noroeste, pertenece en no es­casa medida a Hill.

Llegó, desde luego, un momento en que cesó la sangrienta com­petencia entre los ferrocarriles. Las innumerables líneas cortas se consolidaron, formando las grandes líneas principales de la actuali­dad. Dióse con esto un importante paso. Para quienes habían se­guido la sórdida historia de los ferrocarriles, constituía una certeza que habrían de aguardarles nuevas deshonestas intrigas en procura de fortunas. Cumplían un servicio necesario, pero fueron escanda­losas las torcidas maquinaciones que siguieron a su construcción y funcionamiento. La condición presente de los fe­rrocarriles en los Estados Unidos se debe, en no poca medida, a su fraudulento pa­sado sin escrúpulos.

En lo que atañe a la agricultura, se produjeron, así como en todo lo demás, marcados cambios después de la Guerra Civil. Transcu­rrido el año 1865, cuatro millones de personas de color fueron súbitamente abandonadas a su propia suerte. Carecían de tierras, de hogar, de bienes. ¿Qué podían hacer? Sabían cultivar algodón, pero no poseían ni un solo elemento con que comenzar. Los grandes plantadores, sus antiguos amos, se encontraban a su vez en muy mala situación. Eran dueños de vastos predios pero les faltaba di­nero para pagar jornales.

De modo que las amplísimas plantaciones se dividieron en pe­queños establecimientos agrícolas y fueron arrendadas a hom­bres de raza blanca o negra. Éstos o bien abonaban en efectivo el im­porte del arriendo o bien se convertían en aparceros, distin­guién­dose dos clases. Los que aportaban su propio equipo de labranza y sus animales y obtenían el usufructo de la tierra, con­viniendo pagar al propietario una cuota fijada de lo producido, una cuarta o tercera parte de la cosecha. Los que, no contando con equipo ni animales, ni, en muchos casos, siquiera con ali­mentos para sí y sus familias, se veían en situación mucho más miserable. Sólo disponían de sus manos para el trabajo. La cuota que el propietario percibía de ellos era, por lo tanto, mayor: la mitad o más de la cosecha.

El propietario también percibía de la cosecha lo que hubiera suministrado a sus arrendatarios o aparceros a modo de semillas, fertilizantes y alimentos. Estos cultivadores, tanto blancos como negros, se hallaban a merced del terrateniente. Él se encargaba de la venta de la cosecha; él llevaba la contabilidad; él cobraba lo que quería por los alimentos que procuraba y, por lo general, agregaba el cargo de un exorbitante interés, más honorarios en concepto de "supervisión". En consecuencia, no es sorprendente que una vez arregladas las cuentas, los dos tipos de aparceros a menudo descu­briesen que estaban en deuda con el propietario; si tenían suerte quizás quedasen a la par.

El funcionamiento del sistema a que hemos hecho referencia se ilustra mejor por intermedio de la siguiente anécdota, una entre centenares de género similar: "Un aparcero que ofrecía cinco balas de algodón, fue informado, después de unas cuantas cuentas rapa­ces, que su algodón cancelaba exactamente su deuda. Encantado ante la perspectiva de lograr ese año alguna ganancia, el aparcero comunicó que obraba en su poder una bala más, que aún no había entregado. ¡A1 diablo!', gritó el patrón, ¿por qué no me lo dijo an­tes? Ahora tendré que volver a sacar la cuenta desde el principio, a fin de hacer que los saldos coincidan y quedemos parejos'." 1

A través de esta anécdota se hace evidente que la diferencia en­tre la antigua esclavitud y la nueva aparcería no era muy notoria. Apenas se conoce el hecho de que, en la actualidad, hay en el Sur más blancos que negros, cogidos en la red de la escla­vitud del sis­tema aludido.

Pero la historia de la transformación de la agricultura des­pués de la Guerra Civil, va más allá del registro de una radical modifica­ción en la economía sureña. Es la historia de una revolu­ción tan grande como para cambiar los modos de vida de un pueblo, no sólo en Norteamérica sino también en Europa. En el siglo XVI, la co­rriente de oro y plata que fluía a Europa desde Norteamérica aca­rreó consigo una revolución de precios que jugó importantísimo papel en la conformación de los acontecimientos del Viejo Mundo; en el siglo XIX, otra corriente —esta vez de productos agrícolas— trajo involucrada una segunda revolución en la economía del Viejo Mundo.

Después de la Guerra Civil, los Estados Unidos llegaron a ser una gran nación industrial, pero asimismo una gran nación agrí­cola. En realidad, fue a raíz de la extraordinaria expansión de la agricultura que hizo de Norteamérica el granero del mundo, que los Estados Unidos pudieron convertirse en el principal pais in­dustrial. Nuestros excedentes agrícolas pasaron a ser las expor­taciones que nos permitieron pagar las importaciones indispensa­bles, así de mercaderías como de dinero. El desarrollo de la 'agricultura fue lo que nos dio la posibilidad de pagar, en gran parte, nuestras deudas, continuamente en aumento, a los capita­listas del Viejo Mundo.

Así como la Guerra Civil trajo la obligada secuela de la expan­sión de nuestro sistema de ferrocarriles, provocó ineludible­mente la expansión de la agricultura. Había en el frente millares de hombres que tenían que ser alimentados. Se necesitaba dinero para llevar adelante la contienda, había que reunirlo. Los granjeros proporcio­naron el recurso. En 1860, exportamos 17 millones de bushels de trigo; en 1863, 58 millones. Mientras que la exportación de balas de algodón se redujo poco menos que a la nada (a causa del blo­queo norteño), la de bushels de trigo pasó del triple. El pan venció al algodón, una forma taquigráfica de expresar no sólo la victoria del Norte sobre el Sur, sino también la entrada de las vastas tierras de labranza del Oeste en el escenario agrícola.

Lo que comenzara en los años bélicos continuó en los años de paz. El Acta del Dominio Familiar (Homestead) aprobada en 1862, que donaba en el Oeste granjas de 160 acres a quienquiera se afin­case allí, representó un poderoso imán. Siguieron ingresando en los Estados Unidos oleadas de inmigrantes. La población de 31.000.000 de almas que componía el país en 1860, había aumen­tado casi dos veces y media en 1900. Muchos de esos inmigrantes se dedicaban a la agricultura. El número de granjas llegó casi a triplicarse de 1860 a 1900; lo mismo ocurrió con la superficie cul­tivada. El monto a que ascendía la propiedad agrícola del país (comprendiendo la tierra, los edificios, la maquinaria y el ganado) era de $ 7.980.000.000 en 1860; de $ 20.439.000.000 en 1900 .1


La tabla nos relata los hechos:
(En miles)

Año

Población


Número de

granjas




Acres

mejorados





Total de

Acres



Valor de

propiedad agrícola





1860

31.443

2.044

163.110

407.212

7,980.493

1870

38.558

2.659

188.921

407.735

8,944.857

1880

50.165

4.008


284.771

536.081

12,180.501

1890

62.947

4.564

357.616

623.218

16,082.267

1890

75.994

5.737

414.498

838.591

20,439.901

La clave mejor acerca de lo que estaba ocurriendo quizás se halle contenida en la cuarta columna, los acres sometidos a cultivo. La tabla indica que, en el periodo de 40 años, se añadió más de un cuarto de millón de acres de tierras mejoradas, cantidad superior al área productiva de ¡Italia, Alemania y Francia juntas!

Lo que estas cifras no muestran -pero que reviste suma im­por­tancia- es que si bien aumentaba el número de personas que ingre­saban a la agricultura, el porcentaje de granjeros, en compa­ración con la gente dedicada todas las demás ocupaciones remu­nerativas, estaba decreciendo. Al comienzo, la agricultura fue la principal ocupación de la casi totalidad de nuestra población; hacia 1860, siete de cada diez trabajadores norteamericanos eran labriegos. En 1870, sólo cinco de entre diez cultivaban la tierra y aproximada­mente en 1900 este número había bajado a tres y medio.



Grupos de ocupación

1870

1880

1890

1900

Agricultura y ocupacioncs anexas

Minería


Manufacturas e indust. mecánicas

Comercio y trasporte

Empleados administrativos

Servicio doméstico

Servicios públicos no clasif.en otros rubros

Servicios profesionales



52,8

1,5


22,0

9,1


1,7

9,6


0,6

2,7


48,1.

1,6


24,8

10,7


2,0

8,8


0,7

3,3


41,2

1,8


26,3

13,6


2,5

9,7


0,9

4,0


35,9

2,1


27,5

16,3


2,8

10,0
1,0

4,4


Total

100,0

100,0

100,0

100,0

Pero, a pesar de que el porcentaje de agricultores, en compa­ra­ción con la población total, decrecía de este modo, cada vez se pro­ducían más y más productos de granja. ¿Cómo podía suceder esto? Porque, al tiempo que el porcentaje de agricultores indicaba un descenso, la producción por acre y la producción por persona em­pleada estaban ascendiendo. Lo cual se tornó posible, princi­pal­mente, merced al creciente uso de maquinarias, a la aplicación de métodos científicos y a la especialización de los cultivos.

En nuestro país el agricultor sembraba sus campos y recolec­taba sus cosechas de una manera muy semejante a la del labriego del antiguo Egipto. Arrodillado o con la espalda doblada, segaba su trigo con la vieja hoz de mano. Se trataba de una tarea lenta. La sola siega de un acre de trigo significaba varios días de faena. La guadaña, una hoz alargada, de nueva forma, constituyó una mejora. Se podía blandir con las dos manos y manejar estando de pie. La guadaña-agavilladora representó un perfeccionamiento ul­terior por cuanto cortaba el grano con las espigas apuntando en una sola di­rección, Esto tornaba más fácil y más rápida la labor de juntar las mieses y formar atados con ellas. La guadaña­ gavilladora permitió que un hombre fuerte segara alrededor de dos acres de cereal, en el término de un día.

El agricultor disponía solamente de diez días en cuyo trans­curso segar sus mieses. Con ninguna de las citadas herramientas de mano estaba en condiciones de cortar, en ese breve plazo, todo lo que podía plantar. A ello se debía que acres y acres de cereales tuviesen que ser dejados en pie para servir de forraje al ganado. La época de la cosecha entrañaba un duro trajín para todos los peones que pu­diesen ser puestos a trabajar en los quehaceres del campo. Ese viejo acicate yanqui para intensificar el ritmo de la acción, la botella de whisky, se hacía ver con harta frecuencia durante esta etapa.

Una vez que la mies había sido cortada a mano, era atada a mano y desgranada luego a mano, con un mayal. Después se la embolsaba a mano y se llevaba al mercado. Un largo y tedioso pro­ceso, demasiado lento para proveer grano suficiente a la cre­ciente población mundial. Pero corría la era de la Revolución Industrial y las máquinas resolvieron el problema.

La segadora McCormick fue probada por primera vez en 1831. Resultó un éxito. A continuación se inventaron las trilladoras. Vi­nieron luego mejoras y más mejoras. Caballos o mulas arras­traban las nuevas máquinas. En la década de 1900, anuncióse el tractor a gasolina, en carácter de sustituto de la tracción a sangre. Más mejo­ras. En la actualidad, en las grandes haciendas modernas, un tractor "combinado" recorre el campo, dejando una ringlera de mies se­gada de diez pies de largo. Corta el trigo, lo trilla y lo embolsa, ¡una fábrica sobre ruedas! Los dos operarios que la ma­nejan cum­plen la labor de 200 hombres a la manera antigua. Este combinado ha expulsado ejércitos de labriegos de los campos. En forma simi­lar, los arados de reja múltiple, arrastrados por trac­tores, las cava­doras mecánicas para el sembrado de papas, las recogedoras mecá­nicas de algodón, las sembradoras de maíz, las enfardadoras de heno y docenas de otras máquinas han trans­formado los métodos agrícolas y dejado en libertad a millares de trabajadores, aumen­tando al mismo tiempo enormemente la pro­ducción. Se ha esti­mado que, desde 1865 hasta el presente, las labores agrícolas se han hecho, como mínimo, un 500 por ciento más eficientes.

El milagro operado en la agricultura, a través de las máquinas y de la energía mecánica, ha sido decripto de modo muy vívido en la forma siguiente: "Un lote de terreno comprende 640 acres. Un hombre activo, en los tiempos anteriores a la energía, podría haber trabajado, en vano, a lo largo de toda su vida, para cavar a pala una fracción de éste. Si la energía mecánica jamás hubiese sido inven­tada, este hombre habría comenzado a palear su lote en el año 1432. Hoy, pero no con la misma herramienta, su tatara­tatara y muchas veces más, tataranieto, estaría a punto de con­cluir una tarea de quinientos años. Pero gracias a los previsores caballeros que trajeron la energía mecánica al mundo, tres hom­bres, munidos de un tractor y de arados múltiples, pueden dar vuelta cada pulgada de ese suelo en el término de treinta y seis horas." 1

Otras razones motivaron, a su vez, la mayor eficacia de la agri­cultura. El año 1890 señaló la demarcación final de la frontera. esta señaló el fin de la tierra gratuita. La valorización de la tierra signi­ficó la necesidad del esfuerzo del agricultor por extraer de ella cuanto le fuera posible. Ya no resultaba más barato tomar posesión de nuevas tierras en vez de abonar las viejas. Ahora el agricultor tenía que interesarse por los fertilizantes y por todas las fases de un cultivo científico. El granjero inteligente comenzó a acoger de buen grado la ayuda que le brindaba la escuela de experimentación agrí­cola; empezó a solicitar los boletines de in­formación publicados por el Departamento de Agricultura del gobierno. ¿Con qué resul­tado? ¿Qué hicieron en favor suyo las maquinarias que economiza­ban mano de obra y los métodos cien­tíficos?

Hicieron posible que todo agricultor produjera mucho más que en cualquier otra época previa, en un plazo mucho menor. El ren­dimiento, por trabajador, aumentó mientras que el tiempo in-su­mido se redujo.

Así, se requerían:


-en 1855, 4 1/2 horas de labor humana para producir 1 b. de maíz

-en 1895, 2 horas de labor humana para producir 3 b. de maíz

-en 1831, 3 horas de labor humana para producir 1 b. de trigo

-en 1895, 1 hora de labor humana para producir 6 b. de trigo

( b.: bushel).
En el caso del maíz, el tiempo por trabajador se redujo a la mitad, sin embargo, el rendimiento fue tres veces mayor. En el trigo, el tiempo por trabajador disminuyó a un tercio siendo, no obstante, el rendimiento seis veces más alto. Las mejoras introducidas desde 1895, han colaborado en grado aún mayor para intensificar la producción y reducir el tiempo, por trabajador.

En el período que siguió a la Guerra Civil, también sufrió una transformación el carácter de la agricultura. Otrora, el granjero corriente bastábase prácticamente a si mismo. Producía en su propio cortijo cuanto necesitaba. ¿Quería pan? Sus maizales y trigales lo suministraban. ¿Quería manteca, queso, leche, carne? Su ganado los proporcionaba. ¿Quería prendas de vestir? Sus campos le brindaban el lino y sus ovejas la lana. ¿Quería herramien­tas? Aquellos útiles sencillos que él no pudiera fabricar por sí mismo, los labraba el herrero del pueblo. Los productos de su establecimiento se destinaban a la satisfacción de sus necesidades propias; si quedaba algo, era vendido para solventar sus impuestos o comprar alguna cosa elegante que no podía confeccionarse en la alquería. Este tipo de producción tenía por finalidad un uso.

Con el transcurso del tiempo, todo esto cambió. El granjero ya no elaboró todo lo que le hacía falta, sino que se aplicó a la producción de uno o dos renglones. Dejó de bastarse a sí mismo. Se convirtió en especialista. (La especialización también se tornó característica de la nueva manufactura.) Se hizo cultivador de trigo, o de maíz, o tambero u horticultor. En consecuencia, al igual que el hombre de la ciudad, debió comprar la mayoría de las cosas que precisaba. La especialización significaba, por lo general, un producto mejor y más abundante, puesto que el granjero consa­graba todo su tiempo y todas sus energías a la especialidad. Pero, a la vez, constituía algo peligroso; estaba "poniendo toda la carne en el asador" y corría el riesgo de perderlo todo. Si su cosecha resultaba un fracaso no tendría nada que vender; si, por lo con­trario, representaba un gran éxito, se vería frente a un exceso, quizás no colocable en el mercado. La especialización ofrecía pe­ligros porque hacia entrar al granjero en el engranaje de la eco­nomía capitalista con todos sus desniveles. Producir con la finalidad de un uso era una cosa; producir para el intercambio algo ente­ramente diferente. El granjero especializado aprendió esa lección.

Además de la especialización, lo que ayudó a someter al agri­cultor a la economía del capitalismo fue el progresivo empleo de la maquinaria. Su antigua hoz o su antigua guadaña resultaron ineficaces comparadas con la segadora o el combinado, pero cos­taban muy poco (a veces las hacía él mismo) y duraban la vida entera; las nuevas máquinas eran caras, se requería mucho dinero para comprarlas. Y no tenía escapatoria, la competencia opuesta por los establecimientos que funcionaban sobre la base de maqui­narias, lo obligaban a ello. La multiplicación del capital se tomó necesidad para el granjero.

Ahora bien, ser granjero dentro de la economía capitalista norteamericana posterior a la Guerra Civil, era algo muy distinto de ser industrial. Los señores de la industria se habían instalado en la silla de montar, hacían restallar el látigo y el caballo del gobierno obedecía sus órdenes. Había, para los industriales, una alta tarifa de producción que mantenía elevados los precios de las mercaderías que vendían, las mercaderías que el granjero debía adquirir. En lo tocante a este último, no existía una legislación que protegiera en la misma forma los productos agrícolas, las mercaderías que a él le tocaba vender. En el caso de los industriales, existía la posibilidad de combinarse para controlar los precios; en el del granjero, la combinación era infinitamente más difícil, de modo que los precios de los productos de su especialidad, no se controlaban. El industrial gozaba de todas las ventajas de­paradas por el hecho de estar en posición de explotar a su con­trario; el granjero se veía abrumado por todas las desventajas acarreadas por su condición de explotado.

La agricultura se expandió desde la Guerra Civil hasta fines del siglo, pero las ganancias del granjero ciertamente no marchaban a la par de este desarrollo. Trabajaba arduamente, siendo nulo o muy menguado su beneficio. Tenía sus problemas.

El viejo combate entre el agricultor y las fuerzas destructivas de la naturaleza no se había interrumpido, como es de suponer. El agricultor de las llanuras y praderas del Oeste soportaba particu­larmente rudos reveses. En ocasiones, arreciaban con tanta violencia furiosas ventiscas que los hombres más de una vez erraban el camino y morían congelados al dirigirse, desde sus casas, a sus propios establos para dar de comer al ganado. En otras oportu­nidades, una espantosa sequía se prolongaba por espacio de in­terminables días, mientras los vientos calientes agostaban los sem­brados. Un azote, no tan común, solía aparecer bajo la forma de la plaga de la langosta. Ésta se presentaba repentinamente, en densas nubes y comía y destruía hasta el último vestigio de grano a la vista. (Estas mangas de langostas, según se sabe, han obligado a los trenes a detenerse. Tantísimos millares cubrían las vías que la fricción entre las ruedas y los carriles quedaba eliminada y el tren no tenía más remedio que hacer alto.) El granjero sabía que debería afrontar las borrascas de nieve, la sequía, la invasión de la langosta, el viento caliente, que eran inevitables. Objetaba, sin embargo, lo que, a su entender, no eran más que dificultades creadas por el hombre. Protestaba, sí, negándose a ser explotado, a que otros extrajesen de su labor las mayores ganancias. Los ferrocarriles provocaban sus quejas, a causa de las injustas prác­ticas que los caracterizaban.

También incurrían en su disgusto los encargados de los ele­vadores de granos. Los estafaban, clasificando injustamente su trigo. No habría en su villa más que un elevador de granos y a éste debía llevar forzosamente su trigo. Allí, el comprador inspec­cionaba el cereal y le fijaba un tipo. Si lo calificaba de trigo Nº. 2, no había vuelta que darle, era trigo Nº 2 y el granjero nada podía argüir al respecto. Muchos agricultores sabían que su trigo se clasificaba por debajo de su calidad real, pero se hallaban en la imposibilidad de evitarlo. El granjero montó en cólera ante la actitud de estos hombres que compraban su trigo a precios de tipo inferior y luego lo revendían a los precios de alta calidad que él debería haber percibido,

Los manufactureros motivaban asimismo su resentimiento, por cuanto le cobraban subidos precios por las cosas que adquiría, mientras que, a cambio de lo que vendía, percibía precios bajos. El granjero compraba en un mercado protegido por tarifa, y vendía en mercado libre.

El prestamista, los bancos, la clase adinerada en general, des­pertaban su resentimiento. Poseían el capital que tanta falta le hacía y se aprovechaban de su necesidad. Si quería un préstamo de dinero sobre el producto de su cosecha, cabían dos posibilida­des: que se lo concedieran o que se lo negaran; en caso afirmativo, la tasa de interés sería seguramente alta, demasiado alta. Sus tasas de interés sobre las hipotecas eran excesivas. Los ínfimos precios adjudicados a los productos de granja le hacían cada vez más difícil devolver lo que adeudaba; cuando lo acosaba la imposibi­lidad de pagar, los señores del dinero le quitaban su tierra,

El granjero sentía rencor por los capitalistas. Compartía la opinión de Mary Elizabeth Lease, oriunda de Kansas, quien dijo en 1880:

"Wall Street es dueña del país. Ya no se trata de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino de un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street. La gran masa del pueblo de este país es esclava y el monopolio es amo. El Oeste y el Sur están sometidos y postrados ante el Este manufacturero. El dinero manda... Se roba al pueblo común para enriquecer a sus amos... El pueblo está acorralado. Guay de los sabuesos del dinero que hasta ahora nos han tenido atados a la cadena!" 1

De 1870 hasta el año 1896, los granjeros llevaron sus quejas a la acción. Escucharon el siguiente consejo de uno de sus líderes:

"Lo que ustedes los granjeros deben hacer es levantar menos maíz y más tremolina."


En algunos sectores del país se unieron para hacer política, organizando sociedades llamadas Logias de los Agricultores y eli­gieron como candidatos a las legislaturas estatales personas que habían tomado partido por ellos. Luego, en 1876, aprobaron leyes que fijaban para los cereales tarifas de ferrocarril y de almace­naje acordes con lo que, a su criterio, era razonable. Se lanzaban a la acción contra los capitalistas. Pero los abatió la aplastante fuerza de estos últimos.

Se presentaron ante la Suprema Corte de los Estados Unidos abogados de los ferrocarriles, arguyendo que las legislaturas es­tatales no tenían derecho a fijar tarifas de ferrocarril. La Suprema Corte, al formular su fallo, apoyó a los granjeros. Un caso tras otro fue llevado ante la corte y ésta dictaminó, en cada oportunidad, que los gobiernos estatales gozaban si del derecho de fijar tari­fas; que correspondía a la legislatura estatal y no a los tribuna­les federales, fijar tales tarifas. El lenguaje de la corte era claro:

"Allí donde la propiedad reviste interés público, la legislatura puede fijar un límite a lo que, de acuerdo con la ley, sea razonable en lo relativo a su uso. Este límite constriñe a las cortes, así como a la población. Si ha sido injustamente fijado, habrá que apelar a la lesgislatura y no a las cortes, para lograr el cambio."

Pero los capitalistas perseveraron en su lucha. Transcurrió el tiempo. Nombráronse nuevos jueces con el propósito de reem­plazar a los antiguos, ya fallecidos. Presentóse ante el alto tribu­nal una nueva serie de casos y adoptáronse nuevas decisiones. Hacia 1889, la Suprema Corte revocó los fallos de 1876 y de los años subsiguientes, dictaminando que, en efecto, estaba facultada para determinar si las tarifas fijadas por las legislaturas estata­les eran o no razonables. Los capitalistas habían ganado la partida. De esa fecha en adelante, cualquier agresión a la propiedad pri­vada, de parte de las legislaturas estatales (cuyos miembros eran elegidos por el pueblo), debía llevar el visto bueno de la Suprema Corte (cuyos miembros eran nombrados por el Presiden­te, con la aprobación del Senado). La historia posterior demostró que rara vez otorgaba la Suprema Corte el visto bueno a un ataque sobre la propiedad privada. La clase dirigente poseía una invalorable salvaguardia.

Había zonas del Oeste y del Sur donde los agricultores lucha­ban denodamente. Ofrecían la última resistencia de la agricul­tura a los embates de los señores del dinero, parapetados en la industria. La plataforma de su partido del Pueblo, en 1892, nos da idea de lo que sentían y de lo que querían hacer al respecto:

Los frutos del trabajo de millones, son audazmente robados a los fines de amasar, en favor de unos cuantos, colosales fortunas...

La riqueza pertenece a quien la crea, y cada dólar arrebatado a la in­dustria, sin un equivalente, es un robo. Aquel que no trabaje, no debe comer...

Creemos llegado el momento de que, una de dos: o bien las corporacio­nes ferroviarias se hacen dueñas del pueblo, o bien es el pueblo quien se hace dueño de los ferrocarriles... Siendo el trasporte un medio de intercambio y un servicio público, debería el gobierno ser propietario de los ferrocarriles, haciéndolos funcionar en interés del pueblo...

El telégrafo y el teléfono, lo mismo que el sistema de correos, dada su condición de instrumentos necesarios para la transmisión de noticias, debe­rían ser propiedad del gobierno y funcionar .en interés del pueblo...

Exigimos que el importe de la moneda circulante, se eleve rápidamente a una suma no menor de cincuenta dólares por cabeza.

Exigimos un impuesto a las rentas, en forma proporcional...

Exigimos que los bancos de ahorro postal sean establecidos por el go­bierno a los efectos de un depósito seguro de los haberes del pueblo...1
Su ira frente a los abusos de los ferrocarriles- era evidente. El remedio que proponían consistía en la propiedad del gobierno y en el funcionamiento a cargo de éste, lo mismo que en el caso del sistema de correos.

Su demanda de aumento en "la moneda circulante" repre­sentaba el viejo grito de los deudores de dinero, reclamando di­nero barato. Los granjeros querían que se emitiera más moneda a fin de que el dólar decreciera en valor y de que los precios que ellos recibían por sus mercaderías fueran más elevados. Tratábase de un claro pleito rotulado: deudores versus prestamistas.

Su demanda de un impuesto a las rentas fue más tarde, en el año 1894, oída por el Congreso. La ley gravó con un impuesto del 2 por ciento o todas las rentas que sobrepasaran los $ 4.000, suma que, desde luego, excluía al granjero y al obrero. Constituía una exacción sobre los ricos y éstos se opusieron. La Suprema Cor­te intervino en socorro de los magnates. A pesar de que, du­rante la Guerra Civil, había estado en vigencia un impuesto a las rentas, en 1895 la Suprema Corte, mediante una votación que arrojó cinco votos contra cuatro, declaró que tal gravamen ¡era inconstitucional! El New York Sun, sumamente alarmado ante la agria controversia entre pobres y ricos, se regocijó por la de­cisión. Su director escribió: "Por cinco contra cuatro la Corte se sostiene como una roca". Hicieron falta 18 años de esfuerzos combinados de granjeros y obreros, para lograr acceso a los ca­pitalistas, seguros detrás de la roca de privilegios especiales con­figurada por la Suprema Corte. En 1913 fue finalmente ratifi­cada la enmienda a la Constitución, relativa al impuesto a las rentas y se convirtió en ley nacional. Ahora, por fin, el Con­greso tenía derecho a imponer ese gravamen. (Pero para los muy acaudalados, había formas de escapar a las leyes, que fueron pasadas por alto. En 1937, Morgenthau, secretario del Tesoro, informó al Presidente y al Congreso acerca de ocho ingeniosas artimañas "ahora empleadas por contribuyentes con grandes rentas, con el propósito de eludir los impuestos a las rentas que normalmente deberían pagar".)

En 1892, si bien James Weaver, de Iowa, candidato de los granjeros a la presidencia, no ganó las elecciones, recogió más de un millón de votos. En varios Estados del oeste, el partido del Pueblo colocó a sus candidatos en puestos estatales.

La lucha más enconada entre granjeros y capitalistas, se produjo en ocasión de las elecciones de 1896. Las organizacio­nes de los agricultores brindaron todo el peso de su apoyo a William Jennings Bryan, el candidato demócrata, en tanto la gente adinerada respaldaba a William McKinley, el candidato reune una campaña muy emocionante. Bryan era un orador maravilloso. Recorrió el país de arriba abajo, y viajó por millares de millas, pronunciando continuos discursos. Habló a los granjeros y a los obreros del país. "...De qué lado peleará el Partido Demócrata? ¿Del lado de los ociosos tenedores de un ocioso capital, o del lado de las masas en lucha?... Las simpatías del Partido Demócrata... se han colocado de parte de las masas en lucha..." "Hay dos ideas de gobierno. Están aquellos convencidos de que basta con legislar y traer la prosperidad a los de posición desahogada, para que ésta rezumándose, pase a los de abajo. La idea demócrata ha sido que si uno legisla pa­ra hacer prósperas a las masas, su prosperidad se abrirá camino hacia arriba, atravesando todas las clases que descansen sobre ella".1

Mientras Bryan daba sus 600 discursos en 29 Estados, sobre la base de un fondo de campaña de $ 300.000, Mark Harina, capita­lista de Cleveland, se ocupaba de recabar dinero entre los manu­factureros y banqueros, a los fines de apoyar a McKinley, su can­didato. Era un buen recaudador y los capitalistas respaldaron a McKinley, con la bonita suma de más de $ 4.000.000. Era muchí­simo dinero y cumplió infinidad de servicios; pagó toneladas de volantes que informaban a las gentes que la llave hacia la pros­peridad debía buscarse en la elección de McKinley; compró es­tandartes, cartelones, banderas e insignias en las que anunciaba que el país necesitaba a McKinley; contrató 'bandas de música para encabezar los desfiles que propiciaban a McKinley; pagó 1.400 oradores que prometieron a los trabajadores que la elección de McKinley significaría "un portaviandas completo" (del mismo tenor fue, 32 años más tarde, la promesa de los sostenedores de Hoover, quienes auguraron "un automóvil en cada garage y un pollo en todas las ollas"), y ayudó, finalmente a convencer a los editores de los periódicos pueblerinos que el diario inteligente apo­yaba a McKinley.

Y esto no fue todo. Los capitalistas podían no solamente do­nar dinero, sino hacer mucho más en favor de su causa. Los dueños de fábricas podían aterrorizar a sus obreros, haciéndoles creer que la victoria de Bryan entrañaría el cierre del establecimiento y la consiguiente pérdida de sus empleos; los hombres de nego­cios podían encargar nuevas mercaderías con el anuncio de que la victoria de Bryan acarrearía la cancelación de la orden; los banqueros podían informar a los agricultores que la Victoria de Bryan significaría que el banco ya no estaría en condiciones de aguardar más tiempo la devolución del dinero adeudado por el granjero.

Bryan fue derrotado. Aun cuando la votación electoral fue de 271 contra 176, la votación popular sumó 7.035.638 contra 6.467.946. Por un margen de menos de 600.000 votos, había fra­casado el más vigoroso desafío de los agricultores unidos, contra el ascendente poder de los capitalistas.

Vachel Lindsay nos ha proporcionado una inolvidable imagen de los vencedores en la gran lucha:
Boy Bryan's defeat

Defeat of western silver.

Defeat of the wheat.

Victory of letterfiles

And plutocrats in miles

With dollar sigus upen their coats,

Diamond watchchains on their vests

And spats on their feet.

Victory of custodians,

Plymouth Rock,

And all that inbred landlord stock.

Victory of the neat. 10 1


(La derrota del muchacho Bryau, / derrota del argento occidental. / De­rrota del trigo./ Victoria de taquilleros / y plutócratas, en miles,/ con distin­tivos de dólar sobre sus ]evitas, / cadenas de diamantes en sus chalecos / y cor­tas polainas en los pies. / Victoria de custodios, / Plymouth Rock,/ y toda esa estirpe de terratenientes ingénitos / Victoria de los pulcros.)

CAPÍTULO XII

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