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¡Pensad cuán excitado se hallaría el pueblo si los ánimos se acaloraban lo bastante como para que un hombre disparase sobre un enjambre de escolares! Los "Hijos de la Libertad" denotaban actividad en todas partes, entonando himnos relativos a la liber­tad y a la independencia. Perseguían, haciéndoles muy incómodas las cosas, a los mercaderes que seguían comprando a Inglaterra, a des­pecho del acuerdo de no-importación. En el Almanaque Norte­ame­ricano de Edes y Gill, del año 1770, figuraba impresa una lista de nombres de mercaderes que continuaban "importando merca­derías británicas, en contravención del acuerdo".

Más pedreas, más brea y plumas, más destrozos de bienes. Mu­chas de las personas que estaban a favor de Inglaterra tenían miedo de crearse dificultades, de modo que se mantenían calla­das. El te­niente Dudington, comandante británico del velero fis­cal Gaspee se había hecho odiar, tanto por los contrabandistas, como por los que no lo eran, porque cumplía demasiado bien con su deber de patru­llar la costa. Cierto día el Gaspee, hallándose en tren de perseguir un velero colonial encalló en un angosto banco de arena cerca de Providencia, Rhode Island. Esa noche una banda de colonos redujo a la tripulación y puso fuego al velero. El rey solicitó a varias per­sonas que averiguasen la identidad de los culpables. Aun cuando por lo menos mil personas conocían los nombres de los participan­tes en el asunto, no pudo encon­trarse una sola que informara contra ellas.1

En marzo de 1770, sólo escasas semanas después de los dis­pa­ros que acabaron con la vida de Cristopher Snider, cinco per­sonas fueron muertas en Boston por soldados británicos, como secuela de una riña que comenzó con el lanzamiento de unas cuantas bolas de nieve. Si bien los soldados fueron más adelante juzgados por un tribunal que los declaró inocentes, los líderes de los exacerbados colonos aprovecharon la oportunidad para mantener alterados los ánimos. Imprimieron carteles que aludían a la "Masacre de Bos­ton".

Para esta época, la mayoría de los ricos mercaderes que ha­bían promovido inicialmente los disturbios, comenzaban a lamen­tar profundamente el nuevo giro de los acontecimientos. Ingla­terra había dictado leyes que perjudicaban sus negocios, Habían querido que esas leyes fuesen derogadas. Habían sublevado las gen­tes a los efectos de conseguir lo que deseaban. Pero las clases bajas —el populacho— estaban yendo demasiado lejos. Una cosa era infringir leyes no populares, pero otra distinta derribar casas y quemar bar­cos. Los ricos propietarios se sentían hondamente alarmados por la forma en que la plebe destruía las posesiones. Estos pequeños agri­cultores y artesanos, gente sin derecho al voto y desprovista de tierras, que gritaba a voz en cuello y peleaba con todas sus fuerzas por "los derechos del hombre", superando en ello a todos los de­más, era precisamente la que menos injerencia de­bía tener en lo concerniente al manejo del gobierno propio. Mu­chos mercaderes veían un peligro infinitamente mayor en la as­censión del populacho al poder que en las leyes del Parlamento. El gobernador Morris expresó los sentimientos de los ricos cuando escribió: "Los cabeci­llas de la gentuza se tornan peligrosos para la clase acomodada y la cuestión es cómo mantenerlos sujetos."

En 1770, el Parlamento abolió las actas Townshend, excepto un pequeño impuesto sobre el té. Ahora los mercaderes estaban dis­puestos a desistir de la lucha. Abrigaban la intención de que las cosas se calmaran a fin de poder retomar los negocios. La ex­cita­ción de la clase baja era harto peligrosa.

Durante el lapso comprendido entre 1770 y 1773 hubo menos agitación. Los negocios prosperaron, Muchos mercaderes abona­ron el reducido impuesto al té. Otros, particularmente los de Nueva York y Filadelfia, siguieron considerando relativamente fácil el contrabando del té, a pesar de los muchos barcos de la marina que vigilaban los puertos. El té contrabandeado costaba menos a la gente que lo bebía y los beneficios que devengaba a los merca­deres de este ramo eran mayores. La actividad comercial aportaba buenas ganancias.

Verdad es que Samuel Adams, uno de los exaltados líderes de la gente común, aún continuaba haciendo cuanto podía para agitarla. El 5 de octubre de 1772 escribió en la Gaceta de Boston: "Es Buena Hora de que el Pueblo de nuestro País declare explíci­ta­mente si éste ha de ser de Hombres Libres o de Esclavos... De­di­quémonos... a observar con calma a nuestro alrededor para conside­rar cuál será el mejor procedimiento... Hagamos que se convierta en el tópico de conversación de todo Club social. Hagamos que todos los Municipios se reúnan. Instituyamos en todas partes Aso­ciaciones y Combinaciones para consultar y recobrar nuestros jus­tos Derechos."

También es verdad que en otras colonias había hombres im­bui­dos de las mismas ideas de Adams que procuraban mantener des­pierto al pueblo. Habían llegado inclusive a formar "Comisio­nes de Correspondencia" que intercambiaban constantemente un carteo, relatándose los hechos interesantes que ocurrían en cada colonia. De esta manera todos los grupos combatientes —los radica­les— se mantenían en contacto.

Sin embargo, esta gente común, que a su entender peleaba por el derecho a manejar sus propios asuntos sin la interferencia del Par­lamento, no habría ido muy lejos sin la ayuda de los po­derosos y acaudalados mercaderes. Pero estos últimos ahora pen­saban que les convenía más no integrar las filas del mismo bando en que militaba la clase baja. Los mercaderes habían hecho rodar la bola, pero qui­sieron dejar de jugar en cuanto les fue quitada de las manos. Ya no les apetecía unirse en la común querella contra Inglaterra. Los dos grupos se estaban separando.

En tales momentos, el Parlamento cometió una grandísima estu­pidez. Los mercaderes y los radicales se habían desvinculado. El acta del té, dictada por el Parlamento en 1773, volvió a juntar­los.

La East India Company, vastísima y poderosa empresa britá­nica, atravesaba dificultades financieras. Si el Parlamento no le prestaba auxilio inmediato, la East India Company caía en la ban­carrota. Tenía almacenados diecisiete millones de libras de té en sus depósitos. Esto motivaría la entrada de mucho dinero si lo­graba ser vendido. ¿Adónde venderlo? ¡En las colonias, claro está! ¿Acaso no se introducían, por intermedio del contrabando, enormes cantidades de té holandés en Nueva York y Filadelfia? La idea que se ocultaba detrás de la nueva acta del té era hacer que los colonos comprasen té de la East India Company en vez del obte­nido por contrabando. Este último resultaba barato, pero el de la East India Company lo sería más aún.

Antes de 1773, La East India Company traía su té a Inglaterra donde lo vendía luego, con ganancia, a un comerciante londinense; el comerciante londinense pasaba a venderlo, con ganancia, al mer­cader norteamericano; el mercader norteamericano lo vendía en­tonces, con ganancia, al dueño de tienda norteamericano, éste a su vez lo vendía, con ganancia, al bebedor de té colonial. Se cos­teaban cuatro ganancias antes de que el té llegase finalmente a manos de la persona que lo bebía. No es de extrañar, en consecuen­cia, que el té de la East India Company valiese más que el ho­landés.

La nueva acta del té modificó todo esto. Otorgó a la East In­dia Company el derecho de enviar su té en sus propios barcos, de abrir sus propios almacenes en Norteamérica y vender directa­mente al comerciante minorista. Eliminando dos ganancias, su té podría ex­penderse a más o menos la mitad del precio anterior. Re­sultaría más módico no solamente que el té sobre el cual pagaban impuesto los mercaderes nortemericanos, sino también que el té de contra­bando.
Antes del acta del té

East India Tea Company  comerciante londinense mercader nor­teamericano dueño de tienda norteamericano consumidor de té norteamericano.



Después del acta del té

East India Tea Company (aquí excluidas dos ganancias) comer­ciante minorista norteamericano consumidor norteamericano de té.


El plan del Parlamento ayudaría a que la East India Company vendiese sus diecisiete millones de libras de té y significaría una mayor economía para los colonos en lo concerniente a este pro­ducto. Excelente idea para todos, excepto para los mercaderes nor­teamericanos, que no tardarían en verse excluidos del negocio del té. Los contrabandistas de té holandés vieron la desaparición de su fructífero negocio. Los mercaderes que disponían del pro­ducto en sus almacenes, se figuraron clavados con todas sus exis­tencias cuando desembarcara el té más barato que proporcionaría la com­pañía.

Sólo había una salida y los mercaderes la adoptaron. Volvie­ron a hacer causa común con los radícales, la gente que de nin­gún modo estaba dispuesta a ceder frente a Inglaterra. Ahora se le pre­sentaba a Samuel Adams la oportunidad que hasta ese mo­mento había aguardado.

El té de la East India Company costaría menos y los colonos naturalmente habrían de comprarlo. Pero los mercaderes perjudi­cados a raíz de esto, junto con los radicales que impugnaban el derecho del Parlamento a la imposición de gravámenes, sin con­sentimiento de los colonos, no querían permitir semejante cosa. ¡El té no debía ser desembarcado!

No habría transcurrido mucho tiempo cuando aparecieron en los periódicos artículos que alertaban a la población contra la East In­dia Company. Uno de los argumentos favoritos declaraba que, a pesar de que el té sería al comienzo sumamente barato, una vez que la compañía hubiese desalojado del negocio a todo el mundo, pro­cedería a elevar los precios tanto como se le antojara: "Reclu­sus" hacía la siguiente advertencia en el número del 18 de octu­bre de 1773 del Boston Evening Post: "Aunque los primeros lotes de té puedan ser vendidos a una tasa más baja para lograr una entrada popular, no obstante, cuando este modo de recibir té se halle bien establecido, ellos imitando el procedimiento de todos los demás monopolistas, meditarán un mayor beneficio sobre sus mercaderías y las elevarán al precio que se Ies ocurra".

Otro articulista llamaba la atención sobre la probabilidad de que las otras compañías obrasen en la misma forma ¿y entonces qué pasaría con los colonos? Extracto del Pennsylvania Chronicle, de fecha 15 de noviembre, 1773: "¿Acaso la apertura de una casa de la East India en América no puede alentar a todas las gran­des Com­pañías de Gran Bretaña a hacer lo mismo? Y en ese caso, ¿tenemos la más mínima probabilidad de servirles de otra cosa que de hache­ros y mozos de taberna?".

En esos momentos, diversas personas no sólo argumentaban en contra del té de la East India Company, sino que también se opo­nían al consumo de cualquier otro té. En el número de fecha 20 de octubre, 1773, del Pennsylvania journal, "un viejo artesano", recor­daba suspirando "el tiempo en que no se empleaba el té, a la vez escasamente conocido entre nosotros y sin embargo, en aquel en­tonces la gente daba la impresión de ser más feliz y de gozar en general de mejor salud que en la actualidad".

¿Reconocen Vds. la activa intervención de Samuel Adams y de los mercaderes?

Ahora se celebraban grandes mitines en todos los puertos de importancia. El pueblo escuchaba a levantiscos oradores que lo aleccionaban acerca de sus derechos. Muy pocos discursos relati­vos al dinero que perderían los mercaderes si era desembarcado el té de la Compañía; muchos discursos sobre "ningún impuesto sin re­presentación" y sobre Libertad e Independencia. ¡El té no debe ser desembarcado!

En noviembre de 1773, tres barcos de la Compañía transpor­ta­dores de té, arribaron al puerto de Boston. Los radicales no que­rían permitir que el té fuese desembarcado. El gobernador Hutchin­son se empecinaba en no permitir que los buques regresaran sin haber descargado antes. La noche del 16 de diciembre de 1773, una par­tida de bostonenses saltó a bordo de los barcos, abrió a cuchi­lladas los receptáculos y echó el té al mar. Esta "Partida de Té de Boston" costó a la East India Company aproximadamente $ 75.000.

Llegaron buques cargados de té a Charleston, Nueva York y Annapolis. El populacho estaba a la espera de ellos. En Charleston el té fue colocado en húmedas bodegas; el 22 de abril de 1774 tuvo lugar en Nueva York, otra "Partida de Té"; en Annapolis, al arribo del bergantín Peggy Stewart, provisto de más de una tonelada de té con gravamen impositivo, consignada a la firma T. C. Williams & Company; tanto el té como la nave fueron incendiados mien­tras una gran multitud presenciaba el espectáculo.1

Cuando el Parlamento recibió noticias de la partida de té de Boston, adoptó rápidas medidas. Habían sido destruidos bienes bri­tánicos por valor de setenta y cinco mil dólares. Eso era llevar las cosas demasiado lejos. Había que dar una lección a los colonos. El Parlamento acordó impartir un severísimo castigo. El puerto de Boston habría de clausurarse hasta que se repusiera el importe del té; ya no podrían celebrarse reuniones ciudadanas sin permiso del gobernador; los funcionarios británicos acusados de asesinato en el curso de su vigilancia para asegurar el cumplimento de las leyes británicas, debían ser juzgados en Inglaterra (bien lejos de los ex­citados colonos). Nombrábase al general Gage gobernador de Mas­sachusetts. Se enviaron a Boston más tropas.

"El dado ha sido echado", escribió Jorge III a Lord North; "las colonias o bien triunfan o bien se someten". En Norteamérica, Sa­muel Adams y sus seguidores eran escuchados por el pueblo. Opo­níanse absolutamente al acatamiento de las exigencias del Parla­mento. En Inglaterra, Lord North y sus partidarios controlaban el Parlamento. Abrigaban la determinación de castigar a los colonos. Se cernía en el aire una batalla decisiva.

Las "Comisiones de Correspondencia" desplegaban suma acti­vidad. Planeábase una asamblea de hombres elegidos por las dife­rentes colonias.

El 5 de septiembre de 1774, reunióse en Filadelfia el Primer Congreso Continental. ¿Se obligará a Boston a pagar el té, o la res­paldaremos -en su negativa de obediencia? Largas alocuciones, pronunciadas por los que propiciaban una actitud sin apresura­mientos, de sumisión a las demandas del Parlamento. Otras pro­longadas arengas de los radicales, en pro de la resistencia, de la aceptación del reto formulado por Inglaterra. Finalmente, al cabo de cincuenta y dos días de debate, vencieron los radicales. Se de­cide la "Asociación Continental". Los colonos habrán de repetir su en­sayo de no-importación y agregarán simultáneamente la no-ex­portación. Las comisiones se encargarán de velar por que nadie infrinja el acuerdo. Se celebrará una nueva asamblea el año si­guiente.

En febrero de 1775, el general Gage comenzó a prepararse fe­brilmente para los disturbios que se avecinaban. Se proponía me­jorar las fortificaciones del puerto de Boston. Era inútil encargar el trabajo a los obreros locales, de modo que Gage envió agentes a otras ciudades con la misión de traer operarios y materiales. Pero las Comisiones de Correspondencia se mantenían alertas. Cuando los mensajeros de Gage arribaron a Nueva York, se en­contraron con que la noticia de su misión los había precedido. En vano ofre­cieron empleo a los carpinteros y enladrilladores de la zona. Los artesanos de Nueva York se negaron a construir ar­mas que se diri­gían contra sus cofrades de Boston. Gago sufrió el jaque mate pro­pinado por la solidaridad de la clase trabajadora.1

Ahora bastaba una sola chispa para provocar la explosión. ¿Cuál de los bandos se encargaría de encenderla?

El 19 de abril de 1775, el general Gage envió un cuerpo de sol­dados británicos a Concord, con la orden de apoderarse de ciertos abastecimientos militares. Paul Revere y Rufus Dawes re­corrieron velozmente la campiña, difundiendo la noticia. Cuando las tropas llegaron a Lexington, camino a Concord, fueron enfren­tadas por un reducido grupo de colonos. Sonó un disparo y estalló la guerra.

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Quién disparó el primer tiro? Nadie lo sabe. La Gaceta de Sa­lem (Massachusetts) registró el. 25 de abril de 1775:

...ante lo cual las tropas profirieron vítores e inmediatamente uno o dos oficiales (británicos) descargaron sus pistolas que fueron instantánea­mente seguidas por el fuego de cuatro o cinco de los soldados y luego pareció producirse una descarga general prove­niente de todo el cuerpo: fueron muertos ocho de nuestros hombres y heridos nueve...

Tal la versión norteamericana.

La Gaceta de Londres, informó el 10 de junio de 1775:

...las cuales al llegar a Lexington, se toparon con un cuerpo compuesto por campesinos dispuestos al combate, en un prado junto al camino; y al ser enfrentado por las tropas del rey que mar­chaban hacia ellos a fin de inquirir la razón de ésa su formación, se lanza al ataque en medio de gran confusión y varias armas fueron disparadas sobre las tropas del rey, desde atrás de una tapia, de piedra y también desde la capilla y otros edificios, lo cual motivó que un hombre fuese herido y que el caballo del mayor Pitcairn fuese alcanzado en dos partes por los disparos...

Tal la versión británica.

¿A cuál de los bandos cupo la culpa? Elijan ustedes.

El Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia el 10 de mayo de 1775, menos de un mes después de la Batalla de Lexing­ton. Jorge Washington fue designado comandante del Ejér­cito Con­tinental. Antes de que tuviera tiempo de unirse a su ejér­cito, se produjeron nuevos choques entre soldados británicos y co­lonos norteamericanos.

La guerra había comenzado de veras. Las comisiones de ra­di­cales estaban tomando el poder. Los gobernadores reales y otros funcionarios británicos huían de sus puestos tan rápido como po­dían. Aquellas personas que aún defendían la causa de Inglate­rra, llamadas Realistas o Tories, eran frecuentemente apaleadas. Otras, untadas con brea y emplumadas. Algunas fueron inclu­sive ahorca­das.

Eran días de gran exaltación, sumamente peligrosos. Un nú­cleo de radicales, reducido en número, siendo no obstante buena su or­ganización, agitaba las cosas y asumía el control allí donde podía.

Mucha gente no sabía qué partido tomar. Había gran canti­dad de Tories. Algunos estuvieron primero de parte del bando colonial, pero pasaron luego al bando inglés en cuanto los colo­nos comenza­ron a destruir propiedades; otros, habían permane­cido en el bando colonial hasta la partida de té de Boston; de­terminadas personas habían llegado a integrar el Primer Con­greso Continental y recién se habían vuelto Tories después de la Batalla de Lexington. Era muy difícil decidir a qué bando adhe­rirse. Algunos permanecieron en la incertidumbre hasta que una turba de arrebatados colonos forzó una decisión; otros se resolvie­ron demasiado tarde por lo cual sus bienes resultaron destruidos y tuvieron que escapar para salvar la vida. Durante la guerra y después de finalizada ésta, más de cien mil Tories, entre los cuales se contaban muchas de las personas instruidas y acaudaladas de las colonias, escaparon a Canadá o a Inglaterra a fin de ponerse a salvo; sus bienes les fueron quitados o quedaron destruidos. Todavía se trataba de un conflicto entre las colonias y la madre patria, en el seno del Imperio Británico. Vino luego un importantísimo cambio.

El 10 de enero de 1776, Thomas Paine publicó un panfleto, ti­tulado Sentido Común, escrito en lenguaje sumamente sencillo, abierto al alcance del vulgo. Para muchos los conceptos de Paine eran nuevos; en la mente de otros ya había germinado la idea de inde­pendencia. Paine urgió al pueblo, expresándole que ya había sonado la hora del paso final: la completa separación de Inglaterra.



Sentido Común se convirtió en el "best seller" del día. En el término de tres meses se vendieron más de 120.000 ejemplares. En todo el territorio de las colonias la gente extraía citas de su texto:

Europa y no Inglaterra es la madre patria de América. Todo lo justo y razonable reclama una separación. La sangre de los sacrifi­cados, la sollozante voz de la naturaleza grita, es tiempo de sepa­rarse. Hasta la distancia que el Todopedoroso colocó entre Inglate­rra y América, representa una fuerte y natural prueba de que la au­toridad de la una sobre la otra no fue nunca un designio del cielo... Un gobierno propio es muestro derecho natural... ¿Por consi­guiente, qué es lo que queremosl ¿Por qué vacilamos? De Bretaña no podemos esperar más que la ruina... nada puede solucionar nuestros asuntos tan expeditivamente como una franca y determi­nada Declaración de Independencia.


Eran éstas enérgicas palabras, hechas de medida para el vulgo. En el Congreso Continental tuvo lugar un largo debate relativo a la emancipación. Algunos de sus miembros hesitaban aún y no se resolvían a adoptar esa suprema determinación. Otros afirmaban que era imperiosa tal decisión. Samuel Adams aducía "¿Acaso América no es ya independiente? ¿Entonces por qué no decla­rarlo?"

En junio de 1776, los congresales encargaron a una comisión la redacción de un documento en que se declarase la independen­cia de Norteamérica del yugo inglés. Confióse la tarea a Thomas Jef­ferson, uno de los miembros de la comisión.

Jefferson preparó el documento y lo presentó al Congreso. In trodujéronse leves cambios y el Congreso procedió luego, el 4 de julio de 1776, a adoptar la Declaración de Independencia. Decía ésta en parte:

"...que estas colonias unidas son, y por derecho deben serlo, es­tados libres e independientes... y que toda conexión política entre ellos y el estado de Gran Bretaña es y debe ser, totalmente di­suelta...".

Las colonias se habían desligado del Im­perio.

Habían nacido los Estados Unidos de Norteamérica.


CAPÍTULO V


“A FIN DE FORMAR UNA UNIÓN MÁS PERFECTA"

Cuando, el 4 de julio de 1776, las trece colonias anunciaron al mundo que constituían trece estados independizados del Im­perio Británico, Inglaterra formuló su veto, y estalló la Guerra Revolu­cionaria. Cuesta muchísimo dinero sostener una guerra. Hay que alimentar, vestir, albergar (o "acampar") a los soldados, quienes deben asimismo recibir una paga. Hay que proveer cañones, rifles y balas. Todo lo cual requiere dinero.

Por lo general los gobiernos recaban fondos cobrando impues­tos al pueblo. Pero uno de los motivos principales de la lucha em­pren­dida contra Inglaterra, fue la objeción de los colonos a las exaccio­nes, de modo que el Congreso consideró que entrañarían una me­dida excesivamente peligrosa. Comenzó a imprimir papel moneda. Sus máquinas impresoras produjeron cientos, miles y por último millones de dólares papel, sin oro o plata para respaldarlos. Preci­samente en tales períodos de guerra, cuando debe transformar­se íntegramente la economía de paz, colocándola sobre una base bélica, y cuando la organización social en pleno experimenta rápi­dos cambios, es susceptible de ocurrir una inflación incontrolable. En resumen, los dólares papel no valían prácticamente nada en absoluto. Un colono confeccionó una manta para su perro usando dólares papel. Otro los empleó para empapelar las paredes de su barbería. El azúcar se vendía a cuatro dólares la libra y el género de hilo a veinte dólares la yarda. En 1779 Sam Adams pagó dos mil dólares por un traje y un sombrero.

En un periodo revolucionario las cosas andan al revés. El señor George Washington, comandante en jefe de los ejércitos norteame­ricanos, tropezaba con grandísimas dificultades para procurarse, mediante dólares papel, alimentos, ropas, o combatientes. Muchos de los soldados que integraban sus fuerzas eran agricultores pobres que debían regresar apresuradamente a casa cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha. Otros desertaban sencillamente a causa de las penosísimas condiciones. ¡Cuánto ambicionaba Washington un verdadero ejército, que se mantuviera intacto hasta que la guerra fuese ganada! El 20 de diciembre de 1776, escribió una carta al pre­sidente del Congreso en la que se refería a sus soldados "...los cua­les ingresan, no se puede predecir cómo, se van, no se puede predecir cuándo y actúan, no se puede predecir dónde, consumen nuestras provisiones, agotan nuestras existencias y nos abandonan por fin en un momento crítico, Éstos son, Señor, los hombres de quienes tengo que depender..."

Washington no carecía de motivos para quejarse. No es poca ta­rea librar batallas con un ejército que en un momento dado está en un sitio y al siguiente ha desaparecido. Pero también es fácil com­prender el punto de vista de los soldados. Transcribimos a con­ti­nuación algunos extractos de un diario que llevó el Dr. Waldo, ci­rujano de Connecticut que acompañó al ejército norteamericano en Valley Forge, en el curso del invierno de 1777:

"Dic. 14… Alimentación pobre - alojamiento miserable - Tiempo frío - fatiga - ropas mugrientas - cocina nauseabunda... Aquí viene un cuenco de sopa hecha con carne de vaca - lleno de hojas quemadas y suciedad.

Dic. 25, Navidad. Todavía estamos en tiendas - cuando deber­íamos hallarnos en chozas - los pobres enfermos, sufren mucho en las tiendas este tiempo frío... 1

Pero, ¿por qué todo este padecimiento, los hombres congelán­dose a raíz de la falta de ropas, muriéndose de hambre por carecer de alimentos? Esto no habría sucedido si todo el país hubiese pres­tado unánime apoyo a los soldados. Desgraciadamente para Was­hington y sus hombres, todo el pueblo no prestaba su incondicional adhe­sión a la lucha contra Inglaterra. Un tercio tal vez de los nor­teame­ricanos pertenecía al partido de los Tories, leales al rey y al Im­perio. Muchos de ellos huyeron del país; muchos otros se queda­ron para ayudar a los británicos con víveres y ropas, o inclusive para combatir en el ejército británico contra sus connacionales.

Había un grupo de norteamericanos a quienes poco importaba cuál de los dos bandos salía vencedor. Querían que los dejasen en paz, que nadie interrumpiese su vida y su trabajo con zozobras. Estaban dispuestos a vender alimentos o abastecimientos de cual­quier especie, al bando que les pagase en metálico contante y so­nante.

La Revolución había sido iniciada por un pequeño núcleo de hombres resueltos, que sabían lo que querían y trataron de persua­dir a los indecisos colonos a que viesen las cosas del mismo modo que ellos. Al producirse el estallido, después de Lexington y de la Declaración de Independencia, este núcleo siguió gritando, organi­zando, planeando. Sus miembros actuaron, mientras otros se ha­llaban en la duda. Muchos vacilantes colonos fueron arrastrados junto con la multitud al bando rebelde. Dos tercios probablemente de la población de los estados manifestaron antagonismo a Ingla­terra. Pero no todos peleaban a muerte. No todos estaban dispues­tos a renunciar a sus comodidades, poniendo el hombro para ga­nar la guerra. Los hombres que componían el ejército provenían, en su mayor parte, de la plebe, eran pequeños agricultores, fron­terizos, en suma, elementos de la clase pobre. Había, desde luego, algunos ricos -George Washington, Charles Canon y otros- pero quienes portaban las armas pertenecían principalmente a la clase baja.

Todo anda de acuerdo con la más completa confusión en tiem­pos de guerra. Washington, norteamericano, combatía a Howe, bri­tánico, en Pennsylvania, Estado norteamericano; ¡sin embargo, las fuerzas de Washington se morían de hambre y de frío en Valley Forge, mientras que los británicos contaban con abundantes ali­mentos y ropas en Filadelfia! Un espectador desprevenido hubiese pensado que Washington y no Howe, era el enemigo del país.

En tanto que algunos agricultores norteamericanos llevaban el peso de la lucha en el Ejército norteamericano, por lo cual se les recompensaba con dólares papel desprovistos de valor, otros agri­cultores norteamericanos vendían provisiones al enemigo, reci­biendo en pago preciado oro o plata. Mientras que algunos mer­caderes norteamericanos soportaban la captura de sus navíos por corsarios británicos y perdían así su fortuna, otros de su misma nacionalidad y condición, durante le guerra se tornaron corsarios, se apoderaron de barcos británicos y obtuvieron fortunas.

Abraham Whipple, navegando en su buque, el Providence, avistó una flotilla inglesa que se dirigía, desde las Antillas, a Ingla­terra. Disimuló el origen de su velero y se unió atrevidamente a la flotilla como si el suyo fuese otro barco inglés. Hecho esto, al oscu­recer, durante diez noches consecutivas, arrimó al costado de uno de los bajeles, ¡lo abordó y lo capturó! A continuación, puso al mando del bajel en cuestión una tripulación compuesta por sus propios hombres y lo envió secretamente de regreso a Boston. Ocho de estas presas llegaron a Boston y Whipple vendió sus car­gamentos a más de un $ 1.000.000.1 Algunos norteamericanos aven­tureros diseñaron especialmente veloces embarcaciones, in­mejorables para capturar buques mercantes británicos. Durante la guerra, el Con­greso o los Estados por separado, confirieron autori­dad a corsarios para disponer de más de 500 barcos y alrededor de 90.000 marinos servían en éstos.

Cualquiera hubiese pensado que los poderosos británicos con­quistarían el país en un periquete, pero no fue así. Una razón im­portante de ello radicó en la falta de interés que sus soldados pusie­ron en ganar. Así como en el ejército norteamericano había deser­tores, también los había en el ejército británico. Algunos de estos últimos llegaban inclusive a engrosar las filas del ejército nortea­mericano, colocándose en el bando contrario al suyo propio. (A menudo eran pagados por norteamericanos a fin de que los sustitu­yeran en el ejército de Washington). Las cosas habrían sido proba­blemente distintas si los terratenientes y mercaderes de Inglaterra, en interés de quienes se libraba la guerra, se hubiesen precipitado a la lucha.

Pero no lo hicieron. Los británicos se vieron en dificultades para conseguir tropas. Solicitaron la colaboración de voluntarios pero no vinieron suficientes; echaron el guante a los mendigos, a los des­ocupados y a los ladrones que andaban por las calles y los obliga­ron a ingresar en el ejército; abrieron las puertas de la cárcel a los prisioneros que quisiesen servir en sus filas, "hallán­dose entera­mente compuestos tres regimientos británicos de de­lincuentes que cumplían una condena en la prisión y habían sido puestos en liber­tad. Pero todos estos métodos no lograron aportar hombres sufi­cientes para la tarea de salvar a Norteamérica en favor de los terra­tenientes y mercaderes de Inglaterra".1 Finalmente, a efectos de completar las filas de su ejército, los británicos tuvieron que con­tratar soldados alemanes mercenarios a los príncipes que los adue­ñaban. El precio se convino en 55 dólares por cada alemán que resultara muerto y 12 por cada uno de los heridos. ¿Qué cabía espe­rar de semejante ejército?

Por añadidura, los generales británicos o bien no quisieron o bien no pudieron usar sus cerebros. Es difícil decidir cuál de las dos cosas creer. Mientras llevaron adelante la guerra, cometieron un error tras otro. Por ejemplo, en el verano de 1777, el general Howe tenía su ejército en la zona norte de Nueva Jersey. Su pro­pósito era tomar Filadelfia, a una distancia de aproximadamente cien millas de allí. En vez de hacer marchar sus hombres direc­ta­mente a Filadelfia, embarcó su ejército en naves que zarparon rumbo a la Bahía de Chesapeake. Había navegado trescientas mi­llas y ahora debía marchar cincuenta más para arribar a Filadelfia. Y, directamente en el cruce de su camino, se encontraba el hara­piento ejército de Washington, ¡al que se había empeñado en evitar perdiendo tantas semanas de tiempo! Ahora sólo le restaba comba­tir. Peleó en Brandywine y Germantown, venciendo fácil­mente a los norteamericanos, ¿Qué puede uno pensar de una ton­tería seme­jante, realizar un rodeo por mar de trescientas millas, más una mar­cha por tierra de cincuenta millas, en vez de en­filar derechamente al punto situado a cien millas de distancia? 1

El bando norteamericano primero alcanzó las nubes, cayendo después bruscamente a tierra. Una brillante victoria, seguida de una aplastante derrota. Buenas noticias, malas noticias. Victoria en el mar, fracaso en tierra. El "tozudo" George Washington y un pu­ñado de fieles compañeros descontentos, rezongones, desertores. Las cosas presentaban un cariz muy negro. De pronto, una nueva sorprendente, maravillosa. Benjamín Franklin ha sido enviado al extranjero a los fines de obtener ayuda de Francia. Los franceses no sentían predilección por los norteamericanos, pero odiaban a los ingleses. Aprovecharon la oportunidad que se les brindaba de asestar un golpe a sus antiguos enemigos y enviaron dinero, abas­tecimientos, barcos y hombres, en socorro del Ejército revolucio­nario. Más tarde España y Holanda, también adversarias de In­glate­rra, se unieron a los norteamericanos contra los ingleses.

En 1781, el general británico Cornwallis, se vio acorralado en Yorktown, Virginia, con el ejército norteamericano al mando de Washington a su frente y la flota francesa detrás. No había esca­patoria. Se rindió.

Para este entonces en Inglaterra asumió el poder un grupo de personas que desde un comienzo habían tenido dudas en cuanto a la conveniencia de combatir a los colonos, y que se hallaban mar­cadamente en oposición a la continuación de esta desgraciada gue­rra contra Norteamérica y Europa. Querían la paz. Se dio al ejército británico orden de regresar a la patria. La Guerra de la Independen­cia habla cesado. Norteamérica había conquistado su liberación de la esclavitud colonial.

En 1783 firmóse el tratado de paz entre Inglaterra y los "Es­tados Unidos de Norteamérica". Concedióse al nuevo país toda la región que se extendía desde los Grandes Lagos a Florida y desde el Atlántico al Mississippi, excepto Nueva Orleáns que pasó a manos de España. Washington licenció sus tropas y, tanto los soldados como su general, regresaron a sus hogares. Una nueva nación... los Estados Unidos de Norteamérica.

La Revolución norteamericana fue mucho más que una guerra contra Inglaterra. Ésta finalizó en 1783, pero la Revolución prosi­guió. La guerra entrañaba un cambio en el gobierno del pueblo de los Estados Unidos, pero la Revolución significaba la modifica­ción de sus formas de vida en común. Algunas de las cosas por las cua­les habían combatido las clases inferiores antes de comen­zar el conflicto bélico fueron ganadas en el curso del período revolucio­nario. En todos los rincones de Norteamérica se hablaba mucho de libertad, independencia, igualdad y de los derechos del hombre. La Declaración de Independencia había establecido, "Sos­tenemos la manifiesta evidencia de estas verdades: "que todos los hombres han sido creados iguales". Ahora se procedía a dictar leyes cuya finalidad era llevar a la vida real lo que se había afirmado como cierto en el papel.

De Inglaterra había provenido el sistema de mayorazgo y pri­mogenitura, ideado para perpetuar la tierra en las mismas ma­nos. Las tierras así perpetuadas no podían venderse a extraños a la fa­milia y ni siquiera podían cederse. Bajo la ley de la pri­mogenitura, si un hombre moría sin dejar testamento, todas sus posesiones pa­saban a su hijo mayor, y nada absolutamente a los demás vástagos. Tratábase de un hábil sistema que posibilitaba la perpetuación de unos cuantos poderosos, llenos de riquezas, que acrecentarían su poder a medida que retuvieran y extendieran sus tierras, Pero un designio tan injusto no podía perdurar en momentos en que los hombres hablaban de igualdad y justicia. Era imposible la existen­cia de leyes que compelieran a que el hijo mayor heredase entera­mente los bienes y hablar al propio tiempo de que "todos los hom­bres han sido creados iguales". Nuevas ma­neras de pensar, ideas revolucionarias, obligaron a renunciar a estas viejísimas leyes.

La Declaración de Independencia fue redactada en el año 1776. Diez años más tarde, todos los Estados menos dos, habían renun­ciado al mayorazgo. En el término de quince años, cada uno de los Estados había desechado la primogenitura. La Revolución liberó a los Estados Unidos del dominio inglés, pero —quizás lo más im­portante— ayudó a liberar a los Estados Unidos de las ideas sus­tentadas en el Viejo Mundo en lo relativo al mando re­servado a las clases superiores.

Primogénitos e hijos menores —más tarde, también las hijas mujeres— todos debían ser iguales. En vez de las enormes here­dades a perpetuidad en manos de unos pocos, el sistema nor­teame­ricano contemplaba el pequeño solar, adueñado por el agricultor que trabajaba para sí en sus propios campos.

En el curso de la guerra los revolucionarios se habían apode­rado de los bienes de los tories. Muchas de estas personas, leales al rey de Inglaterra, se habían contado entre las más ricas de las colonias. Habían poseído inmensos fundos. El de Fairfax, ubi­cado en Virgi­nia, cubría seis millones de acres. El de los Phillipse, en Nueva York, tenía una superficie de trescientas millas cuadra­das. Sir Wi­lliam Pepperell podía cabalgar a lo largo de la costa de Maine, por espacio de treinta millas, sin salir uan sola vez de las tierras que le pertenecían. Todas estas extensiones y muchas más les fueron arre­batadas por los colonos en lucha. ¿Se procedió a venderlas luego, en grandes bloques, a otros hombres de amplia fortuna? De ningún modo. Cumpliendo con la idea de dividir los grandes dominios, en la tenencia de unos cuantos, estas inmensas heredades fueron ven­didas bajo la forma de pequeñas parcelas a muchas personas dife­rentes. Las posesiones de un solo tory, Roger Morris, situadas en Nueva York, fueron confiscadas por el Estado y vendidas a 250 personas. Las fincas que se le quitaron a otro tory, James de Lan­cey, se dividieron en 275 lotes que fueron ven­didos. Durante el período revolucionario, grandes áreas cambiaron de manos y el viejo sistema de las enormes heredades fue disuelto poco a poco. Esta importante transformación, por igual que la independencia, dimanó de la Revolución.

Otro logro importante se originó en el aumento del número de personas a quienes se otorgó el derecho de votar. Recién cincuenta años más tarde, acordóse este derecho a todos los hombres blan­cos, de veintiún años de edad, ciudadanos de los Estados Unidos.

Antes de ello y durante el período revolucionario, había que ser dueño de propiedades para ejercer el derecho mencionado. Pero con posterioridad a la Revolución, la cantidad de bienes que uno debía poseer había disminuido muchísimo, de manera que conce­dióse el voto a muchos hombres más. Parece algo de escasa im­portancia, pero el hecho de elevar al hombre común, de su posi­ción de no-votante a la de votante, lo hizo ascender unos cuantos pelda­ños de la escalera social. Un votante nuevo llevaba más erguida que antes la cabeza. Fue el espíritu revolucionario el que propició la creación de este cambio.

¿Y qué decir acerca de la esclavitud de los negros en momentos en que los hombres hablaban de libertad, independencia e igual­dad? Aunque la esclavitud no fue enteramente excluida en esta época, adoptáronse, no obstante, varias capitales medidas ten­dien­tes, sea a la liberación de los siervos, sea a su protección.

"La primera sociedad antiesclavista, en éste o cualquier otro país, constituyóse el 14 de abril de 1775, cuatro días antes de la batalla de Lexington, en virtud de una reunión celebrada en la Ta­berna del Sol, sita en Filadelfia, en la calle Segunda."

Un gobierno estatal tras otro dictó leyes que prohibían la im­portación de esclavos: Rhode Island y Connecticut en 1774, Dela­ware en 1776, Virginia en 1778 y Maryland en 1783. En 1780 Pennsylvania aprobó una ley "que declaraba que ningún negro na­cido con posterioridad a esa fecha debía ser mantenido bajo suje­ción de ninguna especie después de cumplir los 28 años de edad y que hasta ese momento sus servicios equivaldrían simplemente a los de un servidor escri­turado o a los de un aprendiz".1

Hacia 1784, sancionáronse en Massachusetts, Connecticut y Rhode Island, leyes que proveían la gradual y completa abolición de la esclavitud. In­clusive en el Es­tado de Virginia, con amplísima tenencia de sier­vos, se dictaron en 1782 leyes que facilitaron allí la liberación de los negros. En el tér­mino de ocho años, más de diez mil esclavos fueron manumitidos solamente en Virginia.

Muchos de los primitivos pobladores habían venido a Norte­américa para profesar su propia fe religiosa. Pero en fecha tan avanzada como el año 1770, en nueve de las colonias, existía una iglesia establecida por ley, de modo que los congregacionalistas que residían en Maryland debían colaborar al sostenimiento de la iglesia episcopal de allí; los adeptos de la secta protestante epis­copal que vivían en Massachusetts estaban en la obligación de aportar su óbolo a la Iglesia congregacionalista y hasta aquellas personas que carecían de afiliación religiosa veían que parte del dinero que se les cobraba en concepto de exacciones, se aplicaba al pago de los gastos de la iglesia estatal. El nuevo espíritu que flo­taba en el aire, también trajo un cambio en estas viejas leyes. In­mediatamente después de iniciarse la Revolución, la Iglesia establecida fue suprimida en cinco Estados. Si bien recién al cabo de otros cincuenta años, sobrevino en los Estados Unidos la com­pleta libertad religiosa, en esta época de muchas modificaciones se dio un apreciable primer paso.

Quizás la mejor indicación de la revolución que se operaba en el pensamiento de las gentes, fue la acusada por la Ordenanza Noro­este de 1787. Según el tratado formalizado con Gran Bretaña en 1783, el territorio que se extendía al oeste de los Apalaches hasta el Mississippi, pertenecía a los Estados Unidos. La inmensa lengua de tierra al norte del río Ohio, recibía el nombre de Terri­torio Noro­este. Aquí, pues, poníanse realmente a prueba las ideas de la hora: ¿qué leyes se crearían para el nuevo territorio, aún deshabitado?

Si los Estados Unidos hubiesen seguido las huellas de Ingla­terra y de otros paises europeos, habrían impartido a este terri­torio del otro lado de las montañas el tratamiento de colonia, siendo su metrópoli los trece antiguos Estados al borde del mar. Pero el espí­ritu de igualdad a la sazón imperante, oponíase directamente a la idea madre patria-colonia. De consiguiente, el Congreso for­muló una sorprendente proposición: no bien 5.000 personas resi­diesen en el territorio, podrían elegir su propia legislatura y dictar sus propias leyes; cuando la población integrase 60.000 almas podría ingresar a la Unión, en calidad de Estado igual, en toda forma a los trece Es­tados originales. Pero eso no era todo. Habría de regir la libertad religiosa. En cada uno de los municipios se dejaría de lado una fracción de tierra que debería destinarse a la educación pública. No debería existir esclavitud. Ni la primogeni­tura; cuando un hombre muriese sin dejar testamento, sus bienes se dividirían equitativa­mente entre sus hijos e hijas. La Ordenanza Noroeste constituyó un hito del espíritu de la época.

Uno de los significados más expresivos de la palabra revolu­ción es "cambio". La Revolución norteamericana acarreó tremen­dos cambios a la vida social de nuestro pueblo: transformaciones que no llegaron a los países europeos más antiguos, sino muchos años más tarde y que otorgaron muy tempranamente a los Estados Uni­dos la reputación de "país libre".
La primera constitución de los Estados Unidos estuvo repre­sen­tada por los Artículos de Confederación. Se convino por obra del Congreso Continental de 1777, pero no fue finalmente ratifi­cada y puesta en vigor hasta 1781, año en que concluyó la guerra. Tratá­base de una desligada asociación de Estados soberanos, en la cual los poderes del Congreso se hallaban estrictamente limita­dos. Cosa que cabía esperar puesto que los Artículos se bosque­jaron en el preciso momento en que los norteamericanos procu­raban emanci­parse de un férreo gobierno que se había inmiscuido excesivamente en sus asuntos. Era natural que vacilaran en instituir en su lugar otro gobierno igualmente fuerte. Estaban lu­chando por sostener su propio gobierno contra uno de afuera. El cuerpo legislador de Vir­ginia, de Massachusetts, de Nueva York, del Estado particular de cada uno, era una cosa, pero cuidado con un gobierno poderoso exterior, he aquí algo totalmente distinto. En consecuencia, los trece Estados se unieron bajo los Artículos de Confederación y se aseguraron de que el Congreso, gobierno de todos los Estados, tu­viese muy escaso poder. El Congreso no debía convertirse en otro Parlamento, no debía imponer órdenes sino rogar. Cada Estado elegiría sus propios legisladores. El grupo que formarán, o sea la legislatura, debía contar con poder sufi­ciente para manejar el Es­tado. El Congreso no debía entrometerse.

Era dable esperar un sistema semejante de un pueblo cuya expe­riencia con un enérgico gobierno exterior había resultado tan des­afortunada como para ponerlo en el trance de librar una gue­rra de independencia. Empero, no había transcurrido mucho tiem­po y un grupo de temerosas, angustiadas personas gritaba recla­mando nue­vamente un gobierno fuerte. Y sólo cuatro breves años después de firmarse el tratado de paz, este mismo grupo se dedicó a montar el aparato de precisamente un gobierno de ese tipo. ¿Qué había acontecido?

Muchas cosas, todas malas a criterio de los ricos, los presta­mis­tas, los manufactureros, los mercaderes, los tenedores de bonos, los especuladores, los dueños de esclavos. En lo que atañía a las per­sonas adineradas, éste fue lo que algunos historiadores han llamado un "periodo crítico".

Pregunta: ¿Cuándo no quiere una persona que se le pague una deuda?

Respuesta: Cuando la deuda se satisface en dólares papel depre­ciados.

Si A le presta a B $100 en metálico de sólido valor, que en cualquier parte y en cualquier momento equivaldrá a $ 100, no quiere que se le devuelva el importe en dólares papel cuyo valor ha mermado, al punto que la cantidad de $ 100 asume un valor real de $ 25 ó $ 10 ó $ 0.

B, hombre pobre, endeudado, que atraviesa penurias económi­cas y que está ansioso de no dar con sus huesos en una sucia cárcel, quiere que se imprima más dinero a fin de poder saldar sus deudas más fácilmente. A, prestamista, se ha hecho hombre de dinero en metálico, mientras que B, deudor, se ha tornado hombre de papel moneda.

En 1780, en siete de los trece Estados, las legislaturas dictaron leyes de papel moneda. Los deudores de dinero se sintieron felices; los prestamistas refunfuñaron.

John Weeden era propietario de una carnicería en Newport, Rhode Island. Cierto día entró uno de sus parroquianos, John Tre­vett y compró carne. Trevett preguntó el precio, ofreciendo a conti­nuación abonar el importe con dólares papel de Rhode Island. Weeden se negó a aceptar ese dinero y Trevett lo procesó ante una corte compuesta de cinco jueces. Weeden ganó la causa. Los miembros de la legislatura estaban furiosos con los jueces y les ordenaron comparecer, a Ios fines de dar explicaciones. Votaron luego, expresando que no les satisfacían las razones aducidas por los jueces. En los comicios siguientes sólo uno de los jueces resultó reelegido.

Los prestamistas se hallaban hartos de papel moneda. Querían un gobierno central fuerte que impidiera a estas legislaturas es­tata­les la emisión de un papel moneda carente de valor. El Con­greso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.

Durante los años en que tuvo lugar la lucha entre Inglaterra y Norteamérica, el comercio con Inglaterra había cesado. Aquellos efectos manufacturados que anteriormente eran traídos de Ingla­terra, debían fabricarse en el país. De modo que, en los diversos Estados, algunas personas emprendieron el negocio de su fabrica­ción. Éste crecía, los precios eran altos, todo resultaba satis­factorio. En esos momentos finalizó la guerra. Las mercaderías manufactu­radas procedentes de Inglaterra y de otros países eu­ropeos, entraron a montones. Los europeos llevaban fabricando objetos desde mu­cho antes que comenzaran los norteamericanos; los obreros euro­peos trabajaban por jornales menos elevados; por lo tanto, las mer­caderías europeas se vendían a precio más bajo y la población ad­quiría esas mercaderías más baratas. Los ma­nufactureros estadou­nidenses comprendieron que su negocio se les escapaba de las ma­nos. Querían que el Congreso fijara un impuesto sobre las merca­derías manufacturadas que entraban al país, a fin de poder superar en baratura a las europeas. El Con­greso no disponía de poder para ello. Debía solicitar autorización a cada uno de los Estados para establecer el impuesto. Uno solo, Rhode Island, negó su autoriza­ción y el Congreso se vio en la imposibilidad de obrar.

Los manufactureros estaban hartos de mercaderías extranje­ras. Querían un fuerte gobierno central que impusiera tasas tan elevadas a los productos extranjeros como para que los nacionales salieran más módicos. El Congreso, bajo los Artículos de Confede­ración, no se encontraba en posición de hacerlo.

Antes de la Revolución, los mercaderes habían recibido favores especiales que se les habían otorgado porque formaban parte del Imperio Británico. Podían transportar mercaderías a las Antillas británicas o a otras partes del Imperio, vendiéndolas allí. Ahora estaban excluidos del Imperio e Inglaterra les había quitado sus favores especiales; sólo podían comerciar con sus colonias, bajo las mismas reglas que se aplicaban a otros países, lo cual quería decir muy escaso comercio. En el curso de la guerra, cuando Fran­cia y España optaron por ponerse de parte del bando de los insurrectos, concedieron a los mercaderes norteamericanos dere­chos especiales que los facultaban para comerciar en sus puertos. Una vez con­cluida la guerra, esos derechos fueron rescindidos y ambos países cerraron muchos de sus puertos a los buques pro­venientes de los Estados Unidos.

Los mercaderes estaban hartos de las antedichas disposiciones, según las cuales "este-puerto-está-cerrado-para-Vd.". Querían un fuerte gobierno central que promulgara leyes relativas al comercio, que, rigiendo en cada uno de los Estados Unidos, notificaran a In­glaterra, Francia, España y demás: si no nos dejan ustedes hacer tal y tal cosa en sus puertos, entonces les será vedado hacer tal y tal cosa en nuestros puertos. Los mercaderes querían un fuerte go­bierno central que devolviera golpe por golpe a los mercaderes de aquellos países extranjeros que los hostigaban. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.

Muchos norteamericanos habían entregado en préstamo al Con­greso el dinero necesario para llevar adelante la guerra. En retribu­ción se les había entregado bonos, promesas de un reinte­gro. Mu­chos oficiales del ejército habían recibido a su vez estos bonos, en calidad de emolumentos. Pero el Congreso se veía en graves difi­cultades para reunir fondos con que devolver lo que adeudaba. Ca­recía de facultades para imponer exacciones al pue­blo. Tenía que rogar a los diversos Estados que le facilitasen el dinero. Siendo que, al parecer, el Congreso jamás se hallaría en condiciones de cubrir sus deudas, Ios bonos, lo mismo que el papel moneda, per­dieron valor. Éste descendió a un décimo de su valor original, de manera que era factible comprar un bono de cien dólares por la irrisoria suma de diez dólares. Los especuladores adquirían bonos, a medida que se intensificaba la depreciación. Si el Congreso al­guna vez llegaba a reunir suficiente dinero como para devolver lo que debía, estos especuladores obtendrían una pingüe fortuna. Cada bono adquirido a menos de su valor nominal —o sea cien dólares por diez dólares— les reportaría un valor real de cien dólares.

Las gentes que habían entregado sumas al Congreso a cambio de bonos, los soldados que habían recibido bonos a guisa de esti­pendio y los especuladores que habían comprado bonos a bajo pre­cio, todos estos tenedores de promesas de pago del gobierno esta­ban hartos de ver que sus papeles fiduciarios se desvalorizaban. Querían un fuerte gobierno central que tuviese poder para recau­dar impuestos y recabar de esta manera el dinero necesario para reinte­grar, en pleno, sus deudas. El Congreso, bajo los Artículos de Con­federación, no se encontraba en posición de hacerlo.

Había otra clase de especuladores. La que adquiría tierras del Oeste a bajo precio, en la esperanza de venderlas lucrativamente cuando se trasladaran pobladores a esa región. Pero el Congreso no disponía de un ejército en la frontera encargado de proteger de los indios a los lugareños y esto representaba un probable impedi­mento, a los ojos de muchas personas, para la mudanza al Oeste y la compra de tierras.

Los especuladores de la índole citada estaban hartos de ver des­provistas de protección sus tierras del Oeste. Querían un go­bierno central fuerte, en condiciones de crear un ejército capaz de defen­der a las gentes en la frontera. El Congreso, bajo los Ar­tículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.

Otros hombres tenían asimismo motivos para desear la inme­diata disponibilidad de un ejército. Los sureños propietarios de esclavos, temían constantemente que los negros se coaligaran en una insurrección y atacaran a sus amos blancos. Los tenedores de es­clavos querían un gobierno central fuerte, en condiciones de enviar sin dilación un ejército bien disciplinado a cualquier lugar donde se produjera un levantamiento de esclavos de color. El Con­greso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.

Prestamistas, manufactureros, mercaderes, tenedores de bonos, especuladores, dueños de esclavos, todos querían un fuerte go­bierno central. Constituían el núcleo de las personas acaudaladas, de los ricos, y querían un fuerte gobierno central que protegiera sus po­sesiones y les permitiese acrecentadas, llevando a cabo sus nego­cios resguardada y fácilmente.

En 1786, comenzaron a acaecer hechos que intimidaron a este grupo, haciéndole desear inmediatamente ese fuerte gobierno cen­tral.

En las elecciones celebradas ese año, resultaron ganadoras en siete Estados las personas que abogaban por el papel moneda y perdieron en Massachusetts, Nueva Hampshire, Connecticut, Vir­ginia, Maryland y Delaware. Los tiempos eran malos; el dinero difícil de conseguir. Los deudores no sólo corrían el peligro de ser despojados de sus bienes, sino también de ser arrojados a una pri­sión horrible y sucia. En Nueva Hampshire una multitud arma­da de garrotes, piedras, espadas y armas de fuego y compuesta de varíos centenares de personas marchó sobre la legislatura, exi­giendo repa­raciones. "Emisión de papel moneda y reducción de impuestos", tales eran sus demandas.

En Massachusetts tuvieron lugar levantamientos mucho más alarmantes. Allí los impuestos eran elevadísimos y a los pobres les faltaba dinero para pagar sus deudas. En varios de los Estados que habían adoptado el papel moneda, se habían promulgado "le­yes de detención", a los fines de refrenar la acumulación de deu­das; en otros éstas podían saldarse entregando ganado o productos agríco­las. Los pobres de Massachusetts querían alivios de este tipo, ali­vios de cualquier especie que los ayudaran a salir del atolladero. Cuando la legislatura de su Estado clausuró la jornada sin haber dictado ley alguna que los auxiliase, los pobres se amotinaron.

En el número de fecha 11 de septiembre, 1786, del New York Packet, apareció esta noticia procedente de Springfield, Massa­chu­setts: "El martes 29 (de agosto)... día señalado por la ley para las sesiones de la Corte de Causas Comunes... en Northampton, se congregaron en la ciudad, desde diferentes puntos del condado, cuatrocientas o quinientas personas, algunas de las cuales venían armadas con mosquetes, otras con cachiporras, albergando la ma­nifiesta intención de impedir que la Corte procediera a la atención de sus asuntos..."

Es fácil comprender por qué el populacho no quería permitir que la Corte diera curso a sus tareas. Era ante sus estrados que los prestamistas instruían sus pleitos contra los deudores; era ése el tribunal que ordenaba al agricultor sin recursos la cesión de su mo­desto establecimiento a su acreedor; eran esos los magistrados que enviaban al pobre a una miserable cárcel de deudores.

En Great Barrington otra turba cerró el tribunal de justicia, irrumpió en las prisiones, registró las casas y persiguió personas hasta sacarlas de la ciudad.

Más tarde, alrededor de mil hombres armados de mosquetes, es­padas y garrotes, conducidos por Daniel Shays, ex oficial de la Guerra Revolucionaria, prosiguieron el motín; cerraron las cortes por espacio de varios meses. La rebelión de Shays fue cosa seria. Las clases altas de todo el país se sentían profundamente atemo­rizadas por este levantamiento armado del pobrerío. No había en el tesoro dinero con que pagar las tropas del Estado, de modo que un número de personas acaudaladas contribuyó lo necesario. Shays y sus compañeros enderezaron en dirección de Springfield, donde había un almacén público que contenía siete mil mosquetes nuevos, trece mil barricas de pólvora, cocinas, calderos de campa­mento y sillas de montar. Fueron detenidos por las tropas esta­tales; dispará­ronse unos cuantos tiros y la banda se dispersó.

El general Knox escribió a George Washington una carta en la que daba cuenta, angustiadamente de las peligrosas ideas sus­tenta­das por los acólitos de Shays. Consignó la creencia de éstos de "...que los bienes de los Estados Unidos habían sido protegidos de... Gran Bretaña mediante los esfuerzos conjuntos de todos y, por consiguiente, debían representar la propiedad común de todos".1

Corrían escalofríos por la espina dorsal de los ricos. Era me­nester inmediatamente un fuerte gobierno central.

No causó, por ende, extrañeza que se convocase en 1787 una asamblea con el propósito de revisar los Artículos de Confedera­ción. De los cincuenta y cinco miembros elegidos para intervenir en la asamblea por las legislaturas de doce Estados (Rhode Island se negó a enviar los suyos), ni uno solo actuaba en nombre de la clase de los artesanos o de los pequeños agricultores; casi todos eran o bien prestamistas, mercaderes, manufactureros, tenedores de bonos, especuladores, o bien dueños de esclavos.

Las sesiones se realizaron en Filadelfia, habiendo comenzado en mayo y finalizado el 17 de septiembre de 1787. Los asambleístas juzgaron más conveniente mantener secreta su labor, de manera que se reunieron a puertas cerradas. Uno de ellos era Benjamín Franklin, ya bastante anciano en aquel tiempo. Gozaba de gran popularidad y a menudo se lo invitaba a comidas, en el curso de las cuales narraba excelentes historias. Los asambleístas, extre­mando sus cuidados, solicitaron a uno de su grupo que acompa­ñara al se­ñor Franklin a todos los ágapes; su misión consistía en interrumpir al anciano caballero en cuanto comenzaba cual­quier relato relacio­nado con los secretos de la convocación.

Si bien habían sido enviados a Filadelfia a los meros fines de enmendar y quizás añadir algo a los preexistentes Artículos de Confederación, los asambleístas pronto renunciaron a esa idea e iniciaron su labor sobre la base de un nuevo plan de enlace entre los trece Estados, buscando proveer un fuerte gobierno central. Elaboraron así la Constitución de los Estados Unidos.

En lo concerniente a las personas de fortuna, todo resultaría satisfactorio bajo la Constitución, el nuevo plan de gobierno. Los Estados ya no podrían imprimir papel moneda; ya no podrían pro­mulgar leyes que otorgasen a la gente una ampliación del plazo para el pago de las deudas o que admitiesen su anulación me­diante la entrega de mercaderías o ganado; los contratos segui­rían, sin experimentar cambio alguno (regocijantes noticias para los presta­mistas). Bajo la Constitución, el Congreso, gobierno central de todos los Estados, gozaría de poder real y ya no tendría nece­sidad de rogar. Se concedió al Congreso el control sobre el co­mercio exterior y sobre el realizado entre los Estados; se lo facultó para formalizar con países extranjeros tratados que regirían en los trece Estados, como si formaran uno solo. Por fin, se podrían gravar con impuestos las mercaderías foráneas y se podrían sus­cribir acuerdos comerciales con los países extranjeros (regoci­jantes noticias para manufactureros y mercaderes). El Congreso precisaría dinero para saldar las deudas del gobierno; se le otorgó el derecho de recaudar impuestos (regocijantes noticias para los especuladores). Ya no podrían los vehementes revolucionarios impedir, al igual que Shays, las sesiones de las Cortes o atacar la propiedad; el Congreso contaría con un ejército y una marina prontos a poner coto a cual­quier rebelión futura (regocijantes noticias para todos los poseedo­res de bienes).

La asamblea que tuvo lugar en Filadelfia, ahora llamada Con­vención Constitucional, se dilató por espacio de cuatro agobiantes meses. Hubo innumerables debates entre los representantes de los diversos Estados. ¿Debían los Estados grandes tener mayor inge­rencia en el gobierno nacional que los Estados pequeños? ¿Ha­bía que contar a los esclavos de color cual si se tratase de blancos? ¿Correspondía conferir al Congreso el derecho de poner punto final a la importación de esclavos negros? Acerca de estos inte­rrogantes y de otros muchos, los delegados discutieron largo y tendido. Pero había un asunto en particular sobre el cual coincidía el parecer de todos, la gente común, la que poseía escasos bienes o carecía de éstos, no debía tener demasiado poder.

¿Cómo concertar esto?

El gobierno se dividiría en tres ramas principales. Sólo la Cá­mara de Representantes, que vendría a constituir la mitad de una de esas ramas, sería elegida directamente por el pueblo. En la selec­ción de las demás ramas no habría línea directa hacia el pueblo. De tal suerte ocurriría algo así: este es el Senado de los Estados Uni­dos, elegido por los legisladores estatales, que son ele­gidos por el pueblo; este es el presidente de los Estados Unidos, que es elegido por electores, que han sido escogidos de un modo u otro por los legisladores estatales, que han sido elegidos por el pueblo; esta es la Suprema Corte de los Estados Unidos, nom­brada por el presi­dente, que es elegido por electores, que han sido escogidos de un modo u otro por los legisladores estatales, que han sido elegidos por el pueblo. Quedaba limitado el peligro de que la gente común ejerciera bajo semejante arreglo, un control completo.

Pero aún cabían otras medidas a los fines de precaverse. Dis­po­ner que cada una de las tres ramas del gobierno tuviera poder para "controlar y equilibrar" a otra. Fijar después distintos pe­ríodos de tiempo para la selección de las diversas ramas:


Congreso:

-Cámara de Representantes: elegida directamente por el pueblo por un periodo de dos años.



-Senado: elegido indirectamente por el pueblo por un período de seis años (un tercio cada dos años).

Presidente: elegido más indirectamente por el pueblo por un pe­ ríodo de cuatro años.

Suprema Corte: seleccionada más indirectamente por el pueblo por período vitalicio.

Disponer que los senadores y el presidente fueran personas de más edad que los representantes, La gente mayor es menos pro­pensa a la irreflexión.


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