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Leo huberman


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Pero el mundo del año 1933 y posteriores estuvo consti­tuido por malos vecinos, vecinos que se entregaban a despiadadas prácticas de competencia económica, perseguían a las minorías ra­ciales, religiosas y nacionales, apilaban armamentos para acometer­se entre sí, transgredían sus tratados e incurrían en la agresión, atacando a países más débiles, vecinos que, decididos a redividir el mundo, lo estaban haciendo pedazos rápidamente. Hacía falta algo más que una aseveración de buena vecindad si se quería evitar la guerra y sentar sólidas bases para la paz.

Era evidente que los Estados Unidos no podían calificarse de agresores. Sus intereses dominantes fincaban en el mantenimien­to de la paz y en la expansión de su comercio de exportación. Los correctos principios derivados de sus intereses, habían sido clara­mente expresados por el Presidente y el secretario de Estado en numerosas ocasiones. El 5 de octubre de 1937, en un histórico dis­curso pronunciado en Chicago, el Presidente señaló con precisión la causa de la rápida degeneración en los asuntos mundiales y nombró, a los fines prácticos, a las partes responsables:

El presente reinado del terror y de la ilegalidad internacional comenzó hace pocos años atrás, Comenzó a través de la injustificada interferencia en los asuntos internos de otras naciones o de la invasión de territorio extranjero, violando tratados (Italia. en Etiopía, Alemania e Italia en España, Japón en China) y actualmente ha alcanzado una etapa en que los cimientos mismos de la civilización están seriamente amenazados...

Sin declaración de guerra y sin advertencia o justificación de ninguna clase, están siendo cruelmente asesinados civiles que incluyen mujeres y niños, mediante bombas arrojadas desde el aire.

En tiempos de supuesta paz, hay submarinos que, sin causa o motivo, están atacando y hundiendo barcos. Las naciones fomentan guerras civiles y toman partido en naciones que jamás les han hecho daño alguno...

Las naciones amantes de la paz deben realizar un esfuerzo concertado para oponerse a esas violaciones de tratados y a esos desconocimientos de los instintos humanitarios que hoy están creando un estado de anarquía inter­nacional y de inestabilidad del cual no hay escapatoria por intermedio del mero aislamiento o de la mera neutralidad...

Desgraciadamente parece cierto que se está propagando en el mundo la epidemia de la ilegalidad.

Cuando una epidemia de enfermedad física empieza a propagarse, la comunidad aprueba y se une a una cuarentena de los pacientes, a fin de proteger la salud de la comunidad contra la propagación de la enfermedad... Deben existir esfuerzos positivos por preservar la paz.

Norteamérica odia la guerra. Norteamérica anhela la paz. Por consi­guiente, Norteamérica emprende activamente la búsqueda de la paz . 1

Citamos con relativa amplitud este discurso por cuanto, directa y explícitamente, describe el mal internacional, diagnostica sus sín­tomas y orígenes y propone un remedio científico. Prescribe un programa de política exterior con el tenor general de la filosofía del New Deal. Empero, las palabras se hicieron oír más fuerte­mente que las acciones.

En julio de 1936 estalló en España una rebelión. Ésta no habría podido ser llevada adelante sin un extensivo auxilio alemán e italiano bajo la forma de hombres, dinero y aprovisionamientos. Fue el levantamiento de los elementos más reaccionarios de Es­paña contra un gobierno democrático y legalmente elegido, que no era un gobierno radical. Nos vinculaban a ese gobierno relacio­nes diplomáticas y de tratado. Su derrocamiento podía envalento­nar a las fuerzas del fascismo en América latina. Nuestra legisla­ción de neutralidad no cubría las guerras civiles. Sín embargo, a pesar de un evidente autointerés, a pesar de nuestras repetidas proclamaciones de inmaculada adherencia a la ley internacional, y a pesar de las obligaciones que teníamos por tratado, pusimos, en enero de 1937, un embargo sobre la exportación de armas a cualquiera de los dos bandos de una guerra que era civil tan sólo en un sentido Pickwickiano. El pretexto fue que no debíamos to­mar partido. No debíamos mover un dedo para ayudar ni a Franco ni al Gobierno Español.

Pero tomamos partido. En vez de poner en cuarentena al agre­sor, lo hicimos de hecho con el "agredido". Ayudamos a Franco. Lo ayudamos al no interrumpir nuestra exportación de armas a Ale­mania e Italia, armas que fueron usadas por Franco para comba­tir al gobierno democrático, legalmente constituido y para bombar­dear y acribillar a tiros a mujeres y niños. Estos países no habían declarado la guerra a España, pero actuaban en el conflicto bélico. Te­níamos aquí un caso clarísimo de aplicación de la legislación de neutralidad a países beligerantes. Pero no procedimos así. Jugamos nuestro papel en la horrible farsa de no-intervención que estaban perpetrando Inglaterra y Francia, para mayor gloria de Hitler y Mussolini. Permitimos que Chamberlain nos usara y pudiera se­ñalar lo que hacíamos o dejábamos de hacer como excusa de sus propias acciones e inacciones. Participamos en el asesinato del primer gobierno democrático que España hubiera conocido nunca.

Una de las excusas ofrecidas fue que, si bien el Presidente es­taba ansioso por ayudar al Gobierno Español, no podía asumir el riesgo, vistos los veinte millones de católicos de los Estados Unidos y la división de simpatías existente en el seno del pueblo norteamericano, de poner en peligro, "tomando partido", el apoyo a su pro­gresista política interna. Tal excusa no fue sustanciada por los hechos. De acuerdo con la encuesta Gallup de la opinión pública, realizada en febrero de 1937, el 65 por ciento de las personas que sustentaban una opinión simpatizaban con el Gobierno Español le­gal. En diciembre de 1938, la cifra se elevó al 75 por ciento. Además, una minoría sorprendentemente numerosa (el 42 por ciento) de católicos expresó su simpatía por los Leales y no por Franco. Las magníficas palabras del Presidente respecto de la cuarentena en el caso del agresor, dieron fruto en los escrutinios de la opinión pú­blica y casi ninguno en la concreción de hechos.1

Inglaterra nos usó como peón de ajedrez en su política de "apaciguamiento" de las fuerzas fascistas. Estaba permitiendo que Alemania e Italia actuasen impunemente en España. Y nosotros nos arrastramos a la cola. El Presidente llegó inclusive a salirse de su camino para elogiar el "Acuerdo de Caballeros" de Cham­berlain con Mussolini en marzo de 1938, cuando la Oposición in­glesa lo condenaba vehementemente y cuando se le estaba ha­ciendo cada vez más difícil a Chamberlain defender su política de apaciguamiento.

En enero de 1939, el propio Presidente admitió que nuestra política había funcionado al revés. Se había ayudado al agresor, no a la víctima: "Al menos, podemos y debemos evitar acción al­guna, o cualquier falta de acción, que estimule, asista, o cons­truya un agresor. Hemos aprendido que, cuando tratamos delibe­radamente de legislar la neutralidat, nuestras leyes de neutrali­dad pueden operar en forma despareja e injusta, pueden en rea­lidad proporcionar ayuda a un agresor y negársela a la víctima. El instinto de autopreservación debe advertirnos que nunca más tendremos que permitir que esto suceda.5 1 Pero, pese a estas admirables palabras acerca de la necesidad de evitar "acción alguna, o cualquier falta de acción, que es­timule, asista o construya un agresor", los Estados Unidos proce­dieron a reconocer, con indecoroso apresuramiento, al general Franco, poco después de la traición de Madrid en marzo de 1939, y posteriormente, con muy escaso margen de tiempo entre una cosa y otra, extendió a su gobierno un crédito de 13 millones de dólares para que adquiriese algodón norteamericano. Por inter­medio de su primera acción los Estados Unidos estimularon al agresor y por obra de la segunda lo asistieron y construyeron. Nuestra política española representó el jalón más negro de toda la hoja de servicios del New Deal, un crimen al que nada podrá condonar o atenuar.
Los antecedentes registrados en el Lejano Oriente no fueron tan malos, aunque bastante reprobables.

Desde principios del siglo XX, la situación se había visto do-minada en el Lejano Oriente por el surgimiento y la rápida ex­pansión del Japón, en carácter de potencia mundial imperialista. Con la invasión de Manchuria en 1931, el Japón anunció al mundo que consideraba al Lejano Oriente su particular dominio de ex­plotación, y que sería mejor que otros países se preparasen a dejar el campo libre. Inglaterra mostró reluctancia en lo concer­niente' a una colaboración con los Estados Unidos encaminada a resistir la expansión japonesa, pues no era contraria al fortale­cimiento de la posición nipona en China, respecto de la Unión So­viética. Los Estados Unidos reconocieron a Rusia Soviética en noviembre de 1933, al iniciarse el decimoséptimo año de su exis­tencia. No en virtud de que la Administración Roosevelt albergara sentimientos amistosos hacia la Unión Soviética —las relaciones que hemos mantenido con ella rara vez han sido cálidas desde el reconocimiento, y, por momentos, han resultado heladas— sino porque, a su juicio, era necesario llegar a alguna clase de enten­dimiento con otra potencia principal del Lejano Oriente, aunque sólo fuese a título de advertencia al Japón de que todavía persis­tía la posibilidad de una combinación de potencias en su contra, Este punto de vista transponía los límites de la administración. Era compartido por el senador Borah, el conspicuo experto repu­blicano en asuntos extranjeros, que por espacio de varios años venía haciendo oír su clamor por el reconocimiento de la URSS.

China era uno de los pocos mercados vastos, sin desarrollar, que quedaban en el mundo. Tratábase de un país cuya unificación reforzaría grandemente la causa de la paz en el Pacifico. La ame­naza principal, en lo atinente a su unificación y a su desarrollo económico libre de trabas, provenía del Japón que, desde el año 1895, había dispensado a China el tratamiento de país colonial.

La agresión nipona contra China alcanzó su culminación en julio de 1937, año en que el Japón se lanzó abiertamente a la guerra para conquistar a China y convertirla en dependencia co­lonial del Imperio del Sol Naciente. El hecho de que no quisiese declarar la guerra, que denominara a su invasión "el incidente de China", no engañó a nadie. Esta vez se atrevió con algo de­masiado grande. La China de 1937 no era la de 1931. El Movi­miento de Liberación Nacional se había tornado más fuerte y el pueblo chino demostró una capacidad para la resistencia heroica que tomó a los militaristas japoneses, y, en verdad, a todo el mundo, por sorpresa.

Japón había entablado una sangrienta y cruel lucha sobre el territorio de un Estado soberano independiente con el cual nos unían lazos de amistad. Estaba violando flagrantemente en el Lejano Oriente, derechos de Norteamérica adquiridos por tratado. Ahora o nunca era el momento de que la administración ajustara su acción a sus palabras. El pueblo norteamericano, despertado por los bombardeos indiscriminados, los incendios y las atroci­dades de los invasores nipones, se hallaba harto y dispuesto a apoyar medidas que ayudasen a China, y perjudicasen a Japón. Una encuesta de la opinión pública en setiembre de 1937, indicó que el 47 por ciento del pueblo norteamericano simpatizaba con China y un 51 por ciento era neutral. Pero, en junio de 1939, el 74 por ciento indicó tendencia prochina y el 24 por ciento una posición de neutralidad. Quizás haya revestido mayor significa­ción el hecho de que, si bien en octubre de 1937, una proporción no mayor que el 37 por ciento del pueblo norteamericano que expresaba una opinión, se mostró en favor de un boicot a las mercaderías japonesas, en junio de 1939, propendía a ese boicot un 66 por ciento. De consiguiente, poca duda cabía de la exis­tencia de una base popular para un programa realmente efectivo de ayuda a China. 1 La administración no podía alegar, ni que sus manos estaban atadas por acontecimientos en otras partes, como podían hacerlo Inglaterra y Francia, ni que estaría obrando sin el consenso de su pueblo, si se resolvía a adoptar alguna me­dida. Podría haberse hecho algo. Exportábamos al Japón más de la mitad de sus materiales de guerra esenciales. De las ventas que este país nos efectuaba, en el renglón de la seda —más del 50 por ciento de todas nuestras importaciones japonesas— extraía in­valorable cambio extranjero 7. 2 Hubiera sido asunto relativamente sencillo colocar un embargo sobre nuestra exportación de arma­mentos a Japón y sobre nuestra importación de sus recursos de divisa extranjera. Pero el sentimiento progresivamente creciente que favorecía un boicot no fue lo bastante fuerte como para pre­valecer por encima de los intereses financieros que sufrirían si tal boicot se imponía.

Leíamos los altivos sermones sobre el Japón, referentes a las atrocidades de su invasión en China, al tiempo que continuábamos proveyéndolo de los elementos para infligir tales brutalidades.

En julio de 1939, los Estados Unidos procedieron a dar el pre­aviso de seis meses concerniente a la próxima rescisión del tratado comercial de 1911 con Japón. Este paso no implicó reducción in­mediata alguna de nuestras exportaciones o importaciones. Consti­tuía una advertencia, en lenguaje más severo que el de nuestras notas, en el sentido de que, en el futuro, podríamos adoptar dicha medida si el Japón no corregía su proceder.

En la política norteamericana respecto del Lejano Oriente, se produjo un tardío acontecimiento que le dio un giro inauspicioso. Después del pacto soviético-alemán de agosto de 1939, nuestro go­bierno empezó a temer la posibilidad de otro similar entre Japón y Rusia. El equilibrio internacional de fuerzas había variado, En 1933 los Estados Unidos habían reconocido a Rusia con el objeto de usarla como contrapeso frente a Japón. Ahora el gobierno quería usar a Japón para contrabalancear el peso de Rusia. La rueda estaba dando un giro de círculo completo. A ello obedece que el Departa­mento de Estado comenzara por fin a ejercer presión sobre Japón. A ello obedece que le hiciera alternativamente la corte con amena­zas y promesas.

Walter Lippmann presentó una buena explicación de lo que estaba sucediendo. En su columna del New York Herald Tribune, dejó escapar el secreto. He aquí la amenaza: "...Los japoneses es­tarán bien advertidos si comprenden que la ejecución de un pacto con Rusia a fin de extender sus conquistas en el Pacífico, causa­ría en este país un movimiento de opinión favorable a un mayor afianzamiento de la posición en el Atlántico, con vistas a profun­dizar la certeza del eventual regreso de una flota británica a Sin­gapur. Entonces, con una flota norteamericana en Hawai, las con­quistas que Japón pudiese hacer ahora serían temporarias..."

Y, a continuación, la promesa: "... Encontrarán a este país su- mamente dispuesto a reunirse con ellos a mitad de camino de un esfuerzo general por establecer un genuino nuevo orden en Asia. Aun cuando algunos norteamericanos objetarían, la mayoría apoya­ría un proyecto de paz en China el cual, al par de restituir la so­beranía china en China auténtica, reconocería la especial posición del Japón. Encontrarían aquí, si exploraran en su busca, la volun­tad de inducir a los chinos a negociar un arreglo de este tipo..."

Miremos para donde miremos, el registro de lo actuado es el mismo. Hermosas palabras, algunas acciones progresistas, y, en ocasiones, la reacción.

Tomemos el caso de América latina. La administración del New Deal se había acreditado la fama de haber abandonado la "diplomacia del dólar", reemplazándola por la política del Buen Vecino. Había llevado a efecto gran parte del retiro de tropas nor­teamericanas de las repúblicas centroamericanas, siendo, sin em­bargo, la administración precedente la que, fueren cuales fuesen sus motivos, iniciara esta reversión de la política tradicional. En 1933, los infantes de marina enviados por Coolidge en el año 1927 para proteger bienes norteamericanos radicados en Nicaragua, re­cibieron —de Hoover— la orden de regresar. En 1934, el presidente Roosevelt obró consiguientemente en Haití.

Ni siquiera Hoover había reconocido al carnicero Hernández Martínez de El Salvador. Pero Roosevelt se mostró complaciente cuando el gobierno de El Salvador llegó a un arreglo respecto de su deuda externa, en el cual la United Fruit Company resultaba principal beneficiaria.

Cuba es el clásico territorio de la diplomacia del dólar. Las in­versiones de los Estados Unidos en ese país totalizaban casi un billón de dólares y la influencia suprema en materia de la economía y de la política cubana era el Chase National Bank de Nueva York. En agosto de 1933 estalló en Cuba una revolución, siendo de­rrocado el sanguinario tirano Machado, y reemplazado, primero, por el Dr. de Céspedes, y después, en setiembre, por el régimen li­beral de Grau San Martín. El nuevo presidente cometió varios erro­res imperdonables. Elevó los salarios y acortó la jornada en los ca­ñaverales, y los intereses azucareros norteamericanos se enfure­cieron. Ordenó una reducción de las tasas de electricidad y los in­tereses norteamericanos de servicios públicos se sulfuraron. No quiso reconocer un empréstito de ochenta millones de dólares tramitado por Machado y los intereses bancarios norteamericanos se enfada­ron. La respuesta de nuestro gobierno fue ordenar un despliegue na­val de treinta buques de guerra en las afueras de La Habana, sim­plemente a los fines de un efecto moral. Los Estados Unidos se negaron a reconocer al nuevo gobierno. En noviembre de 1933, Grau solicitó la destitución de Sumner Welles, embajador norteame­ricano especial en Cuba, a quien acusaba de haber "mantenido co­municación y trato con los enemigos del gobierno". Pero Welles no fue retirado. Dos meses más tarde se produjo el derrocamiento de Grau y asumió el gobierno, en carácter de presidente provisional, el más aceptable coronel Carlos Mendieta. Concedióse al nuevo go­bierno el reconocimiento en el término de cinco días. Y recién des­pués de que este "seguro" y flamante gobierno ocupara el poder procedieron los Estados Unidos a abandonar la Enmienda Platt de 1903, por intermedio de la cual se nos había autorizado a interve­nir —derecho que habíamos puesto en práctica— en los asuntos cubanos.1

En México la historia fue diferente y mucho mejor.

En 1938, el gobierno mexicano liberal nacionalizó las instala­ciones de las compañías petroleras extranjeras. Adoptó esta medida después de que las compañías se hubiesen negado a acatar una or­den de la Junta Federal de Trabajo, que defendía a los trabajado­res en una disputa laboral. El gobierno no confiscó dichos bienes petroleros; los nacionalizó, prometiendo la indemnización futura. Como es natural, las compañías en cuestión estaban furiosas. Cla­maban por la presión diplomática y la intervención. ¿Cuál fue la respuesta del gobierno de los Estados Unidos? Pues, la del Buen Vecino. No siguió el precedente sentado por administraciones pre­vias. No envió un ejército para restablecer la ley y el orden en México, o bombardear Veracruz. Trató de permitir que México re­solviese sus problemas internos según su propia modalidad. En lo que a esto respecta, las palabras y las acciones del New Deal indi­caron concordancia.

Empero, nuestra política mexicana no se guió por una sola línea de conducta. Agriamos nuestras relaciones políticas con nuestro vecino del sur y fortificamos las fuerzas reaccionarias anti­Cárdenas, poniendo término a nuestro acuerdo con el gobierno me-xicano relativo a la adquisición de plata —a precio más bajo— en la nación azteca. Las compañías petroleras devolvieron el golpe a México boicoteando la compra de petróleo procedente de ese país. Y no sólo se negaron a transportar el combustible en sus propios buques-tanque sino que también apelaron a su poder eco­nómico para alejar a los de países extranjeros. En suma, que prác­ticamente arrojaron al progresista gobierno mexicano en los bra­zos de los Estados totalitarios, ansiosos de comprar el petróleo mexicano que las democracias habían inscripto en su lista negra.

En los años recientes las conferencias panamericanas se han convertido en glorificadas francachelas. De muchas maneras estas conferencias constituyeron una elaborada burla. Los países ibero­americanos han sido predominantemente naciones coloniales ma­nejadas por dictadores locales en beneficio de los grandes terra­tenientes, en contubernio con intereses extranjeros financieros e industriales. Pero en las nombradas conferencias, los Estados Uni­dos participaron activamente en la difusión del mito de que se trataba de genuinas democracias, gobernadas por y para sus pue­blos. El Presidente en persona se unió a la creación del mito. En el año 1936, expresó en Buenos Aires:

"Tres siglos de historia sembraron las simientes que al crecer dieron origen a nuestras Naciones; el cuarto siglo vio tornarse iguales y libres a esas Naciones y nos trajo a un común sistema de gobierno constitucional". 1

Estando en Río de Janeiro, se salió de su camino para palmear a Vargas en la espalda: "...fueron dos personas las que inventa­ron el New Deal, el presidente del Brasil, y el presidente de los Estados Unidos". Vargas, el presidente del Brasil, se apoderó y retuvo el poder mediante una serie de putsches. Trujillo en Santo Domingo, Hernández Martínez en El Salvador, Ubico en Guatemala, eran despiadados dictadores militares que mantenían su mando a sangre y fuego. Perú, Nicaragua, Haití, Paraguay, Bolivia, países donde la democracia brillaba por su ausencia, y Argentina y Uru­guay sólo tenían la apariencia de democracia. Pero estas situacio­nes no afectaron nuestra amistad hacia todos ellos.

Por el contrario. Daba la impresión de que la única manera según la cual los países iberoamericanos podrían socavar las rela­ciones amistosas con nuestro Departamento de Estado, seria vol­viéndose más democráticos. Su actitud hacia el régimen de Grau San Martín en Cuba lo señalaba con propiedad. Nuestras difi­cultades con México dimanaron, en primer lugar, del hecho de que el gobierno de Cárdenas intentara sentar las bases econó­micas para una democracia política. Desde 1938 Chile ha venido siguiendo la trayectoria de México, en procura de una democra­cia genuina. Queda por ver hasta qué punto nos sentiremos animados por el sentimiento de buena vecindad en lo referente a Chile si continúa por esa vía.

Existiendo el antecedente de inversiones por valor de billo­nes de dólares en los países iberoamericanos y de que las rela­ciones diarias con ellos mantenidas estuvieran a cargo de diplo­máticos de carrera, familiarizados con las modalidades de la di­plomacia del dólar, cordialmente enlazados a los grandes nego­cios y empapados de una tradición esencialmente no democrá­tica, difícil sería que no aguardase a la politica de Buen Vecino un arduo camino. Por más sinceras y laudables que fuesen las in­tenciones del presidente Roosevelt, su política del Buen Vecino no acusó marcada riqueza en realizaciones positivas. Representó, no obstante, una notoria mejora en comparación con la política de sus predecesores.

Ni siquiera en el aspecto de la conducción de las relaciones Internacionales comerciales y monetarias, a cuyo respecto el New Deal había logrado algo, tenía éste mucho que mostrar. La gran contribución a la paz mundial, aportada por el secretario de Es­tado Hull, fue el programa de acuerdos comerciales. Hull era un auténtico Cobdenista del siglo XIX, en un mundo que poco lugar tenía que ofrecer al librecambismo. Era un médico provisto de una sola prescripción: el libre comercio. Si otros países se veían compe­lidos a echar mano, cada vez más, de tarifas más altas, cuotas de importación, subvenciones de exportación, controles de cambio, acuerdos de clearing, de una depreciación de la moneda corriente, de un crudo trueque, la respuesta del doctor Hull aconsejaba: libre comercio. Si todo el mundo procedía al rearme, en escala que sólo podía significar guerra, el doctor Hull consideraba aplicable un único remedio: el libre comercio. Si algunos países en particular, violaban tratados de modo flagrante e invadían abiertamente a otros países cuyo exclusivo crimen era su debilidad, el doctor Hull prescribía: libre comercio. Debiendo hacer frente a un brote epidé­mico de neumonía, el doctor Hull resucitó un dudoso y obsoleto tratamiento para resfriados comunes.

No se equivoquen Vds. El programa de acuerdos comerciales se concibió para abrir mercados foráneos contratantes al comercio norteamericano y la llave de apertura estaría representada por con­cesiones tarifales mutuas. Fue iniciado en 1934 (y reanudado en 1937 y 1940), mediante un acta que confirió al Presidente poder es­pecial para negociar tratados comerciales recíprocos y reducir ta- rifas hasta un 50 por ciento, Este paso constituía, simultáneamente, una reversión de la tendencia que, por espacio de 70 años, había imperado en la política comercial norteamericana, propugnando la elevación de tarifas con el designio de proteger de la competen­cia extranjera al mercado interno estadounidense, y, a la vez, de la dominante propensión manifestada en casi todos los países del mundo, propiciadora de una intensificación de las restricciones apli­cadas al comercio foráneo.

A la fecha del 19 de diciembre 1939, se habían sellado 21 acuer­dos comerciales recíprocos con países de tanta importancia mer­cantil como Canadá, el Reino Unido y Brasil y de tan poca tras­cendencia como Nicaragua, Honduras y Finlandia. Dichos acuerdos involucraban concesiones mutuas en lo relativo a mercaderías de diversa significación económica. Todos ellos incluían una cláusula referente a la nación-más-favorecida, según la cual ambas par­tes se comprometían a acordarse recíprocamente los beneficios de cualesquiera concesiones subsiguientemente concedidas a otros países. Así, una concesión otorgada a un país con el que estuvié­semos en vías de concluir un acuerdo, extendíase automáticamente a cualquier otro vinculado a nosotros por un entendimiento de na­ción-más-favorecida o sea todos los del mundo, excepto Ale­mania. En realidad, no corresponde hacer demasiado hincapié so­bre esta cláusula de nación-más-favorecida. Los acuerdos co­merciales se redactaban con minucioso cuidado de parte de ambos contratantes, en forma tal que limitasen los beneficios principales a los dos países inmediatamente concernidos. Daban motivo a pro­longadas negociaciones y chalanerías entre los dos países, y tam­bién dentro de cada uno de ellos. Los grupos internos movidos por la idea de que resultarían perjudicados por cualquier conce­sión que su gobierno se aprestara a efectuar, armaban tremendo jaleo y a menudo conse­guían mantener a un mínimo tales conce­siones. El resultado neto arrojado por esta política, reflejó que los acuerdos comerciales cubrían un área mucho más reducida del co­mercio internacional que la que nos inducía a esperar la publicidad del Departamento de Estado.

No es fácil aquilatar los reales resultados económicos del pro­grama de acuerdos comerciales concebido por Hull. La tremolina que levantó, tanto a favor como en contra, fue tan ruidosa que los hechos se oscurecieron. Verdad es que, en el curso de años de recuperación, nuestro comercio exterior con países ligados a noso­tros por acuerdos de esta clase se intensificó más que el tráfico lle­vado a cabo con países que no habían formalizado tales acuerdos, y que, en períodos de depresión, decayó menos. Pero, a lo sumo es dable inferir con seguridad que el programa de acuerdos comercia­les probablemente habrá elevado nuestro comercio con determina­dos países, aun cuando quizás no en la medida que se le atribuyó. Sirvió para proveer a la administración de una coartada, en jus­tificación de la ausencia de una política exterior verdaderamente constructiva. El hecho de haber constituido una coartada le propor­cionó su mayor significación política. Configuraba un disimulo, una excusa. Si el pueblo daba muestras de inquietud en lo concerniente a la situación foránea y a lo poco que hacían por mejorarla los Estados Unidos, el gobierno podía señalar orgullosamente "las realizaciones" de su programa de acuerdos comerciales. Y así, exac­tamente, procedió Hun.

La falla fundamental de la política comercial norteamericana estribó en que no fue usada ni siquiera aproximadamente con la eficacia que hubiese admitido en calidad de instrumento político. El mercado estadounidense entrañaba una importancia económica de primer orden para muchos países de destacada posición en el comercio, y nuestras exportaciones, a su turno, a menudo desempe­ñaban vital papel en sus economías. Contábamos así con un arma de tremenda fuerza en lo atinente a la relación de toma y daca, que podría haber sido empleada, lo mismo en carácter de amenaza que de medio ejecutivo, para coartar la expansión del fascismo. En cambio, durante la mayor parte del tiempo, nada hicimos y cuando nos decidimos a actuar, sólo fue en insignificante e ineficaz me­dida. Si bien, cuatro o cinco años antes, nos asistían razones, cau­sas y fundamentos legales para proceder de esa manera, recién en marzo de 1939, después de la ocupación de Checoslovaquia, im­pusimos derechos de compensación a las exportaciones que Ale­mania efectuaba a los Estados Unidos, subvencionadas por el go­bierno germano. Ya hemos puesto de resalto una omisión similar en el caso de Japón.

La absoluta desproporción entre el uso dado a nuestro poder económico y la fuerza de éste se vio verificada, tanto en la política comercial, como en la monetaria. Éramos dueños de más de la mitad del oro amonedado del mundo y poseíamos más reservas de las que jamás podríamos usar. Hubiera sido la cosa más fácil conceder, por ejemplo a los países iberoamericanos, amplios prés­tamos de oro por importes que apenas habrían absorbido una pe­queña fracción de nuestras inmensas tenencias, pero que nos ha­brían brindado con creces la retribución de una buena voluntad po­lítica y de mutuas ventajas económicas. Podríamos haber detenido las incursiones de los países fascistas en el comercio iberoameri­cano, impidiéndoles así emplear el pretexto de su comercio en esta zona como base de intrigas políticas y de fomento en nuestro hemisferio de sistemas ultrarreaccionarios de gobierno. Pero no lo hicimos. Midas, Pecksniff y Caspar Milquetoast, salieron con la suya.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial entre Inglate­rra y Francia por un lado contra Alemania por otro, acaecido en setiembre de 1939, las sinuosidades de nuestra política exterior se convirtieron en cosa del pasado, y marchamos adelante en línea recta.

La simpatía por los Aliados y el odio por los fascistas habían ido en aumento, a medida que se hacía evidente que la agresión y la guerra y la abominable brutalidad, no constituían un expe­diente necesario, sino parte esencial de la filosofía fascista. En la forma de sentir de un creciente número de norteamericanos esa filosofía se hacía cada vez más repulsiva.

En realidad, nunca había existido duda alguna en cuanto al bando que prefería la mayoría de los norteamericanos en la lucha que se libraba en Europa y el Lejano Oriente. La controversia que había agitado vehementemente a todo el país, se había centralizado estrictamente sobre la cuestión de mantenernos fuera de la con­tienda. El pueblo norteamericano acusaba una inequívoca voluntad de paz. Desde un principio, su objetivo fue evitar, de ser posible, que ésta se quebrase. No lográndolo, nuestro propósito pasó a ser el de situarnos al margen de la guerra.

Pero, ante la caída de Francia y los bombardeos a Gran Bre­taña, se hizo evidente que ya no nos correspondería elegir la paz o la guerra. Podíamos seguir alimentando la esperanza de no ver­nos envueltos, pero ahora se cernía una amenaza sobre nuestra propia seguridad. Nuestro próximo movimiento debía contemplar nuestra defensa. Seis días después de que los nazis iniciaran la in­vasión de Francia, el 16 de mayo de 1940, el Presidente envió un mensaje al Congreso, pidiendo la producción de 50.000 aviones en el plazo de un año. (Calificada de "fantástica" cuando se la anun­ció por primera vez, esta meta fue luego excedida.) En setiembre de 1940, promulgóse el Acta de Servicio Selectivo y, en el curso del mismo mes, los Estados Unidos convinieron el trueque de cin­cuenta destructores que serían entregados a Gran Bretaña, a cambio de la cesión en arriendo de bases navales y aéreas ubicadas en islas británicas de este hemisferio.

El 27 de setiembre de 1940, fue formalmente anunciada la coa­lición de las potencias fascistas con vistas a la conquista de Europa y Asia, al firmar el Japón el Pacto de Berlín, en el que reconocía las "funciones directrices de Alemania e Italia para el establecimiento de un nuevo orden en Europa". A su vez, Alemania e Italia reconocieron "las funciones directrices del Japón para el establecimiento de un nuevo orden en la gran Asia Oriental". De gran significación para los Estados Unidos fue uno de los artículos del tratado, por el cual los tres países fascistas se comprometían "a darse asistencia, por medios políticos, económicos y militares, si una de las tres partes contratantes es atacada por una potencia que no esté actualmente en la guerra europea o en el conflicto chinojaponés".

Confrontados por la amenaza de un conflicto bélico en dos frentes, estaba claro que nuestra mejor estrategia consistía en re­peler la invasión de nuestras costas, impidiendo el colapso de Gran Bretaña. Para ello, debíamos suministrarle los materiales de guerra que tan desesperadamente necesitaba. El Presidente señaló lo antedicho en una charla junto al hogar, irradiada el 29 de diciembre de 1940:

Los amos nazis de Alemania han hecho .constar claramente que no sólo intentar dominar por completo a la vida y el pensamiento en su propio país, sino también esclavizar toda Europa, y usar luego los recursos de ésta para dominar al resto del mundo... Si Gran Bretaña cae, las potencias del Eje controlarán los continentes de Europa, Asia, África y Australasia y la alta mar y estarán en posición de dirigir enormes recursos militares y navales contra este hemisferio. No es exageración decir que todos nos­otros, en todas las Américas, viviríamos apuntados por un cañón, un cañón cargado de balas explosivas, así como de...

Los pueblos de Europa que atienden a su defensa, no nos piden que luchemos en su lugar. Nos piden implementos de guerra, los aviones, los tanques, los cañones, los transportes que les permitirán combatir por su libertad y nuestra, seguridad. Debemos conseguir, categóricamente, estas armas para ellos, en volumen suficiente y con la rapidez necesaria, a fin de librarnos, nosotros y nuestros hijos, de la agonía y del sufrimiento de la guerra, que otros han debido soportar... En un sentido militar, Gran Bre­taña y el Imperio Británico representan hoy la punta de lanza de la resisten­cia a la conquista mundial...

Debemos ser el gran arsenal de la democracia.
Con la aprobación del proyecto de Ley de Préstamo y Arriendo, efectuado por el Congreso en marzo de 1941, estuvimos en condi­ciones de suministrar a las víctimas de la agresión fascista algunos de "los aviones, los tanques, los cañones, los transportes" que ne­cesitaban. Producida la invasión nazi a Rusia, el 22 de junio de 1941, la parte de la henchida corriente de abastecimientos que originó la Ley de Préstamo y Arriendo enviada a ese país, desem­peñó un importante papel en su heroica defensa, por igual que en el caso de Gran Bretaña. Los suministros de Préstamo y Arriendo salían caros, pero también salía cara la guerra. "Tres años de Préstamo y Arriendo, costaron a los Estados Unidos treinta billones de dólares, pero cada mes de lucha en 1944 le costó a este país solo, ocho billones de dólares." (Al final de la guerra la ayuda de Préstamo y Arriendo había totalizado alrededor de cuarenta y seis billones de dólares.) 1

Un informe de 1941, elevado para ilustración de la Comisión Económica Nacional Temporaria del Senado, daba, en parte, razón del elevado costo de los citados suministros:

Hablando lisa y llanamente, el gobierno y el público están "ata­dos de pies y manos" cuando les toca tratar con las empresas finan­cieras en tiempos de guerra u otras crisis. Se niegan éstas a trabajar excepto sobre la base de términos por ellas dictados. Controlan los recursos naturales, los caudales líquidos, la posición estratégica en la estructura económica del país y su equipo técnico y el conoci­miento de los procesos.

La experiencia de la (primera) Guerra Mundial, ahora aparen­temente en tren de repetirse, indica que el mundo de los negocios usará este control únicamente si se le "paga adecuadamente". Esto es, efectivamente, un chantaje, no demasiado embozado... En tal situación surge la pregunta: ¿Patriotismo a qué precio? 1


Nuestra estrategia para la defensa contra la agresión fascista adoptó distintas formas en Europa y Asia. En Europa suministra­mos a los Aliados, en cantidades siempre en aumento, los mate­riales bélicos esenciales; en Asia interrumpimos el suministro de los mismos materiales al Japón. Por espacio de varios años, nuestra política respecto del Japón había sido de tipo contradictorio: pro­testábamos en contra de sus brutalidades en la China, abastecién­dolo al mismo tiempo de petróleo, algodón, hierro, acero y otros materiales de guerra que posibilitaban su invasión. Había dictado esta política la suposición de que nuestros intereses serían servidos del modo mejor por una situación que permitiera quedar tablas en el Lejano Oriente. No queríamos una victoria completa del Japón en China porque esta circunstancia nos cerraría las puertas del mer­cado que ella ofrecía; por otro lado, no queríamos la derrota del Japón dado que considerábamos a este país un paragolpes que dis­minuía la oportunidad de hostilidades con la Unión Soviética.

Pero cuando los nazis atacaron a la Unión Soviética en junio de 1941, presumimos erróneamente que sería aplastada a corto plazo y, por tanto, desaparecía la necesidad de contar con Japón en carácter de paragolpes. Así, no bien los japoneses ocuparon la In­dochina francesa y amenazaron a las Filipinas y al sudeste de Asia, procedimos en julio de 1941, a congelar los activos con los cuales llevaba el Japón sus negocios en Norteamérica y a restringir la exportación de petróleo y otras mercaderías bélicas. Fuimos to­davía más allá. Mediante la compra de las materias primas es­traté­gicas de América latina le hicimos imposible a Japón asegu­rarse lo que necesitaba. Faltándoles el petróleo y otros elementos esencia­les, las industrias niponas de guerra debieron aminorar su produc­ción.

En la tarde del día domingo 7 de diciembre de 1941, durante un ataque sorpresivo, 105 bombarderos nipones averiaron los bu­ques y destruyeron la mayoría de los aeroplanos pertenecientes a la Flota del Pacífico de los Estados Unidos, fondeada en Pearl. Har­bor. "Ayer 7 de diciembre de 1941 —fecha que quedará inscripta en la infamia— los Estados Unidos fueron atacados, súbita y deli­bera­damente, por las fuerzas navales y aéreas del Imperio del Japón", dijo el presidente Roosevelt al Congreso al día siguiente. "Pido que el Congreso declare, que desde el cobarde y no provocado ataque del Japón el día domingo 7 de diciembre, existe un estado de gue­rra entre los Estados Unidos y el Imperio japonés." Con sólo un voto en disidencia, el Congreso declaró la guerra al Japón.

Cuatro días después, el 11 de diciembre de 1941, Alemania e Italia declararon la guerra a los Estados Unidos.


Estábamos nuevamente en el baile, por segunda vez en el lapso de un cuarto de siglo.

El 23 de diciembre de 1941, los dirigentes de la Federación Norteamericana del Trabajo y el Congreso de Organizaciones In­dustriales efectuaron voluntariamente al presidente de los Estados Unidos la promesa de que las fuerzas del trabajo organizadas, re­nunciarían a su derecho legal a la huelga mientras durase la con­tienda, a condición de que se protegiese a los afiliados de las uniones y no se permitiera que los precios ascendieran desmedi­damente con relación a los salarios. En los años de guerra que siguieron, mantuvieron la promesa empeñada: ni una sola huelga fue autorizada por ninguna de estas dos organizaciones laborales. A pesar de que la subida de los precios y algunas quejas no zanjadas redundaron en varias "tempestuosas" huelgas, a las que se dio una exagerada y altamente dramatizada publicidad en la prensa, las cifras oficiales de la Oficina de Estadísticas del Trabajo indicaron un sorprendente registro: de diciembre de 1941 hasta agosto de 1945, estos paros trajeron por resultado una pérdida de sólo "apenas algo más de un décimo del 1 por ciento del tiempo disponible de trabajo".

Más importante que todo lo demás, durante el primer período de nuestra entrada en la guerra, fue la batalla de la producción. Debía­mos ser, más que en ningún momento anterior, el "arsenal de la democracia". Las cifras demuestran hasta qué punto supieron cumplir su responsabilidad patronos y obreros: un año después del alevoso ataque a Pearl Harbor, nuestra producción de material de guerra igualó a la producción combinada de Alemania, Italia y Japón. 1

Los muchos problemas concernientes a la distribución de ma­terial de guerra .entre Gran Bretaña y la Unión Soviética, habían formado parte de los tópicos discutidos por el presidente Roosevelt y el primer ministro británico Churchill, en el curso de una reunión celebrada en el mes de agosto de 1941, a bordo de barcos de guerra norteamericanos y británicos, anclados mar afuera, a la altura de Terranova. (Otras entrevistas de gran significación, tendientes al ajuste de políticas, fueron mantenidas más tarde por el Presidente con el generalísimo chino Chiang Kai-shek y con el premier Stalin de la Unión Soviética y el primer ministro Chur­chill.) En esta primera reunión se concertó una declaración llamada Carta del Atlántico que delineaba "ciertos principios comunes" en las políticas nacionales de los Estados Unidos y de Gran Bretaña "sobre los cuales basan sus esperanzas de un futuro mejor para el mundo".


Los propósitos y principios de la Carta del Atlántico fueron, más adelante, endosados por representantes de 26 gobiernos hos­tiles al Eje, en una declaración de alianza firmada en Washington el 10 de enero de 1942. La Carta del Atlántico se transformó así en carta mundial. En su Declaración de Washington, cada una de las Naciones Unidas empeñó "la plenitud de sus recursos" para llevar adelante la guerra, comprometiéndose a "no hacer un ar­misticio o paz por separado con los enemigos". Tres años más tarde, el 25 de abril de 1945, se reunieron en San Francisco delega­dos de las Naciones Unidas (que sumaban entonces cincuenta paí­ses), con el objeto de crear una autoridad internacional encargada de preservar y promover la paz. Al igual que su predecesora, la Liga de las Naciones, la organización de las Naciones Unidas nació de una coalición de tiempos de guerra. Pero, a diferencia de la Liga, esta última organización se creó mientras la contienda aún seguía.

Cabe señalar, además, una mudanza en la actitud de los Esta­dos Unidos respecto de la participación en una organización in­ternacio­nal destinada a preservar la paz. Nos negamos a adherirnos a la Liga de las Naciones; sólo llevó tres semanas al Senado de los Estados Unidos la decisión de aprobar la carta de la Organi­zación de las Naciones Unidas.

En tanto los delegados debatían los términos de la Carta en San Francisco, se aproximaba a su fin la más devastadora de todas las guerras. Alemania se rindió el 7 de mayo de 1945.

No se produjo la victoria en el Lejano Oriente hasta tres meses más tarde. El 6 de agosto de 1945, el arma más mortífera que jamás haya conocido el hombre fue dejada caer sobre la, ciudad japonesa de Hiroshima. Era una pequeña bomba atómica, repleta de la fuerza destructiva que le prestaban 20.000 toneladas de TNT.

Japón estaba derrotado antes de que fuera arrojada la bomba atómica y los nipones lo sabían. Alimentaban, no obstante, la esperanza de que sus enemigos —los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética— riñesen entre sí. Tal esperanza murió dos días después cuando la Unión Soviética declaró la guerra a Japón y el Ejército Rojo irrumpió en Manchuria, Corea y Sakhalin. El mismo día, 8 de agosto de 1945, se lanzó una segunda bomba ató­mica sobre la ciudad japonesa de Nagasaki.

Las bombas atómicas, más la entrada de Rusia en la guerra, hicieron caer de rodillas a Japón. El 14 de agosto de 1945, el go­bierno nipón anunció su aceptación de los términos de rendición.

Había concluido la Segunda Guerra Mundial.

En medio del regocijo de los pueblos de todo el inundo, hubo una nota de tristeza. El soldado más grande de Norteamérica no había llegado a presenciar en vida la victoria final. El 12 de abril de 1945, Franklin Delano Roosevelt falleció en su casa de Warm Springs, Georgia.

El hombre común, de todas partes, lloró su pérdida.

El 4 de marzo de 1933, Franklin Delano Roosevelt asumió el mando, en carácter de trigésimosegundo presidente de los Estados Unidos. Gobernó (reelegido por aplastantes mayorías en 1936, 1940 y 1944) hasta el momento de su muerte, acontecida doce años más tarde.

Cuando se hizo cargo de la presidencia por primera vez, la nación había sufrido tres años y medio de la peor crisis en su historia. La clase dirigente había perdido la confianza en su capacidad de gobernar y estaba dispuesta a aceptar cualquier lide­razgo que pudiese salvar al sistema existente. El pueblo no mostraba inclinación, ni por una transformación básica de la sociedad norteamericana, ni por una pasiva aceptación de las cosas como se encontraban. La dirección que proveyeron el presidente Roosevelt y la Administración del New Deal, se adecuaba, en conjunto, admi­rablemente a esta situación. El Presidente hizo constar claramente, una y otra vez, que era un reformador, no un revolucionario. Pugnó por salvar al sistema capitalista, eliminando los males que dentro de éste existían, en la ignorancia del hecho de que esos males eran producto inevitable del sistema. Reflejó, y en ocasiones anticipó, en su propia persona el desarrollo político del pueblo norteamericano. Ello, en esencia, configuró su grandeza.

La filosofía del New Deal derivó de la presión de fuerzas eco­nómicas sobre la clase trabajadora y la clase media y, en grado menor, sobre unos cuantos capitalistas comparativamente escla­recidos. La clase media se sentía descontenta con la antigua moda­lidad de vida, sin saber, exactamente, para qué lado volverse. Su posición se cristalizó esencialmente en el New Deal. Quería una transformación, pero no demasiado radical. Quería reformas de fácil advenimiento, temía las difíciles de implantar. Puesto que deseaba un cambio, sus intereses —al menos temporariamente­coincidieron con los de la masa del pueblo. Pero el New Deal no estaba preparado para avanzar más allá de una distancia señalada y trasponer los límites de lo que, en realidad, le exigían las cir­cunstancias; y, frente a situaciones críticas, se mostró propenso a dejarse conducir por los reaccionarios. No proveyó la línea direc­triz capaz de resolver básicamente los problemas planteados por el derrumbe, en el orden interno, de la economía norteamericana o por el caos exterior.

El New Deal representó una etapa vital en la educación del pueblo norteamericano. Fue una revolución de ideas.

Por su intermedio volvió a barajarse el viejo mazo de cartas. No fue una revolución económica.

CAPÍTULO XX
EMPLEOS Y PAZ

Los mismos miedos que habían atormentado al pueblo antes de la Segunda Guerra Mundial, siguieron afligiéndolo a la termi­nación de ésta. El pueblo norteamericano no pedía la luna. Pedía una economía capaz de proveer en abundancia, sólo lo suficiente. Quería la seguridad del empleo y de la paz.

Pero estos requerimientos eran, precisamente, los que el sis­tema económico no había estado en condiciones de satisfacer, después de la Primera Guerra Mundial. Concluida la segunda, comenzó a experimentarse la impresión de que nuevamente de­mostraría el sistema económico ineptitud para encarar la situación.

Desde el quebranto de 1929, el capitalismo monopolizador ha­bía tratado de sobrevivir en todo el mundo, aferrándose a una de dos formas. O bien poniéndose en pie de guerra, o bien nutrido por las inversiones gubernamentales en materia de obras públicas, socorro, ayuda a la agricultura, etc. En cualquiera de los dos casos, quien había mantenido momentáneamente vivo al paciente había sido la actividad económica desplegada por el gobierno.

La primera medicina se puso a prueba en Alemania, Italia y Japón. Se basó sobre descomunales órdenes del gobierno en de­manda de materiales bélicos. Toda la economía era un engranaje cuyo juego dependía de la guerra. Funcionaba, y sólo podía fun­cionar, como economía de guerra. Implicaba la supresión parcial o completa de las libertades civiles, la imposición de crecientes sacrificios a los sectores más numerosos de la población, en bene­ficio de un menguado núcleo de capitalistas monopolizadores y de su aparato político parásito, y la búsqueda inmensurablemente intensificada de mercados para sus productos. Marchaba en veloz ascensión hacia la contienda. (La gran guerra vino en setiembre de 1939.) Sea cual fuere el nombre bajo el cual se disfrazó, no fue ni más ni menos que fascismo, es decir, la última, más decadente, más brutal forma del capitalismo.

La segunda medicina consistió en desembolsos del gobierno, de un carácter tal como para no sólo mantener la corriente de beneficios a favor de las gigantescas corporaciones, sino aliviar, al mismo tiempo, algunos de los males sociales y económicos más notorios. Este tratamiento se aplicó en los Estados Unidos —vacilante, tentativamente, a los tirones— bajo la forma del New Deal. El New Deal fue la filosofía sustentada por quienes pensaron que el capitalismo podría prolongar su existencia a través de gastos del gobierno que aumentaran el contraído volumen del poder adquisitivo de las masas.

Pero aun este temporario paliativo resultó odioso a los de arriba, en cuanto se recuperaron de la mala racha de 1932. De­testaron las tres R de Relief, Recovery y Reform (Socorro, Recu­peración y Reforma) y detestaron a la cuarta R —Roosevelt— pues era la personificación de la impía trinidad. Al par que recobraron su autoconfianza y sus ganancias, se cansaron de gastar y se volvieron en contra de quien los había salvado.

Llegados al poder a raíz de las elecciones del Congreso de 1946, encararon el éxito interno en términos de un equilibrio de presupuesto logrado a expensas de la gente trabajadora norte­americana, mediante la restricción y coartación de las uniones obreras, la reducción de los gastos del gobierno dedicados a cosas útiles y el aumento de los mismos para la adquisición de arma­mentos de guerra. Su éxito interno sólo podía terminar en la negra noche de la reacción.

La magnitud del importe que estaban preparados a desem­bolsar para el acopio de armas, constituye la medida de la actitud que tuvieron respecto de la paz. Los gastos asignados a la "defensa nacional" formaban, de lejos, la partida aislada mayor de su pre­supuesto; de cada dólar se aplicarían treinta centavos, Hicieron lo imposible por modificar el profundo sentimiento de amistad y admiración, fruto de los años de guerra, que el pueblo norteame­ricano experimentaba por la Unión Soviética, transformándolo en otro de sospecha y desconfianza. Actuaron sobre la presunción básica de que los Estados Unidos y Rusia tendrían inevitablemente que ir a la guerra, y en sus mentes y acciones, el único interro­gante que cabía a la nación norteamericana era "cuándo" y no "¿debemos?".

La solución que aportaron al problema de qué hacer con Ale­mania, fue la que se había ensayado antes de la Segunda Guerra Mundial, o sea construir sus industrias bélicas como baluarte contra la Unión Soviética.

En los demás países europeos, el capitalismo monopolizador norteamericano buscó a todo trance restaurar el status quo eco­nómico y social de antes del conflicto. Fue una empresa difícil puesto que la única cosa acerca de la cual tenían plena seguridad los pueblos de Europa, era su voluntad de un futuro distinto de su pasado. Pero se recurrió a la diplomacia del dólar —otorgando aquí créditos grandemente necesitados, negándolos allá—, para redoblar los esfuerzos de nuestros capitalistas por servir de último y más poderoso bastión de las cosas tal cual estaban.

En el desarrollo de estos acontecimientos quizás lo más in­quietante haya sido lo que ocurría con la energía atómica. Mientras el secreto de la energía atómica quedase relegado al exclusivo conocimiento del ejército, podía inferirse con toda seguridad que se­ría usado en la única forma que éste sabía, para la guerra y la destrucción. La esperanza de que este don, potencialmente el más grande que la ciencia hubiese desarrollado nunca para la huma­nidad, pudiera un día aplicarse al servicio de todos los hombres, comenzó a desvanecerse a medida que el núcleo de los Grandes pugnaba por la conservación de patentes privadas en lo relativo a la energía atómica.

¿Es que el empuje hacía la reacción, en el orden interno y hacia la guerra, en el externo, dimanaba de un egoísmo profesado por los capitalistas? ¿Es por eso que no se dio solución al crucial problema de brindar al pueblo norteamericano ocupaciones y paz? De ninguna manera. Según lo expresara nuestro más notable so­ciólogo, "el problema no estriba en que los hombres de negocios, como clase, sean 'malvados', 'codiciosos' o 'irresponsables', sino en que el sistema dinámico dentro del cual se hallan apresadas sus vidas y que determina sus acciones, no ha sido establecido para servir finalidades democráticas colectivas... Lo que se requiere es una amplia y coherente política, dominada por el interés público según la definición democrática, y esto es precisamente lo que el capitalismo no ha logrado alcanzar".

El 29 de abril de 1938 el presidente de los Estados Unidos, en un mensaje dirigido al Congreso, llamó la atención del pueblo de la nación acerca de un grave peligro que amenazaba sus libertades y su forma de gobierno.

La amenaza no era el comunismo. La ofrecía, por el contrario, el propio capitalismo:

Crece hoy, entre nosotros, una concentración de poder privada sin igual en la historia... Hoy por hoy, muchos norteamericanos formulan la intranquila pregunta: ¿justifican los hechos la vocifera­ción de que nuestras liber­tades corren peligro?... Corresponde res­ponder que si tal peligro existe, proviene da la concentración de ese poder económico privado que tan denodadamente lucha por domi­nar a nuestro gobierno democrático.

La pesada mano de ese integrado control financiero y empresa­rio, abarca amplias y estratégicas áreas de la industria norteameri­cana. El pequeño comerciante desgraciadamente está siendo des­plazado a una posición cada vez menos independiente en la vida norteamericana. Ustedes y yo debemos admitirlo.

La empresa privada está dejando de ser libre empresa y se con­vierte en cúmulo de colectivismos privados; ocultándose bajo la máscara de un sistema de libre empresa según el modelo norteame­ricano, se está volviendo en realidad encubierto sistema Kartell al estilo europeo...

Ningún pueblo, y menos que todos un pueblo con nuestras tra­diciones de libertad personal, soportará la lenta erosión de la oportunidad para el hombre común, la opresiva sensación de des­valimiento bajo la dominación de unos pocos que eclipsan toda nuestra vida económica. 1
El Presidente estaba en lo cierto y a la vez se equivocaba. Era co­rrecto su análisis referente al efecto de la concentración del poder económico privado sobre nuestras libertades y nuestro gobierno democrático. Se equivocaba al declarar que "la empresa privada está dejando de ser libre empresa". El tiempo del verbo había sido mal elegido. La verdad de las cosas es que la empresa privada ha­bía dejado de ser, desde mucho ha, libre empresa. Exactamente 50 años antes de que este Presidente indicara tan enjundiosamente la ominosa nube que se cernía en nuestro horizonte económico, otro mandatario, en otro mensaje dirigido a otro Congreso había hecho ondear las señales de tormenta. Dijo Grover Cleveland el 3 de diciembre de 1888:

Al contemplar las realizaciones del capital agregado, descubrimos la existencia de trusts, combinaciones y monopolios, mientras el ciudadano se debate atrás, a la cola, o sucumbe, pisoteado bajo un talón de acero. Las corporaciones que deberían ser criaturas de la ley, celosamente restringidas y servidoras del pueblo, están convirtiéndose rápidamente en amas del pueblo.


Y 37 años antes de que el presidente Franklin Delano Roosevelt hablase tan elocuentemente sobre los riesgos del capitalismo mo­nopolista, otro presidente Roosevelt comenzó a hacer tanta alharaca acerca de las consecuencias perniciosas de los trusts y de lo que se proponía llevar a cabo en lo tocante a éstos que se lo tituló "reventador de trusts". Ésta no fue la manera exacta de poner en la cartelera al gran director de espectáculos. Cuando hubo descendido el telón final, fue opinión de los críticos que Roosevelt I había frangollado su papel, y que en vez de "hablar suavemente, llevando en la mano un garrote", había hablado con voz altisonante, munido de un simple palito. La algarabía continuó, y con­tinuaron existiendo los trusts.

Sobre esto no cabe duda. La empresa privada había dejado de ser libre empresa desde mucho atrás.

La concentración del control en las manos de unos cuantos se intensificó durante la Segunda Guerra Mundial. Así lo informó al Congreso, en enero de 1947, Harry S. Truenan, sucesor del pre­sidente Roosevelt:

El estudio de la Comisión (Económica Nacional Temporaria) indicó que, a pesar de medio siglo de vigencia de leyes de protección contra los trusts, una de las amenazas más graves que pendió sobre nuestro bienestar, radicó en la creciente concentración de poder en manos de un bajo número de gigantescas organizaciones.

Esta tendencia hacia la concentración económica, manifestada desde larga data, aceleróse durante la guerra, lo cual trajo por consecuencia que ahora encontremos, en medida más amplia que en ningún otro momento previo, industrias enteras dominadas por una o unas pocas vastas organiza­ciones capaces de restringir la producción, en interés de ganancias más altas, con la consiguiente reducción de los empleos disponibles y del poder adquisitivo .1
De este modo, la cuestión vinculada con las ocupaciones y la paz está íntimamente relacionada con nuestra estructura monopolista y el sistema lucrativo. Lo que hay que debatir no es nuestra posi­ción, a favor o en contra, de la "libre empresa". Nos toca decidir si nuestra economía habrá de ser manejada por el capitalismo monopolizador para satisfacer sus fines privados, o por el pueblo, en bien de la prosperidad propia.

El hombre común no debe olvidar al New Deal. Significó una valiosa experiencia. Dio a los obreros y a los agricultores el sentido de su fuerza. Aprendieron que, a los efectos de poder alcanzar cualquiera de las cosas deseadas, tenían que organizarse tanto política como económicamente. Y hoy, en la hora en que el New Deal pasa, en veloz transformación, a la fase de los recuerdos, deben memorizar esa lección. Es preciso que redoblen sus actividades económicas y políticas. Quieren que haya paz, que haya empleos. Se impone que tomen la iniciativa para conseguirlos. Y, a través de sus luchas, llegarán al conocimiento de que, paz y empleos, sólo resultan asequibles bajo un sistema de producción cuya finalidad sea el uso, no el lucro.



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ÍNDICE
Prólogo a la edición revisada

Prefacio a la nueva impresión


Parte I

I. ¡Aquí vienen!

II. Comienzos

III. ¿Son todos los hombres iguales?

IV. Melazas y té

V. A fin de formar una unión más perfecta"

VI. Un rifle, un hacha

VII. Una frontera extraña y colorida, la última

VIII. El Norte manufacturero

IX. El Sur agrícola

X. Los señores de la tierra combaten a los señores de dinero

XI. Materiales, hombres, maquinarias, dinero

XII. Más materiales, hombres, maquinarias, dinero

XIII. Pobres versus ricos

XIV. De los harapos a la opulencia
Parte II

XV. De la opulencia a los harapos

XVI. "No se debe permitir que nadie muera de hambre"

XVII. "Poner a la gente nuevamente a trabajar"

XVIII. "¡Que también tenga cuidado el vendedor!"

XIX. "Se está propagando en el mundo la epidemia de la ile­galidad"

XX. Empleos y paz

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