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¡Pensad cuán excitado se hallaría el pueblo si los ánimos se acaloraban lo bastante como para que un hombre disparase sobre un enjambre de escolares! Los "Hijos de la Libertad" denotaban actividad en todas partes, entonando himnos relativos a la libertad y a la independencia. Perseguían, haciéndoles muy incómodas las cosas, a los mercaderes que seguían comprando a Inglaterra, a despecho del acuerdo de no-importación. En el Almanaque Norteamericano de Edes y Gill, del año 1770, figuraba impresa una lista de nombres de mercaderes que continuaban "importando mercaderías británicas, en contravención del acuerdo".
Más pedreas, más brea y plumas, más destrozos de bienes. Muchas de las personas que estaban a favor de Inglaterra tenían miedo de crearse dificultades, de modo que se mantenían calladas. El teniente Dudington, comandante británico del velero fiscal Gaspee se había hecho odiar, tanto por los contrabandistas, como por los que no lo eran, porque cumplía demasiado bien con su deber de patrullar la costa. Cierto día el Gaspee, hallándose en tren de perseguir un velero colonial encalló en un angosto banco de arena cerca de Providencia, Rhode Island. Esa noche una banda de colonos redujo a la tripulación y puso fuego al velero. El rey solicitó a varias personas que averiguasen la identidad de los culpables. Aun cuando por lo menos mil personas conocían los nombres de los participantes en el asunto, no pudo encontrarse una sola que informara contra ellas.1
En marzo de 1770, sólo escasas semanas después de los disparos que acabaron con la vida de Cristopher Snider, cinco personas fueron muertas en Boston por soldados británicos, como secuela de una riña que comenzó con el lanzamiento de unas cuantas bolas de nieve. Si bien los soldados fueron más adelante juzgados por un tribunal que los declaró inocentes, los líderes de los exacerbados colonos aprovecharon la oportunidad para mantener alterados los ánimos. Imprimieron carteles que aludían a la "Masacre de Boston".
Para esta época, la mayoría de los ricos mercaderes que habían promovido inicialmente los disturbios, comenzaban a lamentar profundamente el nuevo giro de los acontecimientos. Inglaterra había dictado leyes que perjudicaban sus negocios, Habían querido que esas leyes fuesen derogadas. Habían sublevado las gentes a los efectos de conseguir lo que deseaban. Pero las clases bajas —el populacho— estaban yendo demasiado lejos. Una cosa era infringir leyes no populares, pero otra distinta derribar casas y quemar barcos. Los ricos propietarios se sentían hondamente alarmados por la forma en que la plebe destruía las posesiones. Estos pequeños agricultores y artesanos, gente sin derecho al voto y desprovista de tierras, que gritaba a voz en cuello y peleaba con todas sus fuerzas por "los derechos del hombre", superando en ello a todos los demás, era precisamente la que menos injerencia debía tener en lo concerniente al manejo del gobierno propio. Muchos mercaderes veían un peligro infinitamente mayor en la ascensión del populacho al poder que en las leyes del Parlamento. El gobernador Morris expresó los sentimientos de los ricos cuando escribió: "Los cabecillas de la gentuza se tornan peligrosos para la clase acomodada y la cuestión es cómo mantenerlos sujetos."
En 1770, el Parlamento abolió las actas Townshend, excepto un pequeño impuesto sobre el té. Ahora los mercaderes estaban dispuestos a desistir de la lucha. Abrigaban la intención de que las cosas se calmaran a fin de poder retomar los negocios. La excitación de la clase baja era harto peligrosa.
Durante el lapso comprendido entre 1770 y 1773 hubo menos agitación. Los negocios prosperaron, Muchos mercaderes abonaron el reducido impuesto al té. Otros, particularmente los de Nueva York y Filadelfia, siguieron considerando relativamente fácil el contrabando del té, a pesar de los muchos barcos de la marina que vigilaban los puertos. El té contrabandeado costaba menos a la gente que lo bebía y los beneficios que devengaba a los mercaderes de este ramo eran mayores. La actividad comercial aportaba buenas ganancias.
Verdad es que Samuel Adams, uno de los exaltados líderes de la gente común, aún continuaba haciendo cuanto podía para agitarla. El 5 de octubre de 1772 escribió en la Gaceta de Boston: "Es Buena Hora de que el Pueblo de nuestro País declare explícitamente si éste ha de ser de Hombres Libres o de Esclavos... Dediquémonos... a observar con calma a nuestro alrededor para considerar cuál será el mejor procedimiento... Hagamos que se convierta en el tópico de conversación de todo Club social. Hagamos que todos los Municipios se reúnan. Instituyamos en todas partes Asociaciones y Combinaciones para consultar y recobrar nuestros justos Derechos."
También es verdad que en otras colonias había hombres imbuidos de las mismas ideas de Adams que procuraban mantener despierto al pueblo. Habían llegado inclusive a formar "Comisiones de Correspondencia" que intercambiaban constantemente un carteo, relatándose los hechos interesantes que ocurrían en cada colonia. De esta manera todos los grupos combatientes —los radicales— se mantenían en contacto.
Sin embargo, esta gente común, que a su entender peleaba por el derecho a manejar sus propios asuntos sin la interferencia del Parlamento, no habría ido muy lejos sin la ayuda de los poderosos y acaudalados mercaderes. Pero estos últimos ahora pensaban que les convenía más no integrar las filas del mismo bando en que militaba la clase baja. Los mercaderes habían hecho rodar la bola, pero quisieron dejar de jugar en cuanto les fue quitada de las manos. Ya no les apetecía unirse en la común querella contra Inglaterra. Los dos grupos se estaban separando.
En tales momentos, el Parlamento cometió una grandísima estupidez. Los mercaderes y los radicales se habían desvinculado. El acta del té, dictada por el Parlamento en 1773, volvió a juntarlos.
La East India Company, vastísima y poderosa empresa británica, atravesaba dificultades financieras. Si el Parlamento no le prestaba auxilio inmediato, la East India Company caía en la bancarrota. Tenía almacenados diecisiete millones de libras de té en sus depósitos. Esto motivaría la entrada de mucho dinero si lograba ser vendido. ¿Adónde venderlo? ¡En las colonias, claro está! ¿Acaso no se introducían, por intermedio del contrabando, enormes cantidades de té holandés en Nueva York y Filadelfia? La idea que se ocultaba detrás de la nueva acta del té era hacer que los colonos comprasen té de la East India Company en vez del obtenido por contrabando. Este último resultaba barato, pero el de la East India Company lo sería más aún.
Antes de 1773, La East India Company traía su té a Inglaterra donde lo vendía luego, con ganancia, a un comerciante londinense; el comerciante londinense pasaba a venderlo, con ganancia, al mercader norteamericano; el mercader norteamericano lo vendía entonces, con ganancia, al dueño de tienda norteamericano, éste a su vez lo vendía, con ganancia, al bebedor de té colonial. Se costeaban cuatro ganancias antes de que el té llegase finalmente a manos de la persona que lo bebía. No es de extrañar, en consecuencia, que el té de la East India Company valiese más que el holandés.
La nueva acta del té modificó todo esto. Otorgó a la East India Company el derecho de enviar su té en sus propios barcos, de abrir sus propios almacenes en Norteamérica y vender directamente al comerciante minorista. Eliminando dos ganancias, su té podría expenderse a más o menos la mitad del precio anterior. Resultaría más módico no solamente que el té sobre el cual pagaban impuesto los mercaderes nortemericanos, sino también que el té de contrabando.
Antes del acta del té
East India Tea Company comerciante londinense mercader norteamericano dueño de tienda norteamericano consumidor de té norteamericano.
Después del acta del té
East India Tea Company (aquí excluidas dos ganancias) comerciante minorista norteamericano consumidor norteamericano de té.
El plan del Parlamento ayudaría a que la East India Company vendiese sus diecisiete millones de libras de té y significaría una mayor economía para los colonos en lo concerniente a este producto. Excelente idea para todos, excepto para los mercaderes norteamericanos, que no tardarían en verse excluidos del negocio del té. Los contrabandistas de té holandés vieron la desaparición de su fructífero negocio. Los mercaderes que disponían del producto en sus almacenes, se figuraron clavados con todas sus existencias cuando desembarcara el té más barato que proporcionaría la compañía.
Sólo había una salida y los mercaderes la adoptaron. Volvieron a hacer causa común con los radícales, la gente que de ningún modo estaba dispuesta a ceder frente a Inglaterra. Ahora se le presentaba a Samuel Adams la oportunidad que hasta ese momento había aguardado.
El té de la East India Company costaría menos y los colonos naturalmente habrían de comprarlo. Pero los mercaderes perjudicados a raíz de esto, junto con los radicales que impugnaban el derecho del Parlamento a la imposición de gravámenes, sin consentimiento de los colonos, no querían permitir semejante cosa. ¡El té no debía ser desembarcado!
No habría transcurrido mucho tiempo cuando aparecieron en los periódicos artículos que alertaban a la población contra la East India Company. Uno de los argumentos favoritos declaraba que, a pesar de que el té sería al comienzo sumamente barato, una vez que la compañía hubiese desalojado del negocio a todo el mundo, procedería a elevar los precios tanto como se le antojara: "Reclusus" hacía la siguiente advertencia en el número del 18 de octubre de 1773 del Boston Evening Post: "Aunque los primeros lotes de té puedan ser vendidos a una tasa más baja para lograr una entrada popular, no obstante, cuando este modo de recibir té se halle bien establecido, ellos imitando el procedimiento de todos los demás monopolistas, meditarán un mayor beneficio sobre sus mercaderías y las elevarán al precio que se Ies ocurra".
Otro articulista llamaba la atención sobre la probabilidad de que las otras compañías obrasen en la misma forma ¿y entonces qué pasaría con los colonos? Extracto del Pennsylvania Chronicle, de fecha 15 de noviembre, 1773: "¿Acaso la apertura de una casa de la East India en América no puede alentar a todas las grandes Compañías de Gran Bretaña a hacer lo mismo? Y en ese caso, ¿tenemos la más mínima probabilidad de servirles de otra cosa que de hacheros y mozos de taberna?".
En esos momentos, diversas personas no sólo argumentaban en contra del té de la East India Company, sino que también se oponían al consumo de cualquier otro té. En el número de fecha 20 de octubre, 1773, del Pennsylvania journal, "un viejo artesano", recordaba suspirando "el tiempo en que no se empleaba el té, a la vez escasamente conocido entre nosotros y sin embargo, en aquel entonces la gente daba la impresión de ser más feliz y de gozar en general de mejor salud que en la actualidad".
¿Reconocen Vds. la activa intervención de Samuel Adams y de los mercaderes?
Ahora se celebraban grandes mitines en todos los puertos de importancia. El pueblo escuchaba a levantiscos oradores que lo aleccionaban acerca de sus derechos. Muy pocos discursos relativos al dinero que perderían los mercaderes si era desembarcado el té de la Compañía; muchos discursos sobre "ningún impuesto sin representación" y sobre Libertad e Independencia. ¡El té no debe ser desembarcado!
En noviembre de 1773, tres barcos de la Compañía transportadores de té, arribaron al puerto de Boston. Los radicales no querían permitir que el té fuese desembarcado. El gobernador Hutchinson se empecinaba en no permitir que los buques regresaran sin haber descargado antes. La noche del 16 de diciembre de 1773, una partida de bostonenses saltó a bordo de los barcos, abrió a cuchilladas los receptáculos y echó el té al mar. Esta "Partida de Té de Boston" costó a la East India Company aproximadamente $ 75.000.
Llegaron buques cargados de té a Charleston, Nueva York y Annapolis. El populacho estaba a la espera de ellos. En Charleston el té fue colocado en húmedas bodegas; el 22 de abril de 1774 tuvo lugar en Nueva York, otra "Partida de Té"; en Annapolis, al arribo del bergantín Peggy Stewart, provisto de más de una tonelada de té con gravamen impositivo, consignada a la firma T. C. Williams & Company; tanto el té como la nave fueron incendiados mientras una gran multitud presenciaba el espectáculo.1
Cuando el Parlamento recibió noticias de la partida de té de Boston, adoptó rápidas medidas. Habían sido destruidos bienes británicos por valor de setenta y cinco mil dólares. Eso era llevar las cosas demasiado lejos. Había que dar una lección a los colonos. El Parlamento acordó impartir un severísimo castigo. El puerto de Boston habría de clausurarse hasta que se repusiera el importe del té; ya no podrían celebrarse reuniones ciudadanas sin permiso del gobernador; los funcionarios británicos acusados de asesinato en el curso de su vigilancia para asegurar el cumplimento de las leyes británicas, debían ser juzgados en Inglaterra (bien lejos de los excitados colonos). Nombrábase al general Gage gobernador de Massachusetts. Se enviaron a Boston más tropas.
"El dado ha sido echado", escribió Jorge III a Lord North; "las colonias o bien triunfan o bien se someten". En Norteamérica, Samuel Adams y sus seguidores eran escuchados por el pueblo. Oponíanse absolutamente al acatamiento de las exigencias del Parlamento. En Inglaterra, Lord North y sus partidarios controlaban el Parlamento. Abrigaban la determinación de castigar a los colonos. Se cernía en el aire una batalla decisiva.
Las "Comisiones de Correspondencia" desplegaban suma actividad. Planeábase una asamblea de hombres elegidos por las diferentes colonias.
El 5 de septiembre de 1774, reunióse en Filadelfia el Primer Congreso Continental. ¿Se obligará a Boston a pagar el té, o la respaldaremos -en su negativa de obediencia? Largas alocuciones, pronunciadas por los que propiciaban una actitud sin apresuramientos, de sumisión a las demandas del Parlamento. Otras prolongadas arengas de los radicales, en pro de la resistencia, de la aceptación del reto formulado por Inglaterra. Finalmente, al cabo de cincuenta y dos días de debate, vencieron los radicales. Se decide la "Asociación Continental". Los colonos habrán de repetir su ensayo de no-importación y agregarán simultáneamente la no-exportación. Las comisiones se encargarán de velar por que nadie infrinja el acuerdo. Se celebrará una nueva asamblea el año siguiente.
En febrero de 1775, el general Gage comenzó a prepararse febrilmente para los disturbios que se avecinaban. Se proponía mejorar las fortificaciones del puerto de Boston. Era inútil encargar el trabajo a los obreros locales, de modo que Gage envió agentes a otras ciudades con la misión de traer operarios y materiales. Pero las Comisiones de Correspondencia se mantenían alertas. Cuando los mensajeros de Gage arribaron a Nueva York, se encontraron con que la noticia de su misión los había precedido. En vano ofrecieron empleo a los carpinteros y enladrilladores de la zona. Los artesanos de Nueva York se negaron a construir armas que se dirigían contra sus cofrades de Boston. Gago sufrió el jaque mate propinado por la solidaridad de la clase trabajadora.1
Ahora bastaba una sola chispa para provocar la explosión. ¿Cuál de los bandos se encargaría de encenderla?
El 19 de abril de 1775, el general Gage envió un cuerpo de soldados británicos a Concord, con la orden de apoderarse de ciertos abastecimientos militares. Paul Revere y Rufus Dawes recorrieron velozmente la campiña, difundiendo la noticia. Cuando las tropas llegaron a Lexington, camino a Concord, fueron enfrentadas por un reducido grupo de colonos. Sonó un disparo y estalló la guerra.
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Quién disparó el primer tiro? Nadie lo sabe. La Gaceta de Salem (Massachusetts) registró el. 25 de abril de 1775:
...ante lo cual las tropas profirieron vítores e inmediatamente uno o dos oficiales (británicos) descargaron sus pistolas que fueron instantáneamente seguidas por el fuego de cuatro o cinco de los soldados y luego pareció producirse una descarga general proveniente de todo el cuerpo: fueron muertos ocho de nuestros hombres y heridos nueve...
Tal la versión norteamericana.
La Gaceta de Londres, informó el 10 de junio de 1775:
...las cuales al llegar a Lexington, se toparon con un cuerpo compuesto por campesinos dispuestos al combate, en un prado junto al camino; y al ser enfrentado por las tropas del rey que marchaban hacia ellos a fin de inquirir la razón de ésa su formación, se lanza al ataque en medio de gran confusión y varias armas fueron disparadas sobre las tropas del rey, desde atrás de una tapia, de piedra y también desde la capilla y otros edificios, lo cual motivó que un hombre fuese herido y que el caballo del mayor Pitcairn fuese alcanzado en dos partes por los disparos...
Tal la versión británica.
¿A cuál de los bandos cupo la culpa? Elijan ustedes.
El Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia el 10 de mayo de 1775, menos de un mes después de la Batalla de Lexington. Jorge Washington fue designado comandante del Ejército Continental. Antes de que tuviera tiempo de unirse a su ejército, se produjeron nuevos choques entre soldados británicos y colonos norteamericanos.
La guerra había comenzado de veras. Las comisiones de radicales estaban tomando el poder. Los gobernadores reales y otros funcionarios británicos huían de sus puestos tan rápido como podían. Aquellas personas que aún defendían la causa de Inglaterra, llamadas Realistas o Tories, eran frecuentemente apaleadas. Otras, untadas con brea y emplumadas. Algunas fueron inclusive ahorcadas.
Eran días de gran exaltación, sumamente peligrosos. Un núcleo de radicales, reducido en número, siendo no obstante buena su organización, agitaba las cosas y asumía el control allí donde podía.
Mucha gente no sabía qué partido tomar. Había gran cantidad de Tories. Algunos estuvieron primero de parte del bando colonial, pero pasaron luego al bando inglés en cuanto los colonos comenzaron a destruir propiedades; otros, habían permanecido en el bando colonial hasta la partida de té de Boston; determinadas personas habían llegado a integrar el Primer Congreso Continental y recién se habían vuelto Tories después de la Batalla de Lexington. Era muy difícil decidir a qué bando adherirse. Algunos permanecieron en la incertidumbre hasta que una turba de arrebatados colonos forzó una decisión; otros se resolvieron demasiado tarde por lo cual sus bienes resultaron destruidos y tuvieron que escapar para salvar la vida. Durante la guerra y después de finalizada ésta, más de cien mil Tories, entre los cuales se contaban muchas de las personas instruidas y acaudaladas de las colonias, escaparon a Canadá o a Inglaterra a fin de ponerse a salvo; sus bienes les fueron quitados o quedaron destruidos. Todavía se trataba de un conflicto entre las colonias y la madre patria, en el seno del Imperio Británico. Vino luego un importantísimo cambio.
El 10 de enero de 1776, Thomas Paine publicó un panfleto, titulado Sentido Común, escrito en lenguaje sumamente sencillo, abierto al alcance del vulgo. Para muchos los conceptos de Paine eran nuevos; en la mente de otros ya había germinado la idea de independencia. Paine urgió al pueblo, expresándole que ya había sonado la hora del paso final: la completa separación de Inglaterra.
Sentido Común se convirtió en el "best seller" del día. En el término de tres meses se vendieron más de 120.000 ejemplares. En todo el territorio de las colonias la gente extraía citas de su texto:
Europa y no Inglaterra es la madre patria de América. Todo lo justo y razonable reclama una separación. La sangre de los sacrificados, la sollozante voz de la naturaleza grita, es tiempo de separarse. Hasta la distancia que el Todopedoroso colocó entre Inglaterra y América, representa una fuerte y natural prueba de que la autoridad de la una sobre la otra no fue nunca un designio del cielo... Un gobierno propio es muestro derecho natural... ¿Por consiguiente, qué es lo que queremosl ¿Por qué vacilamos? De Bretaña no podemos esperar más que la ruina... nada puede solucionar nuestros asuntos tan expeditivamente como una franca y determinada Declaración de Independencia.
Eran éstas enérgicas palabras, hechas de medida para el vulgo. En el Congreso Continental tuvo lugar un largo debate relativo a la emancipación. Algunos de sus miembros hesitaban aún y no se resolvían a adoptar esa suprema determinación. Otros afirmaban que era imperiosa tal decisión. Samuel Adams aducía "¿Acaso América no es ya independiente? ¿Entonces por qué no declararlo?"
En junio de 1776, los congresales encargaron a una comisión la redacción de un documento en que se declarase la independencia de Norteamérica del yugo inglés. Confióse la tarea a Thomas Jefferson, uno de los miembros de la comisión.
Jefferson preparó el documento y lo presentó al Congreso. In trodujéronse leves cambios y el Congreso procedió luego, el 4 de julio de 1776, a adoptar la Declaración de Independencia. Decía ésta en parte:
"...que estas colonias unidas son, y por derecho deben serlo, estados libres e independientes... y que toda conexión política entre ellos y el estado de Gran Bretaña es y debe ser, totalmente disuelta...".
Las colonias se habían desligado del Imperio.
Habían nacido los Estados Unidos de Norteamérica.
CAPÍTULO V
“A FIN DE FORMAR UNA UNIÓN MÁS PERFECTA"
Cuando, el 4 de julio de 1776, las trece colonias anunciaron al mundo que constituían trece estados independizados del Imperio Británico, Inglaterra formuló su veto, y estalló la Guerra Revolucionaria. Cuesta muchísimo dinero sostener una guerra. Hay que alimentar, vestir, albergar (o "acampar") a los soldados, quienes deben asimismo recibir una paga. Hay que proveer cañones, rifles y balas. Todo lo cual requiere dinero.
Por lo general los gobiernos recaban fondos cobrando impuestos al pueblo. Pero uno de los motivos principales de la lucha emprendida contra Inglaterra, fue la objeción de los colonos a las exacciones, de modo que el Congreso consideró que entrañarían una medida excesivamente peligrosa. Comenzó a imprimir papel moneda. Sus máquinas impresoras produjeron cientos, miles y por último millones de dólares papel, sin oro o plata para respaldarlos. Precisamente en tales períodos de guerra, cuando debe transformarse íntegramente la economía de paz, colocándola sobre una base bélica, y cuando la organización social en pleno experimenta rápidos cambios, es susceptible de ocurrir una inflación incontrolable. En resumen, los dólares papel no valían prácticamente nada en absoluto. Un colono confeccionó una manta para su perro usando dólares papel. Otro los empleó para empapelar las paredes de su barbería. El azúcar se vendía a cuatro dólares la libra y el género de hilo a veinte dólares la yarda. En 1779 Sam Adams pagó dos mil dólares por un traje y un sombrero.
En un periodo revolucionario las cosas andan al revés. El señor George Washington, comandante en jefe de los ejércitos norteamericanos, tropezaba con grandísimas dificultades para procurarse, mediante dólares papel, alimentos, ropas, o combatientes. Muchos de los soldados que integraban sus fuerzas eran agricultores pobres que debían regresar apresuradamente a casa cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha. Otros desertaban sencillamente a causa de las penosísimas condiciones. ¡Cuánto ambicionaba Washington un verdadero ejército, que se mantuviera intacto hasta que la guerra fuese ganada! El 20 de diciembre de 1776, escribió una carta al presidente del Congreso en la que se refería a sus soldados "...los cuales ingresan, no se puede predecir cómo, se van, no se puede predecir cuándo y actúan, no se puede predecir dónde, consumen nuestras provisiones, agotan nuestras existencias y nos abandonan por fin en un momento crítico, Éstos son, Señor, los hombres de quienes tengo que depender..."
Washington no carecía de motivos para quejarse. No es poca tarea librar batallas con un ejército que en un momento dado está en un sitio y al siguiente ha desaparecido. Pero también es fácil comprender el punto de vista de los soldados. Transcribimos a continuación algunos extractos de un diario que llevó el Dr. Waldo, cirujano de Connecticut que acompañó al ejército norteamericano en Valley Forge, en el curso del invierno de 1777:
"Dic. 14… Alimentación pobre - alojamiento miserable - Tiempo frío - fatiga - ropas mugrientas - cocina nauseabunda... Aquí viene un cuenco de sopa hecha con carne de vaca - lleno de hojas quemadas y suciedad.
Dic. 25, Navidad. Todavía estamos en tiendas - cuando deberíamos hallarnos en chozas - los pobres enfermos, sufren mucho en las tiendas este tiempo frío... 1
Pero, ¿por qué todo este padecimiento, los hombres congelándose a raíz de la falta de ropas, muriéndose de hambre por carecer de alimentos? Esto no habría sucedido si todo el país hubiese prestado unánime apoyo a los soldados. Desgraciadamente para Washington y sus hombres, todo el pueblo no prestaba su incondicional adhesión a la lucha contra Inglaterra. Un tercio tal vez de los norteamericanos pertenecía al partido de los Tories, leales al rey y al Imperio. Muchos de ellos huyeron del país; muchos otros se quedaron para ayudar a los británicos con víveres y ropas, o inclusive para combatir en el ejército británico contra sus connacionales.
Había un grupo de norteamericanos a quienes poco importaba cuál de los dos bandos salía vencedor. Querían que los dejasen en paz, que nadie interrumpiese su vida y su trabajo con zozobras. Estaban dispuestos a vender alimentos o abastecimientos de cualquier especie, al bando que les pagase en metálico contante y sonante.
La Revolución había sido iniciada por un pequeño núcleo de hombres resueltos, que sabían lo que querían y trataron de persuadir a los indecisos colonos a que viesen las cosas del mismo modo que ellos. Al producirse el estallido, después de Lexington y de la Declaración de Independencia, este núcleo siguió gritando, organizando, planeando. Sus miembros actuaron, mientras otros se hallaban en la duda. Muchos vacilantes colonos fueron arrastrados junto con la multitud al bando rebelde. Dos tercios probablemente de la población de los estados manifestaron antagonismo a Inglaterra. Pero no todos peleaban a muerte. No todos estaban dispuestos a renunciar a sus comodidades, poniendo el hombro para ganar la guerra. Los hombres que componían el ejército provenían, en su mayor parte, de la plebe, eran pequeños agricultores, fronterizos, en suma, elementos de la clase pobre. Había, desde luego, algunos ricos -George Washington, Charles Canon y otros- pero quienes portaban las armas pertenecían principalmente a la clase baja.
Todo anda de acuerdo con la más completa confusión en tiempos de guerra. Washington, norteamericano, combatía a Howe, británico, en Pennsylvania, Estado norteamericano; ¡sin embargo, las fuerzas de Washington se morían de hambre y de frío en Valley Forge, mientras que los británicos contaban con abundantes alimentos y ropas en Filadelfia! Un espectador desprevenido hubiese pensado que Washington y no Howe, era el enemigo del país.
En tanto que algunos agricultores norteamericanos llevaban el peso de la lucha en el Ejército norteamericano, por lo cual se les recompensaba con dólares papel desprovistos de valor, otros agricultores norteamericanos vendían provisiones al enemigo, recibiendo en pago preciado oro o plata. Mientras que algunos mercaderes norteamericanos soportaban la captura de sus navíos por corsarios británicos y perdían así su fortuna, otros de su misma nacionalidad y condición, durante le guerra se tornaron corsarios, se apoderaron de barcos británicos y obtuvieron fortunas.
Abraham Whipple, navegando en su buque, el Providence, avistó una flotilla inglesa que se dirigía, desde las Antillas, a Inglaterra. Disimuló el origen de su velero y se unió atrevidamente a la flotilla como si el suyo fuese otro barco inglés. Hecho esto, al oscurecer, durante diez noches consecutivas, arrimó al costado de uno de los bajeles, ¡lo abordó y lo capturó! A continuación, puso al mando del bajel en cuestión una tripulación compuesta por sus propios hombres y lo envió secretamente de regreso a Boston. Ocho de estas presas llegaron a Boston y Whipple vendió sus cargamentos a más de un $ 1.000.000.1 Algunos norteamericanos aventureros diseñaron especialmente veloces embarcaciones, inmejorables para capturar buques mercantes británicos. Durante la guerra, el Congreso o los Estados por separado, confirieron autoridad a corsarios para disponer de más de 500 barcos y alrededor de 90.000 marinos servían en éstos.
Cualquiera hubiese pensado que los poderosos británicos conquistarían el país en un periquete, pero no fue así. Una razón importante de ello radicó en la falta de interés que sus soldados pusieron en ganar. Así como en el ejército norteamericano había desertores, también los había en el ejército británico. Algunos de estos últimos llegaban inclusive a engrosar las filas del ejército norteamericano, colocándose en el bando contrario al suyo propio. (A menudo eran pagados por norteamericanos a fin de que los sustituyeran en el ejército de Washington). Las cosas habrían sido probablemente distintas si los terratenientes y mercaderes de Inglaterra, en interés de quienes se libraba la guerra, se hubiesen precipitado a la lucha.
Pero no lo hicieron. Los británicos se vieron en dificultades para conseguir tropas. Solicitaron la colaboración de voluntarios pero no vinieron suficientes; echaron el guante a los mendigos, a los desocupados y a los ladrones que andaban por las calles y los obligaron a ingresar en el ejército; abrieron las puertas de la cárcel a los prisioneros que quisiesen servir en sus filas, "hallándose enteramente compuestos tres regimientos británicos de delincuentes que cumplían una condena en la prisión y habían sido puestos en libertad. Pero todos estos métodos no lograron aportar hombres suficientes para la tarea de salvar a Norteamérica en favor de los terratenientes y mercaderes de Inglaterra".1 Finalmente, a efectos de completar las filas de su ejército, los británicos tuvieron que contratar soldados alemanes mercenarios a los príncipes que los adueñaban. El precio se convino en 55 dólares por cada alemán que resultara muerto y 12 por cada uno de los heridos. ¿Qué cabía esperar de semejante ejército?
Por añadidura, los generales británicos o bien no quisieron o bien no pudieron usar sus cerebros. Es difícil decidir cuál de las dos cosas creer. Mientras llevaron adelante la guerra, cometieron un error tras otro. Por ejemplo, en el verano de 1777, el general Howe tenía su ejército en la zona norte de Nueva Jersey. Su propósito era tomar Filadelfia, a una distancia de aproximadamente cien millas de allí. En vez de hacer marchar sus hombres directamente a Filadelfia, embarcó su ejército en naves que zarparon rumbo a la Bahía de Chesapeake. Había navegado trescientas millas y ahora debía marchar cincuenta más para arribar a Filadelfia. Y, directamente en el cruce de su camino, se encontraba el harapiento ejército de Washington, ¡al que se había empeñado en evitar perdiendo tantas semanas de tiempo! Ahora sólo le restaba combatir. Peleó en Brandywine y Germantown, venciendo fácilmente a los norteamericanos, ¿Qué puede uno pensar de una tontería semejante, realizar un rodeo por mar de trescientas millas, más una marcha por tierra de cincuenta millas, en vez de enfilar derechamente al punto situado a cien millas de distancia? 1
El bando norteamericano primero alcanzó las nubes, cayendo después bruscamente a tierra. Una brillante victoria, seguida de una aplastante derrota. Buenas noticias, malas noticias. Victoria en el mar, fracaso en tierra. El "tozudo" George Washington y un puñado de fieles compañeros descontentos, rezongones, desertores. Las cosas presentaban un cariz muy negro. De pronto, una nueva sorprendente, maravillosa. Benjamín Franklin ha sido enviado al extranjero a los fines de obtener ayuda de Francia. Los franceses no sentían predilección por los norteamericanos, pero odiaban a los ingleses. Aprovecharon la oportunidad que se les brindaba de asestar un golpe a sus antiguos enemigos y enviaron dinero, abastecimientos, barcos y hombres, en socorro del Ejército revolucionario. Más tarde España y Holanda, también adversarias de Inglaterra, se unieron a los norteamericanos contra los ingleses.
En 1781, el general británico Cornwallis, se vio acorralado en Yorktown, Virginia, con el ejército norteamericano al mando de Washington a su frente y la flota francesa detrás. No había escapatoria. Se rindió.
Para este entonces en Inglaterra asumió el poder un grupo de personas que desde un comienzo habían tenido dudas en cuanto a la conveniencia de combatir a los colonos, y que se hallaban marcadamente en oposición a la continuación de esta desgraciada guerra contra Norteamérica y Europa. Querían la paz. Se dio al ejército británico orden de regresar a la patria. La Guerra de la Independencia habla cesado. Norteamérica había conquistado su liberación de la esclavitud colonial.
En 1783 firmóse el tratado de paz entre Inglaterra y los "Estados Unidos de Norteamérica". Concedióse al nuevo país toda la región que se extendía desde los Grandes Lagos a Florida y desde el Atlántico al Mississippi, excepto Nueva Orleáns que pasó a manos de España. Washington licenció sus tropas y, tanto los soldados como su general, regresaron a sus hogares. Una nueva nación... los Estados Unidos de Norteamérica.
La Revolución norteamericana fue mucho más que una guerra contra Inglaterra. Ésta finalizó en 1783, pero la Revolución prosiguió. La guerra entrañaba un cambio en el gobierno del pueblo de los Estados Unidos, pero la Revolución significaba la modificación de sus formas de vida en común. Algunas de las cosas por las cuales habían combatido las clases inferiores antes de comenzar el conflicto bélico fueron ganadas en el curso del período revolucionario. En todos los rincones de Norteamérica se hablaba mucho de libertad, independencia, igualdad y de los derechos del hombre. La Declaración de Independencia había establecido, "Sostenemos la manifiesta evidencia de estas verdades: "que todos los hombres han sido creados iguales". Ahora se procedía a dictar leyes cuya finalidad era llevar a la vida real lo que se había afirmado como cierto en el papel.
De Inglaterra había provenido el sistema de mayorazgo y primogenitura, ideado para perpetuar la tierra en las mismas manos. Las tierras así perpetuadas no podían venderse a extraños a la familia y ni siquiera podían cederse. Bajo la ley de la primogenitura, si un hombre moría sin dejar testamento, todas sus posesiones pasaban a su hijo mayor, y nada absolutamente a los demás vástagos. Tratábase de un hábil sistema que posibilitaba la perpetuación de unos cuantos poderosos, llenos de riquezas, que acrecentarían su poder a medida que retuvieran y extendieran sus tierras, Pero un designio tan injusto no podía perdurar en momentos en que los hombres hablaban de igualdad y justicia. Era imposible la existencia de leyes que compelieran a que el hijo mayor heredase enteramente los bienes y hablar al propio tiempo de que "todos los hombres han sido creados iguales". Nuevas maneras de pensar, ideas revolucionarias, obligaron a renunciar a estas viejísimas leyes.
La Declaración de Independencia fue redactada en el año 1776. Diez años más tarde, todos los Estados menos dos, habían renunciado al mayorazgo. En el término de quince años, cada uno de los Estados había desechado la primogenitura. La Revolución liberó a los Estados Unidos del dominio inglés, pero —quizás lo más importante— ayudó a liberar a los Estados Unidos de las ideas sustentadas en el Viejo Mundo en lo relativo al mando reservado a las clases superiores.
Primogénitos e hijos menores —más tarde, también las hijas mujeres— todos debían ser iguales. En vez de las enormes heredades a perpetuidad en manos de unos pocos, el sistema norteamericano contemplaba el pequeño solar, adueñado por el agricultor que trabajaba para sí en sus propios campos.
En el curso de la guerra los revolucionarios se habían apoderado de los bienes de los tories. Muchas de estas personas, leales al rey de Inglaterra, se habían contado entre las más ricas de las colonias. Habían poseído inmensos fundos. El de Fairfax, ubicado en Virginia, cubría seis millones de acres. El de los Phillipse, en Nueva York, tenía una superficie de trescientas millas cuadradas. Sir William Pepperell podía cabalgar a lo largo de la costa de Maine, por espacio de treinta millas, sin salir uan sola vez de las tierras que le pertenecían. Todas estas extensiones y muchas más les fueron arrebatadas por los colonos en lucha. ¿Se procedió a venderlas luego, en grandes bloques, a otros hombres de amplia fortuna? De ningún modo. Cumpliendo con la idea de dividir los grandes dominios, en la tenencia de unos cuantos, estas inmensas heredades fueron vendidas bajo la forma de pequeñas parcelas a muchas personas diferentes. Las posesiones de un solo tory, Roger Morris, situadas en Nueva York, fueron confiscadas por el Estado y vendidas a 250 personas. Las fincas que se le quitaron a otro tory, James de Lancey, se dividieron en 275 lotes que fueron vendidos. Durante el período revolucionario, grandes áreas cambiaron de manos y el viejo sistema de las enormes heredades fue disuelto poco a poco. Esta importante transformación, por igual que la independencia, dimanó de la Revolución.
Otro logro importante se originó en el aumento del número de personas a quienes se otorgó el derecho de votar. Recién cincuenta años más tarde, acordóse este derecho a todos los hombres blancos, de veintiún años de edad, ciudadanos de los Estados Unidos.
Antes de ello y durante el período revolucionario, había que ser dueño de propiedades para ejercer el derecho mencionado. Pero con posterioridad a la Revolución, la cantidad de bienes que uno debía poseer había disminuido muchísimo, de manera que concedióse el voto a muchos hombres más. Parece algo de escasa importancia, pero el hecho de elevar al hombre común, de su posición de no-votante a la de votante, lo hizo ascender unos cuantos peldaños de la escalera social. Un votante nuevo llevaba más erguida que antes la cabeza. Fue el espíritu revolucionario el que propició la creación de este cambio.
¿Y qué decir acerca de la esclavitud de los negros en momentos en que los hombres hablaban de libertad, independencia e igualdad? Aunque la esclavitud no fue enteramente excluida en esta época, adoptáronse, no obstante, varias capitales medidas tendientes, sea a la liberación de los siervos, sea a su protección.
"La primera sociedad antiesclavista, en éste o cualquier otro país, constituyóse el 14 de abril de 1775, cuatro días antes de la batalla de Lexington, en virtud de una reunión celebrada en la Taberna del Sol, sita en Filadelfia, en la calle Segunda."
Un gobierno estatal tras otro dictó leyes que prohibían la importación de esclavos: Rhode Island y Connecticut en 1774, Delaware en 1776, Virginia en 1778 y Maryland en 1783. En 1780 Pennsylvania aprobó una ley "que declaraba que ningún negro nacido con posterioridad a esa fecha debía ser mantenido bajo sujeción de ninguna especie después de cumplir los 28 años de edad y que hasta ese momento sus servicios equivaldrían simplemente a los de un servidor escriturado o a los de un aprendiz".1
Hacia 1784, sancionáronse en Massachusetts, Connecticut y Rhode Island, leyes que proveían la gradual y completa abolición de la esclavitud. Inclusive en el Estado de Virginia, con amplísima tenencia de siervos, se dictaron en 1782 leyes que facilitaron allí la liberación de los negros. En el término de ocho años, más de diez mil esclavos fueron manumitidos solamente en Virginia.
Muchos de los primitivos pobladores habían venido a Norteamérica para profesar su propia fe religiosa. Pero en fecha tan avanzada como el año 1770, en nueve de las colonias, existía una iglesia establecida por ley, de modo que los congregacionalistas que residían en Maryland debían colaborar al sostenimiento de la iglesia episcopal de allí; los adeptos de la secta protestante episcopal que vivían en Massachusetts estaban en la obligación de aportar su óbolo a la Iglesia congregacionalista y hasta aquellas personas que carecían de afiliación religiosa veían que parte del dinero que se les cobraba en concepto de exacciones, se aplicaba al pago de los gastos de la iglesia estatal. El nuevo espíritu que flotaba en el aire, también trajo un cambio en estas viejas leyes. Inmediatamente después de iniciarse la Revolución, la Iglesia establecida fue suprimida en cinco Estados. Si bien recién al cabo de otros cincuenta años, sobrevino en los Estados Unidos la completa libertad religiosa, en esta época de muchas modificaciones se dio un apreciable primer paso.
Quizás la mejor indicación de la revolución que se operaba en el pensamiento de las gentes, fue la acusada por la Ordenanza Noroeste de 1787. Según el tratado formalizado con Gran Bretaña en 1783, el territorio que se extendía al oeste de los Apalaches hasta el Mississippi, pertenecía a los Estados Unidos. La inmensa lengua de tierra al norte del río Ohio, recibía el nombre de Territorio Noroeste. Aquí, pues, poníanse realmente a prueba las ideas de la hora: ¿qué leyes se crearían para el nuevo territorio, aún deshabitado?
Si los Estados Unidos hubiesen seguido las huellas de Inglaterra y de otros paises europeos, habrían impartido a este territorio del otro lado de las montañas el tratamiento de colonia, siendo su metrópoli los trece antiguos Estados al borde del mar. Pero el espíritu de igualdad a la sazón imperante, oponíase directamente a la idea madre patria-colonia. De consiguiente, el Congreso formuló una sorprendente proposición: no bien 5.000 personas residiesen en el territorio, podrían elegir su propia legislatura y dictar sus propias leyes; cuando la población integrase 60.000 almas podría ingresar a la Unión, en calidad de Estado igual, en toda forma a los trece Estados originales. Pero eso no era todo. Habría de regir la libertad religiosa. En cada uno de los municipios se dejaría de lado una fracción de tierra que debería destinarse a la educación pública. No debería existir esclavitud. Ni la primogenitura; cuando un hombre muriese sin dejar testamento, sus bienes se dividirían equitativamente entre sus hijos e hijas. La Ordenanza Noroeste constituyó un hito del espíritu de la época.
Uno de los significados más expresivos de la palabra revolución es "cambio". La Revolución norteamericana acarreó tremendos cambios a la vida social de nuestro pueblo: transformaciones que no llegaron a los países europeos más antiguos, sino muchos años más tarde y que otorgaron muy tempranamente a los Estados Unidos la reputación de "país libre".
La primera constitución de los Estados Unidos estuvo representada por los Artículos de Confederación. Se convino por obra del Congreso Continental de 1777, pero no fue finalmente ratificada y puesta en vigor hasta 1781, año en que concluyó la guerra. Tratábase de una desligada asociación de Estados soberanos, en la cual los poderes del Congreso se hallaban estrictamente limitados. Cosa que cabía esperar puesto que los Artículos se bosquejaron en el preciso momento en que los norteamericanos procuraban emanciparse de un férreo gobierno que se había inmiscuido excesivamente en sus asuntos. Era natural que vacilaran en instituir en su lugar otro gobierno igualmente fuerte. Estaban luchando por sostener su propio gobierno contra uno de afuera. El cuerpo legislador de Virginia, de Massachusetts, de Nueva York, del Estado particular de cada uno, era una cosa, pero cuidado con un gobierno poderoso exterior, he aquí algo totalmente distinto. En consecuencia, los trece Estados se unieron bajo los Artículos de Confederación y se aseguraron de que el Congreso, gobierno de todos los Estados, tuviese muy escaso poder. El Congreso no debía convertirse en otro Parlamento, no debía imponer órdenes sino rogar. Cada Estado elegiría sus propios legisladores. El grupo que formarán, o sea la legislatura, debía contar con poder suficiente para manejar el Estado. El Congreso no debía entrometerse.
Era dable esperar un sistema semejante de un pueblo cuya experiencia con un enérgico gobierno exterior había resultado tan desafortunada como para ponerlo en el trance de librar una guerra de independencia. Empero, no había transcurrido mucho tiempo y un grupo de temerosas, angustiadas personas gritaba reclamando nuevamente un gobierno fuerte. Y sólo cuatro breves años después de firmarse el tratado de paz, este mismo grupo se dedicó a montar el aparato de precisamente un gobierno de ese tipo. ¿Qué había acontecido?
Muchas cosas, todas malas a criterio de los ricos, los prestamistas, los manufactureros, los mercaderes, los tenedores de bonos, los especuladores, los dueños de esclavos. En lo que atañía a las personas adineradas, éste fue lo que algunos historiadores han llamado un "periodo crítico".
Pregunta: ¿Cuándo no quiere una persona que se le pague una deuda?
Respuesta: Cuando la deuda se satisface en dólares papel depreciados.
Si A le presta a B $100 en metálico de sólido valor, que en cualquier parte y en cualquier momento equivaldrá a $ 100, no quiere que se le devuelva el importe en dólares papel cuyo valor ha mermado, al punto que la cantidad de $ 100 asume un valor real de $ 25 ó $ 10 ó $ 0.
B, hombre pobre, endeudado, que atraviesa penurias económicas y que está ansioso de no dar con sus huesos en una sucia cárcel, quiere que se imprima más dinero a fin de poder saldar sus deudas más fácilmente. A, prestamista, se ha hecho hombre de dinero en metálico, mientras que B, deudor, se ha tornado hombre de papel moneda.
En 1780, en siete de los trece Estados, las legislaturas dictaron leyes de papel moneda. Los deudores de dinero se sintieron felices; los prestamistas refunfuñaron.
John Weeden era propietario de una carnicería en Newport, Rhode Island. Cierto día entró uno de sus parroquianos, John Trevett y compró carne. Trevett preguntó el precio, ofreciendo a continuación abonar el importe con dólares papel de Rhode Island. Weeden se negó a aceptar ese dinero y Trevett lo procesó ante una corte compuesta de cinco jueces. Weeden ganó la causa. Los miembros de la legislatura estaban furiosos con los jueces y les ordenaron comparecer, a Ios fines de dar explicaciones. Votaron luego, expresando que no les satisfacían las razones aducidas por los jueces. En los comicios siguientes sólo uno de los jueces resultó reelegido.
Los prestamistas se hallaban hartos de papel moneda. Querían un gobierno central fuerte que impidiera a estas legislaturas estatales la emisión de un papel moneda carente de valor. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Durante los años en que tuvo lugar la lucha entre Inglaterra y Norteamérica, el comercio con Inglaterra había cesado. Aquellos efectos manufacturados que anteriormente eran traídos de Inglaterra, debían fabricarse en el país. De modo que, en los diversos Estados, algunas personas emprendieron el negocio de su fabricación. Éste crecía, los precios eran altos, todo resultaba satisfactorio. En esos momentos finalizó la guerra. Las mercaderías manufacturadas procedentes de Inglaterra y de otros países europeos, entraron a montones. Los europeos llevaban fabricando objetos desde mucho antes que comenzaran los norteamericanos; los obreros europeos trabajaban por jornales menos elevados; por lo tanto, las mercaderías europeas se vendían a precio más bajo y la población adquiría esas mercaderías más baratas. Los manufactureros estadounidenses comprendieron que su negocio se les escapaba de las manos. Querían que el Congreso fijara un impuesto sobre las mercaderías manufacturadas que entraban al país, a fin de poder superar en baratura a las europeas. El Congreso no disponía de poder para ello. Debía solicitar autorización a cada uno de los Estados para establecer el impuesto. Uno solo, Rhode Island, negó su autorización y el Congreso se vio en la imposibilidad de obrar.
Los manufactureros estaban hartos de mercaderías extranjeras. Querían un fuerte gobierno central que impusiera tasas tan elevadas a los productos extranjeros como para que los nacionales salieran más módicos. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Antes de la Revolución, los mercaderes habían recibido favores especiales que se les habían otorgado porque formaban parte del Imperio Británico. Podían transportar mercaderías a las Antillas británicas o a otras partes del Imperio, vendiéndolas allí. Ahora estaban excluidos del Imperio e Inglaterra les había quitado sus favores especiales; sólo podían comerciar con sus colonias, bajo las mismas reglas que se aplicaban a otros países, lo cual quería decir muy escaso comercio. En el curso de la guerra, cuando Francia y España optaron por ponerse de parte del bando de los insurrectos, concedieron a los mercaderes norteamericanos derechos especiales que los facultaban para comerciar en sus puertos. Una vez concluida la guerra, esos derechos fueron rescindidos y ambos países cerraron muchos de sus puertos a los buques provenientes de los Estados Unidos.
Los mercaderes estaban hartos de las antedichas disposiciones, según las cuales "este-puerto-está-cerrado-para-Vd.". Querían un fuerte gobierno central que promulgara leyes relativas al comercio, que, rigiendo en cada uno de los Estados Unidos, notificaran a Inglaterra, Francia, España y demás: si no nos dejan ustedes hacer tal y tal cosa en sus puertos, entonces les será vedado hacer tal y tal cosa en nuestros puertos. Los mercaderes querían un fuerte gobierno central que devolviera golpe por golpe a los mercaderes de aquellos países extranjeros que los hostigaban. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Muchos norteamericanos habían entregado en préstamo al Congreso el dinero necesario para llevar adelante la guerra. En retribución se les había entregado bonos, promesas de un reintegro. Muchos oficiales del ejército habían recibido a su vez estos bonos, en calidad de emolumentos. Pero el Congreso se veía en graves dificultades para reunir fondos con que devolver lo que adeudaba. Carecía de facultades para imponer exacciones al pueblo. Tenía que rogar a los diversos Estados que le facilitasen el dinero. Siendo que, al parecer, el Congreso jamás se hallaría en condiciones de cubrir sus deudas, Ios bonos, lo mismo que el papel moneda, perdieron valor. Éste descendió a un décimo de su valor original, de manera que era factible comprar un bono de cien dólares por la irrisoria suma de diez dólares. Los especuladores adquirían bonos, a medida que se intensificaba la depreciación. Si el Congreso alguna vez llegaba a reunir suficiente dinero como para devolver lo que debía, estos especuladores obtendrían una pingüe fortuna. Cada bono adquirido a menos de su valor nominal —o sea cien dólares por diez dólares— les reportaría un valor real de cien dólares.
Las gentes que habían entregado sumas al Congreso a cambio de bonos, los soldados que habían recibido bonos a guisa de estipendio y los especuladores que habían comprado bonos a bajo precio, todos estos tenedores de promesas de pago del gobierno estaban hartos de ver que sus papeles fiduciarios se desvalorizaban. Querían un fuerte gobierno central que tuviese poder para recaudar impuestos y recabar de esta manera el dinero necesario para reintegrar, en pleno, sus deudas. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Había otra clase de especuladores. La que adquiría tierras del Oeste a bajo precio, en la esperanza de venderlas lucrativamente cuando se trasladaran pobladores a esa región. Pero el Congreso no disponía de un ejército en la frontera encargado de proteger de los indios a los lugareños y esto representaba un probable impedimento, a los ojos de muchas personas, para la mudanza al Oeste y la compra de tierras.
Los especuladores de la índole citada estaban hartos de ver desprovistas de protección sus tierras del Oeste. Querían un gobierno central fuerte, en condiciones de crear un ejército capaz de defender a las gentes en la frontera. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Otros hombres tenían asimismo motivos para desear la inmediata disponibilidad de un ejército. Los sureños propietarios de esclavos, temían constantemente que los negros se coaligaran en una insurrección y atacaran a sus amos blancos. Los tenedores de esclavos querían un gobierno central fuerte, en condiciones de enviar sin dilación un ejército bien disciplinado a cualquier lugar donde se produjera un levantamiento de esclavos de color. El Congreso, bajo los Artículos de Confederación, no se encontraba en posición de hacerlo.
Prestamistas, manufactureros, mercaderes, tenedores de bonos, especuladores, dueños de esclavos, todos querían un fuerte gobierno central. Constituían el núcleo de las personas acaudaladas, de los ricos, y querían un fuerte gobierno central que protegiera sus posesiones y les permitiese acrecentadas, llevando a cabo sus negocios resguardada y fácilmente.
En 1786, comenzaron a acaecer hechos que intimidaron a este grupo, haciéndole desear inmediatamente ese fuerte gobierno central.
En las elecciones celebradas ese año, resultaron ganadoras en siete Estados las personas que abogaban por el papel moneda y perdieron en Massachusetts, Nueva Hampshire, Connecticut, Virginia, Maryland y Delaware. Los tiempos eran malos; el dinero difícil de conseguir. Los deudores no sólo corrían el peligro de ser despojados de sus bienes, sino también de ser arrojados a una prisión horrible y sucia. En Nueva Hampshire una multitud armada de garrotes, piedras, espadas y armas de fuego y compuesta de varíos centenares de personas marchó sobre la legislatura, exigiendo reparaciones. "Emisión de papel moneda y reducción de impuestos", tales eran sus demandas.
En Massachusetts tuvieron lugar levantamientos mucho más alarmantes. Allí los impuestos eran elevadísimos y a los pobres les faltaba dinero para pagar sus deudas. En varios de los Estados que habían adoptado el papel moneda, se habían promulgado "leyes de detención", a los fines de refrenar la acumulación de deudas; en otros éstas podían saldarse entregando ganado o productos agrícolas. Los pobres de Massachusetts querían alivios de este tipo, alivios de cualquier especie que los ayudaran a salir del atolladero. Cuando la legislatura de su Estado clausuró la jornada sin haber dictado ley alguna que los auxiliase, los pobres se amotinaron.
En el número de fecha 11 de septiembre, 1786, del New York Packet, apareció esta noticia procedente de Springfield, Massachusetts: "El martes 29 (de agosto)... día señalado por la ley para las sesiones de la Corte de Causas Comunes... en Northampton, se congregaron en la ciudad, desde diferentes puntos del condado, cuatrocientas o quinientas personas, algunas de las cuales venían armadas con mosquetes, otras con cachiporras, albergando la manifiesta intención de impedir que la Corte procediera a la atención de sus asuntos..."
Es fácil comprender por qué el populacho no quería permitir que la Corte diera curso a sus tareas. Era ante sus estrados que los prestamistas instruían sus pleitos contra los deudores; era ése el tribunal que ordenaba al agricultor sin recursos la cesión de su modesto establecimiento a su acreedor; eran esos los magistrados que enviaban al pobre a una miserable cárcel de deudores.
En Great Barrington otra turba cerró el tribunal de justicia, irrumpió en las prisiones, registró las casas y persiguió personas hasta sacarlas de la ciudad.
Más tarde, alrededor de mil hombres armados de mosquetes, espadas y garrotes, conducidos por Daniel Shays, ex oficial de la Guerra Revolucionaria, prosiguieron el motín; cerraron las cortes por espacio de varios meses. La rebelión de Shays fue cosa seria. Las clases altas de todo el país se sentían profundamente atemorizadas por este levantamiento armado del pobrerío. No había en el tesoro dinero con que pagar las tropas del Estado, de modo que un número de personas acaudaladas contribuyó lo necesario. Shays y sus compañeros enderezaron en dirección de Springfield, donde había un almacén público que contenía siete mil mosquetes nuevos, trece mil barricas de pólvora, cocinas, calderos de campamento y sillas de montar. Fueron detenidos por las tropas estatales; disparáronse unos cuantos tiros y la banda se dispersó.
El general Knox escribió a George Washington una carta en la que daba cuenta, angustiadamente de las peligrosas ideas sustentadas por los acólitos de Shays. Consignó la creencia de éstos de "...que los bienes de los Estados Unidos habían sido protegidos de... Gran Bretaña mediante los esfuerzos conjuntos de todos y, por consiguiente, debían representar la propiedad común de todos".1
Corrían escalofríos por la espina dorsal de los ricos. Era menester inmediatamente un fuerte gobierno central.
No causó, por ende, extrañeza que se convocase en 1787 una asamblea con el propósito de revisar los Artículos de Confederación. De los cincuenta y cinco miembros elegidos para intervenir en la asamblea por las legislaturas de doce Estados (Rhode Island se negó a enviar los suyos), ni uno solo actuaba en nombre de la clase de los artesanos o de los pequeños agricultores; casi todos eran o bien prestamistas, mercaderes, manufactureros, tenedores de bonos, especuladores, o bien dueños de esclavos.
Las sesiones se realizaron en Filadelfia, habiendo comenzado en mayo y finalizado el 17 de septiembre de 1787. Los asambleístas juzgaron más conveniente mantener secreta su labor, de manera que se reunieron a puertas cerradas. Uno de ellos era Benjamín Franklin, ya bastante anciano en aquel tiempo. Gozaba de gran popularidad y a menudo se lo invitaba a comidas, en el curso de las cuales narraba excelentes historias. Los asambleístas, extremando sus cuidados, solicitaron a uno de su grupo que acompañara al señor Franklin a todos los ágapes; su misión consistía en interrumpir al anciano caballero en cuanto comenzaba cualquier relato relacionado con los secretos de la convocación.
Si bien habían sido enviados a Filadelfia a los meros fines de enmendar y quizás añadir algo a los preexistentes Artículos de Confederación, los asambleístas pronto renunciaron a esa idea e iniciaron su labor sobre la base de un nuevo plan de enlace entre los trece Estados, buscando proveer un fuerte gobierno central. Elaboraron así la Constitución de los Estados Unidos.
En lo concerniente a las personas de fortuna, todo resultaría satisfactorio bajo la Constitución, el nuevo plan de gobierno. Los Estados ya no podrían imprimir papel moneda; ya no podrían promulgar leyes que otorgasen a la gente una ampliación del plazo para el pago de las deudas o que admitiesen su anulación mediante la entrega de mercaderías o ganado; los contratos seguirían, sin experimentar cambio alguno (regocijantes noticias para los prestamistas). Bajo la Constitución, el Congreso, gobierno central de todos los Estados, gozaría de poder real y ya no tendría necesidad de rogar. Se concedió al Congreso el control sobre el comercio exterior y sobre el realizado entre los Estados; se lo facultó para formalizar con países extranjeros tratados que regirían en los trece Estados, como si formaran uno solo. Por fin, se podrían gravar con impuestos las mercaderías foráneas y se podrían suscribir acuerdos comerciales con los países extranjeros (regocijantes noticias para manufactureros y mercaderes). El Congreso precisaría dinero para saldar las deudas del gobierno; se le otorgó el derecho de recaudar impuestos (regocijantes noticias para los especuladores). Ya no podrían los vehementes revolucionarios impedir, al igual que Shays, las sesiones de las Cortes o atacar la propiedad; el Congreso contaría con un ejército y una marina prontos a poner coto a cualquier rebelión futura (regocijantes noticias para todos los poseedores de bienes).
La asamblea que tuvo lugar en Filadelfia, ahora llamada Convención Constitucional, se dilató por espacio de cuatro agobiantes meses. Hubo innumerables debates entre los representantes de los diversos Estados. ¿Debían los Estados grandes tener mayor ingerencia en el gobierno nacional que los Estados pequeños? ¿Había que contar a los esclavos de color cual si se tratase de blancos? ¿Correspondía conferir al Congreso el derecho de poner punto final a la importación de esclavos negros? Acerca de estos interrogantes y de otros muchos, los delegados discutieron largo y tendido. Pero había un asunto en particular sobre el cual coincidía el parecer de todos, la gente común, la que poseía escasos bienes o carecía de éstos, no debía tener demasiado poder.
¿Cómo concertar esto?
El gobierno se dividiría en tres ramas principales. Sólo la Cámara de Representantes, que vendría a constituir la mitad de una de esas ramas, sería elegida directamente por el pueblo. En la selección de las demás ramas no habría línea directa hacia el pueblo. De tal suerte ocurriría algo así: este es el Senado de los Estados Unidos, elegido por los legisladores estatales, que son elegidos por el pueblo; este es el presidente de los Estados Unidos, que es elegido por electores, que han sido escogidos de un modo u otro por los legisladores estatales, que han sido elegidos por el pueblo; esta es la Suprema Corte de los Estados Unidos, nombrada por el presidente, que es elegido por electores, que han sido escogidos de un modo u otro por los legisladores estatales, que han sido elegidos por el pueblo. Quedaba limitado el peligro de que la gente común ejerciera bajo semejante arreglo, un control completo.
Pero aún cabían otras medidas a los fines de precaverse. Disponer que cada una de las tres ramas del gobierno tuviera poder para "controlar y equilibrar" a otra. Fijar después distintos períodos de tiempo para la selección de las diversas ramas:
Congreso:
-Cámara de Representantes: elegida directamente por el pueblo por un periodo de dos años.
-Senado: elegido indirectamente por el pueblo por un período de seis años (un tercio cada dos años).
Presidente: elegido más indirectamente por el pueblo por un pe ríodo de cuatro años.
Suprema Corte: seleccionada más indirectamente por el pueblo por período vitalicio.
Disponer que los senadores y el presidente fueran personas de más edad que los representantes, La gente mayor es menos propensa a la irreflexión.
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