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Leo huberman


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Unos cuantos nombres bajo cada categoría indicarán la natu­raleza de las corporaciones bajo control parcial de Morgan-First National: General Electric Company (cuatro representantes de Morgan-First National en su directorio), United States Steel Cor­poration (tres representantes), American Telephone and Tele­graph Company, Consolidated Gas Company of New York, New York Central System, Guaranty Trust Company.

Mientras que el grupo Morgan-First National se basa sobre el control parcial a través de "relaciones financieras de larga per­manencia", el grupo Mellon, "probablemente el mejor integrado y más compacto de todos los grupos de interés considerados... se funda sobre un sólido núcleo de industrias y bancos, cerradamen­te retenido por miembros de la familia Mellon y un pequeño nú­mero de íntimos asociados...".

La lista Mellon es la siguiente:
Industrias:

Cerradamente retenidas:

Gulf Oil Corporation

Koppers Co.

Aluminium Co. of America

Pittsburgh Coal Co.

Probablemente dominadas por Mellou:

Westinghouse Electric & Manufacturing Co.



Aliadas:

Jones & Laughlin Steel Corporation

American Rolling Co.

Crucible Steel Co. of America

Pittsburgh. Plate Grass Co.

Ferrocarriles:

Virginian Ry. Co.



Servicios públicos:

United Light & Power Co.

Brooklyn Union Gas Co.

Bancos (cerradamente retenidos):
Mellen National Bank

Union Trust Co.


El activo total del grupo Mellon es el siguiente:

Millones de dólares

Industrias 1.648

Servicios 859

Ferrocarriles 153



Bancos 672

TOTAL 3.332 millones de dólares 1


Hay que desechar la idea de que la división de las Doscientas y de las Cincuenta en ocho dorados racimos significa que cada uno
de los grupos no guarda relación con ninguno de los demás. Al contrario. Se superponen, encontrándose interconectados. Una de
las corporaciones que controlan los Du Pont es la General Motors, en la cual acaparan alrededor del 25 por ciento de las acciones votantes. Sin embargo, "tres altos representantes de Morgan-Fírst National son directivos de la General Motors... Además, las fir­mas Morgan obran de principales banqueros y de aseguradores marítimos de los intereses Du Pont".2

¿Qué entraña para el pueblo de Norteamérica el capitalismo en esta forma extremadamente aguda y altamente desarrollada?

Pues que unas cuantas personas poseen los controles clave de la parte más importante de la economía. Que, mientras se per­petúen en ese control, lucharán por mantener a toda costa sus be­neficios, rebajando los jornales, intensificando el rendimiento, ex­primiendo a la competencia, impidiendo que los precios se reduz­can, rivalizando siempre con mayor baratura en los mercados foráneos.

Entraña que la industria se desarrolla más rápidamente que la agricultura y a expensas de ésta. En la agricultura la produc­ción en gran escala no llega a desenvolverse ni siquiera aproxima­damente en la misma medida que la industrial. Los granjeros son explotados, tanto en el extremo vendedor como en el comprador, de modo que los niveles de vida rurales son mucho más bajos que los urbanos. Cerca de la cuarta parte de la población de los Estados Unidos vive en granjas, pero ni aún en los años mejo­res, llega ésta a arrimarse a prudente distancia de la cuarta parte de la renta nacional.

Entraña que no solamente se encuentra atrasada la agricul­tura respecto de la industria, sino que diferentes industrias no lle­van, entre sí, el mismo ritmo de marcha. Las fluctuaciones en la producción son sumamente marcadas en las industrias pesadas: demasiada expansión en las épocas buenas, demasiada contracción en las malas. No engranan los dientes de la rueda.

Entraña que las industrias son manejadas por control remoto, por hombres a quienes preocupa el aspecto de los negocios que re­porta dinero antes que el aspecto de la producción. A su vez, esto entraña la existencia de un impulso intensificado hacia las orgías especulativas, que van teniendo paulatinamente menos conexión con las realidades económicas fundamentales. Pues la mejor for­ma de hacer dinero, en el concepto de las personas que dominan el control, es la manipulación financiera. Esto implica la construc­ción de una loca pirámide de compañías tenedoras, de distinta na­turaleza, que coloca una compañía sobre otra (por ejemplo, Insull), hasta que llega el inevitable día del ajuste de cuentas, en que los damnificados no son los Grandes Muchachos que manejan los con­troles, sino los trabajadores quienes, a raíz de ninguna falta pro­pia, pierden sus empleos y ven retaceados sus haberes; los gran­jeros que sufren el estrépito de una caída de los precios; los peque­ños inversores que han sido incorporados por los promotores; los dueños de casa súbitamente obligados a hacer frente a sus hipo­tecas; cualquiera y todo el mundo, salvo aquellos responsables de una expansión que no puede sostenerse.

Entraña que la urgencia por alcanzar métodos mejorados de producción y por aumentar la productividad de la mano de obra, causará el efecto de que se produzca más y más, con menos y me­nos mano de obra. Las máquinas y los sistemas de rendimiento echan a los trabajadores a la calle, mientras la producción se pro­yecta a las alturas. La elevación promedio de rendimiento, por hora y trabajo de un hombre, oscilaba en 59 industrias, de 1919 a 1929, entre el 40 y 50 por ciento. En 1932, Sidney Hillman, entonces presi­dente de la Amalgamated Clothing Workers, informó a una co­misión del Senado que "producir hoy tantas prendas de vestir co­mo se producían en 1915 demanda el 50 por ciento del personal". Cuando las utilidades decaen, la presión ejercida para exigir más al obrero y usar más maquinaria que ahorre mano de obra, es infini­tamente mayor. El profesor Schumpeter, de Harvard, resumió esta situación en una línea "...la depresión actuó de experto en rendi­miento..." 1

Entraña que una proporción más amplia de la renta nacional ingresa a la hucha de las corporaciones y le toca a un menguado número de personas, comprendido en la categoría que percibe al­tas entradas. Entraña que cada vez se hace más difícil invertir los descomunales excedentes y ahorros que acumulan las corpora­ciones y los hombres que ocupan los puestos cumbre. Entraña que la sujeción que las Doscientas ejercen sobre la producción les aca­rrea, al propio tiempo, un sometimiento de la distribución. La base de producción de la economía sobrepasa su base de consumo; es decir, que se produce más —no de lo que se necesita— sino de lo que puede venderse con ganancia. El modo de obtener ganancias estriba en mantener bajos los costos. El modo de mantener bajos los costos estriba en usar la menor mano de obra posible y en pa­gar por ella lo menos posible. Pero cuanto menos recibe la mano de obra a manera de jornales, menos puede comprar. En otras palabras, la consecución de un lucro implica un proceso de auto-derrota. Es un juego que los capitalistas no pueden ganar indefi­nidamente pero que deben ganar.

El pueblo necesita pan, ropas, calzado, viviendas. Quiere automóviles, radios, refrigeradoras eléctricas. Pero le falta el dinero con que adquirir estas cosas. Esto era real, inclusive en el dorado año 1929, pináculo de nuestra prosperidad. Fue ciertamente un año de abundancia pero sólo en lo concerniente a unos cuantos. Para la mayoría, hasta el año de mayor riqueza en el país más rico del mundo, fue cualquier cosa menos próspero.

Esto queda fehacientemente comprobado por tres series de ci­fras. La primera dimana de un mensaje del presidente Roosevelt al Congreso. Desmiente la noción generalmente albergada de que amplios dividendos, emergentes de la propiedad de acciones, iban a la masa del pueblo. "El año 1929 fue símbolo de la distribución de propiedad de acciones. Pero, en el curso de ese año, tres déci­mos del uno por ciento de nuestra población, recibieron el 78 por ciento de los dividendos declarados por individuos. Esto viene a tener aproximadamente el mismo efecto que, en el supuesto caso de que entre cada 300 personas de nuestra población, una recibiera 78 centavos de cada dólar de dividendos corporativos, las restantes 299 personas se dividieran entre si los otros 22 centavos."

El segundo juego de cifras es aún más notable. "En 1929 ha­bía 504 supermillonarios en lo alto del montón, que percibían ren­tas netas por un total de $ 1.185.000.000. Vale decir 504 personas. Estas personas podrían haber adquirido íntegramente, con sus rentas netas, las cosechas de trigo y algodón correspondientes al año 1930. En otras palabras, había 504 hombres que habían hecho ese año más dinero que todos los cultivadores de trigo y algodón de esta gran nación de la democracia. De las dos cosechas principa­les, 1.300.000 cultivadores de trigo y 1.032.000 de algodón —2.300.000 granjeros dedicados a la plantación de trigo y algodón— percibie­ron menos que estos 504 hombres."

El tercer grupo de cifras es el de alcances más vastos. Nos brin­da un cuadro completo de los ingresos de las familias norteameri­canas en 1929.




DISTRIBUCIÓN DE LAS RENTAS EN LOS ESTADOS UNIDOS EN 1929 (Aproximadas)

Clase de réditos

(en dólares)





Número de familias (en miles)



Porcentaje acumulativo del número total de familias



Porcentaje acumulativo de la renta percibida



0 a 1.000.............

1.000 á 1.500......

1.500 á 2.000......

2.000 á 2.500......

2.500 á 3.000......

3.000 á 5.000......

5.000 á 10.000....

10.000 y más......



5.899

5.754


4.701

3.204


1.988

3.672


1.625

631


21,5

42,5


59,6

71,2


78,4

91,8


97,7

100,0


4,5

13,0


23,6

32,9


40,0

57,9


72,0

100,0


Todas las clases...

27.474

100,0

100,0 1

Esta tabla ha sido adaptada de otra mucho más completa que figura en el libro America's Capacity to Consume, publicado por la Brookings Institution. Los autores nos informan que las 27.474.000 familias de los Estados Unidos comprendían, cada una, dos o más personas y que "el número promedio de personas por familia ape­nas representaba una fracción por encima de cuatro" 10.2 Veamos qué nos indica el desmenuzamiento de las cifras acerca de la dis­tribución de la renta en 1929, entre las familias norteamericanas:

Alrededor de seis millones de familias, o sea más del 21 por ciento del número total, percibían rentas inferiores a los $ 1.000 anuales.

Otros seis millones de familias percibían rentas inferiores a los $ 1.500 por año.

Estos doce millones de familias, tomados en conjunto, representaban el 42,5 por ciento del número total de familias. Sin embargo, sólo recibían el 13 por ciento de la renta total.

Y junto al pobre Lázaro iba el Rico de la parábola.

En lo alto de la escalera económica, figuraban 36.000 familias, que constituían un décimo del uno por ciento del total de fami­lias. No obstante, su parte en la renta nacional, también era apro­ximadamente del 13 por ciento.

En otras palabras:

Doce millones de familias, el 42 por ciento del total, recibían el 13 por ciento de la renta nacional.

Treinta y seis mil familias, el 0,1 por ciento del total, recibían el 13 por ciento de la renta nacional.

Treinta y seis mil familias contaban con la misma suma de dinero que doce millones de familias para comer, beber y divertirse.

La renta de $ 1.500 (o menos) que correspondía a estos 12 millo­nes de familias no era suficiente para suministrar el mínimo esencial de vida. Los expertos de la Brookings nos notifican que, se­gún los precios de 1929, la renta familiar de $ 2.000 anuales "sólo bastaba para proveer las necesidades básicas". Un vistazo a la ta­bla indica que casi el 60 por ciento del pueblo no percibía una suma equivalente a los $ 2.000 anuales, lo cual significa que, en 1929, el año más rico de nuestra historia hasta aquella fecha, el pueblo no percibía lo suficiente para satisfacer siquiera las necesidades imprescindibles de la vida, y mucho menos los lujos. La parte que tocaba a la mayoría de las familias norteamericanas al pie de la escalera económica, era demasiado pequeña; la de un reducido nú­cleo de familias, en lo alto de dicha escalera, era desmesurada.

Durante un tiempo fue posible posponer el día del ajuste de cuentas. Disponíamos de ahorros excedentes y, al propio tiempo, prestando dinero a los países extranjeros, posibilitamos su adquisi­ción de nuestras exportaciones. Expandíase nuestro comercio de exportación al comprar éstos mercaderías a los Estados Unidos que pagaban con dinero, tomado en préstamo también de los Estados Unidos. En el mercado interno, la brecha entre la producción y el consumo fue salvada por algún tiempo, mediante el sistema en gran escala de ventas a plazos. Esto se verificó especialmente en lo relativo a aquellas industrias aún en proceso de expansión, tales como la automovilística, la de la radio y artefactos eléctricos. La demanda de mercaderías de consumo durables y de viviendas, si­guió aumentando sobre la base de estos crecientes préstamos.

Pero no podía seguir indefinidamente. La expansión contiene la simiente de su propia contracción y cuanto mayor la expansión, más grande la contracción subsiguiente. La explicación del colapso de 1932 es el cataclismo de 1929, y la explicación de este último el auge precedente. La secuencia de más beneficios, más acumulación, más beneficios, más acumulación... por fuerza tenía que estallar. La cadena debía inevitablemente quebrarse en el eslabón más dé­bil. Y el eslabón más débil resultó ser la orgía especulativa en la bolsa, pero no fue éste el factor básico. El factor básico estuvo representado por el hecho de que el sistema capitalista depende, en lo concerniente a su continuidad, de la expansión permanente, de la indefinida liberación de las fuerzas productivas; pero, al funcionar, levanta automáticamente barreras a la expansión per­manente. Y, al verse en la imposibilidad de expandirse, se contrae.

En Europa el sistema ya había entrado, en 1919, en la fase de crisis general. Los Estados Unidos llevaban diez años de retraso. En 1929, se pusieron a la par con una venganza. En 1929, los Es­tados Unidos dejaron por siempre atrás el período en que el capi­talismo aún podía expandirse. En adelante, ya no habría de concer­nirle la generación de una expansión, sino el mantenimiento de un mínimo de contracción.

Cuando la depresión golpeó a los Estados Unidos, era presi­dente Herbert Hoover. A criterio de Hoover la cura de la crisis consistía en ayudar a los encumbrados, en la esperanza de que alguna .medida de prosperidad transpirase hacia los de condición inferior. Pero eso no aconteció.

En oportunidad de las elecciones de noviembre de 1932, el país se hallaba en la situación peor que hubiese atravesado nunca. To­das las "curas" de Hoover no habían conseguido devolver el vigor al paciente moribundo. La clase trabajadora se vio asolada por la desocupación; los granjeros por la crisis de la agricultura; la clase media había perdido sus ahorros en quiebras bancarias y te­mía por su seguridad económica.

El 8 de noviembre de 1932, el pueblo norteamericano eligió pre­sidente de los Estados Unidos, a Franklin D. Roosevelt.

CAPÍTULO XVI
"NO SE DEBE PERMITIR

QUE NADIE MUERA DE HAMBRE"

El New Deal de Roosevelt ha sido llamado una revolución. Lo fue y no lo fue. Constituyó una revolución ideológica, pero no una revolución en la economía.

No transformó el sistema de la propiedad privada de los me­dios de producción, dentro del cual el objetivo primario es la ob­tención de beneficios: los Estados Unidos todavía siguen siendo un país capitalista. No acarreó el derribo de una clase por otra: los empleadores siguen ocupando sus plazas acostumbradas, los traba­jadores las suyas. "Nadie cree en los Estados Unidos más firme­mente que yo en el sistema de los negocios privados, de la pro­piedad privada y de las ganancias privadas... Fue esta Adminis­tración la que salvó al sistema de la ganancia privada y de la libre empresa, después de haber sido arrastrado al borde de la ruina...". 1

Tales las palabras de Roosevelt, tres años después de convertirse en presidente. Expresaban la verdad: el New Deal no representaba una revolución económica.

Pero, si bien salvóse "el sistema de la ganancia privada y de la libre empresa", mucho del bagaje que siempre lo había acom­pañado fue arrojado por la borda, sustituyéndolo por nuevos avíos. Desapareció la doctrina del laissez-faire, sustentada por el hom­bre de negocios, el "dejadnos solos" quedó fuera; vino en su lugar la idea de la intervención del gobierno, de "ayudadnos o nos arrui­naremos"; desapareció la aceptación de la política de la guerra patronal contra las uniones gremiales, y la reemplazó el concepto del derecho legal de los trabajadores a la autoorganización; des­apareció el sistema bancario sin reglamentación, que redundó en una quiebra tras otra, y fue suplido por la idea de una estruc­tura bancaria en la cual los depósitos se aseguraron; desapare­ció el principio, en la venta de valores, de "dejad que se cuide el comprador", en su reemplazo surgió el criterio de "que también tenga cuidado el vendedor"; desapareció la tradicional idea del "áspero individualismo" con su cortejo de inseguridad, y le sus­tituyó la idea de seguridad; desapareció la doctrina según la cual el pobre sólo debía ser ayudado por las instituciones de ca­ridad y en su lugar vino el precepto de Roosevelt en el sentido de que "si bien no está escrito en la Constitución, es, no obstante, deber inherente del Gobierno Federal impedir que sus ciudada­nos mueran de hambre". El New Deal fue una revolución de ideas.

Dichas ideas no brotaron completamente maduradas de la mente del Presidente y de su "Trust de Cerebros". Emanaron de las necesidades de la situación. Fueron traducidas a leyes con el objeto de hacer frente a urgencias definidas.

El período que transcurrió entre la elección de Franklin D. Roo­sevelt en noviembre de 1932, y la inauguración de sus funciones presidenciales el 4 de marzo de 1933, fue de honda crisis. La estruc­tura financiera de la nación se hallaba en ruinas; los bancos se habían visto, en todas partes, forzados a cerrar sus puertas. Al­rededor de 14 millones de personas habían perdido sus empleos, número en verdad que, teniendo en cuenta la correspondiente pro­porción, es tan grande como el de cualquier otro país del mundo. Estos desocupados, junto con las personas bajo su dependencia, to­talizaban una población más densa que la del Reino Unido. La in­quietud social barría el país. La clase dirigente se sintió absoluta­mente amenazada; perdió la confianza en su capacidad de gober­nar. En su discurso inaugural, el Presidente entrante resumió la situación:

...Permitidme aseverar mi firme convencimiento de que la única cosa que debernos temer es el temor mismo, innominado, irracional, injustificado terror que paraliza los necesarios esfuerzos para convertir la retirada en avance. Nuestra zozobra no proviene de falla sustancial alguna... La abundancia se encuentra en nuestros umbrales, pero languidece el generoso uso de ella a la vista misma del aprovisionamiento. Esto obedece, en primer lugar, a que los regidores del intercambio de las mercancías de la humanidad han fallado, a través de su propia tozudez y de su propia incompetencia, han admitido su fracaso y han abdicado. Las prácticas de los inescrupulosos cam­bistas de dinero han sido enjuiciadas en la corte de la opinión pública y rechazadas por los corazones y las mentes de los hombres... Los cambistas de dinero han huido de sus altos sitiales en el templo de nuestra civilización. Ahora podemos restituir ese templo a las antiguas verdades... Nuestra tarea primaria más grande, es poner a la gente a trabajar. Estoy preparado para recomendar, bajo la investidura de mi obligación constitucional, las medidas que pueda requerir una Nación agobiada, en medio de un mundo agobiado.1

Bueno era que el nuevo Presidente estuviese preparado. No ha­bía tiempo de esperar. No esperó. Entró en acción inmediatamente. El problema más urgente que aguardaba a la nueva administración, estaba planteado por el colapso general del sistema bancario. El día de asunción del mando fue un sábado. El domingo, 5 de marzo, el Presidente convocó al Congreso a sesión extraordinaria para el siguiente jueves. El lunes, 6 de marzo, a la una de la madrugada (haciendo uso del poder conferido al Presidente por obra de una exhumada "Acta de Negociaciones con el Enemigo" de tiempo de guerra), proclamó feriado nacional bancario los cuatro días que corrían hasta incluir el jueves en que habría de reunirse el Con­greso. Ese jueves tenía listo un mensaje pidiendo autoridad incon­dicional sobre los bancos, y el proyecto de ley que habría de conce­derla. El Congreso convirtió el proyecto en ley ese mismo día. El Acta Bancaria de Emergencia, además de conferir al Presidente la autoridad que buscaba, le otorgaba poder para controlar el movi­miento del oro y de otros valores en circulación, y todas las transac­ciones de cambio exterior. Facultóle asimismo a reabrir, cuando lo considerase oportuno, aquellos bancos en condiciones de solven­cia, y a reorganizar los que necesitasen reorganización (vale de­cir, crédito del gobierno), a fin de colocarlos sobre una sólida base de reapertura.

Empero, todos estos poderes de nada hubiesen valido si el Pre­sidente no hubiese conseguido volver a ganar la confianza del pue­blo. Había que infundir fe a aquellos depositantes bancarios que, en febrero y durante los primeros días de marzo, habían co­rrido a sa­car su dinero de los bancos en la ruina (ahondando así el colapso). Sólo restableciendo su confianza, depositarían nueva­mente su di­nero en los bancos. El Presidente logró restituirla. El primer paso estuvo representado por sus decisivas medidas de emergencia. Fue­ron seguidas, el día domingo 12 de marzo, por un magistral dis­curso radial —el primero de una serie de famosas "charlas junto al hogar"— en el curso del cual convenció al pue­blo del país de que la situación se hallaba perfectamente dominada, de que no había necesidad de un pánico ulterior, que los bancos que serían reabier­tos al día siguiente y en los venideros, se encon­traban a la sazón en buenas condiciones. Logró su propósito. El temor de la población se desvaneció. Retiróse el oro atesorado de su escondite, trayéndo­sele a los bancos. Las colas de gente frente a las puertas de los ban­cos ya no aguardaban con la finalidad de sacar su dinero, se forma­ban esperando la oportunidad de depo­sitarlo.

La manera según la cual Roosevelt manejó esta suprema emer­gencia, constituyó una indicación de lo que habría de venir. Se podía estar seguro de que actuaría, y lo haría rápidamente. Me­jo­raría un mal estado de cosas, Pero no se mostraría dispuesto a ir más allá. Pudo haber socializado el sistema bancario. Tuvo la oportunidad de introducir la propiedad del gobierno, poniendo en sus manos el funcionamiento de los mecanismos bancarios, de crédito y de inversión. Prefirió no hacerlo. "Los cambistas de di­nero", ciertamente, "habían huido de sus altos sitiales en el tem­plo". Roosevelt, haciendo uso del crédito público, había llevado a cabo hábilmente la necesaria tarea de restaurar el templo. Pero, también había devuelto a los cambistas de dinero sus altos sitia­les. Verdad, los poderes de éstos habían disminuido, se habían aminrado sus oportunidades de proseguir haciendo daño en la antigua forma. Pero habían regresado. El New Deal no fue una re­volución en la economía.

Salvada la emergencia bancaria, Roosevelt centró su atención en las tareas que aún quedaban: las vinculadas con el Socorro (Relief), la Recuperación y la Reforma, las tres (R) del New Deal. Eran, desde luego, interdependientes y las medidas que se adop­taran para resolver cualquiera de ellas también ayudaban a las demás. Concedióse, no obstante, prioridad a la tarea del socorro. En la primera "charla junto al hogar" de 1934, se les dijo a los norteamericanos: "He continuado reconociendo tres pasos rela­cionados. El primero ha sido el socorro, por cuanto la primor­dial preocupación de cualquier Gobierno dominado por los hu­manos ideales de la democracia, es el sencillo principio de que en una tierra de vastos recursos no debe permitirse que nadie muera de hambre. El socorro ha constituido y sigue constituyen­do nuestra primera consideración".

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