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Leo huberman


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En la lista de los casos antilaborales de este período, según el Acta Sherman, se encontraba la huelga Pullman, una de las más famosas disputas en el orden laboral. El Sr. Pullman había edificado la población de Pullman, en Illionis, para albergar a los obreros de la empresa Pullman, Pullman era un nombre muy apropiado. Las fábricas pertenecían a la Compañía Pullman, los almacenes pertenecían a la Compañía Pullman, las viviendas de los trabajadores pertenecían a la Compañía Pullman, la escuela per­tenecía a la Compañía Pullman, la iglesia pertenecía a la Compañía Pullman y el teatro pertenecía a la Compañía Pullman.

En la primavera de 1894, la gerencia de la Compañía Pullman despidió aproximadamente un tercio de sus obreros y anunció una reducción del 25 al 40 por ciento en los salarios de los restantes. ¿Redujo el Sr. Pullman al propio tiempo el alquiler de las casas? ¿Rebajó los precios en sus almacenes? No lo hizo. En mayo de 1894, los obreros de la Pullman decretaron la huelga.

La compañía cerró inmediatamente su planta y se cortó el crédito a los obreros en los almacenes. Para junio, muchas fami­lias de trabajadores se morían de hambre.

La Unión Ferroviaria, organizada por Eugene V. Debs, fogo­nero de profesión, trató de actuar como pacificadora, pero la gerencia de la Pullman Company se negó a entrevistar a sus líderes.

La Unión Ferroviaria ordenó entonces a sus afiliados el boi­cot a todos los vagones Pullman, enganchados a los trenes en los cuales trabajaran. En el plazo de pocos días, los ferroviarios, a lo largo de la ruta que corría hacia el oeste de Chicago, re­husaron atender los vagones Pullman. Los jefes del ferrocarril se negaron a permitir que estos vagones fuesen desenganchados y despidieron a los que efectuaban el boicot.

La Unión Ferroviaria procedió, en consecuencia, a llamar a la huelga a todos sus hombres y los trenes quedaron detenidos. To­dos los obreros ferroviarios del país se habían replegado detrás de Debs, su portaestandarte. La huelga estaba bien organizada y se tornó más efectiva día tras día. Pararon los trenes de todo el país.

La Compañía Pullman no se encontró aislada en su guerra contra la Unión Ferroviaria. La Asociación de Gerentes Generales, integrada por miembros que representaban a 24 compañías de ferrocarril se alió con la Pullman Company para contrarrestar a la unión. Debs, en su llamamiento solicitando el apoyo de los obreros ferroviarios al boicot de los vagones Pullman, les refirió lo que había ocurrido: "...Entonces las corporaciones ferrocarri­leras vinieron, por intermedio de la Asociación de Gerentes Ge­nerales, en su socorro, y en una serie de considerandos declara­ron al mundo que entrarían en sociedad, por así decirlo, con Pull­man y lo defenderían en su diabólica empresa de hacer perecer de inanición a sus empleados. La Unión Ferroviaria Norteamericana aceptó la entrevista de guerra y así se libra en estos momentos la contienda entre la corporación ferrocarrilera firmemente uni­da, por un lado y las fuerzas laborales por el otro..." 1

Tan estrecha era la concordia de las fuerzas laborales en la lucha, tan eficaz resultaba su huelga contra la Asociación de Ge­rentes Generales, una de las camarillas más poderosas del capi­tal en los Estados Unidos, que, por un momento, pareció facti­ble su victoria. Si hubiesen tenido que contender únicamente con la Asociación de Gerentes Generales, quizás habrían salido ven­cedoras. Pero la combinación de la Asociación de Gerentes Ge­nerales más los tribunales y las tropas federales, excedió sus fuerzas.

Los capitalistas apelaron al presidente Cleveland en demanda de tropas. El 4 de julio de 1894, dos mil soldados de los Estados Unidos fueron movilizados con destino a Chicago. John Altgeld, en aquel tiempo gobernador de Illinois, envió inmediatamente una carta de protesta al Presidente, expresando que el Estado de Illi­nois era capaz de manejar sus propios asuntos. Cleveland replicó que los soldados habían sido enviados allí para proteger y tras­ladar la correspondencia de los Estados Unidos. No bien llegaron las tropas, comenzaron los desórdenes. Lo que hasta ese entonces había sido una situación de huelga, comparativamente pacífica, se trocó en guerra campal. Arrojáronse ladrillos, volcáronse tre­nes, arrastróse a los "carneros" fuera de sus puestos, se les pro­pinó palizas y quemáronse bienes del ferrocarril. A pesar de que los dirigentes de la unión habían rogado a sus hombres que no cometieran desmanes —pedido que los huelguistas habían escu­chado hasta ese momento— poca duda cabía de que los unio­nistas eran responsables de parte de la destrucción. Los huelguis­tas, por su lado, afirmaban que mucha de la violencia había sido obra de agentes provocadores, hombres contratados por las auto­ridades del ferrocarril que querían desacreditar en esta forma a los huelguistas ante el público. Poca duda cabía de que esto también era cierto. Sea como fuere, los destrozos y los incendios siguieron perpetrándose y doce personas resultaron muertas.1

El hombre a quien mayor responsabilidad correspondió por el envío de las tropas, fue Edwin Walker. Era uno de los letrados de la Asociación de Gerentes Generales y el fiscal del Tribunal Supremo de los Estados Unidos lo había nombrado asimismo, muy obsecuentemente, consejero especial del gobierno. Walker descu­brió que podía servir simultáneamente a sus dos clientes.

Hizo que entraran las tropas a Chicago. Y se presentó ante los tribunales, consiguiendo convencer a los jueces de que la huel­ga ferroviaria constituía una conspiración ilegal, en violación del Acta Sherman, A su pedido, los jueces procedieron luego a librar un mandamiento, u orden, prohibiendo a las autoridades de la unión interferir en modo alguno en lo relativo a los trenes dedica­dos al comercio interestatal; o compelir, o persuadir siquiera a los obreros ferroviarios de que no cumplieran con sus obligaciones. Tratábase de un mandamiento de "cobertura", o sea que cubría a todo el mundo en general —no sólo a Debs y a los demás diri­gentes de la unión— sino a "cualesquiera otras personas"; y vedaba prácticamente toda actividad que debieran desplegar los huelguistas para mantener la efectividad de su paro; hasta la pacífica aglomeración en piquetes constituía ahora un crimen. ¡Y todo esto se basaba sobre la ley dictada con el objeto de reprimir los trusts!

Debs y los demás líderes siguieron en la brecha, desafiando el mandamiento. A mediados de julio fueron arrestados, acusán­doselos de desacato al tribunal. La columna vertebral de la huelga quedó quebrada. Las compañías ferrocarrileras, triunfantes, se ne­garon a admitir nuevamente a algunos de los huelguistas. A otros volvieron a contratarlos sobre la base de sus propios términos.

Con el auxilio del gobierno y de los tribunales los capitalistas habían logrado una gran victoria.

Y esa victoria iba más lejos aún. La huelga Pullman les de­mostró la efectividad de un arma que habían empleado antes pero que, en realidad, no habían afilado hasta dejar cortante su borde. Ahora la habían pulido en gran estilo. El mandamiento había sido rápido y mortal. A partir de 1895, los capitalistas la usaron con notorio efecto. Representaba un instrumento rompehuelgas mara­villosamente eficaz.

Bastaba con que los empleadores entrasen espectacularmente en las cortes federales o estatales y persuadieran a los jueces de que si no restringían a los huelguistas sucederían cosas horribles. Se infligirían irreparables daños a sus bienes. No solamente a los tangibles —a los elementos susceptibles de ser tocados con las ma­nos, como la fábrica, la maquinaria, el material, etc.— sino también a los intangibles, aquellos sin forma corpórea, como el de­recho de efectuar transacciones, la buena voluntad del público hacia el empleador y su producto, el derecho de alcanzar un beneficio. Los jueces fueron muy fácilmente persuadidos. Se pro­dujo un diluvio de mandamientos. Prohibieron actos que configu­raban delitos (los cuales podían haber sido atendidos por las cortes criminales) y actos que no eran delictuosos (Y que los huelguistas, por derecho constitucional, estaban facultados a realizar). Los jueces libraron mandamientos por los cuales prohibieron a los huelguistas desfilar, reunirse en piquetes, agruparse en las cerca­nías del lugar donde el paro tenía lugar, o distribuir panfletos; se les ha prohibido inclusive ¡concurrir a determinados templos religiosos o rezar o cantar en la vía pública!

No es de extrañar que las fuerzas laborales hayan transcurrido años agitando el ambiente en procura de una ley que limitara la aplicación del mandamiento judicial en las disputas por cuestiones de trabajo. En 1932, 38 años después de la huelga Pullman, esa ley fue dictada: el Acta Norris-La Guardia. De su lectura parecía desprenderse que conseguiría cumplir el cometido propuesto, pero los partidarios realistas del sector laboral no tenían plena segu­ridad, recordaban que faltaba aún que los tribunales interpretasen la ley. Y mientras esto no se verificase, era imprudente albergar demasiado optimismo.

Recordaron que en 1914 Sam Gompers había indicado un optimismo exagerado. Ese año se había expedido una nueva acta antitrust, supuestamente concebida para exceptuar a las uniones laborales de las provisiones del Acta Sherman. El Acta Antitrust Clayton fue saludada por Gompers como la "Magna Carta del tra­bajo, fundándose en la cual la gente obrera erigirá su constitución de libertad industrial". Fincaba sus esperanzas en el artículo 6, que decía en parte: "El trabajo de un ser humano no es una utilidad o un artículo de comercio... ni se considerará o interpretará que tales organizaciones (laborales), o los miembros de éstas, consti­tuyen monopolios ilegales o conspiraciones restrictivas de la in­dustria, punibles bajo las leyes antitrust." 1

El entusiasmo de Gompers tendría breve vida. El Acta Clayton, según la interpretaron las cortes, no obró en la forma que se su­ponía lo haría. Por el contrario, ¡se incoaron en el lapso de los 24 años posteriores a la aprobación en 1914 del Acta Clayton, más pleitos contra el trabajo, fundados en el Acta Sherman, que durante el período de igual número de años que siguió a la pro­mulgación de la ley de 1890!

Venía percibiéndose con progresiva claridad que las leyes des­tinadas a impedir el desenvolvimiento de los trusts estaban siendo aplicadas, de acuerdo con la interpretación judicial, para restrin­gir el desarrollo del trabajo organizado. A menudo sucedía que al enjuiciarse alguna asociación de empleadores, la Suprema Corte aplicaba la "regla de la razón", y los empleadores quedaban en libertad; pero, en aquellos casos en que se procesaba a una agru­pación de trabajadores, la Suprema Corte aplicaba la regla de la sin razón, y los trabajadores eran condenados a una pena.

Todo resultaba muy extraño. Así pensaba el juez Brandeis en su célebre opinión disidente en el caso Bedford Stone:

La Ley Sherman se hizo valer en el caso Estados Unidos versus United States Steel Corporation... para permitir a los capitalistas que fusionasen en una única corporación el 50 por ciento de la industria del acero de los Estados Unidos, dominando la industria a través de sus vastos recursos. La Ley Sherman se hizo valer en el caso Estados Unidos versus United Shoe Machinery Co., para permitir a los capitalistas que fusionasen, en otra cor­poración, prácticamente toda la industria mecánica del calzado del país... Ciertamente sería extraño que el Congreso, por la misma acta-, hubiese tenido la intención de negar a los miembros de un pequeño gremio de trabajadores el derecho de cooperar absteniéndose simplemente de trabajar cuando ese procedimiento representara el único medio de auto-protección contra un mo­nopolio de empleadores militantes y poderosos. No puedo creer que el Congreso haya procedido así.1

Pero ésta era una opinión disidente. La mayoría de los jueces de la Suprema Corte pensaban otra cosa. En la larga y encarnizada lucha de ricos contra pobres, los tribunales del país estuvieron de parte de los ricos.

CAPÍTULO XIV
DE LOS HARAPOS A LA OPULENCIA

Pregunta: ¿De qué modo una ley creada para ayudar a los negros se convierte en ley para ayudar a las corporaciones?

Respuesta: Cuando es interpretada por la Suprema Corte.

Por espacio de 50 años, la Suprema Corte proporcionó a las corporaciones de los Estados Unidos una inmunidad especial —la exención de reglamentaciones— que no gozaban las corporaciones de ningún otro gran país capitalista. Esto le venía espléndidamente al grupo dedicado a los Grandes Negocios,, pero no tan bien al pueblo de la nación.

La exención de reglamentaciones se otorgó a las corporaciones por intermedio del viejo truco mágico de sacar algo distinto del sombrero. Observen ustedes atentamente.

El Congreso, pasada la Guerra Civil, quiso asegurarse de que los negros libertos resultasen realmente libres con todos los pri­vilegios de la ciudadanía. De manera que propuso tres enmiendas a la Constitución, ratificadas oportunamente por las tres cuartas partes de los Estados. Cualquier libro de historia de los Estados Unidos dedicado a la enseñanza de los niños, resume estas en­miendas en la siguiente forma:

La enmienda decimotercera abolió para siempre la esclavitud en los Estados Unidos.

La enmienda decimocuarta convirtió al negro en ciudadano de las Estados Unidos, igual ante la ley a todos los demás ciudadanos.

La enmienda decimoquinta confirmó al negro el derecho de votar.

Toda esto parecerá alejado de la exención de reglamentacio­nes, en lo referente a las corporaciones. Y, en verdad, lo estaban las enmiendas decimotercera y decimoquinta. Pero no la decimo­cuarta, por lo menos no en la forma en que la interpretaba el tribunal. He aquí lo que decía el artículo 1 de esa famosa en­mienda:

"Todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de los Estados Unidas y del Estado dentro del cual residen. Ningún Estado dic­tará o pondrá en vigor ley alguna que cercene los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco privará ningún Estado a persona alguna de su vida, libertad o propiedad, en ausencia del debido proceso de la ley; ni negará a persona alguna comprendida en su jurisdicción la equitativa pro­tección de las leyes" (lo destacado en negrita es del autor).

Relean ustedes lo transcripto, especialmente la parte que fi­gura negrita. Todavía parece hallarse bien lejos de la exención de reglamentaciones en lo relativo a las corporaciones, ¿no es así?

¿Creerían ustedes que bajo la cláusula del "debido proceso" de la enmienda decimocuarta, los ciudadanos de cualquier Estado de la Unión, se verían en la imposibilidad de sancionar, a través de sus representantes estatales legalmente elegidos, una ley que reglamentara en su Estado la jornada de labor; o una ley que fijase el salario mínimo, o una ley que protegiera a los trabajadores incluidos en ocupaciones peligrosas; o una ley que acordara a las comisiones estatales de servicios públicos poder para rebajar las tasas de la electricidad y del gas; o leyes que amparasen en ge­neral la salud y la seguridad de los ciudadanos del Estado? Esto es exactamente lo que ocurrió. Bajo la enmienda decimocuarta, la Suprema Corte ha declarado la invalidez de más de 230 leyes estatales.

¿Cómo pudo hacerse? Si sustituimos la palabra "persona", por la palabra "corporación", en la cláusula del debido proceso, ten­dremos la clave del acertijo. Eso fue lo que hizo la Suprema Corte. Después del año 1886, en todas aquellas oportunidades en que algún gobierno estatal trataba de dictar alguna ley que be­neficiara a sus ciudadanos, limitando en cualquier forma el poder de los Grandes Negocios, la Suprema Corte venía en socorro de la corporación o corporaciones afectadas. Declaraba inconstitucional a la ley, en razón de que privaba a la "persona (verbigracia, la corporación) de su vida, libertad o propiedad, en ausencia del de­bido proceso de la ley". Mediante tales interpretaciones, la liber­tad, en las cuestiones de negocios de las corporaciones, quedó asegurada; los Estados poco podían hacer para restringir su poder. También en este caso tenían los derechos de la propiedad privada un campeón en la Suprema Corte.

Desde luego que la ley brindaba protección contra reglas esta­tales "opresivas" también a personas reales —seres humanos— al par que a corporaciones. Pero el punto importante es que, en la mayoría de estos pleitos estatales resueltos por la Corte, fundán­dose en la enmienda, eran corporaciones y no personas, quienes solicitaban amparo, y lo obtenían.

No siempre, por supuesto. A medida que transcurría el tiempo, a medida que el clamor del pueblo en demanda de una legislación protectora imprescindible, se tornaba más fuerte, la Corte, en ocasiones, lo escuchaba, y llegaba a dictámenes opuestos. De tanto en tanto, concedía autorización a un Estado para sancionar una ley bienhechora —por ejemplo la que prohibía que la jornada de trabajo de las mujeres durase más de diez horas— a pesar de las protestas de algunas corporaciones en el sentido de que una ley semejante lesionaba el derecho constitucional de sus empleadas a trabajar doce o quince horas diarias. Leyes estatales reglamen­tarias de la índole señalada solían permitirse, pero no muy a menudo.

La enmienda decimocuarta fue ratificada en 1868, pero recién en 1886 una "corporación" trocóse en "persona" a los ojos de la Corte. En los años siguientes, este principio básico que aportaba una única y maravillosa protección a las corporaciones, recibió la adhesión general. Hasta que, en 1938, fue severamente impugnado por primera vez. Decidíase un caso de tipo usual, bajo las provi­siones de la enmienda: ¿podía el Estado de California gravar con impuesto las primas de una compañía de seguros de vida de Con­necticut, con licencia para operar en California? Se impartió el fallo habitual o sea que si California imponía ese gravamen signi­ficaría privar de su propiedad a la corporación de Connecticut, sin el debido proceso de la ley. Eso expresaron ocho jueces. Pero hubo uno que manifestó otra cosa, algo extraordinario. El juez Mack, al verter su opinión disidente, adujo que una corporación no era una "persona", dentro del significado de la enmienda deci­mocuarta:

"No creo que la palabra 'persona' que figura en la enmienda decimocuarta, incluya a las corporaciones... Entiendo que esta Corte debería derogar ahora decisiones previas, en las cuales se interpretó que la enmienda decimocuarta incluía a las corporaciones... En vano pueden registrarse los antecedentes de la época en busca de evidencia que indique que esta enmienda fue adoptada en beneficio de las corporaciones... La historia de la enmienda prueba que se notificó al pueblo que su propósito se­ría proteger a los seres humanos débiles y desvalidos y no se le dijo que estaba destinada a alejar en modo alguno a las corpo­raciones del control de los gobiernos estatales." 1

Al futuro le tocaría decidir si el punto de vista del juez Black, se transformaría, con el tiempo, en opinión de la mayoría. En el pasado había prevalecido el criterio contrario y las corporaciones ha­bían florecido. El porcentaje de mercaderías manufacturadas producido por las corporaciones ascendía a:
1899...........................66,7 %

1919...........................87,0 %

1929............................94,0 %

A fines de 1929, había alrededor de 300.000 corporaciones no financieras en los Estados Unidos. Había pequeñas y grandes corporaciones. Había corporaciones gigantescas, en número de 200, que constituían por sí solas una categoría. Casi todas estas corporaciones —42 ferrocarriles, 52 servicios públicos y 106 estableci­mientos industriales— poseían activos de más de 100 millones de dólares cada una. Quince eran dueñas de activos que excedían, por separado, el billón de dólares. Una de ellas, la American Telephone and Telegraph Company, cuyo activo era superior a los cuatro billones de dólares, controlaba "más riqueza que la contenida den­tro de los confines de 21 Estados del país".2

Estos hechos y otros igualmente pasmosos figuran en un im­portante libro, escrito por Berle y Means con el título de The Modem Corporation and Prívate Property. Los autores nos infor­man que las 200 corporaciones dominantes —que representan me­nos de los siete centésimos del uno por ciento— ¡controlaban casi la mitad de la riqueza de todas las corporaciones de los Estados Unidos! Había aquí una violenta concentración de control.
Importanc,ia relativa de las grandes corporaciones

(Al 1º de enero de 1930 o alrededor de esa fecha)

Proporción de la riqueza corporativa (no bancaria), controlada por las 200 corporaciones mayores...........................................................................49,2 %

Proporción de la riqueza comercial (no bancaria), controlada por las 200 corporaciones mayores..........................................................................38,0 %

Proporción de la riqueza nacional controlada por las 200 corporaciones mayores......................................................................................................22,0 %


El paréntesis en la tabla arriba indicada (no bancaria), sirve sencillamente para distinguir las corporaciones de las grandes casas financieras. No quiere decir que los banqueros nada tenían que ver con las corporaciones "no-financieras". Pero lo contrario, los banqueros tenían muchísimo que ver con ellas. Al tiempo que la esfera de los negocios crecía, requería progresivamente más capital, Los banqueros se encontraban en posición de conseguir el capital tan necesario para los negocios en gran escala. Paulatina­mente los bancos fueron desempeñando un rol cada vez más im­portante en la expansión de las poderosísimas corporaciones. (Pa­pel que jugaban, claro está, con el dinero de otros.) Se produjo una fusión de los bancos y de la industria en la concentración del control de los negocios.

A fines del siglo, en los Estados Unidos esto ya era evidente para algunas personas, que también advirtieron, más de un cuarto de siglo atrás, otro sorprendente hecho: no sólo controlaban las poderosas corporaciones la mayor parte de la industria del país, sino que los directivos de estas diferentes corporaciones, en muchos casos, integraban el mismo reducido núcleo de hombres riquísimos. Se había desarrollado una "trabazón de directorios". Los dirigentes de bancos, ferrocarriles, servicios públicos e industrias manufac­tureras se hallaban entrelazados. Lo que los "estercoleros" (mu­krakers) de la época denunciaban a gritos año tras año, quedó conclusivamente demostrado en el informe de la Comisión Pujo de la Cámara de Representantes, elevado en el año 1912, en el cual se señalaba que los asociados de J. P. Morgan and Company, y los directores del National City Bank, controlado por Rockefeller y del Baker's First National Bank retenían:


118 cargos directorales en 34 bancos y compañías de depósito

30 " " " 10 compañías de seguros

105 " " " 32 sistemas de transportes

63 " " " 24 corporaciones productoras e indus 


triales

25 " " " 12 corporaciones de servicios público

En total 341 cargos directoriales en 112 corporaciones con una capitalización total de $ 22.245.000.000


Ya era aparente el hecho alarmador de que, siendo cada colosal corporación ama y señora en su campo y ejerciendo un puñado de hombres el control de las corporaciones, la mayor parte del poder y de los caudales del país no tardarían en caer en sus manos. Entre el control de la riqueza del país y el control del gobierno, mediaba solamente un corto paso. Woodrow Wilson, siendo pre­sidente de los Estados Unidos, escribió en 1913:

"La situación se resume en los siguientes hechos: que un número comparativamente limitado de hombres controla las materias primas de este país; que un número comparativamente limitado de hombres controla la fuerza hidráulica; ...que el mismo número de hombres controla en amplia medida los ferrocarriles; que, a través de convenios que se han pasado entre ellos de mano en mano, controlan los precios, y que ese mismo grupo de hombres controla los créditos más vastos del país... Los amos del gobierno de los Estados Unidos son los capitalistas y manufactureros mancomunados de los Estados Unidos.”


Eran evidentemente amos más poderosos del gobierno que lo que habían sido los plantadores sureños, puesto que estuvieron en condiciones de llevar a cabo, en lo referente a la isla de Cuba, algo que los sureños habían intentado infructuosamente. Con an­terioridad a la Guerra Civil, los tenedores de esclavos habían lan­zado anhelosas miradas sobre la fértil tierra de Cuba, donde el clima era similar al del Sur. Querían agregarla a los Estados Unidos en calidad de Estado esclavista. Los oradores y escritores del Sur se referían una y otra vez a Cuba como un lugar que, por derecho, debía ser parte de nuestro país. Los sureños de Nueva Orleáns, aplaudieron unánimemente a Stephen A. Douglas el 8 de diciembre de 1858, cuando dijo: "Es nuestro destino que Cuba sea nuestra y es una locura debatir la cuestión. Pertenece naturalmente al continente norteamericano.” 1

Pero por más que lo ensayaron, los plantadores sureños no consiguieron envolver a los Estados Unidos en una Invasión de Cuba.

Lo que para ellos resultó un fracasó én 1850, fue un éxito para los capitalistas norteños en 1898.

En aquel tiempo Cuba constituía una de las pocas posesiones del Hemisferio occidental, aún en poder de la decadente España. En 1895, los cubanos se rebelaron contra el dominio de ésta y durante la guerra que siguió, incendiáronse granjas y fábricas y algunos de los habitantes sufrieron un cruel tratamiento. Nuestro comercio anual con Cuba por valor de $ 100.000.000, resultó perju­dicado; aproximadamente un monto de $ 50.000.000, invertido por capitalistas norteamericanos en bienes comerciales cubanos, fue destruido por los bandos antagónicos. Como es lógico, nuestros po­tentados quisieron acción. El gobierno debía interferir, a los efec­tos de salvar la propiedad norteamericana. Los ministros, al predi­car, describían en sus sermones las atrocidades que cometían los españoles y hacían brotar lágrimas de los ojos de sus oyentes; los periódicos, en particular los publicados por la empresa Hearst, ins­taban, en forma sensacional, a la guerra contra España; la fiebre bélica se difundió, contagiando al pueblo. Cuando el acorazado estadounidense Maine fue misteriosamente volado en el puerto de La Habana, si bien no se recogió prueba alguna de que un español hubiese tenido algo que ver con el asunto, la gritería exigiendo la guerra se tornó más estridente.

Los dos gobiernos se intercambiaron mensajes; nuestro em­bajador en España discutió la compra de Cuba por los Estados Unidos. España se negó a vender, pero prestó su acuerdo a prác­ticamente todas nuestras demandas, en un esfuerzo por mantener la paz. No obstante, el presidente McKinley calló la oferta de paz de España, enviando en cambio al Congreso un mensaje en el que le solicitaba facultades para hacer uso de nuestro ejército y de nuestra marina con el objeto de poner coto a la lucha entre España y Cuba.

El 19 de abril de 1898, los Estados Unidos entraron en guerra con España.

En menos de cuatro meses España fue derrotada.

El tratado de paz proveía que las islas españolas de Puerto Rico, Guam y las Filipinas serían entregadas a los Estados Unidos. Deberían abonarse a España veinte millones de dólares. Cuba recibiría su independencia bajo determinadas condiciones.

A partir de entonces, Cuba ha tenido un gobierno propio, pero los Estados Unidos, en varias ocasiones, han enviado allí sus sol­dados para "proteger vidas y propiedades norteamericanas". Hacia 1928, los molinos azucareros, las plantaciones de tabaco, las minas y los ferrocarriles de Cuba, adueñados por norteamericanos, su­peraban el valor de los $ 1.000.000.000. Cuba, en efecto, nos perte­necía. (Ese "nos" da la impresión de referirse al pueblo de los Estados Unidos; pero por supuesto que no es así, puesto que alude a los acaudalados capitalistas.)

Muchos norteamericanos sintieron espanto ante el pensamien­to de que los Estados Unidos pudieran hacerse dueños de otros países. ¿Acaso nuestra propia Declaración de Independencia no expresaba que los gobiernos derivan "sus justos poderes del con­sentimiento de los gobernados"? Entonces ¿qué derecho teníamos a hacer de las Filipinas nuestra colonia cuando el pueblo de esas islas quería ser independiente? ¿Por qué los Estados Unidos, que siempre habían propugnado la libertad y la independencia, que habían roto ellos mismos los vínculos que los ataban a la madre patria, habrían de convertirse a su vez en metrópoli? ¿Es que habría un imperio norteamericano? Para algunas personas la pers­pectiva era totalmente desagradable. A juicio de otras, parecía un paso deseable. Coin­ci­dían con el presidente McKinley, quien había meditado seriamente la cuestión, llegando a la siguiente conclusión en lo relativo a nuestro anexamiento de las colonias: "No nos quedó otra cosa que hacer que tomarlas a todas, y educar a los filipinos, elevarlos, civilizarlos y cristianizarlos." Había al­gunos a quienes les impor­taba poco sacar cristianos de paganos, viendo en cambio, en el agregado de las colonias, la oportunidad de engrandecer y fortalecer a los Estados Unidos.

Después de 1898, el dado quedó echado. Nos unimos a las otras naciones de importancia en la puja por la consecución de colonias. Los Estados Unidos habrían de convertirse en imperio mundial.

Con posterioridad a 1865, nuestro país cambió de carácter, transformándose de nación agrícola en nación manufacturera. Ya hemos visto que, en lo concerniente a la riqueza de sus recursos naturales, los Estados Unidos no tenían parangón salvo, tal vez, Rusia. Empero, existían ciertas materias primas, de suma impor­tancia para nuestros manufactureros, de las que carecíamos por completo, o que no poseíamos en cantidad suficiente. El caucho, la seda, el yute, el estaño, el níquel, el nitrato, el corcho, el manganeso, el tungsteno, eran todos ellos elementos que encabezaban una larga lista. En materia de alimentos, estaban el café, el cacao, las bananas, el azúcar, el aceite de oliva, el coco, y otros productos tropicales en su mayoría. Todas estas cosas se importaban, había para todas un mercado en los Estados Unidos. Los hombres de negocios norteamericanos querían controlar, de ser posible, las fuentes de esta riqueza natural. Había dinero en ellas. Lógicamente, nuestros financistas (al igual que los de las demás grandes na­ciones del mundo) se interesaron profundamente por los países que contenían estos productos. Los cañaverales de Haití, las plan­taciones de bananas de Nicaragua, las de caucho de Liberia, los pozos petrolíferos de México, las minas de nitrato de Chile, he aquí sólo unos pocos renglones entre los que motivaban el cre­ciente interés de nuestros capitalistas.

Queríamos comprar materias primas, pero también queríamos vender mercaderías manufacturadas. El aumento del volumen de nuestras manufacturas era tremendo. Al tiempo que se vendían más y más mercaderías, al tiempo que las utilidades ascendían vertiginosamente, los fabricantes acrecían el tamaño y el equipo de producción de sus plantas, a fin de estar en condiciones de elaborar cada vez mayor cantidad de mercaderías. (Esto ocurría asimismo en las otras grandes naciones del mundo.) Llegó una época en que los fabricantes tenían una capacidad de producción que excedía el monto de lo que podían vender. Se vieron entonces en la necesidad de buscar a su alrededor nuevos mercados que pudieran absorber su excedente de mercaderías. Sus viejos parro­quianos no podían adquirir el grueso de lo que tenían para vender, de modo que debían encontrar nueva clientela.

Fletáronse hacia los confines del universo automóviles, má­quinas de escribir, dispositivos eléctricos, maquinillas de afeitar, películas cinematográficas, bañaderas, lapiceras fuente, para mencionar sólo unos cuantos rubros de una larguísima lista. Éstos ayudaban a "norteamericanizar" a todo el mundo.

No sólo contaban los capitalistas con un superávit en merca­derías, también les sobraba capital. Cuando un país es nuevo, cuando sus tierras, sus minas y sus ferrocarriles recién se abren a la explotación, los capitalistas de otros países, en procura de utilidades mayores que las que hallan en su patria, invierten su dinero en el desarrollo del nuevo país. A nosotros nos ha sucedido lo antedicho desde los comienzos mismos de nuestra historia. El capital inglés, en primer término y, más tarde, otros capitales europeos, fueron enviados aquí para ser colocados en ferrocarriles, fábricas, minas, establecimientos ganaderos, etc. Después de 1900, nos correspondió el turno a nosotros. El capital norteamericano empezó a penetrar en todas partes, en todas direcciones, ingresando a comarcas de cerca y de lejos. Esto ya había comenzado a ocu­rrir, en considerable medida previamente a la iniciación de la Primera Guerra Mundial. Antes de que la citada conflagración tocara a su fin, había llegado a producirse en escala no superada hasta entonces. La Primera Guerra Mundial señaló la ascensión de los Estados Unidos a la categoría de nación capitalista do­minante.

En 1914, muchos años de rivalidad imperialista dieron por resultado el inevitable choque. Las naciones europeas se encon­traron sumidas en la guerra. Necesitaron ropas, alimentos, pertre­chos y dinero. Sus industrias propias no podían hacer frente a la demanda; las fábricas y las granjas padecían escasez de mano de obra, ya que los trabajadores estaban en las trincheras. Los Estados Unidos se hallaban listos, dispuestos y en condiciones de satisfacer las necesidades de las potencias en guerra. Y obraron en conse­cuencia. Las máquinas comenzaron a zumbar las 24 horas del día; los arados aceleraron su ritmo.

Cuando estallaron las hostilidades en Europa, ambos bandos tenían, desde luego, simpatizantes en los Estados Unidos, pero el pueblo norteamericano, en su mayoría, quería permanecer al mar­gen de la guerra. (En 1916, dos años después de la iniciación de ésta, Woodrow Wilson fue reelegido presidente sobre la base de la consigna "Él nos mantuvo fuera de la guerra".) Estábamos per­fectamente dispuestos a suministrar materiales y municiones —por un precio determinado— a cualquiera de los dos bandos. Pero no tardamos en descubrir que no era de nuestra conveniencia vender a ambos a la vez. Inglaterra, dueña y señora de los mares, había establecido un bloqueo alrededor de los puertos germanos, y las mercaderías norteamericanas con destino a Alemania tropezaban con grandes dificultades para arribar allí. Sólo una pequeña parte de nuestra producción fabril y agrícola se vendía a las potencias centrales; en cambio, un año después de comenzar la guerra, J. P. Morgan and Company, entidad que actuaba en calidad de agente de compras de los aliados, colocaba órdenes en los Estados Unidos que ascendían a la bonita suma de $ 10.000.000 diarios.

Tratábase de mucho dinero. Compraba una cantidad de mer­caderías que los norteamericanos estaban ansiosos por vender. Los aliados habían saldado con oro las compras realizadas en los pri­meros meses de la guerra. Habían pagado luego con el dinero recibido de la venta de sus títulos norteamericanos. A continuación, los banqueros norteamericanos les habían facilitado créditos. Que­daba un solo paso ulterior. Fue tomado en agosto de 1915.

Un año antes, el gobierno norteamericano había prohibido los préstamos directos a las naciones beligerantes. El secretario de Estado Bryan había informado a J. P. Morgan sobre la posición del gobierno: "No hay razón que impida el otorgamiento de em­préstitos a los gobiernos de naciones neutrales, pero a juicio de este gobierno, los empréstitos concedidos por banqueros norteame­ricanos a cualquier nación extranjera en guerra, son incompatibles con el verdadero espíritu de la neutralidad."

Esto era tan cierto en agosto de 1915 como lo había sido en agosto de 1911. Pero, en el lapso de esos doce meses, las órdenes aliadas a las fábricas y granjas norteamericanas nos habían brin­dado un sabor de prosperidad estimulante en grado sumo. Robert Lansing, nuevo secretario de Estado, advirtió al presidente que estábamos poniendo en peligro intereses económicos al no retirar la prohibición que pendía sobre los empréstitos. "Desde el 19 de diciembre de 1914 hasta el 30 de junio de 1915, nuestras expor­taciones han excedido a nuestras importaciones en casi un billón de dólares... En lo que atañe al año 1915, el exceso será de aproximadamente dos billones y medio de dólares... ¿Podemos permitirnos el lujo de dejar que una declaración acerca de nuestro concepto sobre 'el verdadero espíritu de la neutralidad', efectuada en los primeros días de la guerra, se interponga en el camino de nuestros intereses nacionales, que parecen seriamente amena­zados?" 1

Aparentemente no podíamos "darnos el lujo". Levantóse la pro­hibición de los empréstitos a los beligerantes. Los banqueros se lanzaron adelante, a toda marcha. Emitiéronse en los Estados Unidos empréstitos tras empréstitos, para los gobiernos aliados. De los bolsillos de los norteamericanos salía el dinero que entraba en las faltriqueras de los manufactureros y granjeros americanos, en pago de las mercaderías adquiridas por los aliados.

En 1917, las cosas se tornaron negras para los aliados. En el frente militar la situación era desesperada. En el frente financiero, era irremediable, no cabía la posibilidad de tomar más dinero prestado de los norteamericanos. Se cernía una bancarrota. Pero, para este entonces, nuestra propia fortuna se hallaba tan entre­lazada con la de los aliados, que un desastre para ellos significaba un desastre también nuestro. Por ejemplo, si se producía el de­rrumbe, ¿qué suerte aguardaba a nuestro mecanismo económico, tan enormemente expandido, cuyo engranaje impulsaban las ór­denes derivadas del período de guerra y las utilidades que éste traía aparejadas? ¿Qué sucedería con los tenedores de bonos de los gobiernos aliados, los cuales, si advenía la quiebra, ciertamente no podrían pagar? El colapso de los aliados no debía verificarse. ¿Pero cómo evitarlo? El 5 de marzo de 1917, Walter Hines Page, nuestro anglófilo embajador en Gran Bretaña, en un cable con­fidencial dirigido al Presidente, proporcionó la respuesta: "Quizás nuestra entrada en la guerra sea la única forma según la cual nuestra presente posición de preeminencia comercial pueda ser mantenida, evitándose un pánico."

El 6 de abril de 1917, el Congreso de los Estados Unidos declaró la guerra a Alemania.

El final de la contienda reveló el debilitamiento de las na­ciones europeas y la fortaleza de los Estados Unidos. Norteamé­rica se había convertido en la potencia financiera y política más grande del mundo capitalista. Habíamos dejado de ser un país que debía dinero para trocarnos en otro que lo prestaba. Habíamos sido una nación deudora, ahora éramos una nación acreedora. Nuestro capital sobrante encontraba oportunidades de inversión en todos los rincones del globo, así en países viejos como en nuevos.

Canadá, nuestra vecina del Norte, forma parte del Imperio Británico. Sin embargo, hacia 1925, el señor P. S. Chalmers esti­maba que "los Estados Unidos son dueños de un tercio de todas las industrias de Canadá y de un tercio de todas las minas en producción; son dueños de una amplia porción de los recursos madereros no conferidos a la Corona, y poseen además extensivos intereses en materia de fuerza hidráulica canadiense, bienes raíces y otros valores... Las inversiones británicas en el Canadá ascien­den aproximadamente a $ 2.000.000.000... las de los Estados Unidos en el Canadá... se acercan a los $ 2.500.000.000". ¡Más dinero estadounidense que británico en un dominio de Gran Bretaña! Alrededor de 1930, la Oficina de Comercio Interno y Exterior justi­preció nuestras inversiones en el Canadá en un monto aproximado de $ 3.942.000.000. Aquí presentamos en números redondos las cifras correspondientes a 1930 de las inversiones privadas norte­america­nas en todo el mundo:


Lugar Total

(en millones de $s)



Canadá............................................ 3.942

Europa.............................................4.929

México y ­América Central.................1.000

América del Sur............................... 3.042

Antillas........................................... 1.233

Africa.............................................. 118

Asia................................................. 1.023

Oceanía............................................ 419 1


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