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Leo huberman


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Dentro de la estructura del sistema lucrativo, nada había de malo en la política de "hundimiento bajo el arado". Por supuesto que había tenido más sentido que el New Deal se hubiese embar­cado, a la inversa, en un programa de largo alcance, tendiente a la expansión de los cultivos con preferencia a su reducción, en una política de alimentar a todos los hambrientos y vestir a todos los desnudos. Pero un programa de esa índole habría implicado cam­bios trascendentales en todas direcciones, y la sustitución de la producción concebida para el lucro por la producción destinada al uso. No obstante, la meta de la Administración Roosevelt no era reemplazar el capitalismo por el socialismo. El New Deal no fue una revolución en la economía.

¿Ayudó el programa de la AAA, de reducción de cultivos, a los granjeros en el camino de la recuperación? Probablemente. Es difí­cil determinar con exactitud hasta qué punto, por cuanto la Natu­raleza, una reductora de cosechas infinitamente más eficaz que la AAA, se encargó de agregar algunos duros reveses. No se pudo probar si la sequía que sobrevino en el año 1934 y se repitió en 1936, merecía mayor o menor fama que la AAA en lo relativo a la mejorada situación de los granjeros. Pero lo que sí pudo pro­barse es que estos últimos gozaban de una posición mejor que antes del New Deal —y continuaron en ascenso después de pasada la se­quía—. Las cifras son concluyentes:



ESTIMACIÓN DE LOS INGRESOS ANUALES EN EFECTIVO
(En millones de dólares)

Año

De la venta de pro­ductos en la granja


Pagos del

gobierno



Total

1932

1933


1934

1935


1936

1937


4.328

4.955


5.792

6.507


7.657

8.233


0

162


556

583


287

367


4.328

5.117


6.348

7.090


7.944

8.600

El paciente volvía a ponerse en pie. El crecimiento del cáncer se había frenado. Cada año del New Deal había involucrado más di­nero para los granjeros, hasta que, hacia 1937, sus ingresos en efectivo llegaban ¡casi a duplicar los de 1932! Uno de los factores responsables del aumento de sus rentas, fue la elevación de los pre­cios de sus mercaderías. Pero si los granjeros hubiesen tenido que pagar también precios más altos por las cosas que compraban, en­tonces el mejoramiento de su situación no habría existido. En reali­dad, el propósito declarado de la AAA no era aumentar sim­ple­mente los precios agrícolas, sino más bien "restablecer a los granje­ros precios a un nivel que proporcionen a los frutos agrícolas un poder adquisitivo con respecto de los artículos que compran los granjeros, equivalente al poder adquisitivo de los productos agrí­colas en el período bajo. El período bajo en el caso de todos los productos agrícolas, excepto el tabaco, será el de preguerra, agosto 1909 - julio 1914." (Período bajo del tabaco, 1919-29.)

Dicho más simplemente, esto significaba que lo que habría de aumentarse sería el poder adquisitivo del dólar del granjero, hasta que igualase lo que había sido en 1909-14; o sea que, si en 1910 la obtención de una llave inglesa demandaba dos bushels del trigo del granjero, la AAA quería que demandase dos bushels en 1933, no cuatro o cinco. Por tanto, la verdadera comprobación de si el pro­grama del New Deal había aportado o no la recuperación al gran­jero, residía en la razón entre los precios que recibía por las merca­derías que vendía y los precios que pagaba por las merca­derías que compraba. El número índice testimonia la firme ascen­sión del dólar del granjero hacia un mayor poder adquisitivo.




Año



Razón (%) entre pre­cios recibidos y pre­cios pagados


1909- 1914.................

1932................

1933................

1934.................

1935.................

1936.................

1937.................


100 (período bajo)

61

64



73

86

92



93 1

Vistas las cifras, no cabe duda de que los granjeros habían re­sultado favorecidos con una buena medida de recuperación. Lo que, sin embargo, no indican éstas con claridad es en qué propor­ción iban estos ingresos aumentados a qué tipo de personas. Pues la palabra "granjeros" constituye un término muy amplio; incluye no sólo a los terratenientes agrícolas y a los grandes hacendados co­merciales, sino también a los arrendatarios, a los aparceros y a los trabajadores rurales. Las cifras indican que la renta anual en efec­tivo casi se había duplicado. Pero no que esa renta en efectivo au­mentada se distribuyera equitativamente entre todos los granjeros. Cierto, la recuperación había llegado a los terra­tenientes y a los hacendados que recibían la mayor parte de la renta agrícola au­mentada; puede haber llegado o no a los arren­datarios, aparceros y trabajadores que percibían la porción más ínfima de la citada renta.

Pero aun cuando sólo estaba en pañales la tarea de librar de pe­ligro a los seres humanos empobrecidos, se había dado un paso considerable en el salvamento de la tierra empobrecida. Y por cierto que lo estaba ésta —cerca de 200 millones de acres, de acuerdo con las mediciones del gobierno— presentaban pésimas condicio­nes de deterioro por obra de la sobreexplotación. Gran parte del suelo ya estaba arruinada por la erosión y este proceso se intensificaría si no se lo protegía inmediatamente. En el Oeste corría un cuento que daba la pauta, con relativa exageración, de lo que ocu­rría con la tierra en algunas regiones:

"Un agricultor de Kansas se detuvo en un banco a fin de averi­guar si podía obtener un préstamo sobre la base de su granja. 'Po­dría­mos llegar a un arreglo' dijo el banquero. 'Iremos juntos hasta allá y la valuaré.'

'No es necesario que se moleste', respondió el agricultor, re­pa­rando en una inmensa nube de polvo que venía rodando por el ca­mino. 'Aquí llega en este momento.' 1

Era necesario un programa de conservación del suelo en es­cala nacional. Ello se tornó política del gobierno con la firma del Acta de Conservación del Suelo y Distribución Interna en Lotes de Cul­tivo, de fecha 29 de febrero de 1936. Un mes antes, el Acta de Ajuste Agrícola había sido declarada inconstitucional por la Su­prema Corte. En sus efectos, el Acta de Conservación del Suelo venía a ser la anterior bajo un nuevo ropaje, que enfatizaba la con­servación del suelo y un uso más científico de la tierra. Se acorda­rían pagos de privilegio a aquellos granjeros que sembrasen frutos conservadores del suelo en vez de otros que condujesen a su ago­tamiento. Esto, en realidad, traía aparejada la reducción de cultivos al viejo estilo, puesto que los frutos agotadores del suelo que habr­ían de retirarse del cultivo eran el trigo, el maíz, el al­godón, el ta­baco, cosechas de las cuales existía un excedente.

Si la AAA se hubiese limitado a solicitar la cooperación de los granjeros para salvar el suelo, es dudoso que se hubiesen logrado mayores progresos. Pero en la forma adoptada, las auto­ridades del gobierno estaban en posición de pagarles su colabora­ción. Obróse así el feliz resultado de que el suelo se reconstituyera, los granjeros recibiesen una remuneración por hacerlo y la AAA siguiera empu­ñando las riendas en pos de la recuperación, de acuerdo con su programa de control de la producción.

Pero habría que trasponer una gran valla antes de alcanzar la meta. La agricultura y la industria estaban entrelazadas. La re­cupe­ración no llegaría a la agricultura a menos que también llegara a la industria. Y esta última se encontraba en estado de derrumbe. Había más materiales, hombres, maquinarias y dinero inactivos que en cualquier otro momento anterior de la historia del país. ¿Qué hacer?

Los hombres de negocios tenían una respuesta: auxiliar al co­mercio. Como siempre, en esta depresión, la competencia "leal" se 'había convertido en "desleal". Escaseaban los dólares del con­su­midor y la lucha por conseguirlos se había tornado verdadera gue­rra. Los manufactureros habían intentado reducir los costos, alar­gando los horarios y disminuyendo los salarios. Se habían multipli­cado los talleres en que se explotaba al obrero. Los precios habían decaído al punto de que, en algunas industrias, se vendían las mer­caderías inclusive por debajo del costo. La competencia desleal se había vuelto competencia sin cuartel. La esfera de los negocios necesitaba ayuda.

Los obreros tenían una respuesta: auxiliar a los trabajadores. Como siempre, en esta depresión, quienes más sufrían eran los tra­bajadores. Muchos de ellos habían perdido sus empleos. Aque­llos lo bastante afortunados como para retenerlos, se encontraron con que debían trabajar mayor número de horas por una retribu­ción menor. Su nivel de vida había descendido y descendido hasta llegar al nivel de la muerte. Sus sindicatos caían, derruidos. Los obreros necesitaban ayuda.

El "Trust de Cerebros" del Presidente estaba en poder de una respuesta: ayudar a un tiempo a patronos y obreros. El Acta de Re­cuperación Industrial Nacional (ARIN) constituyó el plan del New Deal para lograr la recuperación de la industria. Su objetivo fue descripto por el Presidente el 16 de junio de 1933: "La ley que acabo de refrendar fue aprobada para poner a la gente nuevamente a trabajar, para permitirle comprar más productos de las granjas y las fábricas y recomenzar nuestros negocios según tasas de vida...

"En toda la industria, el cambio que media entre los salarios de hambre y los empleos de hambre y los salarios que permitan vivir y los empleos asegurados, puede operarse, en gran parte, a través de un convenio industrial que todos los empleadores suscribirán...

"Estamos relevando algunas de las salvaguardias de las leyes antitrust... estamos colocando, en lugar de viejos principios de competencia desenfrenada, algunos nuevos controles del gobier­no... Su propósito es liberar el comercio, no estorbarlo." 1

La situación de emergencia había hecho surgir una medida de emergencia, un plan de control por el gobierno de la estructura industrial de los Estados Unidos en su integridad. Un plan ideado para brindar, tanto a empleadores como a obreros, lo que querían. Los primeros querían el derecho de hacer abiertamente lo que al­gunos monopolistas habían conseguido efectuar secretamente: aliarse en cada industria, a los fines de poner coto a la competencia sin cuartel, a la sobreproducción y a los precios bajos resultantes. Las leyes antitrust constituían un obstáculo. La ARIN "suspendió" las leyes antitrust.

Los obreros querían más empleos, más dinero, jornadas más cortas y el derecho de organizarse en uniones para proteger sus conquistas una vez obtenidas. La ARIN abolió el trabajo de los niños, a los efectos de crear más ocupaciones para hombres y muje­res; estableció salarios mínimos y horarios máximos; confirió a los obreros protección legal con el derecho a organizarse.

Con el objeto de administrar las provisiones de la ARIN se ins­tituyó la Administración de Recuperación Nacional (ARN). Este organismo instó a los empleadores de todas las industrias a reunir­se en sus asociaciones gremiales y bosquejar un "código de com­pe­tencia leal", que habría de gobernar cada industria. No bien se le sometía un código, la ARN celebraba audiencias públicas a fin de proporcionar a los consumidores y trabajadores y cualesquier otras personas interesadas, la oportunidad de aprobar o desapro­bar las provisiones allí contenidas, y sugerir aditamentos. Una vez que el código, en su forma definitiva, era aprobado por el Presi­dente o por el administrador de la ARN, se convertía en ley, aplicable a toda la industria. Procedíase luego, a los efectos de su ejecución, a crear una autoridad del Código. Por lo habitual, siendo que la ARN creía en el principio del "autogobierno en la industria", los miembros de esa autoridad eran representantes de los patronos, provenientes de las asociaciones gremiales.

Los códigos elevados a consideración de la ARN, por parte de las diferentes industrias, variaban en detalle, pero todos ellos con­tenían determinadas provisiones relativas a las prácticas comer­ciales y a la mano de obra. Puesto que los propios empleadores bosquejaban los códigos, las provisiones, generalmente, no eran otras que las deseadas por ellos. De un modo u otro, en las pro­vi­siones de práctica comercial, se aseguraban de que la producción fuese controlada y los precios se elevaran.

Las provisiones concernientes a la mano de obra diferían en las diversas industrias. En aquellas particulares industrias en que el trabajo se hallaba fuertemente organizado, podía, en el curso de la audiencia pública, luchar por y ganar para sí salarios mínimos más altos y un horario semanal de labor más breve. En las que carecía de fuerza, los empleadores quedaban dueños del campo, los sala­rios mínimos resultaban bajos y larga la jornada semanal. Pero bajo la ARIN, todo código debía incluir el artículo 7, que otorgaba a los trabajadores "el derecho de organizarse y estipular convenios co­lectivamente, a través de representantes de su propia elección".

No cabe duda de que la ARN ayudó, junto con las demás reali­zaciones del New Deal, a modificar el humor del país, hacién­dolo pasar de la desesperación a la esperanza. Aun cuando lo actuado no estuvo a la altura de la promesa, logró, no obstante, un éxito par­cial. La ARN no consiguió que los negocios florecieran, pero ayudó a ponerlos nuevamente en pie; no comenzó a resolver el problema de la desocupación, pero sí aumentó relativamente las plazas disponibles: no proporcionó a todos los trabajadores "los salarios de un nivel de vida decente", pero sí elevó los jor­nales de los que recibían las remuneraciones más bajas; no ejecutó las pro­visiones del artículo 7, pero sí ayudó a que el trabajo se organizase.

La ARN fue creada para promover la recuperación. ¿Alcanzó su objetivo o fracasó? Lamentablemente esto no pudo determinarse con precisión. Se produjo, ciertamente, una recuperación en el pe­riodo de su funcionamiento. Pero tal recuperación debióse, más seguramente, no a ese aspecto de la ARN que hemos discutido hasta el momento, sino de preferencia al Título II de ARIN, la parte que creaba la Administración de Obras Públicas (AOP).

Proveyéronse billones de dólares de dinero del gobierno para fi­nanciar el más amplio prcgrama de construcción unificado que los Estados Unidos (o, en honor a la verdad, el mundo) hubiesen visto nunca. En los 48 Estados que integran los Estados Unidos de Nor­teamérica, hay 3.071 condados. Cuatro años después de haberse lanzado, la AOP había suministrado fondos para más de 26.000 proyectos de construcción en cada Estado, en todos los con­dados salvo tres. Alrededor de tres quintos de los proyectos eran federa­les, y fueron llevados adelante por los propios agentes fe­derales con asignaciones directas de más de un billón quinientos millones de dólares. Asignóse todavía más dinero a los restantes proyectos, no-federales, llevados adelante por las municipalidades, con empréstitos o donaciones lisas y llanas de la AOP. El 80 por ciento de todas las construcciones públicas de los Estados Unidos, levan­tadas en este período de cuatro años, fue posibilitado por la AOP.

He aquí lo que la agencia de recuperación se proponía en mate­ria de proyectos útiles, de valor perdurable para la nación:
Edificios públicos

Liquidación de barrios pobres

Conservación del agua

Control de inundaciones

Mejoras en ríos y puertos

Defensas costeras Embarcaciones Puentes

Proyectos de restauración

Oficinas de correos Hospitales

Escuelas

Proyectos de viviendas

Proyectos de fnerza motriz

Represas 1

El plan de recuperación de la AOP estaba claro. Había hombres inactivos. Máquinas inactivas. La industria privada yacía en la ma­yor chatura. El gobierno podía revivir la industria a través de una inversión en gran escala en obras públicas. La inversión del go­bierno cebaría la bomba de la actividad comercial. Para lle­var a cabo los miles de proyectos de construcción del gobierno, harían falta hombres y materiales. El empleo directo en proyectos guber­namentales crearía indirectamente empleo en la industria privada, que se encargaría de suministrar los materiales. (La ex­periencia demostró que la ocupación indirectamente resultante del programa de la AOP fue dos veces y media mayor que la di­recta.) Además de los prevalecientes jornales pagados a los obre­ros ocupados en los proyectos del gobierno, estarían los abonados a los trabajadores incluidos en las industrias privadas estimuladas (más los jornales pagados a los trabajadores de socorro por la WPA). Habría nueva­mente dinero en circulación. El obrero provisto de un sobre que llevara dentro su paga haría lo que el desocupado no podía hacer, comprar mercaderías de consumo. Serían dueños de un poder ad­quisitivo, tendrían con qué pagar las cosas que necesitaran. Los productos agrícolas y fabriles volverían a venderse.

Sucedió. La recuperación se produjo. El país la sintió. Las es­tadísticas la demostraron. Y también demostraron que corres­pondía la palma al programa de inversiones del gobierno. Pues, cuando hacia fines del año 1936 y a principios de 1937, los gastos del go­bierno fueron violentamente reducidos, reapareció una nueva de­presión. La caída en la producción industrial, más vertiginosa to­davía que la de 1929, indicó cuan sensitiva era la planta de la recu­peración,

Otras estadísticas clave, tales como las de empleo y nóminas de pago en las industrias manufactureras, volumen del transporte de cargas, etc., acusan el mismo panorama. El mismo panorama en los estómagos y en las mentes de las gentes. Las inversiones del go­bierno habían creado ocupación. Las inversiones del gobierno habían traído por consecuencia lo que los economistas llamaban "recuperación del consumidor". Cuando los gastos del gobierno fueron cercenados, también resultó cercenado el movimiento de recuperación.

Sin embargo, no todo el mundo tenía ojos para ver. El pobre veía que las inversiones del gobierno le habían facilitado trabajo, dinero, alimentos, ropas, refugio, esperanza.

El rico no veía. Para él los desembolsos del gobierno estaban arruinando el país. A fin de obtener los billones de dólares para cubrir sus gastos en materia de obras públicas y socorro, el go­bierno recurrió a los préstamos. El plan de empréstitos-inversiones que había cebado la bomba de la actividad comercial entrañaba un programa de préstamos en gran escala. Y tales préstamos implica­ban un aumento de la deuda nacional y —¡Horror de los horro­res!— un "presupuesto no balanceado". Y un "presupuesto no ba­lanceado" seguramente significaba la inflación, la pérdida de crédito, la bancarrota y una hueste de otras espantosas ca­lamidades.

El argumento era plausible. Convenció —y asustó— a muchí­sima gente. Se le dijo que le bastaba considerar sus propias tran­sacciones financieras para comprender cuantos riesgos ofrecía el programa del gobierno de tomar dinero en préstamo con pro­pósitos de empréstitos-inversiones. Cuando sus ingresos superaban sus desembolsos su situación era buena. Cuanto más incurriese en deu­das, mayor peligro correría de una bancarrota. Esto, se le dijo, era igualmente valedero en lo atinente al gobierno nacional.

Sin embargo, en el caso del gobierno nacional esto no se ajus­taba a la verdad. El punto de real importancia estribaba en la clase de destino que el gobierno pensaba dar al dinero que tomaba en préstamo. Mientras el dinero así obtenido se colocara en usos pro­ductivos, no existía riesgo de bancarrota. Una cantidad determinada del dinero tomado en préstamo se había usado para salvar los hoga­res y los establecimientos agrícolas del pueblo de la nación. Parte de ella sería devuelta. Otra suma se había gastado en obras públi­cas. No era dinero tirado sino invertido -en plantas de fuerza mo­triz, en represas, en túneles, escuelas, puentes, vivien­das decentes. Lo que los críticos del programa gubernativo des­cuidaron señalar fue que, en los libros del gobierno, se asentaban dos clases de par­tidas. Ellos indicaban sólo las que figuraban del lado de la tinta roja, el pasivo, el costo. Pero las contrabalanceaba el lado de la tinta negra, el activo, el aumento en la riqueza real y en la renta del pueblo.

Los ricos que no podían o no querían ver, no consideraban criti­cable que una corporación de capitalistas de la industria pri­vada se embarcase en un programa de empréstito con la finalidad de cons­truir, de expandir su planta, de producir mercaderías. Por el contra­rio. Esa, decían, era una ocasión de regocijo, de arrojar las gorras al aire, de entonar himnos de alabanza a los capitanes de la industria que así procuraban ocupación al pueblo. Pero, cuando el gobierno tomó dinero prestado para construir, expandir sus plantas, elevar -el nivel de vida, proveyendo así empleos al pueblo, eso fue una cuestión diferente. Aquí, decían, la ocasión pedía tristeza, crespo­nes colgados en la puerta y la asistencia al funeral del país que una vez había sido glorioso. No tenía sentido.

Sus alusiones a una desbocada inflación también eran absur­das. Un brillante y joven economista dejó eso claramente sentado:

...nos dicen que una creciente deuda del gobierno representa la rápida carrera hacia una desastrosa inflación... no se ocupan de explicar que todas las inflaciones desenfrenadas que se han regis­trado, o bien acompañaron o bien siguieron a un período de guerra, durante cual la riqueza nacional y los recursos humanos fueron a un tiempo incontroiadamente destruidos".1

Nuestra deuda nacional crecía. Cierto. Pero, en relación con la renta nacional, todavía representaba tan sólo la cuarta parte de la deuda nacional británica; y nuestra deuda por cabeza (con­siderando en conjunto la estatal, local y nacional), era más baja que los dos tercios de la deuda británica per capita. Por lo demás, la cuestión importante no radica tanto en el volumen absoluto de la deuda, sino más bien en cuánto nos cuesta por año el interés de la deuda, en los dólares y centavos impositivos, o sea, ¿cuál es la carga de la deuda? Nuevamente se mostraron terminantes los hechos. Mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, el contribu­yente británico estaba pagando cuatro veces más que el norteame­ricano para hacer frente al gravamen del interés de la deuda. Sin embargo, nuestros "señorones de la inflación" no notaron enton­ces, ningún signo de inflación en Inglaterra, o, si lo hicieron, lo reservaron convenien­temente para sí.

Y, a pesar de todos los gritos de alarma respecto de los reveses infligidos al crédito de nuestro gobierno, a causa de las exorbitan­tes sumas que tomaba en préstamo, el Tesoro Federal estuvo en condiciones de disponer de bonos del gobierno que ofrecían tasas de interés más bajas que nunca antes en la historia del país. Esto constituyó un hecho importante, puesto que tendió a indicar que los ricos —los detractores más ruidosos— no creían personalmente en su propia habladuría del desastre por venir a consecuencias del programa de gastos. Estaban ansiosos por co­locar su dinero en bo­nos del gobierno. Poca duda cabe de que gran parte de sus críticas provenía de consideraciones políticas más bien que económicas inmediatas. Aborrecían a Roosevelt. Se habían lanzado a despresti­giarlo y a destruir el programa del New Deal, y cualquier garrote era bueno para golpearlo.

El programa de inversiones públicas no fue perfecto. Muy lejos de ello. Pero las críticas que correspondía levantar en su contra eran precisamente opuestas a las que se habían esgrimido. Fue in­adecuado, no porque el gobierno tomase prestado e impendiera demasiado, sino de preferencia porque el gobierno no tomó pres­tado, ni gastó lo bastante. Verdad es que el Congreso fue el res­ponsable de los cortes efectuados en el programa de desembolsos. No obstante, también es verdad que, en ningún momento, pidió el Presidente siquiera una suma medianamente aproximada a lo que se necesitaba. Roosevelt había fracasado, víctima de su propia norma, establecida en la segunda charla junto al hogar de 1934:

"Me sostengo o caigo por mi rechazo a aceptar, como necesaria condición de nuestro futuro, un permanente ejército de desocupa­dos. Debemos, por el contrario, convertir en principio nacional la voluntad de no tolerar un numeroso ejército de desocupados y de disponer nuestra economía nacional para concluir, tan pronto como podamos, con nuestra desocupación presente y tomar luego sabias medidas para impedir su retorno. No quiero pensar que es el des­tino de ningún norteamericano quedar permanentemente en las nóminas de pago de socorro."

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